0% encontró este documento útil (0 votos)
3 vistas21 páginas

008 MORIN El Paradigma Perdido Parte III

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1/ 21

EDGAR MORIN

EL PARADIGMA
PERDIDO

ENSAYO DE BIOANTROPOLOGIA
TERCERA PARTE

UN ANIMAL DOTADO DE SINRAZÓN

«O Ridicolissime heroe»

PASCAL
1. SAPIENS-DEMENS

La era de los cerebros de gran tamaño comienza con el hombre


de Neanderthal, ya sapiens, que cede su sitio al hombre actual,
último y único representante de la familia de los homínidos y del
género hombre sobre la tierra. Cuando aparece sapiens, el hombre ya
es socius, faber, loquens. La novedad sapiens que aporta al mundo
no reside, tal como se había creído, en la sociedad, la técnica, la
lógica o la cultura, sino en algo que hasta el presente venía siendo
considerado como epifenoménico, o ridículamente promulgado como
signo de espiritualidad: la sepultura y la pintura.

Lo que nos dice la sepultura

Las tumbas más antiguas que conocemos corresponden al


hombre de Neanderthal1 y nos dan razón de algo absolutamente
distinto y bastante más complejo que una simple operación de cubrir
con tierra los cadáveres para proteger a los vivos de la
descomposición de aquellos, para lo que habría bastado con
abandonarlos lejos de los lugares habitados o echarlos al agua. El
muerto está colocado en posición fetal (lo que nos sugiere la creencia en
un ulterior nacimiento) y algunas veces acostado sobre un lecho de flores,
como lo indican los restos de polen hallados en una sepultura neanderthaliana
descubierta en el Irak (lo que nos sugiere la existencia de ceremonias
funerarias). En algunos casos los huesos se hallan recubiertos por una capa de
ocre (funerales después de la consumación canibalesca o segundos funerales
una vez descompuesto el cadáver); los restos mortales están protegidos
mediante piedras y, posteriormente, aparecen junto al muerto armas y
alimentos (lo que nos sugiere la supervivencia del muerto bajo forma de
espectro corporal con idénticas necesidades que los vivos). 2

1 Monte Carmelo (40.000 años), la Capilla de los Santos (entre 35.000 y


45.000 años), Monte Circeo (35.000 años).
2 La hipótesis de que exista una creencia en el renacimiento de los muertos o
una supervivencia bajo la forma de espectro corpóreo (doble) nos viene sugerida
Los testimonios que nos proporciona la sepultura
neanderthaliana significan, no sólo una irrupción de la muerte en la
vida humana, sino la existencia de una serie de modificaciones
antropológicas que han permitido y provocado tal irrupción.

1. Una nueva conciencia

Sin lugar a dudas, los hechos que acabamos de apuntar nos dan
cuenta de un progreso en el conocimiento objetivo. La muerte ha
dejado de ser simplemente concebida en tanto que hecho, tal como
sucede entre los animales (quienes, además, saben «hacerse el
muerto» para engañar al enemigo), o como una pérdida, desaparición
o perjuicio irreparables (sentimientos que pueden ser compartidos
por el mono, el elefante, el perro o el pájaro), al adquirirse plena
consciencia de que también se trata del paso de un estado a otro.
Además, con toda probabilidad ya no se piensa en la muerte
como en una «ley» de la naturaleza, sino como en una coerción casi
inevitable que pesa sobre todos los seres vivos.
De todos modos, ya sea por la presencia de los muertos o por la
de la idea de la muerte como algo distinto a un acontecimiento
inmediato, se nos revela la existencia de un pensamiento entre el
hombre de Neanderthal que no se halla totalmente investido por el
carácter de presencia inmediata del acto, es decir, podemos descubrir
la presencia del tiempo en el seno de su conciencia. El
establecimiento de conexiones entre una conciencia de la
transformación, una conciencia de las coerciones y una conciencia del
tiempo indica la aparición de un mayor grado de complejidad y un
salto cualitativo en el conocimiento consciente de sapiens.

2. El mito y la magia

por el hecho de que ambas son dos creencias básicas de toda la humanidad en
cuanto concierne al más allá pues las encontramos, ya sea mezcladas entre sí, ya
sea netamente diferenciadas, en todas las sociedades arcaicas conocidas y
constituyen el fundamento de todas las creencias ulteriores (Morin, 1972). La
hipótesis de las ceremonias funerarias nos viene igualmente sugerida por su
universalidad, bajo las formas descritas, entre las poblaciones arcaicas.
La creencia en que a través de una transformación se alcanza
una nueva vida en la que se mantiene la identidad del transformado
(reencarnación o supervivencia del «doble») nos indica, por una
parte, que existe una conciencia realista de la transformación, y, por
otra, que hace su aparición en escena lo imaginario como una de las
formas de percepción de la realidad y que el mito entra a formar
parte de una nueva visión del mundo. Tanto lo imaginario como el
mito se convertirán a un mismo tiempo en productos y coproductores
del destino humano.
Del mismo modo que la tumba nos indica la presencia y la fuerza
adquiridas por el mito, las exequias nos dan cuenta de la presencia y
la fuerza de la magia. En efecto, las exequias son ritos que
contribuyen a que se efectúe de forma adecuada el paso a la otra
vida, protegiendo a los vivos tanto de las iras del muerto (de donde
tal vez tome su origen el culto a los muertos) y de su descomposición
(posiblemente derive ya de ahí el luto que aisla a los allegados del
difunto). Así pues, aparece en sapiens todo un aparato mitológico-
mágico que se moviliza con el objeto de afrontar la muerte.

