Pablo Palacio - El Antropofago
Pablo Palacio - El Antropofago
Pablo Palacio - El Antropofago
El Antropófago
Pablo Palacio
textos.info
biblioteca digital abierta
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Texto núm. 8202
Título: El Antropófago
Autor: Pablo Palacio
Etiquetas: Cuento
Edita textos.info
Maison Carrée
c/ des Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España
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El Antropófago
Allí está, en la Penitenciaria, asomando por entre las rejas su cabeza
grande y oscilante, el antropófago.
Todos lo conocen. Las gentes caen allí como llovidas por ver al
antropófago. Dicen que en estos tiempos es un fenómeno. Le tienen
recelo. Van de tres en tres, por lo menos, armados de cuchillas, y cuando
divisan su cabeza grande se quedan temblando, estremeciéndose al sentir
el imaginario mordisco que les hace poner carne de gallina. Después le
van teniendo confianza; los más valientes han llegado hasta provocarle,
introduciendo por un instante un dedo tembloroso por entre los hierros. Así
repetidas veces como se hace con las aves enjauladas que dan picotazos.
Algunos creen que se ha vuelto un perfecto idiota; que aquello fue sólo un
momento de locura.
Vea que hasta los mismos carceleros, hombres siniestros, le tienen miedo.
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El antropófago se inclina, husmea, escoge la carne —que se la dan
cruda—, y la masca sabrosamente, lleno de placer, mientras la sanguaza
le chorrea por los labios.
¿No ha comido usted alguna vez carne cruda? ¿Por qué no ensaya?
Pero no, que pudiera habituarse, y esto no estaría bien. No estaría bien
porque los periódicos, cuando usted menos lo piense, le van a llamar fiera,
y no teniendo nada de fiera, molesta.
¡Y qué cara de tipo! Bien me lo he dicho siempre: no hay como los pícaros
para disfrazar lo que son.
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—Sí, un niño visto con una lente.
—Y ha de oler a senos.
Hay que olvidar por completo toda palabra hiriente que yo haya escrito en
contra de ese pobre irresponsable. Yo, arrepentido, le pido perdón.
Sí, sí, creo sinceramente que el antropófago está en lo justo; que no hay
razón para que los jueces, representantes de la vindicta pública…
Pero qué trance tan duro… Bueno… lo que voy a hacer es referir con
sencillez lo ocurrido… No quiero que ningún malintencionado diga
después que soy yo pariente de mi defendido, como ya me lo dijo un
Comisario a propósito de aquel asunto de Octavio Ramírez.
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En un pequeño pueblo del Sur, hace más o menos treinta años,
contrajeron matrimonio dos conocidos habitantes de la localidad: Nicanor
Tiberio, dado al oficio de matarife, y Dolores Orellana, comadrona y
abacera.
La señora de Tiberio tenía razones indiscutibles para creer que el niño era
oncemesino, cosa rara y de peligros. De peligros porque quien se nutre
por tanto tiempo de sustancias humanas es lógico que sienta más tarde la
necesidad de ellas.
Yo desearía que los lectores fijen bien su atención en este detalle, que es
a mi ver justificativo para Nico Tiberio y para mí, que he tomado cartas en
el asunto.
Bien. La primera lucha que suscitó el chico en el seno del matrimonio fue a
los cinco años, cuando ya vagabundeaba y comenzó a tomársele en serio.
Era a propósito de la profesión. Una divergencia tan vulgar y usual entre
los padres, que casi, al parecer, no vale la pena darle ningún valor. Sin
embargo, para mí lo tiene.
Nicanor quería que el muchacho fuera carnicero, como él. Dolores opinaba
que debía seguir una carrera honrosa, la Medicina. Decía que Nico era
inteligente y que no había que desperdiciarlo. Alegaba con lo de las
aspiraciones —las mujeres son especialistas en lo de las aspiraciones.
