Art Artista
Art Artista
Art Artista
Félix de Azúa
( de Azúa, F. (2021). Diccionario de las artes (nueva edición ampliada). Debate.)
Arte.‐ Aunque el asno es el singular de los asnos, el Arte no es el singular de las artes. El Arte y las
artes son dos asuntos enteramente diferentes. Tan diferentes entre sí como el Tiempo y los relojes. El
Tiempo no es el singular de los relojes, sino algo enteramente dis nto y quizás ajeno a la existencia misma
de los relojes.
El arte es un concepto filosófico que se insinúa en el Renacimiento italiano, crece y se hace adulto durante
la Revolución Francesa y el imperio napoleónico, y absorbe todo cuanto quedaba de las artes en el periodo
román co y posi vista. La unión, o mejor dicho, la fusión de las artes en un Arte único y superior se
encuentra en el origen mismo de lo que llamamos “Vanguardias”.
Uno de los primeros en plantearlo crudamente fue Wagner, para quien la Obra de Arte Total era un
resultado de la fusión de todas las artes. Él creyó que música, drama, pintura, arquitectura y seguramente
escultura se habían fundido en un Arte único cuyo ejemplo viviente eran las representaciones de su
tetralogía en Bayreuth. Se trataba de una visión superficial del concepto de Arte, cuya unicidad, como es
lógico, era una vieja reivindicación de la filoso a y un ataque contra la exterioridad y la pluralidad.
Que las artes sean, en realidad, un solo Arte, el cual, a su vez, no es sino una copia de la Idea, es una
pretensión filosófica desde Platón. Sólo mediante la unidad esencial de las artes en un solo Arte puede el
pensamiento domes car y tutelar la producción ar s ca. A estas tempranas alturas del diccionario, quede
así el asunto. El lector encontrará mayor información más adelante, en la entrada INSPIRACIÓN
Las artes eran oficios prac cados por artesanos como los escultores en piedra o en madera, los pintores,
los ceramistas, los músicos de todo pelaje, pero también los pescadores que u lizaban artes de pesca, o
los carpinteros, sastres, zapateros, etc., duchos en su arte. Si lo que hoy llamamos “artes” se llamaba en
Grecia técne y en Roma ars, ello es debido a que la separación entre técnicas y artes obedece tan sólo a
una exploración desarrollada a lo largo de los dos úl mos siglos, pero ni antes se diferenciaron ni parece
que vayan a seguir diferenciándose mucho empo más. Nada, en su esencia, separa a las artes de las
técnicas.
El Arte, en cambio, es el concepto nivelador de todas las manifestaciones ar s cas, concebidas como una
unidad simple y provista de una historia en desarrollo. A veces aparece por secciones geográficas como el
Arte Occidental, el Arte de la Polinesia, el Arte Vasco o incluso el Arte Primi vo. Otras veces se presenta
en capítulos temporales como el Arte de la Edad Media, el Arte Moderno, o el Arte Prehistórico. Véase
que la comodidad de agrupar los objetos que se encuentran en un mismo lugar geográfico, comodidad
propia del arqueólogo o del historiador, acaba por producir un “arte del Lugar”, de manera que luego otras
gentes (incluso de otros lugares) pueden tomarlo en serio y ponerse a hacer “arte del Lugar”. Así por
ejemplo, un andaluz que se ponga a hacer “arte Vasco” para ganar una beca de la Diputación Foral.
Si se acepta que hay tal cosa como un solo Arte, es decir, una en dad unitaria y cognoscible que engloba
y subsume a todas las prác cas par culares de cada sociedad y de cada individuo en el terreno de cada
una de las artes, entonces las artes carecen de toda significación: sólo son eslabones de la gran Cadena
del Arte, la cual no es sino un momento diminuto de la Historia del Espíritu, la cual es, a su vez, un
momento del despliegue de Dios. La ar culación de los eslabones dicta fatalmente su tamaño, forma y
función respecto de un final apoteósico, pero determinado: la Parusía de lo divino, la manifestación de la
(autén ca) faz del Señor.
