La Literatura en Hispanoamérica A Través Del Tiempo

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La literatura en Hispanoamérica a través del tiempo.

De los orígenes al modernismo


La obra literaria de México y de Hispanoamérica es la expresión estética del
surgimiento de nuestra identidad. Por medio de la literatura establecemos
vínculos con nuestro pasado, con el presente y con la aventura creadora de
poetas y escritores que nos sitúan en un mundo real, a la vez que simbólico o
imaginario; participamos como lectores de una visión cosmológica y también de
una realidad histórica y social. La historia de nuestra literatura, el acervo de
textos líricos, narrativos y dramáticos, constituye una parte importante de
nuestro propio marco referencial, y se inicia con el estudio de los testimonios
que incluyen recopilaciones de cantos, poemas y narraciones prehispánicos.
De este modo en 1880, don José María Vigil descubrió en la Biblioteca
Nacional el documento Cantares mexicanos, mismo que despertó el interés
hacia las manifestaciones literarias de nuestros antepasados. A la fecha, las
traducciones al español de estos documentos y de otros que paulatinamente se
han ido conociendo, se deben a dos eminentes mexicanos, los doctores Ángel
María Garibay (1892-1967) y Miguel León-Portilla (1926). A ellos debemos el
estudio sistemático de la literatura náhuatl, además de traducciones literarias
realizadas con gran sensibilidad artística y que parten de un conocimiento
profundo de la cultura indígena. Estos trabajos, que se dieron a conocer en la
segunda mitad del siglo xx, han tenido clara influencia en la actual literatura
mexicana, como veremos a continuación Durante la etapa colonial, y a pesar
de haber sido silenciado por la Conquista, el mundo indígena persiste; al
respecto, José Luis Martínez ha escrito lo siguiente: “En cuanto aprendieron la
escritura de los misioneros españoles, los indios celosos de sus tradiciones se
apresuraron a consignarlas. Gracias a esta preocupación, a esta auténtica
vocación cultural que en realidad sólo existió entre nahuas y mayas, contamos
con un repertorio de excepcional importancia de documentos indígenas...” Así
tenemos memoria de la visión cosmogónica, la religiosidad, las costumbres y
las instituciones de los pueblos antiguos de México. En toda América poco a
poco una nueva identidad surgió de manera lenta pero firme, diferenciándose
de la de los españoles y criollos y de la de los indígenas. Este fenómeno se
acentuó tras la expulsión de los jesuitas de todas las colonias americanas,
decretada por Carlos III en 1767. Las obras que aquéllos escribieron en el
destierro fueron alegatos apasionados que describían la naturaleza y el hombre
americanos. En el siglo xix, tras las guerras de independencia iniciadas por los
criollos, surgió la inquietud por la independencia cultural. De Estados Unidos a
Chile, la preocupación fundamental de los pensadores americanos fue la
identidad nacional y la diferenciación entre las colonias americanas y las
metrópolis, Inglaterra, España o Portugal. Al respecto, fue famosa la polémica
entre el venezolano Andrés Bello, jurista, gramático, poeta y filólogo, y el
argentino Domingo Faustino Sarmiento, escritor, pedagogo y político, que tuvo
como tema el uso de la lengua española: para el primero, representaba un
vehículo ortodoxo de expresión, sujeto a reglas; para el segundo, forma libre de
expresión en el más puro sentido romántico. No fue fortuita esta polémica sino
una manifestación lógica de las inquietudes espirituales de la época. En la
búsqueda de lo propio, los intelectuales latinoamericanos surgidos a partir de
1830 tuvieron como programa generacional la creación de una literatura que
expresara lo vernáculo, y ello incluía el uso de una lengua propia en la que
tuvieran cabida lo popular y lo indígena.
De ahí la adopción del entonces en boga romanticismo europeo que, entre
otras características, exaltaba los valores nacionales y lo folclórico; también se
debe a él la valoración de la libertad y la independencia de los pueblos. El
romanticismo americano fue una toma de conciencia sobre la identidad de cada
uno de sus pueblos.
La literatura latinoamericana del siglo xix, dice la crítica moderna, es la de una
época de aprendizaje y de formación. El primer aprendizaje tuvo que ser el de
la libertad y el del autorreconocimiento.
