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David Alves

© Prensa Acacia 2022

Prensa Acacia
Emiliano Zapata Campeche, México
www.graciamasgracia.com
CRISTO EN TODA LA
BIBLIA:

JOSUÉ
David Alves, hijo
PREFACIO

Habiendo visto a Jesús en el Pentateuco, ahora


comenzaremos a mirarlo en los libros históricos del Antiguo
Testamento. Iniciaremos con el libro de Josué, y con la ayuda
del Espíritu, iremos considerando cada uno de los libros
históricos, hasta llegar al libro de Ester. Este es el propósito
de los libros titulados “Cristo en Toda la Biblia”. El deseo es
tomar como algo literal que todas las Escrituras nos hablan
de Cristo Jesús. Estamos convencidos de que toda la Palabra
de Dios da testimonio de Él (Jn. 5:39). El libro de Josué no es
la excepción.

El sexto libro de la Palabra de Dios está lleno de Jesucristo.


Mucho de lo que tiene que ver con su principal personaje, se
puede relacionar de una o de otra manera con el Salvador de
nuestras almas. Aún el nombre mismo de Josué transporta
nuestras mentes a pensar en el maravilloso nombre de Jesús
que le fue dado en Su nacimiento al bendito Hijo de Dios. De
igual manera, ¿cómo no ver a Cristo en la salvación de
Rahab la ramera; en el cruce del río Jordán; en la revelación
del pecado de Acán; en el sol y la luna siendo detenidos; y en
muchas otras porciones más?

A pesar de que en la última parte del libro de Josué, se


mencionan decenas y decenas de nombres de lugares al
repartirse la Tierra Prometida a cada una de las tribus, aún
en eso vemos un aspecto muy llamativo de Cristo Jesús.
Josué nos pre gura a Cristo como aquél quien nos ha hecho
posible disfrutar nuestra herencia. Para Israel, su herencia
fue el territorio que Dios les asignó; para nosotros, nuestra
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herencia son todas las bendiciones que tenemos en el Señor
Jesús.

Mi anhelo es que al leer este libro, tu entendimiento de


Cristo se expanda para que tu corazón se llene de adoración
para el Cordero que fue inmolado por nuestros pecados.

David Alves hijo


Emiliano Zapata
Campeche, México

29 de Diciembre de 2022
EL SIERVO Y LA LEY DE DIOS
Josué 1:1-18

Moisés ya murió. Ahora es tiempo para que Josué hiciera


entrar a Israel a la tierra santa. Al ir viendo el libro de Josué,
vamos a notar varias maneras en las que Josué es gura de
nuestro Señor. Aún en su nombre, vemos a Cristo. El nombre
Josué en hebreo es “Jehoshua”. El nombre de Jesús es el
equivalente al nombre de origen hebreo “Jeshua”. ¿Si ves lo
similar que son? Jehoshua y Jeshua. Tienen exactamente el
mismo signi cado. Ambos signi can: “Jehová es salvación”.

Al ver a Josué entrando a Canaán y ganando un gran


número de batallas, nuestras mentes deberán pensar en
Cristo nuestro Salvador. Damos gracias a Dios por el que
nació en la humildad de un establo que su nombre sería
Jesús. Amamos las palabras del ángel de José sobre el
signi cado de su nombre. “Llamarás su nombre Jesús
porque él salvará a su pueblo de sus pecados.” Josué salvó a
Israel en varias batallas, pero hay un solo Salvador del
mundo quien fue levantado por su Padre de la casa de
David. La salvación de Josué no se compara con la de Cristo.
Su participación solo fue para el pueblo de Israel y en cuanto
a batallas terrenales. En cambio, la salvación de nuestro
Señor es para toda persona y es pertinente a todo lo que es
eterno.
Encontramos a Cristo en la experiencia de Josué cuando él
tomó el lugar de Moisés. No fue él mismo quien se propuso
a dicha posición de liderazgo, sino que fue Dios quien lo
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llamó a cumplir esta responsabilidad. Le mandó a que fuera
él quien hiciera entrar a Israel a la tierra y que peleará las
batallas al frente del pueblo para conquistar las naciones que
ocupaban el territorio de ellos. Muchos otros fueron
llamados por Dios a cumplir con un servicio especí co para
Dios, pero ninguno de ellos se compara con el llamado que
hizo Jehová al llamar a su Hijo a hacer todo lo que hizo. Dios
dijo en cuanto a esto: “He aquí mi siervo, yo le sostendré; mi
escogido, en quien mi alma tiene contentamiento; he puesto
sobre él mi Espíritu; él traerá justicia a las naciones” (Isa.
42:1). Él es el Mesías o el Cristo porque Dios así lo
determinó. El Padre tenía su voluntad en cuanto a la
redención de la humanidad, todo en base a la vida, muerte y
resurrección de Jesús; y él se sujetó cumpliendo en todo.

El capítulo 1 comienza hablando de Josué como el “servidor


de Moisés”. Desde el Éxodo vemos que Josué fue el brazo
derecho de Moisés hasta el día de su muerte. Josué a la
diestra de Moisés, es una gura de Cristo sentado a la
diestra de su Padre. Solo él podía tener ese honor. Después
de morir y ascender al cielo, Dios lo exaltó al sentarlo a su
mano derecha. “Se sentó a la diestra del trono de la majestad
de las alturas” (Heb. 8:1). La diestra es el lugar de exaltación
y de honra. No solo debe esto obtener nuestra admiración,
pero también al considerar el hecho de que Cristo está
sentado en el cielo. Los sacerdotes no podían sentarse en el
tabernáculo o en el templo. Lo hizo Elí pero por su apatía y
pereza. Cristo, nuestro gran Sumo Sacerdote, él pudo
sentarse porque terminó la gran obra de la redención. Llevó
todos los pecados y triunfó sobre la muerte.
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Ni sangre hay, ni altar; cesó la ofrenda ya;

no sube llama ni humo hoy, ni más cordero habrá.

Empero ¡he aquí la sangre de Jesús,

que quita la maldad y al hombre da salud!

– Horatius Bonar

Al comenzar Josué su servicio a Dios, se le pidió que hiciera


algo para poder ser prosperado. No le reveló estrategias
militares para ser exitoso. Le pidió más bien hacer tres cosas
con su ley o con su palabra. Debía llevar siempre la ley en su
boca, tenía que meditar en la ley de día y de noche y era su
obligación obedecer lo que la ley decía. Cuando vemos lo
exitoso que fue Josué, llegamos a la conclusión de que él
obedeció a Dios en cuanto a esto. Fue un hombre que se
tomó la ley con seriedad. Habrá sido lo que más le atraía.
Esto es un débil destello de otro Siervo que anheló oír y
obedecer la palabra de Dios como nadie más. El Señor
Jesucristo llevaba siempre la palabra de su Padre en boca.
Siempre hablaba lo que estaba escrito en la ley. Siempre
meditaba en lo que la ley decía. Siempre obedeció lo que le
pedía la ley. El profeta dijo acerca de él: “Jehová el Señor me
dio lengua de sabios, para saber hablar palabras al cansado;
despertará mañana tras mañana, despertará mi oído para
que oiga como los sabios” (Isa. 50:4). Es precioso meditar en
la relación que hay entre el Siervo de Jehová y su bendita
palabra.

Después de que Josué fue elegido como el sucesor de


Moisés, él comenzó a dar ordenes en el pueblo. Los israelitas
respondieron favorablemente al asegurarle a Josué que ellos
harían todo lo que él les había mandado. Aceptaron su
liderazgo y autoridad. Se pusieron bajo su mando y se
sujetaron a él. ¿No vemos aquí el señorío de nuestro Amado
Señor? Él nos salvó, y desde entonces es nuestro Señor, y
esto nos lleva a querer rendirnos ante él continuamente.
Nuestro deseo es obedecerle, cumplir lo que él nos pide y
reconocerle a él como el más sublime de todos. El que
derramó su sangre por nosotros ha ganado nuestro corazón
y sentimos que nos debemos enteramente a él. Todos los días
deberíamos preguntar como lo hizo Saulo de Tarso: “Señor,
¿qué quieres que yo haga?”. No solo le reconocemos como
Señor y le servimos, pero también le adoramos y le rendimos
toda la alabanza que él solo merece.
LA CONVERSIÓN DE UNA RAMERA
Josué 2:1-24

El interés de Dios en los perdidos sobrepasa cualquier otra


cosa que pueda llevarse a cabo en esta su tierra. Puede estar
a punto de conquistar para su amado pueblo, toda una tierra
poblada por varias naciones poderosas, incluyendo pueblos
de gigantes, pero hay algo que nos comunica antes que todo
eso.

¿Qué puede ser más importante que toda una serie de


triunfos militares? Triunfos morales. Esos son los triunfos en
los que más se deleita Dios. ¿Cuáles son los triunfos
morales? La salvación de los perdidos, descarriados y
condenados. Antes de contarnos sobre la conquista de Jericó,
Hai, Jerusalén, Hebrón, Jarmut, y todos los demás lugares,
nos cuenta la historia de su gracia en la vida de una ramera.

Todos los que nos hemos apropiado de Cristo como nuestro


único Salvador, somos un triunfo moral para la gloria de
Dios. Todos llegamos al Señor con trasfondos distintos, pero
todos de la misma manera: solo por gracia y solo por fe.
Puede que nuestras historias de salvación varíen en algunos
detalles que realmente no importan, pero en cada una de
ellas concuerdan que estábamos perdidos en la maldad,
hasta que fuimos rescatados por el bendito Hijo de Dios por
medio de su muerte y resurrección. Esto lo podemos meditar
al ver la gura de Josué y su impacto en la vida de Rahab.
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La inescrutable gracia de Dios en la vida de Rahab es vista
de muchas maneras. Todo lo que concierne su persona, vida
y salvación, se ve directamente afectada por la gracia del
gran Dios al que se convirtió. Era ramera, pero halló gracia.
Era gentil, pero halló gracia. Era idólatra, pero halló gracia.
Ese es el Dios a quien adoramos. No hay pecador ni pecado
fuera de su alcance. Nos halla tal y dónde estamos y nos
recibe tal y como estamos. No hay como él, y por eso le
adoramos.

Como Rahab, nosotros hemos dado testimonio de nuestra fe


en Jesucristo y manifestamos el cambio que él ha hecho en
nuestras vidas. Al llegar los espías a su casa, ella les contó
cómo había escuchado del poder de Dios al permitir que
Israel cruzara el Mar Rojo y que derrotaran a los reyes Sihón
y Og. El cruce del mar en lo seco, representa nuestro
bautismo. Al creer en Cristo, morimos al pecado y
comenzamos una nueva vida. El que colgó en la cruz y
resucitó de entre los muertos; triunfó sobre el diablo, el
mundo y el pecado, a nuestro favor. Así como Israel venció a
esos reyes, y a muchos más, de igual manera nosotros
podemos vencer a nuestros enemigos espirituales. En él
somos más que vencedores (Rom. 8:37).

Ella dio testimonio de su conversión al único Dios vivo y


verdadero, pero también hizo la petición a los espías de que
la salvaran. Los espías fueron en representación de Josué. Es
admirable que hayan ido en búsqueda de esta mujer
pecadora. No fue casualidad que hayan llegado a su casa.
Dios tenía en su mira a esta mujer impía que había creído en
él. Josué aquí representa a Jesucristo quien vino a buscar y a
salvar lo que se había perdido (Lc. 19:10). Rahab habiéndoles
contado el triunfo moral que Dios llevó a cabo en su vida, les
suplicó que la salvarán. Ellos le aseguraron que eso harían, y
que la señal sería un cordón de color grana, sería colgado en
la ventana. Su rescate, la cual veremos con más detalle en el
capítulo 6, nos hace pensar en nuestra salvación por medio
de la sangre derramada del Cordero de Dios. Nosotros
clamamos al Señor, y él también nos respondió, y nos salvó.

La historia de Rahab, es nuestra historia. El Dios de Rahab,


es el Dios nuestro. A él adoramos, hoy y por todos los siglos,
por lo que él ha hecho en nuestras vidas.
E L C A P I TA N E X A LTA D O Q U E
CONDUCE A TODAS LAS
BENDICIONES
Josué 3:1-17

Josué, el siervo de Dios, había hablado de los tres días que


tenían que esperar para poder cruzar el río Jordán. Ahora
vemos a los o ciales dando instrucciones al cumplirse esos
tres días. Josué hablando de tres días, nos hace pensar en
Jesús también hablando de tres días. Israel tenía que esperar
tres días para ver la victoria de Jehová a través del milagro
que estaba apunto de realizar.

Jesucristo habló de los tres días que habrían entre su muerte


sobre la cruz y su victoria sobre la muerte al resucitar con
gran poder. Él habló de los tres días que estaría en el corazón
de la tierra (Mt. 12:40); y de cómo podían destruir su cuerpo,
el templo de Dios, pero que en tres días lo podía reedi car
(Mr. 14:58). Por lo tanto, vemos cómo en la experiencia de
Josué y de Jesús, los tres días representaban el poder y la
victoria de Dios.

