Pablo Palacio - El Antropofago

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 12

1

El Antropófago
Pablo Palacio

textos.info
biblioteca digital abierta

2
Texto núm. 8202

Título: El Antropófago
Autor: Pablo Palacio
Etiquetas: Cuento

Editor: Edu Robsy


Fecha de creación: 28 de febrero de 2024
Fecha de modificación: 28 de febrero de 2024

Edita textos.info

Maison Carrée
c/ des Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España

Más textos disponibles en http://www.textos.info

3
El Antropófago
Allí está, en la Penitenciaria, asomando por entre las rejas su cabeza
grande y oscilante, el antropófago.

Todos lo conocen. Las gentes caen allí como llovidas por ver al
antropófago. Dicen que en estos tiempos es un fenómeno. Le tienen
recelo. Van de tres en tres, por lo menos, armados de cuchillas, y cuando
divisan su cabeza grande se quedan temblando, estremeciéndose al sentir
el imaginario mordisco que les hace poner carne de gallina. Después le
van teniendo confianza; los más valientes han llegado hasta provocarle,
introduciendo por un instante un dedo tembloroso por entre los hierros. Así
repetidas veces como se hace con las aves enjauladas que dan picotazos.

Pero el antropófago se está quieto, mirando con sus ojos vacíos.

Algunos creen que se ha vuelto un perfecto idiota; que aquello fue sólo un
momento de locura.

Pero no les oiga; tenga mucho cuidado frente al antropófago: estará


esperando un momento oportuno para saltar contra un curioso y
arrebatarle la nariz de una sola dentellada.

Medite Ud. en la figura que haría si el antropófago se almorzara su nariz.

¡Ya lo veo con su aspecto de calavera!

¡Ya lo veo con su miserable cara de lázaro, de sifilítico o de canceroso!


¡Con el unguis asomando por entre la mucosa amoratada! ¡Con los
pliegues de la boca hondos, cerrados como un ángulo!

Va Ud. a dar un magnífico espectáculo.

Vea que hasta los mismos carceleros, hombres siniestros, le tienen miedo.

La comida se la arrojan desde lejos.

4
El antropófago se inclina, husmea, escoge la carne —que se la dan
cruda—, y la masca sabrosamente, lleno de placer, mientras la sanguaza
le chorrea por los labios.

Al principio le prescribieron dieta: legumbres y nada más que legumbres;


pero había sido de ver la gresca armada. Los vigilantes creyeron que iba a
romper los hierros y comérselos a toditos. ¡Y se lo merecían los muy
crueles! ¡Ponérseles en la cabeza el martirizar de tal manera a un hombre
habituado a servirse de viandas sabrosas! No, esto no le cabe a nadie.
Carne habían de darle, sin remedio, y cruda.

¿No ha comido usted alguna vez carne cruda? ¿Por qué no ensaya?

Pero no, que pudiera habituarse, y esto no estaría bien. No estaría bien
porque los periódicos, cuando usted menos lo piense, le van a llamar fiera,
y no teniendo nada de fiera, molesta.

No comprenderían los pobres que el suyo sería un placer como cualquier


otro; como comer la fruta en el mismo árbol, alargando los labios y
mordiendo hasta que la miel corra por la barba.

Pero ¡qué cosas! No creáis en la sinceridad de mis disquisiciones. No


quiero que nadie se forme de mí un mal concepto; de mí, una persona tan
inofensiva.

Lo del antropófago sí es cierto, inevitablemente cierto.

El lunes último estuvimos a verlo los estudiantes de Criminología.

Lo tienen encerrado en una jaula como de guardar fieras.

¡Y qué cara de tipo! Bien me lo he dicho siempre: no hay como los pícaros
para disfrazar lo que son.