3. La brecha antropológica

Todo parece indicarnos que la conciencia de la muerte que


emerge en sapiens está constituida por la interacción entre una
conciencia objetiva que reconoce la mortalidad y una conciencia
subjetiva que afirma, si no la inmortalidad, sí como mínimo la
existencia de una vida más allá de la muerte. Los ritos de la muerte
dan cuenta de, lavan y exorcizan el trauma provocado por la idea de
aniquilamiento. En todas las sociedades de sapiens conocidas, las
exequias traducen a un mismo tiempo una crisis y su superación, de
un lado la aflicción y la angustia, del otro la esperanza y el consuelo.
Todo parece, pues, indicarnos que el homo sapiens siente el
problema de la muerte como una catástrofe irremediable que le
provocará una ansiedad específica, la angustia o el horror ante la
muerte, y que la presencia de la muerte se convierte en un problema
vivo, es decir, que modela su vida. Asimismo, parece claro que este
hombre no sólo rehúsa admitir la muerte, sino que la recusa, la
supera y la resuelve a través del mito y de la magia.
Lo profundo y fundamental no es sólo la coexistencia de estas
dos conciencias, sino su confusa unión en una doble conciencia a
pesar de cuan variable pueda ser su combinación según los individuos
y sociedades (llegándose al caso de una vida impregnada por la idea
de la muerte), ninguna de ambas conciencias llega a anular
verdaderamente a la otra y todo acontece como si el hombre fuera un
sincero simulador ante sus propios ojos, un histérico, según la
antigua definición clínica, que transforma en síntomas objetivos lo
que proviene de su perturbación subjetiva.
Así pues, existe una brecha entre las visiones subjetiva y
objetiva que la muerte abre hasta sus límites extremos y que será
colmada de mitos y ritos de supervivencia que acabarán integrando la
idea de la muerte. La dualidad entre sujeto y objeto aparece por
primera vez en el pensamiento de sapiens y todas las futuras
religiones y filosofías intentarán superar o profundizar a través de mil
distintos caminos este irrompible vínculo, esta insuperable ruptura.
De hecho, lo que hace el hombre en este estadio es ya disociar su
destino del destino natural, si bien, en buena ley, se halla convencido
de que su supervivencia obedece a las leyes naturales del
desdoblamiento y de la metamorfosis. Aparecen, pues, acusadas
interferencias entre una objetividad y una subjetividad más ricas,
correspondientes una y otra a:

4. Un progreso de la individualidad

En efecto, se hace necesario que exista una fuerte presencia


personal para que la individualidad de un muerto sobreviva entre los
que ha abandonado; se hace necesario que los vínculos afectivos e
intersubjetivos sean realmente intensos para que sigan ejerciendo su
influencia aún más allá de la muerte. Para percatarse plenamente de
la brecha mortal, confluencia entre la afirmación objetiva de la
muerte y la afirmación subjetiva de la amortalidad individual, es
necesario que se desarrolle este nuevo epicentro que es la conciencia
de sí mismo.
Con la muerte, irrumpen a un mismo tiempo en el mundo de
sapienes una verdad y una ilusión, una elucidación y un mito, una
ansiedad y una seguridad, un conocimiento objetivo y una nueva
subjetividad y, por encima de todo, el ambiguo lazo que une a éstas
dos últimas. Nos hallamos, pues, ante un nuevo desarrollo de la
individualidad y la aparición de una brecha antropológica.
La muerte neanderthaliana, constatada desde mucho tiempo
atrás, pero vaciada totalmente de contenido antropológico por la
visión unidimensional del hombre racional, constituye una formidable
revelación acerca de la auténtica diferencia entre sapiens y sus
predecesores que -ilumina de forma permanente el carácter de la
naturaleza humana al mostrarnos en qué modo la extraordinaria
madeja de significaciones que hemos desenredado se halla, en último
término, vinculada al desarrollo del cerebro del homínido y a la
constitución del cerebro de sapiens.3

Lo que nos dice la pintura

Puede suponerse que la utilización del ocre rojo por parte del
hombre de Neanderthal no se limita al recubrimiento de las
osamentas de los muertos, sino que también lo empleó para pintar su
propio cuerpo y dibujar símbolos o signos sobre objetos diversos. De
todas formas, es indiscutible que para el magdaleniense, tanto la
pintura parietal, al ocre y al negro de manganeso, como el grabado
sobre roca o hueso constituían artes sumamente desarrolladas y que
empleó con regularidad para la elaboración de tales obras símbolos,
signos y graffiti.
Durante mucho tiempo los investigadores se han limitado a
admirar en tales fenómenos el nacimiento del arte, sin percatarse de
que la información básica que nos proporcionan es la del segundo
nacimiento del hombre, es decir, el nacimiento de homo sapiens.
En principio, el campo de expresión gráfica de la humanidad
prehistórica es sumamente vasto y variado. En él conviven el signo
convencional con el símbolo más o menos analógico, la
representación extremadamente precisa de seres vivos con la de

3 Por supuesto, los resultados no han aparecido de forma súbita y simultánea


en el hombre de Neanderthal, y es muy posible que un buen número de rasgos se
hallaran ya esbozados en el homo erectus. Dichos rasgos quizá han comenzado a
cristalizar, de una parte, en función de un canibalismo alimentario, propio del
hombre carnívoro, que se ha henchido de significaciones afectivas al consumir al
pariente o al enemigo (apropiación de las virtudes del muerto), y, por otra, a partir
de la doble preocupación contradictoria por desembarazarse del cadáver
(descomposición) y de guardar junto a sí los restos de un allegado (conservación de
las osamentas). Un tercer factor puede haber sido el regreso de los muertos a
través de los sueños.
seres quiméricos o irreales. No se trata, pues, de interrogarnos
acerca de un determinado arte, la pintura, sino de abordar el intento
de esbozar un estudio grafológico de sapiens.