Los tres días que debían esperar los israelitas para poder
cruzar, uno de los propósitos que tenía, era poder permitir
que meditaran en lo que iba a suceder y en jar sus miradas
en el arca del pacto que iría por delante de ellos.
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Esto debe recordarnos sobre la necesidad que tenemos de
prepararnos antes de llegar al partimiento del pan. Dios
quiere que nos preparemos espiritual y moralmente.
Nosotros también tenemos que jar nuestra mirada en el
Señor para poder llegar preparados con una alabanza, una
oración o una lectura. ¿Cuántos de nosotros no participamos,
simplemente porque no nos hemos preparado? ¿Cuántos de
nosotros participamos, pero lo hacemos sin realmente
habernos preparado? Por eso es que repetimos lo mismo en
nuestras oraciones, hacemos las mismas lecturas de siempre
y pedimos los mismos himnos.

Al estar en la cena del Señor, debemos seguir con nuestra


mirada enfocada en el Señor. Comer del pan y beber de la
copa, sin estar contemplando a Cristo en nuestra mentes, es
solo cumplir con dicho mandato de forma religiosa. Caemos
en la rutina de hacer algo por hacerlo, y nos engañamos
pensando que esto es agradable al Señor porque estamos
cumpliendo con algo que nos pidió hacer. Disfrutemos la
presencia de Cristo en nuestras vidas a lo largo de la semana,
de tal manera que renovemos todo nuestro ser, y hagamos
todo con una devoción genuina y fresca.

Israel tuvo que santi carse para poder pasar por el río.
Tuvieron que prepararse moralmente también. La misma
encomienda tenemos nosotros. Todos nos empeñamos en
hacer memoria de Jesús, pero seamos honestos, ¿cuántos de
nosotros nos examinamos antes de llegar a dicha reunión?
Nos llama mucho la atención la parte que dice: “Hagan esto
en memoria de mí”, pero la realidad es que no nos gusta
tanto la parte que dice: “Examínese cada uno a sí mismo”.
Llegamos con pecado no confesado al Señor y comemos del
pan y bebemos de la copa de manera indigna. En un sentido
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gurativo, aprovechemos los “tres días” que tenemos, y
hagamos los preparativos para participar del partimiento del
pan de una manera que sea satisfactoria para el Señor.

El arca de la alianza era el enfoque de los hebreos al


atravesar el río. Josué exhortó a todos a mirar el arca donde
moraba Dios. Esto se parece mucho a lo que ocurrió 1,400
años después, cuando Jesús iba pasando por el río Jordán, y
Juan dijo de él: “Miren el Cordero de Dios que quita el
pecado del mundo”. Juan el Bautista quería que todos lo
miraran a él; y él también quiere que nosotros por fe le
miremos a él.

Veamos también a Cristo cuando Dios le prometió a Josué


que él lo engrandecería delante del pueblo. Le aseguró esto
al decirle: “Comenzaré a engrandecerte delante de los ojos
de todo Israel”. Al meditar en el Señor, pensamos en su
humillación, pero también en su exaltación. “El que
descendió, es el mismo que también subió por encima de
todos los cielos para llenarlo todo” (Ef. 4:10). El que fue
humillado a tal grado que sintió que era un gusano (Sal.
22:6), ha sido “coronado de honra y de gloria” (Heb. 2:9). Por
toda la eternidad, nosotros magni caremos a Jesús, quien ha
sido exaltado hasta lo sumo por su Padre.

Concluyamos viendo a Jesús en el cruce en sí del Jordán.


Muchas de las bendiciones de Dios para Israel estaban
relacionadas con la tierra que él les había dado. Para poder
disfrutarlas, necesitaban cruzar milagrosamente el río, y así
entrar a Canaán. Josué guiando a Israel al atravesar el
Jordán, es gura de Cristo dándonos una nueva vida en la
que podemos conquistar con su ayuda, todas las bendiciones
que tenemos por su muerte y resurrección. El cruce del Mar
Rojo, representa nuestra muerte al pecado y nuestra nueva
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vida, al haber sido redimidos del pecado, como lo fue Israel
de la esclavitud de Egipto. El cruce del Jordán, es el cristiano
conquistando todas las bendiciones que están dispuestas
para nosotros. Sigamos al que es mayor que Josué, y
disfrutemos todo lo que él nos tiene preparado.
PIEDRAS DE TESTIMONIO
Josué 4:1-24

El paso de los hebreos por el Jordán, no sería un evento


olvidado. Se registraría este gran suceso en las Escrituras que
permanecen eternamente; pero también se conmemoraría a
través de un monumento que levantarían usando doce
piedras. Jehová deseaba que las generaciones venideras
aprendieron sobre este tremendo milagro. Iban a preguntar
los hijos: “¿Qué signi can estas piedras? La respuesta que
recibirían sería: “Israel pasó en seco por este Jordán”. Estas
doce piedras darían testimonio al poder y a la gracia de
Dios. Al cruzar y al llegar a Gilgal, las doce piedras serían
levantadas como un memorial.

El Señor también desea que nosotros testi quemos acerca de


sus maravillas en nuestras vidas. Él merece ser alabado
siempre, y esta es una manera en la que podemos hacerlo, al
testi car de las bendiciones que él ha permitido que
recibamos. Debemos dar testimonio del glorioso hecho que
él nos ha salvado. Debemos dar testimonio del mensaje más
sublime que hemos aprendido y creído, que es el evangelio.
Debemos dar testimonio de que nunca nos ha fallado y que
nunca lo hará. Debemos dar testimonio que en cualquier
momento él vendrá a llevarse a su amada esposa. Hay
también otras dos maneras en las que podemos testi car
acerca de sus proezas en nosotros.
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Ya hemos notado anteriormente que el cruce del Mar Rojo,
representa a Cristo redimiéndonos del pecado; y el cruce del
río Jordán, representa a Cristo guiándonos a conquistar
todas las bendiciones espirituales que él ha dispuesto para
nosotros. El creyente que vive con su mente puesta sobre las
cosas celestiales, también busca dar testimonio del Señor a
través de lo que representa el bautismo y el partimiento del
pan. El bautismo en sí lo podemos ver como realizándose en
el cruce del Mar Rojo; pero en el cruce del río Jordán (1 Co.
10:2), vemos al pueblo de Dios disfrutando lo que signi ca.
Lo mismo quiere el Señor para nosotros. No solo quiere que
nos bauticemos, pero quiere que vivamos cada día conforme
a lo que ese acto representa. El cristiano que desea entrar a
Canaán y conquistar la tierra en un sentido espiritual al
anhelar las bendiciones celestiales, desea vivir dignamente a
la luz del partimiento del pan y el bautismo.

En la cena del Señor, damos testimonio de la muerte de


Cristo. Pablo nos enseña esto. “Todas las veces que comieren
este pan, y bebieren esta copa, la muerte del Señor anuncian
hasta que él venga” (1 Co. 11:26). La palabra “anuncian” en
el griego puede signi car “declarar”, “promulgar”,
“publicar”. Es la misma palabra que se usa en repetidas
ocasiones para describir a los apóstoles de Dios predicando
el evangelio en los lugares a donde fueron. Es una tremenda
bendición que podamos anunciar la muerte de Jesús a través
de la predicación pública de su palabra y al reunirnos para
hacer memoria de él en la cena del Señor. No fallemos en
nuestra contribución junto con los demás hermanos de
anunciar mañana la muerte de Cristo.

Las piedras siendo levantadas después de que cruzaron el


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río Jordán, también debe hacernos meditar, como ya hemos
señalado, en lo que signi ca el testimonio que dimos y
hemos seguido dando al bautizarnos. Pensemos en estas
piedras y cómo fueron un constante recordatorio de este
evento muy singular. De esta manera también debe ser
nuestra consideración de nuestro bautismo. No debe ser algo
que queda en el pasado y que deja de tener un impacto en
nuestras vidas.

Debemos también tener un entendimiento adecuado de lo


que representa este acto. No nos bautizamos para ser salvos.
No nos bautizamos para ser más puros. No nos bautizamos
para formar parte de una iglesia. Nos bautizamos mas bien,
para identi carnos con Cristo en su muerte y en su
resurrección. En pasajes como Romanos capítulo seis,
aprendemos que el bautismo representa nuestra muerte al
pecado, por medio de la muerte de Jesús; y nuestra nueva
vida, por medio de la resurrección del Hijo de Dios. Pablo
escribió en este pasaje: “Somos sepultados juntamente con él
para muerte por el bautismo, a n de que como Cristo
resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también
nosotros andemos en vida nueva”. Nuestro deseo cada día
debe ser hacer morir el pecado en nosotros y andar en nueva
vida.

¿Sí ves como la experiencia del Mar Rojo y lo sucedido en el


Jordán no podían quedar en el olvido? Dios deseaba que
permanecieran constantemente en las memorias de los
israelitas. No quería que olvidaran su rescate de Egipto ni el
hecho de que habían sido introducidos a la Tierra Prometida.
Como hijos de Dios que buscamos conquistar lo que Jesús
nuestro Capitán nos ha dispuesto, vivamos de acuerdo a lo
que representan las piedras y los memoriales espirituales
que son vistos en el partimiento del pan y en el bautismo. Ya
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no somos de Egipto. Estamos en una tierra nueva. En este
nuevo entorno hay mucho por conquistar.

Dios no quiere que olvidemos nunca lo que él hizo por


nosotros mediante el sacri cio de su precioso Hijo.
Figurativamente hablando, nunca quitemos la mirada de las
piedras. La obra de Jesús nos ha dado tanto. Nuestra
obligación es darle todo a él, por todo lo que él ha hecho en
nuestras vidas.
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R E N O VA C I Ó N Y O B E D I E N C I A
ANTES DE LAS BATALLAS
Josué 5:1-12

Habiendo cruzado el Jordán, hubieron dos cosas que Dios


deseó que hiciera su pueblo. Debían circuncidarse y debían
celebrar la Pascua.

¿No era ahora el tiempo para ganar mil batallas y conquistar


la tierra que llevaban desde los días de Abraham esperando
poseerla?

No. Era el momento de renovarse y de obedecer.

La vida no siempre se trata de conquistar. Hay ocasiones en


las que debemos detenernos para poder conquistar más
efectivamente lo que el Señor tiene dispuesto para nosotros.
No por culpa del que nos ha heredado, que es Cristo, o por
la heredad en sí, que son todas las bendiciones espirituales;
mas bien es por nuestra propia rebeldía.

Pensemos en Israel circuncidándose y comiendo la Pascua.


Es entendible que hayan realizado la Pascua. Dios les había
mandado que lo hicieran una vez por año. Esta sería la
primera Pascua en Israel. Lo que llama la atención es que
Josué haya tenido que mandar a circuncidar a todos los
varones.
Dios había establecido claramente que cada israelita debía
cumplir con este rito a los ocho días de nacido. ¿Por qué esta
generación no lo había cumplido? Por desobediencia. Los
cuarenta años errantes en el desierto fue un tiempo de
desobediencia para toda la nación delante de Jehová.

Antes de poder participar de la Pascua y de pelear para


conquistar su tierra, debían cumplir con la ordenanza de la
circuncisión.

Al mandar Josué a que hicieran esto, él es una sombra de


Jesús quien por su muerte y resurrección, ha logrado llevar a
cabo en nosotros una circuncisión espiritual. Antes éramos
esclavos a los apetitos de la carne. Estábamos dominados
por esa naturaleza en nosotros que siempre se inclina hacia
lo que es perverso ante Dios.

Nuestra carne espiritual fue cortada en el momento que


creímos en el Salvador. Esta es la enseñanza del apóstol de
Dios. “En él también fuisteis circuncidados con circuncisión
no hecha a mano, al echar de vosotros el cuerpo pecaminoso
carnal, en la circuncisión de Cristo; sepultados con él en el
bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con él,
mediante la fe en el poder de Dios que le levantó de los
muertos” (Col. 2:11, 12).

¡Qué victoria ha traído la obra de Cristo a nuestras vidas! Su


muerte resultó en que nosotros hayamos podido morir al
pecado. Damos gracias a Dios por la nueva vida que
tenemos en Cristo, como resultado también de su gloriosa
resurrección. No es por el bautismo que esto sucede, sino
mas bien, es en el bautismo que mostramos la simbología de
lo que ha ocurrido en nosotros, gracias a la magna obra de
Cristo en el Gólgota.

En este contexto, hay otra cosa con la que podemos


relacionar la circuncisión con nuestro Señor. ¿Qué
representaba la circuncisión para los israelitas? El pacto que
Dios había hecho con ellos. En cierta manera estaban
renovando su pacto con Dios al cortar su carne, al ser algo
que habían dejado de hacer por tantos años. Nosotros
también estamos en un pacto con

Dios, pero el nuestro es nuevo. Al beber de la copa podemos


pensar en que la sangre de Jesús tuvo que ser derramada
para que Dios efectuara este nuevo pacto con nosotros.

En cuanto a la celebración de la primera Pascua celebrada en


Canaán, hay por lo menos dos cosas que podemos resaltar.
La primera es que los israelitas y los extranjeros podían tener
el privilegio de comer de la Pascua, con la condición de que
estuviesen circuncidados. Antes de la conquista, debía haber
obediencia. Hasta de recibir lo suyo, debían darle a Dios la
parte que a él le correspondía.

