Scaltritti Historia Reciente 1
Scaltritti Historia Reciente 1
Scaltritti Historia Reciente 1
Elena Scirica
1. Introducción
1 Véase Ezequiel Sirlin, “El ciclo de la economía mixta en el capitalismo central (1945-
1973)”, en el presente libro.
2 Véanse César Tcach, “Golpes, proscripciones y partidos políticos”, en Daniel James (dir.),
Violencia, proscripción y autoritarismo (1955-1976), Nueva Historia Argentina, tomo 9,
Buenos Aires, Sudamericana, 2003; Daniel Rodríguez Lamas, La Revolución Libertadora,
Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1985, p. 61, y Marcelo Cavarozzi, Auto-
ritarismo y democracia (1955-1996). La transición del Estado al mercado en Argentina,
Buenos Aires, Ariel, 1997, p. 19.
5 Los grupos de interés y los grupos de presión, organizados con el propósito de influir en
las instancias del poder para concretar sus reivindicaciones, cobraron gran interés acadé-
mico y público desde fines de la década de 1950. En la perspectiva de Jean Meynaud, los
grupos de presión se distinguen de los de interés porque no sólo difunden sino que ejecu-
tan las acciones necesarias en pos de lograr su cometido. Para ello, crean vínculos de fuerza
con las instituciones gubernamentales, con funcionarios o con partidos. Pueden recurrir a
la persuasión (por medio de una argumentación racional para convencer a su interlocutor),
a la presión económica (que puede incluir desde la corrupción de funcionarios “clave”
hasta la desestabilización del gobierno mediante el retiro de inversiones), a las amenazas o
a la acción directa. Meynaud diferencia, a su vez, los grupos de presión constituidos como
organizaciones profesionales basadas en la especialización y el reagrupamiento laboral (ta-
les como uniones de agricultores, sindicatos o grupos patronales), de los que se constitu-
yen como agrupaciones de vocación ideológica que pugnan por la difusión de sus planteos
y por demostrar la bondad que ellos tienen para la sociedad (por ejemplo, la Iglesia o las
sociedades de defensa de la moralidad). Jean Meynaud: Los grupos de presión, Buenos
Aires, Eudeba, 1963. En la Argentina, en 1964, José Luis de Imaz publicó la obra Los que
mandan, en donde analizaba los principales grupos de poder de la sociedad argentina.
Véase también: http://www.avizora.com/publicaciones/ciencias_politicas/textos/
objeto_estudio_ciencias_politicas_0012.htm.
horas después eran pasados por las armas en un basural del Gran Buenos
Aires, en José León Suárez13.
¿Por qué motivo el gobierno actuó con tanta ferocidad? La rebelión se produjo
en un contexto de constantes huelgas, sabotaje y desobediencia cívica. La res-
puesta gubernamental buscó “dar una lección”, imponer la disciplina en las
fuerzas militares y llegar a un punto de no retorno que imposibilitara la recon-
ciliación con los proscriptos. Estos, por su parte, no olvidarían la “sed de san-
gre” del binomio Aramburu-Rojas.
13 Este último episodio, no registrado por la “prensa seria”, fue divulgado por Rodolfo Walsh
en su obra Operación Masacre.
14 Luis Alberto Romero, op. cit., p. 139.
15 Alain Rouquié, op. cit., p. 142.
maron la Unión Cívica Radical del Pueblo (UCRP), comandada por Ricardo
Balbín, y la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI), liderada por Arturo
Frondizi.
16 Los votos en blanco constituyeron el 24,3 por ciento del total. La UCRP obtuvo el 24,2
por ciento; la UCRI un 21,2 por ciento. Es probable que muchos votos peronistas se
hayan orientado al radicalismo intransigente.
esta propuesta encerraba una contradicción, que eclosionó cuando los trabaja-
dores se opusieron a las medidas de austeridad gubernamental, aplicadas en el
marco de una severa crisis económica. Por otra parte, las Fuerzas Armadas –que
si bien le entregaron el gobierno, mantuvieron su “vigilancia” sobre el presi-
dente– no cesaron de hostigar a quien había llegado al poder con el apoyo del
sector que debía ser “desterrado”. De este modo, los propios vaivenes del go-
bernante Frondizi, la adopción de una política económica distante de la prédica
que lo caracterizara en su trayectoria previa, las medidas represivas frente a la
protesta social, las fluctuaciones en materia de política internacional y su acti-
tud vacilante frente a los militares le acarrearon un fuerte descrédito.
Frondizi tuvo los días contados en su presidencia (1958-1962) cuando los comicios
de marzo de 1962 marcaron el triunfo de candidatos peronistas –habilitados para
postularse, en esta ocasión, bajo otra denominación partidaria– en la mayor parte
del país. Este resultado no podía ser aceptado. Presionado por los militares y sin
apoyos, fue arrestado y confinado en la isla Martín García. El Ejecutivo, entonces,
quedó a cargo del presidente de la Cámara de Senadores y primero en la lista de
sucesión presidencial, José María Guido (1962-1963) ya que el vicepresidente,
Alejandro Gómez, había renunciado en 1960 por no compartir aspectos nodales
de la política de Frondizi. Pero el nuevo presidente carecía de autonomía y se
movió al compás de las oscilaciones militares, reflejo de las opiniones contrastantes
de los distintos sectores de las Fuerzas Armadas, dueños no asumidos del poder.
Así, mientras el sector castrense más duro (el de los “colorados”) impulsaba una
exclusión categórica del peronismo, otro (el de los “azules”) delineaba una nueva
estrategia basada en la constitución de un amplio “frente nacional” que integrara
de manera subordinada a los votantes peronistas. Pero la dificultad de los parti-
dos para constituir ese frente, las directivas “tácticas” de Perón desde el exilio –
decidido a evitar cualquier estabilización nacional que implicara su exclusión– y,
sobre todo, la oposición del sector más liberal de las Fuerzas Armadas inhabilitaron
esa opción. Finalmente, las elecciones de 1963 volvieron a presenciar el voto en
blanco de los peronistas. El candidato de la UCRP, Arturo Illia (1963-1966),
accedió a la presidencia con sólo el 25 por ciento de los votos. Legitimidad escasa
que pronto sería corroída por la conjunción de intereses económicos, sociales,
políticos y militares.
La “cuestión peronista”, el “hecho maldito del país burgués” según John William
Cooke17, encerraba un atolladero de difícil resolución.
dicción irresoluble que planteaba la existencia del peronismo, cuyos sectores populares no
podrían ser controlados social ni políticamente bajo el marco proscriptivo, así como tam-
poco absorbidos por el sistema. Sobre Cooke, véase Miguel Mazzeo, Cooke, de vuelta (El
gran descartado de la historia argentina), Buenos Aires, La Rosa Blindada, 1999.
18 Juan Carlos Portantiero, op. cit.
19 Metas comunes de los coaligados de 1955, según Juan Carlos Torre. Véase, de este autor,
Los sindicatos en el gobierno, 1973-1976, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina,
1983, cap. 1.
niel James 20, se trataba de una respuesta defensiva, nacida de las bases,
contra el hostigamiento patronal y la represión gubernamental. Sus
modalidades eran muy diversas e incluían acciones que iban desde el
sabotaje y el trabajo a desgano hasta las huelgas feroces.
Este accionar no respondía a una simple pelea salarial. Expresaba la lucha coti-
diana en los lugares de trabajo para defender las condiciones laborales y
organizativas de los obreros conquistadas durante la era de Perón. La resistencia
fabril, además, se articulaba con un amplio repertorio de prácticas de confron-
tación en otros espacios, tanto a partir de iniciativas individuales –pintadas de
consignas, incendios– como de otras clandestinas más organizadas (como la
fabricación de bombas caseras o “caños” para realizar atentados en edificios
militares). En la épica peronista, estas prácticas quedarán asociadas con los va-
lores de heroísmo, escaso profesionalismo, carencia de una élite burocrática,
espíritu de sacrificio y abnegación. Bajo el nuevo contexto de contraofensiva
patronal, represión gubernamental y hostigamiento general, la consigna últi-
ma de la resistencia se sintetizaba en el lema “Perón vuelve”. De esta forma, en
lugar de la ansiada “desperonización”, las prácticas revanchistas de la
“Libertadora” contribuyeron a “peronizar” aun más a los sectores populares,
quienes rememoraron la época justicialista como una “edad dorada” en contra-
posición con un presente adverso.
A partir de las luchas defensivas de los trabajadores, surgió una nueva camada
de dirigentes sindicales que cubrió el vacío generado por la proscripción de los
representantes gremiales previos. Pero no todos eran nuevos. Entre los anti-
guos, algunos lograron reposicionarse y comenzaron a organizarse entre sí.
Por lo demás, la intervención de los sindicatos no podía prolongarse de manera
indefinida. En 1957, el gobierno convocó a elecciones gremiales, aunque
inhabilitó para el desempeño de cargos a quienes hubieran ocupado posiciones
bajo el régimen depuesto. De allí emergió un sindicalismo que mantenía la
lealtad a Perón pero gozaba de una representatividad superior a la lograda bajo
su presidencia.
esa exigencia de divisas. Así se agotaban las reservas y estallaban crisis recu-
rrentes en la balanza de pagos.
Frente a esta situación, fue común –una excepción se dio bajo el primer gobier-
no peronista– que los gobiernos aplicaran una devaluación. Ella repercutía en
un aumento de los beneficios para los sectores exportadores, constituidos fun-
damentalmente por la gran burguesía agraria. Además, provocaba un alza del
costo de vida de la población en general, expuesta al aumento de los alimentos,
pues el sector agrario trasladaba los precios externos al mercado interno. Tam-
bién se encarecían los bienes industriales, afectados por el aumento de precios
de los insumos importados. Como consecuencia, se contraía la actividad indus-
trial, disminuía el empleo, caían los ingresos urbanos y la demanda de produc-
tos. Así aumentaban las reservas alimentarias para exportar y se reducían las
importaciones industriales, lo que posibilitaba, luego, una recuperación de las
reservas y el recomienzo del ciclo de crecimiento. De allí la expresión stop and
go (freno y arranque) acuñada por los economistas para referirse a las crisis
periódicas, cíclicas, de la economía argentina.
¿Qué hacer, entonces, frente a las debilidades del modelo ISI y las frecuentes
crisis cíclicas? ¿Qué camino debía tomar el capitalismo argentino? ¿Qué inte-
reses debían ser promovidos? ¿Con qué recursos? ¿Qué función debía tener el
Estado en esos cambios?
Estos dilemas serán objeto de una intensa discusión en la que se insertará la
temática del desarrollo. Sus tópicos formaban parte del horizonte internacio-
nal, en el que repercutían las inquietudes generadas por el contraste entre los
países desarrollados y el resto de las naciones, acentuadas por el clímax de la
Guerra Fría y los procesos de descolonización21. En Argentina, sin embargo, el
término “desarrollismo” quedó asociado a la presidencia de Arturo Frondizi, a
su consejero Rogelio Frigerio y al sector político e ideológico que lo sostuvo.
21 En ese escenario, el “desarrollo” podía constituir un camino para evitar el aumento de las
tensiones sociales y la radicalización política. En nuestro continente, la Comisión Econó-
mica para América Latina (CEPAL) constituyó un importante centro de las discusiones
económicas desarrollistas. Véase Carlos Altamirano, Bajo el signo de las masas (1943-
1973), Buenos Aires, Ariel, 2001, cap. II.
22 Citado por Alain Rouquié, Radicales y desarrollistas, Buenos Aires, Schapire, 1975, p. 87.
23 Alain Rouquié, ídem, pp. 106 y 107.
24 Véase Julio Nosiglia, El desarrollismo, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina,
1983, en particular el cap. II.
25 Si bien había sido candidato a vicepresidente en las elecciones de 1952, lo que lo convirtió
en una figura política relevante a escala nacional fue su libro Petróleo y política, de 1954,
donde denunciaba a las empresas petroleras extranjeras y proponía el monopolio estatal de
YPF. Esta obra fue best-seller durante los debates por los contratos petroleros impulsados
por Perón. Sobre el imperativo desarrollista de Frondizi, véase Carlos Altamirano, op. cit.,
cap. 2.
26 Los motivos “pragmáticos” referían a lo acordado en el “pacto secreto” entre Perón y el
candidato presidencial de la UCRI. Sobre los motivos de aceptación a Frondizi, véase
Daniel James, Resistencia e integración, op. cit. cap. 5.
27 Triunfó en todas las gobernaciones provinciales y obtuvo mayoría en el Parlamento. De
todos modos, los votos “eran prestados”, no se sabía sobre la base de qué programa gober-
naría y la UCRP y las Fuerzas Armadas consideraban ilegítima su victoria, basada en el
apoyo peronista. Véase Alain Rouquié, Poder militar y sociedad política en la Argentina,
op. cit., cap. 4.
28 Véase Raúl García Heras, “El Plan de Estabilización Económica de 1958 en la Argenti-
na”, Estudios Interdisciplinarios de América Latina y el Caribe, vol. 11, Nº 2, julio-
diciembre de 2000.
31 Las tasas de desempleo del período 1955-1976 oscilaron en torno al 4 por ciento. El punto
más álgido se dio en 1963, cuando el desempleo alcanzó el 9 por ciento. Véase Ricardo
Aroskind, “El país del desarrollo posible”, en Daniel James (dir.), Violencia, proscripción
y autoritarismo (1955-1976), Nueva Historia Argentina, op. cit.
32 Juan Carlos Portantiero, op. cit.
33 O’Donnell postula que los períodos recesivos generaban condiciones para una alianza de-
fensiva entre las fracciones débiles de la burguesía urbana y los sectores populares. Esa
alianza, realizada en defensa de la reactivación económica, el aumento del consumo y del
empleo, se consolidaba cuando se revertía el ciclo. Pero el correlativo aumento del consu-
mo desequilibraba las cuentas externas y daba lugar a la aplicación de un plan de estabi-
lización con su consecuente devaluación y aplicación de políticas recesivas. Éstas eran
apoyadas por la burguesía agraria y por la urbana concentrada y transnacionalizada, inte-
resada en levantar el techo de la balanza de pagos. Cuando ésta volvía a equilibrarse y se
articulaba la alianza defensiva, la fracción más concentrada abandonaba a su suerte a la
agraria y se sumaba al tren de la reactivación. Guillermo O’Donnell: “Estado y alianzas en
la Argentina, 1955-1976, Desarrollo Económico, Nº 64, vol. 16, enero-marzo de 1977.
34 Cynthia Acuña, Julio del Cueto y Hernán Scholten, “Introducción: modernización y cul-
tura en los años sesenta”, Historia de la Psicología, Cátedra I, módulo IV, 2ª. parte.
35 Luis Alberto Romero, op. cit., pp.158-162.
36 EUDEBA funcionó de esta manera hasta 1966, cuando fue intervenida por el gobierno
militar encabezado por Onganía. Véase Oscar Terán, Nuestros años sesentas. La formación
de la nueva izquierda intelectual argentina, 1956-1966, Buenos Aires, El Cielo por Asal-
to / Imago Mundi, 1993, p. 71.
37 Sergio Pujol, “Rebeldes y modernos. Una cultura de los jóvenes”, en Daniel James (dir.),
Violencia, proscripción y autoritarismo (1955-1976), Nueva Historia Argentina, op. cit.,
p. 300.
38 La revista circuló hasta que se produjo el golpe de Estado de 1966. Véase Néstor Kohan,
“Los intensos años sesenta”, Clarín, Zona, 23 de agosto de 1998.
39 Oscar Terán, op. cit., p. 80.
40 Véase Karina Felitti, “El placer de elegir. Anticoncepción y liberación sexual en la década
del sesenta”, en Fernanda Gil Lozano, Valeria Pita y María Gabriela Ini (dir.), Historia de
las mujeres en la Argentina, Siglo XX, Buenos Aires, Taurus, 2000.
41 Sergio Pujol, op. cit., pp. 297-299.
42 La parte de la renta nacional correspondiente a salarios declinó del 48,7 por ciento en
1958 al 42,1 por ciento en 1961. Daniel James: Resistencia e integración, op. cit., p. 156.
50 La UCRP obtuvo el 25 por ciento de los votos, contra un 19 por ciento del voto en blanco
postulado por los peronistas. Es probable que muchos peronistas hayan optado por alguna
candidatura radical u otra minoritaria para debilitar la postulación del general Aramburu.
Alain Rouquié, Poder militar y sociedad política en la Argentina, op. cit., p. 225.
51 Algunos analistas sostuvieron que el “plan de lucha” era una prueba del carácter
“antidemocrático” del sindicalismo peronista que, aliado a los militares, en última instan-
cia quería derrocar al gobierno radical de Illia. Para otros, los hechos se inscribieron en el
marco del enfrentamiento entre Vandor y Perón por el control del movimiento obrero
organizado, y otra versión sostuvo como única causa la lucha por el regreso del líder
exiliado. Tampoco faltaron quienes afirmaron que se trataba de un programa propio de la
“burocracia” sindical. Véase Santiago Senen González, “El movimiento sindical en Argen-
tina: entre el justo reclamo y la política partidista”, Instituto del Mundo del Trabajo,
Revista Pistas, Nº 4, abril de 2001. Daniel James, en “Sindicatos, burócratas y moviliza-
ción”, op. cit., señala que la mejora de la situación creó condiciones propicias para que los
sindicalistas buscaran recuperar el “terreno perdido” por los trabajadores en los años de
recesión que lo precedieron; Alain Rouquié, en su obra Poder militar y sociedad política
en la Argentina, op. cit., sostiene que si bien los dirigentes peronistas aprovecharon el
descontento popular por la recesión previa, pronto dejaron de lado los objetivos sociales
para lanzarse a su ofensiva política de tinte golpista, y Luis Alberto Romero en su Breve
historia contemporánea de la Argentina, op. cit., lo vincula con el intento presidencial de
limitar el poder de la “burocracia sindical” y la intención de Vandor de constituirse en una
figura nuclear del juego político.
52 La experiencia y posterior teorización del Ejército francés provino de su lucha contra los
movimientos de descolonización en Indochina –Vietnam– y fundamentalmente en Arge-
lia. El fragmento de Naurois está citado en Ernesto López, Seguridad nacional y sedición
militar, Buenos Aires, Legasa, 1987, pp. 146-147.
53 Véanse Daniel Mazzei, Los medios de comunicación y el golpismo. La caída de Illia (1966),
Buenos Aires, Grupo Editor Universitario, 1997, y Daniel Rodríguez Lamas, La presi-
dencia de José María Guido, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1990.
54 Daniel Mazzei, op. cit., p. 21.
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Introducción
El 28 de junio de 1966 Argentina asiste por quinta vez en 36 años a una inte-
rrupción de los mecanismos institucionales previstos por el juego democrático
representativo. Al igual que en las ocasiones anteriores, las Fuerzas Armadas se
constituyen en el elemento coercitivo que impone por la vía de las armas el
derrocamiento de un presidente electo, y como la mayor parte de esas veces, es
la institución militar la que toma las riendas del nuevo gobierno1 . Sin embar-
go, el golpe de Estado del 66 inaugura una novedad en la dinámica de las
intervenciones militares: la autodenominada “Revolución Argentina” se pre-
senta a sí misma como fundadora de una nueva República; se trata por primera
vez de un golpe de Estado que se aboca a la tarea de reconstituir la sociedad en
su totalidad para librarla de los males crónicos que se le diagnostican. En este
sentido, el período que aquí nos interesa sienta el precedente de su lógica y
trágica continuación en la dictadura que se inicia el 24 de marzo de 1976 bajo
el rótulo de “Proceso de Reorganización Nacional”.
En las siguientes páginas transitaremos por un proceso que, aunque se ciñe al
período 1966-1973, nos obliga a indagar en el tiempo hasta los años del
peronismo, en busca de una mirada histórica que nos permita dar cuenta de las
causas y dinámicas que confluyen en la emergencia de la Revolución Argenti-
na. En este sentido, creemos que el recorte del trabajo, que obedece a una
periodización con criterios institucionales, no puede contener en su estrecho
1 Cabe aclarar que tanto los golpes de 1930, 1943 y 1955 fueron golpes de Estado que
impusieron un gobierno de corte militar. No fue así en 1962, dado que, tras el derroca-
miento de Arturo Frondizi por la acción de las Fuerzas Armadas, un civil –José María
Guido– asumió la Presidencia, preservando al menos mediante una máscara la legalidad
institucional.
partimos para abordar el período. Luego nos adentraremos con más detalle en
los años de la Revolución Argentina, hurgando tanto en los detonantes inme-
diatos y en la estructura de la sociedad de mediados de los sesenta para tratar de
comprender las causas del golpe, como en una visión de largo plazo en la cual
nos preguntaremos más puntualmente acerca de la relación entre las clases so-
ciales, la estructura económica y la alianza golpista de junio del 66. El paso
siguiente en esta primera parte girará en torno de una descripción de las metas
propuestas por la Revolución Argentina, en la cual nos interesa poner en relieve
las intenciones de reestructuración de la sociedad en términos globales. En esa
pretensión totalizadora y totalitaria, con miras a imponer una serie de valores
que abarcaron todos los planos –económico, político, social, ideológico y cultu-
ral–, es en donde encontraremos algunas claves que nos permitirán acercarnos a
uno de los nudos problemáticos del trabajo, el de la violencia política.
