Casa de Muñecas I Actooo Guiones Listos.

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 46

Henrik Ibsen

CASA DE MUÑECAS

DRAMA EN TRES ACTOS

(1879)

NOTA PRELIMINAR

Casa de muñecas se publicó por primera vez en Copenhague, el 4 de


diciembre de 1879, apareciendo sucesivamente otras ediciones hasta llegar a
la definitiva, donde no dejaría de incluirse, por supuesto. Fue traducida desde
luego al inglés para Inglaterra y Norteamérica, al francés, al holandés, al
italiano, al portugués, al ruso, al servio, al español, al alemán, al sueco, al
finlandés y al polaco, vertiéndose después a los demás idiomas.
Comienzan sus representaciones con el estreno oficial en el Teatro Real,
de Copenhague, el 21 de diciembre de 1879; en el Teatro de Crístianía, el 20
de enero de 1880; en el Teatro Noruego, de Bergen, el 30 del mismo mes, y
aquel año, de febrero a mayo, la divulgaron por toda la nación compañías
danesas y noruegas; las de Rasmussen y Petersen hicieron otro tanto por toda
Dinamarca; el 8 de enero de 1880 la estrenó el Teatro Real, de Estocolmo; el
Teatro Finlandés, de Helsingfors, el 25 de enero, y el Teatro Sueco, de la
misma capital y de Aabo, dentro del año, difundiéndola más tarde por toda
Suecia; el Teatro de Goteborg, el 13 de marzo. En Munich la dio a conocer el
Residenztheater el 3 del citado mes, con asistencia de Ibsen, y tiempo
adelante se va espactar.
PERSONAJES

HELMER, abogado.

NORA, su esposa.

El DOCTOR RANK.

KROGSTAD, procurador.

SEÑORA LINDE, amiga de Nora.

ANA MARÍA, su niñera.

ELENA, doncella de los Helmer.

Los Tres Niños del matrimonio Helmer.

Un Mozo de cuerda.

La acción, en Noruega, en casa de los Helmer.


ACTO PRIMERO

Sala acogedora, amueblada con gusto, pero sin lujo. En el fondo, a la


derecha, una puerta conduce a la antesala, y a la izquierda, otra al despacho
de Helmer. Entre ambas, un piano. En el centro del lateral izquierdo, otra
puerta, y más allá, una ventana. Cerca de la ventana, mesa redonda, con un
sofá y varias sillas alrededor. Una pequeña librería con libros
encuadernados primorosamente.
Alfombra. La estufa está encendida. Día de invierno.

En la antesala suena una campanilla; momentos más tarde, se oye abrir


la puerta. NORA entra en la sala tarareando alegremente, vestida de calle y
cargadade
abierta delapaquetes,
antesala, se
quevedeja
un Mozo
sobrecon
la un árbolde
mesita dela
Navidad y un
derecha. cesto,
Por todo
la puerta

lo cual entrega a la doncella que ha abierto.

NORA.
Esconde bien el árbol, Elena. No deben verlo los niños de ninguna manera
hasta esta noche, cuando esté arreglado. (Dirigiéndose al Mozo, mientras saca
el portamonedas.) ¿Cuánto es?
EL Mozo.
Cincuenta bien
NORA.
Tenga: una corona. No, no; quédese con la vuelta. (El Mozo da las gracias
y se va. NORA cierra la puerta. Continúa sonriendo mientras se quita el abrigo y
el sombrero. Luego saca del bolsillo un puñado de almendras y come un par de
ellas. Después se acerca cautelosamente a la puerta del despacho de su
marido.) Sí, está en casa. (Se pone a tararear una canción. Otra vez según se
dirige a la mesita de la derecha.)
HELMER. (Desde su despacho.)
¿Es mi alondra la que está gorjeando ahí fuera?
NORA. (A tiempo que abre unos paquetes.) Sí, es ella.
HELMER.
¿Es mi ardilla la que está enredando?
NORA. ¡Sí!

HELMER.
¿Hace mucho que ha llegado mi ardilla?
NORA.
Ahora mismo. (Guarda el cucurucho en el bolsillo y se limpia la boca.)
Ven aquí, mira lo que he comprado.
HELMER.
¡No me interrumpas por el momento! (Al poco rato abre la puerta y se
asoma con la pluma en la mano.) ¿Has dicho comprado? ¿Todo eso? ¿Aún se
ha atrevido el pajarito cantor a tirar el dinero?
NORA.
Torvaldo, este año podemos excedernos un poco. Es la primera Navidad
que no tenemos que andar con apuros.
HELMER.
Sí, sí, aunqu e tampoco podemos derrochar, ¿sabes?
.
NORA
Un poquito sí que podremos, ¿verdad? Un poquitín, nada más. Ahora que
vas a tener un buen sueldo, y a ganar muchísimo dinero...
HELMER.
Sí, a partir de Año Nuevo. Pero habrá de pasar un trimestre antes que
cobre nada.
NORA.
¿Y qué importa eso? Entre tanto, podemos pedir prestado.
HELMER.
¡Nora! (Se acerca a ella, y bromeando, le tira de una oreja.) ¿Reincides en
tu ligereza de siempre?... Suponte que hoy pido prestadas mil coronas, que tú
te las gastas durante la semana de Navidad, que la Noche Vieja me cae una
teja en la cabeza, y me quedo en el sitio...
NORA.
¡Qué horror! No digas esas cosas.
HELMER.
Bueno; pero suponte que ocurriera. Entonces, ¿qué?
NORA.
Si sucediera semejante cosa, me sería de todo punto igual tener deudas
que no tenerlas.
HELMER.
¿Y a los que me hubiesen prestado el dinero?
NORA.
¡Quién piensa en ellos! Son personas extrañas.
.
HELMER
¡Nora, Nora! Eres una verdadera mujer. En serio, Nora, ya sabes lo que
pienso de todo esto. Nada de deudas, nada de préstamos. En e] hogar fundado
sobre préstamos y deudas se respira una atmósfera de esclavitud, un no sé
qué de inquietante y fatídico que no puede presagiar sino males. Hasta hoy
nos hemos sostenido con suficiente entereza. Y así seguiremos el poco tiempo
que nos queda de lucha.

NORA.
En fin, como gustes, Torvaldo.
HELMER. (Que va tras ella.)
Bien, bien; no quiero ver a mi alondra con las alas caídas. ¿Qué, acaba
por enfurruñarse mi ardilla? (Saca su billetero.) Nora, adivina lo que tengo
aquí.
NORA. (Volviéndose rápidamente.) ¡Dinero!
HELMER.
Toma, mira. (Entregándole algunos billetes.) ¡Vaya, si sabré yo lo que hay
que gastar en una casa cuando se acercan las
Navidades!
NORA. (Contando.)
Diez, veinte, treinta, cuarenta... ¡Muchas gracias, Torvaldo! Con esto
tengo para bastante tiempo.
HELMER.
Así lo espero.
NORA .
Sí, sí; ya verás. Pero ven ya, porque voy a enseñarte todo lo que he
comprado. Y además, baratísimo. Fíjate... aquí hay un sable y un traje nuevo,
para Ivar; aquí, un caballo y una trompeta, para Bob, y aquí, una muñeca con
su camita, para Emmy. Es de lo más ordinario: como en seguida lo rompe...
Mira: aquí, unos cortes de vestidos y pañuelos, para las muchachas. La vieja
Ana María se merecía mucho más...
HELMER. Y en ese paquete, ¿qué hay?
NORA. (Gritando.)
¡No, eso no, Torvaldo! ¡No lo verás hasta esta noche!
HELMER.
Conforme. Pero ahora dime, manirrota: ¿has deseado algo para ti?
NORA.
¿Para mí? ¡Qué importa! Yo no quiero nada.
HELMER.
¡No faltaba más! Anda, dime algo que te apetezca, algo razonable.
NORA.
No sé... francamente. Aunque sí...
HELMER. ¿Qué?
NORA. (Juguetea con los botones de la chaqueta de su marido, sin mirarle.)
Si insistes en regalarme algo, podrías... Podrías...
HELMER. Vamos, dilo.
NORA. (De un tirón.)
Podrías darme dinero, Torvaldo. Nada, lo que buenamente quieras, y un
día de éstos compraré una cosa.
HELMER.
Pero, Nora...
NORA.
Sí, Torvaldo; oye, vas a hacerme ese favor. Colgaré del árbol dinero
envuelto en un papel dorado, ¿te parece bien?
HELMER.
¿Cómo se llama ese pájaro que siempre está despilfarrando?
NORA.
Ya, ya; el estornino; lo sé. Pero vamos a hacer lo que te he dicho, ¿eh ,
Torvaldo? Así tendré tiempo de pensar lo que necesite antes. ¿No crees que es
lo más acertado?
HELMER. (Sonriendo)

cualquier cosa inútil, y después tendré que desembolsar otra vez...