1. Por un lado el alarde gráfico constituye la adquisición de un


nuevo modo de expresión y comunicación que equivale a una primera
escritura. Ciertamente, no se trata aun del lenguaje escrito, pero sin
lugar a dudas el signo ideográfico y el símbolo pictográfico nos
proporciona ya el lenguaje de lo escrito. Además, en la imagen
«realista» se observa la aparición conjunta de formas concretas en
extremo precisas y de lo que posteriormente se convertirá en modelo
abstracto, pattern o tipo, hecho que nos revela la amplitud alcanzada
por el desarrollo de las aptitudes lógico-empíricas con relación a las
de los homínidos.

2. Por otra parte, el arte, es decir, la intención, habilidad,


precisión e inventiva que ya los predecesores de sapiens habían
desarrollado en todas sus actividades prácticas, y muy en especial en
la caza, se aventura y desborda en un nuevo campo, el de los
productos propios del espíritu (imágenes, símbolos, ideas), a los que
daremos el nombre de noológicos a lo largo de nuestra exposición.
¿Cuál es el significado de este nuevo fenómeno? Generalmente
se mantienen dos interpretaciones opuestas, una que reconoce pura
y simplemente el surgimiento de una actividad artística y una vida
estética que encuentran su finalidad en sí mismas, mientras que la
otra integra el nuevo arte de formas en el contexto de una finalidad
ritual y mágica. Desde nuestro punto de vista, se puede compaginar
ambas interpretaciones, tanto más cuanto que hemos sostenido en
otros trabajos (Morin, 1956, 1972) que los fenómenos mágicos son
potencialmente estéticos, y viceversa.

3. Tal como nos ha revelado la sepultura, la magia hace su


irrupción en el mundo de sapiens. Por otro lado, el estudio de las
sociedades arcaicas nos muestra que la decoración, el adorno, la
escultura y la pintura pueden poseer un valor de protección y de
conminación a la buena suerte, a la vez que hallarse vinculadas a
creencias mitológicas y operaciones rituales. Tal es el motivo por lo
que se ha supuesto que las pinturas rupestres de animales que nos
ha legado la prehistoria corresponden a ritos mágicos para preparar
partidas de caza.
Para comprender esta magia debemos volver al tema del
«doble» que ya habíamos enfocado a propósito de la muerte. La
existencia del doble viene atestiguada por la sombra móvil que
acompaña a todo hombre, por el desdoblamiento del yo en el sueño y
por la imagen que se refleja en el agua. La imagen deja de ser una
simple imagen, pues lleva en sí misma la presencia del doble del ser
representado por ella con lo que, operando sobre la imagen, nos es
dado actuar sobre dicho ser. Ésta es la acción propiamente mágica, el
rito de evocación a través de la imagen, el rito de invocación a la
imagen, el rito de posesión sobre la imagen (hechizo).
Partiendo de este punto de vista podemos captar el vínculo
existente entre la imagen, lo imaginario, la magia y el rito.
La etología nos ha puesto de manifiesto la existencia de rituales
entre animales que no son más que secuencias de comportamiento
simbólico dirigidas a provocar una respuesta por parte de un receptor
externo. En homo sapiens, el objetivo del ritual mágico es dirigirse,
no sólo a seres exteriores y reales de los que se espera una
respuesta, sino también a las imágenes o símbolos en los que se
supone que de algún modo se localiza el doble del ser representado.
Para comprender con mayor profundidad en qué forma una
imagen puede acceder a la existencia en tanto que «doble», es
necesario comprender que para sapiens todo objeto tiene desde este
momento una doble existencia. El signo, el graffiti y el dibujo
adquieren a través de la palabra una existencia mental ajena a su
propia presencia. El lenguaje ha abierto, pues, las puertas a la magia.
Desde el momento en que toda cosa trae inmediatamente al
pensamiento la palabra que sirve para nombrarla, la palabra nos trae
al punto la imagen mental de la cosa que evoca y le confiere la
presencia aun cuando se halle ausente.
En consecuencia, con homo sapiens el mundo exterior, los seres
y objetos de su medio ambiente han adquirido una segunda