El segundo núcleo temático gira en torno de las contradicciones incubadas
dentro del régimen y las fisuras que el mismo presenta en el devenir de su
propio desarrollo. Por lo tanto, en esta segunda parte del trabajo, comenzare-
mos con un análisis de esas contradicciones y continuaremos con un abordaje
del momento en que ese resquebrajamiento hace finalmente eclosión. Nos
referimos por supuesto al “Cordobazo” de mayo de 1969. En este camino, nos
adentraremos en algunas disquisiciones teóricas sobre lo que Antonio Gramsci
ha denominado “crisis orgánica”, para poder iluminar el problema que nos
ocupa desde la perspectiva de este intelectual italiano. Como corolario de las
fisuras mencionadas, señalaremos la aparición de una variada gama de nuevos
actores sociales, que nos aportarán la materia prima sobre la cual reflexionar,
para intentar comprender desde una mirada histórica el porqué de la escalada
de violencia política.
El tercero de los núcleos en los que dividimos el trabajo trata sobre el derrotero
final de la Revolución Argentina, la retirada del régimen y las opciones políti-
cas que se abren para Argentina a partir de la convocatoria a elecciones para el
año 1973. Incluimos allí un breve racconto de los acontecimientos que deter-
minaron la caída de Juan Carlos Onganía, el ascenso y ocaso de Roberto Marcelo
Levingston y el desenlace del período en cuestión con la presidencia de Alejan-
dro Agustín Lanusse.
En síntesis, lo que intentamos a lo largo de las páginas que nos ocupan es trazar
una línea de ascenso, auge y caída de la Revolución Argentina, con la intención
de graficar una suerte de parábola que dé cuenta del movimiento en el cual se
desarrolla la historia. En este sentido, creemos que la dinámica de las estructu-
ras económico-sociales, en íntima interrelación con los sujetos políticos, deter-
mina que de las contradicciones incubadas por la propia lógica de los aconteci-
los militares actúan motivados por los excesos anteriores del pueblo. De allí a
la “teoría de los demonios” el camino parece allanarse en forma curiosa. Y por
otro lado, se vislumbra en los trabajos de nuestro autor la contradicción de
aquellos que ponderan la democracia como un sistema deseable y absoluto,
pero no toleran la idea de un gobierno democrático de corte popular.
Esta idea de que el “pretorianismo de masas” se constituye en la clave de la
inestabilidad política en el período posperonista es retomada más reciente-
mente por Alfredo Pucciarelli11 , quien plantea –acercándose de alguna ma-
nera a los argumentos reseñados de Portantiero– que la debilidad institucional
en Argentina en este período puede buscarse en la crisis de hegemonía de la
clase dominante. Sin embargo un elemento clave diferencia a los dos autores
en cuestión, ya que el primero sostiene que en momentos en que la clase
social dominante accede a “compartir” el ejercicio de la política, entonces se
“exacerban los mecanismos deformantes del funcionamiento del régimen de-
mocrático, propios del cesarismo democrático (...) El mal uso de los medios
políticos de la democracia (...) invoca el fantasma de la ingobernabilidad y
refuerza las posturas intolerantes y autoritarias. El marco consensual que ha-
bía hecho posible el ejercicio de la hegemonía compartida se desvanece”12 .
Con estos argumentos, y en forma similar a lo planteado por O’Donnell,
Pucciarelli invierte la ecuación y termina postulando que la ingobernabilidad
y el golpe de Estado consecuente se desprende de la incultura cívica y ciuda-
dana del cesarismo –léase peronismo– de quienes no supieron “aprovechar” la
oportunidad otorgada. El ideal de la democracia absoluta se refuerza aquí con
la noción de una democracia sin excesos populistas, es decir que no se extra-
limite y rompa la posibilidad de “compartir” la hegemonía.
La intención de reseñar algunos de los análisis sobre el período que aquí nos
ocupa, radica en poner en claro por un lado nuestra propia postura en relación
con la coyuntura de 1966, pero en términos más generales lo que motiva las
líneas precedentes es una reflexión crítica acerca de las formulaciones que se
tejen sobre las características del sistema democrático y la incidencia de los
golpes de Estado. Desde nuestro punto de vista, tanto éstos en general así como
aquella coyuntura en particular, no son un problema que pueda analizarse par-
tiendo de una visión contrafáctica y que defina la respuesta por la negativa, es
decir, intentando responder cuáles fueron los factores que impidieron el funcio-
namiento de las instituciones democráticas en Argentina. Creemos que este
camino nace en una visión donde aparentes “deformaciones” del sistema de-
mocrático se imponen sobre un “deber ser” de carácter normativo e ideal en el
cual se naturaliza el sistema democrático como un anhelo de perfección
institucional. Pensamos que el problema surge al absolutizar los conceptos
partiendo de una falsa dicotomía entre autoritarismo y democracia en la cual
los militares en el poder constituyen una aberración propia de sociedades que
atraviesan por períodos de crisis en forma cíclica o donde las masas no supie-
ron, por cuestiones de incultura cívica, ejercer con responsabilidad su derecho
al voto y la participación. Este tipo de análisis dicotómico que, como ya seña-
lamos, tiene peligrosas derivaciones teóricas y políticas en la visión actualmen-
te dominante de los dos demonios13 es análogo a pensar que los golpes de
Estado –fenómeno que aparece como sinónimo de interrupción de la demo-
cracia– son solamente producto de las intervenciones militares, lo cual nos
lleva a la dificultad de entender procesos que incluyen un amplio abanico de
mecanismos por los cuales se imponen gobiernos o políticas en función de
intereses de determinado sector social14 . En este sentido, creemos que resulta
idealista una visión en la cual el autoritarismo es –única y exclusivamente– un
gobierno “no democrático”, así como la visión de que cualquier gobierno que
accede al poder por la vía del sufragio puede considerárselo legítimo y desea-
ble. El hecho de romper con esa división maniquea nos permite revestir el
concepto de democracia que aquí estamos considerando de una de sus princi-
pales determinaciones: su carácter burgués. Ese carácter hace que la democra-
cia funcione, como ya mencionamos antes, también como mecanismo de do-
minación, canalizando los conflictos y construyendo hegemonía15. Por supuesto
13 Cabría incluir en esta tipificación los trabajos paradigmáticos en este sentido de Marcelo
Cavarozzi, Autoritarismo y democracia (1955-1983), Buenos Aires, CEAL, 1983, así como
los escritos de Waldo Ansaldi (et alia), Argentina en la paz de dos guerras, Buenos Aires,
Biblos, 1994. Nótese en el trabajo de Cavarozzi la fecha de producción y la coincidencia
con el inicio de la gestión alfonsinista y los debates en la Cámara de Diputados del proyec-
to de la Ley Mucci sobre las prerrogativas de los sindicatos. Las conclusiones de Cavarozzi
apuntan a poner de relieve el papel “desestabilizador” de los sindicatos y de los trabajado-
res en la historia reciente de Argentina, de modo de legitimar el recorte de los poderes
sindicales y cargar la responsabilidad sobre los hombros de la clase obrera de los sinsabores
del gobierno radical.
14 Podemos referirnos, por ejemplo, a las elecciones que llevan a Justo al poder en 1932, o la
maniobra que expulsa del gobierno a Raúl Alfonsín, ambos golpes de Estado sin la parti-
cipación de los militares, ni durante ni después de los mismos.
15 Véase en cuanto a la construcción histórica de la democracia de masas los trabajos pioneros
de Eric Hobsbawm, La era del Capital, 1848-1875, Buenos Aires, Crítica, 1999, en par-
ticular el capítulo 6 (“La fuerza de la democracia”).
que esta “herramienta” es pasible de ser resignificada por las clases subalter-
nas16 y es entonces cuando la burguesía decide quitar de en medio las máscaras
interrumpiendo momentáneamente el “juego” representativo17 .
Contrariamente al tipo de análisis que acabamos de reseñar, creemos que la
cuestión principal radica en la comprensión de las diferentes formas en las que
la burguesía argentina aseguró las condiciones de reproducción del sistema ca-
pitalista, es decir, las distintas maneras en las que se expresó políticamente la
dominación de clase existente en la estructura de relaciones de producción. En
este sentido, y retomando el análisis de Portantiero, 1966 –al igual que poste-
riormente 1976– debe ser visto como un momento clave de recomposición de
fuerzas dentro de la burguesía con la intención de eliminar cualquier tipo de
conflictividad social –tanto intra como inter clases– con miras a imponer un
nuevo modelo de acumulación.
Por último, y a pesar de las disidencias que oportunamente fuimos señalando
con las distintas posturas, es interesante mencionar que aún cuando todos los
trabajos mencionados divergen sustancialmente entre sí en cuanto a análisis
y propósitos, existe un denominador común al cual obedece de alguna mane-
ra la selección de autores que realizamos, y es que todos ellos ponen particu-
larmente en relieve la noción de una dominación sin capacidad de consolidar
la hegemonía política. Por una u otra razón –ya sea por la incapacidad de la
propia clase dominante o por la incidencia de la lucha de clases– en todos los
análisis se hace palpable el concepto de crisis de hegemonía, crisis de la do-
minación para generar consenso, crisis de la clase dominante de impregnar a
la sociedad en su conjunto de sus valores culturales e ideológicos, de forma
tal que su dominación no se ejerza sólo a través de la coerción y del uso de la
fuerza. Sobre este concepto volveremos más adelante y se constituirá en un
elemento vertebrador de nuestro trabajo para pensar el período que estamos
analizando.
16 Creemos que un momento en la historia argentina en que ocurre esto es en los comicios de
1973, donde las elecciones que llevan a Cámpora al gobierno se constituyen en un fenó-
meno netamente clasista. La maniobra de Perón para forzar la renuncia del presidente
electo y el intento de poner un paño de agua fría al movimiento que se manifestaba en esas
elecciones –y que era fruto sin duda de la experiencia condensada de la clase obrera desde
1955 en adelante– reafirman el carácter de ese proceso y la posibilidad que tienen las
masas de invertir el sentido de las instituciones (democracia burguesa) que tienen su
origen en intenciones disciplinadoras.
17 El 11 de septiembre de 1973 en Chile podría ser un ejemplo paradigmático donde el
juego democrático debió ser interrumpido ante la inversión herética que de él había hecho
el pueblo chileno tres años antes.
2. El golpe
18 A raíz de la disputa por la conducción del movimiento entre Perón y Vandor, el justicialismo
se presentó a las elecciones para gobernador en Mendoza dividido en dos listas: una de
ellas llevaba como candidato a Corvalán Nanclares, candidato de Perón, y la otra presen-
taba a Serú García representando al vandorismo. Aunque ninguna de las dos listas ganó la
gobernación, el candidato de Perón derrotó al segundo demostrando que el General exi-
liado mantenía a pleno su capacidad de conducción política del movimiento.
21 Juan Carlos Onganía había encabezado la fracción azul del ejército, en los enfrentamientos
entre azules y colorados de septiembre de 1962 y abril de 1963. A partir de allí, durante
el gobierno de Illia, ocuparía la jefatura del ejército, hasta su reemplazo por el General
Pistarini en 1965. El triunfo militar de los azules haría crecer su figura no solamente
dentro del ejército, sino también como una posible pieza de recambio favorable al esta-
blishment .
negociar una cuota de poder con la institución militar22; con el aval de la cen-
tral obrera –fundamentalmente del vandorismo, quien al perder su pulseada
con Perón apostaba a una alianza con los militares para impedir que el viejo
caudillo pudiera hacerse con el control pleno del movimiento– y aun con el
apoyo político del propio Perón, quien desde el exilio saludó con buenos augurios
la asunción del gobierno militar y no podía evitar regocijarse ante la idea de
que el peronismo no fuera ya el único partido proscripto, sino uno más entre
sus iguales23.
Sin embargo, a pesar de las adhesiones que consiguió el movimiento de junio,
es claro que ningún régimen se sustenta sólo con apoyos políticos, por fuertes
que estos puedan parecer. Como centro de la coalición que apuntaló el golpe
aparecía la fracción de la burguesía ligada al capital más concentrado de la
economía y a los grandes capitales extranjeros, fundamentalmente estadouni-
denses. Quienes personificaron estos intereses fueron el ascendente grupo de
los llamados “tecnócratas”, hombres letrados en la economía, adoctrinados por
las “verdades indiscutidas” de la ortodoxa Escuela de Chicago, cultores de un
liberalismo acérrimo y de las visiones monetaristas del ajuste y la disciplina
fiscal. Para este sector, no sólo el progreso de una sociedad se medía a través de
indicadores tan relativos y engañosos como la medición del PBI y el ingreso per
cápita24, sino que fundamentalmente consideraban cualquier tipo de conflicto
social como disfuncional, y por lo tanto causa de la ineficiencia económica,
22 Se han señalado repetidas veces los vínculos de la Iglesia católica con las Fuerzas Armadas
en la Argentina a partir de una serie de coincidencias estructurales, como su compartida
noción de jerarquía y verticalidad, su cadena de mandos rígida y no democrática. Además,
en la coyuntura histórica posterior a 1955 ambas instituciones compartían un acérrimo
antiperonismo. La Iglesia católica fue un sustento clave del régimen instaurado el 28 de
junio de 1966, el cual se reconoció rápidamente como portavoz del integrismo y de la
“moral” y el estilo de vida occidental y cristiano. Véase para estos temas la obra de Loris
Zannatta, Del Estado Liberal a la nación católica. Iglesia y ejército en los orígenes del
peronismo, 1930-1943, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 1996.
23 La diferencia que posicionaba al peronismo en clara ventaja con respecto al resto de los
partidos era sin duda ese carácter bifronte del sindicalismo que ha señalado con justeza
Daniel James en Resistencia e integración. El peronismo y la clase trabajadora argentina.
1946-1976, Buenos Aires, Sudamericana, 1988, el cual colocaba al movimiento obrero
organizado no sólo como representante de los trabajadores sino como cara política de un
peronismo forzado a jugar desde la clandestinidad desde 1955.
24 Por ejemplo el Ingreso per cápita, al tomar en consideración sólo los valores promedio de
los ingresos anuales de la población, omite la cuestión fundamental de la distribución
interna de la riqueza de un país.
La premisa de la cual partimos para rastrear las tendencias históricas que signan
de alguna manera el derrotero de la institucionalidad argentina, es la imposibi-
lidad de pensar la coyuntura política aislada de cualquier determinación de
tipo clasista. En este sentido, pensamos que definir los intereses de las clases
sociales –tanto de burguesía y proletariado, como de las distintas fracciones de
la burguesía– enfrentadas en el marco del sistema capitalista nos permitirá
entrever las relaciones entre los sujetos y la estructura económica y material, la
que en última instancia nos guiará hacia las claves para desentrañar la naturale-
za del golpe de Estado de 1966. Para esto es necesario abandonar momentánea-
mente los acontecimientos inmediatos de aquella jornada de junio y adentrarnos
en una mirada histórica en busca de las tendencias de la estructura económica
argentina anterior a 1966.
El modelo de acumulación basado fundamentalmente en la industrialización
por sustitución de importaciones había comenzado a mostrar sus límites ya
durante el primer gobierno peronista. A la crisis del año 1949 siguió una
reformulación de las políticas económicas que intentaron dar respuesta al es-
trangulamiento de divisas y el consecuente déficit en las cuentas fiscales y en la
balanza de pagos. A estos males contribuía un sector agropecuario relativamen-
te atrasado, organizado en torno de un régimen de latifundio con escasas inver-
siones en capital fijo y maquinaria, incapaz de generar las divisas que el sector
industrial requería para continuar funcionando. El modelo de industrialización
liviano no integrado, basado en la producción de bienes de consumo e interme-
dios requería de periódicas y continuas importaciones de insumos y tecnología.
Además, el aumento de los salarios de los sectores populares y de la clase media
–como consecuencia por un lado de las políticas que se alentaban desde el Mi-
nisterio de Trabajo, pero también y fundamentalmente como producto de una
economía recalentada que funcionaba con tasas de desempleo cercanas a cero–
restringía sustancialmente los saldos exportables, ya que el aumento de los
salarios se volcaba en un crecimiento de la demanda de bienes de consumo
Decimos entonces que el rol que le tocó en gracia a las Fuerzas Armadas fue el
de pretor (guardián) de la burguesía industrial, tanto en lo que respecta a la
represión de la clase obrera, a los conflictos sociales que generaría necesaria-
mente la implementación del plan Krieger Vasena –el ministro de economía
estrella de la dictadura de junio–, como también, y fundamentalmente, con
respecto a las otras fracciones de la burguesía. Por lo tanto, plantear que existe
una esfera de acción autónoma en términos absolutos por encima de la estruc-
tura de clases de la sociedad es desconocer las tendencias de largo plazo y la
lógica intrínseca que mueve a los actores. De este modo, y como hemos afirma-
do anteriormente, si pensamos que la acción de los sujetos se encuentra
enmarcada, en principio, por las posibilidades que plantea la estructura econó-
mica –y por ende, de clases–, el golpe de Estado de 1966, más allá de sus ribetes
coyunturales, se inscribe sin duda en esa dinámica.
3. El plan de la dictadura
31 De este período datan, por ejemplo, las faraónicas obras de la represa hidroeléctrica del
Chocón en la provincia de Neuquén, el túnel subfluvial que une la ciudad de Santa Fe con
su vecina Paraná, o la inauguración del complejo Zárate Brazo Largo que atraviesa el río
Paraná.
orden con miras a asegurar la rentabilidad del capital sino que se propuso tam-
bién, de acuerdo a la Doctrina de Seguridad Nacional, “depurar” la sociedad y
extirpar los nichos donde se incubaba la “subversión”. En este camino, se deci-
dió por intervenir las universidades nacionales y provinciales, consideradas semi-
llero del marxismo internacionalista y lugares donde el “exceso de pensamien-
to”33 podía hacer peligrar la misión encomendada a la Revolución Argentina,
terminando –una vez más– con la autonomía de las instituciones de educación
superior. Tristemente célebre es el episodio del 29 de julio de 1966 en la Facultad
de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires, donde a la resistencia del
cuerpo de profesores y de alumnos con motivo del desalojo, siguió una jornada
represiva conocida como “la noche de los bastones largos”, símbolo de la barbarie
ignorante de los detentadores del poder, y generadora además de una masiva
“fuga de cerebros” del país –entre ellos el futuro premio Nobel de medicina Dr.
César Milstein–, la cual, como sabemos, tampoco se detendría.
Por último, también se intentó modificar las pautas de conducta de la sociedad
en su conjunto, combatiendo todas las actitudes que eran juzgadas como
indecorosas y que no encajaban en el estilo de vida “occidental y cristiano”.
Una campaña moralista abarcó diversos ámbitos, desde la ley de censura a los
medios de comunicación y a la cinematografía, hasta las razzias callejeras coti-
dianas en las cuales se detenía a personas de actitud tan sospechosa como la de
lucir el pelo más largo de lo que el pudor y las buenas costumbres aconsejaban,
hasta las famosas incursiones a los hoteles alojamiento del comisario de la poli-
cía Luis Margaride, en busca de delincuentes de la talla de aquellos que habían
decidido incurrir en la flagrante ilegalidad extramatrimonial.
33 Esta frase se haría famosa años más tarde, al ser acuñada por el ministro de Bienestar Social
de la dictadura de Jorge Rafael Videla, refiriéndose a la juventud.
34 Alejandro Agustín Lanusse alcanzó la jefatura del Ejército a partir de octubre de 1968 tras
el alejamiento de Julio Alsogaray, su predecesor en el cargo.
ción de la burguesía por sobre las otras, de ninguna manera ponía fin a
los conflictos inherentes al capitalismo, sino que abrían la puerta de par
en par a la condensación de la contradicción principal: la lucha de clases
entre capital y trabajo, que en el período que comenzaba cobraría ribetes
nunca vistos en la historia de Argentina hasta el momento. Así, el cierre
de todos los canales de participación política, la intervención de las uni-
versidades y de los sindicatos, sumado a la feroz represión tanto en la vida
laboral como en el ámbito de la cotidianidad, llevarían indefectiblemente
a que una olla a presión sin válvulas de escape previstas y sin posibilidad
de darle algún tipo de cauce al conflicto, tomara la forma de un frente
opositor heterogéneo pero con un mismo interés, que se constituiría de
manera inevitable en una bomba de tiempo. La cuenta regresiva del
onganiato se había iniciado en el mismo momento de su llegada al poder,
y esa bomba tendría su primer y estruendoso estallido en la ciudad de
Córdoba el 29 de mayo de 1969. De allí en más, el gobierno de la Revolu-
ción Argentina comenzaría a fraguar su retirada.