La consecuencia es paradójica. De haber sólo un Arte, entonces los ar stas actúan creyendo disponer de
la máxima libertad, pero obedecen sin saberlo a un designio teológico que les determina desde el Plan
Divino (o las condiciones sociales, si se prefiere, porque para el caso es lo mismo). El Arte (o sea, Dios) es
el único que conoce el fatal des no de cada prác ca singular, porque para cada prác ca singular es sólo
un momento, un instante, un fragmento del significado global. Sólo el Arte es libre y dirige su des no; los
ar stas son esclavos felices que creen actuar por cuenta propia y los humanos se regocijan en esa
esclavitud coloreada. Lo más curioso es que a nadie volvería a interesar un producto ar s co, si
tuviéramos la certeza de que los produce la necesidad sociohistórica.
Ahora bien, si se niega que exista tal cosa como un solo Arte, entonces las prác cas ar s cas pueden ser
consideradas ac vidades en nada diferentes a conducir un camión o tejer un jersey. Los griegos decían
“tejer” un templo y veían en la labor de levantar los muros y alzar las columnas el mismo ar lugio técnico
mediante el cual las mujeres tejían sus tapices.
Liberados del Arte y de la Idea en desarrollo, habrá quien pinte cuadros mejor que nadie, del mismo modo
que hay camareros capaces de servir con mayor gracia y eficacia que otros. Así como en cada momento
toda acción es inmejorable o mejorable; así también la obra de arte será “ar s ca” o adocenada; mostrará
algo hasta entonces invisible, o mostrará lo de siempre; mostrará lo de siempre de un modo nuevo y
sorprendente, o con la habitual ru na, etc. En todo caso, de no exis r un solo Arte, entonces es posible
hablar de las técnicas empleadas por el arte y del arte empleado por las técnicas, porque sus operaciones
tendrán una finalidad en sí mismas, y no una finalidad en el desarrollo de la Idea hacia la hecatombe del
mundo y la aparición de la faz de Dios y del Saber Absoluto. Las artes se muestran en el presente; el Arte
flota en la atemporalidad, es decir, en el instante de la simultánea creación y destrucción del Mundo.
Tras un periodo enteramente dominado por el Arte, en el que los ar stas y su clientela se concebían a sí
mismos como miembros de una o muchas religiones capaces de modificar el discurso de Dios mediante el
recurso de hacerse ellos mismos dioses (“genios”, en el vocabulario de la época), parece que ahora
estamos regresando a una concepción de las artes incompa ble con el Arte. Pero también la adivinación
era una un arte, por lo que no haremos aseveraciones improcedentes. Así y todo, un regreso a la in‐
diferencia de las técnicas y las artes, como las que parecen anunciar las transformaciones logís cas de la
electrónica, daría su sen do final a la etapa concluida de las Vanguardias, es decir, de las prác cas ar s cas
unificadas bajo tutela filosófica. Como todo acabamiento, también éste parece inacabable.
ARTISTA.‐ Acerca del ar sta reina un general desconcierto. Su existencia es indudable, pues a
ellos atribuimos la aparición de obras de arte, sea cierto o falso que intervengan en su aparición. Cuando
nos sorprende un paisaje de colinas verdes salpicadas de templos en las que a primera hora del día
caminan breves figuras humanas acompañadas por un perro cabizbajo, decimos: ¡un Poussin! Cuando
oímos una canción desolada cuyo tema se repite tercamente como si la cantara un hombre enajenado por
una dolorosa obsesión, exclamamos ¡un Schubert! Y así sucesivamente. En consecuencia, los ar stas son
gente en verdad existente porque con su nombre nos orientamos en la espesura de las obras.
Pero la energía del roman cismo ha contaminado tan profundamente las fuentes de nuestro juicio que
tendemos a pensar en el ar sta como alguien autónomo, independiente, libre y genial. Una especie
de self‐made man. Este error, frecuente y dañino, conduce al desastre y a miles de jóvenes bien
intencionados que creen poder ser tanto más ar stas cuanto más autónomos, independientes, libres y
geniales. De resultas de este pa nazo una notable can dad de gente pintoresca es incapaz de hacer
aparecer absolutamente nada que no sea ella misma. Pero la conemplación de alguien libre y genial que
dice ser libre y genial es insuficiente como obra de arte y una lata como obra de caridad.
Para explicar (aproximadamente) lo que es un ar sta debo recurrir a la fábula. Me avergüenza hacerlo
porque es un método poco cien fico u lizado por ese enemigo de la democracia (según le califica Karl
Popper) que era Platón cuando se veía obligado a explicar cosas que ni él mismo se explicaba. Me excuso,
pues, de imitar a Platón, pero no todo el mundo puede ser Karl Popper.