La Pascua y los panes sin levadura para nosotros


representan una vida redimida del pecado para vivir en
santidad delante de Dios. Para poder experimentar esa vida,
volvemos a lo que ya hemos considerado, necesitamos que
nuestra carne ya no nos domine. Esto se hace posible cuando
ponemos nuestra fe en Jesús y recibimos la circuncisión
espiritual.

Lo otro que podemos ver en la Pascua, es que dice en este


pasaje en el libro de Josué, que el día después comieron
panes sin levadura y espigas nuevas tostadas. Estas espigas
al ser nuevas nos hacen pensar en la resurrección de nuestro
Salvador. El Cordero que fue inmolado, esa sería la Pascua;
es el mismo que retomó su vida poderosamente al tercer día,
esa sería su resurrección. ¡Nuestro Salvador está vivo! ¡El
Señor de gloria a quien adoramos vive!

Adoremos a Cristo Rey. Entendamos nuestra constante


necesidad de renovarnos y de obedecer a nuestro Padre,
para realmente ser agradables a él, y así poder conquistar
nuestras bendiciones espirituales.
PRÍNCIPE DEL EJÉRCITO DE
JEHOVÁ
Josué 5:13-15

Josué, el capitán del ejército de Israel, estando cerca de


Jericó; se encontró con quien comandaba realmente el
ejército de Dios. Vio que había un varón delante él. ¡Este
hombre era Cristo Jesús! Lo que el texto nos informa acerca
de él, apunta a que no podía ser un hombre cualquiera o un
ángel, sino que el Señor mismo. Hay varias ocasiones en el
Antiguo Testamento que Jesús hizo apariciones aquí sobre la
tierra. Antes de tomar cuerpo de hombre, él venía al mundo
a cumplir con encomiendas de su Padre, y se regresaba al
cielo.

En este caso, podemos distinguir que fue Cristo el que se le


presentó a Josué, porque se describe su excelsa soberanía
que nadie más puede poseer sino solo Dios. ¡Qué maravilla!
Josué se encontró con Jesús. El que su nombre y su vida
pre guraron al Salvador del mundo, se encontró con aquél
quien es la sustancia misma. El tipo y el anti-tipo se
encontraron. El que introdujo a Israel a su reposo, se vio cara
a cara con el que promete reposo a todo pecador que cree en
él.

Lo primero que debemos notar es el lugar donde Josué se


encontró con Jesús. Fue en Jericó, la primera ciudad que
sería destruida en la conquista de Canaán. Esta ciudad
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puede relacionarse con por lo menos tres aspectos del Señor.
En primer lugar, nos habla de su poder. Esta gran ciudad
bien amurallada la destruiría con toda facilidad sin tener que
intervenir el ejército de Josué. En segundo lugar, esta ciudad
representa la justicia de Dios. Al ser destruida, Josué maldijo
a quien la reconstruyera (Jos. 6:26). Esto se cumplió durante
el reino de Acab cuando Hiel reedi có la ciudad, esto le
costó la vida de su hijo mayor y la de su hijo menor. Jericó
también representa la inmensa gracia de Dios. Una
prostituta gentil e idolatra llamada Rahab fue rescatada y
1,500 años después, Jesús le dio la vista al ciego Bartimeo. A
pesar de la maldición puesta sobre Jericó, el Señor mostró su
benevolencia a sus contornos en más de una ocasión. ¡Qué
misericordioso es nuestro Señor!

Josué vio a Cristo con su espada desenvainada en su mano.


Aquí vemos sin duda alguna quién era el que luchaba por
Israel. Josué solo era un instrumento usado por Dios. El que
realmente hacía una y otra vez victorioso a Israel, fue el Hijo
de Dios. Vemos al Señor como el poderoso Vencedor y
Campeón. Él siendo el Príncipe del ejército de Jehová resalta
su poder y su honra. Lo que experimentó en la cruz no fue
una derrota, ¡fue la victoria más asombrosa que jamás se ha
visto! En esa cruz salió a la guerra para pelear contra
Satanás, el pecado, el mundo y la muerte. Eran fuerzas
sumamente poderosas que nadie sino solo él podía vencer.
Llevó todo el pecado, murió y resucitó triunfantemente para
derrotar todo lo relacionado a la maldad. No solo nos da la
victoria por lo que realizó en la cruz, pero también lo hace a
través de la armadura que nos ofrece en Efesios 6, para no
caer ante la acechanzas del león que busca devorarnos. No
solo nos provee de una armadura, pero también nos ha
enviado al Consolador que nos apoya grandemente para no
fi
pecar. Damos gracias a Dios por la victoria en Cristo Jesús. El
varón que vio Josué con su espada desenvainada debe
recordarnos que en Cristo somos más que vencedores (Rom.
8:37).

La soberanía de Jesús en esta escena la podemos también ver


cuando él le hace entender que él no era quien para seguir a
alguien más. Él no estaba del lado de nadie. Todos debían
mas bien someterse a él y seguirle a él. Cuando el Señor le
hizo entender esto a Josué, él hizo algo que comprueba sin
ninguna duda de que él era Dios. Se postró ante él y le
adoró. Josué no iba a adorar a nadie más sino solo Dios. El
hombre se postra ante la Deidad, y no ante cualquier otra
persona o cosa. Pablo y Bernabé no aceptaron ser adorados.
Un ángel en el cielo no admitió que Juan se postrara ante él.
Dios y únicamente Dios debe ser adorado. Josué también
reconoció la soberanía de este varón al llamarle Señor.
¿Cómo pudiera darle Josué este título a alguien que no fuera
Dios? Hay un solo Señor. Nosotros llamamos a Cristo con el
título de Señor porque reconocemos su grandeza. No
podríamos darle ese título a alguien más. Este varón al que
se postró Josué era el Señor y era Dios mismo. Cuando
nosotros contemplamos al Señor de gloria, nos postramos
ante él en adoración, así como lo hizo María al verle
resucitado. Nuestro deseo es magni car al Soberano Señor
Jesús, humillado por el hombre pero exaltado hasta lo sumo
por su Padre.

Por último, la otra manera en la que podemos saber que este


Príncipe era Dios nuestro Señor Jesucristo, es por lo que le
dijo acerca de la tierra sobre la cual pisaba. Le dijo: “Quita el
calzado de tus pies, porque el lugar donde estás es santo.”
Solo el Dios in nitamente santo puede decir eso. Lo mismo
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le dijo a Moisés en Éxodo 4. Esta es una escena tan
impresionante. Josué contempló en cuanto a Jesús, su
Deidad y soberanía; pero también su santidad. Con los
sera nes, nosotros también admiramos la santidad de Cristo
sentado sobre su trono “alto y sublime”. Hacemos como
Josué, quitamos nuestro calzado, y adoramos al Principe del
ejército de Jehová en la hermosura de su santidad.
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CIUDAD DESTRUÍDA, RAMERA
SALVADA
Josué 6:17-25

Jericó fue la primera ciudad de Canaán que fue conquistada


por Josué al mando de Israel. Realmente no fue Josué quien
llevó a cabo esta gran proeza, sino fue Dios el que la
derrumbó. Los Israelitas la rodearon durante sietes días e
hicieron ruido en la última vez que le dieron la vuelta, pero
fue Jehová quién hizo caer los muros de esta ciudad por su
gran poder.

Este fue el comienzo de distintas campañas que llevó a cabo


Israel para conquistar la tierra. A lo largo de siete años,
pelearían batalla tras batalla, conquistando a cada rival que
tenían enfrente para poseer sus territorios. Es impresionante
leer de todas estas conquistas, los milagros hechos por Dios
para que esto sucedería, todo el botín que tenían que
consagrar a Dios, y todos los demás grandes acontecimientos

Pero eso no es lo único que debe impresionarnos. Una de las


cosas que más sobresalen en el libro de Josué es la gracia de
Dios que fue mostrada en la salvación de Rahab la ramera y
su familia. C.A. Coates escribe al respecto: “La mayor
victoria que el poder divino obró en Canaán no fue sobre las
siete naciones, sino sobre el corazón de Rahab...” Cuánta
verdad hay en esas palabras. Sí maravilla leer sobre todas las
guerras ganadas, pero al leer sobre la salvación de Rahab,
esto nos conmueve profundamente.

En este libro de Josué, Rahab es llamada ramera cuatro veces


(Jos. 2:1; 6:17, 22, 25). En el Nuevo Testamento esto ocurre
dos veces (Heb. 11:31; Stg. 2:25). Ella ya se había arrepentido
y había creído en el Dios de Israel. Ella ya no adoraba a los
dioses de sus padres, sino a Jehová el Señor. Las Escrituras se
re eren a ella como ramera, no porque Dios no perdone u
olvide el pecado- sabemos que él hace todo lo contrario- sino
que mas bien él de esta manera hace resaltar su in nita
gracia. Dios no quiere que olvidemos dónde estábamos y
cómo nos encontrábamos cuando él nos rescató del fango del
pecado.

Al leer sobre el rescate de Rahab debemos gozarnos en


nuestra salvación. La intención de Dios era que Jericó fuese
anatema pero que solamente Rahab la ramera viviera. Josué
y sus hombres debían entrar a su casa y rescatarla antes de
que fuera completamente destruida la ciudad. Hay una frase
bastante hermosa en este capítulo de Josué y es: “Josué salvó
la vida a Rahab”. Aquí vemos el signi cado del nombre de
Josué en todo su esplendor, porque su nombre signi ca
“Jehová salva”. Un varón importante, como lo era Josué, se
humilló para rescatar a una mujer ramera que estaba en un
lugar de destrucción.

Inequívocamente esto nos lleva a pensar en nuestro Salvador


y en nuestra salvación. Nuestro Salvador no es un hombre
común como Josué, sino que es Dios mismo. Por más loable
que fue lo que hizo Josué, él no tuvo que ni siquiera poner en
riesgo su vida para rescatar a esta mujer. No sufrió o murió
para salvarla. Nuestro Salvador sí tuvo que morir habiendo
sufrido cosas tan intensas que no pudiéramos jamás
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comprender. Rahab fue rescatada del fuego que destruyó su
ciudad. Nosotros hemos sido rescatados de las llamas del
lago de fuego. Alabamos a Cristo Jesús por su gran
salvación.

Otra cosa que sobresale de la historia de Rahab es que su fe y


sus obras son señaladas en el Nuevo Testamento, a pesar del
pasado que tuvo. En Hebreos 11:31 leemos, “Por la fe Rahab
la ramera no pereció juntamente con los desobedientes,
habiendo recibido a los espías en paz.” En Santiago 2:25
leemos, “Rahab la ramera, ¿no fue justi cada por obras,
cuando recibió a los mensajeros y los envió por otro
camino?” Entre todas las mujeres que Dios pudo haber
usado como ejemplo para nosotros, él escogió a Rahab.
¡Cuán maravillosa es la gracia salvadora de nuestro Dios!

También podemos contemplar algo más que es sumamente


increíble de esta mujer solo por la misericordia y el poder de
Dios. En Mateo 1 encontramos la genealogía del Hijo de
Dios. Para empezar es notorio que hubieron personas que
Dios permitió que formaran parte de la genealogía de Cristo.
Pero a parte de eso, sobresale que en su genealogía aparecen
cuatro mujeres. Los judíos no incluían a las mujeres en sus
genealogías, así que eso ya hace muy llamativo el registro de
Jesucristo. Lo increíble no solo es que aparecen mujeres, sino
que fueron mujeres con un pasado muy pecaminoso. Una de
ellas es Rahab. Fue gentil, idolatra y prostituta, pero Dios la
salvó, y en su asombrosa providencia permitió que formara
parte de la genealogía del Salvador del mundo. Son
hermosas las palabras, “Salmón engendró de Rahab a Booz”.
Su nombre por siempre aparecerá en la palabra eterna de
Dios. Por siempre estará relacionada con el Salvador que
Dios envió a este mundo por nuestro bien.
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JOSUÉ, EL REVELADOR DEL
PECADO
Josué 7:1-26

Nadie en la congregación lo supo. Nadie excepto Acán y


Dios. Es posible que su familia también lo sabía, y por eso
tuvieron que morir con él; pero el caso es que había pecado
oculto en Israel que necesitaba ser revelado y juzgado.

Acán había cometido prevaricación en relación al anatema. A


escondidas había tomado de los despojos de Jericó, un mato
babilónico muy hermoso, doscientos siclos de plata y un
lingote de oro. Regresó con sus compañeros del ejército de
Israel campamento, ocultando lo que llevaba. Llegó a su
casa, y sin que lo supieran sus vecinos, cavó un hueco y
enterró lo que su corazón había codiciado.

Mientras que la nación se gozaba por haber conquistado su


primera ciudad en la que sería su territorio; había un hombre
nervioso y preocupado, al tener una consciencia que le
atormentaba por lo que escondía. Por el bien de la
congregación y por el sumo respeto que se merece la
santidad de Dios, hacía falta que el pecado de Acán fuera
descubierto y castigado.