4.1 El Cordobazo
35 Entre la diversidad de polémicas que se han generado sobre el Cordobazo se pueden men-
cionar el debate acerca del carácter espontáneo u organizado de la jornada; la discusión
acerca de si en la conciencia de los actores primaron factores económicos reivindicativos, o
más directamente políticos; sobre su carácter de hecho excepcional o no; acerca del papel
que jugaron en su concreción los trabajadores industriales y un largo etcétera. Para una
bibliografía parcial pero demostrativa de esta multiplicidad de enfoques, véase la biblio-
grafía al final del texto.
36 A partir de 1967 la mayoría del paquete accionario de las industrias Kaiser Argentina
(IKA) fue adquirida por la empresa automotriz de origen francés Renault.
37 James Brennan: El Cordobazo: las guerras obreras en Córdoba 1955-1976, Buenos Ai-
res, Sudamericana, p. 59.
38 Ibid., pp. 150-160.
39 James Petras: “Córdoba y la revolución socialista”, en Juan Carlos Cena (comp.), El
Cordobazo. Una rebelión popular, Buenos Aires, La Rosa Blindada, 2000, p. 255.
40 Daniel James, op. cit., p. 302.
Junto a la clase trabajadora, era muy visible el peso social del movimiento estu-
diantil, conformado por jóvenes de Córdoba y de las provincias más cercanas
en un número cercano a los treinta mil. Esa población juvenil convivía en su
mayoría en el barrio Clínicas y compartían una serie de vivencias cotidianas
que contribuía a darles una cultura común. Un elemento de homogeneización
era sin duda el fuerte descontento con las políticas implementadas por la dicta-
dura hacia la universidad que, en su faz represiva, ya habían provocado en sep-
tiembre de 1966 el asesinato del estudiante de ingeniería Santiago Pampillón.
Este movimiento estudiantil fue estrechando lazos cada vez más acentuados
con el movimiento obrero en los años anteriores al Cordobazo.
Sobre esa particular configuración social incidió una serie de acontecimientos
locales y nacionales que contribuyeron a la insurrección de Mayo. La mecha
había sido encendida por el gobierno al derogar el denominado “sábado ingles”
(ley por la que una semana laboral de 44 horas tenía una paga para los trabaja-
dores de 48 horas). Sumado a esto, la policía no iba a permitir la realización de
una asamblea convocada por la delegación del SMATA de Córdoba (Sindicato
de Mecánicos y Afines del Transporte Automotor) convocada para discutir los
pasos a seguir ante la medida, asamblea que sería brutalmente reprimida. Para-
lelamente, gremios como la UOM (Unión Obrera Metalúrgica) se encontraban
involucrados en luchas alrededor de la problemática de las quitas zonales –leyes
que permitían a ciertas empresas del interior del país pagar salarios más bajos
que los de Buenos Aires a sus trabajadores– que, aunque habían sido derogadas
recientemente por el Ministerio de Trabajo, continuaban siendo aplicadas con
total impunidad por las empresas.
Menos inmediatamente visible, pero no menos sentido por los trabajadores,
influía el esfuerzo persistente del capital por consolidar un régimen de acumu-
lación basado en el incremento de la plusvalía relativa que, si bien era una
ofensiva patronal de características nacionales, se expresaba con particular in-
tensidad en las industrias de tecnología de punta en Córdoba. Allí las gran-
des empresas automotrices como IKA-Renault o Fiat se enfrentaban a una
fuerte competencia por el mercado automotriz con otras firmas instaladas en la
Capital Federal y el Gran Buenos Aires desde el gobierno de Frondizi, que las
había llevado de tener un control casi absoluto del mercado a fines de los cin-
cuenta, a una participación inferior al 40 por ciento para 1969. De esta manera
el ataque patronal asumía un rostro aun más descarnado en Córdoba, dada la
necesidad empresarial de redimensionar costos, lo que implicaba para los tra-
bajadores un aumento de la velocidad de las líneas de montaje, presiones de
todo tipo para aumentar la productividad y una jornada de trabajo, si no más
larga, sí cada vez más intensa. El descontento que esta situación provocaba en
los obreros de las grandes empresas es un factor subjetivo que puede rastrearse
en los actores del Cordobazo, pero que se expresaría sobre todo a partir de los
acontecimientos posteriores.
Para agregar aun más temperatura a la conflictividad social, el gobernador de
Córdoba Carlos Caballero, un connotado miembro de la vieja oligarquía cordobe-
sa, había puesto en funcionamiento el denominado Consejo Consultivo Econó-
mico Social, con eje en la participación de las corporaciones provinciales, eviden-
ciando el carácter filofascista del régimen, lo que aumentaba la irritación de los
sectores populares y aun de los medios, cansados del autoritarismo dictatorial y
molestos por el reciente aumento de los impuestos dispuesto por el gobernador.
Además de los aspectos locales, en Córdoba se catalizaría una ola de conflictividad
contra las políticas del onganiato de características nacionales. En ese sentido,
como se ha señalado en otros trabajos sobre la cuestión41, el Cordobazo sería
tanto culminación y síntesis de un proceso de luchas previas como punto de
partida para el desarrollo de una radicalización social posterior.
Por último, y como antecedentes insoslayables, deben tenerse en cuenta algunos
hechos puntuales como una seguidilla de asesinatos cometidos por las “fuerzas
del orden” en los días previos al Cordobazo. Así, el 15 de mayo caía en Corrientes
–a manos de la policía– el estudiante de medicina Juan José Cabral, en una movi-
lización de protesta contra la privatización del comedor universitario de la Uni-
versidad Nacional del Nordeste, lo que había desencadenado una suba de más del
500 por ciento en sus precios. La ola represiva continuó con un nuevo asesinato en
Rosario –el del estudiante de Económicas Ramón Bello– ante las marchas de
repudio por la muerte de Cabral. El asesinato de Bello llevó nuevamente a una
masiva movilización, donde otra vez el accionar represivo se cobró una nueva
víctima, la del estudiante secundario Luis Norberto Blanco de 15 años de edad.
En esta ocasión, la respuesta enfurecida de los manifestantes generó enfrentamientos
que se prolongaron por horas en distintos puntos de la ciudad en los que las
fuerzas de seguridad fueron desbordadas. En un verdadero antecedente de lo que
sucedería en Córdoba, Rosario fue declarada zona de emergencia y las tropas del
Segundo Cuerpo del Ejército ocuparon transitoriamente sus calles.
Sobre ese mapa de acontecimientos se trazarían entonces las líneas del Cordobazo.
41 Mónica Gordillo: “Hacia el Cordobazo”, en Juan Carlos Cena (comp.), op. cit., pp. 306-307.
42 Sobre este aspecto en particular del Cordobazo, véanse testimonios en Gordillo, op. cit., p.
311.
43 Citado en Oscar Anzorena, Tiempos de violencia y utopía, Buenos Aires, Contrapunto,
1988, p. 68.
precisamente en que muere lo viejo sin que pueda nacer lo nuevo...”46 Esta
crisis hegemónica se expresa en una “crisis de autoridad... o crisis del Estado
en su conjunto”47, donde el dominio es cuestionado en diversos planos por las
clases subalternas y éstas comienzan a recorrer, aunque de manera embrionaria
y contradictoria, un camino donde se esbozan al menos en potencia las líneas
de un proyecto propio y ajeno a las estrategias y la primacía ideológica de
quienes detentan el poder.
De esa manera, el campo mas dinámico de la conflictividad deja de ser el plano
de la lucha dentro de las clases dominantes –donde las clases subalternas asisten
como espectadoras pasivas o sólo como apoyo a las fracciones burguesas en con-
flicto– para trasladarse a un enfrentamiento entre los dominados, que actúan
con creciente autonomía, y los dominadores, que ven amenazada la totalidad
del sistema de dominación que han construido.
A fines de los sesenta, la crisis de dominación de la burguesía argentina tenía su
punto de partida en la convergencia de una diversidad de reclamos que, conju-
gados, marcaban un grado de desafío inédito al poder. Al viejo reclamo demo-
crático de poner fin a la proscripción del peronismo y permitir el retorno de
Perón al país se agregaban las demandas de amplios sectores sociales –particu-
larmente intensas en los estratos medios– cansados del autoritarismo y que,
desde la perspectiva de los trabajadores, se expresaba en sus luchas para enfren-
tar la ofensiva del capital en el nivel de las fábricas. Al ligarse a una situación de
profundización de las contradicciones dentro de las clases dominantes y desa-
rrollarse la acción de las clases populares a través de formas de acción no
institucionales –y por lo tanto no reabsorbibles por el sistema de dominación
vigente– que indicaban la búsqueda de un nuevo orden social, terminaba de
esbozarse la crisis orgánica. Esta se potenciaba con la existencia de un Estado,
que, al decir de Portantiero, se caracterizaba por su vulnerabilidad ante las
demandas de las distintas coaliciones sociales dado que carecía estructuralmente
de una organización burocrática con capacidad de generar un orden político
estable, por lo que al sostenerse sólo en el autoritarismo, se vería desbordado
por una sociedad civil fuertemente movilizada48.
La crisis de dominación involucraba todos los planos de la realidad (político, social,
cultural, económico) y era el trasfondo que facilitaba el desarrollo de los nuevos
actores sociales impugnadores del orden establecido. Todas las estrategias que se
49 Juan Carlos Torre: Los sindicatos en el gobierno. 1973-1976, Buenos Aires, CEAL, 1989,
pp. 40, 113 y 114.
53 Lo que aconteció con la CGTA tenía un antecedente cercano en un suceso del año 1964
cuando Perón potenció el nacimiento de una corriente combativa, el Movimiento Revolu-
cionario Peronista (MRP), para, posteriormente, desautorizarlo.
rumbo sería mantenido, en líneas generales, por su sucesor Pablo VI, quien
prestaría particular atención a los acontecimientos de América Latina y daría
luz a la encíclica Populurum Progressio (1967), en la cual se señalaba el carác-
ter legítimo de las rebeliones de las poblaciones que sufrieran tiranías manifies-
tas y prolongadas que atentaran contra los derechos humanos, lo que sería in-
terpretado por miles de religiosos en el mundo como una nueva visión de la
institución sobre la problemática de la violencia.
Poco antes de llevarse a cabo la conferencia del episcopado latinoamericano
en la ciudad de Medellín en Colombia, dieciocho obispos de Asia, África y
América Latina daban a conocer públicamente un documento que alababa las
virtudes del sistema socialista. “La Iglesia no puede menos que regocijarse al
ver aparecer en la humanidad otro sistema social menos alejado de la moral
de los profetas y el evangelio”59.
En Argentina, a fines de 1967, tres sacerdotes tradujeron el documento envian-
do una copia a una lista de religiosos de todo el país para manifestar la adhesión
a los postulados de los obispos del Tercer Mundo. La magnitud de la respuesta
superó todas sus expectativas. Más de trescientos sacerdotes respondían positi-
vamente y muchos hacían saber su voluntad de no reducirse solamente al apoyo
formal, conminando a la organización de una reunión para discutir colectiva-
mente los pasos a seguir. Se gestaba así el primer encuentro que se llevaría a
cabo el 1º de mayo en Córdoba –en coincidencia más que simbólica, se haría en
paralelo con el acto que la CGTA llevaba adelante en la misma ciudad– donde
los religiosos elegirían un secretariado nacional que entre sus primeras tareas
debía elaborar una carta dirigida al Papa y a los obispos reunidos en Medellín
sobre un tema nodal de la época: la violencia.
De esa manera casi casual –donde incluso el nombre de Sacerdotes para el Ter-
cer Mundo surgió de un bautismo periodístico que los protagonistas hicieron
propio– nacía un movimiento social que tuvo un rol protagónico en los aconte-
cimientos venideros. Según lo afirma uno de sus fundadores, “los movimientos
no se crean, no se fundan, los movimientos históricos reales, verdaderos, nacen,
cuando son auténticos, nacen. Y nacer no es lo mismo que inventar, decretar,
crear; es una cosa completamente distinta y tiene que surgir de una serie de
condiciones históricas que en un momento determinado hacen que eso sea
viable y nazca”60.
59 Citado en Richard Gillespie, Montoneros. Soldados de Perón, Buenos Aires, Grijalbo, 1987,
p. 81.
60 Conferencia de Miguel Ramondetti, ex secretario general del Movimiento de Sacerdotes
para el Tercer Mundo, citada en Cuadernos del Centro de Estudios José Carlos Mariátegui:
Los 70 en los 90, Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, 1994.
Esas condiciones a las que se hace referencia no eran sólo un reflejo de los
cambios operados en la Iglesia a nivel mundial. El movimiento expresaba la
fuerte sensación de malestar de cientos de curas con el apoyo que le brindaba
a la dictadura la cúpula eclesial, hecho visible en la simpatía, más o menos
pública, que ésta demostraba hacia los planteos preconciliares de los voceros
gubernamentales y en la llegada de cientos de cuadros provenientes de las
usinas educativas eclesiales a ocupar funciones de gobierno.
Su creación se engarzaba con la subjetividad de sus integrantes potenciando un
proceso que era previo. La mayoría de los sacerdotes llevaba adelante su compro-
miso religioso en barrios obreros –reeditando la anterior práctica de trabajo en las
fábricas impulsada por los curas obreros–, en las villas miseria y barriadas más
pobres del país. Al vivir de cerca y en muchos casos compartir una vida de priva-
ciones y sacrificios, surgía un sentimiento de rebelión contra las injusticias del
poder que, de manera creciente, los llevaba a la conclusión de que ninguna de las
tareas de ayuda y caridad podían ser verdaderamente efectivas sin un profundo
cambio de las estructuras económico-sociales que engendraban la pobreza.
Aunados los factores de experiencia cotidiana, los cambios posconciliares de la
Iglesia y el rechazo al compromiso institucional con la dictadura, se articularon
las condiciones que pusieron en marcha al movimiento. El impacto de las tesis
católicas radicales no se agotó en la creación del Movimiento de Sacerdotes para
el Tercer Mundo (MSTM) sino que se hizo extensivo a otros ámbitos. Un ejem-
plo de ello es la aparición de la revista Cristianismo y Revolución, creada a fines
de 1966 y dirigida por el ex seminarista Juan García Elorrio. La publicación
hizo una contribución enorme a la difusión del explosivo cóctel político que
combinaba creencias cristianas, peronismo, socialismo y –particularmente en
este caso– un apoyo explícito a la lucha armada. El propio Elorrio –antes de su
dudosa muerte al ser atropellado por un automóvil– articuló el impulso a la
publicación con la mucho más clandestina tarea de estructurar una organiza-
ción guerrillera a la que denominó Comando Camilo Torres61. Aunque el agru-
pamiento jamás entró de hecho en acción, en él hicieron sus primeros pasos los
que pocos años más tarde serían la dirección política de Montoneros62.
En líneas generales, la radicalización de elementos cristianos tuvo un fuerte impac-
to sobre la juventud. Particularmente aquellos que acompañaban las tareas religio-
sas y sociales de los curas tercermundistas recorrerían un camino de incorporación
a la vida política que se asemejaba en mucho al tránsito realizado por sus mentores.
Comenzaba como un sentimiento de rebelión ante las injusticias sociales con las
que se encontraban y se consolidaba en una visión del mundo que incluía una
nueva forma de concebir la doctrina cristiana. En un proceso, donde germinarían
las primeras semillas de lo que luego se condensaría en la Teología de la Liberación,
se articularían visiones que, a partir de una determinada lectura del evangelio y la
vida de Jesús, definían que no se podía ser verdaderamente cristiano sin realizar
una opción preferencial por los más pobres. Por eso la tarea central era contribuir
al cambio radical de las estructuras que generaban la pobreza.
Rescatando la perspectiva de una sociedad socialista donde conciliaban las tradi-
ciones comunitarias cristianas con la ideología marxista, los tercermundistas eran
un afluente clave del torrente social que se enfrentaba a la dictadura. A través de
ayunos, huelgas de hambre, proclamas y movilizaciones, tuvieron un destacado
papel en el conflicto desatado alrededor de las villas miseria cuando Onganía
promulgó una ley de erradicación de las mismas que se proponía el traslado com-
pulsivo de sus habitantes a unos núcleos habitacionales transitorios que, como
pronto se comprobó, eran inexistentes.
El tercermundismo influyó además en el trayecto de peronización de los secto-
res medios –aunque una parte de sus miembros no se identificaron jamás con el
peronismo, lo que fue una fuente de tensiones dentro del movimiento y una
causal de su desaparición cuando se acercó la nueva coyuntura de 1973– ya que
un sector mayoritario de ellos hacía cada vez más pública su adhesión a la fuer-
za proscripta, abogando para que no se repitiera la situación de separación entre
los trabajadores y la Iglesia vivida durante el segundo mandato de Perón.63
La prédica del MSTM ayudó también a legitimar el uso de la violencia contra el
gobierno militar. Aunque la mayoría de sus miembros no se integraron a las
organizaciones armadas, haciéndose eco de la autoprofética frase del sacerdote
Carlos Mugica: “estoy dispuesto a que me maten, pero no a matar”64, sí procla-
maban el carácter de justicia existente en todas las formas de rebelión contra el
sistema, porque éstas eran un producto de los abismos sociales que desarrollaba el
capitalismo con su accionar. Un documento emitido por el MSTM develaba sus
concepciones de la época: “la luz de la Revelación cristiana nos permite ver con
63 Muchos de esos sacerdotes habían saltado el abismo que mediaba entre su procedencia
social y familiar profundamente antiperonista y su posterior integración al peronismo,
idea que abrazaron con la fe de los conversos. El caso más connotado es sin dudas el del
cura Carlos Mugica.
64 Richard Gillespie, op. cit., p. 82. La mención a la frase autoprofética se debe a que el
sacerdote Carlos Mugica fue asesinado el 11 de mayo de 1974 por la organización paramilitar
AAA (Alianza Anticomunista Argentina o Triple A) formada por el entonces ministro de
Bienestar Social José López Rega.
70 Regis Debray: Révolution dans la Révolution, et outres essais, París, Maspero, 1969; La
critica de las armas (2 vols.), México, Siglo XXI, 1975; La guerrilla del Che, México,
Siglo XXI, 1988.
71 No está de más señalar que limitarse a caracterizar a las organizaciones armadas como
foquistas llevó en más de una oportunidad a un enfoque estereotipado que quitó rigurosi-
dad al análisis de una experiencia sumamente compleja. En muchos casos, la adaptación
de la teoría del foco distó de ser acrítica y no impidió una implantación social de la
guerrilla más diversa de lo que muchos estudios sobre el tema señalan. Grupos armados,
como las FAP, desarrollaron concepciones fuertemente cuestionadoras del ideario foquista
sin por eso renunciar a la idea de violencia organizada como componente imprescindible
del cambio revolucionario.
ejército popular. Se trasladaba así al país una tesis surgida en otras geografías
–centralmente, pero no únicamente, Vietnam72– donde el eje del enfrenta-
miento se focalizaba contra ejércitos de ocupación extranjeros aislados social-
mente, lo que como comprobarían tardíamente, se asemejaba muy poco a la
situación de las Fuerzas Armadas en Argentina.
Aunadas por similares concepciones organizativas centralizadas y celulares,
por una subjetividad convergente que priorizaba como norte de la cons-
trucción revolucionaria la acción y el hacer, antes que la reflexión sobre la
propia práctica, y principalmente por la experiencia cotidiana común de
enfrentamiento a la dictadura, todos esos elementos favorecían al menos
potencialmente el acercamiento entre sí, aunque nunca llegarían a unificarse.
En este sentido, las contradicciones y orígenes diversos que hemos señalado
pesaban tanto o más que los aspectos que las acercaban. De hecho –como
veremos más adelante–, en el momento en que Lanusse convoque al “Gran
Acuerdo Nacional” acercándose la posibilidad de elecciones y, con ello, el
posible triunfo del peronismo, las divergencias entre quienes sostenían la
identidad peronista y los que mantenían su filiación marxista-leninista au-
mentarían73.