Resumiendo, lo dicho anteriormente debe tenerse en cuenta para entender la
formación de nuestra literatura, que aparece fraccionada en tres momentos
históricos que son el prehispánico, el colonial y el que comprende desde los
albores del siglo xix hasta nuestros días. En rigor, no puede decirse que la
literatura latinoamericana sea la suma de lo creado en estos tres momentos: la
literatura indígena empieza a ser conocida en el siglo xx, su valor y su
originalidad son indudables y su repercusión aún está por cristalizar en las
letras americanas; la colonial es un reflejo de la gran literatura española de las
épocas renacentista y barroca, corriente artística que se prolongó en la
América hispana hasta mediados del siglo xviii, en cuya segunda
mitad predominó la neoclásica; la literatura, a partir de las guerras de
independencia, va tomando conciencia de sí misma hasta llegar a ser el
vehículo de expresión del ser americano, este proceso no ha concluido porque
la literatura es una búsqueda continua. Sin embargo una etapa, estrictamente
la de formación, ha quedado atrás, y en el presente nadie duda ni desconoce la
existencia de la literatura hispanoamericana.
En el panorama literario de Hispanoamérica, en el siglo xix se dan tres
manifestaciones literarias que revisten importancia y destacan dentro de la
complejidad de la época, ellas son el relato costumbrista, que evolucionará
para constituir en el siglo xx la gran novela hispanoamericana. Como ejemplos
de esta corriente pueden citarse los nombres de Tomás Carrasquilla
(Colombia, 1858-1894), Alberto Blest Gana (Chile, 1830-1920) y los mexicanos
Manuel Payno (1810-1894) y Luis G. Inclán (1816- 1875). La poesía
gauchesca, de gran raigambre en Argentina y Uruguay, donde este
género contó con una obra maestra, el Martín Fierro, de José Hernández
(1834-1886); y el ensayo, género reciente en las letras americanas que pronto
adquirió tradición y fuerza hasta convertirse en portavoz favorito de nuestros
escritores, para expresar las inquietudes culturales de nuestros países y de su
lucha por la independencia y la libertad; entre sus mejores exponentes se
encuentran Domingo Faustino Sarmiento (Argentina, 1811-1888), Juan Bautista
Alberdi (Argentina, 1810-1889), Andrés Bello (Venezuela, 1781-1865), Eugenio
María Hostos (Puerto Rico, 1839-1903); Juan Montalvo (Ecuador, 1833-1889),
José Martí (Cuba, 1853-1895), Manuel González Prada (Perú, 1848-1918) y
José Enrique Rodó (Uruguay, 1872-1917). Como se verá en el capítulo
respectivo, el movimiento modernista fue clave para alcanzar la mayoría de
edad en las letras, lo cual lleva implícita también la conquista de un paso más
en el camino hacia la autenticidad y la identidad latinoamericanas, y ello fue
posible gracias al talento de los autores modernistas para hacer suyo
el lenguaje que les había sido heredado por España. Un poeta de la talla de
Rubén Darío hizo que, por primera vez en la historia de América Latina, se
generara una poderosa influencia de las letras americanas hacia España,
donde los escritores de la Generación del 98 admiraron y adoptaron las
innegables aportaciones modernistas a la literatura española.
De la vanguardia a la novela, el ensayo y el teatro
hasta mediados de siglo
El modernismo tuvo una larga existencia de 40 años; en sus postrimerías, a
partir de la década de 1920, la literatura tomó otros rumbos que se manifiestan
en dos corrientes: el vanguardismo, que toma elementos de los movimientos de
avant garde europeos (cubismo, dadaísmo, futurismo, surrealismo,
existencialismo), surgidos a partir de 1900 y que se suceden entre las dos
guerras mundiales; y la corriente social, que engloba y continúa la postura de
los escritores decimonónicos comprometidos con sus pueblos en la lucha por la
independencia, y críticos tanto del imperialismo estadounidense que se gesta
en ese siglo como de los dictadores en turno que dieron vida, por cierto, a una
de las grandes figuras de la narrativa latinoamericana: el caudillo
En cuanto a la poesía, el grupo de poetas que siguió las innovaciones
vanguardistas (Vicente Huidobro, César Vallejo y Jorge Luis Borges, entre
otros) logró incorporar a nuestra literatura, en forma permanente, elementos
como:
 el verso libre
 la supresión de la rima
 el empleo de composiciones tipográficas o caligramas
 la libertad en la invención metafórica
 la riqueza innovadora y fundamental del surrealismo
Paralelamente, los grandes poetas de esta época, aportaron también las
características propias de su forma de ver el mundo. Como ejemplo tenemos el
tema de la provincia en Ramón López Velarde, o el del indio en César Vallejo,
o la negritud en Nicolás Guillén. A partir de 1940, la poesía adquirirá el tono de
injusticia y preocupación social propios de la época que puede observarse en la
obra de poetas como Octavio Paz.
