Cuento Ricitos Oro

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Presentación

María clara berrocal soto


Cuento de Ricitos de Oro: adaptación del cuento de
Robert Southey
Ricitos de Oro era una niña buena y simpática pero demasiado curiosa.

¡Siempre estaba mirando y revolviendo las cosas de los demás! Su


madre a veces se enfadaba con ella.

– Hija mía, lo que haces no está nada bien. ¿Acaso a ti te gustaría que
yo te cogiera los juguetes del armario o me pusiera tus vestidos?

Pero la niña no podía evitarlo. ¡Le gustaba tanto mirarlo todo, aunque
no fuera suyo!…

Un día de primavera, paseando por el bosque, se alejó de donde vivía


por un camino que no era el habitual. Cuando menos se lo esperaba, se
encontró de frente con una preciosa casita de paredes azules y ventanas
adornadas con rojos geranios. Era tan linda que parecía una casa de
muñecas.

Le pudo la curiosidad. ¡Tenía que entrar a ver cómo era! Por allí no
había nadie y la puerta estaba abierta, así que sin pensárselo dos veces,
la empujó cuidadosamente y empezó a recorrer el salón.

– ¡Oh, qué casa tan coqueta! Está tan limpia y cuidada… Echaré un
vistazo y me iré.

A Ricitos de Oro le llamó la atención que la mesa estaba puesta. Sobre


el delicado mantel de encaje había tres tazones de leche. Como estaba
hambrienta, decidió beberse la leche de la taza más grande, pero estaba
muy caliente. Probó con la mediana, pero ¡caramba!… estaba
demasiado fría. La leche de la taza más pequeña, en cambio, estaba
templadita como a ella le gustaba y se la bebió de unos cuantos tragos.

– ¡Mmm, ¡qué rica! – pensó relamiéndose Ricitos de Oro, mientras sus


grandes ojos se clavaban en tres sillas azules de distintos tamaños – ¿Y
esas sillas de quién serán?… Voy a sentarme a ver si son cómodas.

Decidida, trató de subirse a la silla más alta, pero no fue capaz. Probó
con la mediana, pero era demasiado dura. De un pequeño impulso se
sentó en la pequeña.

– ¡Genial! Esta sí que es cómoda.

Pero la silla, que era de mimbre, no soportó el peso de la niña y se


rompió.

– ¡Oh, vaya, qué mala suerte, con lo cansada que estoy!… Iré a la
habitación a ver si puedo dormir un ratito.

El cuarto parecía muy acogedor. Tres camitas con sus tres mesillas
ocupaban casi todo el espacio. Ricitos de Oro se decantó por la cama
más grande, pero era demasiado ancha. Se bajó y se tumbó en la
mediana, pero no… ¡El colchón era demasiado blando! Dio un saltito y
se metió en la cama más pequeña que estaba junto a la ventana. Pensó
que era la más confortable y mullida que había visto en su vida. Tanto,
que se quedó profundamente dormida.

A los pocos minutos aparecieron los dueños de la casa, que eran una
pareja de osos con su hijo, un peludo y suave osezno color chocolate.
En cuanto cruzaron el umbral de la puerta, notaron que alguien había
entrado en su hogar durante su ausencia.
El pequeño osito se acercó a la mesa y comenzó a lloriquear.

– ¡Oh, no! ¡Alguien se ha bebido mi leche!

Sus padres, tan sorprendidos como él, le tranquilizaron. Seguro que


había una explicación razonable, así que siguieron comprobando que
todo estaba en orden. Mientras, el osito fue a sentarse y vio que su silla
estaba rota.

– ¡Papi, mami!… ¡Alguien ha destrozado mi sillita de madera!

Todo era muy extraño. Papá y mamá osos con su pequeño, subieron
cautelosamente las escaleras que llevaban a la habitación y encontraron
que la puerta estaba entreabierta. La empujaron muy despacio y vieron
a una niña dormida en una de las camas.

– ¿Pero ¿qué hace esa niña durmiendo en mi camita? – gritó el osito,


asustado.
Su voz despertó a Ricitos de Oro que, cuando abrió los ojos, se encontró
a tres osos con cara de malas pulgas que la miraban fija ¿Qué demonios
estás haciendo en nuestra casa? – vociferó el padre-. ¿No te han enseñado
a respetar la intimidad de los demás?

Ricitos de Oro se asustó muchísimo. – Perdónenme, señores… Yo no


quería molestar. Vi la puerta abierta y no pude evitar entrar…

– ¡Largo de aquí ahora mismo, niña! Esta es nuestra casa y, que yo sepa,
nadie te ha invitado a pasar.

Pidiendo disculpas una y otra vez, la niña salió de allí avergonzada.


Cuando llegó al jardín, echó a correr hacia su casa y no paró hasta que
llegó a la cocina, donde su madre estaba colocando unos claveles recién
cortados en un jarrón. Llegó tan colorada que la mujer se dio cuenta de
que a su hija le había pasado algo. Ricitos de Oro no tuvo más remedio
que contar todo lo sucedido.
Su mamá escuchó atentamente la historia y dijo unas palabras que
Ricitos jamás olvidaría.

– Hija, ahí tienes lo que sucede cuando no respetamos las cosas de los
demás. Espero que este susto te haya servido para que, de ahora en
adelante, pidas permiso para utilizar lo que no es tuyo y dejes de
fisgonear lo ajeno.

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