En su proceso de génesis ya se encontraban presentes aspectos que contribui-
rían a su posterior derrota. Sin pretender un análisis en profundidad, mencio-
nemos que es posible, aun en su momento fundante, percibir tanto las improntas
militaristas que los llevarían a subordinar permanentemente la acción política
a la acción militar, como la imposibilidad de readecuar su estrategia ante posi-
bles cambios en la etapa histórica, el vanguardismo y sectarismo que les impe-
día anudar alianzas –y llevaría a que se vieran a sí mismos no como una parte
más de un sujeto social diverso que se enfrentaba a la dictadura sino como su
núcleo y dirección política–, y la ausencia de mecanismos democráticos en su
interior. Todos estos elementos recorrían en forma de tensión el cuerpo de las
72 Ante la posibilidad del triunfo de las fuerzas comunistas en ese país de la Península de
Indochina, Estados Unidos intervino, a partir de la década del 60, enviando masivamente
tropas y equipamientos. Esa guerra se constituiría en la única –hasta el momento– derrota
militar de la potencia norteamericana.
73 Nuevamente cabe una aclaración que marca la intensidad del debate ideológico en esa
etapa. Ni siquiera las organizaciones guerrilleras de raigambre peronista llegaron a unificarse
plenamente. Aunque entre 1970-71 consiguieron articular un espacio común denomina-
do OAP (Organizaciones Armadas Peronistas) que les permitía realizar acciones conjun-
tas, visiones diferentes sobre la caracterización del movimiento peronista los llevaron a la
fractura. En 1972-73 Montoneros absorbió –a través de fusiones– a la mayoría de los
grupos armados peronistas, pero nunca en su totalidad.
5. La violencia
tendrían que enfrentarse de manera cada vez más frecuente después del
Cordobazo era interpretada a la luz de la Doctrina de Seguridad Nacional que
analizamos anteriormente. A la luz de esta perspectiva, el conflicto social era
entendido como el producto de una conspiración subversiva mundial que se
enmarcaba en el enfrentamiento entre el mundo comunista y el Occidente
cristiano, donde activistas radicalizados se montaban sobre ciertas problemáti-
cas sociales para desviarlas hacia la destrucción de los valores básicos de la
sociedad “bien entendida” (es decir, propiedad privada, familia y religión cris-
tiana). Toda actitud crítica era visualizada como un vehículo para la infiltración
marxista y, por lo tanto, susceptible de ser eliminada.
Años después, con el retorno de la democracia desde 1983, la esencia del en-
frentamiento social de las décadas del sesenta y setenta se reduciría a la lucha
entre dos actores en lo que se popularizó –como vimos al principio de este
trabajo y se verá en el capítulo de este libro correspondiente al período 1983-
1989– como la “teoría de los dos demonios”. Desde esta visión el conflicto se
reducía a la disputa entre las Fuerzas Armadas y las organizaciones guerrilleras.
Se postulaba que los dos actores tenían en común una lógica que buscaba impo-
ner su ideología a través del aniquilamiento del contrario, por lo que ambos,
elitistas y autoritarios por naturaleza, habían introducido en el país una espiral
de muerte y violencia a la que la mayoría de la población asistía como observa-
dora impotente e inerme, transformándose en víctima de las acciones de mili-
tares y guerrilleros76.
De esta manera, un enfrentamiento que sólo podía explicarse a través de un aná-
lisis profundo de la sociedad adquiría un carácter extra-social ajeno a la comuni-
dad que lo había engendrado; igualaba el genocidio del terrorismo de Estado con
las acciones violentas de otros actores sociales, ocultando la relación de fuerzas
totalmente asimétrica entre uno y otro. Esta visión construida a posteriori por la
intelectualidad del retorno a la democracia contribuyó a echar un velo sobre el
papel del poder económico, cúpulas eclesiales, clase política, ciertas dirigencias
sindicales y embajadas extranjeras en lo que se constituiría en la mayor masacre
de la historia del país producida durante la última dictadura militar (1976-1983).
Por sobre todo, les facilitaba a ciertas franjas sociales la ausencia de cualquier
atisbo de autocrítica sobre su papel en lo sucedido y convergía –más allá de la
condena a la represión ilegal desatada por el Estado– con la visión de las Fuerzas
Armadas en un aspecto central: su carácter profundamente ahistórico, omitien-
do y soslayando las causas de la violencia política en Argentina.
76 Para ratificar lo que afirmamos véase el prólogo de Nunca Más. Informe de la Comisión
Nacional para la Investigación de la Desaparición de Personas, Buenos Aires, Eudeba,
1984.
81 Ibid., p. 248.
82 Nicolás Iñigo Carrera: “Apuntes sobre el Cordobazo”, en Juan Carlos Cena (comp.), op.
cit., p. 295. Además, si planteamos la cuestión desde una perspectiva más amplia, pode-
mos pensar que la violencia es un elemento constitutivo permanente de las relaciones
entre el Estado y el conjunto de la sociedad.
fico de Perón al país en 1964 cuando el gobierno de Illia hizo detener el avión
que lo traía en el aeropuerto de Río de Janeiro; la derrota de las asonadas ensa-
yadas por los militares peronistas que permanecían residualmente dentro de las
Fuerzas Armadas –Juan José Valle en 1956, Miguel Ángel Iñiguez en 1960–; la
práctica masiva de acciones directas y violentas simbolizadas en la resistencia
peronista con intentos insurreccionales, como la huelga del frigorífico Lisandro
de la Torre en enero de 1959; la notable cantidad de elecciones donde el
peronismo hacía visible su repudio votando en blanco al punto de convertir esa
opción en la primera fuerza; y una larga lista de etcéteras.
Si todas esas luchas no lograron sus objetivos de máxima, dos conclusiones se
hacían evidentes para franjas crecientes del activismo peronista. La primera era
un profundo descreimiento en los partidos políticos y en un régimen parlamen-
tario al que se asociaba con la proscripción generándose reflexiones que iban
desde “el desprecio a los partidos políticos, [hasta] pensar que las elecciones
solo servían para entrampar al pueblo, y de ahí a buscar nuevas formas de en-
frentamiento con el régimen, había un solo paso”83.
La segunda, íntimamente relacionada con la anterior, consistía en un balance
sobre la resistencia peronista que, si bien era elevada a la categoría de mito por
su dosis de heroísmo y entrega, al mismo tiempo era reevaluada en lo que se
entendía eran sus falencias principales: su falta de organización dado su carácter
espontáneo y, por ende, la ausencia de políticas centralizadas capaces de enfren-
tar con éxito al poder del Estado. Muchos comenzaban a convencerse de que
sólo una estrategia que generara organizaciones clandestinas revolucionarias
dispuestas a asumir la vía armada podía tener alguna perspectiva de éxito. Cuando
la nueva dictadura apareció en el escenario para anunciar que venía a quedarse
por largos años, no hizo más que confirmar esas certezas.
Fue la propia acción de la dictadura la que llevó a que distintos sectores socia-
les, incluso claramente antiperonistas, comenzaran a visualizar el uso de la vio-
lencia como la única alternativa posible para enfrentar la violencia del régimen.
El intento de remodelar a la sociedad no se remitía –como hemos visto– sola-
mente al plano económico y político sino que incluía también la esfera cultu-
ral. Se trataba de modificar las conductas sociales cotidianas a través de la
represión directa a toda forma de expresión contestataria.
84 Alejandro Agustín Lanusse: Mi testimonio, Buenos Aires, Lasserre Editores, 1977, p. 16.
85 Sergio Pujol: “Rebeldes y modernos. Una cultura de los jóvenes”, en Daniel James (comp.),
Nueva Historia Argentina, tomo 9, Buenos Aires, Sudamericana, pp. 311-312.
86 Rodolfo Walsh se transformó en el paradigma del intelectual comprometido políticamen-
te con las clases populares, por lo que algunos lo denominaron “el anti Borges.” Excelente
escritor, obtuvo el Premio Municipal de Literatura por sus cuentos policiales, pero se hizo
masivamente conocido por sus investigaciones periodísticas como Operación Masacre –
donde ponía al descubierto la trama de fusilamientos clandestinos en los basurales de José
León Suárez, ordenados por la dictadura de Aramburu– pasando por El caso Satanowsky y
Quién mató a Rosendo. Uniendo su oficio a la militancia política ayudó a fundar la agen-
cia de noticias cubana Prensa Latina, fue director del semanario CGT, órgano de
prensa de la CGT de los Argentinos. Miembro de las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP) y,
posteriormente, de Montoneros. Tras su denuncia pública en una carta abierta al gobierno
dictatorial encabezado por Videla, un grupo de tareas de la ESMA (Escuela de Mecánica
de la Armada) intentó secuestrarlo y Walsh murió combatiendo.
87 Citado en Martín Caparrós y Eduardo Anguita, op. cit., pp. 254-255.
Una vez analizadas las múltiples fracturas del régimen de junio y las alternati-
vas que de sus propias contradicciones comenzaron a surgir, nos queda retomar
la dinámica histórica de la Revolución Argentina para ver cuál fue el destino de
ese proceso que tuvo su eclosión en los últimos años de la década del sesenta.
88 Omar Acha: “La historia vindicadora en Osvaldo Bayer”, Taller. Revista de Sociedad,
Cultura y Política, vol. 6, Nº 16, julio de 2001.
89 Pablo Pozzi y Alejandro Schneider: “El Cordobazo y el auge de masas”, en Juan Carlos
Cena (comp.), op. cit., p. 330. Los autores introducen en este trabajo una diferenciación
entre las categorías de “pueblada” y de “insurrección”. La segunda se caracterizaría no sólo
por cuestionar al régimen sino también al sistema capitalista en su conjunto. La primera,
en cambio, parte de reivindicaciones locales, su eje está puesto en poner en tela de juicio
el régimen y en términos de participación social cuenta con el protagonismo de los nota-
bles de la localidad y el pueblo en general, con una tendencia a que este último rebase a los
primeros y éstos, a su vez, pongan límites a la movilización popular.
90 Juan Carlos Portantiero: “Clases dominantes y crisis política...”, op. cit., p. 108.
tina estaba agotada. La cuestión que se planteaba ahora era la de encontrar una
puerta de salida “digna” para las cabezas visibles del golpe de junio, y por otro
lado establecer una agenda política que debía convocar a elecciones presiden-
ciales para el año entrante, llamando a lo que se conoció como el “Gran Acuer-
do Nacional” (GAN). Sin embargo, este acuerdo ocultaba más de lo que mos-
traba. A través del mismo, Lanusse intentaba encolumnar a todos los sectores
de la sociedad en un mismo frente que condenara las acciones armadas de los
grupos más radicalizados, aislándolos, para luego proceder a su aniquilamien-
to. Para esto devolvió a la legalidad a los partidos políticos y se levantaron las
sanciones impuestas a la CGT en un intento de normalización de la vida
institucional.
Además, la lógica del GAN intentaba salvaguardar la unidad de las Fuerzas
Armadas, asegurándose que, en el próximo gobierno, éstas conservarían un peso
decisivo en el aparato del Estado. En este mismo sentido, se buscaba además
evitar bajo todo concepto que el próximo gobierno investigara el accionar de
los militares durante la dictadura de la Revolución Argentina. Como parte de
la misma dinámica, se intentaba impedir que se llevara adelante la tan temida
amnistía de los combatientes guerrilleros y los líderes obreros encarcelados en
el período. Este último intento sería infructuoso.
Lanusse no ocultaba su intención de allanar el camino para ser ungido nueva-
mente presidente de los argentinos, pero esta vez con la legitimidad del voto
popular. En su aspiración de máxima, él mismo debía ser el candidato de la
unidad nacional, para lo cual se jugaría una carta riesgosa e inédita desde el año
55: convocar al peronismo a formar parte de las negociaciones buscando el aval
del mismísimo Perón para el Gran Acuerdo. En una política de acercamiento y
seducción hacia el viejo caudillo, Lanusse llevó a cabo algunos gestos por demás
simbólicos, como la devolución del cadáver de Evita luego de su largo exilio
forzado, el reintegro de su grado de general, así como la suma acumulada de
todos sus salarios incautados desde 1955 hasta la fecha.
Lo que impidió este esquema fue, por un lado, que la ofensiva popular y el
conflicto social no se detuvo, lo que dificultaba a los sectores más negocia-
dores a acercarse demasiado al gobierno de Lanusse a riesgo de quedar atra-
pados en el repudio social. Por otra parte, Perón no fue tan fácilmente ten-
tado, y hacia fines de 1972 rompió con las negociaciones y tomó distancia
de Lanusse.
Evidentemente el líder pensaba que sólo él podía ubicarse al frente de la movili-
zación social, por lo cual su posición de fuerza le permitía no tener que hacer
concesiones de ningún tipo. Sin embargo, ni el mismo Perón controlaba a los
sectores sociales que encarnaban la oleada revolucionaria. Lo que sí podía hacer –
y así lo hizo– era integrar en su estrategia hechos que no dependían de su volun-
tad. De esa manera su juego político se articulaba sobre la base de dos patas: por
un lado, buscaba acuerdos políticos sumamente amplios, incluyendo a sus viejos
rivales radicales, para abrir la puerta de negociaciones que le permitieran conse-
guir las elecciones sin proscripciones. Por el otro, buscó golpear permanentemen-
te a la dictadura, negándose en todo el período a cuestionar las acciones de la
guerrilla y alentándola secretamente para que avanzara, integrándola como acto-
res legítimos del movimiento peronista bajo el rótulo de “formaciones especia-
les”. De esa manera en un doble juego de pinzas se reservaba una vía pacífica que
le permitiera retornar al poder, a la vez que utilizaba la carta de una revolución
radicalizada para obligar a Lanusse y al establishment a negociar desde una posi-
ción de debilidad. Este carácter múltiple del diseño político del General hacía
que los heterogéneos actores del movimiento peronista creyeran que la decisión
final del líder se inclinaría hacia el término de la estrategia que más beneficiaba a
cada una. Los políticos del movimiento y la burocracia sindical esperaban ser los
protagonistas privilegiados de la salida institucional, mientras que las organiza-
ciones armadas peronistas –particularmente Montoneros– veían al General Perón
como el estratega de una salida revolucionaria que reemplazaría al sistema capita-
lista por su proclamado socialismo nacional.
Embarcado en esa respuesta al GAN, Perón endureció cada vez más su postura
desplazando a su delegado personal en el país, Jorge Daniel Paladino –de evidentes
y promiscuos contactos con el gobierno–, reemplazándolo por Héctor J. Cámpora,
un viejo político cuyo principal capital era su lealtad personal total hacia el líder.
Con Cámpora se reforzaban los sectores duros del peronismo mientras Lanusse se
encontraba jaqueado, tanto por la oposición popular como por el rechazo de ciertos
sectores de las Fuerzas Armadas que se negaban a admitir la salida electoral y ame-
nazaban con concretar un golpe que prolongaría la dictadura.
Ante la negativa de Perón de integrarse al GAN, Lanusse redobló la apuesta e
introdujo las famosas cláusulas por las cuales él mismo quedaba imposibilitado
para presentar su candidatura en las elecciones presidenciales del año entrante,
pero Perón tampoco podría hacerlo en virtud de carecer de un mínimo tiempo
estipulado de residencia en el país. Además, en lo que respecta al conflicto social,
en el último tramo del año 1972 se acentuó la represión por parte del gobierno.
En este marco, el 22 de agosto de ese año las Fuerzas Armadas asesinaron en
Trelew a un grupo de activistas de las organizaciones ERP, Montoneros y FAR
que habían ayudado en la fuga de seis de sus más altos jefes del penal de Rawson.
Fue la tristemente célebre “masacre de Trelew”. En esta misma dirección se trans-
formaron también los mecanismos de confrontación con la guerrilla y se comenzó
a ensayar la estrategia de desaparición de personas –incluso antes de la masacre de
Trelew–, la intensificación del uso de la tortura clandestina y la exterminación
física del enemigo. Algunos analistas e historiadores han calificado certeramente
95 Eduardo Luis Duhalde: El Estado terrorista argentino. 15 años después, una mirada críti-
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Conclusiones
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Introducción
En segundo lugar, veremos que el proyecto nodal del propio Perón consistía en
la puesta en marcha de un modelo similar al que había impulsado a mediados
de la década del 40. Su núcleo era la recreación del pacto tripartito entre el
Estado, los empresarios y los sindicatos para controlar las principales variables
de la economía y la renegociación de la dependencia de Argentina a partir del
nuevo contexto internacional. Intentaremos demostrar que la profundidad de
los cambios estructurales acaecidos desde el golpe de Estado de 1955 tornaba
directamente inviable la posibilidad de la aplicación de ese modelo en la Ar-
gentina de los 70, por lo que su destino no podía ser otro que el fracaso.
En tercer lugar, veremos cómo se gestan en ese momento (particularmente
durante la presidencia de Isabel Perón) nuevas lógicas que presuponen el aban-
dono de los parámetros redistribucionistas del peronismo y el primer intento
de adaptar el movimiento peronista a las políticas de ajuste reclamadas por
los grandes grupos económicos. En ese sentido, las políticas neoliberales que
implementaría la dictadura militar de 1976 tienen un verdadero antecedente
en el denominado Rodrigazo1.
Finalmente nos detendremos en la diversidad de caminos que recorrerán las
distintas prácticas de ese torrente social impugnador nacido a fines de los 60.
Aunque nunca homogéneo, como ya hemos analizado, el combate común con-
tra la dictadura y el desarrollo de nuevos métodos de lucha fue creando, a
grandes trazos, en sus diversos actores, una subjetividad convergente. Al lle-
gar el peronismo al gobierno se configuró un nuevo escenario donde la discu-
sión pasó a estar centrada en el grado de apoyo o no que se le daba al nuevo
gobierno, en la caracterización del plan económico y en qué medida éste re-
presentaba una etapa de cambios reales o una reestructuración del sistema
donde la variable de ajuste continuaban siendo los trabajadores. Las diferen-
tes respuestas a esas preguntas acentuaron, en el trienio peronista, la separa-
ción y las divergencias dentro de ese campo potencialmente revolucionario
constituido durante la dictadura.
Para el desarrollo de estos ejes analíticos subdividiremos el período en tres
etapas, no por una distinción meramente cronológica sino porque entendemos
que cada una de ellas tiene elementos que la diferencian de las otras2. La prime-
Primera parte:
El breve sueño de la “primavera” camporista
3 José Gelbard, elegido directamente por Perón como ministro de Economía en la presiden-
cia de Cámpora, representaba a los medianos y pequeños propietarios de la industria, el
campo y la ciudad nucleados en la CGE. Auténtico arquitecto de ese agrupamiento em-
presarial desde el primer gobierno peronista, había mantenido su liderazgo y la pervivencia
de la Confederación tras el golpe de Estado de 1955. El “ruso”, como lo designaban sus
íntimos, era el dueño de un importante grupo económico que le permitió acumular una
considerable fortuna. Su crecimiento personal iba de la mano de su conocimiento de los
pasillos del poder y una multifacética personalidad política. Vinculado desde su juventud
al Partido Comunista Argentino (PCA), Gelbard jamás rompió los vínculos que lo unían
con esa estructura, a la vez que logró ser hombre de confianza de Perón y tejer estrechos
lazos con Lanusse, beneficiándose durante su presidencia con jugosos contratos otorgados
por el Estado a las empresas que controlaba. Para una interesante biografía del personaje,
véase María Seoane: El burgués maldito, Buenos Aires, Planeta, 1998.
social alcanzado (dentro y fuera del peronismo) por aquellos sectores que pos-
tulaban modificaciones estructurales de la sociedad. Después de un largo pro-
ceso de luchas, con un fuerte prestigio social en el marco de una sociedad
altamente politizada, las nuevas organizaciones desarrolladas post-Cordobazo
no estaban dispuestas fácilmente a renunciar a sus objetivos de cambios en
aras de la gobernabilidad de un sistema al que repudiaban. Allí se encontraba
uno de los nudos centrales de la etapa. Perón avaló a los sectores revoluciona-
rios del movimiento en su enfrentamiento con la dictadura contribuyendo a su
legitimación e impulsando redefiniciones ideológicas. Un ejemplo de esto era
la idea de un socialismo nacional5 que suponía el acercamiento del peronismo
al campo socialista mundial.
Alentando, como vimos, a la guerrilla tras el rótulo de formaciones especiales y
jugando con la idea de un “trasvasamiento generacional” dentro del peronismo
que llevaría a los jóvenes a los puestos de dirección, el viejo general ayudó, en
esa coyuntura de enfrentamiento contra la dictadura, a que se consolidara la
izquierda peronista, particularmente la liderada por Montoneros. Pero, para
Perón, esas definiciones tenían un sentido meramente táctico. Las usaba para
amenazar con una salida revolucionaria al poder instituido. Lo que realmente
buscaba era conseguir un espacio de negociación que le permitiera retornar al
gobierno y desplegar su verdadero proyecto: una suerte de capitalismo
redistribucionista que renegociara la inserción de Argentina en el sistema capi-
talista mundial.