Los estudiantes reíamos de buena gana y nos acercamos mucho para


mirarlo. Creo que ni yo ni ellos lo olvidaremos Estábamos admirados, y
¡cómo gozábamos al mismo tiempo de su aspecto casi infantil y del
fracaso completo de las doctrinas de nuestro profesor!

—Véanlo, véanlo como parece un niño —dijo uno.

5
—Sí, un niño visto con una lente.

—Ha de tener las piernas llenas de roscas.

—Y deberán ponerle talco en las axilas para evitar las escaldaduras.

—Y lo bañarán con jabón de Reuter.

—Ha de vomitar blanco.

—Y ha de oler a senos.

Así se burlaban los infames de aquel pobre hombre que miraba


vagamente y cuya gran cabeza oscilaba como una aguja imantada.

Yo le tenía compasión. A la verdad, la culpa no era de él. ¡Qué culpa va a


tener un antropófago! Menos si es hijo de un carnicero y una comadrona,
como quien dice del escultor Sofronisco y de la partera Fenareta. Eso de
ser antropófago es como ser fumador, o pederasta, o sabio.

Pero los jueces le van a condenar irremediablemente, sin hacerse estas


consideraciones. Van a castigar una inclinación naturalísima: esto me
rebela. Yo no quiero que se proceda de ninguna manera en mengua de la
justicia. Por esto quiero dejar aquí constancia, en unas pocas líneas, de mi
adhesión al antropófago. Y creo que sostengo una causa justa. Me refiero
a la irresponsabilidad que existe de parte de un ciudadano cualquiera, al
dar satisfacción a un deseo que desequilibra atormentadoramente su
organismo.

Hay que olvidar por completo toda palabra hiriente que yo haya escrito en
contra de ese pobre irresponsable. Yo, arrepentido, le pido perdón.

Sí, sí, creo sinceramente que el antropófago está en lo justo; que no hay
razón para que los jueces, representantes de la vindicta pública…

Pero qué trance tan duro… Bueno… lo que voy a hacer es referir con
sencillez lo ocurrido… No quiero que ningún malintencionado diga
después que soy yo pariente de mi defendido, como ya me lo dijo un
Comisario a propósito de aquel asunto de Octavio Ramírez.

Así sucedió la cosa, con antecedentes y todo:

6
En un pequeño pueblo del Sur, hace más o menos treinta años,
contrajeron matrimonio dos conocidos habitantes de la localidad: Nicanor
Tiberio, dado al oficio de matarife, y Dolores Orellana, comadrona y
abacera.

A los once meses justos de casados les nació un muchacho, Nico, el


pequeño Nico, que después se hizo grande y ha dado tanto que hacer.

La señora de Tiberio tenía razones indiscutibles para creer que el niño era
oncemesino, cosa rara y de peligros. De peligros porque quien se nutre
por tanto tiempo de sustancias humanas es lógico que sienta más tarde la
necesidad de ellas.

Yo desearía que los lectores fijen bien su atención en este detalle, que es
a mi ver justificativo para Nico Tiberio y para mí, que he tomado cartas en
el asunto.

Bien. La primera lucha que suscitó el chico en el seno del matrimonio fue a
los cinco años, cuando ya vagabundeaba y comenzó a tomársele en serio.
Era a propósito de la profesión. Una divergencia tan vulgar y usual entre
los padres, que casi, al parecer, no vale la pena darle ningún valor. Sin
embargo, para mí lo tiene.

Nicanor quería que el muchacho fuera carnicero, como él. Dolores opinaba
que debía seguir una carrera honrosa, la Medicina. Decía que Nico era
inteligente y que no había que desperdiciarlo. Alegaba con lo de las
aspiraciones —las mujeres son especialistas en lo de las aspiraciones.

Discutieron el asunto tan acremente y tan largo que a los diez años no lo
resolvían todavía. El uno: que carnicero ha de ser; la otra: que ha de llegar
a médico. A los diez años Nico tenía el mismo aspecto de un niño; aspecto
que creo olvidé de describir. Tenía el pobre muchacho una carne tan
suave que le daba ternura a su madre; carne de pan mojado en leche,
como que había pasado tanto tiempo curtiéndose en las entrañas de
Dolores.