Hasta este capítulo, la gura de Josué mayormente nos había


representado a Jesús como el gran Salvador. Aquí Josué ya
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no es el rescatador que libera maravillosamente a aquellos
que están en peligro. En este capítulo, lo tenemos que ver
como el revelador del pecado en el hombre, y como el justo
juez que castiga la maldad. Es por esto que al llegar al
capítulo siete de Josué, es necesario que consideremos a
Cristo como el Juez. El hecho de que Josué examinó a un
hombre que era miembro de la congregación de Israel, nos
hace ver que tendremos que ver a Cristo, no como juzgando
a los incrédulos, sino haciéndolo con aquellos que toman su
glorioso nombre sobre sus labios. Lo vemos como aquél que
analiza los corazones de aquellos que llegan a su mesa el
primer día de la semana para hacer memoria de él.

¿Cómo llegas a esa mesa? ¿En qué condición moral te


encuentras al comer del pan y al beber de la copa? ¿Qué tan
limpio se encuentra tu corazón al llegar para tener esta
especial comunión con Cristo y con su cuerpo?

Es común que nos preocupemos más por estar en dicha


reunión de la iglesia, que llegar en una condición adecuada.
Como iglesia, es posible que nos interese más que los
hermanos lleguen para que haya mayor número de personas
presentes, que estar seguros de que todos estamos ahí con
pureza de corazón. Pensamos que por cumplir con: “Hagan
esto en memoria de mí”, no es tan importante obedecer:
“Pruébese cada uno a sí”. No podemos escoger una sobre la
otra. Las dos tienen la misma importancia.

Con la ayuda del Dios omnisciente, Josué pudo descubrir


quién era el transgresor en Israel. De entre toda la multitud,
Acán quedó solo en presencia de Dios y de Josué. Con toda
franqueza le dijo a Acán: “Hijo mío, da gloria a Jehová el
Dios de Israel, y dale alabanza, y declárame ahora lo que has
hecho; no me lo encubras”. Acán sumido en su terrible
vergüenza por haber sido descubierto, le respondió:
“Verdaderamente yo he pecado contra Jehová el Dios de
Israel, y así y así he hecho”.

No podemos engañar al Señor. El Cristo a quien te reúnes


para celebrar el partimiento del pan tiene ojos como llama de
fuego (Ap. 1:14). Él no se deja llevar por la falsa apariencia
que presentamos a los demás. Nuestra responsabilidad en la
iglesia, nuestro nivel económico, lo mucho que pudiéramos
ser apreciados dentro del pueblo del Señor; no inhibe en
ningún momento al Señor de observar y de desaprobar el
pecado que pudiéramos estar ocultando. A él le causa asco
cuando le honramos con nuestros labios pero nuestro
corazón está lejos de él (Mr. 7:6).

El Señor en su santidad y ternura quiere mostramos nuestro


pecado y desea que hagamos lo necesario para corregirlo. El
problema es que muchas veces pensamos como Acán al no
considerar la gravedad y las consecuencias que tienen
nuestros actos. Israel perdió la batalla contra Ai. Murieron
soldados del ejército de Israel. El nombre de Dios fue
afrentado. La familia de Acán perderían sus vidas. Nuestro
pecado oculto, no solo nos afecta a nosotros, sino que hasta
no confesarlo, ofende a Dios y afecta a los que están a
nuestro alrededor.

La pureza requerida por el Señor para estar limpio delante


de él en la cena del Señor, va más allá de no haber injerido
alcohol y no haber cometido fornicación. Hay pecados que
consentimos o también hay hábitos que tenemos que ni nos
damos cuenta que son desaprobados por Dios. El que nos
juzga cada primer día de la semana; no tolera el orgullo, la
crítica, la mentira, el robo, la calumnia, el chisme, la avaricia,
la extorsión, los pensamientos sucios y muchos otros
pecados más.

Cada día, cada instante, debemos examinar nuestro corazón


para descubrir lo que hay en él que no es agradable a Dios.
Permite que la Biblia y el Espíritu te señalen todo aquello
que hay en ti que no es bien visto por el Señor.
Humillémonos en la presencia de Dios continuamente y
preguntémosle: Señor, ¿qué hay en mí que entristece tu
corazón? Señor, abre mis ojos para ver las actitudes,
conductas, pensamientos y las acciones de mi persona que
ofenden tu santo Ser.

La historia de Acán debe hacernos temblar ante la presencia


majestuosa y pura de nuestro Dios. Acán fue matado por su
pecado que quiso ocultar. Quizás estás en pecado y lo sabes
muy bien. No menosprecies al Señor de la cena. Es suya y él
exige que lleguemos a ella en santidad. Debo recordarme
cada Domingo que “cualquiera que comiere este pan o
bebiere esta copa del Señor indignamente, será culpado del
cuerpo y de la sangre del Señor” (1 Co. 11:27). El escritor a
los Hebreos nos dice: “nuestro Dios es fuego consumidor”
(Heb. 12:29). Esas palabras no fueron escritas a los
inconversos. Fueron escritas a nosotros que decimos ser
creyentes en Cristo. Que esas palabras impacten nuestras
mentes y nos hagan desear vivir en santidad por encima de
todas las cosas. La santidad de Dios es tal, que tendríamos
más probabilidades de acercarnos al sol y no morir; que
contemplar a Dios en toda su refulgente gloria.

Confesemos nuestro pecado. Huyamos del pecado.


Hagamos morir el pecado. Cristo es el supremo revelador de
nuestro pecado. No podemos esconderle nada a él. Vivamos
de tal manera que podamos llegar al partimiento del pan con
rectitud delante del que derramó su sangre por nosotros.
HAI ES DESTRUIDA
Josué 8:1-29

Con el pecado juzgado de Acán, ahora sí era el tiempo


adecuado para que Israel destruyera a Hai. En el primer
intento no pudieron vencerles, pero en este segundo intento
sí serían exitosos por medio del gran poder de Dios. Se les
había instruido que pusieran una emboscada detrás de la
ciudad. Josué escogió a treinta mil para llevar a cabo esta
misión. La estrategia era que algunos se acercarían a la
ciudad, y saldrían huyendo como en el primer intento, y
entonces la emboscada llegaría por atrás para atacarlos.

Muy de mañana al siguiente día, Josué pasó revista en su


ejército y así subieron para pelear contra Hai. La táctica para
atacarlos se realizó exactamente de acuerdo a lo planeado.
Josué y un grupo ngieron haber sido vencidos y salieron
huyendo, para dar lugar a que los que formaron parte de la
emboscada para que pudieran atacarlos y matarlos. Mataron
a todos y la ciudad fue quemada, mientras Josué tenía su
lanza levantada como señal de que destruyeran y mataran.
No solos los exterminaron, pero también tomar el despojo
para sí mismos, tal y como Dios se los había indicado.

El rey de Hai no fue matado inicialmente sino que fue traído


a Josué. Lo colgaron sobre un madero, y al ponerse el sol, lo
pusieron a la puerta de la ciudad y lo sepultaron en un
montón de piedras. Israel había sido vencedor. Habían
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conquistado su segunda ciudad.

Aquí hay distintas maneras en las que podemos asemejar a


Josué con nuestro precioso Salvador. La batalla de Josué
contra Hai, la observaremos como representando la batalla
de Cristo al triunfar sobre la cruz.

Josué estuvo con sus soldados la noche antes de la pelea.


Esto mismo lo encontramos con Jesús al haber estado con
sus apóstoles la noche antes de que murió sobre el madero.
En los capítulos trece al diecisiete del evangelio de Juan,
leemos sobre lo que sucedió durante esas horas. El Señor
comió la Pascua, instituyó la cena del Señor, le lavó los pies a
los suyos, les a rmó sus corazones con instrucción sobre
distintos temas y oró por ellos. Pensamos en esos momentos
muy signi cativos que el Señor pasó con los suyos antes de
ir al Calvario.

Antes de la guerra, Josué permaneció hasta la mitad del


valle, un lugar oscuro y solitario. David describió sus
angustias como alguien que anda en el “valle de sombra de
muerte” (Sal. 23:4). En un sentido gurativo, Cristo Jesús
también estuvo en un valle oscuro y solitario la noche antes
de entregar su vida, al haber ido al huerto del Getsemaní.
Postrado sobre la tierra orando a Dios en aquella noche fría,
podía palpar la oscuridad que caería sobre él estando sobre
la cruz, y podía sentir la soledad que sufriría al llevar
nuestros pecados. Sus agonías en el huerto fueron a tal grado
que sudó como grandes gotas de sangre.

Al llegar a Hai, Josué hizo pensar a sus enemigos que los


habían vencido por segunda vez, cuando él y sus soldados
salieron huyendo. Hubo la apariencia que habían perdido
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pero al n salieron victoriosos. Lo mismo vemos en cuanto a
la obra de Jesús sobre la cruz. Desde la perspectiva humana,
lo que él estaba haciendo sobre ese madero aparentaba que
estaba siendo derrotado. Se cumplía la profecía pronunciada
en la caída del primer hombre (Gn. 3:15). Estaba siendo
herido en el calcañar. Las multitudes pensaban que él era
cualquier otro hombre que estaba siendo juzgado por su
pecado. Pero sabemos que no fue así. No estaba siendo
derrotado, sino que sucedía todo lo contrario. El que
aparentaba estar siendo derrotado, fue victorioso. Cumplió
perfectamente la misión que tenía de sufrir el pecado de la
humanidad. Su victoria la vemos en las palabras que dijo a
gran voz: “Consumado es”. Su victoria también la podemos
ver en el gran hecho de que resucitó de entres los muertos. El
que fue herido en el calcañar, hirió a la simiente de la
serpiente en la cabeza.

Josué colgando el cuerpo del rey de Hai sobre un madero y


cómo lo mandó a ser bajado al ponerse el sol, nos ayuda a
entender un poco más lo que Jesús sufrió sobre la cruz. Esto
lo podemos considerar al entender lo que marcaba la ley de
Dios en Deuteronomio 21:22, 23. “Si alguno hubiere
cometido algún crimen digno de muerte, y lo hiciereis morir,
y lo colgareis en un madero, no dejaréis que su cuerpo pase
la noche sobre el madero; sin falta lo enterrarás el mismo día,
porque maldito por Dios es el colgado; y no contaminarás tu
tierra que Jehová tu Dios te da por heredad.” Esto lo
comprendemos en relación a esto aplicando a hombres
pecadores, pero ¿cómo entenderlo en relación al bendito
Señor Jesús? En Gálatas 3:13 leemos, “Cristo nos redimió de
la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición (porque
está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero)”.
¿Cómo comprender que lo mismo que experimentó un rey
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pagano fue lo que sucedió con el soberano Señor? Sabemos
que el rey de Hai llevó la maldición por su propia maldad;
pero Jesús fue maldito porque él llevó la maldición de
nuestra maldad. Es imposible comprender cómo es que el
Santo fue hecho maldito, pero lo adoramos por haber hecho
tal cosa por nosotros.

La soberanía de Jesús sobre los sucesos que sobrevendrán


sobre la tierra durante la tribulación, podemos relacionarlo
con Josué cuando levantó su lanza sobre Hai. Mientras que
su la lanza estaba levantada, sus soldados debían destruir la
ciudad. El que fue humillado sobre el madero, un día
mostrará su pleno dominio sobre esta tierra al herirla con los
juicios descritos en el Apocalipsis. Por medio de su
autoridad, juicio tras juicio azotará a este planeta y a los
moradores de esta tierra. Cristo eternamente poseerá el
poder y el gobierno sobre todas las cosas.
ADORACIÓN EN EL MONTE DE
MALDICIÓN
Josué 8:30-35

En Deuteronomio 11, Moisés le presentó a Israel las


bendiciones y las maldiciones que les traería la ley. Lo que
ellos experimentarían dependería en ellos y en su obediencia
o desobediencia a la ley.

Podemos dar gracias a Dios que nosotros, a pesar de nuestra


maldad, no tenemos que sufrir la maldición de la ley. No fue
por nuestra obediencia a la ley, sino que fue por medio de
Cristo. Él cumplió la ley durante su vida y sufrió la
maldición de la ley en su muerte para que nosotros no la
suframos. Por la gracia del Señor, nosotros nunca oiremos
que se nos diga, “Apártense de mí, malditos, al fuego eterno
preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt. 25:41).

Al hacerle ver a Israel todo en cuanto a las maldiciones y las


bendiciones de la ley, les pidió que al entrar la Tierra Santa,
debían de poner la maldición sobre el monte Gerizim, y la
bendición sobre el monte Ebal.

Esto mismo se cumplió en Josué 8. Después de destruir a


Hai, Josué y el pueblo cumplieron con esta ordenanza de
Dios hecha a través de Moisés. En ambos montes leyeron las
maldiciones y las bendiciones de la ley.
No habían hecho esto desde que estuvieron al pie del monte
Sinaí en Éxodo 24. Aquella generación había oído la ley
siendo leída, pero habían fallado. No la habían cumplido.
Esto muestra la incapacidad del hombre en cumplir la ley de
Dios. Nosotros nos vemos en las mismas condiciones.
¿Cuántas personas piensan que serán justi cados del antes
de Dios por las obras de la ley? Nosotros entendemos que no
podemos ser justi cados sino solo por la fe en Cristo porque
nosotros somos débiles. Jesús hizo todo lo que nosotros no
podíamos hacer.