HELMER.
Por
¡Quésupuesto, si verdaderamente guardaras el dinero que te doy y
idea, Torvaldo!...
HELMER.
compraras algo para ti. Pero luego resulta que vas a gastártelo en la casa o en

Querida Nora: no puedes negarlo. (Rodeándole la cintura.) El estornino es


encantador, pero gasta tanto... ¡Es increíble lo que cuesta a un hombre
mantener un estornino!
NORA.
¡Qué exageración! ¿Por qué dices eso? Si yo ahorro todo lo que puedo.
HELMER. (Riendo.)
Eso sí es verdad. Todo lo que puedes; pero lo que pasa es que no puedes
nada.
NORA. (Canturrea y sonríe alegremente.)
¡Si tú supieras lo que tenemos que gastar las alondras y las ardillas,
Torvaldo!
HELMER.
Eres una criatura original. Idéntica a tu padre. Haces verdaderos milagros
por conseguir dinero, y en cuanto lo obtienes, desaparece de tus manos, sin
saber nunca adonde ha ido a parar. En fin, habrá que tomarte tal como eres.
Lo llevas en la sangre. Sí, sí, Nora; no cabe la menor duda de que esas cosas
son hereditarias.
NORA.
¡Bien me hubiera gustado heredar ciertas cualidades de papá!
HELMER.
Casa de muñecas Henrik
Ibsen
Pero si yo te quiero conforme eres, mi querida alondra. Aunque... Oye,
ahora que me fijo..., noto que tienes una cara..., vamos..., una cara de
azoramiento hoy...
NORA. ¿Yo?
HELMER.
Ya lo creo. ¡Mírame al fondo de los ojos!
NORA. (Mirándole.) ¿Qué?
HELMER. (La amenaza con el dedo.)
¿Qué diablura habrá cometido esta golosa en la ciudad?
NORA.
¡Bah, qué ocurrencia!
HELMER.
¿No habrá hecho una escapadita a la confitería?
NORA.
No; te lo aseguro, Torvaldo.
HELMER.
¿No habrá chupeteado algún caramelo?
NORA.
No, no; ni por asomo.
HELMER.
¿Ni siquiera habrá roído un par de almendras?
NORA.

Que no, Torvaldo, que no; puedes creerme.


HELMER.
Pero, mujer, si te lo digo en broma.
NORA. (Aproximándose a la mesa de la derecha.)
Comprenderás que no iba a arriesgarme a hacer nada que te disgustara.
HELMER.
No, ya lo sé. Además, ¿no me lo has prometido?... (Acercándose a ella.)
Puedes guardarte tus secretos de Navidad. Esta noche, cuando se encienda el
árbol, supongo que nos enteraremos de todo.
NORA.
¿Te has acordado de invitar al doctor Rank?
HELMER.

No, ni es necesario. De sobra sabe que cenará con nosotros; está


descontado. De todos modos, le invitaré ahora por la mañana cuando venga.
He encargado buen vino. Nora, no puedes formarte idea de la ilusión que
tengo por esta noche.
NORA.
Yo también. ¡Cómo se van a divertir los niños, Torvaldo!
HELMER.

8
¡Ah, qué alegría pensar que estamos en una posición sólida con un buen
sueldo...! ¿No es ya una dicha el mero hecho de pensar en ello?
NORA.
¡Oh, sí! ¡Parece un sueño!
HELMER.
¿Te acuerdas de la última Navidad? Durante tres semanas te encerrabas
todas las noches hasta después de las doce, haciendo flores y otros mil
prodigios para el árbol. ¡Uf! fue la temporada más aburrida que he pasado.
NORA.
¡Entonces sí que no me aburría yo!
HELMER. (Sonriente.)
Pero el resultado fue bastante lamentable, Nora.
NORA.
¡Oh! no dejas de hacerme burla con lo mismo. ¿Qué culpa tengo yo de
que el gato entrase y destrozara todo?
HELMER.
No, claro que no, querida Nora. Ponías el mayor empeño en alegrarnos a
todos, que es lo principal. Pero, en suma, más vale que hayan pasado los
malos tiempos.
NORA.
Es verdad; casi me parece una pesadilla.
HELMER.

Ahora ya no hace falta que me quede aquí solo y aburrido, y tú no tendrás


que atormentar más tus queridos ojos y tus lindas manilas.
NORA. (Palmoteo.)
¿Verdad que no, Torvaldo? Ya no hace falta. ¡Qué alegría me da oírtelo!
(Cogiéndole del brazo.) Te voy a decir cómo he pensado que vamos a
arreglarnos en cuanto pasen las Navidades... (Suena la campanilla en la
antesala.) ¡Ah! llaman. (Ordena un poco los muebles.) Ya viene alguien. ¡Qué
contrariedad!
HELMER.
Acuérdate de que no estoy para las visitas.
ELENA. (Desde la puerta de la antesala.) Señora, es una señora
desconocida...
NORA. Que pase.
ELENA. (A HELMER.)
También acaba de llegar el señor doctor.
HELMER.
¿Ha pasado directamente al despacho?
ELENA. Sí, señor.
(HELMER entra en su despacho. La doncella introduce a la SEÑORA LINDE, en
traje de viaje, y cierra la puerta tras ella.)
SEÑORA LINDE. Buenos días, Nora.
9
NORA.(Indecisa.) Buenos días.
SEÑORA LINDE. Por lo visto, no me reconoces.
NORA.
No..., no sé... ¡Ah!, sí, me parece... (De pronto, exclama:) ¡Cristina! ¿Eres
tú?
SEÑORA LINDE. Sí, yo soy.
NORA.
¡Cristina! ¡Y yo que no te he reconocido! Pero ¡quién diría que...! (Más
bajo.) ¡Cómo has cambiado!
SEÑORA LINDE. Sí, seguramente. Hace nueve años largos...
NORA.
¿Es posible que haga tanto tiempo que no nos vemos? Sí, en efecto. ¡Ah!
no puedes figurarte qué felices han sido estos ocho años últimos. ¿Conque ya
estás aquí, en la ciudad? ¿Como has emprendido un viaje tan largo en pleno
invierno? Has sido muy valiente.
SEÑORA LINDE.
Ya ves; acabo de llegar esta mañana en el vapor.
NORA.
Para festejar las Navidades, naturalmente. ¡Qué bien! ¡Cuánto vamos a
divertirnos! Pero quítate el abrigo. ¡Ajajá! Ahora nos sentaremos aquí, con
comodidad, al lado de la estufa. No; mejor es que te sientes en el sillón. Yo me
siento en la mecedora. (Cogiéndole las manos.) ¿Ves? Ya tienes tu cara de
antes; era sólo en el primer momento... De todos modos, estás algo más
pálida, Cristina... y quizá un poco más delgada.
SEÑORA LINDE. Y muchísimo más vieja, Nora.
NORA.
Acaso un poco más madura..., un poquito, no mucho. (Se para,
repentinamente seria.) ¡Qué distraída soy! ¡Sentada aquí, cotorreando! Mi
buena Cristina, ¿puedes perdonarme?
SEÑORA LINDE.
¿Qué quieres decir, Nora?
NORA. (Bajando la voz.)
¡Pobre Cristina! Te has quedado viuda, ¿no?
SEÑORA LINDE.

Sí, hace ya tres años.


NORA.
Lo sabía; lo leí en los periódicos. ¡Ay, Cristina! tienes que creerme: pensé
muchas veces escribirte; pero lo fui dejando de un día para otro, y por
añadidura, siempre había algo que lo impedía.
SEÑORA LINDE. Lo comprendo perfectamente.
NORA.
Sí, Cristina, me he portado muy mal. ¡Pobrecita! ¡Cuánto habrás
sufrido!... ¿No te ha dejado nada para vivir?