Pero pasa que el infeliz había tomádole serias aficiones a la carne. Tan
serias que ya no hubo que discutir: era un excelente carnicero. Vendía y
despostaba que era de admirarlo.

Dolores, despechada, murió el 15 de mayo de l906 (¿Será también este un

7
dato esencial?). Tiberio, Nicanor Tiberio, creyó conveniente
emborracharse seis días seguidos y el séptimo, que en rigor era de
descanso, descansó eternamente. (Uf, esta va resultando tragedia de
cepa).

Tenemos, pues, al pequeño Nico en absoluta libertad para vivir a su


manera, sólo a la edad de diez años.

Aquí hay un lago en la vida de nuestro hombre. Por más que he hecho, no
he podido recoger los datos suficientes para reconstruirla. Parece, sin
embargo, que no sucedió en ella circunstancia alguna capaz de llamar la
atención de sus compatriotas.

Una que otra aventurilla y nada más.

Lo que se sabe a punto fijo es que se casó, a los veinticinco, con una
muchacha de reguiares proporciones y medio simpática. Vivieron más o
menos bien. A los dos años les nació un hijo, Nico, de nuevo Nico.

De este niño se dice que creció tanto en saber y en virtudes, que a los tres
años, por esta época, leía, escribía, y era un tipo correcto: uno de esos
niños seriotes y pálidos en cuyas caras aparece congelado el espanto.

La señora de Nico Tiberio (del padre, no vaya a creerse que del niño) le
había echado ya el ojo a la abogacía, carrera magnífica para el chiquitín. Y
algunas veces había intentado decírselo a su marido. Pero éste no daba
oídos, refunfuñando. ¡Esas mujeres que andan siempre metidas en lo que
no les importal Bueno, esto no le interesa a Ud.; sigamos con la historia:

La noche del 23 de marzo, Nico Tiberio, que vino a establecerse en la


Capital tres años atrás con la mujer y el pequeño —dato que he olvidado
de referir a su tiempo—, se quedó hasta bien tarde en un figón de San
Roque, bebiendo y charlando.

Estaba con Daniel Cruz y Juan Albán, personas bastante conocidas que
prestaron, con oportunidad, sus declaraciones ante el Juez competente.
Según ellos, el tantas veces nombrado Nico Tiberio no dio manifestaciones
extraordinarias que pudieran hacer luz en su decisión. Se habló de
mujeres y de platos sabrosos. Se jugó un poco a los dados. Cerca de la
una de la mañana, cada cual la tomó por su lado.

8
(Hasta aquí las declaraciones de los amigos del criminal. Después viene
su confesión, hecha impúdicamente para el público).

Al encontrarse solo, sin saber cómo ni por qué, un penetrante olor a carne
fresca empezó a obsesionarlo. El alcohol le calentaba el cuerpo y el
recuerdo de la conversación le producía abundante saliveo. A pesar de lo
primero, estaba en sus cabales.

Según él, no llegó a precisar sus sensaciones. Sin embargo, aparece bien
claro lo siguiente:

Al principio le atacó un irresistible deseo de mujer. Después le dieron


ganas de comer algo bien sazonado; pero duro, cosa de dar trabajo a las
mandíbulas. Luego le agitaron temblores sádicos: pensaba en una rabiosa
cópula, entre lamentos, sangre y heridas abiertas a cuchilladas.

Se me figura que andaría tambaleando, congestionado.

A un tipo que encontró en el camino casi le asalta a puñetazos, sin haber


motivo.

A su casa llegó furioso. Abrió la puerta de una patada. Su pobre mujercita


despertó con sobresalto y se sentó en la cama. Después de encender la
luz se quedó mirándolo temblorosa, como presintiendo algo en sus ojos
colorados y saltones.