El gran equívoco del período es que para los miembros de la Tendencia Revolu-
cionaria del peronismo esas redefiniciones no tenían un sentido táctico sino
estratégico. Tras 18 años de proscripción, con una clase obrera mayoritariamente
peronista y con altos niveles de combatividad, dueños de la mayor capacidad de
movilización del país a través de las multitudinarias columnas de la Juventud
Peronista, con simpatías sociales importantes en la población hacia las organi-
6 Para esta hipótesis y una detallada biografía de Cámpora, véase Miguel Bonasso: El presi-
dente que no fue, Buenos Aires, Planeta, 1997.
7 Tomamos para el análisis de este fenómeno el trabajo de Fabián Nievas: “Cámpora: Prima-
vera-Otoño, las tomas”, en Alfredo Pucciarelli (comp.), La primacía de la política: Lanusse,
Perón y la nueva izquierda en los tiempos del GAN, Buenos Aires, Eudeba, 1999.
ron una participación activa en buena parte de las tomas y, a su vez, la derecha
peronista actuó realizando sus propias ocupaciones –particularmente de me-
dios de comunicación– con el fin de controlar áreas clave en el nuevo gobierno.
Aun así, el sentido más profundo de las tomas excedía el enfrentamiento dentro
del peronismo. De manera mucho más determinante, expresaban la necesidad
de amplias franjas sociales de impedir que al frente de diversos organismos
continuaran funcionarios puestos por la dictadura. Las ocupaciones, lejos de
atacar el nuevo gobierno, pretendían impedir el continuismo de la herencia del
gobierno anterior.
Partiendo de asambleas masivas que involucraban a los diversos actores de cada
área y de la percepción de quienes las motorizaban de que era necesario tomar
su destino en sus propias manos, las tomas planteaban, de hecho, un escenario
donde el sujeto de las transformaciones no era, centralmente, el gobierno ni las
instituciones, sino la sociedad civil organizada y movilizada. Esa dinámica se
inscribía en el marco de la disputa más general, ya explicitada, sobre el carácter
y los contenidos del nuevo gobierno. El dilema era: transformaciones de fondo
apoyadas en las luchas sociales o reinstitucionalización de la mano del acuerdo
entre los partidos mayoritarios, la burocracia sindical y la fracción de la bur-
guesía industrial de la CGE, alrededor del pacto social. Para la derecha
peronista, Cámpora debía ser desplazado porque su llegada al gobierno era
un fruto –incluso más allá de su propia voluntad– de lo primero más que de
lo segundo. No podía –ni probablemente quería– llevar adelante el proyecto de
depuración y control que, partiendo del propio Perón, se le exigía.
El 14 de junio el secretario general del Partido Justicialista, Juan Manuel Abal
Medina, reclamó el cese de las tomas. Poco después, se le plegó la propia Juven-
tud Peronista. En tal contexto, el proceso de tomas iniciaba su reflujo. Aun así,
la decisión de terminar con el gobierno de Cámpora para, a su vez, acabar con la
crisis de dominación, ya estaba tomada.
La “primavera”, el sueño del florecimiento de un nuevo orden, debía llegar a su fin.
8 Para una detallada reconstrucción de la conspiración, véase Miguel Bonasso, op. cit. Y, en
particular, el muy documentado trabajo de Horacio Verbitsky: Ezeiza, Buenos Aires, Con-
trapunto, 1985.
9 Para un relato de la existencia de esta hipótesis en las filas montoneras y una visión de su
historia, véase Carlos Flaskamp: Testimonio de la lucha armada en la Argentina, Buenos
Aires, Nuevos Tiempos, 2002.
presentan Ezeiza como un combate militar entre dos extremos ante un pueblo
atónito que esperaba asistir a una fiesta. Cuando la columna sur de Montoneros se
acercó al palco, desde éste se inició el fuego sobre los manifestantes. El saldo fue
13 muertos identificados y más de 365 heridos de bala. El avión que trajo a Perón
fue desviado a la base militar de Morón. La multitud se retiró sumida en la más
profunda desazón. El reencuentro no se había producido.
Aunque el objetivo final de la asonada –una suerte de ocupación de la Casa
Rosada y la renuncia inmediata de Cámpora– no se concretó, por la magra
convocatoria reunida ese día en Plaza de Mayo, la conspiración triunfaba en sus
aspectos esenciales. Los días del presidente estaban contados. El 21 de junio
Perón realizaba un discurso que legitimaba el golpe palaciego y anunciaba tiem-
pos aciagos para la izquierda del movimiento. En sus propias palabras: “Noso-
tros somos justicialistas, levantamos una bandera tan distante de uno como de
otro de los imperialismos dominantes... No hay nuevos rótulos que califiquen a
nuestra doctrina y nuestra ideología. Somos lo que las veinte verdades peronistas
dicen...”. Se enterraban allí los proyectos de renovación del movimiento. Rápi-
damente y sin escalas, la “juventud maravillosa” de otrora pasaba a la categoría
de “infiltrados marxistas”. Ezeiza simbolizó ese tránsito. El momento en el que
las contradicciones que el peronismo había albergado largamente en su seno,
estallaban con toda su virulencia. Se evidenciaba allí que la polarización
peronismo-antiperonismo dejaba lugar a una lucha donde la derecha del
peronismo se aliaría sin pudores con la derecha no peronista para llevar adelan-
te el exterminio. Se comenzaba la demonización social de Montoneros para
proceder al aislamiento de todas las organizaciones populares del conjunto de
las clases subalternas. Un momento en que se cristalizaba un salto cualitativo
en las dosis de terror a aplicar para terminar con la movilización social.
En el interior del peronismo se estructuraba una alianza para expurgar a la
izquierda que reunía al lopezreguismo, la burocracia sindical y la fracción del
empresariado representada por Gelbard. En este último caso, no participando
directamente en el armado de la represión, pero avalando políticamente cada
uno de los pasos de la depuración.
La respuesta de Montoneros a tamaño eje de poder consistió en elaborar una
“teoría del cerco” que imaginaba un Perón neutral en el enfrentamiento inter-
no, rodeado y desinformado por la camarilla dirigida por López Rega10. El eje
10 La tesis del cerco fue fuertemente criticada por la izquierda y por otras corrientes revolu-
cionarias del peronismo. Alicia Eguren, vieja militante del peronismo y esposa del falleci-
do John William Cooke, sintetizó con sorna esa postura al afirmar: “Tengan cuidado,
muchachos, que el día que salten el cerco el General los va a estar esperando con una
metra”.
político pergeñado era continuar con la disputa de las estructuras del movi-
miento, evitar su marginación e intentar una negociación directa con el líder
evitando el hipotético cerco. En sus supuestos, todavía no entraba la idea de
que, en las nuevas circunstancias, Perón renegaba de ellos.
No menor fue el estupor del propio Cámpora ante los hechos. Siempre fiel,
era plenamente consciente de que su estadía en la Rosada no podía prolon-
garse con Perón en el país. Imaginaba que su renuncia se haría en un marco
de reconocimiento a sus esfuerzos y honradez. En lugar de ello, se encontró
sacado a empellones del gobierno y marginado definitivamente del poder.
El 13 de julio, junto al vicepresidente Solano Lima, presentaron sus renun-
cias indeclinables. Quedaban las puertas abiertas para la realización de nue-
vas elecciones con la candidatura de Perón. Para completar el golpe inter-
no, el presidente del Senado, Alejandro Díaz Bialet, formalmente ubicado
en la línea de sucesión institucional, se encontró con un pasaje en sus ma-
nos para un viaje que lo alejaba del país. Asumiría el presidente de la Cá-
mara de Diputados, Raúl Lastiri, cuyo principal mérito residía en ser yerno
de José López Rega.
El 23 de septiembre de 1973, plebiscitado por una avalancha de votos del 62
por ciento del electorado, en una fórmula que llevaba como vicepresidenta a su
esposa Isabel, el anciano general regresaba al lugar donde siempre había ansia-
do estar: la Presidencia de la Nación.
1. El plan Gelbard
11 La reconciliación pública de Perón con los dirigentes sindicales que se produjo en octubre
de 1973, estuvo enmarcada por el asesinato del secretario general de la CGT, José Rucci.
La operación fue realizada por un comando montonero, aunque esa organización jamás
asumió públicamente la autoría del hecho. Los motivos residieron en el creciente milita-
rismo de Montoneros que respondían a la masacre de Ezeiza, que Rucci había avalado,
utilizando las acciones armadas para la lucha interna del peronismo. Lanzaban un cadáver
para demostrarle su poder a Perón. Rucci jugaba un papel clave para la consolidación del
pacto social; era uno de los pocos dirigentes sindicales que lo apoyaban incondicionalmen-
te, por lo que su muerte golpeaba directamente el proyecto político del líder. Para com-
pletar el cuadro, en ese mes el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) intentó sin éxito
copar el Comando de Sanidad Militar, inaugurando así su estrategia de ataques directos al
Ejército durante el gobierno peronista. Responder a la ofensiva de la derecha principal-
mente con acciones militares llevó rápidamente, como veremos, al aislamiento y la pérdi-
da de legitimidad de todas las organizaciones guerrilleras.
2. El fracaso de Perón
16 Véase un revelador cuadro de los motivos de los conflictos sindicales en la etapa 1973-
1976 en Juan Carlos Torre: Los sindicatos en el gobierno: 1973-1976, Buenos Aires,
CEAL, 1989, p. 64.
miento con las organizaciones guerrilleras sino de acometer contra toda mani-
festación de lucha que no encajara en el corset del pacto social. Como la base
estructural del conflicto tenía sus raíces en las condiciones de explotación de la
fuerza de trabajo por el capital, que el proyecto económico no modificaba, la
continuidad de la movilización obrera persistía. De manera mucho más omino-
sa, la ofensiva disciplinadora excedería, como veremos, los marcos legales para
transformarse en terrorismo paraestatal. El espacio para la conciliación de cla-
ses se había reducido fuertemente en Argentina.
En segundo lugar, la estructura económica capitalista dependiente, configura-
da en los años 70, dejaba escaso lugar para cualquier intento de negociación
dentro de la burguesía, encabezado por las fracciones mercadointernistas del
empresariado nacional. Como se analiza en el artículo anterior17, desde los 50,
el predominio del capital extranjero generó un comportamiento de asociación
subordinada por parte de la burguesía industrial local, adaptándose a las nuevas
condiciones del mercado. Por más que el discurso oficial del retornado peronismo
hablara de “La Argentina Potencia”, aludiendo metafóricamente a una suerte
de capitalismo independiente, el plan Gelbard consistía mucho más en intentar
mejorar los vínculos de asociación con las transnacionales que en procurar la
ruptura de esos lazos. Reflejaba los límites estructurales de esa burguesía local
ya definitivamente atada a las condiciones fijadas por la reproducción del capi-
talismo a escala global. De manera más decisiva, el eje de acumulación del
capital pasaba, como se indica en el artículo mencionado, por la lógica de in-
tensificación de la plusvalía relativa sustituyendo mano de obra por capital. No
existían posibilidades para que se gestara una alianza de clases, como la que
había dado origen al peronismo, con el retorno –aunque fuera moderado– a un
capitalismo redistribucionista. El salario era enfocado como un costo y no como
un componente vital de la demanda. Los parámetros de reproducción del capi-
tal en los 70 poco tenían que ver con los existentes en los 40.
En tercer lugar –y estrechamente ligado con el punto anterior– el contexto
internacional era radicalmente diferente. En 1973 la Organización de Países
Exportadores de Petróleo (OPEP) aumentó los precios del barril de crudo. Los
precios se cuadruplicaron, agravando una recesión económica mundial –por la
suba de los costos de producción– que ya se venía anunciando. El trasfondo de
la crisis era el agotamiento del Estado de bienestar keynesiano adoptado en los
años 40 por los países capitalistas centrales18. El gran capital iniciaba una fase
17 Véase, en este mismo libro, Sebastián Rodríguez y Sergio Nicanoff, “La ‘Revolución Ar-
gentina’ y la crisis de la sociedad posperonista”.
18 Ya desde fines de los años 60 se vislumbraba un proceso a nivel mundial cuya dinámica se
caracterizaba por lo siguiente: a) la mayor fortaleza de los sindicatos y del movimiento
obrero conducía a una caída en la tasa de ganancia del capital; b) aumentaban los défi-
cits fiscales estatales; c) el sistema capitalista mundial sufría una crisis de legitimidad
perdiendo niveles de consenso político. De ese modo se abría una etapa de replanteos
para el capitalismo que llevó a terminar con el modelo de acumulación basado fuerte-
mente en el Estado keynesiano y a aplicar nuevas políticas económicas para recuperar la
tasa de ganancia.
3. Soledad y muerte
Para los Montoneros, la hipótesis del cerco había sido finalmente dejada de
lado, al tornarse insostenible por las acciones del propio líder. El 1º de mayo de
1974 se dispusieron a expresar su frustración en la mítica Plaza en ocasión de
los festejos por el día del trabajador. El tradicional discurso de mayo de Perón
fue recibido con la consigna “¿Qué pasa, qué pasa General, que está lleno de
gorilas el gobierno popular?”, al tiempo que la presencia de Isabel provocaba
un contundente “No rompan más las bolas, Evita hay una sola”. Un desencaja-
do Perón lanzó una violenta arenga donde calificó a las huestes juveniles de
Los primeros pasos del gobierno de Isabel se beneficiaron con el temor de los
factores de poder ante la posibilidad de un vacío político de consecuencias im-
previsibles. Por eso, tanto los grupos económicos como la dirigencia sindical,
las Fuerzas Armadas, la Iglesia y el radicalismo prestaron su apoyo, circunstan-
cial, a la nueva presidente.
Aprovechando esa circunstancia, el nuevo núcleo de poder se propuso, en pri-
mer lugar, terminar con la tarea de destruir las corrientes obreras clasistas y la
izquierda peronista. Con un ritmo vertiginoso se sucedieron la intervención de
los gremios de Gráficos, de Prensa de Buenos Aires, la FOTIA, las seccionales
cordobesas de Luz y Fuerza y el SMATA. Raimundo Ongaro era encarcelado
mientras se dictaba orden de captura sobre Agustín Tosco y René Salamanca.
La generación de líderes sindicales protagonista de las luchas obreras desde el
Cordobazo era finalmente desplazada de los gremios que lideraban.
En el plano educativo las designaciones de Oscar Ivanissevich en el Ministerio
de Educación y de Alberto Ottalagano como interventor de la Universidad de
Buenos Aires, instalaban una gestión abiertamente fascista, lanzada a depurar
El nuevo ministro debutó aplicando una batería de drásticas medidas que con-
vulsionaron a todo el país. El peso se devaluaba en más del 100 por ciento; las
tarifas de los servicios públicos subían en un promedio cercano al 50 por ciento;
el aumento de los combustibles elevaba el precio de la nafta en un 175 por
ciento, consecuentemente se disparaban los precios de todos los bienes básicos
de la canasta familiar, mientras los alquileres con contratos vencidos subían
más de un 90 por ciento y los medicamentos, alrededor de un 100 por ciento.
La lógica de “terapia de shock” remplazaba los intentos de ajuste gradual de
Gómez Morales. El poder adquisitivo de los salarios terminó siendo pulveriza-
do de un plumazo, y se produjo una brutal transferencia de ingresos hacia el
gran capital, particularmente hacia los exportadores. Su significado político
fue mucho más allá de la ortodoxia de los planes de ajuste que se aplicaron
anteriormente. Era diferente cualitativamente, no sólo por la magnitud de los
cambios planteados, sino porque su aplicación simbolizaba la muerte del
peronismo tal como se lo conocía hasta ese momento22. Dinamitaba todo inten-
to de conciliación, de arbitrar entre las clases en pugna, de concertación y acuerdo,
de interés por el desarrollo del mercado interno para asumir, descarnadamente,
los intereses de las fracciones más poderosas de la burguesía. Representaba el
adiós a la utopía del capitalismo autónomo para abrazar la utopía del libre
mercado, el reino desregulado de los ricos. Le volvía la espalda a su mayoritaria
base obrera y ponía el rumbo, sin rubor ni disimulos, hacia la City, la UIA y la
Sociedad Rural. En el plan Rodrigo estaban presentes –en germen, de manera
aún imperfecta– los postulados que, poco después, haría suyos Martínez de
Hoz desde la dirección económica de la dictadura militar. En la búsqueda de
reemplazo de las alianzas sociales históricas (sindicatos, empresarios naciona-
les) por otras, que tenían como epicentro los grandes grupos económicos, el
peronismo isabelino prefiguraba la silueta del peronismo menemista de la dé-
cada del 90. Si ese nuevo rostro del peronismo no llegó a estructurarse plena-
mente en los años 70, fue porque su tiempo aún no había llegado. Para que lo
hiciera debía ser capaz, antes que nada, de pulverizar la protesta obrera. En ese
momento era, todavía, una tarea imposible.
La protesta social, aparentemente desgastada por la escalada represiva, demos-
tró toda su potencia en los meses de junio-julio de 1975. En los meses anterio-
res al lanzamiento del plan Rodrigo, las formas de resistencia de la clase obrera
22 Para un análisis en este sentido, véase Alejandro Horowicz: Los cuatro peronismos, Bue-
nos Aires, Hyspamérica, 1985.
23 Para el análisis de este fenómeno tomamos en cuenta, especialmente, los trabajos de Yolanda
Colom y Alicia Salomone: “Las Coordinadoras Interfabriles de Capital Federal y Gran
Buenos Aires, 1975-1976”, y de María Cotarelo y Fabián Fernández: “Lucha del movi-
miento obrero en un momento de crisis de la sociedad: Argentina, 1975-1976”, publica-
dos en la revista Razón y Revolución, Nº 4, otoño de 1998.
24 Véase Adolfo Gilly: “La anomalía argentina”, en Pablo González Casanova (comp.): El
Estado latinoamericano: teoría y practica, México, Siglo XXI, 1990.
Las jornadas de mediados de 1975 significaron, para los actores del período,
múltiples enseñanzas. La burocracia sindical lograba salvar, temporalmente, a
Isabel de la debacle, especulando que a partir de allí el gobierno quedaría preso
de sus decisiones, al tiempo que redoblaba esfuerzos para aniquilar el activismo
combativo de las fábricas.
Para las cúpulas empresariales y militares, que habían seguido atentamente los
ción del gobierno de Isabel, una vez más pusieron sus expectativas en las Fuer-
zas Armadas, olvidando lo sucedido en la dictadura anterior. Se transformaron
en la –pasiva– base de masas que necesitaban las clases dominantes para
efectivizar el golpe con el mayor consenso posible.
El accionar de las principales organizaciones armadas –Montoneros y ERP–
terminó colaborando, a despecho de sus intenciones, con la estrategia elaborada
por sus enemigos. Más allá de las evidentes diferencias políticas entre las dos
formaciones guerrilleras, existían elementos ideológicos compartidos que las
llevaron a respuestas similares ante las complejidades de la etapa. La ofensiva
contrarrevolucionaria, que comenzó a desplegarse desde Ezeiza, marcó, como
vimos, un cambio en la estrategia represiva que las fuerzas guerrilleras no al-
canzaron a comprender en toda su magnitud. Presionados por su propia
militancia de base, que todos los días veía caer compañeros asesinados por las
balas de los escuadrones de la muerte, se refugiaron en su poder de fuego, mul-
tiplicando las actividades militares como forma principal de respuesta. Para
buena parte de la población, la dinámica de acciones armadas pasó a ser vista
como un enfrentamiento entre grupos violentos y, en consecuencia, fue per-
diendo paulatinamente la legitimidad conseguida durante el enfrentamiento a
la dictadura. De manera creciente, el eje de la política centrado en el plano
militar hizo que las organizaciones armadas no advirtieran que lo que ganaban
en capacidad operativa lo perdían en inserción social. Si ese proceso de crecien-
te aislamiento no fue evaluado a tiempo se debió tanto a la autosuficiencia, el
vanguardismo y el sectarismo de esas organizaciones, como a la persistencia de
una concepción de guerra popular prolongada que llevaba al predominio del
militarismo. Como otro elemento de peso hay que agregar el hecho –pocas
veces remarcado– de que la crisis de dominación y los niveles de conflictividad
existentes llevaban a que nuevos activistas se incorporaran a la guerrilla, sin
darse cuenta de que, mientras se crecía en cuadros, se alejaban amplias franjas
de la población26. Lo cierto es que, con el pase a la clandestinidad de Montoneros
–6 de septiembre de 1974– y la multiplicación de acciones contra los cuarteles
del Ejército –acción de Formosa por Montoneros, Batallón de Arsenales de
Monte Chingolo por el ERP, por mencionar las más recordadas–, se planteaba
26 Esa es una de las observaciones que remarca un ex miembro de la Dirección Nacional del
PRT (Partido Revolucionario de los Trabajadores)-ERP. La afirmación tiene, probable-
mente, más que ver –en lo que refiere al aumento de incorporaciones– con la experiencia
del partido liderado por Mario Roberto Santucho que con la situación de Montoneros
durante la etapa post-Ezeiza. Véase Luis Mattini: Hombres y mujeres del PRT-ERP, Bue-
nos Aires, Campana de Palo, 1995.