Ahora en los montes de Ebal y Gerizim, se volvería a dar


lectura de las bendiciones y maldiciones de la ley. La mitad
del pueblo estaría sobre un monte, y la otra mitad sobre el
otro monte. Estarían de pie de un lado y al otro lado del arca
de la alianza cargada por los levitas. No solo estaban siendo
recordados de lo que podía traerles la ley, pero también
estaban aprendiendo sobre la necesidad de vivir de manera
santa delante de Dios en la tierra que él les había dado. La
lectura de la ley también era para rati car el convenio que
Jehová había hecho con ellos.

Nosotros podemos meditar en la santidad que Dios requiere


en nosotros para serle agradables en todos los aspectos de
nuestra vida, incluyendo nuestra participación en el
partimiento del pan. De igual manera podemos pensar en el
nuevo pacto que trajo Cristo a nuestro favor. Esto le costó
derramar su sangre. No bebamos de la copa solo por cumplir
con una rutina. Realmente meditemos en lo que fue para el
Señor derramar su sangre por nosotros y ofrezcámosle a
Dios “frutos de labios que con esan su nombre”.
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Llama la atención que Josué levantó un altar sobre el monte
Ebal. El altar fue hecho de piedras sobre las cuales Josué
escribió la ley de Jehová. Josué, como en el capítulo uno,
vuelve a asemejarse a nuestro Señor en la importancia que le
dio a la palabra de Dios. La ley estaba en medio del corazón
de Jesús (Sal. 40:8). Sobre el altar se ofrecieron a Dios
sacri cios de paz. Estas ofrendas nos recuerdan de la bendita
paz que Cristo, el Príncipe de Paz, ha traído a nuestras vidas.
Él sufrió la gran tempestad sobre el madero para traernos
una gran bonanza.

Es signi cativo que se hayan ofrecido estas ofrendas sobre el


monte Ebal porque allí era donde se leerían las maldiciones
de la ley. El lugar que representaba la maldición por el
pecado, se convirtió en un lugar de adoración y comunión.

Nosotros tenemos un altar, Cristo mismo (Heb. 13:10), y en


base a lo que él hizo en el lugar de maldición, él Gólgota,
nosotros podemos adorar a Dios y podemos tener comunión
con él. Nosotros debimos haber sufrido la maldición, pero en
la gracia de Dios, el Santo Hijo de Dios, lo padeció a nuestro
favor. Bendecimos a Dios por su Hijo y que por él la
maldición se convirtió en bendición.
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LADRONES DE NUESTROS
CORAZONES
Josué 9:1-27

Después de las victorias sobre Jericó y Hai, el discernimiento


de la nación de Israel fue puesta a prueba, con la llegada a
ellos de unos farsantes. Venían de Gabaón con gran temor de
que Israel hiciera con ellos como habían hecho con las otras
naciones.

Con gran astucia, ngieron ser embajadores y viajaron con


sacos viejos; cueros viejos y remendados de vino; zapatos
viejos y recocidos; y con pan seco y mohoso. Aparentaban
venir de una gran distancia, cuando realmente moraban
muy cerca.

Llegaron pidiendo que Israel hiciera alianza con ellos. No


solo ngieron haber venido de lejos, pero también trataron
de convencer a los israelitas de recibirles, al reconocer el
poder de Dios demostrado en distintas proezas que hizo a
favor de su pueblo.

Los israelitas cometieron el terrible error de no consultar a


Jehová respecto a esta situación. Hicieron paz con ellos y
decidieron entrar con ellos en una alianza. Habían sido
engañados.
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Cuando se dieron cuenta, ya era demasiado tarde, ya no
podían hacer nada. Tuvieron que permitir que continuaran
morando entre ellos. Lo único que pudieron hacer fue
condenarles a trabajar por siempre sacando agua y cortando
leña para la casa de Dios.

Esto mismo podemos verlo como sucediendo en cada iglesia


local por medio de falsos maestros que se in ltran entre
nosotros. La intención que tienen es desviarnos de las
verdades que honran el nombre del Señor.

Aparentan ser algo que realmente no son. Son seres


manipulados por el diablo pero que tienen una apariencia
muy llamativa porque son gobernados por uno quien “se
disfraza como ángel de luz”. Jesús dijo que se visten como
ovejas, pero por dentro son como lobos rapaces. Este es el
gran peligro que enfrenta toda iglesia. Pablo a rmó que se
hacen pasar como si fueran apóstoles de Cristo.

En 2 Corintios 11, vemos que Pablo observaba a la


congregación en Corinto como una virgen pura a quien él
quería entregar en esa condición al Señor. Pero él sabía que
ellos podían ser engañados así como la serpiente había
engañado a Eva. Él veía que los sentimientos de amor que
tenían los Corintos hacia el Señor podían extraviarse. Esto
había ocurrido con las asambleas en la provincia de Galacia.
Pablo les tuvo que preguntar: “¿quién les fascinó para no
obedecer a la verdad...?” Habían estado sirviendo bien al
Señor con su amor dirigido solo a él, pero falsos maestros
habían distorsionado eso.

Debemos ser vigilantes y no permitir que hombres y mujeres


gabaonitas vengan a nosotros y nos engañen, como sucedió
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con el pueblo de Israel. A Jesús le interesa mucho la doctrina
que creemos, profesamos y practicamos. Cuando sus
enseñanzas son las que reinan en una iglesia, él recibe la
gloria y honra que solo él merece tener. Respetar la doctrina
señalada, es magni car al Cristo que dio su vida por
nosotros. Él es digno que todo nuestro afecto sea puesto en
él. Los falsos maestros quieren hurtar el amor que hay en
nuestros corazones para el Señor.

Los gabaonitas no solo nos enseñan el peligro latente que


pueden ser los falsos maestros a las iglesias de Cristo, pero
también representan la gracia de Dios en aquellos que son
suyos. A pesar de que los de Gabaón mintieron y actuaron
con hipocresía, y fueron maldecidos por el liderazgo de
Israel, Dios en su gracia les concedió distintas bendiciones.

Gabaón se convirtió en una ciudad sacerdotal porque el arca


del pacto estuvo allí en los días de David y de Salomón (1 Cr.
16:39,40; 21:29). Uno de los hombres valientes de David era
gabaonita (1 Cr. 12:4). Dios habló a Salomón cuando éste se
encontraba en Gabón (1 Re. 3:4). Hubieron gabaonitas que
trabajaron con la reedi cación de los muros de Jerusalén en
los días de Nehemías (Neh. 3:7; 7:25).

Esa es la inmensa gracia de nuestro Dios también hacia


nosotros. A pesar de nuestra maldad, él ha permitido que
podamos adorarle y servirle en la iglesia. Vemos su gracia
aún en el hecho de poder congregarnos con hermanos del
mismo sentir para hacer memoria de la muerte de nuestro
Salvador a través de un pan y de una copa. Con gran gozo y
humildad, saquemos agua y cortemos leña para la iglesia, la
casa del Dios viviente. No somos merecedores de la gracia
de Dios aún en esto.
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Cuando se Detuvo el Sol y la Luna
Josué 10:1-43

Los triunfos de Israel sobre Jericó y Hai, y el hecho de que


los gabaonitas habían hecho alianza con ellos; hizo que el rey
de Jerusalén formara una confederación para pelear contra
Gabaón. Cinco reyes de los amorreos y el rey de Jerusalén
atacaron a Gabaón. Ellos pidieron ayuda a Josué y él
inmediatamente salió a defenderlos.

Por el pacto que habían hecho los gabaonitas e israelitas, los


de Gabaón podían gozar de seguridad, porque Josué e Israel
les defenderían. Los gabaonitas no merecían esto. Habían
engañado a los hijos de Jacob, pero habían recibido gracia de
Josué, aún cuando él se enteró de que les habían mentido.

Algo parecido ocurre con nosotros. A pesar de nuestra


maldad, en nuestro Salvador estamos seguros. Él es nuestro
gran Capitán que nos de ende cuando se levanta cualquier
enemigo contra nosotros. Sea el diablo, el mundo o la carne;
él siempre está dispuesto a defendernos y siempre posee
plena capacidad para librarnos. En Romanos capítulo 8, se
nos asegura que nadie puede acusarnos ni condenarnos por
causa de la muerte, resurrección e intercesión de Cristo el
Señor. También se nos asegura que “somos más que
vencedores por medio de aquel nos amó”.

Durante la batalla, Dios llenó a los atacantes de gran


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consternación y así pudieron herirlos con gran mortandad.
Al querer huir de los israelitas, Dios arrojó desde el cielo
grandes piedras de granizo hasta llegar a Azeca. Al acercarse
el atardecer, por el deseo que tenía Josué de exterminar a
esos ejércitos aquel mismo día, él hizo algo muy asombroso.
Le dijo al sol y a la luna: “Sol, deténte en Gabaón”; y tú,
luna, en el valle de Ajalón”. Resaltamos en todo esto la fe de
Josué, pero aún más, la omnipotencia de Dios. En ese
momento, “el sol se detuvo y la luna se paró”. Esto permitió
que los israelitas terminaran de derrotar a sus enemigos.
Leemos que “el sol se paró en medio del cielo, y no se
apresuró a ponerse casi un día entero”.

El Espíritu añade un comentario muy interesante en cuanto a


Josué y el gran poder de Jehová en favor de los suyos. La
Escritura dice que “no hubo día como aquel, ni antes ni
después de él, habiendo atendido Jehová a la voz de un
hombre; porque Jehová peleaba por Israel”. La victoria de
Israel por medio del poder de Dios fue asombrosa. Todos
fueron derrotados, incluyendo a los reyes; quienes fueron
matados, levantados sobre maderos y echados en una cueva.

Esta no fue la única vez que el Creador dominó a su creación


e hizo grandes señales en los cielos. Por tres días hubo
tinieblas en Egipto (Éx. 10:22, 23), la sombra retrocedió diez
grados para asegurarle al rey Ezequías que viviría otros
quince años (2 Re. 20:11; Isa. 38:8); y esta tierra será
sumergida en oscuridad durante la gran tribulación (Ap.
16:10). Pero el suceso que sobresale de todos estos, es cuando
el Señor veló los cielos mientras su precioso Hijo colgaba en
un madero. Por tres horas él sufrió al encontrarse en densas
tinieblas al ser herido, castigado y llagado (Isa. 53:5) por
todas nuestras perversidades. Una de las maldiciones del
pecado es la oscuridad. Jesús tuvo que soportar que la
maldición de las tinieblas cayera sobre él cuando él fue
abandonado por su propio Dios. En el caso de Josué, a través
del poder de Dios, él pudo detener el sol y la luna para no
hubiesen tinieblas. Pero en el caso de nuestro tierno
Salvador, no hubo manera de que se replicara ese milagro. Él
tuvo que padecer por nuestras iniquidades durante aquella
noche que descendió sobre su cruz cuando el sol debía de
estar brillando.

Finalizamos pensando en cómo Josué venció al rey de


Jerusalén y a los reyes de los amorreos. Hay algo singular de
un rey venciendo a otros reyes. Un día el Rey de reyes
vendrá a esta tierra y vencerá a todos los reyes. La Escritura
nos muestra que todo rey le reconocerá como el Señor de
señores y traerán su gloria a la Nueva Jerusalén donde
nosotros adoraremos y serviremos a nuestro Soberano.
HERENCIA PERDURABLE
Josué 11:1-23

El rey Jabín de Hazor fue llenado de miedo hacia Israel y


suplicó que naciones del norte de Canaán se aliaran con él
para atacarle. Logró juntar un ejército que era tan numeroso
“como la arena que está a la orilla del mar en multitud, con
muchísimos caballos y carros de guerra” (v.4). Esto no debía
espantar a los israelitas ya que Dios les había asegurado que
esta batalla la ganarían. Serían victoriosos también en esta
guerra para poder conquistar el norte de Canaán, y lo harían
al desjarretar sus caballos y al quemar sus carros.

De forma repentina, llegaron a donde estaban todos sus


opositores reunidos por las aguas de Merom. Josué comandó
a su ejército a atacarlos. Los enemigos de Dios tuvieron que
salir huyendo llenos de pavor, pero fueron alcanzados y
cada uno de ellos fue matado. No quedó ni uno solo vivo.
No solo fueron matados los reyes junto con sus ejércitos,
pero también sus ciudades fueron aniquiladas. También
fueron conquistados la tribu de gigantes conocidos como los
anaceos. Josué fue victorioso una vez más con la
indispensable ayuda de Dios.

En todo esto, Josué es una hermosa sombra de nuestro


Salvador. Él es el gran Conquistador que fue victorioso a
nuestro favor. Su batalla fue espiritual y fue una tremenda
lucha que se llevó a cabo al estar clavado a un madero
romano. Su guerra no fue contra ejércitos terrenales, como lo
fue en el caso de Josué, sino que fue contra el diablo y todos
sus principados. El león rugiente, la serpiente antigua perdió
la lucha con lo que el Mesías de Dios logró en el Gólgota.
Gloriosamente venció al que tenía el imperio de la muerte, a
Satanás, también al resucitar poderosamente de entre los
muertos. Ese ser tan perverso y malvado ha sido
eternamente derrotado por nuestro Salvador.

