Santos-2018-Los-conceptos-que-nos-faltan-Página 12
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A diferencia de los pájaros, los seres humanos vuelan con raíces. Parte de las raíces están en los
conceptos que hemos heredado para analizar o evaluar el mundo en el que vivimos. Sin ellos, el
mundo parecería caótico, una incógnita peligrosa, una amenaza desconocida, un viaje insondable.
Los conceptos nunca retratan exactamente nuestras vivencias, ya que éstas son mucho más
diversas y variables que las que sirven de base a los conceptos dominantes. Estos, al fin y al cabo,
son los conceptos que sirven a los intereses de los grupos social, política, económica y
culturalmente dominantes, aunque matizados por las modificaciones que van introduciendo los
grupos sociales que resisten a la dominación. Estos últimos no siempre recurren exclusivamente a
estos conceptos. Muchas veces disponen de otros que les resultan más próximos y verdaderos,
pero que reservan para el consumo interno.
Sin embargo, en el mundo de hoy, surcado por tantos contactos, interacciones y conflictos, no
pueden dejar de tener en cuenta los conceptos dominantes, a riesgo de ver sus luchas aún más
invisibilizadas o más cruelmente reprimidas. Por ejemplo, los pueblos indígenas y los campesinos
no disponen del concepto de medio ambiente porque este refleja una cultura (y una economía)
que no es la suya. Solo una cultura que separa en términos absolutos la sociedad de la naturaleza
para poner ésta a disposición incondicional de aquélla, necesita tal concepto para dar cuenta de
las consecuencias potencialmente nefastas (para la sociedad) que pueden resultar de dicha
separación. En suma, solo una cultura (y una economía) que tiende a destruir el medio ambiente
necesita el concepto de medio ambiente.
En verdad, ser dominado o subalterno significa ante todo no poder definir la realidad en términos
propios, sobre la base de conceptos que reflejen sus verdaderos intereses y aspiraciones. Los
conceptos, al igual que las reglas del juego, nunca son neutros y existen para consolidar los
sistemas de poder, sean estos viejos o nuevos. Hay, sin embargo, períodos en los que los
conceptos dominantes parecen particularmente insatisfactorios o imprecisos. Se les atribuyen con
igual convicción o razonabilidad significados tan opuestos, que, de tan ricos de contenido, más
bien parecen conceptos vacíos. Este no sería un problema mayor si las sociedades pudieran
sustituir fácilmente estos conceptos por otros más esclarecedores o acordes con las nuevas
realidades.
Lo cierto es que los conceptos dominantes tienen plazos de validez insondables, ya sea porque los
grupos dominantes tienen interés en mantenerlos para disfrazar o legitimar mejor su dominación,
bien porque los grupos sociales dominados o subalternos no pueden correr el riesgo de tirar al
niño con el agua de bañarlo. Sobre todo cuando están perdiendo, el miedo más paralizante es
perderlo todo. Pienso que vivimos un periodo de estas características. Se cierne sobre él una
contingencia que no es el resultado de ningún empate entre fuerzas antagónicas, lejos de eso.
Más bien parece una pausa al borde del abismo con una mirada atrás.
Los grupos dominantes nunca sintieron tanto poder ni nunca tuvieron tan poco miedo de los
grupos dominados. Su arrogancia y ostentación no tienen límites. Sin embargo, tienen un miedo
abisal de lo que aún no controlan, una apetencia desmedida por lo que aún no poseen, un deseo
incontenido de prevenir todos los riesgos y de tener pólizas de protección contra ellos. En el
fondo, sospechan ser menos definitivamente vencedores de la historia como pretenden, ser
señores de un mundo que se puede volver en su contra en cualquier momento y de forma caótica.
Esta fragilidad perversa, que los corroe por dentro, los hace temer por su seguridad como nunca,
imaginan obsesivamente nuevos enemigos, y sienten terror al pensar que, después de tanto
enemigo vencido, son ellos, al final, el enemigo que falta vencer.
Por su parte, los grupos dominados nunca se sintieron tan derrotados como hoy, las exclusiones
abisales de las que son víctimas parecen más permanentes que nunca, sus reivindicaciones y
luchas más moderadas y defensivas son silenciadas, trivializadas por la política del espectáculo y
por el espectáculo político, cuando no implican riesgos potencialmente fatales. Y, sin embargo, no
pierden el sentido profundo de la dignidad que les permite saber que están siendo tratados
indigna e inmerecidamente. Días mejores están por llegar. No se resignan, porque desistir puede
resultar fatal. Sienten que las armas de lucha no están calibradas o no se renuevan hace mucho; se
sienten aislados, injustamente tratados, carentes de aliados competentes y de solidaridad eficaz.
Luchan con los conceptos y las armas que tienen, pero, en el fondo, no confían ni en unos ni en
otras. Sospechan que mientras no tengan confianza para crear otros conceptos e inventar otras
luchas correrán siempre el riesgo de ser enemigos de sí mismos.
Al igual que todo lo demás, los conceptos también están al borde del abismo y miran atrás.
Menciono, a título de ejemplo, uno de ellos: derechos humanos.
En los últimos cincuenta años, los derechos humanos se transformaron en el lenguaje privilegiado
de la lucha por una sociedad mejor, más justa y menos desigual y excluyente, más pacífica.
Tratados y convenciones internacionales existentes sobre los derechos humanos se fueron
fortaleciendo con nuevos compromisos en el ámbito de las relaciones internacionales y del
derecho constitucional, al mismo tiempo que el catálogo de los derechos se fue ampliando a fin de
abarcar injusticias o discriminaciones anteriormente menos visibles (derechos de los pueblos
indígenas y afrodescendientes, mujeres, LGTBI; derechos ambientales, culturales, etcétera).
