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INTIMIDAD

Celeste Cid
PREFACIO

Este libro ansía un lector que aún no haya sido


arrastrado por el apuro demencial de nuestra época,
un lector sin prisa, sin necesidad de encontrar
desesperadas certezas que terminen por aniquilar el
espíritu de lo que de acá en adelante se presenta.

Aquí, hasta la palabra más justa está puesta en duda


–y no por eso pretende confundir al lector–; es una
retrospectiva, vuelve sobre sus pasos, se desaprende: se
va desintegrando a medida que se asume.

De lo que trata no es más que de desprenderse de


su instinto de autoconservación: la firme necesidad
de ser destruido y liberado, la fascinación orgiástica
de desprenderse de su juicio y retornar al inicio de la
Historia, una calma llena de dicha

para sí y para todo lo que pretenda intimarle.

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1 SOBRE FONDO NEGRO
Una langosta atraviesa la imagen.

La cámara la sigue. Plano secuencia.

“Somos testigos
usted de mi presencia
yo de la suya.

Por más aparente.mente intrigante que resulte,


no se detenga en ningún pormenor,

sólo observe.”

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Una vez comenzada,

la Historia

ya no se detendrá.

La langosta se aleja.

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Se oye el sonido de una piedra envejeciendo.

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UN GRAN SILENCIO,

entre las nubes quietas

esta ausencia
de un corazón
que encierra la imagen
de un interior

en el cual traduzco voces


que me incitan a develar
los secretos de
una infancia perdida

entre el rigor de un humo espeso


de una ciudad acabada.

Algo llora en el aire.

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cuarto solo

Ella –de aquí en adelante la llamaremos E.– se ve a sí


misma veinte años atrás. Se produce un recuerdo.

Se oye el pensamiento a través de su propia imagen,


pero no hay uso de palabra. Sólo es la imagen la que
lleva implícita su sensación.

INTERIOR SENSACIÓN PENSAMIENTO


DE E. / OFF

Hora de dormir. Vino a darme el beso de las buenas


noches y apagó la luz antes de cerrar la puerta. Un
contacto superficial, vacío, carente de amorosidad.
Sólo aquel vacuo ritual, su mímica. Esto era lo
habitual. Se repetía cada noche.

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Oí sus pasos bajando la escalera. Era de madera.
La madera crujía. Sobre todo el tercer escalón, que
además era el único que tenía un color distinto al
resto, más oscuro, más amarronado. Esa diferencia
nunca me gustó, y es raro porque a mí me gustan las
diferencias.

La caja negra que era mi habitación me aburría; y


seguía sin lograr dormirme.

De pronto tuve una idea genial: inventé una bola


verde. Gorda. La bola verde estaba, existía, pero era
muy chiquita. Me gusta tanto inventar que no lo pude
evitar; la pinté, la hice retrato, en negro, en blanco.
Añadí pasteles, pero eso no me gustó. Así que volví al
verde original.

Ese color era apropiado, le quedaba bien.

Me encargué de hacerla crecer. La hice grande. Cada


vez más grande.

Extremada.mente

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grande. A su lado yo

parecía más chiquita de lo que era. Cuanto más crecía


ella, más chiquita parecía
yo.

La bola gorda verde musgo no paraba de crecer,


mientras que yo no paraba de hacerme cada vez más
chiquita.

Estaba contenta: una hermosa bola verde gigante


cuidaba de mí.

Podíamos jugar a todos los juegos posibles y uno


llevaba a otro y ese otro a otro, que a su vez se
transformaba en otro más... haciéndome perder
absoluto registro de todo contexto.

Por supuesto, minutos después, el antídoto


comenzaba a perder efecto, como el impacto de una

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droga cuando se va. La idea comenzaba a no ser
estimulante, para luego aburrirme por completo –esto
también era habitual–.

Y aunque era una obviedad, no dejaba de


sorprenderme:

no había bola
hecho chiquita
enorme ni yo me había

seguía siendo la misma

en la misma habitación.

.
.
.
.
.

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.
.
.
.
.
.

aunque el silencio era más rotundo

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y la soledad se sentía aún más sola.

La madera de la escalera ya no crujía.

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La mímica del beso que no fue aún resuena en mí.

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