4. Derrumbe y golpe
27 Vale aclarar que esta generalización no es válida para el conjunto del multifacético arco de
la izquierda revolucionaria. Algunos grupos –tanto del peronismo como marxistas-
leninistas– criticaron el militarismo e intentaron formas de inserción social que, sin re-
nunciar al uso de la violencia, priorizaban el trabajo de base, sobre todo en las fábricas.
Señalemos además que tanto el ERP como Montoneros mantuvieron un importante nivel
de presencia en los conflictos obreros de la época. El problema es que ésa no era su estra-
tegia principal.
en ejercicio Ítalo Lúder –que había asumido temporalmente, dado que Isabel
solicitó un período de licencia por una supuesta enfermedad– les transfirió por
decreto a las Fuerzas Armadas el control nacional de la represión para “aniqui-
lar la subversión”, el golpe de Estado se acercó a pasos agigantados.
El general Jorge Rafael Videla ya se encontraba en la jefatura del Ejército tras el
desplazamiento del general Alberto Numa Laplane. Todas las fichas estaban
colocadas, sólo faltaba esperar el momento oportuno.
Paralelamente, el gran empresariado pasaba abiertamente a la oposición por
medio de la creación de la APEGE (Asamblea Permanente de Entidades Gre-
miales Empresarias), liderada por las corporaciones representativas de la gran
burguesía agraria, pero que incluía también a las cámaras empresariales indus-
triales y comerciales, de las cuales adherían sectores escindidos de la propia
CGE, muchos de ellos cercanos a las concepciones “desarrollistas” expresadas
por el ex presidente Arturo Frondizi y Rogelio Frigerio. Para el frente empresa-
rio, los culpables de la crisis eran la CGT y la CGE, y criticaba al gobierno por
“entregar el país al sindicalismo continuando su camino hacia el marxismo”28.
Por insólita que sonara la acusación, realizada a un gobierno claramente ubica-
do a la derecha del espectro político, es demostrativa de la voluntad empresa-
rial de asociar cualquier reclamo sindical a un proyecto revolucionario. De manera
más imaginativa, en febrero de 1976, realizaron un paro patronal de activida-
des por 24 horas sin pérdida de salarios para los trabajadores. Sembraban el
terreno para el golpe, ansiosos por conseguir un régimen autoritario que estu-
viera realmente en condiciones de ejercer el control social y, a su vez, permitie-
ra la más absoluta libertad de mercados.
Al coro golpista, se sumaron las afinadas voces de la cúpula eclesial, que, por
medio del provicario castrense, monseñor Victorio Bonamín, indicaban: “¿Y no
querrá (Dios) algo más de las Fuerzas Armadas... debe alzarse lo que está tan
caído, y que bueno es que sean los primeros en alzarse los militares? Que se pueda
decir de ellos que una falange de gente honesta, pura, hasta ha llegado a purificar-
se en el Jordán de la sangre para poder ponerse al frente de todo el país”29.
El último paso hacia el golpe se dio cuando Washington, a través del secretario
de Estado Henry Kissinger, les aseguró a los militares el inmediato reconoci-
miento diplomático del futuro gobierno y su apoyo al baño de sangre por venir.
“Lo que tengan que hacer, háganlo rápido”, afirmaría, poco después, el funcio-
nario norteamericano.
28 Citado en Ricardo Sidicaro: Los tres peronismos, Buenos Aires, Siglo XXI, 2002.
29 Citado en Pablo Kandel y Mario Monteverde: Entorno y caída, Buenos Aires, Planeta,
1976.
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Miguel Mazzeo
2 Véase, por ejemplo, la crítica de Alberto R. Bonnet, “El fetichismo del capital-dinero: el
debate Chesnais-Husson”, Realidad Económica, Nº 186, del 16 de febrero al 31 de marzo
de 2002, pp. 92-123.
3 John Holloway, Cambiar el mundo sin tomar el poder. El significado de la revolución hoy,
Buenos Aires, Universidad Autónoma de Puebla-Herramienta, 2002.
4 Raúl Bernal-Meza, “La mundialización. Orígenes y fundamentos de la nueva organización
capitalista mundial”, Realidad Económica, Nº 150, del 16 de agosto al 30 de septiembre de
1997, p. 35. La expresión “aldea global” fue introducida por Marshall Macluhan en su obra
La galaxia Gutenberg en 1962. También se han utilizado otras metáforas para hacer referen-
cia a la globalización, tales como “shopping center global”, “nueva Babel”, etc.
11 Algunos autores sostienen que en los últimos años se viene profundizando la brecha entre
la “acumulación real” y la “acumulación monetaria”.
neoliberal pero sin plantear un orden superior. Un claro ejemplo fueron los
atentados a las Torres Gemelas y al Pentágono en Estados Unidos, el 11 de
septiembre de 2001, una “forma” de decir que no se está de acuerdo con el
liderazgo norteamericano del proceso de globalización y con su monopolio uni-
lateral de la violencia. No fueron ataques a un supuesto “Estado global” o una
abstracta “soberanía global”, sino una acometida irracional al poder global de
Estados Unidos, distinguido por una irracionalidad aun mayor.
Considerando que la urbe es también un discurso y por consiguiente un instru-
mento de comunicación simbólica, vemos que Nueva York se convirtió en blanco
no por su condición de capital de la “aldea global”, sino por ser el centro del
poder del Estado norteamericano, Estado lanzado al exterminio de cualquier
resistencia a la acción del capital y comprometido con la aceleración de su des-
pliegue mundial.
De algún modo, esos jets haciendo impacto en las Torres Gemelas pueden verse
a la luz del “efecto boomerang”, como una consecuencia de las políticas que
Estados Unidos desarrolló directa o indirectamente. Una ironía del destino
puede servirnos para explicar este efecto: los aviones civiles como los que se
incrustaron en las Torres constituyen una de las principales exportaciones de
Estados Unidos. Esta industria creció durante las guerras y el Pentágono (otro
de los “blancos”) jugó en distintos momentos un papel clave tanto para soste-
nerla como para favorecer su expansión13.
Existe un elemento central compartido por la política imperialista de Estados
Unidos (como expresión del proyecto del capital) y el fundamentalismo: su
carácter igualmente anticivilizatorio. Posiblemente tengamos que buscar los
embriones de una nueva civilización (pluralista, democrática, humana, solida-
ria, igualitaria) en las comunidades indígenas del sur mexicano, en los campa-
mentos y asentamientos de los campesinos sin tierra de Brasil, en las comuni-
dades campesinas de Argentina, Ecuador, Bolivia, etc., en las luchas y
emprendimientos del movimiento de trabajadores desocupados y ocupados del
Gran Buenos Aires y de algunas provincias del interior, en el arco iris formado
por todos los sujetos que pugnan por su autoconstitución y por las prácticas
(institucionalizadas o no) que nutren el movimiento antiglobalizador y se opo-
nen consciente o inconscientemente al totalitarismo del mercado.
13 Podemos agregar otra “ironía del destino”. Un 11 de septiembre, pero de 1973, el presi-
dente socialista de Chile, Salvador Allende, era derrocado y asesinado por un golpe militar
en el cual la participación de Estados Unidos (ya sea por la vía de la “instrucción” de
militares chilenos, por las “gestiones” de sus lobbistas internacionales y las presiones de
algunas empresas norteamericanas), está históricamente comprobada.
sas del crimen, sino que “el crimen es explotado de diferentes maneras como un
método de control de la población”23 .
Lo cierto es que si estos “puntos de vista” que estigmatizan a las víctimas y
las presentan como victimarios, tienden a naturalizarse, el riesgo para la so-
ciedad es enorme. Se trata del camino que conduce a la barbarie y al genoci-
dio. De este modo tiende a consolidarse un nuevo ethos punitivo. Modalida-
des como el “fichaje genético”, las detenciones preventivas ante comporta-
mientos “protodelictivos”, el confinamiento en guetos, las prisiones para ni-
ños (como la de Kent, en Gran Bretaña), un lenguaje atroz adquirido en li-
bros de sociobiología que pueblan las góndolas de los supermercados, los
escuadrones de la muerte en los suburbios de algunas ciudades latinoameri-
canas, etc., son una clara señal de que el capital globalizado tiende a degradar
la sociabilidad de la especie humana.
El sistema escinde al hombre del mundo. Los excluidos de la sociedad del dis-
curso y el espectáculo se multiplican mientras que los incluidos se disciplinan
bajo la amenaza de la exclusión.
En el juego del “mundo globalizado” hay ganadores y perdedores pero las cartas
están marcadas.
Globalización es entonces desterritorialización y desregulación (iniciativa priva-
da sin control), liberalización y flexibilización, es la inédita presión de la compe-
tencia que diluye la cooperación y la solidaridad. Es también su reverso: la
regionalización26 y la fragmentación, la “glurbanización”: reestructuración del
espacio urbano para obtener ventajas competitivas en espacios mundiales y, en
términos de Roland Robertson27 , la “glocalización”: la búsqueda de ventajas com-
petitivas en el ámbito mundial mediante el aprovechamiento de las diferencias
locales o simplemente lo local entendido como “aspecto” de lo global.
Existe efectivamente una “dialéctica” de la globalización, una dialéctica global-
local. Podemos identificar actores que conciben globalmente y ejecutan local-
mente. Ahora bien, muchos autores desde paradigmas eurocéntricos y/o desde el
campo de los “estudios culturales” tienden a concebir situaciones que invariable-
mente se desarrollan en el mejor de los escenarios posibles, pero que precisamen-
te es el menos real y el menos adecuado para la dialéctica de la globalización que
proponen. No toman en cuenta que las conexiones que constituyen la red global
suelen tener una alta especificidad, y a veces son casi corporativas.
La conexión entre las distintas plazas financieras del mundo, la existencia de
redes globales de colegas académicos, de fanáticos del cine bizarro, de un deter-
minado conjunto de rock, no hacen más homogéneo al mundo. Seguramente no
más que la vieja y vigente trilogía de la Revolución Francesa –libertad, igualdad,
fraternidad– o que la idea del desarrollo que hace 40 años supo proveer de un
lenguaje común a los Estados nacionales de todo el planeta.
Asimismo, las visiones que cuestionamos suelen confundir los espacios sociales y
culturales transnacionales con la globalización misma, recurren a ejemplos frívo-
los como los amores globales, la globalización de las biografías o las familias
26 Los sistemas regionales (formados por la integración de Estados nacionales) más impor-
tantes son: la Unión Europea (UE), la Comunidad de Estados Independientes (CEI), la
Asociación de las Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN), la Cooperación Económica
de Asia y el Pacífico (APEC), el Tratado de Libre Comercio de América del Norte
(TLCAN o NAFTA) y el Mercado Común del Cono Sur (Mercosur). Existen otros siste-
mas como el Mercado Común de América Central, la Asociación de Libre Comercio del
Caribe, la Comunidad Económica de África Occidental, etc. Según Octavio Ianni, “la
regionalización puede ser vista como una necesidad de la globalización, aunque simul-
táneamente sea un movimiento de integración de los Estados-nación (...) En ciertos
aspectos puede ser una técnica de preservación de los intereses ‘nacionales’…”. Véase
Octavio Ianni, op. cit., p. 15.
27 Roland Robertson, Globalization: Social Theory and Global Culture, Londres, Sage, 1992.
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28 El neoliberalismo propone un retorno al liberalismo puro de los orígenes, pureza que con
el desarrollo histórico supuestamente se fue tergiversando por la “influencia corruptora”
de las tendencias colectivizantes y estatistas. El neoliberalismo fue y es impulsado por
fuerzas conservadoras, aunque hay que reconocer que ha impregnado a otras fuerzas.
Ezequiel Sirlin
1. Introducción
2 María Seoane y Vicente Muleiro: El dictador. Historia secreta y pública de Jorge Rafael
Videla, Buenos Aires, Sudamericana, 2001, cap. 4.
sociedad argentina que una y otra vez se vio envuelta en las empresas que sus
“captores/salvadores” le formularon. Las fantasías de éxito y de perduración en
el poder que el “Proceso” fue concibiendo ni bien empezaron a proliferar las
denuncias por sus crímenes, tuvieron buena acogida en vastos sectores de las
clases medias: “los desaparecidos no existen, son un invento de la campaña
antiargentina”, la “plata dulce” y la invasión de artículos importados como
señal de una nueva prosperidad en Argentina, el triunfalismo de Malvinas, son
las mayores ficciones de corta duración, pero de mucha intensidad, que el régi-
men logró instalar a través del control de los medios.
2. El proyecto
Otra diferencia entre los planes dictatoriales de 1966 y 1976 gira en torno al rol
de las Fuerzas Armadas. Onganía había decidido apartarlas del poder, replegarlas
al ámbito profesional para que no perturbaran la gobernabilidad de la dictadura
como había sucedido en los regímenes militares de 1930, de 1943 y durante el
enfrentamiento entre “azules” y “colorados” en torno al golpe de 1962. También
había pretendido con ello dar a la dictadura una imagen de gobierno civil. Pero el
apartamiento previsto por Onganía no había funcionado. La caída humillante de
aquel dictador, su soledad en el poder y la vista gorda del Ejército ante la eclosión
popular iniciada con el Cordobazo eran imágenes grabadas en las retinas de la
conducción golpista de 1976. Por eso fue desechado el modelo “presidencialista”
de 1966 por un gobierno pleno de las Fuerzas Armadas. Como en 1943, los mili-
tares coparían integralmente la estructura del poder, desde los municipios hasta
las gobernaciones, las instituciones educativas, sindicatos, medios de comunica-
ción, etc. Recibirían la colaboración de civiles de extracción política conservado-
ra (“amigos del Proceso”), y el involucramiento de las tres fuerzas estaría asegura-
do tanto por el diseño institucional en torno a la cúspide –una junta tripartita–,
como por el reparto equitativo del botín burocrático que por lo general
sobrerrepresentó a las dos armas menores, como en el caso de los canales de tele-
visión: uno para cada fuerza (33 por ciento). Según Marta Castiglione, la milita-
rización del Estado alcanzó niveles excepcionales. La presencia del personal mili-
tar en la administración pública durante el año 1976-1977 llegó al: 40,5 por
ciento en la administración central de organismos, 32,4 por ciento en organismos
descentralizados, 37,5 por ciento en provincias y municipalidades de Buenos Ai-
res, y 44,5 por ciento en empresas del Estado10.
Por último, una tercera diferencia con el modelo de Onganía basado en el cor-
porativismo nos permite abordar la imaginación política que el último régi-
men militar puso en juego para figurarse y hacer figurar su continuidad. Como
toda dictadura instalada en un mundo donde el horizonte de legitimidad era
“democrático”, no podía afirmarse exclusivamente en su capacidad represiva,
sin transmitir a la sociedad y a las propias Fuerzas Armadas el dibujo de un
sistema de perduración en el poder que pareciera “legítimo”, “lógico”, “facti-
ble” y “necesario”.
En Argentina, los golpes de 1930, 1943 y 1966 habían recurrido a lo inventado
por Mussolini en Italia: las corporaciones suplantarían a los partidos políticos y
la competencia electoral en la tarea de transmitir las inquietudes de la sociedad
civil al Estado. Pero la última dictadura, lejos de apelar a las corporaciones,
planeaba reducirlas al mínimo, sobre todo a las dos corporaciones que
estructuraban la “comunidad organizada” de la sociedad peronista: no sólo se
intervendría la CGT sino también la CGE y otras organizaciones empresarias,
donde se encontraba representada la burguesía industrial defensora de la “eco-
nomía peronista”. Hasta una parte de los gremios conducidos por la burocracia
sindical de derecha serían intervenidos y sus líderes en muchos casos encarcela-
dos, si bien serían objeto de un tratamiento muy diferente al que recibirían los
sindicalistas de izquierda.
Entonces, si no sólo se prohibiría por tiempo indeterminado la actividad de los
partidos, sino que también se buscaría anular las corporaciones: ¿cómo planea-
ba la nueva dictadura conectarse con la sociedad? ¿De qué manera construiría
su propia ficción de enlace con ella, si tampoco apelaría a los “plebiscitos del sí”
implementados por la vecina dictadura de Pinochet?
La pregunta nos conduce al eje de las convocatorias nacionales que el régimen
inventó una y otra vez para llegar sin intermediarios a esa sociedad; pero antes
de abordarlo, debemos examinar dos hechos que incidirían plenamente en la
dinámica conducente a Malvinas: el genocidio y la economía de Martínez de
Hoz que llevaría al derrumbe de 1981-1982.
16 Marcos Novaro y Vicente Palermo: La dictadura militar 1976-1983. Del golpe de Estado
a la restauración democrática, Buenos Aires, Paidós, 2003, p. 74.
17 “El Ejército está expiando la impureza de nuestro país, los militares han sido purificados
en el Jordán de la sangre para ponerse al frente de nuestro país (...) Nuestra religión es
terrible, se nutrió de la sangre de Cristo y se sigue alimentando de nuestra sangre, de la
sangre de los hombres muertos. Esto quiere decir que Dios está redimiendo, mediante el
Ejército nacional, a toda la Nación Argentina” (monseñor Victorio Bonamín, provicario
castrense, 25 de septiembre de 1975).
18 Asesinato de prisioneros alegando fugas inexistentes.
19 “Primero eliminaremos a los subversivos, después a sus cómplices, luego a sus simpatizan-
tes, por último, a los indiferentes y a los tibios.”
20 CONADEP, Nunca Más. Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Per-
sonas, Buenos Aires, Eudeba, 1984, p. 296.
21 Marcos Novaro y Vicente Palermo, op. cit., pp. 487-488.
mente caídos en combates cuya descripción por medio del relato era suficiente-
mente inverosímil. Para Ricardo Piglia el “decir todo y no decir nada” correspon-
de a la estructura del relato del terror22. Los servicios de información habrían
manejado técnicas eficaces de transmisión. Los carteles “zona de detención” que
reemplazaron las viejas paradas de colectivos sugerían la amenaza23.
Hasta aquí las causas que hemos mencionado estaban relacionadas con el pro-
pósito de eliminar a los sectores de izquierda involucrados en prácticas
tendencialmente revolucionarias y de atemorizar a quienes pudieran retomarla.
Pero hubo otros factores que impulsaron la ejecución masiva de prisioneros a
fines del año 1977, llevada a cabo cuando el régimen tenía a la sociedad de
rodillas.
Entre diciembre de 1977 y los primeros meses de 1978, miles de prisioneros
fueron arrojados al mar desde el aire, o fusilados y enterrados en fosas comu-
nes. Era el comienzo de la “Fase 4” de la represión consistente en el extermi-
nio de gran parte de los prisioneros, un genocidio dentro del genocidio. Los
aviones de la Marina despegaban a razón de cinco veces por día. Para Seoane y
Muleiro el objetivo era vaciar los centros clandestinos antes de que miles de
extranjeros visitaran el país durante el Mundial de fútbol; una primera huida
hacia adelante, un modo paradójico de “limpiar el bisturí” multiplicando los
asesinatos. Ya en octubre de 1976, el secretario de Estado norteamericano, Henry
Kissinger, había aconsejado personalmente a los militares argentinos: “Si tie-
nen que matar, háganlo pero rápido”24. Ahora, a fines de 1977, el tiempo pre-
sionaba más fuertemente a los genocidas. A su vez, jugaba en la decisión de
apurar el exterminio un hecho relacionado con la interna política del régimen:
la elección del “cuarto hombre”, es decir del presidente que gobernaría por
encima de la Junta Militar tripartita.
La competencia interna de poder fue desde el comienzo un factor potenciador
del genocidio. La acumulación de poder dentro del “partido militar” se medía
por el número de muertos y detenidos que podían adjudicarse los jefes de la
represión: “quien más reprimía, más poder tenía”25. Massera, para ganarse el
apoyo de los duros del Ejército (Carlos Guillermo Suárez Mason, Benjamín
22 Ricardo Piglia, Crítica y ficción, Buenos Aires, Seix Barral, 2000, p. 44, pp. 113-116 y p.
212.
23 Otro ejemplo fue el eslogan “El silencio es salud” que el intendente Osvaldo Cacciatore
exhibió en el obelisco porteño con el supuesto propósito de disminuir el uso de las bocinas
de los automóviles.
24 Seoane y Muleiro, op. cit., p. 288.
25 Claudio Uriarte, Almirante Cero. Biografía no autorizada de Emilio Eduardo Massera,
Buenos Aires, Planeta, 1991, p. 110.
José Alfredo Martínez de Hoz (h) estaba vinculado a las distintas burguesías
que reclamaban “desperonizar” la economía. Descendía de una poderosa fami-
lia de terratenientes pampeanos y había sido secretario de Agricultura en 1961.