10
Casa de muñecas Henrik
Ibsen
SEÑORA LINDE. No.
NORA.
¿Y no tienes hijos?
SEÑORA LINDE. No.
NORA.
Así, pues, ¿nada?
SEÑORA LINDE.
Ni siquiera una pena..., ni una nostalgia.
NORA. (Mirándola, incrédula.) Pero Cristina, ¿cómo es posible?
SEÑORA LINDE. (Sonríe tristemente mientras le acaricia el cabello.) Son
cosas que ocurren a veces, Nora.
NORA.
¡Tan sola! Debe de ser horriblemente triste para ti. Yo tengo tres niños
encantadores. Por el momento no puedes verlos; han salido con la niñera.
Vamos, cuéntamelo todo.
SEÑORA LINDE.
No, no; primero, tú.
NORA.
No; te toca empezar a ti. Hoy no quiero ser egoísta; sólo quiero pensar en
tus asuntos. Únicamente voy a decirte una cosa. ¿Te has enterado de la
fortuna que nos ha sobrevenido estos días?
SEÑORA LINDE. No. ¿Qué es?
NORA.
¡Imagínate! ¡A mi marido le han nombrado director del Banco de
Acciones!
SEÑORA LINDE.
¿A tu marido? ¡Qué suerte!
NORA.
¡Sí, grandísima! ¡Es tan insegura la posición de un abogado!... Sobre todo
cuando no quiere ocuparse más que de asuntos lícitos... Y como es lógico, así
ha hecho Torvaldo, en lo cual me hallo de completo acuerdo. No puedes
figurarte lo contentos que estamos. Para Año Nuevo tomará posesión, y
percibirá un buen sueldo, con muchos beneficios. Por fin podremos cambiar del
todo esta manera de vivir... enteramente a nuestro gusto. ¡Oh, Cristina, cuan
feliz me siento! Es algo maravilloso eso de poseer mucho dinero y verse libre
de preocupaciones, ¿verdad?
SEÑORA LINDE.
Sí; al menos, debe de ser una tranquilidad poseer lo necesario.
NORA.
No, no sólo lo necesario, sino dinero en abundancia.
SEÑORA LINDE. (Sonríe.)
¡Nora, Nora! ¿Todavía no tienes sentido común? En el colegio eras una
malgastadora.
NORA. (Sonríe a su vez.)
Sí, eso dice aún Torvaldo. (Amenazando con el dedo.) Pero "Nora, Nora"
no es tan loca como suponéis. Además, no hemos tenido mucho que
derrochar, realmente. Los dos nos hemos visto obligados a .trabajar.
SEÑORA LINDE. ¿También tú'?
NORA.
Sí; nada, pequeñeces: bordar, hacer ganchillo... (Sin darle importancia.)
¡Qué sé yo!... No ignorarás que Torvaldo salió del ministerio cuando nos
casamos. Tenía pocas esperanzas de ascenso, y como había de ganar más que
antes... Pero el primer año se abrumó de trabajo. Debía buscarse toda clase de
quehaceres, según comprenderás, y trabajaba día y noche. Pero no pudo
que se marchara
resistirlo al Mediodía. enfermo. Los médicos declararon indispensable
y cayó gravemente

SEÑORA LINDE.
Es cierto. Estuvisteis un año en Italia...
NORA.
Sí, y no creas que fue nada fácil marcharnos. Justamente acababa de
nacer Ivar... Pero había que partir. Fue un viaje encantador, y gracias a él,
Torvaldo salvó la vida. Eso sí, costó dinero en grande.
SEÑORA LINDE. Ya lo presumo.
NORA.
Unas cuatro mil ochocientas coronas. Bastante, ¿eh?
SEÑORA LINDE.
Sí; pero, en casos como ése, es toda una chiripa poseerlo.
NORA.
Porque nos lo dio papá.
SEÑORA LINDE.

¡Ah!, sí. Fue poco antes de morir, si mal no recuerdo.


NORA.
Sí, Cristina, exactamente. ¡Y pensar que se me hizo imposible ir a
cuidarle! Estaba esperando de un día a otro que naciera Ivar, y también debía
preocuparme de mi pobre Torvaldo moribundo. ¡Padre querido! No volví a
verle, Cristina. Es lo más penoso que hube de pasar desde que me casé.
SEÑORA LINDE.

Ya sé que le tenías mucho cariño. ¿De modo que os marchasteis a Italia?


NORA.
Sí; contábamos con el dinero, y los médicos nos apremiaban. Nos
marchamos un mes después.
SEÑORA LINDE.
¿Y volvió tu marido radicalmente curado?
NORA.
Radicalmente.
SEÑORA LINDE. Luego ¿ese médico...?
NORA.
¿Cómo dices?
SEÑORA LINDE.

Me ha parecido oír a la doncella que ese señor que entraba conmigo era
un doctor...
NORA.
¡Ah, sí! Es el doctor Rank; pero no viene como médico. Es nuestro mejor
amigo, y nos hace, cuando menos, una visita al día. No., Torvaldo no se ha
sentido enfermo desde entonces. Los niños también están muy sanos, igual
que yo. (Se levanta de repente, palmeteando.) ¡Dios mío! ¡Cristina, es una
delicia vivir y ser feliz!... Pero ¡qué torpeza!... No hago más que hablar de mis
cosas. (Se sienta en un taburete junto a CRISTINA, acodándose en sus propias
rodillas.) ¡No te enfades conmigo!... Dime, ¿es verdad que no querías a tu
esposo? Pues ¿por qué te casaste con él?
SEÑORA LINDE.
En aquel tiempo aún vivía mi madre; pero estaba enferma e inválida. Para
colmo, debía yo sostener a mis dos hermanitos. Por tanto, no juzgué oportuno
rechazar la oferta.
NORA.
Puede que tuvieses razón. ¿Luego era rico?
SEÑORA LINDE.
Sí, creo que gozaba de buena posición. Pero sus negocios eran inseguros,
¿sabes? Cuando murió, se vino todo abajo y no quedó nada.
NORA.
¿Y qué hiciste?
SEÑORA LINDE.
Hube de ingeniarme con una tiendecita, con un modesto colegio y con lo
que pude encontrar. Los tres últimos años han sido para mí como un largo día
de trabajo sin tregua. Pero se acabó todo, Nora. Mi pobre madre no me
necesita ya, y los chicos, tampoco; tienen sus empleos y pueden mantenerse
por sí mismos muy bien.
NORA.
¡Qué alivio debes de sentir!
SEÑORA LINDE.

No, Nora; lo que siento es un vacío inmenso. ¡No tener nadie a quien
consagrarse!... (Se levanta, intranquila.) Por eso no podía aguantar al cabo en
aquel rincón. Aquí debe de ser más fácil encontrar en qué ocuparse y distraer
los pensamientos. Si me cupiera la fortuna de conseguir un empleo; en una
oficina, por ejemplo...
NORA.
Pero, Cristina, ¡es tan fatigoso., y. tú pareces ya tan cansada! Sería mejor
para ti que fueses a un balneario.
SEÑORA LINDE. (Acercándose a la ventana.) Yo no tengo ningún padre que
me pague los gastos, Nora.
NORA. (Se levanta.)
¡Mujer, no lo tomes a mal!
SEÑORA LINDE. (Vuelve hacia ella.)
No, Nora, todo lo contrario. Eres tú la que no debe enfadarse conmigo. Lo
peor de una situación como la mía es que se torna una tan "agria... No se tiene
a nadie por quien trabajar, y sin embargo, se ve una obligada a valerse de
todos. Hay que vivir, y eso nos hace egoístas... No querrás creerme, pero
cuando me has contado vuestro cambio de posición, me alegraba más por mí
que por ti.
NORA.
¡Cómo!... ¡Ah!, sí... comprendo; querrás decir que quizá Torvaldo pueda
hacer algo por ti.
SEÑORA LINDE.
Sí, eso he pensado.
NORA.

Y lo hará. Déjalo en mis manos. ¡Ya verás qué bien voy a prepararlo!
Buscaré algo agradable para predisponerle. ¡Tengo tantas ganas de serte útil!
SEÑORA LINDE.
Eres muy buena al tomarte ese interés por mí, Nora. Doblemente buena,
pues desconoces los sinsabores y las amarguras de la vida.
NORA.
¿Yo?... ¿Que no conozco...?
SEÑORA LINDE. (Sonriendo.)
Sí, mujer... Bordar un poco y labores por el estilo... Eres una niña, Nora.
NORA. (Con un gesto de orgullo lastimado.)
No debías decirlo en ese tono de superioridad.
SEÑORA LINDE. ¿Por qué?
NORA.
Eres lo mismo que los demás. Todos estáis convencidos de que no valgo
para nada serio...
SEÑORA LINDE. ¡Vamos, mujer!
NORA.
...de que no he pasado por dificultades en este mundo.
SEÑORA LINDE.

Querida Nora, acabas de contarme todos tus contratiempos...


NORA .
¡Bah!..., eso son pequeñeces. (Baja la voz.) No te he contado lo principal.