La batalla que estamos considerando de Josué contra los


reyes del norte, también nos hace meditar en otra guerra que
involucrará a Jesús. Al nal de la gran tribulación, de
acuerdo a la Revelación, las naciones se unirán con odio en
sus corazones hacia el que murió por ellos para tratar de
hacer lo imposible. Se atreverán a creer que podrán derrotar
al Señor de toda gloria, al Dios de todo poder. Así como
nuestro Amado ganó la lucha del Calvario, lo mismo hará en
la batalla en Armagedón. Con el poder de su palabra, sin ni
siquiera levantar él o alguien más una espada, destrozará a
los millones que se habrán aliado contra él, como una vasija
de barro que se cae y fácilmente se rompe en mil pedazos.

Esta signi cativa batalla que ganará un día el Señor, le


permitirá gozar el cumplimiento de la profecía de Isaías.
Josué al vencer a estas naciones, tomó para Israel todo el
botín o los bienes de todas las ciudades derrotadas. Lo
mismo será para Cristo en un día venidero. Isaías predijo
que Jesús repartirá los despojos con los poderosos. El
Soberano que habrá ganado, mostrará su in nita soberanía
al dispensar el botín de la batalla ganada. Los reyes tendrán
que sujetarse a él y reconocerle como el Supremo.

¡Qué grande es nuestro Señor! Le honramos y exaltamos por


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su inigualable poder. Le agradecemos de corazón que él
haya sido el gran victorioso para que por siempre asegurara
nuestras almas del maligno.

Al haberse conquistado el norte de Canaán, Josué tomó la


tierra y se la entregó “a los israelitas por herencia conforme a
su distribución según sus tribus” (v.23).

Esto también nos presenta muy claramente al Hijo de Dios.


Por haber conquistado la lucha espiritual en la cruz, por su
in nita misericordia, él nos ha entregado nuestra preciosa
herencia. Josué en cierta manera introdujo a Israel a su
descanso al darles la tierra; pero nosotros hemos recibido en
Cristo un descanso que es completo y seguro. Podemos leer
acerca de este contraste entre Josué y Jesucristo en Hebreos
4:8-10.

Pablo, el ministro de Dios, escribió a los efesios acerca de


nuestra herencia en la primera parte de la carta que les
escribió. Les describió la inmensa gracia de Dios al elegirnos
para salvación y les explicó los propósitos inescrutables de
Dios en cuanto a nuestra salvación. Les mostró como uno de
esos propósitos era para que su Hijo Amado nos otorgara
nuestra herencia. Les escribió: “En él asimismo tuvimos
herencia, habiendo sido predestinados” (1:11). Les invitó a
mirar hacia el pasado. Fuimos predestinados para obtener
esta gran herencia. Pero también les mostró lo que debe ser
para nosotros nuestra herencia en el presente. Hablando del
Espíritu de Dios, les dijo: “Es las arras de nuestra herencia
hasta la redención de la posesión adquirida” (1:14). Nuestra
herencia es segura. Nos ha dado la garantía que es el
Consolador, lo cual solo fue posible por la victoria de
nuestro Josué celestial. Pablo también le pidió a los
hermanos en Efeso que miraran el aspecto futuro de su
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herencia. Les escribió: “Las riquezas de la gloria de su
herencia en los santos” (1:18). ¡Cuán glorioso es todo esto! Lo
heredado por Josué a Israel, no se compara en lo más
mínimo con lo que Cristo nos ha heredado a nosotros. Lo
tenemos todo en él.

Esta herencia que hemos recibido por gracia por medió del
que nos compró a precio de sangre es incomparable. Leemos
sobre cómo es nuestra herencia en 1 Pedro 1:4,“una herencia
incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en
los cielos para ustedes”. Lo que ya es una realidad ahora al
ya gozar de todas las bendiciones espirituales en Cristo
Jesús, un día será una eterna realidad. Experimentaremos en
toda su plenitud lo que Jesús nos ha heredado. No tendrá n
esta maravillosa condición que disfrutaremos por siempre.

Encontramos en Hebreos 10:34 que lo que tenemos en Cristo,


es “una mejor y perdurable herencia en los cielos”. Gocemos
nuestra herencia. Anticipemos lo que nuestra herencia nos
dará algún día. Hasta entonces, sigamos sirviendo y
adorando al Cristo vencedor de las batallas.
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ES TODO LO QUE NECESITAMOS
Josué 13:33

En los capítulos 13-21 de Josué se nos detalla cómo cada


tribu de Israel fue recibiendo su territorio. En el capítulo 13
leemos que hubo una excepción hecha con la tribu de Leví,
porque “a la tribu de Leví no dio Moisés heredad; Jehová
Dios de Israel es la heredad de ellos, como él les había
dicho” (v.33). Sí recibirían ciudades de las demás tribus para
habitarlas (Jos. 21:3), pero no heredarían territorios como
sucedió con las demás tribus. La heredad y la porción de los
levitas, quienes ministraban en el santuario de Dios, sería
Yahweh mismo. Él les había dicho: “Yo soy tu parte y tu
heredad en medio de los hijos de Israel” (Nm. 18:20).

Los levitas recibían su heredad en los diezmos y en los


sacri cios que ofrecían los hebreos a Dios (Nm. 18:21; Jos.
13:14). Eso fue lo que Dios destinó como manutención para
aquellos que dedicaban su vidas al servicio del tabernáculo o
templo. A pesar de lo que podían tener materialmente, su
porción más llamativa era Dios mismo. Lo mismo ocurre con
nosotros, así como con Israel, nosotros somos la porción del
Señor; y él es nuestra porción. Las naciones son la porción de
Jehová (Sal. 2:18), y el que dio su vida por nosotros, lo es
todo para nosotros.

Antes de continuar, deberíamos maravillarnos con adoración


en nuestros corazones, al considerar que él nos haya elegido
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como su porción. Debemos asombrarnos de su gracia porque
él no nos escogió porque vio algo atractivo en nosotros.
Únicamente vio maldad, y aún así nos amó para hacernos su
heredad. ¡Somos grandemente bendecidos aquellos que el
Señor escogió para sí! “Bienaventurada la nación cuyo Dios
es Jehová, El pueblo que él escogió como heredad para sí”
(Sal. 33:12).

Al pensar en el Señor siendo nuestra heredad, podemos


notar que este es un tema recurrente en los Salmos.
Queremos meditar esta semana sobre Jesús como nuestra
porción en el precioso salterio inspirado por Dios, siendo
una magní ca colección de 150 Salmos.

En los Salmos se enfatizan las siguientes cosas en relación al


Señor como nuestra heredad.

1. Es nuestro Sustentador deleitable

“Jehová es la porción de mi herencia y de mi copa; tú


sustentas mi suerte. Las cuerdas me cayeron en lugares
deleitosos, y es hermosa la heredad que me ha tocado”
(Sal. 16:5, 6).

2. Es nuestro Pastor amante

“Jehová es la fortaleza de su pueblo, y el refugio salvador


de su ungido. Salva a tu pueblo, y bendice a tu heredad; y
pastoréales y susténtales para siempre” (Sal. 28:8, 9).

3. Es nuestro Guardador eterno


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4. “Conoce Jehová los días de los perfectos, y la heredad de
ellos será para siempre” (Sal. 37:18).

5. Es nuestra Fortaleza inagotable

“Abundante lluvia esparciste, oh Dios; a tu heredad


exhausta tú la reanimaste” (Sal. 68:9).

6. Es nuestro Redentor tierno

“Acuérdate de tu congregación, la que adquiriste desde


tiempos antiguos, La que redimiste para hacerla la tribu
de tu herencia; Este monte de Sion, donde has habitado”
(Sal. 74:2).

7. Es nuestro Testador poderoso

“Echó las naciones de delante de ellos; Con cuerdas


repartió sus tierras en heredad, E hizo habitar en sus
moradas a las tribus de Israel” (Sal. 78:55)

8. Es nuestro Reposo el

“Para hacerle descansar en los días de a icción, En tanto


que para el impío se cava el hoyo. Porque no abandonará
Jehová a su pueblo, Ni desamparará su heredad” (Sal.
94:13, 14).

Los levitas lo tenían todo al tener a Yahweh como su porción.


Cristo nuestro Señor, es todo lo que tenemos, y es todo lo
que necesitamos. Adoremos de corazón al que es la porción
de nuestro corazón.
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REDIMIDOS, ACOMPAÑADOS,
SALVADOS Y GALARDONADOS
Josué 14:1-15

La tierra fue repartida a las doce tribus de Israel por suerte


por medio de Moisés, Josué, Eleazar y los cabezas de las
familias. Moisés le heredó a Rubén, Gad y a la media tribu
de Manasés sus tierras al este del Jordán; y los otros varones
le heredaron sus tierras a las otras nueve tribus y media al
oeste del Jordán.

En Moisés, Josué y Eleazar podemos ver tres aspectos


preciosos de nuestro Amado. Todo esto en cuanto a nuestra
heredad espiritual que tenemos por medio de él.

Moisés fue el que libertó a Israel de la esclavitud de los


egipcios. Él resalta a Cristo como nuestro Redentor. Moisés
es una sombra de aquél que derramó su sangre para poder
librarnos de la esclavitud del pecado. Damos gracias a Dios
por el que “se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos
de toda iniquidad” (Tit. 2:14). Lo realizado por Moisés,
enfatiza la obra de Cristo hecha a nuestro favor en el pasado.
El hecho de que en el pasado fuimos librados del pecado,
nos permite gozar la heredad que él nos ha otorgado.

Eleazar era el sumo sacerdote en el tiempo en el que se


dividió la tierra. Alabamos a Dios por Jesús nuestro
Redentor, pero al considerar a Eleazar, pensamos en la gran
bendición que tenemos de tener al Hijo de Dios como
nuestro gran Sumo Sacerdote. Si Cristo como Redentor nos
hace pensar en lo que él hizo por nosotros en el pasado, él
como Sumo Sacerdote nos hace meditar en lo que él es para
nosotros en el presente. En esta vida, mientras sufrimos
pruebas y tentaciones; pero a la vez disfrutamos la heredad
que tenemos en el presente, Cristo es nuestro Sumo
Sacerdote. Nos anima y nos consuela saber que en nuestras
di cultades, él intercede por nosotros (Heb. 7:25) y él se
compadece de nosotros (Heb. 4:15).

Josué, como hemos visto ya al estudiar a Cristo en este libro,


es gura del Mesías como nuestro Salvador. Vimos a Jesús
como nuestro Redentor en el pasado y como nuestro Sumo
Sacerdote en el presente; pero ahora lo vemos como nuestro
Salvador en el futuro. La salvación de Dios en Cristo Jesús es
tan grande y tan extensa que abarca nuestro pasado,
presente y futuro. Fuimos salvados en el momento que
creímos, seguimos siendo salvados, pero un día seremos
salvados por completo. Al venir Jesús, él salvará a los suyos,
y su salvación, en este sentido se completará. Como
Redentor, nos hizo recibir nuestra herencia; como Sumo
Sacerdote, nos acompaña para disfrutarla; y como Salvador,
un día nos rescatará de este mundo para disfrutarla
eternamente y para siempre.

¡Cuán glorioso es nuestro Señor! Lo que hicieron estos tres


varones para el bien de Israel, Cristo solo lo hace todo en
favor de los millares de millares que han obedecido al
evangelio.

En este capítulo 14 de Josué, no solo vemos a Jesús como


Redentor, Sumo Sacerdote y Salvador, en cuanto a nuestro
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pasado, presente y futuro. También lo vemos como nuestro
Galardonador en el glorioso futuro que nos espera. Esto lo
vemos en la narración que involucra a Caleb en esta porción
que estamos considerando. Este varón de Dios, junto con los
demás hijos de Judá, tuvieron una conversación con Josué.
Caleb le recordó que por haber sido un espía el, Moisés le
había prometido su tierra al llegar a Canaán. Josué cumplió
con lo prometido y le brindó Hebrón por heredad. Habían
pasado años desde la promesa de Moisés, Caleb había tenido
que luchar y padecer con mucha paciencia y determinación,
pero ahora era tiempo de recibir y gozar su recompensa en la
tierra que recibió.

¿No es esto el tribunal de Cristo? Cuando el Señor Jesús


venga por nosotros, él nos hará pasar delante de él en los
cielos, y él será nuestro Galardonador al darnos a cada uno
nuestras recompensas y coronas. Jesús pronto viene.
Tengamos paciencia, porque como Caleb, muy pronto
recibiremos los galardones que el Señor en su tierna gracia
nos ha prometido.

Adoramos a Dios por nuestro Redentor, Sumo Sacerdote,


Salvador y Galardonador. No hay nadie como él. Todos estos
maravillosos o cios le pertenecen solo a él. Hagamos
memoria de su muerte y ofrezcámosle la alabanza de la cual
él es digno.
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GLORIAS LE SIGUEN A LAS
CONGOJAS
Josué 16, 17

José el sufriente, fue bendecido grandemente después de


todo lo que padeció. Fue odiado, traicionado y vendido por
sus hermanos. En Egipto, fue acosado por una mujer
malvada, fue injustamente encarcelado, y olvidado en la
cárcel. Dios no ignoró nada de eso, sino que tomó en cuenta
todo lo que este varón piadoso padeció por él. Apreciado
hermano, el Varón de dolores no menosprecia los dolores
que tú sufres para honrar su nombre. Cada lágrima, cada
p re o c u p a c i ó n y c a d a t e m o r e s o b s e r v a d o m u y
cuidadosamente por él. Josué fue recompensado por todo lo
que sufrió por el nombre del Señor; tú también serás
galardonado generosamente.