En las muchas memorias y abundantes libros de recuerdos que han ido editando los judíos que
sobrevivieron al Holocausto hay una figura que aparece con frecuencia y cuya ac vidad posee un interés
muy especial. Cuentan los supervivientes que, tras ser detenidos y agrupados por la policía polí ca
alemana y francesa, eran almacenados en trenes especiales cuyos vagones habían servido para el
transporte de ganado.
Hacinados como reses, sin espacio para sentarse, sin apenas aire para respirar, sin más agua que la lluvia
que se filtraba por las grietas de la cubierta, millones de desdichados atravesaron Europa de Pau a
Auschwitz, de Varsovia a Daschau, de Amsterdam a Büchenwald, durante semanas, camino del matadero.
Antes de llegar murieron muchos de sed, de hambre, de asfixia, de agotamiento, de enfermedad; los
supervivientes acabaron el trayecto pegados a los cadáveres porque no había espacio para dejarlos
reposar en el suelo.
Los vagones, que eran de puerta corredera, traían unos mínimos respiraderos en la parte superior, a un
palmo del techo, y otros cuantos orificios en el suelo para la evacuación de las heces. Por los respiraderos
entraba la escasa luz que permi a a los infelices saber si era de día o de noche, y, aunque pueda parecer
extraño, estos detalles cobraban para ellos una enorme importancia. Los respiraderos superiores estaban
situados a unos dos metros y medio del suelo.
Muchos memorialistas coinciden en relatar cómo los presos de cada vagón elegían espontáneamente a
una persona para alzarla hasta el respiradero con el fin de que fuera dando cuenta de lo que desde allí se
divisaba. Solían escoger a alguien liviano, aunque despierto, de modo que pudiera ponerse de pie sobre
algunos compañeros que con extraordinario esfuerzo le ofrecían sus riñones como tarima. El vagón entero
se retorcía con dolorosa y agotadora contorsión para facilitar a los oteadores el acceso a la mirilla. Los
presos necesitaban saber dónde estaban, adónde los conducían, qué erras cruzaba el tren, qué gentes
las habitaban. Para averiguarlo estaban dispuestos a los mayores sacrificios.
Pero no todos reaccionaban igual: cuentan también que unos pocos presos se mostraban escép cos y
rehusaban colaborar. “¿Qué me da a mí en dónde estemos, si me cabe la certeza de que voy camino del
matadero?”, decían crudamente. Ponían toda clase de inconvenientes a colaborar, y luego se negaban a
oír y aun hacían burla imitando a los oteadores. Pero hasta los más escép cos atendían disimuladamente
cuando los oteadores sabían explicar lo que veían. Porque, como es natural, no todos los elegidos servían
para la tarea y había que cambiarlos de vez en cuando. Incluso a menudo.
Las primeras veces que los oteadores se alzaban hasta la ventanilla no tenían fuerzas para hablar. Llevaban
quizá cuatro o cinco días a oscuras, asfixiados por el hedor, aplastados por sus compañeros, y de pronto
se elevaban y veían la luz del sol, o la luna, o un perro, o un río. Balbucían algunas palabras y luego se
ahogaban en sollozos, o caían en un mu smo seco. Sus compañeros solían mostrarse comprensivos y les
daban un empo para reponerse e intentarlo de nuevo. Algunos, con el aplomo que da la experiencia,
iban adquiriendo cierto control sobre sí mismos. Otros no podían resis r la tensión y se negaban a seguir
haciendo de oteadores pues, según decían, para soportar el horror es mejor no ver nada y hacer como si
sólo hubiera un mundo, el de los condenados a muerte.
También sucedía que ciertos vigías decepcionaban a los condenados porque sus relatos eran demasiado
minuciosos, exactos y cien ficos. “Veo una estación de ferrocarril con dos puertas laterales y una central
con trampilla de madera y herrajes de latón, seguramente atornillados; hay en el andén un hombre de
uniforme de unos cincuenta y dos años de edad, con gafas de alambre y una pipa apagada. A la derecha
hay un hangar de doce por quince…”, decían estos malos vigías, y sus compañeros aceptaban la
información pero los sus tuúan de inmediato por otros no tan rigurosos.
No decepcionaban menos los distraídos, aquellos que daban una visión dispersa, inconexa, improvisada y
sin orden ni concierto del panorama: ahora una nube en forma de Afrodita o una bandada de pájaros,
luego una pareja de burgueses que parecen amarse, ¿o son dos soldados discu endo?; también irritaban
quienes lo interpretaban todo desde sus impresiones personales, como que a ellos les parecía demasiado
verde una planta o muy sucio un leñador…Ni la ciencia ni la inocencia, ni la verdad obje va ni la expresión
subje va les eran de ninguna ayuda a los condenados.