SEÑORA LINDE.
¿Lo principal?... ¿Qué quieres decir?
NORA.
Me crees demasiado insignificante, Cristina, y no debieras hacerlo. Te
sientes orgullosa de haber trabajado tanto por tu madre.
SEÑORA LINDE.
Yo no creo insignificante a nadie. Pero, eso sí, lo confieso..., me siento
orgullosa y satisfecha de haber conseguido que fuesen tranquilos, hasta cierto
punto, los últimos días de mi madre.
NORA.
Y también te sientes orgullosa pensando en lo que has hecho por tus
hermanos.
SEÑORA LINDE. Creo que estoy en mi derecho.
NORA.
Lo mismo creo yo. Pues ahora, Cristina, voy a decirte algo. Yo también
tengo de qué sentirme orgullosa y satisfecha.
SEÑORA LINDE. No lo dudo. Pero ¿de qué se trata?
NORA.
Habla más bajo, no te vaya a oír Torvaldo. Por nada del mundo conviene
que él... No debe saberlo nadie más que tú.
SEÑORA LINDE.
Pero, criatura, ¿qué es ello?
NORA.
Acércate aquí. (Le hace sentarse a su lado, en el sofá.) Pues verás...
También tengo de qué estar orgullosa y satisfecha. Fui yo quien salvé la vida a
Torvaldo.
SEÑORA LINDE.

¿Tú?... ¿Que tú le salvaste...?


NORA.
Ya te he contado lo del viaje a Italia. Torvaldo no viviría si no hubiera ido
allá...
SEÑORA LINDE.
Sí, porque tu padre te dio el dinero necesario...
NORA. (Sonriendo.)
Sí, eso es lo que creen Torvaldo y todo el mundo; pero...
SEÑORA LINDE. Pero... ¿qué?
NORA.
Papá no nos dio nada. Fui yo la que busqué el dinero.
SEÑORA LINDE.

¿Tú? ¿Una suma tan grande?


NORA.
Cuatro mil ochocientas coronas. ¿Qué te parece?
SEÑORA LINDE.
¿Y cómo te las arreglaste? ¿Te tocó la lotería?
NORA. (Desdeñosamente.)
¡La lotería! (Hace un gesto despectivo.) De ser así, ¿qué mérito habría
tenido?
SEÑORA LINDE. En ese caso, ¿de dónde las sacaste?
NORA. (Canturrea y sonríe enigmáticamente.) ¡Ah!... ¡Trala... lalá!
SEÑORA LINDE.
No1 creo que lo consiguieras prestado.
NORA.

¡Ah! ¿No?... ¿Y por qué no?


SEÑORA LINDE.
Porque una mujer casada no puede pedir prestado sin el consentimiento
de su marido.
NORA. (Con un ademán de orgullo.)
¡Ah! ¿Y cuando se es una mujer casada que tiene algún sentido de los
negocios..., una mujer que sabe administrarse con un poco de inteligencia?...
SEÑORA LINDE.
Nora, no me explico lo que quieres decir...
SEÑORA LINDE. ¡Eres una loca!
NORA.
Ya no puedes negar que sientes una curiosidad enorme, Cristina.
SEÑORA LINDE.

Óyeme, Nora: ¿no habrás obrado irreflexivamente?


NORA. (Irguiéndose.)
¿Es irreflexivo salvar una la vida de su marido?
SEÑORA LINDE.
Lo que estimo irreflexivo es hacerlo sin que lo supiera él...
NORA.
Pero si lo que importaba era que no supiese nada. ¡Vamos!, ¿no
comprendes?... No debía enterarse de la gravedad de su estado. Fue a mí a
quien vinieron los médicos diciéndome que peligraba su vida, y
¿Y por tu padre no se enteró tu marido de que el dinero no procedía de él?

SEÑORA LINDE.
No, nunca. Papá murió por aquellas mismas fechas. Yo había pensado
hacerle cómplice en el asunto y rogarle que no revelara nada. Pero ¡estaba tan
enfermo!... Por desgracia, no hubo necesidad.
SEÑORA LINDE.
¿Y después?... ¿Nunca te has confiado a tu marido?
NORA.
¡No lo quiera Dios! ¿Cómo se te ocurre tal idea? ¡A él, tan severo para
estas cosas! Por lo demás, a Torvaldo, con su amor propio de hombre, se le
haría muy penoso y humillante saber que me debía algo. Se habrían echado a
perder todas nuestras relaciones, y la felicidad de nuestro hogar terminaría
para siempre.
SEÑORA LINDE.
¿No piensas decírselo jamás?
NORA. (Pensativa, inicia una sonrisa.)
SEÑORA LINDE.
¡Pobre Nora! Por ende, tus necesidades personales han debido de pagar
las consecuencias.
NORA.
Efectivamente. Era algo que me correspondía. Cada vez que Torvaldo me
daba dinero para mi adorno, sólo gastaba la mitad. Siempre compraba de lo
más barato y corriente. Era una ventaja que todo me sentara a maravilla; de
modo que Torvaldo no ha notado nada. Pero muchas veces se me hacía
demasiado cuesta arriba, Cristina. ¡Es tan agradable ir bien vestida! ¿Verdad?
SEÑORA LINDE. ¡Y tanto!
NORA.
Asimismo he tenido otras fuentes de ingresos. El invierno pasado pude
encontrar un trabajo de copias. Me encerraba y escribía todas las noches hasta
muy tarde. ¡Oh!, con frecuencia me sentía muy cansada. A pesar de todo, era
un placer trabajar y ganar dinero. Parecía casi como si fuese un hombre.
SEÑORA LINDE.
¿Y cuánto has podido devolver así?
NORA.
No sabría decírtelo al detalle. Es muy difícil llevar cuentas en esta clase de
negocios. Sólo sé que he pagado cuanto me ha sido posible reunir. Muchas
veces no se me ocurría ya qué hacer. (Sonríe.) Entonces me quedaba aquí
sentada, ideando que un señor viejo y rico se había enamorado de mí...
SEÑORA LINDE.
¡Cómo!... ¿Quién?
NORA.
...que se había muerto, y que, al abrir su testamento, se leía en letras
muy grandes: "Todo mi dinero será pagado al contado inmediatamente a la
encantadora señora Nora Helmer."
SEÑORA LINDE.
Pero, Nora, ¿qué dices?... ¿De quién estás hablando?
NORA.
¿No te das cuenta?... No existe tal señor; es una cosa que me imaginaba
siempre cuando no sabía qué hacer para encontrar dinero. Pero ¡qué más da!
Por mí, ese dichoso señor viejo puede estar donde le plazca.: no me importan
nada él ni su testamento; ya se acabaron las preocupaciones. (Irguiéndose de
repente.) ¡Dios mío! ¡Qué gusto poder pensarlo, Cristina! ¡Sin preocupaciones!
¡Poder sentirse tranquila, absolutamente tranquila; ju gar y alborotar con los
niños; tener la casa preciosa, todo como le gusta a Torvaldo! ¡Y calcular que
ya se acerca la primavera con su cielo azul! Para entonces quizá podamos
viajar un poco, volver a ver el mar. ¡De veras es magnífico vivir y ser feliz!
(Se oye la campanilla en la antesala.)
SEÑORA LINDE. (Levantándose.) Llaman; será mejor que me vaya.
NORA.
No, quédate. No aguardo a nadie; de fijo, es para Torvaldo...
ELENA. (Desde la. puerta.)
Perdón, señora; hay un caballero que desea hablar con el señor
abogado...
NORA.
Con el señor director, querrás decir...
ELENA.

Sí, señora, con el señor director. Pero como el señor doctor está ahí
dentro... no sabía si...
NORA.
¿Quién es ese caballero?
KROGSTAD. (En la antesala.) Soy yo, señora.
(La SEÑORA LINDE, turbada, se vuelve, estremeciéndose, hacia la ventana.)
NORA. (Avanza un paso hacia él, intrigada y dice a media voz:) ¿Usted?
¿Qué hay? ¿Qué quiere hablar con mi marido?
KROGSTAD.
Nada; asuntos bancarios... Tengo un modesto empleo en el Banco, y he
oído decir que su esposo ha sido nombrado director...
NORA.
Pero ¿es que...?
KROGSTAD.
Negocios a secas, señora, y nada más.
NORA.
Pues haga el favor de entrar por la puerta del despacho. (Saluda con
indiferencia y cierra la puerta de la antesala; luego se acerca a ver el fuego de
la estufa.)
SEÑORA LINDE. Nora... ¿quién es ese hombre?
NORA. Es un tal Krogstad..., procurador.
SEÑORA LINDE. ¡Ah!, ¿es él?
NORA.
¿Le conoces?
SEÑORA LINDE.
Le conocí... hace años. Fue pasante de procurador de nuestro distrito.
NORA.
¡Ah, sí! Ya recuerdo.
SEÑORA LINDE.
¡Qué cambiado está!
NORA.

SEÑORA LINDE.
Y ahora es viudo, ¿no?
Creo que ha sido desdichado en su matrimonio. .