Pero también había presidido la acería Acindar, y formado parte del directorio
de empresas como la Italo Argentina (electricidad), ITT y Pan American Airways.
En vísperas del golpe era el titular del Consejo Empresario Argentino donde
convergían lo más concentrado de la burguesía rural e industrial, incluidas las
empresas extranjeras radicadas en el país.
El contacto con la conducción militar se estableció por intermedio de dos
grupos ultraliberales que meses antes del golpe acercaron materiales sobre las
claves del plan económico a los jefes de las Fuerzas Armadas: el denominado
“grupo Perriaux”, reunido en torno al abogado Jaime Perriaux, y el “grupo La
Plata” vinculado a los generales Saint-Jean y Suárez Mason. Junto a dirigen-
tes de la Asamblea Permanente de Entidades Gremiales Empresarias (APEGE)
que en febrero de 1976 habían organizado un lock-out al gobierno de Isabel
Perón, estos nucleamientos de linaje antiperonista conformaban lo más en-
cumbrado del bloque civil de la dictadura28.
El respaldo se prolongó en el exterior a través de grandes desembolsos otorga-
dos por consorcios de la banca mundial como el Chase Manhattan, y organis-
mos internacionales como el FMI, que avaló la designación con el mayor prés-
tamo otorgado hasta el momento a un país latinoamericano.
La mayor parte de los analistas sostienen que durante la gestión de Martínez de
Hoz se produjo el implante de un modelo basado en la especulación financiera,
el endeudamiento externo, el declive de la producción industrial, la concentra-
ción económica, y el hundimiento social de Argentina aunque éste haya termi-
nado de concretarse en las décadas posteriores.
Sobre este punto, el de los “resultados”, no existen mayores discusiones.
Las controversias surgen en torno a las “intenciones”, es decir, al momento
de establecer en qué medida la destrucción económica se correspondía o no
con los objetivos de la conducción. Algunos críticos centran sus explicacio-
28 Vicente Muleiro, “El golpe con traje y corbata. La conspiración civil”, Clarín, suplemento
Zona, 18 de marzo de 2001, pp. 3-5.
Un país que recibe una enorme masa de capitales y al mismo tiempo destruye
una parte considerable de su capacidad productiva: en la historia del capitalis-
mo, Argentina constituye un caso muy pronunciado de valorización financiera
y desindustrialización selectiva.
Como si de un rompecabezas se tratara, explicaremos pieza por pieza cómo se
fue erigiendo el circuito de especulación financiera con garantía estatal (bici-
cleta financiera) que llegó a su apogeo entre marzo de 1980 y marzo de 1981,
produciendo el quebranto de buena parte de las industrias que no pudieron
enfrentar la competencia extranjera en condiciones arancelarias y cambiarias
muy desventajosas. Muchas quiebras tuvieron lugar cuando los industriales
optaron por las oportunidades del circuito financiero, más protegido por el
29 Por ejemplo, Juan V. Sour rouille, Ber nardo P. Kosacoff y Jorge Lucangeli,
Transnacionalización y política económica en la Argentina, Buenos Aires, CEAL, 1985.
Alberto R. Jordán: El Proceso 1976-1983, Buenos Aires, Emecé, 1993, pp. 222-223.
Privatización periférica. Las empresas del Estado más emblemáticas del na-
cionalismo de posguerra no fueron privatizadas. De las más de 700 que
por entonces había, se liquidaron o vendieron las de pequeñas dimensiones,
al tiempo que se estatizaron otras de grandes dimensiones como la Italo
(electricidad) y Austral (aviación). La forma en que se compatibilizó el
neoliberalismo del equipo económico con el nacionalismo que pervivía en
las Fuerzas Armadas ha sido llamada “privatización periférica”: un meca-
nismo de infiltración selectiva del capital privado en las empresas estatales
a través de concesiones y terciarización de actividades selectas. En el corto
plazo, esta vinculación puntual del capital privado aseguraba una mayor
rentabilidad a los adjudicatarios, considerando que las empresas de servi-
cios eran por lo común deficitarias. Así, por ejemplo, la petrolera estatal
(YPF) aumentaba su rentabilidad negativa de menos 17,8 a menos 68,47
por ciento entre 1976 y 1983, mientras que las petroleras locales (como
Bridas, Pérez Companc, Astra) y extranjeras (como Shell, Esso) participa-
ron en 37 licitaciones, duplicando su participación en la exploración y ex-
plotación, con altas tasas de ganancias. Los grupos locales se posicionaron
con ventajas en la licitación de las obras públicas que fueron incrementadas
notoriamente31. Según Alfredo Pucciarelli, esta expansión de la “patria con-
tratista” encubierta por el discurso liberal fue la coronación de un entrama-
do corporativo que se había establecido diez años antes, durante la dictadu-
ra de Onganía. Desde entonces, la privatización periférica bajo el imperio
de la “ley de mayores costos” habría sido el atajo mediante el cual las frac-
ciones más concentradas buscaron contrarrestar el “círculo vicioso de creci-
miento inestable” que afectaba al capitalismo argentino. Según Pucciarelli
se habría concretado de este modo un primer “desempate” entre burguesías
rivales mediante la obtención de “cuasi rentas de privilegio”32.
Plata dulce. Otra derivación del dólar barato fue el fenómeno conocido como
“plata dulce”, una corta fiesta de consumo para ciertos sectores de la clase me-
dia que accedieron a una variedad de artículos importados y al turismo interna-
cional en el verano de 1981. Todo ello se daba en un clima de euforia y banali-
dad dentro del cual no se percibía que la supuesta prosperidad descansaba en un
artificio cambiario subsidiado a futuro por el Estado y la comunidad. Muchos
argentinos de clase media manifestaban creer que si por primera vez ellos po-
dían acceder al turismo internacional debía ser porque la economía nacional
estaba progresando.
33 Luis Alberto Romero, Breve historia contemporánea de la Argentina, Buenos Aires, Fon-
do de Cultura Económica, 1994, p. 218.
34 Un estudio exhaustivo de los grupos económicos locales que predominaban en 1983 pue-
de encontrarse en Pierre Ostiguy, Los capitanes de la industria. Grandes empresarios,
política y economía en la Argentina de los años 80, Buenos Aires, Legasa, 1990.
35 Ana Castellani, op. cit., pp. 198-200.
tes para comprar las nuevas tierras resultaron abaratados por la devaluación
del peso en los años sucesivos. Una clara homología del espejo de la historia.
En 1880 como en 1980, se consolidaron las clases dominantes a través de una
concentración de bienes productivos, adquiridos por migajas luego de un pe-
llizco financiero auspiciado por el Estado. Los grupos domésticos mejor
posicionados hacia el final de la dictadura llegarían en mejores condiciones al
reparto del período Menem-Cavallo.
capitalismo argentino optaron o tuvieron que optar por una “economía con-
centrada, financista y quebrada”, y no por “una economía concentrada, abierta
y pujante”, tal como predicaban. ¿Era el camino antiproductivo de las peripe-
cias financieras, el endeudamiento y la fuga de capitales, potencialmente más
rentable, cómodo o preferible a los ojos de dichas burguesías? En tal caso,
¿cómo lograrían recomponer su hegemonía sobre la base de resultados mera-
mente destructivos para las clases subalternas? La pregunta es relevante aun
teniendo en cuenta que no siempre las burguesías actúan conforme a una es-
trategia que lo contempla todo, y que no necesariamente la dominación de una
clase sobre otra se edifica mediante construcciones asociadas a la imagen de
progreso nacional. La destrucción de la economía puede implicar mecanismos
extorsivos de sometimiento como el endeudamiento externo al momento de
fijar políticas, o el disciplinamiento de los trabajadores por medio de la desocu-
pación, la hiperinflación y el empobrecimiento general.
Existe una perspectiva de los golpes militares de Argentina que sugiere la ino-
cencia del “pueblo” y de su clase dirigente no conservadora. La película de Luis
Gregorich y Enrique Vanoli, La República perdida, ha sido señalada como un
exponente de esta operación de la memoria colectiva en la que se soslayan los
apoyos partidarios y la pasividad o conformidad que los golpes encontraron en
diversos sectores de la estructura social.
El reciente trabajo de Novaro y Palermo nos ofrece un mapa de los apoyos
civiles que concitó la dictadura y de los proyectos del “Proceso” tendientes a
ampliarlos. Sin caer en la distorsión opuesta de las afirmaciones que
monocromáticamente componen la imagen de una “sociedad cómplice”, los
autores encuentran múltiples formas de disidencia que les permiten complejizar
la dicotomía apoyo/resistencia. Una amplia gama de actitudes mutantes fueron
las respuestas que provocaron las distintas acciones y montajes del régimen, en
circunstancias diferentes. El seguimiento contextuado de Novaro y Palermo
acerca de cómo se posicionaban un buen número de organizaciones y personali-
dades públicas nos permite distinguir los siguientes casos.
1) El apoyo “propositivo”, entusiasta y duradero de la Iglesia, los partidos con-
servadores provinciales, los medios de comunicación apologéticos, buena parte
de las asociaciones empresarias y ejecutivos partícipes de la represión en las
fábricas, un segmento significativo del peronismo de gobierno partícipe de la
cacería estatal del año 1975, dirigentes territoriales del PJ y de la UCR que
conformaron un buen porcentaje de los intendentes.
39 Eduardo Blaustein y Martín Zubieta: Decíamos ayer. La prensa argentina bajo el Proceso,
Buenos Aires, Colihue, 1998, p. 49 y 55.
40 Juan Corradi: “La cultura del miedo en la sociedad civil: reflexiones y propuestas”, en
Isidoro Cherensky (comp.): Crisis y transformación de los regímenes autoritarios, Buenos
Aires, Eudeba, 1985, p. 173.
Lo cierto es que sólo en 1980 los gremios llevaron adelante 188 conflictos en
los que intervinieron cerca de 1.800.000 trabajadores. Por contenido que fuera
el despertar de la protesta obrera a partir de ese momento, los analistas de la
dinámica del régimen advierten que tuvo importantes efectos en la dictadura.
Junto con el deshielo en ciertos ámbitos culturales de la sociedad, la primavera
de los gremios recordó la pesadilla que los militares más temían y se transfor-
mó en otro motivo de presión que impulsó al régimen a la búsqueda de solucio-
nes milagrosas como Malvinas.
Pero, sin duda la resistencia más frontal de los primeros años la encarnaron los
militantes de las organizaciones armadas y los familiares de los desaparecidos.
Los primeros alentados por la ética del coraje y una visión de futuro basada en
la inminencia del triunfo revolucionario. Los segundos movidos en primera
instancia por la desesperación.
Comenzando por los primeros, ¿de dónde provenía la audacia que llevó a
Montoneros y al ERP a demorar un repliegue estratégico a un punto que resul-
taría letal para muchos de sus militantes y para las propias organizaciones? Las
autocríticas posteriores que hicieron las propias conducciones dejan ver que la
resistencia armada contra la dictadura se sostenía no sólo en el espíritu de lucha
que caracterizaba a la subjetividad de “los setenta”, sino también en una visión
distorsionada de la correlación de fuerzas. La sobrestimación de las posibilida-
des de éxito habría perdurado más de la cuenta debido a que las organizaciones
se habían jerarquizado en férreas estructuras de mando conforme a su militari-
zación. Los militantes de a pie se veían atados a la decisión de las conducciones
cuyas autocríticas por demorar el repliegue resultarían tardías. Tanto los líde-
res montoneros como los erp-perretistas pensaron que la llegada de los milita-
res al poder provocaría el surgimiento de un poderoso ejército popular, sin
tomar nota del aislamiento que venían sufriendo a partir del repliegue “de las
masas” y de un buen número de sus militantes periféricos. Aferrados a una
mirada de la historia que vaticinaba el triunfo, apostaron ciegamente al
voluntarismo al momento de creer, por ejemplo, que sus dirigidos podrían so-
portar indefinidamente la tortura o que la organización en células los protege-
ría suficientemente de la cacería de los Grupos de Tareas.
Hasta la escalada represiva iniciada en mayo de 1977, el ERP-PRT resistió en
diversos niveles, lanzando algunas pocas acciones selectivas pero sumamente
audaces como la Operación Gaviota (febrero de 1977) en la que por poco no se
logró destruir el avión presidencial en el que viajaban Videla y Martínez de
Hoz. Por su lado, la organización Montoneros llevó adelante en 1977 más de
600 acciones, entre las que se destacaron el secuestro de empresarios vinculados
con la represión, acciones de sabotaje a fábricas e infraestructura, la destruc-
44 Richard Gillespie, Soldados de Perón. Los Montoneros, cap. 6: “La retirada hacia el exte-
rior del país (1976-1981)”, Buenos Aires, Grijalbo, 1987.
45 Héctor Ricardo Leis, El movimiento por los derechos humanos y la política argentina/1,
Buenos Aires, CEAL, 1989.
puesto de lucha para cada ciudadano”, había dicho Videla en su discurso inau-
gural. Luego fue instalada, de la noche a la mañana, la guerra con Chile que no
llegó a concretarse pero que, a través de consignas y simulacros, el régimen
instrumentó en 1978 para conectarse nuevamente con la sociedad mientras la
preparaba para un conflicto armado. Al mismo tiempo y avanzando hacia 1979
y 1980, fueron llevados al primer plano de la enemistad nacional quienes su-
puestamente promovían la “campaña antiargentina”: familiares de desapareci-
dos y exiliados que denunciaban el genocidio desde el exterior, los jugadores de
la selección holandesa que un día antes de la final habían visitado a las Madres
de Plaza de Mayo, o los inspectores de la Comisión de la OEA que arribó al país
en 1979. Por último, la reconquista de Malvinas en manos de los usurpadores
ingleses. Las islas debían ser recuperadas sin dilación.
Es sabido que las dictaduras son más propicias a entablar conflictos bélicos que
las democracias porque necesitan de las guerras más que aquéllas para resolver
sus contradicciones con la sociedad unificando el frente interno al invocar la
“unión sagrada”. Pero en Argentina ninguna de las dictaduras anteriores había
arrastrado a la sociedad a una guerra, ni había estado cerca de hacerlo. La nece-
sidad de presentar en todo momento un enemigo nacional frente al cual convo-
car a los argentinos debió ser particularmente perentoria en este caso porque el
último régimen militar rara vez se privó de ello y porque estuvo dispuesto a
construir a los “enemigos” en todo momento.
1) Un primer factor se relaciona con la necesidad que en general presentan los
regímenes autoritarios de justificar su presencia en el poder aduciendo que “las
amenazas contra la nación” no han cesado. Es decir que para presentarse como
regímenes de excepción para tiempos de emergencia deben renovar el escenario
de las supuestas “emergencias nacionales”.
2) Un segundo elemento para explicar las “guerras” de la dictadura fue, otra
vez, la competencia interna por el poder. Como en la represión y el genocidio, a
propósito de las guerras con otras naciones, los “duros” presionaban a los “blan-
dos” para ganar posiciones, mientras éstos intentaban mostrarse no tan “blan-
dos” con tal de conservar su liderazgo en las fuerzas. No es casual que la guerra
con Chile y la reconquista militar de Malvinas hayan sido impulsadas por la
Armada (Massera y Jorge Anaya) tanto como por los duros del Ejército que
competían por el poder: Benjamín Menéndez, Suárez Mason, Santiago Omar
Riveros y, más tarde, Galtieri. Quien más decidido se mostrara seduciendo a las
fuerzas con promesas de triunfos históricos, ganancias patrióticas y suculentos
aumentos en la compra de armamentos, ganaría apoyo en un lugar decisivo: el
cuerpo de generales del Ejército, quienes reunidos constituían la instancia de-
cisiva para la sucesión presidencial. De hecho, concitando el apoyo de este cuer-
po fue como Galtieri logró la destitución de Viola para asumir la conducción.
Pero antes de que eso tuviera lugar, fue durante el conflicto con Chile cuando la
competencia interna de poder puso de manifiesto lo precario que era el liderazgo
militar de Videla y la falta de conformación institucional de un régimen deter-
minado por internas aplazadas pero no resueltas. Dos cosas que contrastaban
con la dictadura chilena. La estrategia de Massera desde que el conflicto con
Chile quedó planteado cuando el gobierno argentino consideró nula la resolu-
ción del laudo inglés, consistió en promover a Suárez Mason a la jefatura del
Ejército, emitiendo discursos belicistas en las bases militares del Sur con el
objetivo de ganarse el apoyo de los jefes de los cuerpos y regimientos. Mientras
Videla y Viola apostaban a una solución diplomática mediada por el Vaticano y
Estados Unidos, Massera entablaba contactos con el Ejército de Bolivia en bus-
ca de un potencial aliado para la guerra. Presionando a la conducción, los cuer-
pos del Ejército argentino comenzaron sus aprestos para el combate. Lanzaron
gritos de guerra y movilizaron tropas al tiempo que diseñaron el ataque argen-
tino. Frente a ello, Videla evidenció su condición de mero primus inter pares
entre los generales del Ejército cuando accedió a firmar el decreto que autoriza-
ba la invasión argentina denominada Operativo Soberanía cuyo inicio se fijó
para el 20 de septiembre de 1978. Entre las distintas hipótesis que contempla-
ba el alto mando argentino figuraba la regionalización de la guerra en el caso
muy probable de que Bolivia y Perú intervinieran contra Chile, y en el caso
menos probable de que Brasil lo hiciera contra Argentina buscando reconsti-
tuir el equilibrio regional48.
¿Cuáles eran las principales motivaciones de los mandos que impulsaban una
aventura de este calibre? Además del triunfalismo basado en una supuesta su-
perioridad de la infantería argentina compuesta por “soldados invictos”, exis-
tían otros impulsos e ilusiones belicistas. Como señalan Seoane y Muleiro, “la
guerra era necesaria para crear un escenario donde reinaran quienes mandaban
en sus armas”. El oportunismo de los postulantes a la jefatura del Ejército que
como Galtieri alternaron de una posición moderada a una belicista de acuerdo
con las circunstancias de la interna militar, pone de manifiesto que la soberanía
de las islas no era lo primordial.
3) En tercer lugar, la apelación a lo nacional permitía al régimen congraciarse
de múltiples maneras con la sociedad y construir la imagen de una nación
cohesionada por “intereses transversales” al conflicto entre las clases: “25 mi-
llones de argentinos jugaremos el Mundial”, “unidos es más fácil”, rezaban las
consignas en uno y otro momento llamando a la confraternidad después del
48 Bruno Passarelli, El delirio Armado. Ar gentina y Chile, la guerra que evitó el Papa,
Buenos Aires, Sudamericana, 1998, pp. 39-41.
“fratricidio”. Que el llamamiento tuviera éxito era vital para un régimen que,
como vimos, había desechado por igual los “plebiscitos del sí” y el uso de las
corporaciones, al tiempo que carecía por completo de recursos carismáticos
aunque algunos jefes procesistas como Massera pretendieran tenerlo. La dicta-
dura que había atomizado a la sociedad destruyendo asociaciones de base debía
reunir a esos mismos individuos en otro tipo de convocatoria, en un reencuentro
colectivo prefigurado por su voz rectora. El régimen terminó de descubrirlo
durante el Mundial 78: en un contexto de exaltación triunfalista era posible
dirigirse a una multitud modelada por discursos adulatorios sin que el alma
colectiva notara la contradicción que existía entre esos elogios y el cercena-
miento del derecho a voto. Cualquier triunfo que pudiera ser exhibido como un
logro nacional, desde la consagración de una Miss Universo argentina, o el
buen desempeño de un tenista o un automovilista en la competencia mundial,
contribuía a dulcificar la relación sobre la base de ocultar lo más evidente49.
A su vez, en cuanto a la guerra con Chile y de Malvinas, el Ejército “nocturno”
encontraba la oportunidad de transfigurarse en “diurno”, cambiando “guerra
sucia” por “guerra limpia”, buscando un acercamiento con la sociedad que no
habían conseguido en su llamamiento contra la subversión. El caso del teniente
de navío Alfredo Astiz lo ilustra claramente: guerra mediante, el alias “rubio”
de la represión clandestina mutaba por unos días en conductor de los comandos
“Lagartos Argentinos”, narrados como héroes de la resistencia nacional en las
Georgias del Sur.
4) Un cuarto factor interviniente en el conflicto con Chile y más aun durante
Malvinas refiere a los impulsos comúnmente denominados “huida hacia ade-
lante”. Cuando los militares advirtieron que más tarde o más temprano buena
parte de la opinión pública mundial y de la sociedad argentina los iba a obligar
a rendir cuentas por sus crímenes, la necesidad de permanecer en el poder ape-
lando al nacionalismo con su manto de confusiones se hizo más urgente que
nunca. A esto se sumó el derrumbe económico de 1981, el resurgimiento de la
protesta obrera y el agravamiento de la competencia interna de poder que ame-
nazaba con fragmentar al régimen desde arriba.