existencia al margen de la propia percepción empírica, la existencia
que les proporciona su presencia en el pensamiento bajo la forma de
imágenes mentales, análogas a las imágenes que nos proporciona la
percepción, pues no son otra cosa que tales imágenes rememoradas.
Bajo tal esquema, todo significante, incluso el signo convencional,
conllevará potencialmente la presencia del significado (imagen
mental), y éste podrá ser confundido con el «referencial», es decir,
con el objeto empírico designado. Evidentemente, son el dibujo y la
pintura «realistas» los que llevan a un más alto grado de
perfeccionamiento la adecuación entre el significante, por ejemplo un
bisonte pintado, la imagen mental del bisonte rememorado y el
bisonte empírico: el mito del doble opera la racionalización que
permite explicar a un mismo tiempo la presencia y la ausencia del
animal en la imagen. El ritual humano intentará, lo mismo que el
ritual animal, dar cuerpo a un comportamiento que tenga como
objetivo la obtención de respuestas adecuadas por parte del medio
ambiente exterior, pero en este caso no directamente de objetos y
seres, sino de sus dobles, es decir, de imágenes y símbolos. El
hombre no se limitará a comerciar a través de los signos, los
símbolos y las imágenes, sino que también comerciará con ellos, que
a partir del presente estadio se han convertido en intermediarios que
se interponen entre el sujeto y el medio ambiente y que participan y
se alimentan de uno y otro. Signos, símbolos e imágenes constituyen
una esfera noológica específica que circundará a modo de nube el
progreso de la humanidad.
Empezamos a comprender qué sustrato precisaba la magia para
hacer su aparición en homo sapiens. En principio, condición
necesaria, pero no suficiente, era preciso que el lenguaje y la
escritura pictográficas sostuvieran una doble existencia de los seres y
las cosas. Pero también era necesario que algún mito confirmara y
explicara la realidad animada, tanto de las imágenes mentales como
de las materiales; este mito del doble, con toda probabilidad ha
cristalizado al adquirirse la nueva conciencia de la muerte.
Probablemente también era necesario (aunque en una etapa posterior
esta condición deje de ser indispensable) que la imagen dibujada,
grabada o pintada constituyera un sustrato material sobre el que
operar mágicamente mediante gestos simbólicos, acciones mimadas,
palabras y cánticos rituales dirigidos al eidolon. Con tales condiciones
queda asegurada la comunicación entre la imagen-objeto y la cosa
objetiva, y la magia puede alcanzar su pleno desarrollo mediante el
empleo de las virtudes eficaces del ritual. En consecuencia, las
pinturas de Lascaux y de Altamira no han sido «utilizadas» para llevar
a cabo operaciones mágicas; son en sí mismas un elemento
constitutivo de la magia. Tal como no tardaremos en ver, desde este
nuevo enfoque se comprende mucho mejor que, si bien las imágenes
no pueden verse exclusivamente confinadas a su función mágica, no
por ello el universo de las imágenes contribuye de forma muy directa
al desarrollo de la magia a través de su propia evolución.
Así pues, lo que nos revela el grafismo parietal es la conexión
imaginaria con el mundo. Por un lado, la palabra, el signo, el símbolo
y la figuración representarán al pensamiento los seres y las cosas del
mundo exterior aun cuando éstos se hallen ausentes y, en un cierto
sentido, coadyuvarán a que tales seres y cosas adquieran un poder
invasor. Por otro, serán las imágenes mentales las que invadirán el
mundo exterior. Es en esta confusión y para superarla, por lo que son
construidos mito y magia, es decir, una organización ideológica y
práctica de la conexión imaginaria con el mundo. Descubrimos, pues,
que imagen, mito, rito y magia son fenómenos fundamentales
vinculados con la aparición del hombre imaginario. A partir de este
momento, mitología y magia complementarán y se asociarán a todo
lo humano, incluso a lo más biológico (muerte, nacimiento) o técnico
(la caza, el trabajo). Acabarán por colonizar la muerte y arrancarla de
la nada.