SEÑORA LINDE.
No obstante, los enfermos son, en realidad, los más necesitados.
DOCTOR RANK.(Encogiéndose de hombros.)
Es ese punto de vista el que convierte la sociedad en un hospital.
NORA. (Como abstraída en sus pensamientos y palmeteando.) ¡Ja, ja, ja!
DOCTOR RANK.
¿De qué se ríe usted? ¿Sabe acaso qué es la sociedad?
NORA.
¡Qué me importa la dichosa sociedad!... Me reía de algo muy distinto...
algo verdaderamente gracioso... Dígame, doctor... Todos los que están
empleados en el Banco dependerán desde ahora de Torvaldo, ¿no es así?
DOCTOR RANK.
¿Y eso la divierte a usted tanto?
NORA. (Sonríe y canturrea.)
No me haga caso. (Paseándose.) Sí que es verdaderamente gracioso
pensar que nosotros... que Torvaldo haya ganado tanto autoridad sobre tanta
gente... (Saca del bolsillo un cucurucho de almendras.) ¿Una almendrita,
doctor?
DOCTOR RANK.
¡Cómo! ¿Almendritas? Tenía entendido que eso era mercancía prohibida
aquí.
NORA.
Sí; pero éstas me las ha dado Cristina.
SEÑORA LINDE. ¿Qué? ¿Yo?...
NORA.
¡Vaya, vaya, no te asustes! ¿Qué sabías tú de si Torvaldo me había
prohibido comer almendras? Es porque le da miedo que se me estropeen los
dientes, ¿comprendes? Pero por una vez, no hay cuidado. ¿Verdad, doctor?
DOCTOR RANK.
¡Ah! ¿Sí? ¿Y qué es?
NORA.
Es algo que siento unos deseos irresistibles de decir delante de Torvaldo.
DOCTOR RANK.
¿Y por qué no lo dice?
NORA.
No me atrevo... Es una cosa muy fea.
SEÑORA LINDE. ¿Fea?
DOCTOR RANK.
En ese caso, no le aconsejo que lo diga. Aunque, a nosotros, bien podía...
¿Qué es lo que tiene usted tantas ganas de decir delante de Helmer?
NORA.
Tengo unas ganas enormes de gritar:
DOCTOR RANK.
Pero ¿está usted loca?
SEÑORA LINDE. ¡Por Dios, Nora!
DOCTOR RANK. Ya puede usted decirlo. Aquí viene.
NORA. (Que esconde el cucurucho.)
¡Chis! (HELMER sale del despacho con el sombrero en la mano y el abrigo
colgando del brazo. NORA va hacia él.) ¿Qué, por fin has podido quitártele de
encima?
HELMER.
Sí; acaba de irse.
NORA.
Te voy a presentar; es Cristina, que ha llegado de fuera.
HELMER.
¿Cristina?... Perdón; pero no sé...
NORA.
La señora Linde, Torvaldo; Cristina Linde...
HELMER.

¡Ah, sí! una amiga de la infancia, supongo.


SEÑORA LINDE.
Sí; nos conocimos en otro tiempo.
NORA.
Y fíjate: ha hecho este viaje para poder hablar contigo.
HELMER. ¿Qué oigo?
SEÑORA LINDE. Vamos... es decir...
NORA.
¿Sabes? Cristina entiende bastante de trabajos de oficina, y ahora tiene
mucho interés en ponerse a las órdenes de un hombre competente, para
adquirir más conocimientos...
HELMER.

Lo estimo muy acertado, señora.


NORA.
Cuando se enteró de que te habían nombrado director del Banco...—llegó
un telegrama, ¿comprendes?—, se apresuró a venir aquí. ¿Verdad, Torvaldo,
que harás algo por Cristina para complacerme, eh?
HELMER.
No parece del todo imposible. ¿Es usted viuda quizá?...
SEÑORA LINDE. Sí.

Venga, señora Linde. Permanecer aquí ahora es algo que sólo puede
resistirlo una madre.
(El DOCTOR RANK, HELMER y la SEÑORA LINDE bajan la escalera. ANA MARÍA entra
con los niños en el salón, seguida de NORA, que cierra la puerta.)
(Se ponen a jugar todos, riendo y alborotando, en el salón y en la
biblioteca de la derecha. Por fin, NORA se esconde debajo de la mesa. Los niños
irrumpen precipitadamente, sin encontrarla; pero, al oír su risita contenida, se
lanzan todos hacia la mesa, levantando el tapete, y la descubren. Ruidosa
alegría. NORA sale a gatas como para asustarlos. Mientras, ha llamado alguien a
la puerta, sin que nadie lo note. Se abre la puerta un poco, y aparece KROGS-
TAD. Se detiene un momento en tanto que el juego continúa.)
KROGSTAD.
Usted perdone, señora...
NORA. (Emite un grito ahogado, levantándose a medias.) ¡Ah! ¿Qué desea
usted?...
KROGSTAD.
Dispénseme. Como la puerta estaba abierta... Se habrán olvidado de
cerrarla.
NORA. (Levantándose.)
No está en casa mi marido, señor Krogstad.
KROGSTAD. Ya lo sé.
NORA.
¿A qué viene usted aquí, pues?
KROGSTAD.
A hablar dos palabras con usted.
NORA.

24
¿Conmigo?... (A los niños, en voz baja.) Marchaos con Ana María. ¿Cómo?
No, no, el hombre no va hacer nada malo a mamá. En cuanto se haya ido,
volveremos a jugar. (Conduce a los niños a la habitación de la izquierda y
cierra la puerta tras ellos. Con inquietud, intrigada.) ¿Quería usted
hablarme?...
KROGSTAD.
Sí, eso quiero.
NORA.
¿Hoy?... Pero si aún no estamos a primeros de mes...
KROGSTAD.
No, hoy es Nochebuena; y de usted depende cómo va a pasar estas
Navidades...
NORA.
Habrá de hacerse cargo. Hoy no puede de ninguna manera...
KROGSTAD.

Por ahora no vamos a hablar de eso. Se trata de otra cosa. Me figuro que
podrá dedicarme un momento.
NORA.
¡Oh! sí, claro, por supuesto... aunque...
KROGSTAD.
Muy bien. Estaba yo sentado en el restaurante Olsen, cuando he visto
pasar a su marido...
NORA. Sí, sí.
KROGSTAD.
...con una señora.
NORA.
¿Y qué...?
KROGSTAD.
¿Puedo hacerle una pregunta? ¿No era la señora Linde?
NORA. Sí.
KROGSTAD.
¿Acaba de llegar a la ciudad?
NORA.
Sí, ha llegado hoy.
KROGSTAD.
¿Y es amiga íntima de usted?
NORA.
Sí; pero no veo qué relación...
KROGSTAD.
Yo también la conocía.
NORA. Lo sé.
KROGSTAD.

25
Casa de muñecas Henrik
Ibsen
¿De veras? Así, estará usted enterada. Me lo suponía. Entonces podré
preguntarle con toda franqueza: ¿es verdad que la señora Linde va a tener un
empleo en el Banco?
NORA.
Señor Krogstad, ¿cómo se permite preguntarme eso usted, que es un
subordinado de mi marido? Pero, ya que me lo pregunta, voy a responderle. Es
verdad; la señora Linde tendrá una colaboracion, y además, soy yo quien ha
influido para ello. Ya lo sabe usted, señor Krogstad.
KROGSTAD. He acertado.
NORA. (Paseándose.)
Como puede suponer, una tiene algo de influencia.

ACTO SEGUNDO

La misma decoración. Junto al piano está el árbol de


Navidad, despojado y con las velas consumidas. Sobre el sofá yace el
abrigo de Nora.

Ésta, sola en el salón, se pasea, intranquila, de un lado a otro. Al cabo se


detiene frente al sofá y coge el abrigo.

NORA. (Dejando el abrigo nuevamente.) ¡Alguien viene!... (Se acerca a la


puerta y escucha.) No, no hay nadie. ¡Quién iba a venir el día de Navidad... ni
mañana tampoco! Pero cuando menos se piense... (Abre la puerta y mira.)
Pues no hay nada en el buzón; está vacío. (Paseándose.) ¡Qué necedad! ¡Claro
que no lo hará!... No es posible que suceda una cosa así. No puede ser. ¡Tengo
tres hijos pequeños!
(ANA MARÍA entra por la puerta de la izquierda, con una caja grande de
cartón.)
ANA MARÍA. Por fin encontré la caja del disfraz.
NORA.
Gracias; déjala sobre la mesa.
ANA MARÍA. (Saliendo.) El disfraz necesita bastante arreglo.
NORA.
¡Oh, lo haría trizas!
ANA MARÍA.
¡Vamos, señora! Con un poco de paciencia, puede arreglarse.
NORA.
Sí; iré a pedir a la señora Linde que me ayude.
ANA MARÍA.
¿Salir otra vez? ¿Con el tiempo que hace?... Va usted a atrapar frío y a
ponerse enferma.
NORA.
ANA MARÍA.
Como están tan acostumbrados a jugar con su mamá...
NORA.
Sí, Ana María; pero ya no podré permanecer con ellos tanto como antes.
ANA MARÍA.
Menos mal que los niños se habitúan a todo.
NORA.
¿Crees que olvidarán a su mamá si se fuera para siempre?...
ANA MARÍA.
¡Qué idea!... ¿Para siempre?
NORA.
Dime, Ana María... Muchas veces me he preguntado cómo fuiste capaz de
dejar a tu hija en manos extrañas.
ANA MARÍA.
¡Qué remedio quedaba, si había que criar a Norita!...
NORA.
Bueno; pero ¿cómo pudiste hacerlo?
ANA MARÍA.
¡Me ofrecían una colocación tan buena...! Si una muchacha pobre ha
tenido un desliz, por fuerza ha de amoldarse. Porque el infame no quiso hacer
nada por mí.
NORA.