En verdad, todos los caminos y los fracasos de la dictadura condujeron a una
salida como Malvinas, tan ignorante de la historia del siglo XX como de la
historia de las guerras: el fracaso para esconder el genocidio o consensuar su
impunidad. El fracaso económico difícil de soslayar en una situación de banca-
rrota, y el fracaso político al momento de criar lo que Videla denominaba “una
descendencia civil del Proceso que no fuera el antiproceso”. Durante la presi-
dencia de Viola, en el año 1981, se evidenciaron estos fracasos justo en el
50 Véase un excelente análisis de este período en Marcos Novaro y Vicente Palermo, op. cit.,
cap. V.
de la sociedad que se limitó a actuar como si ignorara los peligros que se aveci-
naban. Tomados de la mano, unos y otros se aferraron a las ilusiones que la
corporación militar fabricaba, en primera instancia, para sí misma. Al princi-
pio, se mantenía la ilusión de que Inglaterra no respondería. No se percibía que
para la refundación conservadora liderada por Margaret Thatcher la guerra sig-
nificaba una oportunidad espléndida para superar sus propios fracasos después
de tres años de tozudo neoliberalismo. Pero pronto se hizo evidente que Ingla-
terra sí respondería, que de hecho una de las armadas más poderosas del mundo
estaba en camino, y con la asistencia de su aliado histórico, Estados Unidos.
Entonces se renovaron ilusiones basadas en la leyenda del soldado criollo que
nunca había perdido una guerra, o en el voluntarismo de los argentinos que si
era necesario “volverían a tirar aceite hirviendo desde los balcones como en
1807”.
Las primeras víctimas de este lance político-belicista fueron los conscriptos
muy jóvenes e inexpertos (muchos de ellos con pocos meses de instrucción) que
formaron un alto porcentaje de los cerca de 10.000 soldados argentinos que
combatieron en Malvinas. Mal equipados, debieron enfrentarse a dos enemigos
que la geografía y el clima hicieron más temibles, dos enemigos que en la
posguerra habitarían sus pesadillas simultáneamente: en el frente, la maquina-
ria militar inglesa que contaba con soldados expertos, bien pertrechados. En la
retaguardia, la negligencia de los mandos argentinos, que en muchos casos des-
cargaban sus temores maltratándolos con sadismo. Del lado argentino, el saldo
humano de la guerra fue de 649 soldados muertos (323 murieron en el hundi-
miento del Crucero General Belgrano que fue atacado cuando navegaba fuera
de la zona de exclusión militar declarada por Gran Bretaña), cerca de 1.300
heridos, y cerca de 350 ex combatientes (cifra estimada al 2006 por organiza-
ciones de veteranos de guerra) que se suicidaron en la posguerra.
Si Malvinas implicó el colmo de la irracionalidad transmitida de arriba hacia
abajo, es importante distinguir su nacimiento dentro de los cuarteles de su
irradiación triunfalista a la sociedad a través del más penetrante operativo de
comunicación51.
Una vez iniciados los aprestos para la guerra, correspondió a los medios instalar
primero el optimismo y luego el triunfalismo cuando las acciones bélicas co-
menzaron. Lo narrado por los primeros comunicados de guerra impusieron el
“estamos ganando” con la asistencia de operaciones de prensa que soslayaban o
falsificaban hechos, y que inventaban la existencia de armas milagrosas y de
circunstancias favorables, que supuestamente inclinarían las posibilidades del
triunfo para Argentina. Sería la última fantasía impuesta por el régimen a la que
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Creer que las palabras expresan los pensamientos, creer que los pensamien-
tos rigen la voluntad, creer que la voluntad conduce a los acontecimientos
y creer que los acontecimientos son controlados por el alcance de las leyes,
tal es la síntesis de la confianza cívica radical.
Enrique Fogwill (1984)
1. Introducción
siendo “el liberalismo por otros medios”. Enrique Fogwill publicó, en mayo de
1984, un ensayo en la revista El Porteño titulado “La herencia cultural del Proce-
so”, donde destacaba una invariante histórica de largo plazo, que se inició con la
dictadura y que continuó en el período abierto en 1983. Proponía, crudamente,
buscar el Proceso en los “pasadizos progresistas de los contemporáneos”1.
7 Claudio Katz, “El círculo vicioso de la crsisis mundial y la deuda de America Latina”,
Realidad Económica, Nº 83-84, cuarto y quinto bimestre de 1988, pp. 32 y 55.
8 Véase Marcelo Luis Acuña, Alfonsín y el poder económico, Buenos Aires, Corregidor,
1995, p. 44-45.
9 Véase Eduardo Basualdo, Sistema político y modelo de acumulación en la Argentina,
Bernal, Universidad Nacional de Quilmes, 2001, p. 44.
tuado de mediador entre ambos países durante la dictadura, aun cuando el fallo
beneficiaba a Chile. Para avalar su posición, y para presionar al Parlamento,
convocó a una consulta popular. En 1984, la población participó de un plebis-
cito y aprobó el tratado.
11 Aníbal Mayo: “El Plan Sourrouille”, Realidad Económica, Nº 63, segundo bimestre de
1985, p. 6.
nombre de la nueva moneda que reemplazaba al peso, tenía como objetivo prio-
ritario bajar la inflación rápidamente. Se redujo el déficit fiscal y se aumenta-
ron los impuestos a las exportaciones. Se frenó la emisión monetaria y se conge-
laron precios, tarifas públicas y salarios. Se devaluó un 15 por ciento y se conge-
ló el tipo de cambio.
A diferencia del perfil distributivo de la gestión Grispun, el nuevo plan econó-
mico favorecía el aumento de las exportaciones agropecuarias y la reestructura-
ción industrial (de las ramas más concentradas y vinculadas al mercado exter-
no) a partir de la apertura de la economía. Se intentó mantener un tipo de
cambio alto para favorecer las exportaciones y alejar el viejo fantasma de la
escasez de divisas (típico rasgo del stop and go).
Además se impulsó la reestructuración del sector público mediante
privatizaciones de algunas empresas públicas que venían operando como meca-
nismo de transferencia de subsidios a las empresas más concentradas, contratis-
tas o clientes del Estado. De este modo, siguieron delineándose los rasgos de la
forma del Estado neoliberal y, cada vez más, ésta pasó a atender las necesidades
de los sectores dominantes. Si durante la dictadura habían sido beneficiados los
grupos económicos como contratistas del Estado, ahora se planteaba que las
empresas públicas pasaran directamente a manos privadas. Durante el gobierno
radical, el esquema de privatizaciones no contó con el apoyo necesario en el
Congreso, fundamentalmente debido a la oposición del peronismo. Pocos años
después, hiperinflación mediante, el gobierno de Menem sería el encargado de
articular los intereses de los sectores dominantes, efectuando las privatizaciones
en los años 90.
El impacto inicial del Plan Austral fue positivo, la inflación cayó de manera
pronunciada. Esto le permitió al radicalismo ganar las elecciones legislativas de
1985. Pero el fenómeno inflacionario retornó; los precios aumentaron y los sala-
rios siguieron deteriorándose. Las modificaciones parciales del plan no consiguie-
ron detener el proceso inflacionario. Como la productividad de la industria au-
mentaba, mientras que el costo de la fuerza de trabajo disminuía, difícilmente
puede sostenerse que los salarios fueron responsables del aumento de precios. Por
el contrario, las prácticas monopólicas (determinantes de los precios) de las gran-
des empresas operaron sistemáticamente impulsando el alza. Dos años más tarde
el plan era insostenible. En las elecciones de 1987, que ponían en juego varias
gobernaciones y que renovaban la Cámara de Diputados, el radicalismo fue de-
rrotado y el peronismo salió fortalecido13.
13 De hecho, el oficialismo perdió en todos los distritos, salvo Córdoba, Río Negro y la
Capital Federal.
14 Leonardo Blejer: “El Plan Primavera”, Realidad Económica, Nº 83-84, cuarto y quinto
bimestre de 1988, p. 32.
15 Si bien el FMI se presenta como una entidad multilateral, en los hechos, los votos que
Estados Unidos tiene dentro de la misma hacen que ninguna decisión pueda tomarse sin
el consenso norteamericano. En general, los votos de los países deudores son claramente
minoritarios en la asamblea del FMI y la mayoría se compone de países desarrollados. De
esta manera, la institución condensa los intereses de los países dominantes en el escenario
internacional.
16 Eduardo Basualdo, Acerca de la naturaleza de la deuda externa y la definición de una
estrategia política, op. cit.
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Blejer, Leonardo, “El Plan Primavera”, Realidad Económica, Nº 83-84, cuarto y quinto bimestre
de 1988.
Ariel Filadoro
1. Introducción
más lejanos, abordar la historia reciente obliga a asumir el lugar que cada uno
tiene dentro de la sociedad que le toca vivir, y esto tiene consecuencias inme-
diatas. Pues es fácil concluir que la práctica fraudulenta de la política hasta
1916 era una forma que tenían los sectores dominantes agropampeanos para
manejar el Estado y las decisiones de gobierno. Lo que no es tan fácil, por
ejemplo, es relacionar el poder económico actual con las medidas que toman los
gobiernos en nuestros días. Es probable que discutir sobre las prácticas
anarquistas de principios de siglo no genere mayores debates, e incluso provo-
que indiferencia. Lo que no es tan probable es que si discutimos sobre la prác-
tica de los piqueteros nos resulte indiferente. Y así podríamos señalar numero-
sos ejemplos vinculados a la deuda externa, a la relación con las potencias ex-
tranjeras, a la participación de los obreros en la vida política, etcétera.
Sin embargo, es preciso destacar que lo que anima el estudio de la historia
–reciente y más lejana– es precisamente el afán de comprender los problemas
de la actualidad: pues cuando vamos al pasado buscamos entender la relación
entre el poder económico y el poder político, la naturaleza y las características
de las protestas sociales, el sentido de la democracia y, vale la pena enfatizarlo,
nos preguntamos acerca de las posibilidades y formas de construir un orden
social más justo y equitativo.
Estudiar la realidad histórica obliga a ir más allá de aprender qué pasó
fácticamente, ciertamente implica establecer relaciones entre los acontecimientos
y los grupos sociales apuntando, por ejemplo, lo que cada uno gana y pierde en
determinado orden social; también implica realizar una jerarquización de aquello
que nos ayuda a esclarecer la realidad, señalando qué elementos son los más
importantes para la comprensión de los fenómenos. En tanto las esferas econó-
mica, política y social se encuentran en permanente interacción, será muy im-
portante señalar cuál resulta determinante para el entendimiento de los proce-
sos. Por ejemplo, nos podemos preguntar ¿qué problema es más importante: la
búsqueda de ganancias por el poder económico o la corrupción de los políticos?
¿Qué relación existe entre ellos? ¿Fue efectivamente tan importante el
menemismo para explicar lo sucedido durante los 90 o bien se trata de una
problemática económica y política más profunda y compleja? Una adecuada
articulación entre el régimen de acumulación, el régimen político y la forma de
Estado contribuirá a dar respuesta a este tipo de interrogantes.
Asimismo, será imprescindible ser conscientes del lugar que cada uno ocupa
en la sociedad y las limitaciones que se desprenden de ello; esto es, ser cons-
cientes de la posición política frente a la realidad, conciencia que enriquecerá
la capacidad para pensar el Estado, la política, la economía, etc. Por ejemplo,
la misma realidad no será analizada de igual modo por un desempleado que
por un integrante de los grupos económicos más ricos de Argentina. Recono-
1 Vale apuntar que no sólo se trata de reconocer el lugar propio de cada uno. También es
preciso, a la hora de reflexionar en torno a la realidad social, reconocer el lugar de “los
otros”, reconocer en los sectores sociales más perjudicados un “otro” que es un igual; de lo
contrario se corre el riesgo de estudiar la realidad desde un reduccionismo individualista
donde cada uno sólo mira su propio interés: los ricos se miran a sí mismos, los sectores
medios también y los sectores populares a donde pueden. Pues cuando nos referimos a
tomar conocimiento del lugar del otro, también nos referimos, simultáneamente, a ver a
“los otros” como iguales.
3 En la Operación Tormenta del Desierto mueren unos 200.000 iraquíes y 148 aliados, lo
que da cuenta de “cierto desbalanceo de fuerzas”. Una década después, George Bush (hijo)
ocuparía directamente Irak.
4 Hacia principios de los 90 se conformó lo que John Williamson denominó el Consenso de
Washington, donde se precisaban los lineamientos de políticas que se buscaría imponer
en América Latina. Argentina será el ejemplo paradigmático del “buen alumno” de Was-
hington.
5 Aun suponiendo que se inicie una senda de crecimiento –cosa que difícilmente puede
sostenerse– es preciso analizar, luego, quiénes son los beneficiarios del supuesto creci-
miento.
Tal como se ha visto en el trabajo de Ezequiel Sirlin sobre la dictadura, este tipo
de reformas habían tenido un antecedente directo durante la última dictadura
militar. De todos modos, es preciso puntualizar que durante la década del 90 se
radicalizarán estas reformas; de hecho, la lógica de los ajustes que tendrían
lugar en Argentina para “seducir” a los mercados son prueba de un cambio
radical en el modo de funcionamiento de la economía argentina.
En lugar de evaluar las políticas en virtud de su capacidad para atender las
necesidades sociales, éstas serían evaluadas según su capacidad para satisfacer
los requisitos del capital financiero. De algún modo, y salvando las distancias,
la economía argentina volvería a un estadio pre-crisis del 30 a instancias de una
fuerte dependencia del capital extranjero y escasa regulación del mercado.
La asociación entre neoliberalismo, corrupción y prácticas autoritarias no será
patrimonio exclusivo de Argentina durante los 90; en Brasil y Ecuador son
destituidos dos presidentes –Collor de Mello y Abdalá Buccaram– acusados
por corrupción, mientras que en Perú, Alberto Fujimori da un autogolpe y
disuelve el Parlamento en 1992. Estos elementos colorean el cariz que tomará
la nueva política latinoamericana bajo el prisma neoliberal.
Es así como, al poco tiempo de asumir el poder, Menem acuerda con los secto-
res dominantes las medidas de gobierno que estarán fuertemente alineadas con
los intereses de estos grupos. El salariazo –medida que convocó a la clase obrera
a las urnas– fue excluido de las prioridades.
En este contexto, las principales agrupaciones empresariales se acercaron al
gobierno: el Consejo Empresario Argentino (CEA), la Sociedad Rural Argenti-
na (SRA), la Cámara Argentina de Comercio y la Unión Industrial Argentina
(UIA). En cuanto a las organizaciones de trabajadores, tiene lugar la partición
de la Confederación General de Trabajadores (CGT).
Se sancionan las leyes de Emergencia Económica (23.697) y la de Reforma
del Estado (23.696). Estas leyes allanaron el camino para legislar por decreto
–prescindiendo del Parlamento– y para privatizar las empresas públicas y
reformular las bases del Estado. En medio de la crisis, estas medidas fueron
aprobadas con carácter de urgencia y sin mayores debates. A su vez, a poco de
ser designado presidente, Menem consigue la ampliación de la Corte Supre-
ma de Justicia de seis a nueve miembros. Logra así reforzar su poder político
en la medida en que bajo los decretos de necesidad y urgencia sortea los deba-
tes parlamentarios y con la ampliación de los miembros de la corte tiene
“mayoría automática”. El sistema representativo, que se basa en la división
de poderes, quedaba así reducido al hiperpresidencialismo.
A los pocos días del levantamiento carapintada del 3 de diciembre de 1990
encabezado por Mohamed Alí Seineldín –dos años después de haber hecho lo
propio durante el gobierno de Alfonsín–, Menem indulta a la cúpula militar
que había sido encarcelada como resultado de los juicios por la desaparición y
tortura de personas durante la última dictadura. El indulto alcanza a 120
militares y 22 ex guerrilleros.
En 1991 se sanciona la Ley de Convertibilidad, por medio de la cual se
estableció que el Banco Central respaldaría con el 100 por ciento de reser-
vas internacionales la emisión monetaria; esto es, que por cada peso emiti-
do habría un dólar –u otro activo extranjero– en la caja fuerte del Central.
Si bien no existen países desarrollados con este esquema cambiario desde
hace décadas, se utilizó este patrón como forma de control estricto de la
emisión de billetes7.
En 1993 tiene lugar el Pacto de Olivos entre los dos jerarcas partidarios
–Menem y Alfonsín–, pacto del cual surge la reforma de la Constitución en
7 Vale apuntar que la convertibilidad amputó una de las posibilidades más extendidas de
hacer política monetaria –la emisión–, la que quedó subordinada a los movimientos de
capitales internacionales.
Cuanto más reaccionaria es una clase dirigente, más evidente resulta que el
orden social sobre el cual reina se transforma en un impedimento para la
liberación humana, y más se aprecia que su ideología está contaminada por
el antiintelectualismo, el irracionalismo y la superstición.
Paul Baran, El compromiso del intelectual
proceso, combinado con la pesada carga que significaría la deuda externa, im-
plicó un nuevo tipo de inserción internacional del capitalismo argentino, que
dio como resultado un reforzamiento de la dependencia respecto de los países
centrales. Ahora, no sólo se trataba de dependencia tecnológica, en la medida
en que la innovación en la producción de bienes de alto contenido tecnológico
–como las computadoras, por ejemplo– no se producía en el país, sino también
de dependencia financiera.
Este último tipo de dependencia tiene consecuencias distintas a las que provoca
la primera en el funcionamiento económico. En el caso de la dependencia tec-
nológica, los países latinoamericanos, africanos, buena parte de los asiáticos,
etc. –países subdesarrollados que suman holgadamente más de las dos terceras
partes de la población y del territorio mundial– se ven condicionados por la
dinámica del comercio internacional en la medida en que producen materias
primas y bienes de bajo contenido tecnológico. En cambio, el condicionamiento
financiero opera de manera directa sobre los gobiernos y fuerza transformacio-
nes sobre los aparatos del Estado y productivos.
De este modo, la dependencia tecnológica aparecía como un obstáculo que re-
sultaba posible sortear si los países subdesarrollados conseguían modernizar su
aparato productivo. El principal escollo se daba en el marco productivo, del
comercio y la competencia con las grandes corporaciones internacionales, don-
de los ciclos económicos de stop and go eran el emergente del problema10.
Precisamente éste fue el gran desafío de la ISI y los esfuerzos de los Estados
nacionales iban en esa dirección. Los primeros gobiernos peronistas o el
desarrollismo de Frondizi son ejemplos de este tipo de intentos. Se trataba,
fundamentalmente, de producir internamente aquello que era importado.
Con la dependencia financiera, tal como veremos en este apartado, la presión
del capital financiero es capaz de decidir el signo y contenido de las leyes, así
como de conseguir la capitulación de un gobierno o de diseñar (imponer) direc-
tamente la política económica de un país. Las decisiones productivas quedan
fuertemente condicionadas por las exigencias financieras y esto, a su vez,
retroalimenta la dependencia tecnológica al tiempo que los Estados nacionales
pierden autonomía relativa.
De este modo, una de las características distintivas del régimen de acumulación
de la valorización financiera consiste en que los objetivos de desarrollo industrial
quedan subordinados a las obligaciones de pago de los compromisos financieros.
Si analizamos la evolución de la producción argentina, vemos que a lo largo de las
Cada año, un nuevo déficit. Cada cuatro o cinco años, un nuevo empréstito.
Y cada nuevo empréstito, una nueva ocasión de estafar a un Estado
mantenido artificialmente al borde de la bancarrota.
Karl Marx, Las luchas de clases en Francia, Buenos Aires, Lautaro, 1946
Los débiles pilares que sostenían al gobierno radical de Raúl Alfonsín se des-
moronaron cuando, en febrero de 1989, se desata el golpe de mercado que
desencadena la hiperinflación. Esta escalada descontrolada de precios significa-
ba el fin del Plan Primavera y del gobierno radical.
El desencadenamiento de “la híper” se da en el marco del conflicto distributivo
entre distintas fracciones de los sectores dominantes. Ante la cesación de pagos
de deuda externa, el capital financiero inicia una corrida cambiaria como forma
de presionar al gobierno, no sólo para que retome los pagos de deuda sino
también para que lleve adelante una serie de transformaciones en el funciona-
miento global del régimen de acumulación, la forma de Estado e –incluso– del
régimen político11.
12 Para definirlos de manera sencilla, digamos que los acreedores externos son fundamental-
mente bancos extranjeros que tienen deuda del gobierno; los grupos económicos son pro-
pietarios de diferentes empresas argentinas que operan en distintos rubros y los conglo-
merados extranjeros son las empresas extranjeras radicadas en el país.
13 Eduardo Basualdo, op. cit., p. 52.