Extrañada, le preguntó:

—¿Pero qué te pasa, hombre?

Y él, mucho más borracho de lo que debía estar, gritó:

—Nada, animal; ¿a ti qué te importa? ¡A echarse!

Mas, en vez de hacerlo, se levantó del lecho y fue a pararse en medio de


la pieza. ¿Quién sabía qué le irían a mentir a ese bruto?

La señora de Nico Tiberio, Natalia, es morena y delgada.

Salido del amplio escote de la camisa de dormir, le colgaba un seno duro y


grande. Tiberio, abrazándola furiosamente, se lo mordió con fuerza.
Natalia lanzó un grito.

9
Nico Tiberio, pasándose la lengua por los labios, advirtió que nunca había
probado manjar tan sabroso.

¡Pero no haber reparado nunca en eso! ¡Qué estúpido!

¡Tenía que dejar a sus amigotes con la boca abierta!

Estaba como loco, sin saber lo que le pasaba y con un justificable deseo
de seguir mordiendo.

Por fortuna suya oyó los lamentos del chiquitín, de su hijo, que se frotaba
los ojos con las manos.

Se abalanzó gozoso sobre él; lo levantó en sus brazos, y, abriendo mucho


la boca, empezó a morderle la cara, arrancándole regulares trozos a cada
dentellada, riendo, bufando, entusiasmándose cada vez más.

El niño se esquivaba y él se lo comía por el lado más cercano, sin dignarse


escoger.

Los cartílagos sonaban dulcemente entre los molares del padre. Se


chupaba los dientes y lamía los labios.

¡El placer que debió sentir Nico Tiberio!

Y como no hay en la vida cosa cabal, vinieron los vecinos a arrancarle de


su abstraído entretenimiento. Le dieron de garrotazos, con una crueldad
sin límites; le ataron, cuando le vieron tendido y sin conocimiento; le
entregaron a la Policía…

¡Ahora se vengarán de él!

Pero Tiberio (hijo), se quedó sin nariz, sin orejas, sin una ceja, sin una
mejilla.

Así, con su sangriento y descabado aspecto, parecía llevar en la cara


todas las ulceraciones de un Hospital.

Si yo creyera a los imbéciles tendría que decir: Tiberio (padre) es como


quien se come lo que crea.

10
Pablo Palacio

Pablo Arturo Palacio Suárez (Loja, 25 de enero de 1906-Guayaquil, 7 de


enero de 1947) fue escritor y abogado ecuatoriano. Fue uno de los
fundadores de la vanguardia en el Ecuador e Hispanoamérica, un
adelantado en lo que respecta a estructuras y contenidos narrativos, con
una obra muy diferente a la de los escritores del costumbrismo de su
época.

Su producción literaria se condensa en tres libros: la colección de cuentos

11
Un hombre muerto a puntapiés (1927), y las novelas Débora (1927) y Vida
del ahorcado (1932).

En 1927 publica la colección de cuentos Un hombre muerto a puntapiés y


la novela corta Débora. Después, en 1931, comienza a publicar algunos
fragmentos de la novela subjetiva Vida del ahorcado.1? Sus dos primeros
libros se ubican como obras características del movimiento vanguardista
latinoamericano.

Luego de la Guerra de los cuatro días (1932) que se libró en las calles de
Quito, Manuel Benjamín Carrión Mora nombra a Pablo Palacio como
subsecretario de Educación. Por entonces también hacía periodismo en el
diario socialista La Tierra. En 1936 fue nombrado profesor de la Facultad
de Filosofía de la Universidad Central y publicó su cuento Sierra.

Palacio es un antirromántico y en sus textos combate el romanticismo que


se había convertido en un cliché. En su manera de parodiar los tópicos de
estas tendencias literarias Palacio multiplica los efectos de la ironía.

12

También podría gustarte