Pero, de seguro, te habrá olvidado tu hija.


ANA MARÍA.
¡No, eso sí que no! Me escribió cuando la confirmaron, y también después,
cuando se casó.
NORA. (Abrazándola.)
¡Ana María, fuiste muy buena madre para mí, cuando yo era pequeña!...
ANA MARÍA.

La pobre Norita no tenía otra madre que yo...


NORA.
Si los niños llegaran a no tenerla tampoco... estoy convencida de que tú...
(Abre la caja.) Ve con ellos. Ahora tengo que... Ya verás qué guapa voy a
ponerme mañana.
ANA MARÍA.
No me cabe duda de que en todo el baile no habrá otra tan guapa como la
señora. (Sale por la puerta de la izquierda.)
36
NORA. (Empieza a sacar las cosas de la caja; pero luego deja todo a un
lado.)

Me han dicho que habías estado en casa preguntando por mí.


NORA.
Sí, pasaba por allí casualmente. Quería pedirte que me ayudases a algo.
Vamos a sentarnos aquí, en el sofá. Oye: mañana por la noche hay un baile de
NORA.
¡Qué buena eres!
SEÑORA LINDE.
SEÑORA LINDE. (Cosiendo.)
¿De manera que te disfrazas mañana?... Entonces vendré un momento a
verte. Por cierto que se me había olvidado darte las gracias por la velada tan
deliciosa que pasé ayer.
NORA. (Se levanta y pasea.)
¡Oh! Pues a mí me pareció que ayer no lo pasamos tan bien como otros
años. Debías haber venido a la ciudad antes, Cristina. Torvaldo se ingenia muy
bien para hacer amable y acogedora la casa.

NORA. (A la doncella.)
¿Y está esperando en la cocina?
ELENA.
Sí, señora; ha venido por la escalera de servicio...
NORA.
¿No le has dicho que tenía visita?
ELENA.
Sí; pero ha sido en balde.
NORA.
¿No ha querido marcharse?
ELENA.
No; dice que no se irá hasta haber hablado con la señora.
NORA.
Bueno; hazle que pase, pero con cautela... No se lo digas a nadie, Elena;
es una sorpresa para el señor.
ELENA.
Sí, sí, comprendo. (Base.)
NORA.
Ya ha llegado el momento fatal. Tenía que ser... No, no; no puede ser.
(Echa el pestillo a la. puerta del despacho. ELENA, que vuelve, abre la de la
antesala, dando paso a KROGSTAD, y la cierra. KROGSTAD viste abrigo y gorro de
pieles. NORA avanza hacia él.) Hable bajo; mi marido está en casa.
NORA.(Precipitadamente.)
No quiero que vea esa carta. Rómpala. Ya daré con un medio de pagarle.
KROGSTAD.
Perdone usted, señora; pero me parece que acabo de decirle...
NORA.
Si no hablo del dinero que le debo. Dígame la cantidad que va a exigir a
mi marido, y yo la buscaré.
KROGSTAD.
No exijo ningún dinero a su esposo.
NORA. Pues ¿qué se propone usted?
KROGSTAD.
Se lo diré. Deseo rehabilitarme, señora; deseo prosperar, y su esposo va
a ayudarme. Hace año y medio que no he cometido ningún acto deshonroso.
Durante todo este tiempo he luchado contra las circunstancias más adversas.
NORA.
¡Eso no lo hará en la vida!
Lo hará; . le conozco... No se atreverá a protestar. Y cuando yo lo haya
KROGSTAD

logrado, ya verá usted... Antes de un año seré la mano derecha del director.
Quien dirigirá el Banco será Nils Krogstad, y no Torvaldo Helmer.
NORA.
¡Eso no sucederá jamás!
KROGSTAD.
¿Tal vez intenta usted...?
NORA.
Ahora sí que tengo valor para ello.
KROGSTAD.

¡Oh! no crea que me asusta. Una mujer tan mimada como usted...
NORA.
¡Ya lo verá, ya lo verá!
KROGSTAD.
¿Debajo del hielo quizá? ¿En el fondo frío y sombrío?... Y más tarde, por la
primavera, volver a la superficie, desfigurada., desconocida, sin cabello...
NORA.
No me asusta usted tampoco.
KROGSTAD.
Ni usted a mí. Esas cosas no se hacen, señora Helmer. Además, ¿para
qué?... De todos modos, la tengo en mi bolsillo.
NORA.
¿Después, cuando yo ya no...?
KROGSTAD.
Olvida usted que su memoria estará entonces en mis manos. (N ORA le
mira, atónita.) Oiga; ya se lo he advertido. ¡Nada de tonterías! En cuanto

Helmer esposo
propio reciba mi carta,
quien meespero tener noticias
ha obligado de él.
a dar este Y recuerde
paso. No se loque es su
perdonaré

nunca. Adiós, señora. (Vase por la puerta de la antesala.)

NORA
No, no . (Que
sería entreabre
posible... la puerta
(Abriendo la ypuerta
escucha.)
pocoSe va. No¿Qué
a poco.) ha dejado la carta.
es eso? Se ha

detenido. No se va. ¿Será que se arrepiente? ¿O será...? (Se oye caer una
carta en el buzón, y luego, los pasos de KROGSTAD que se pierden por la
escalera. NORA, tras de ahogar un grito, vuelve corriendo al soja. Pausa corla.)
En el buzón. (Se acerca sigilosamente a la puerta de la sala.) ¡Ahí está!...
¡Torvaldo, Torvaldo... no hay salvación para nosotros!
SEÑORA LINDE. (Entrando con el vestido por la puerta de la izquierda.) No se
puede arreglar más. ¿Quieres probártelo?
NORA. (Con voz ronca.) Cristina, ven aquí.
SEÑORA LINDE. (Dejando el vestido en el soja.) ¿Qué te pasa? Pareces
trastornada...
NORA.
Ven aquí. ¿Ves esa carta?... Ahí; mira por la abertura del buzón.
SEÑORA LINDE. Sí, ya la veo.
NORA.

Esa carta es de Krogstad.


SEÑORA LINDE.
¡Nora!... ¿Fue Krogstad quien te prestó el dinero?
NORA.
Sí. Y a la postre Torvaldo va a enterarse de todo.
SEÑORA LINDE.
Créeme, Nora; es lo mejor para vosotros dos .
NORA.
Pero hay más aún: he falsificado una firma...
SEÑORA LINDE.
¡Por amor de Dios!... ¿Qué dices?
NORA.
Ahora sólo voy a decirte una cosa, Cristina: quiero que me sirvas de
testigo.
SEÑORA LINDE.
¿De testigo? ¿Qué es lo que...?
ACTO TERCERO

La misma decoración. La mesa, con el sofá y las sillas ha sido trasladada


al centro. Sobre ella, una lámpara encendida. La puerta de la antesala está
abierta. Se oye música de baile procedente del piso superior.
La SEÑORA LINDE, sentada junto a la mesa, hojea distraídamente un libro.
Hace un esfuerzo para leer; pero parece que no puede concentrarse. De
cuando en cuando escucha con atención hacia la puerta.
SEÑORA LINDE. (Mirando su reloj.)
Aún no... y ya ha pasado la hora. Con tal que... (Escucha de nuevo.) ¡Aquí
está! (Sale a la antesala y abre con cuidado la puerta del piso. Se oyen pasos
por la escalera. En voz baja.) Pase. No, no hay nadie.
KROGSTAD. (A la puerta.)
He encontrado una carta suya en casa. ¿Qué quiere decir eso?
SEÑORA LINDE.
Es indispensable que hable con usted.
KROGSTAD.

¿Sí? ¿Y tiene que ser en esta casa precisamente?