Por su parte, la novela tuvo gran auge en el siglo xx. Influida por las tensiones
sociales, alcanzará un primer momento de importancia al cual pertenecen los
que se han llamado “fundadores de la novela moderna”, entre ellos los
novelistas de la Revolución Mexicana (Mariano Azuela y Martín Luis Guzmán,
por ejemplo) y los creadores de la novela regionalista (José Eustasio Rivera,
Rómulo Gallegos y Ricardo Güiraldes); el segundo periodo comienza en los
años que van de 1940 a 1950, etapa en la que da inicio la obra de Alejo
Carpentier y la de otro gran narrador latinoamericano, Jorge Luis Borges, y
culmina hacia 1960. A partir de este momento, se intensifica la
creación y la publicación de las grandes novelas contemporáneas. Así, el
género novelístico en América ha sido particularmente fecundo.
A diferencia de los ensayistas del siglo xix, inclinados más a “proponer
programas de reforma” (Sarmiento, Bello, Martín, González Prada, los de
nuestro siglo prefieren valerse del ensayo para informar, describir y denunciar
problemas. Este género es utilizado en el siglo xx por novelistas y poetas “para
expresar un mensaje perentorio con mayor repercusión inmediata de lo que
pudiera tener una obra de ficción o de poesía”; la preocupación básica de los
ensayistas es el análisis de sus respectivas sociedades, con enfoques distintos
y una intercomunicación muy interesante de puntos de vista que enriquecen la
descripción. En opinión del colombiano Germán Arciniegas, América es un
“campo de estudio que, literalmente, sólo cabe en un ensayo..ahí, hasta las
novelas se vuelven ensayos, y la historia, y el teatro”. Es ésta una interesante
observación que alude a la mezcla de los géneros: algunos ensayos
de Alfonso Reyes contienen elementos históricos, otros, rasgos dramáticos;
Julio Cortázar utiliza elementos de la narrativa cuando escribe ensayos, lo cual
da complejidad e interés a su lectura.
Los temas tratados son múltiples y en todos ellos es patente la postura del
escritor comprometido con su tiempo; la temática común del ensayo
hispanoamericano del siglo xx abarca una amplia gama de enfoques y matices
que van desde el problema de la degradación ecológica hasta el de la ciencia y
la tecnología como motores del progreso humano con sus secuelas negativas;
desde el perfil de la cultura moderna hasta el importantísimo asunto de la
educación; y desde el dilema del desarrollo y subdesarrollo hasta el papel del
escritor en su sociedad. Este fértil campo de nuestra literatura ha sido
abordado por prácticamente todos los escritores en lo que va
del siglo: José Vasconcelos (México, 1882-1959), Alfonso Reyes (México,
1889-1959), José Carlos Mariátegui (Perú, 1894-1930), Ezequiel Martínez
Estrada (Argentina, 1895-1964), Jorge Luis Borges (Argentina, 1899-1986),
Luis Cardoza y Aragón (Guatemala, 1904-1992), Elena Poniatowska (Francia,
1933), Carlos Monsiváis (México,1938-2010), Gabriel Zaid (México, 1934),
entre otros. No ha sido paralelo en nuestro continente el género dramático en
comparación con el de la poesía, el ensayo y la novela. Si bien es muy antiguo;
como se verá, existen testimonios de un teatro indígena muy sui generis,
distinto al clásico occidental y al concepto aristotélico que conocemos, la
actividad teatral en el siglo xvi se restringió al teatro de evangelización;
posteriormente, en nuestro país vendrá la etapa de Juan Ruiz de Alarcón, que
por su estilo y temática pertenece al gran teatro del Siglo de Oro español, lo
mismo que el de sor Juana Inés de la Cruz; en el siglo xviii destaca
la solitaria figura de Eusebio Vela y en el siglo xix, una pléyade de dramaturgos
se dedican a poner en práctica en sus obras todos los temas de la imaginería
romántica. A fines del siglo xx, algunas obras de inspiración realista y
naturalista derivan en un teatro costumbrista que trata conflictos entre la ciudad
y el campo, y problemas inherentes a la sociedad y a la moral de sus
personajes. Después de la Primera Guerra Mundial, y por influjo de nuevas
corrientes artísticas, el teatro abordó una temática más profunda y cosmopolita.