Los oteadores más apreciados eran aquellos que referían con acierto la existencia del mundo verdadero,
libre de la tortura y del horror, un mundo luminoso pero atado al mundo de los condenados por signos
indescifrables. “Algunas mujeres de este pueblo se han reunido junto a la estación, en el abrevadero
público, y están allí apiñadas mirando nuestros vagones con disimulo. Veo que una de ellas, con un crío en
los brazos, le señala a nuestro vagón, justamente, así que voy a sacar la mano por la mirilla”, decía, por
ejemplo, uno de los oteadores más apreciados por los presos. Sus compañeros podían pensar entonces
que aquella mujer con el niño veía la mano, o algunos dedos de la mano, agitándose desde la mirilla, y
que quizá así la mujer se convencería de que había gente muriendo en los vagones. Gente con manos,
indudablemente. Y guardaría memoria de ello y algún día lo contaría a sus nietos: “Yo vi a los judíos pasar
por la estación del pueblo y uno de ellos me agitó la mano, como saludando, desde uno de los vagones.”
Así parecía redimirse una parte del dolor, aunque fuera de un modo muy ideal.
En los buenos relatos, los presos tenían la certeza de que algo circulaba de los unos a los otros, de los
condenados a los libres, del mundo de la muerte al mundo de la vida. Un signo indescifrable, como el rayo
que desciende del cielo e ilumina la noche un instante, ponía en relación dos universos que se desconocían
mutuamente. Y a los presos les era indiferente que de verdad el oteador hubiera sacado la mano o que la
mujer la hubiera visto, pues lo esencial para ellos era sen rse par cipes del mundo de los vivos y
pertenecientes al mismo, aunque sólo fuera por unos segundos.
El oteador de los vagones cargados de condenados era el único que tenía, no ya fe, sino constancia de la
existencia de otro mundo en el que las leyes permi an vivir a la luz del sol. La vida de los condenados
hacinados en el vagón era espantosa, pero si el mundo de los vivos era verosímil, entonces la vida del
vagón se conver a en una ficción resultante del juego de otras leyes que condenaban a vivir en el horror,
sin culpa alguna ni haber sido acusados de nada. Se mantenía de ese modo la esperanza de que el horror
tuviera un final.
Mientras el oteador era capaz de mantener la variedad del relato, mientras lograba convencer a sus
oyentes acerca de la realidad del mundo luminoso, entonces el mundo del horror permanecía como la
otra ficción. La realidad del mundo luminoso y la realidad del mundo de la muerte se sostenían la una a la
otra como ficciones mutuas.
Sólo cuando las leyes del mundo de la muerte y las del mundo de la vida coinciden, sólo entonces la tarea
del oteador carece de sen do y es inú l porque nadie la necesita. Pero cuando eso sucede, como en
nuestros días posiblemente suceda, no sabemos si la indiferencia hacia oteadores, cronistas y vigías es el
resultado de la victoria del mundo luminoso (es decir, del permanente desvelamiento de lo viviente) o el
triunfo del escep cisimo y la resignación de los condenados.
Debe prestarse atención al hecho de que ningún vigía consideró nunca su tarea como una opción personal
y libre, movida por su genialidad. Sabían que su tarea no les pertenecía, sino que era el fruto de un pacto
colec vo. El conjunto entero de presos, en el vagón era la fuerza que alzaba o rechazaba sus
observaciones. Las visiones y relatos no eran, por lo tanto, el fruto de su carácter o la expresión de su
espíritu, sino una relación e mera e instantánea, un acuerdo compar do por unos cuantos, por muchos
o por todos, sobre la verdad de lo que aparece en cada momento.
Añadamos, para concluir, un úl mo punto de gran relevancia en nuestros días. A pesar de que las
relaciones entre los condenados y los oteadores llegaron a ser muy densas e incluso en algún vagón casi
ins cionales, ni uno solo de los oteadores olvidó a cuál de los dos mundos pertenecía, aunque conociera
dos mundos igualmente reales y verosímiles. En ninguna de las memorias y diarios que he podido leer
aparece jamás un oteador que exigiera ser mantenido por la comunidad de los presos.