SEÑORA LINDE.
Donde vivo es imposible: mi habitación no tiene entrada independiente.
Pase usted; estamos los dos solos: las muchachas duermen y los Helmer
asisten a un baile en el piso de arriba.
KROGSTAD.
¿Conque los Helmer están de baile esta noche? ¿De veras?
SEÑORA LINDE. ¿Por qué no?
KROGSTAD. Es cierto.
SEÑORA LINDE.
Bueno, Krogstad; vamos a hablar.
KROGSTAD.
¿Tenemos algo de qué hablar nosotros?
SEÑORA LINDE. Mucho.
KROGSTAD.
No lo hubiera creído.
SEÑORA LINDE.
Es que usted jamás me ha comprendido bien.
Pues a mí me ha enseñado la vida a no creer en frases.
KROGSTAD
SEÑORA . .
LINDE

Y le ha enseñado la vida una cosa muy sensata. Pero en hechos creerá


usted, ¿no?
KROGSTAD.
¿Qué quiere usted insinuar?
SEÑORA LINDE.
Me ha dicho que se encontraba como un náufrago agarrado a una tabla.
KROGSTAD.
Tenía mis razones para hablar así .
SEÑORA LINDE.
Yo también
No cuento soy un náufrago agarrado a una tabla.
con nadie
por quien sufrir, con nadie a quien consagrarme.
KROGSTAD.
Usted misma lo ha querido.
SEÑORA LINDE. No podía elegir.
He de trabajar para soportar la vida. He trabajado siempre desde que
tengo uso de razón, y ésta ha sido mi mayor y única alegría. Pero ahora me
encuentro sola en el mundo, sola en absoluto y abandonada. Trabajar para
una misma no produce alegría. Krogstad, búsqueme alguien por quien poder
trabajar...
KROGSTAD.
No la creo a usted. Eso no es sino generosidad exaltada de mujer que
quiere sacrificarse.
SEÑORA LINDE.

62
Casa de muñecas Henrik
Ibsen
¿Me ha visto usted exaltada alguna vez?
KROGSTAD.
¿Sería usted verdaderamente capaz de hacer lo que dice?
SEÑORA LINDE. Sí.
KROGSTAD.
Dígame: ¿conoce usted bien mi pasado?
SEÑORA LINDE. Sí.
KROGSTAD.
¿Y sabe cómo me consideran aquí?
SEÑORA LINDE.
Me parece haberle entendido hace poco que presume que conmigo habría
sido otro hombre.
KROGSTAD.
De eso estoy bien seguro.
SEÑORA LINDE.
¿Y no podrá serlo todavía?...
KROGSTAD.
¡Cristina!... ¿Ha reflexionado despacio lo que dice?... ¡Sí, lo veo en su
cara!... ¿Tendrá usted valor...?
SEÑORA LINDE.
Necesito alguien a quien servir de madre. Sus hijos están tan necesitados
de una.
.. Nosotros también nos necesitamos el uno al otro. Krogstad, creo en
su buen fondo... Con usted me atrevo a afrontarlo todo.
KROGSTAD. (Cogiéndole las manos.)
Gracias, gracias., Cristina... Ahora sabré rehabilitarme... ¡Ah! pero me
olvidaba...
SEÑORA LINDE. (Escuchando.)
¡Chis!... ¡La tarantela!... ¡Váyase, váyase!
KROGSTAD.
¿Por qué?... ¿Qué pasa?...
SEÑORA LINDE.
¿Oye esa música? Cuando haya acabado, volverán...
KROGSTAD.
Sí, ya me voy. Todo es inútil. Usted desconoce, naturalmente, el paso que
he dado contra los Helmer.
SEÑORA LINDE.
No, Krogstad; estoy enterada.
KROGSTAD.
Y a pesar de eso, ¿tiene usted valor para...?
SEÑORA LINDE.
Comprendo perfectamente hasta qué extremos lleva la desesperación a un
hombre como usted.
KROGSTAD.
¡Ah! si pudiera deshacer lo que he hecho...
SEÑORA LINDE.
Puede deshacerlo; su carta sigue aún en el buzón.
KROGSTAD.
¿Está usted segura?
SEÑORA. LINDE.
Por completo; pero...
KROGSTAD. (Con una mirada burlona.)
¿Será eso la explicación de todo?... Usted quiere salvar a su amiga, no
importa cómo. Haría mejor en decírmelo francamente. ¿Es así?
SEÑORA LINDE.
KROGSTAD.
Le pediré que me devuelva la carta.
SEÑORA LINDE. ¡No, no!
KROGSTAD.
¡Pues no faltaba más! Aguardaré a que baje Helmer y le diré que tiene
que devolverme la carta... que sólo trata de mi cesantía... y que no debe
leerla...
SEÑORA LINDE.
No, Krogstad; no pida usted esa carta.
KROGSTAD.
Vamos, dígame: ¿no fue en realidad ésa la razón por la cual me citó aquí?
SEÑORA LINDE.
Sí, con el sobresalto del primer momento... Pero han pasado veinticuatro
horas, y durante ese tiempo he sido testigo de cosas increíbles en esta casa.
¡Dése prisa! ¡Váyase, váyase!... Ha terminado la música; ya no estamos
seguros ni un momento más...
SEÑORA LINDE. (Arregla un poco la habitación, y prepara su abrigo y su
sombrero.)
¡Qué giro han tomado las cosas! Ya tengo por quién trabajar... por quién
vivir... un hogar al que llevar un poco de calor... ¡Claro que lo haré!... Pero ¿no
bajan todavía?... (Escuchando.) ¡Ah! ya vienen. Me pondré el abrigo.
(Se pone el abrigo y el sombrero.) (Óyense las voces de los HELMER y el ruido de
la llave en la cerradura. Entra HELMER trayendo casi a la fuerza a NORA. Esta
aparece vestida con el traje italiano y un gran mantón negro sobre los
hombros. HELMER viste de frac y va cubierto con un dominó negro
también.)
SEÑORA LINDE. Buenas noches.
NORA.
¡Cristina!
HELMER.
¡Cómo, señora Linde! ¿Usted aquí, tan tarde?
SEÑORA LINDE.
Sí, perdón; ¡tenía tantas ganas de ver a Nora disfrazada!
NORA.
¿Has estado aquí aguardándome?
Sí. Desgraciadamente, no pude venir a tiempo; cuando llegué, ya habías
SEÑORA LINDE.
subido,

y por mi parte, no quería irme sin verte.


NORA.
Ha hecho usted muy bien, doctor.
HELMER.
Lo mismo digo, siempre que no pagues las consecuencias el día de
mañana.
DOCTOR RANK.
Todo se paga en esta vida.
NORA.
Doctor... ¿le gustan a usted mucho los bailes de máscaras?
DOCTOR RANK.
Sí, cuando abundan los trajes divertidos,..
NORA.
Oiga: ¿de qué vamos a disfrazarnos usted y yo para el próximo baile?
HELMER.
¡Qué
HELMERcaprichosa!
. ¿Ya estás pensando en el próximo baile?
Ahora falta ver cómo concibes un disfraz de mascota.
HELMER.
¡Bravo!RANK
DOCTOR Pero. ¿y tú, no has pensado cómo vas a ir?
En el próximo baile de máscaras yo seré invisible.
HELMER.
¡Qué idea tan cómica!
DOCTOR RANK.
NORA.
¿Con la idea de la muerte de tu amigo?...
HELMER.
Tienes razón. Nos ha afectado a los dos. Se ha interpuesto entre nosotros
una cosa aborrecible: la imagen de la muerte y de la disolución. Hemos de
deshacernos de ella. Hasta entonces... nos retiraremos cada cual por su lado.
NORA. (Abrazándose a su cuello.)
¡Buenas noches, Torvaldo... buenas noches!
HELMER. (Besándola en la {rente.)
NORA. (Tantea en torno suyo con ojos extraviados, coge el dominó de
HELMER y se envuelve en él, mientras murmura, con voz ronca y entrecortada.)
¡No volver a verle jamás! ¡Jamás, jamás, jamás! (Echándose el chal por la
cabeza.) ¡Y a los niños... no volveré a verlos nunca tampoco!... ¡Oh! el agua
helada... y negra... ¡Ah! ¡Si todo hubiera pasado ya!... Ahora la abre, la estará
leyendo... No, no, todavía no. ¡Adiós, Torvaldo!... ¡Adiós, hijos míos!
HELMER abre
la mano.) la puerta de su despacho, y aparece con una. carta desplegada
violentamente
en

HELMER. ¡Nora!
NORA. (Profiriendo un grito agudo.) ¡Ah!
HELMER.
¿Qué significa esto?... ¿Sabes lo que dice esta carta?
NORA.
Sí, lo sé. ¡Deja que me marche! ¡Déjame salir!
HELMER.