En México, un intenso deseo de experimentación llevó a autores como Xavier
Villaurrutia, Celestino Gorostiza y Salvador Novo, a fundar el Teatro Ulises,
cuyas temporadas de 1927 y 1928 fueron las primeras del teatro experimental
mexicano. El afán de renovación, el hacer un teatro crítico que abordara los
problemas nacionales, fueron algunas de las inquietudes de esa generación. La
influencia del existencialismo, movimiento europeo posterior a la Segunda
Guerra Mundial, también repercutió en los autores hispanoamericanos
que llevaron a la escena los problemas del hombre contemporáneo.
Además de los dramaturgos mencionados, destacan los mexicanos Rodolfo
Usigli (1905-1979), Luis G. Basurto (1920), Elena Garro (1920-2001), Emilio
Carballido (1925), Luisa Josefina Hernández (1928), Héctor Azar (1930),
Héctor Mendoza (1932) y Carlos Solórzano (1922).
Del boom a la generación del crack
La década de los años sesenta vio nacer el llamado Boom, fenómeno editorial
más que literario que abarca a una generación de escritores jóvenes
latinoamericanos, autores de novelas promovidas, publicadas y difundidas por
editoriales españolas, obras que serán reconocidas internacionalmente por su
calidad. Las novelas emblemáticas del Boom, desde luego no las únicas, son:
1963: Rayuela del argentino Julio Costázar, La ciudad y los perros del peruano
Mario Vargas Llosa. 1965: La casa verde, Mario Vargas Llosa. 1967: Cien años
de soledad, del colombiano Gabriel García Márquez, Tres tristes tigres, del
cubano Guillermo Cabrera Infante, Cambio de piel, del mexicano Carlos
Fuentes, 1970: El obsceno pájaro de la noche del chileno José Donoso.
Este grupo alcanzó, casi al mismo tiempo, fama y reconocimiento fuera de sus
países de origen con obras que sorprendieron a lectores y críticos por su
novedad temática, originalidad narrativa y lenguaje renovador. Muy pronto
fueron traducidas a otros idiomas. Compartían, como artistas, algunas notas en
común: mismas influencias literarias (Proust, Mann, Joyce, Faulkner, Sartre);
conciencia de su pertenencia latinoamericana (tradiciones locales y familiares,
narrativa oral); realidades políticas semejantes (varios de ellos son oriundos de
países que sufrían dictaduras militantes); contemporáneos testigos y
simpatizantes de la revolución cubana, de la cual algunos se apartarían más
tarde; cercanía y amistad entre ellos. Posteriormente sus caminos se
separarían, por diferencias que iban desde las afinidades literarias
hasta las políticas. No tuvieron un programa rector ni elaboraron un manifiesto
común que los integrara como generación literaria, con el tiempo sus
divergencias acabarían distanciándolos, sin embargo ejercieron una poderosa
influencia en la literatura posterior Son considerados precursores del Boom
Jorge Luis Borges, Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier y Juan Carlos
Onetti. Al cubano Alejo Carpentier se debe a la expresión “lo real maravilloso”
concepto que explica en su libro El reino de este mundo (1949) a propósito de
la naturaleza americana, llena de maravillas desconocidas para los europeos.
Cien años de soledad mostró al mundo esa naturaleza e hizo ver que no sólo
en Colombia sino que también entre el resto de los latinoamericanos tal
realidad formaba parte de su cosmovisión y se encontraba bien arraigada, lo
fantástico es narrado por García Máquez como algo cotidiano: las cosas más
insólitas contadas “en un estilo calmadamente realista” (John Sturrock). Esta
forma de narrar fue rebautizada como “realismo mágico”; el universo y el estilo
literario de García Márquez dieron la vuelta al mundo. El premio Nobel de 1982
fue concedido a Gabriel García Márquez y el de 2010 a Mario Vargas Llosa por
el conjunto de su obra, gran parte de la cual fue escrita después del Boom.