Jacob, el padre de José, antes de morir pronunció que su hijo


favorecido sería bendecido al ser una “rama fructífera junto
a una fuente, cuyos vástagos se extienden sobre el muro”.
Jacob relacionó esas bendiciones dadas a su hijo por Dios por
lo que José sufrió. Jacob dijo: “Le causaron amargura, le
asaetearon, y le aborrecieron los arqueros; Mas su arco se
mantuvo poderoso, y los brazos de sus manos se
fortalecieron por las manos del Fuerte de Jacob (por el
nombre del Pastor, la Roca de Israel), por el Dios de tu
padre, el cual te ayudará, por el Dios Omnipotente, el cual te
bendecirá con bendiciones de los cielos de arriba, con
bendiciones del abismo que está abajo, con bendiciones de
los pechos y del vientre.”

Hay muchas maneras en las que José se asemeja a nuestro


Señor Jesucristo. Una de ellas es en como el que sufrió
mucho, fue prosperado generosamente por Jehová. Está
claro que el sufrimiento y la recompensa de José no puede
compararse con los dolores y las bendiciones de nuestro
Señor. Pero aún así, las experiencias de José sí traen a
nuestras mentes todo esto en cuanto a nuestro Salvador. Él
es el grano de trigo que tuvo caer a la tierra para morir, pero
después de morir, produjo mucho fruto. Nosotros somos
parte de ese fruto que representa una de las bendiciones que
el Padre le ha brindado a su Hijo. Aquél que sufrió que su
nombre fuese humillado hasta mas no poder, llegará el día
cuando su nombre sea exaltado sobre todo otro nombre.

La bendición recibida por José, bene ció a su esposa y a toda


su posteridad. Su esposa Asenat era egipcia, pero aún así, en
la gracia de Dios pudo disfrutar todo lo que recibió José.
Nosotros, la iglesia y esposa de Jesús, nos podemos mirar en
aquella mujer gentil. Estábamos lejos de los bene cios de las
promesas y del pacto hecho a Israel, pero Dios se
compadeció de nosotros. No podemos comprender la
inescrutable gracia de Dios, que él haya colocado a judíos y a
gentiles en un mismo cuerpo, para hacerla la esposa de su
precioso Hijo. Quizás a esa se refería Jacob proféticamente
cuando habló de que José sería como una rama que sus
vástagos se extenderían sobre el muro. Los vástagos de la
gracia de Dios nos alcanzaron donde nos encontrábamos,
sumidos en el lodo cenagoso del pecado.

La bendición recibida por José, también bene ció a sus hijos.


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Los nombres de sus hijos re ejan la angustia que sufrió, pero
también el triunfo que gozó en aquella tierra ajena. El
nombre de Manasés, su hijo mayor, signi ca: “Dios me hizo
olvidar todo mi trabajo, y toda la casa de mi padre”. El
nombre de Efraín, su hijo menor, signi ca: “Dios me hizo
fructi car en la tierra de mi a icción”. En los nombres de los
hijos de José podemos ver estos dos aspectos de Cristo ya
mencionados. Él experimentó angustia pero ahora goza del
fruto de la cruz. Una de las maneras en las que los hijos de
José gozaron de las recompensas dadas a José, fue el hecho
que cada uno de ellos tuvieron el privilegio de tener su
propia tribu en Israel. Cada uno de los hijos de Jacob recibió
una sola tribu, pero José recibió el doble porque de él
salieron dos tribus. Manasés tuvo su tribu, Efraín tuvo su
tribu. Si la madre de estos hombres, nos habla de nosotros
los gentiles siendo bene ciados por la gracia de Dios; estos
dos hijos de José, nos recuerdan de las bendiciones recibidas
hasta el día de hoy por la nación de Israel. Gracias a Dios,
que a pesar de la rebeldía de Israel, Dios les permite aún
pertenecer al cuerpo de Jesucristo.

La bendición de Dios para las tribus de Efraín y Manasés


también lo vemos en la repartición de las tierras en Canaán.
Efraín recibió su heredad en la parte central; y Manasés, al
haberse dividido en dos, recibió heredad al occidente y al
oriente del Jordán. También vemos el favor de Dios hacia
José al desear que sus hijos fueran de los primeros en recibir
sus tierras, a penas detrás de Judá, la tribu de la familia real
que fue el primero en recibir su territorio.

Finalicemos en un punto más que nos vuelve hacer pensar


en lo privilegiados que somos los gentiles en haber sido
buscados por el Dios de Israel. Maquir, hijo primogénito de
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Manasés, moró al este del Jordán, en Basán y Galaad. Lo
llamativo de Maquir era que su madre fue una mujer gentil
de acuerdo a 1 Crónicas 7:14, 15. La abuela y la madre de
Maquir ambas fueron mujeres gentiles. Otra vez nos
maravillamos de la gracia de Dios hacia nosotros los
gentiles.

Deseo que esta sencilla meditación nos ayude al hacer


memoria de nuestro Señor. Pensemos en él quien sufrió, pero
que ha sido exaltado. Engrandezcamos a nuestro Dios, que
como gentiles que somos, él nos invita a poder adorarle
mañana en espíritu y en verdad.

En esta semana que inicia seamos como las hijas de


Zelofehad, de la tribu de Manasés, quienes insistieron en
recibir su herencia. Busquemos lo espiritual; dejemos de
buscar lo material.
VECINOS DE REYES
Josué 18, 19

Aún habían siete tribus que no habían heredado su tierra.


Esto no era porque Dios lo había decidido de esa manera por
alguna razón. Esas tribus habían sido negligentes. La palabra
“negligentes” en hebreo signi ca “hundirse, relajarse”. Dios
había obrado maravillosamente para que la tierra fuese
conquistada, la tenía lista para todas las tribus; pero siete
tribus no se habían esmerado, no habían sido diligentes para
poseerla.

Ya hemos señalado que Canaán representa todas las


bendiciones espirituales que tenemos en Cristo Jesús.
Nuestra herencia y porción es el Señor y todos los favores
que hemos heredado a través de su muerte y resurrección. El
Espíritu nos dice a través de Pablo, “Bendito sea el Dios y
Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda
bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo” (Ef.
1:3).

La guerra ya fue ganada en la cruz y en la tumba vacía,


innumerables bendiciones espirituales están a nuestra
disposición; pero tristemente nosotros también somos
negligentes. No vivimos con plenitud la vida que Cristo nos
ha dado. Nos distraemos con cosas terrenales. Caemos en
una mediocridad espiritual en donde pensamos que ya no
hay más bendiciones espirituales por conquistar. Mostramos
poco de Cristo en nuestro carácter. Carecemos de frescura en
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nuestra meditación de la palabra y en nuestra participación
en los servicios de la iglesia.

Con diligencia y asombro disfrutemos más y más todo lo


que tenemos en el Señor. Entre más comprendamos el costo
que Cristo tuvo que pagar con su propia sangre para
asegurar nuestra heredad, más tendremos el deseo de
disfrutar todo lo que tenemos en él. No seamos negligentes
como aquellas siete tribus de Israel. Como soldados de Jesús,
levantémonos, entremos a Canaán y disfrutemos nuestra
porción espiritual.

En los capítulos señalados, aprendemos que Simeón tuvo


que morar dentro del territorio de Judá. Posiblemente fue
por causa de la crueldad que mostró cuando él y Leví
atacaron a los varones de los heveos, por el pecado que
Siquem cometió con Dina, hermana de ellos (Gn. 34). Es
posible que su pecado le causó tener que experimentar esa
consecuencia por su pecado. Pero también vemos la gracia
de Dios, porque a pesar de que Simeón no tuvo heredad
como las otras tribus, Jehová permitió que morasen dentro
del territorio de los reyes. Las Escrituras muestran que Judá
era la tribu de la cual saldrían todos los reyes;
especí camente de la familia de David.

La situación de la tribu de Simeón se asemeja a nuestra


condición. Habíamos pecado contra Dios, pero él en su
gracia permitió que pasásemos de la autoridad que tenían
sobre nosotros las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de
su amor (Col. 1:13). Habiendo pertenecido al reino del
diablo, ahora pertenecemos al reino de Dios. Su reino hoy es
invisible, pero eso no quiere decir que no pertenecemos a él.
Formamos parte del imperio del Rey de las edades, y un día
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muy cercano, su reino sí será visible. Nosotros gobernaremos
sobre esta tierra debajo de la administración perfecta del Rey
de reyes y Soberano del universo. Somos como Simeón,
hemos sido hechos habitantes de la tierra de la realeza.

Dan fue la séptima tribu en recibir su herencia por suerte.


Consideraron que les hizo falta territorio, y por lo tanto,
subieron y combatieron a Lesem, y la tomaron al herirla a
espada. Tomaron posesión de ella y habitaron en ella; y
llamaron a Lesem, Dan, del nombre de Dan su padre. Lesem
o Dan se encontraba al norte en el territorio de Neftalí, cerca
de Tiro. Se convertiría en lo que se consideraba el lugar más
al norte de Israel, porque se habla en las Escrituras: “desde
Dan hasta Beerseba” (Jue. 20:1; 1; Sam. 3:20; 2 Sam. 3:10). Fue
una de las ciudades donde Jeroboam levantó un becerro de
oro (1 Re. 12:29, 30). La tribu al migrar de su territorio dado
por Dios, fue la única en hacer esto. En Jueces 1 y 18
aprendemos la razón por la que lo hicieron. Todo esto
contribuyó a que dejaran a Dios por causa de la idolatría.

Esta tribu puede recordarnos a nosotros cuando no sentimos


satisfacción en nuestro Amado. Descuidamos nuestra
comunión con quien es el hermoso manzano entre los
árboles silvestres; su fruto deja de tener la dulzura que un
día tuvo en nuestras bocas; y pensamos que la sombra que él
nos da podemos encontrarla en otro lugar. No nos dejemos
engañar, sino recordemos siempre que solo Cristo puede
satisfacer nuestras almas. Él lo llena todo en todo (Ef. 1:23).

Después de que terminaron de repartir la tierra en heredad


por sus territorios, dieron los hijos de Israel heredad a Josué
en medio de ellos. Los dos espías, Caleb y Josué, que fueron
eles a Dios, recibieron su propia heredad. Caleb en Judá y
Josué en Efraín. La humildad de Jesús podemos verla en la
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humildad de Josué al ser el último en recibir su porción. De
acuerdo a la palabra de Dios, le dieron la ciudad que él
pidió, Timnat-sera, en el monte de Efraín; y él reedi có la
ciudad y habitó en ella. Allí él sería sepultado.

Josué recibiendo su heredad como recompensa por todo lo


que hizo para Dios, es una sombra de nuestro Señor Jesús
siendo grandemente bendecido por todo lo que alcanzó al
morir sobre el madero. Jehová le ha prometido a su Hijo lo
que encontramos en Isaías 53:10, 12 donde el profeta
escribió: “Verá linaje, vivirá por largos días, y la voluntad de
Jehová será en su mano prosperada... Yo le daré parte con los
grandes, y con los fuertes repartirá despojos; por cuanto
derramó su vida hasta la muerte”. Su inmensa obra vicaria,
le hace merecedor de todo privilegio y toda bendición.

El Señor de in nita gloria merece que le alabamos. Él exige


que lo hagamos. Su persona y su obra le hacen acreedor de
toda gloria y honra. Dios nos ayude a adorarle el día de
mañana.
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EL REFUGIO SIN REFUGIO
Josué 20

Israel ya había recibido instrucciones sobre las ciudades de


refugio que debían de designar (Nm. 35). A estas ciudades
podían llegar aquellos que mataban a alguien sin intención
para poder refugiarse. En Josué 20 vemos que estas ciudades
fueron asignadas después de que cada una de las tribus
recibieron su tierras.

Al considerar estas ciudades de refugio, no hay duda de que


hermosamente representan a nuestro Amado Señor, nuestro
refugio. Lo encontramos especialmente presentado de esta
manera en los Salmos. ¿Cuántas veces nos han sido de
profundo alivio en los momentos más difíciles de nuestra
vida? Somos tan privilegiados de poder refugiarnos en el
Todopoderoso, en el que sustenta el universo. Los hijos de
Coré nos animan a cantar: “Dios es nuestro refugio y
fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones (Sal.
46:1). David quería que miráramos al Señor como nuestro
“alto refugio” (Sal. 18:2). Cuando las tormentas de la vida se
desatan, podemos encontrar descanso y seguridad en Cristo
nuestro refugio.

Nuestro Salvador habló sobre el deseo que él tenía en ser el


refugio a los habitantes de Israel. Él mismo, siendo el
soberano Dios, se comparó con una gallina que busca darle
refugio a sus polluelos. Con dolor y con angustia, sintiendo
el rechazo de la niña de sus ojos, les dijo: “¡Jerusalén,
Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te
son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como
la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste!”
(Lc. 13:34). Ellos no quisieron refugiarse en él para no sufrir
las llamas del fuego eterno. Pre rieron poner al refugio de
los hombres sobre una cruz.