¿Adonde vas? (Reteniéndola.)


NORA. (Intentando desprenderse.) No debes salvarme, Torvaldo.
NORA. (Mirándole fija, con una expresión creciente de rigidez.) Sí; ahora
es cuando realmente empiezo a comprender...
HELMER. (Paseándose.)
¡Qué horrible despertar1! ¡Durante ocho años... ella, que era mi alegría, mi
orgullo... una hipócrita... una impostora...

HELMER.
NORA . Sí,
HELMER . así.

Déjate de frases huecas. Tu padre tenía también una provisión de frases


parecidas a mano. ¿D e qué me serviría que abandonaras el mundo? De nada.
En todo caso, puede hacerse público el asunto, y entonces sospecharán que yo
estaba enterado de tu delito. Hasta pueden creer que te apoyé... que te induje
a cometerlo. ¡Y pensar que esto te lo debo agradecer a ti! ¡A ti, a quien he
mimado hasta la exageración durante toda nuestra vida matrimonial!
¿Comprendes ya el daño que me has hecho?
NORA. (Con fría tranquilidad.) Sí .
HELMER.
Es algo tan increíble, que no me cabe en la cabeza. Hemos de adoptar una
resolución. ¡Quítate ese dominó!...
ELENA. (A medio vestir, en la antesala.) Ha llegado una carta para la
señora.
HELMER.
Dámela. (Coge la cana, y cierra la puerta.) Sí, es de él. Pero no te la
entregaré; quiero leerla yo mismo.
NORA. Léela.
HELMER. (Acercándose a la lámpara.)
Casi no tengo valor para ello. Quizá estemos perdidos tú y yo... No; he de

saberlo.adjunto,
papel (Rompe precipitadamente
y lanza un gritoel sobre, lee algunas
de alegría.) líneas,
¡Nora! examina
(NORA un
le mira,

interrogante.) ¡Nora!... No; voy a volver a leerlo... Sí, eso es. ¡Estoy salvado!
¡Nora, estoy salvado!
NORA. ¿Y yo?
HELMER.
Tú igual, naturalmente; los dos estamos salvados, tú y yo. Te devuelve el
recibo. Dice que se arrepiente... Un cambio feliz en su vida... Bueno; ¡qué
importa lo que diga! ¡Estamos salvados, Nora! Ya nadie puede hacerte nada...
¡Ah! Nora... primero hay que desentenderse de todas estas abominaciones.
Vamos a ver... (Echa una ojeada al recibo.) No, no quiero verlo; supondré que
todo ha sido una pesadilla. (Rompe las dos cartas y el recibo, arrojándolo lodo
a la estufa, y contempla cómo arden los pedazos.) ¡Ea! se acabó todo... ¡Oh,
qué tres días más horribles has debido de pasar, Nora!
NORA.
Sí; durante estos tres días he sostenido una lucha atroz,
HELMER.
¡Lo que habrás sufrido, sin ver otra salida que...! ¡No! olvidemos todos
estos sinsabores. Sólo debemos alegrarnos y repetir de continuo: "Ya pasó, ya
pasó"... Pero, mujer, Nora, óyeme; parece que no has comprendido... ¡Vamos!
¿Qué es eso... esa cara tan compungida?... ¡Oh! ya comprendo ¡pobrecita! No
puedes creer que te haya perdonado. Créelo, Nora; te lo juro: estás de todo
punto perdonada. Bien sé que lo has hecho por amor a mí.
NORA. Así es.
HELMER.
Me has amado como una esposa debe amar a su marido.
NORA.
Agradezco tu perdón. (Vase por la derecha.)
HELMER.
No; quédate. (Siguiéndola con la mirada.) ¿Qué haces en la alcoba?
Te he. perdonado,
NORA (Desde dentro.)
Nora;Quitándome el disfraz.
te juro que te he perdonado.
NORA.
Jamás me he sentido tan despejada y segura como esta noche.
HELMER.
¿Y con esa lucidez y esa seguridad abandonas a tu marido y a tus hijos?
NORA. Sí.
HELMER.
Entonces no hay más que una explicación posible.
NORA. ¿Cuál?
HELMER.
Que ya no me amas.
NORA.
No, en efecto.
HELMER.

80
Casa de muñecas Henrik
Ibsen
¡Nora!... ¿Y me lo dices así?
NORA.
Lo lamento, Torvaldo, porque has sido siempre bueno conmigo... Pero no
lo puedo remediar; ya no te amo.
HELMER. (Haciendo esfuerzos por dominarse.) Por lo visto, también de
eso estás perfectamente convencida...
NORA.
Sí, perfectamente, y por eso no quiero quedarme aquí ni un instante más.
HELMER.
¿Y puedes razonarme cómo he perdido tu amor?
NORA.
Con toda sencillez. Ha sido esta noche, al ver que no se realizaba el
milagro esperado. Entonces comprendí que no eras el hombre que yo me
imaginaba.
HELMER.
Precisa algo más.
NORA.
He esperado durante ocho años con paciencia. De sobra sabía, Dios mío,
que los milagros no se realizan tan a menudo. Por fin llegó el momento
angustioso, y me dije con toda certeza: "Ahora va a venir el milagro." Cuando
la carta de Krogstad estaba en el buzón, no supe ni aun figurarme que
pudieras doblegarte a las exigencias de ese hombre. Estaba firmemente
persuadida de que le dirías: "Vaya usted a contárselo a todo el mundo." Y
cuando hubiera sucedido eso...
HELMER.
¡Como!... ¿Cuándo yo hubiera entregado a mi propia esposa a la
vergüenza y a la deshonra...?
NORA.
...Cuando hubiera sucedido eso, tenía la absoluta seguridad de que te
habrías presentado a hacerte responsable de todo, diciendo: "Yo soy el
culpable."
HELMER. ¡Nora!
NORA.
¿Vas a añadir que yo jamás habría aceptado un sacrificio semejante?
Claro que no. ¿Pero de qué habrían valido mis afirmaciones al lado de las
tuyas?... Era ése el milagro que esperaba con tanta angustia. Y para evitarlo
quería acabar con mi vida.
HELMER.
Nora, por ti hubiese trabajado con alegría día y noche, hubiese soportado
penalidades y privaciones. Pero no hay nadie que sacrifique su honor por el ser
amado.
NORA.
Lo han hecho millares de mujeres.
HELMER.
Escucha, Torvaldo. He oído decir que, según las leyes, cuando una mujer
abandona la casa de su marido, como yo lo hago, está él exento de toda
obligación con ella. De cualquier modo, te eximo yo. No debes quedar ligado por
nada., como tampoco quiero quedarlo yo. Ha de existir plena libertad por ambas
partes. Toma, aquí tienes tu anillo. Dame el mío.
HELMER.
¿También eso?
NORA. Sí.
HELMER.
Aquí lo tienes.
NORA.
Bien. Ahora todo ha acabado. Toma las llaves. Las muchachas están al
corriente de cuanto respecta a la casa... mejor que yo. Mañana, cuando me
haya marchado, vendrá Cristina a recoger lo que traje de mi casa. Quiero que
me lo envíen.
HELMER.
¡Todo ha terminado! Nora, ¿no pensarás en mí nunca más?
NORA.
Seguramente, pensaré a menudo en ti, en los niños, en la casa.
HELMER.
¿Puedo escribirte, Nora?
NORA.

¡No, jamás! Te lo prohíbo.


HELMER.
O por lo menos, enviarte...
NORA.
Nada, nada.
HELMER.
...ayudarte, en caso de que lo necesites.
NORA.
He dicho que no, pues no aceptaría nada de un extraño.
HELMER.
Nora... ¿no seré ya más que un extraño para ti?
NORA. (Recogiendo su maletín.)

¡Ah, Torvaldo! Tendría que realizarse el mayor de los milagros.


HELMER. Dime cuál.
NORA.
Tendríamos que transformarnos los dos hasta el extremo de... ¡Ay,
Torvaldo! ¡No creo ya en los milagros!
HELMER.
Pero yo sí quiero creer en ellos. Di: ¿transformarnos hasta el extremo
de...?
NORA.
...hasta el extremo de que nuestra unión llegara a convertirse en un
verdadero matrimonio. Adiós. (Vase por la. antesala.)
HELMER. (Desplomándose en una silla, cerca de la puerta, oculta el rostro
entre las manos.)
¡Nora, Nora! (Mira en tomo suyo, y se levanta.) Nada. Ha
desaparecido para siempre. (Con un rayo de esperanza.) ¡Él mayor de los
milagros!... (Se oye abajo la puerta del portal al cerrarse.)

FIN de "CASA DE MUÑECAS"

También podría gustarte