Otros autores forman parte también de la narrativa de nuestros días y cuentan
entre ellos novelistas, ensayistas, periodistas, cronistas. Los de mayor edad
son Mario Benedetti (Uruguay 1920-2009), Álvaro Mutis (Colombia 1923),
Tomás Eloy Martínez (Argentina 1934-2010), Manuel Puig (Argentina 1932-
1990), Alfredo Bryce Echenique (Perú 1939), Eduardo Galeano (Uruguay,
1940). Entre los más jóvenes puede contarse al prematuramente muerto
Roberto Bolaño (Chile 1953-2003), así como a Rodrigo Fresán (Argentina
1963), Andrés Neuman (Argentina 1977), Santiago Roncagliolo (Perú 1975). En
México, la narrativa de fin de siglo y de la primera década del presente continúa
mostrando gran vitalidad: varias generaciones de novelistas, ensayistas,
cronistas y periodistas han venido desarrollando su actividad creadora en un
contexto histórico agitado políticamente e incierto en el terreno social
económico. Según el crítico Adolfo Castañón, el perfil actual de la literatura
mexicana, caracterizada por la convivencia de generaciones, se distingue por
el auge de la literatura testimonial y periodística, la novela negra, la narración
histórica, la literatura de imaginación, la literatura femenina, y la voluntad de
experimentación, no ésta como un recurso estilístico trivial o prescindible, sino
como una necesidad exigida por la literatura actual que debe competir con un
mundo de recursos tecnológicos inagotables y arrolladores. Algunos de los
narradores que siguen destacando en el panorama literario nacional
son: Carlos Fuentes (1928), Vicente Leñero (1933), Sergio Pitol (1933),
Fernando del Paso (1935), Arturo Azuela (1938), José Emilio Pacheco (1939),
Federico Campbell (1941), Hugo Hiriart (1942), Hernán Lara Zavala (1946),
Héctor Aguilar Camín (1946), Ángeles Mastretta (1949), José Joaquín Blanco
(1951), David Martín del Campo (1952),Álvaro Uribe (1953), Juan Villoro
(1956), Enrique Serna (1959), Pablo Soler Frost (1965), Frabricio Mejía Madrid
(1968), Antonio Ortuño (1976). A mediados de la década de los años noventa
un grupo de jóvenes escritores agrupados con el nombre de la Generación del
Crack, se propuso como objetivo convertirse en una generación de ruptura
entre la literatura que se hacía en México y el Boom por el que sentía afinidad.
Lo integraban Jorge Volpi (1968), Ignacio Padilla (1968), Eloy Urroz (1967),
Pedro Ángel Palou (1966), Ricardo Chávez Castañeda (1961) y Vicente
Herrasti (1967). Este grupo lanzó en 1996 su Manifiesto Crack en el que cada
uno expresa su concepción de novela, misma que coincide en sujetarse a
principios tales como rigor formal, estructura innovadora, profundidad,
experimentación lingüística y temática desligada de la realidad mexicana. En la
última Unidad nos ocuparemos de la obra de Jorge Volpi y de algunos de sus
conceptos literarios contenidos en el Manifiesto.
De vuelta a la poesía, varios nombres sobresalen entre los muchos poetas que
dio el siglo xx: surgidos de las revistas literarias de la época, destacan Octavio
Paz (1914- 1992) y Efraín Huerta (1914-1982) en torno a Taller, 1938-1941; y
en Tierra Nueva, 1940-1942, participó Alí Chumacero (1918-2010). Otras
figuras también valiosas en el género son Jaime Sabines (1926-1999) quien fue
y sigue siendo uno de los poetas “más leídos y recitados de México”, Rubén
Bonifaz Nuño (1923), Marco Antonio Montes de Oca (1932), Eduardo Lizalde
(1929), Gerardo Deniz (1934), Tomás Segovia (1927). Por otra parte, el gusto
de cada época puede observarse en las antologías que permiten ver la
evolución y la consolidación de verdaderos valores. Las más conocidas
del siglo pasado fueron Poesía en movimiento (1966) de Octavio Paz, Alí
Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis que incluyó a poetas
partidarios de una ruptura con el pasado y una decidida voluntad de
modernidad, y el Ómnibus de poesía mexicana (1971), compilado por Gabriel
Zaid, que abarca buena parte de la poesía mexicana desde sus inicios —
poseía prehispánica— hasta la poesía más joven de ese momento, la de José
Carlos Becerra. Antologías posteriores trataron de dar un panorama, no
siempre imparcial, de lo que fue producción poética del momento,
entre ellas las de José Joaquín Blanco (1976), Evodio Escalante (1988), y José
María Espinosa et al., son quizá las más representativas, no las únicas. En
ellas sus autores escogieron a los más prometedores o bien a los que contaban
ya con una obra, por ejemplo Elsa Cross (1946), Antonio Deltoro (1947), David
Huerta (1949), Efraín Bartolomé (1950), Coral Bracho (1951), Vicente Quiriarte
(1954), Verónica Volkow (1955), Javier Sicilia (1956), Fabio Morábito (1955),
Francisco Segovia (1958), Aurelio Asiain
(1960), entre otros.

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