4. Sin embargo, la magia no agota la significación antropológica


de lo que, bajo otro aspecto, también es la eflorescencia de un nuevo
universo estético.
Pero ¿acaso es posible circunscribir y delimitar la estética? Tan
pronto se nos muestra como el fruto más elaborado de la cultura, que
alcanza su pleno desarrollo al marginarse de las finalidades mágico-
religiosas, como a modo de una cualidad universal ligada a la
exuberancia de la vida misma, que despliega su esplendor en las
floraciones vegetales o en los caparazones, gorgojeos, plumajes o
adornos de las más variadas especies animales.
Aún teniendo en cuenta todo ello, intentaremos también, no
oponer dos tipos de interpretación sino aunarlos. Tanto en el dominio
biológico como en el antropológico es casi imposible aislar un
fenómeno estético en estado «químicamente puro». Desde el punto
de vista biológico, todo fenómeno estético se halla siempre conectado
a una semiótica, es decir, formas y colores siempre forman parte de
«mensajes» de incitación sexual, de intimidación, de amenaza, etc.
Desde el ángulo antropológico, la estética se halla casi siempre
vinculada a la magia y a la religión, y no es raro que sea utilizada
como arma de seducción o de prestigio. La estética pura sólo alcanza
un pleno desarrollo relativamente autónomo en los marcos culturales
más evolucionados, si bien siempre de un modo incierto y frágil para
obtener el placer a través de formas, colores, sonidos y palabras,
para dar carta de naturaleza al arte por el arte.
Sin embargo, la estética de las formas vivas no permite que
reduzcamos sus caracteres radicales a funciones eficaces, selectivas y
adaptativas, y se nos muestra como algo inmanente al juego
neguentrópico de la vida, combinación, diferenciación y proliferación
inventiva de formas. Gracias a esto pueden fundirse los lujosos
juegos de la vida y la cultura, el primero de ellos en su origen y el
segundo en su plenitud.
En las especies vegetales o animales el fenómeno estético se
halla inscrito genéticamente, es decir, el individuo es portador, no
productor, de colores y formas. Pero el hombre aporta un nuevo
carácter al fenómeno estético, ya que para sapiens se trata de una
producción individual ejecutada mediante una técnica y un arte
determinados y que le ha sido inspirada por su cerebro. Por
consiguiente, el cerebro humano hace suyo un nuevo campo de
competencias, pero no sólo emergerán en forma de obras figurativas
representaciones de la imagen-percepción o de la imagen-recuerdo,
sino que veremos surgir del cerebro humano una proliferación
creativa de imágenes que adquirirán su expresión a través de la
invención de nuevas formas y de seres fantasmagóricos. A la
aparición en escena del hombre imaginario cabe asociar
indisolublemente la del hombre que imagina,
Así pues, por un lado, el arte se ocupará de reproducir formas,
mientras que por otro, las inventará. Reproducción e invención,
repitámoslo una vez más, deben ser inscritas en el marco de la
magia, de la religión y, de forma más generalizada, en el de las
actividades sociales, pero tanto una como otra satisfarán un placer,
una emoción, propiamente estéticos.
Podemos suponer, pues, que el homo sapiens prehistórico
conoce y busca la satisfacción estética. A partir del momento en que
toda cosa goza de una doble existencia, una objetiva vinculada a las
operaciones prácticas y la otra subjetiva y a nivel mental, se halla en
condiciones, sea de disociar, sea de combinar, de un lado el aspecto
práctico y utilitario de las cosas y de otro la sensación agradable que
pueden suscitarle sus formas. Pero no olvidemos que tal forma de
actuar se hace posible sólo gracias a que la juvenilización humana del
adulto se ha traducido en la pervivencia de una sensibilidad infantil y
lúdica que ha ensanchado y enriquecido su afectividad.
Dichos ensanchamiento y enriquecimiento afectivos se
manifestarán a su vez mediante una sensibilidad frente al juego de
las formas reales o imaginarias, es decir, bajo el aspecto de
sensibilidad estética.
La sensibilidad frente a las formas visuales sobrepasa
ampliamente el terreno propiamente artístico de la pintura, el dibujo
y la escultura para extenderse asimismo al ámbito de las formas
naturales; la sensibilidad estética en general se expande más allá del
campo de las formas visuales para abrirse a los olores y perfumes, a
las formas sonoras (ritmos, música, canto) y a la expresión corporal
(danza). Los chimpancés, en sus «carnavales», ya nos muestran
indicios de un predescubrimiento, por su parte, del ritmo y de la
danza, y parece sumamente probable que tanto el canto, como la
música y la danza, encontrarán, no su origen, sino su completo
desarrollo y culminación entre las sociedades de sapiens.
Podemos intentar esbozar, a través de la infinita diversidad de
sus manifestaciones, el rasgo común que subyace a todo fenómeno
estético. Sea contemplativa o activa, limitada a la imagen o
desbordándola, concerniente de modo exclusivo al cerebro o entrando
en acción todo el organismo (danza), la estética es una relación que
se establece entre el ser humano y una cierta combinación de
formas. Llegados a este punto podemos introducir por analogía, y
quizá no sólo por analogía, el término resonancia, en cuanto
fenómeno por el cual un sistema físico en vibración puede alcanzar
una gran amplitud cuando la vibración excitadora se aproxima a la
frecuencia natural de dicho sistema. Ciertamente, la sensibilidad
estética es una aptitud para entrar en resonancia, en «armonía», en
sincronía, con sonidos, olores, formas, imágenes y colores producidos
en profusión, no sólo por el universo, sino también por el propio
homo sapiens. Nos enfrentamos de nuevo con el gran misterio que
conecta un rasgo físico fundamental propio de todo sistema vivo (el
carácter oscilatorio de los sistemas metaestables), véase incluso la
naturaleza ondulatoria de la physis, con lo que hay de más sutilmente
«vibratorio» en el cerebro de sapiens. Es, pues, esta sensibilidad,
cuyas fuentes son físicas y neguentrópicas, la que la cultura retinará
y atrofiará a un mismo tiempo al escoger su opción entre extenderla
a todos o limitarla a sus privilegiados. Pero no por ello dejamos de
percibir que, de repente, la estética enmarca su desarrollo más allá
de su raíz biológica, para convertirse en un rasgo fundamental de la
sensibilidad y el arte de homo sapiens.

5. Así pues, de modo idéntico a cuanto hemos visto para el caso


de la sepultura, la primera interrogación acerca de los signos e
imágenes prehistóricas nos revela un conglomerado de significaciones
antropológicas y verdaderamente fundamentales, y la grafología de
tales signos hace desembocar nuestra investigación más allá del
fenómeno gráfico considerado en sí mismo sobre la naturaleza
original del homo sapiens.
Vemos surgir los elementos de un nuevo universo antropológico
a través de los fenómenos mágicos, míticos, rituales y estéticos y, a
un mismo tiempo, sepultura y pintura constituyen la culminación y
perfeccionamiento a un nivel superior de una serie de aptitudes que
venían desarrollándose a lo largo de todo el proceso de hominización.
Los múltiples rasgos que, por otro lado, serán divergentes y
conocerán diferenciaciones muy marcadas según las culturas y los
individuos, se hallan estrechamente asociados y combinados en sus
orígenes. Todos ellos nos remiten, tanto a la naturaleza imaginaria e
imaginativa de homo sapiens, como a la ambigua y turbia relación
que se establece entre el cerebro humano y el medio ambiente.