Discutieron el asunto tan acremente y tan largo que a los diez años no lo
resolvían todavía. El uno: que carnicero ha de ser; la otra: que ha de llegar
a médico. A los diez años Nico tenía el mismo aspecto de un niño; aspecto
que creo olvidé de describir. Tenía el pobre muchacho una carne tan
suave que le daba ternura a su madre; carne de pan mojado en leche,
como que había pasado tanto tiempo curtiéndose en las entrañas de
Dolores.
Pero pasa que el infeliz había tomádole serias aficiones a la carne. Tan
serias que ya no hubo que discutir: era un excelente carnicero. Vendía y
despostaba que era de admirarlo.
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dato esencial?). Tiberio, Nicanor Tiberio, creyó conveniente
emborracharse seis días seguidos y el séptimo, que en rigor era de
descanso, descansó eternamente. (Uf, esta va resultando tragedia de
cepa).
Aquí hay un lago en la vida de nuestro hombre. Por más que he hecho, no
he podido recoger los datos suficientes para reconstruirla. Parece, sin
embargo, que no sucedió en ella circunstancia alguna capaz de llamar la
atención de sus compatriotas.
Lo que se sabe a punto fijo es que se casó, a los veinticinco, con una
muchacha de reguiares proporciones y medio simpática. Vivieron más o
menos bien. A los dos años les nació un hijo, Nico, de nuevo Nico.
De este niño se dice que creció tanto en saber y en virtudes, que a los tres
años, por esta época, leía, escribía, y era un tipo correcto: uno de esos
niños seriotes y pálidos en cuyas caras aparece congelado el espanto.
La señora de Nico Tiberio (del padre, no vaya a creerse que del niño) le
había echado ya el ojo a la abogacía, carrera magnífica para el chiquitín. Y
algunas veces había intentado decírselo a su marido. Pero éste no daba
oídos, refunfuñando. ¡Esas mujeres que andan siempre metidas en lo que
no les importal Bueno, esto no le interesa a Ud.; sigamos con la historia:
Estaba con Daniel Cruz y Juan Albán, personas bastante conocidas que
prestaron, con oportunidad, sus declaraciones ante el Juez competente.
Según ellos, el tantas veces nombrado Nico Tiberio no dio manifestaciones
extraordinarias que pudieran hacer luz en su decisión. Se habló de
mujeres y de platos sabrosos. Se jugó un poco a los dados. Cerca de la
una de la mañana, cada cual la tomó por su lado.
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(Hasta aquí las declaraciones de los amigos del criminal. Después viene
su confesión, hecha impúdicamente para el público).
Al encontrarse solo, sin saber cómo ni por qué, un penetrante olor a carne
fresca empezó a obsesionarlo. El alcohol le calentaba el cuerpo y el
recuerdo de la conversación le producía abundante saliveo. A pesar de lo
primero, estaba en sus cabales.
Según él, no llegó a precisar sus sensaciones. Sin embargo, aparece bien
claro lo siguiente:
Extrañada, le preguntó:
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Nico Tiberio, pasándose la lengua por los labios, advirtió que nunca había
probado manjar tan sabroso.
Estaba como loco, sin saber lo que le pasaba y con un justificable deseo
de seguir mordiendo.
Por fortuna suya oyó los lamentos del chiquitín, de su hijo, que se frotaba
los ojos con las manos.
Pero Tiberio (hijo), se quedó sin nariz, sin orejas, sin una ceja, sin una
mejilla.
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Pablo Palacio
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Un hombre muerto a puntapiés (1927), y las novelas Débora (1927) y Vida
del ahorcado (1932).
Luego de la Guerra de los cuatro días (1932) que se libró en las calles de
Quito, Manuel Benjamín Carrión Mora nombra a Pablo Palacio como
subsecretario de Educación. Por entonces también hacía periodismo en el
diario socialista La Tierra. En 1936 fue nombrado profesor de la Facultad
de Filosofía de la Universidad Central y publicó su cuento Sierra.
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