Movimientos sociales y organizaciones no gubernamentales se multiplicaron al ritmo de las
movilizaciones de base y de los incentivos de instituciones multilaterales. En poco tiempo, el
lenguaje de los derechos humanos pasó a ser el lenguaje hegemónico de la dignidad, un lenguaje
consensual, eventualmente criticable por no ser lo suficientemente amplio, pero nunca
impugnable por algún defecto de origen. Cierto que se fue denunciando la distancia entre las
declaraciones y las prácticas, así como la duplicidad de criterios en la identificación de las
violaciones y en las reacciones contra ellas, pero nada de eso alteró la hegemonía de la nueva
cultura oficial de la convivencia humana. Cincuenta años después, ¿cuál es el balance de esta
victoria? ¿Vivimos hoy en una sociedad más justa y pacífica? Lejos de eso, la polarización social
entre ricos y pobres nunca fue tan grande; guerras nuevas, novísimas, regulares, irregulares,
civiles, internacionales continúan siendo entabladas, con presupuestos militares inmunes a la
austeridad y la novedad de que mueren en ellas cada vez menos soldados y cada vez más
poblaciones civiles inocentes: hombres, mujeres y, sobre todo, niños. Como consecuencia de esas
guerras, del neoliberalismo global y de los desastres ambientales, nunca como hoy tanta gente fue
forzada a desplazarse de las regiones o de los países donde nació, nunca como hoy fue tan grave la
crisis humanitaria. Más trágico todavía es el hecho de que muchas de las atrocidades cometidas y
de los atentados contra el bienestar de las comunidades y los pueblos se perpetran en nombre de
los derechos humanos.
Por supuesto que hubo conquistas en muchas luchas, y muchos activistas de los derechos
humanos pagaron con la vida el precio de su entrega generosa. ¿Acaso yo mismo no me consideré
y me considero un activista de los derechos humanos? ¿Acaso no escribí libros sobre las
concepciones contrahegemónicas e interculturales de los derechos humanos? A pesar de eso, y
ante una realidad cruel que únicamente no salta a la vista de los hipócritas, ¿no será tiempo de
repensar todo de nuevo? Al final, ¿de qué y de quién fue la victoria de los derechos humanos?
¿Fue la derrota de qué y de quién? ¿Habrá sido coincidencia que la hegemonía de los derechos
humanos se acentuó con la derrota histórica del socialismo simbolizada en la caída del Muro de
Berlín? Si todos concuerdan con la bondad de los derechos humanos, ¿ganan igualmente con tal
consenso tanto los grupos dominantes como los grupos dominados? ¿No habrán sido los derechos
humanos un artificio para centrar las luchas en temas sectoriales, dejando intacta (o hasta
agravada) la dominación capitalista, colonialista y patriarcal? ¿No se habrá intensificado la línea
abisal que separa a los humanos de los subhumanos, sean estos negros, mujeres, indígenas,
musulmanes, refugiados o inmigrantes indocumentados?
Si la causa de la dignidad humana, noble en sí misma, fue entrampada por los derechos humanos,
¿no será tiempo de desarmar el engaño y mirar hacia el futuro más allá de la repetición del
presente? Estas son preguntas fuertes, preguntas que desestabilizan algunas de nuestras creencias
más arraigadas y de las prácticas que señalan el modo más exigentemente ético de ser
contemporáneos de nuestro tiempo. Son preguntas fuertes para las cuales solo tenemos
respuestas débiles. Y lo más trágico es que, con algunas diferencias, lo que ocurre con los
derechos humanos sucede también con otros conceptos igualmente consensuales. Por ejemplo,
democracia, paz, soberanía, multilateralismo, primacía del derecho, progreso. Todos estos
conceptos sufren el mismo proceso de erosión, la misma facilidad con la que se dejan confundir
con prácticas que los contradicen, la misma fragilidad ante enemigos que los secuestran, capturan
y transforman en instrumentos dóciles de las formas más arbitrarias y repugnantes de dominación
social. ¡Tanta inhumanidad y chauvinismo en nombre de la defensa de los derechos humanos;
tanto autoritarismo, desigualdad y discriminación transformados en normal ejercicio de la
democracia; tanta violencia y apología bélica para garantizar la paz; tanto pillaje colonialista de los
recursos naturales, humanos y financieros de los países dependientes, con el respeto meramente
protocolario de la soberanía; tanta imposición unilateral y chantaje en nombre del nuevo
multilateralismo; tanto fraude y abuso de poder bajo el ropaje del respeto a las instituciones y el
cumplimiento de la ley; tanta destrucción arbitraria de la naturaleza y de la convivencia social
como precio inevitable del progreso!
Nada de esto tiene que ser inevitablemente así para siempre. La madre de toda esta confusión,
inducida por quien se beneficia de ella, de toda esta contingencia disfrazada de fatalismo, de toda
esta parada vertiginosa al borde del abismo, reside en la erosión, bien urdida en los últimos
cincuenta años, de la distinción entre ser de izquierda y ser de derecha, una erosión llevada a cabo
con la complicidad de quienes más son perjudicados por ella. Por vía de esa erosión
desaparecieron de nuestro vocabulario político las luchas anticapitalistas, anticolonialistas,
antifascistas, antiimperialistas. Se concibió como pasado superado lo que al final era el presente,
más que nunca determinado a ser futuro. En esto consistió estar en el abismo y mirar atrás,
convencido de que el pasado del futuro nada tiene que ver con el futuro del pasado. Es la mayor
monstruosidad del tiempo presente.