La irrupción del error

Lo que de repente se convierte en problema crucial para sapiens


es la incertidumbre y la ambigüedad que caracterizan la relación
entre su cerebro y el medio ambiente. Esta incertidumbre tiene su
origen en la regresión sufrida por los programas genéticos que
regulaban los comportamientos humanos y la progresión de un
conjunto de aptitudes heurísticas estratégicas (capacidades) para
resolver los problemas de conocimiento y decisión. A partir de este
momento se hace necesario interpretar los ambiguos mensajes que
llegan al cerebro y reducir su incertidumbre a través de operaciones
empírico-lógicas. Debe afrontarse la existencia de soluciones
opuestas para un mismo problema o la de distintos comportamientos
en vistas a una misma finalidad. Se hace necesario optar, escoger,
decidir. En este sentido, el propio juego, que permite flexibilidad e
inventiva, implica el riesgo de error y el homo sapiens se ve
condenado a operar según el método llamado precisamente «de
ensayo y error», incluso y sobre todo si se mantiene fiel al método
empírico-lógico.
Además, la zona de incertidumbre entre el cerebro y el medio
ambiente es también la que existe entre la subjetividad y la
objetividad, entre lo imaginario y lo real, y tal abismo se mantiene
gracias a la pervivencia de la brecha antropológica causada por el
fenómeno de la muerte y el desencadenamiento de la imaginación en
la vida de vigilia. En esta zona es donde se desarrollan el mito y la
magia, por donde circulan fantasmas y espectros, donde la palabra el
signo y la representación se imponen con la evidencia de la cosa y el
rito exige la respuesta de un receptor-interlocutor imaginario. Es
debido a la existencia de tal brecha (que, tal como veremos más
adelante, es también apertura) por lo que el reinado del sapiens
viene acompañado de un incremento masivo del error en el seno del
sistema vivo. Sapiens ha inventado la ilusión el desbordamiento de
un universo fantasmagórico en el seno de la vida de vigilia, las
extraordinarias relaciones que se entretejen entre lo imaginario y la
percepción de lo real, todo aquello que, lo veremos más tarde,
constituye a un mismo tiempo el manantial del que brotan las
«verdades» ontológicas de sapiens y sus innumerables errores. De un
modo más amplio y profundo, puede afirmarse que la incertidumbre
de las relaciones entre el medio ambiente y el pensamiento, entre el
sujeto y el objeto, entre lo real y lo imaginario (comprendida la
incertidumbre acerca de la naturaleza de uno y otro) es la fuente
permanente de los errores de sapiens. El error hace estragos en la
relación de sapiens con un medio ambiente, en su relación consigo
mismo, en la relación entre grupos y sociedades.
Ciertamente no pretendemos adoptar el punto de vista
volteriano, según el cual la increíble proliferación de creencias
humanas en el espacio y en el tiempo se nos aparece como una
lamentable acumulación de errores, ni reducir a simples errores el
mito o la religión, cuyas raíces cabe situarlas al margen tanto del
error como de la verdad. Nos negamos a considerar como errores
todo aquello que no goza del approbatur por parte del moderno sabio
racionalista-empírico y nos guardaremos muy mucho de asignar un
carácter ontológico a la noción de error, que tal como discutiremos
posteriormente sólo goza de pleno sentido en el marco de unas
relaciones sistémico-informacionales dadas. Nuestra impotencia para
detentar un punto de vista ontológico y universal del concepto de
verdad nos impide escapar a nosotros mismos del carácter incierto y
errático que impregna totalmente la aventura de sapiens. Sin
embargo, nuestro propósito será, precisamente en función de ello y
de nuestra propia incertidumbre, descubrir la realidad del errare
humanum est.

La ubris

Investigaciones recientes han establecido sin lugar a dudas que,


tanto la sonrisa, como la risa y las lágrimas, son innatas en el
hombre (Eibl-Eibesfeldt, 1970 y en prensa). Se trata de rasgos
profundos y constitutivos de la naturaleza humana sobre los que las
diversas culturas elaboraran sus diferentes semióticas sin anular
nunca las significaciones antropológicas originarias. No sabríamos
concretar si sonrisa, risa y lágrimas aparecieron en época anterior a
sapiens, pero lo que con toda probabilidad es característico de éste es
la intensidad e inestabilidad que adquieren alegría y tristeza. Risas y
lágrimas son estados violentos, convulsivos, espasmódicos,
rupturas, sacudidas, y por lo demás se entremezclan y permutan:
se ríe con lágrimas en los ojos y los sollozos pueden convertirse
súbitamente en risas «dementes». El niño sapiens expresa lo que
nunca el niño de cualquier otra especie había expresado con tal
intensidad: debilidad, destreza inaudita en sus berridos e increíble
satisfacción en la feliz convulsión de todos sus miembros. Pasa
brutalmente de la desesperación de los gritos a la sonrisa beatífica.
Sapiens adulto es capaz de ahogar sus lágrimas, de contener su risa,
pero no por ello desaparece en él la intensidad con que puede reír y
llorar, y tal rasgo debe relacionarse con otras características psico-
afectivas eruptivas, singularmente olvidadas en los estudios
antropológicos racionalistas del homo sapiens, entre ellas su aptitud
para el goce, el entusiasmo, el éxtasis, la rabia, el furor o el odio.
En primer lugar, si bien en este dominio nos encontramos con
enormes diferencias individuales y tal vez incluso étnicas, el orgasmo
de sapiens es, en general, mucho más violento y convulsivo que en
cualquiera de los primates; la mujer, a diferencia de las hembras
antropoides, goza de un placer sumamente profundo y espasmódico.
El placer perseguido por sapiens, no sólo en el orgasmo sino en
los demás ámbitos, no puede ser reducido a un estado de
satisfacción, o lo que es lo mismo, a la realización de un deseo, a la
anulación de una tensión. Esto es válido también para aquellos
estados de excitación integrales, más allá del simple placer, en los
que incluso pueden rozarse los límites de la catalepsia o la epilepsia.
Tanto en las sociedades arcaicas como en las sociedades históricas
hay una búsqueda, a través de hierbas y/o licores, de danzas y/o
ritos, de lo profano y/o lo sagrado, encaminada a la consecución de
estados de entusiasmo, de paroxismo, de éxtasis, que en ciertas
ocasiones parecen unir el desorden extremo del espasmo o la
convulsión con el orden supremo en la plenitud de una integración
con el otro, la comunidad o el universo. Tales estados parecen
encaminados a purgar las ansiedades, a transformar en juegos y
alegrías la violencia reprimida y acumulada, en delirios y estados
beatíficos las alegrías. Estos estados extraordinarios, precarios,
inciertos, aleatorios, y sin embargo fundamentales, son vividos por
sapiens como sus estados óptimos o supremos. No es ahora nuestro
objetivo elucidar la naturaleza de estos fenómenos, sino reconocer su
importancia, que han dejado totalmente de lado los estudios de
antropología tradicionales. Son escasos los investigadores que, como
Georges Bataille (1949) y Roger Caillois (1950), se han percatado de
que la «consumación», el vértigo o el exceso merecen un lugar
destacado en la ciencia del hombre. Raros son aquellos que han
reflexionado acerca del carácter sísmico del goce humano. Sin
embargo, difícilmente puede concebirse una antropología
fundamental que no se interese por la fiesta, la danza, la risa, las
convulsiones, las lágrimas, la alegría, el entusiasmo, el éxtasis.
En todos estos rasgos, que tienen, por cierto, un origen homínico
e incluso primático, pero que en los hombres con cerebro grande
crecen, se intensifican, convergen y compiten, se observa que lo que
caracteriza a sapiens no es una disminución de la afectividad en
beneficio de la inteligencia sino, por el contrario, una verdadera
erupción psicoafectiva e incluso, la aparición de la ubris, es decir, la
desmesura.
Esta desmesura impregnará asimismo el terreno de las pasiones
violentas, del asesinato, de la destrucción. A partir de Neanderthal se
multiplican, no sólo los asesinatos, sino las matanzas y carnicerías.
Se puede suponer que el crecimiento demográfico de la especie, al
multiplicar los contactos entre sus individuos y, por consiguiente, los
conflictos y rivalidades entre grupos, multiplica las ocasiones
conflictivas, los combates. Por otra parte, la caza ha dado origen a las
armas que permiten guerrear y matar. Pero las primeras carnicerías
neanderthalenses y las que, aumentadas y corregidas, les seguirían
en el tiempo, son los indicios de un control deficiente de la
agresividad y de una ubris que se desatará en cóleras, odios y
delirios. El horno sapiens se halla mucho más inclinado a los excesos
que sus predecesores, y su reinado viene acompañado por un
desbordamiento del onirismo, el eros, la afectividad y la violencia.
Entre los primates el onirismo aún sigue circunscrito al terreno del
sueño: entre los hombres prolifera bajo la forma de fantasmas, de lo
imaginario, de la imaginación. Entre los primates el eros queda
circunscrito al período del celo y en raras ocasiones escapa del marco
de la sexualidad, mientras que en el hombre invade todas las
estaciones, todas las partes del cuerpo, incluso sus fantasmas,
llegando a impregnar sus actividades intelectuales más sublimes. La
violencia, circunscrita entre los animales a la defensa y a la
depredación en busca de subsistencia, se desborda en el hombre más
allá de sus necesidades. La afectividad entre los primates, y
especialmente entre los chimpancés, es ya desbordante, pero es el
hombre quien le asigna un carácter eruptivo, inestable, intenso y
desordenado.

La irrupción del desorden

El reinado de sapiens implica una masiva introducción del


desorden en el mundo. Los sueños del hombre se diferencian ya de
los de los animales a causa de su carácter desordenado. Jouvet (en
prensa) nos muestra la extrema estereotipación de los sueños de los
gatos, que se limitan a reproducir los grandes esquemas genéticos de
la especie (80 % de sueños sobre depredación de pequeños animales,
10 % de sueños de defensa contra enemigos más potentes, 10 % de
sueños sobre alimentos). El sueño humano, si bien polarizado y
orientado por una serie de obsesiones permanentes, prolifera de
forma enmarañada y carente de todo orden.
Por otro lado, todas las fuentes de desajustes ya citadas
(regresión de los programas genéticos, ambigüedad entre lo real y lo
imaginario), proliferaciones fantasmagóricas, inestabilidad
psicoafectiva, ubris) constituyen por sí mismas otros tantos factores
permanentes de desorden.
El orden se halla en la cultura, en la sociedad, y qué duda cabe
que la regresión de los programas genéticos aparece estrechamente
vinculada a la programación sociocultural, al sistema de normas y
prohibiciones y a las reglas de organización de la sociedad que
encauzan el desorden y saben darle asueto, en especial por medio de
los días de fiesta. Pero a partir del momento en que nos
introduzcamos en la era de las sociedades inestables, es decir, en la
era histórica, veremos desencadenarse la ubris y el desorden, los
antagonismos internos, las luchas por el poder, los conflictos
exteriores, las destrucciones, suplicios, masacres y exterminios,
hasta tal punto que el «ruido y la furia» constituyen uno de los más
destacados rasgos de la historia humana. Por eso, los desórdenes
históricos aparecen, a la vez, como la expresión y el resultado de un
desorden sapiencial originario. Contrariamente a las creencias
recibidas, hay menos desorden en la naturaleza que en la humanidad.
El orden natural está mucho más controlado por la homeostasia, la
regulación, la programación. En cambio el orden humano nace bajo el
signo del desorden.

Sapiens-demens
A partir de entonces, aparece el semblante del hombre oculto
bajo el emoliente y tranquilizador concepto de sapiens. Se trata de un
ser con una afectividad intensa e inestable, que sonríe, ríe y llora,
ansioso y angustiado, un ser egoísta, ebrio, estático, violento,
furioso, amoroso, un ser invadido por la imaginación, un ser que
conoce la existencia de la muerte y que no puede creer en ella, un
ser que segrega la magia y el mito, un ser poseído por los espíritus y
por los dioses, un ser que se alimenta de ilusiones y de quimeras, un
ser subjetivo cuyas relaciones con el mundo objetivo son siempre
inciertas, un ser expuesto al error, al yerro, un ser úbrico que genera
desorden. Y puesto que llamamos locura a la conjunción de la ilusión,
la desmesura, la inestabilidad, la incertidumbre entre lo real y lo
imaginario, la confusión entre lo objetivo y lo subjetivo, el error y el
desorden, nos sentimos compelidos a ver al homo sapiens como
homo demens.
¿Cómo es posible que un tema como la locura humana, objeto
de meditación de los filósofos de la antigüedad, de los sabios de
oriente, de poetas de todas partes, de los moralistas clásicos, de
Montaigne, de Pascal, de Rousseau, se haya volatilizado, no sólo en la
ideología eufórica del humanismo que justificaba majestuosamente la
conquista del mundo por parte del gran sapiens, sino también en el
pensamiento de los antropólogos? El racionalismo humanista, que
triunfa y expira en la etnología de Lucien Lévy-Bruhl, confina el delirio
de sapiens a sus primeros pasos sobre la tierra como si se tratara de
una debilidad infantil. Posteriormente, el neoetnologismo,
colocándose en una postura opuesta de admiración hacia la
maravillosa cordura del hombre arcaico, ha hecho recaer la locura
sobre las espaldas del hombre contemporáneo, concebido como un
miserable desviacionista. Sin embargo, tanto el uno como el otro
tienen su sapiencia y su demencia...
Todo animal dotado de tales taras de enajenación habría sido,
sin duda alguna, despiadadamente eliminado en un proceso de
selección darwiniana. Tanto para el biologismo como para el
antropologismo es del todo inconcebible que un animal que consagra
tal cantidad de sus fuerzas a gozar y a embriagarse, que pierde tanto
tiempo en enterrar a sus muertos, en ejecutar ritos, bailar, decorar,
etc., un animal tan mal encajado en relación al medio ambiente y
consigo mismo, haya podido, no solo sobrevivir, sino alcanzar
progresos técnicos, sociales e intelectuales decisivos en el marco del
hostil universo de las duras y frías glaciaciones. Sin embargo, todo
nos inclina a pensar que el desencadenamiento del mundo de lo
imaginario, las derivaciones mitológico-mágicas, las confusiones
creadas por la subjetividad, los errores y la proliferación del
desorden, lejos de representar un handicap para homo sapiens se
hallan, por el contrario, estrechamente vinculados a sus prodigiosos
descubrimientos:
1. La rápida extensión demográfica y la colonización
subsiguiente del planeta por parte de homo. El homo erectus tardó
algunos centenares de miles de años en extenderse en el Mundo
Antiguo, mientras que sapiens en unas pocas decenas de miles de
años se extiende por toda la tierra.

2. La aceleración y creciente complejidad técnicas, ya


plenamente sensibles desde el magdaleniense. Demos aquí, a título
indicativo, una extrapolación debida a Leroi-Gourhan: «Si no hubiera
aparecido el sapiens, nos es dado suponer que el punto de
emergencia de la curva técnica del magdaleniense cabría situarlo
entre doscientos y cuatrocientos mil años después de nuestra era, en
lugar de cuando se produjo, diez mil años antes de ella» (Leroi-
Gourhan, 1964, p. 195).

3. El desarrollo de un pensamiento empírico-lógico y un


grandioso despliegue de las aptitudes intelectuales para la
organización, el conocimiento, la invención y la creación.

4. La conformación de una sociedad más compleja que la


paleosociedad, capacitada para convertirse en una unidad inmersa en
el seno de un conjunto social más amplio, y la posterior constitución
de las grandes sociedades, los estados y las ciudades.

Nos vemos, pues, conminados a buscar alguna relación


consustancial entre el homo faber y el hombre mitológico; entre el
pensamiento objetivo-técnico-lógico-empírico y el pensamiento
subjetivo-fantasmagórico-mítico-mágico; entre el hombre racional,
capacitado para autocontrolarse, para dudar, verificar, construir,
organizar y llevar a término o culminar (achicrement), y por otro lado
el hombre irracional, inconsciente, incontrolado, inmaduro,
destructor, iluminado por quimeras, temerario; por último, entre la
expansión conquistadora del sapiens y su sociedad cada vez más
compleja y la proliferación de los desórdenes y desvaríos...
No podemos seguir imputando desórdenes y errores a las
insuficiencias ingenuas ni a las incompetencias de la humanidad
primitiva, reducidas en el orden y la verdad civilizadores. El proceso
hasta hoy es inverso. Ya no es posible oponer sustancial y
abstractamente razón y locura. Por el contrario, debemos superponer
sobre el rostro serio, trabajador y aplicado de homo sapiens el
semblante, a la vez otro e idéntico, de homo demens. El hombre es
loco-cuerdo. La verdad humana trae consigo el error. El orden
humano implica el desorden. Así pues, se trata de preguntarnos si los
progresos de la complejidad, de la invención, de la inteligencia y de la
sociedad se han producido a pesar, con o a causa del desorden, del
error y del fantasma. Y nuestra respuesta es a causa, con y a pesar
de a un mismo tiempo, pues la buena respuesta sólo puede ser
compleja y contradictoria.

También podría gustarte