Nosotros que sí le hemos aceptado como nuestro refugio


para no sufrir en las llamas del in erno y para no sufrir solos
las angustias que vienen a nuestras vidas; nos gozamos en
todo lo que él ha hecho en nuestras vidas. Pero también nos
conmovemos al meditar en lo que él tuvo que padecer para
ser nuestra ciudad de refugio. Él fue a ese madero, y en ese
lugar de ignominia, soledad y sufrimiento; nuestro refugio
fue expuesto a la furia y al castigo de Dios.

Cuando cayeron sobre él las aguas de la ira de Dios, el


refugio no tuvo refugio. El que es nuestro refugio cuando
nos azotan las olas y el viento de las pruebas; él no tuvo
refugio. Solo y abandonado tuvo que soportar las olas y las
ondas (Sal. 42:7) que descendieron sobre él una y otra vez.
Sin nadie que le consolase (Sal. 69:20), sin que su Dios le
refugiase porque lo había desamparado, él tuvo que soportar
las aguas torrenciales de la justicia divina que atormentaron
gravemente su alma (Sal. 69:1, 2).

Aprovechemos el refugio que tenemos en Cristo. Adoremos


al que es la roca de nuestro refugio. Pero nunca se nos olvide
lo que él tuvo que experimentar y padecer en nuestro lugar.
Mañana será el día del Señor, si él aún no ha venido;
adoremos de todo corazón al que es nuestro bendito refugio.
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Al pensar en las ciudades de refugio en Israel, nunca se nos
olvide lo que el Señor es para nosotros.
DIOS DELEITÁNDOSE EN SU
PORCIÓN
Josué 21

Los levitas tenían una función muy importante dentro del


pueblo de Israel. Ellos estaban a cargo del servicio del
tabernáculo. Asistían a los sacerdotes en las actividades
pertinentes a la adoración de Dios en su morada. También
les correspondía transportar los muebles, las cubiertas, las
cortinas y toda la estructura del tabernáculo. Eran los
guardias del tabernáculo.

Los jefes de los padres de los levitas fueron con Eleazar, el


sumo sacerdote, a Josué y a los cabezas de los padres de las
tribus de Israel. El objetivo que tenían era pedir las ciudades
que Dios les había prometido para que las habitaran y para
que pudieran criar sus ganados.

Los hijos de Israel dieron de su propia herencia para que los


levitas tuviesen estas ciudades con sus ejidos. En este
capítulo de Josué, se detalla cómo fue que cada una de las
tribus le donaron a los levitas cuarenta y ocho ciudades con
sus ejidos.

Dios ya le había dado su heredad a cada una de las tribus y


ya había pedido que se señalaran las ciudades de refugio.
Ahora tocaba algo que sería muy especial para Dios al recibir
los levitas sus ciudades. Era especial porque los levitas eran
su porción. Él había dicho: “Yo he tomado a los levitas de
entre los hijos de Israel en lugar de todos los primogénitos,
los primeros nacidos entre los hijos de Israel; serán, pues,
míos los levitas.” Los levitas eran para Dios en lugar de los
primogénitos de Israel.

No hay duda que fue especial para Dios repartirle a cada


tribu su heredad porque era el cumplimiento de su promesa
a su pueblo, pero al nal de cuentas, esa tierra sería para
ellos. Los levitas recibiendo estas cuarenta y ocho ciudades
tendría un signi cado invaluable para Dios, porque ahora le
correspondía a Él recibir Su porción al recibir los levitas su
heredad. Este es el clímax del libro de Josué. Dios había
llevado a cabo una asombrosa conquista en Canaán para que
Israel por n tuviese su territorio y para que los levitas;
aquellos que eran suyos, aquellos que eran su porción,
tuviesen sus moradas para poder servirle y agradarle.

A lo largo de nuestro estudio de Josué, hemos considerado


una y otra vez, cómo nosotros debemos disfrutar la herencia
espiritual que tenemos por medio de Cristo Jesús. Pero
ahora, al considerar a los levitas recibiendo estas ciudades,
podemos ver a Dios disfrutando su porción. ¿Cuál es la
porción del Dios Altísimo? Si vamos a Efesios 1:17, 18
podemos encontrar la respuesta. El Espíritu ahí nos dice:
“Para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de
gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación en el
conocimiento de Él, alumbrando los ojos de vuestro
entendimiento, para que sepáis cuál es la esperanza a que Él
os ha llamado, y cuáles las riquezas de la gloria de Su
herencia en los santos”. Esto quiere decir que no solamente
los levitas fueron la porción de Dios, ¡pero nosotros también
lo somos!
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¿Entendemos lo que implica que tú y yo somos la herencia
del gran y supremo Dios? ¿Cómo lograr a entender que las
riquezas de la gloria se relacionan con nosotros siendo la
porción del in nito y trascendente Dios? ¡Esto sobrepasa
nuestro entendimiento! ¡Esto nos postra delante de nuestro
Padre para adorarle! Es maravilloso que Dios sea nuestra
porción; y es extraordinario que nosotros seamos su porción.

La única razón por la que Dios puede ser nuestra porción y


nosotros la porción de Él, es por su gracia y por lo realizado
por Jesús en la cruz. El Salvador pagó el precio con su propia
sangre para que nosotros fuésemos hechos posesión de Dios.
Podemos meditar en esto mañana al beber de la copa. Dios
nos disfruta como porción suya, no porque vea algún valor
al que nosotros contribuyamos, sino que el valor que ve en
nosotros es porque nos ve por medio de su Hijo Jesucristo.

Bendecimos al Dios que se complace en deleitarse en


nosotros.
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UNIDOS EN EL VÍNCULO DE LA
PAZ
Josué 22

Josué le indicó a las tribus de Rubén, Gad y a la media tribu


de Manasés, que era el tiempo indicado para que fueran a
tomar posesión de sus tierras. Recuerda que ellos habían
decidido morar al otro lado del río Jordán, pero que Dios les
había ordenado que aún así debían ayudar a sus
compatriotas a tomar posesión de su tierra antes de heredar
lo que Moisés les había entregado.

Habiendo cumplido con la encomienda, Josué les ordenó


que regresaran a sus tierra, que cumplieran la ley de Dios y
que amaran a Dios de todo corazón. Se les indicó también
que volvieran a sus tiendas con mucha riqueza, porque
tenían derecho a compartir del botín que adquirió la nación
por medio de la conquista.

Aunque Dios permitió que esas dos tribus y media moraran


en esa región, esa no era su voluntad. No todo lo que Dios
permite es porque Él así lo desee. Estas dos tribus y media
nos recuerdan a aquellos en el cuerpo de Cristo que están
dispuestos a pelear por algo que nunca disfrutarán. Rubén,
Gad y la media tribu de Manasés se esforzaron y pusieron en
riesgo sus vidas por conquistar tierras que ellos jamás
poseerían. La batalla del cristiano es lograr, con la ayuda de
Dios, conquistar todas las bendiciones que tenemos en Cristo
Jesús y disfrutarlas para la gloria de Dios.

Los escritos de Pablo, nos ayudan a dimensionar todo lo que


tenemos en Cristo y todo lo que compartimos con él como
coherederos. Pero la idea que siempre puntualiza el Espíritu,
es que disfrutemos todo lo que el Señor ha conquistado a
nuestro favor por medio de su muerte y resurrección. ¿Qué
caso tiene luchar por algo que después no disfrutamos?
Todos los días deberíamos evaluar todo lo que signi ca para
nosotros estar en Cristo, algo que constantemente nos señala
el Nuevo Testamento. Debemos conquistar más y más al ir
adquiriendo más y más conocimiento de la inmensa
salvación que tenemos en Cristo Jesús, pero también
debemos deleitarnos y complacernos más en todo lo que
tenemos en Él.

La decisión de esas dos tribus y media, también hace pensar


en que siempre hay aquellos que quieren disfrutar de las
bendiciones que tenemos por el bendito Hijo de Dios a su
manera. Las bendiciones de Dios, se conquistan y se
disfrutan a Su manera, no a la nuestra. La decisión de
Rubén, Gad y la media tribu de Manasés traería divisiones
innecesarias dentro del pueblo de Dios. Esto es lo mismo que
puede ocurrir- y tristemente- ocurre entre nosotros.

Esto lo vemos cuando esas dos tribus y media fueron a su


tierra, y lo primero que hicieron fue edi car un altar. Era un
altar llamativo porque era grande, pero estaba en el lugar
equivocado. Es entendible la manera en la que reaccionó el
resto de la congregación. Estaban indignados por lo que
habían hecho al edi car un nuevo altar. Al nal, todo se
resolvió, pero no dejó de haber sido algo que puso en peligro
la unidad de Israel.
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¿Cuántos hermanos se reunirán mañana para hacer memoria
del Señor Jesús y lo harán disgustados los unos con los
otros? ¿En cuántas ciudades se congregarán dos o más
iglesias que no tienen comunión entre sí porque hubo alguna
discordia tiempo atrás?

Esto no debe ser. El altar no debe ser un punto que nos


divida sino algo que nos una. El altar representa a Cristo y
sus dolores sobre la cruz. Jesús es la base principal de
nuestra comunión.

En vez de participar en divisiones que se suscitan en nuestra


carne perversa y en el diablo destructor, deberíamos hacer
todo lo que está a nuestro alcance para ser “solícitos en
guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” (Ef.
4:3). Si hemos creído en Cristo, estamos en Cristo; si estamos
en Cristo, debemos estar unidos con todos los demás que
forman parte de su precioso cuerpo.
S A B E H A B L A R PA L A B R A S A L
CANSADO
Josué 23, 24

Llegamos al nal del libro de Josué y al nal de la vida de


Josué. Con la ayuda de nuestro Consolador hemos navegado
este libro cada último día de la semana, tratando de
descubrir qué es lo que nos enseña sobre nuestro precioso
Salvador. Por última vez consideraremos cómo es que Josué,
un verdadero varón de Dios, es un hermoso tipo de Cristo
Jesús.

En estos últimos dos capítulos, Josué habla con Israel antes


de que Dios recoja su espíritu al terminar su sobresaliente
servicio a Él sobre esta tierra. Ya estaba viejo y avanzado de
días. Su deseo era instruir y exhortar al pueblo del Señor
antes de partir para la ciudad celestial.

Josué les recordó que Yahweh era el que había peleado por
ellos para que pudieran conquistar la tierra que uía con
leche y miel. Les habló sobre cómo la tierra había sido
repartida como heredad a cada una de las tribus. Josué les
suplicó que se esforzaran a guardar el libro de la ley de
Moisés, así como se le animó hacer a él en el primer capítulo
de este libro. Les prometió que Dios les ayudaría a derrotar a
todos sus enemigos para poder habitar la tierra que habían
recibido. Les imploró a que no se mezclaran con ellos para
que así no fuesen inducidos a también pecar contra el Dios
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que los había redimido de Egipto. Josué consoló sus
corazones al recordarles que Dios no había fallado en
ninguna de las promesas, a pesar de que habían sufrido en el
desierto por tanto tiempo. También les advirtió
solemnemente que sufrirían grandemente si traspasaban el
pacto de Yahweh.

En su segundo discurso antes de morir, Josué hizo un


detallado recuento de la historia de Israel, desde el llamado
de Abraham hasta que habían entrado a Canaán. En base a
todo eso, Josué les pidió que temieran a Yahweh y que le
sirvieran con integridad y con sinceridad. Les dio a escoger
entre servir al Dios del cielo y de la tierra o a los dioses falsos
de los cananeos. Les hizo claro que si iban a escoger servir a
Yahweh, lo tendrían que hacer en santidad, porque Él es
santo.

Israel decidió que servirían a Dios. Josué entonces hizo pacto


con el pueblo y escribió todas estas palabras en el libro de la
ley de Dios. Tomó una gran piedra y la levantó debajo de
una encina que estaba al lado del tabernáculo. Esa piedra
serviría de señal para recordarle siempre a los israelitas
sobre la decisión que habían tomado de servir a Dios.

Después de esto, a la edad de ciento diez años, Josué murió y


fue sepultado en su heredad en Timnat-sera, en el monte de
Efraín.

Es aún más conmovedor examinar las últimas palabras de


nuestro Señor Jesús a los suyos antes de morir. Así como
Josué quiso hablar a los israelitas antes de su muerte; lo
mismo hizo nuestro Salvador al reunirse con Sus discípulos
en el aposento alto. Esta es otra manera en la que
encontramos una semejanza entre Josué y Jesús.

El Señor también sintió la necesidad de comunicarle a los


Suyos algunas cosas antes de ir a la cruz del Gólgota. En los
capítulos 13-17 del evangelio de Juan, leemos lo que el Señor
les dijo. Al lavarles sus pies, les enseñó sobre la pureza que
debía tener para servir a Su Padre. Una vez más les aseveró
que sufriría sobre un madero. De una forma muy preciosa,
les hizo saber que Él sería glori cado y que Su Padre se
glori caría en Él. Jesús les pidió que se amaran los unos a los
otros. Consoló los corazones de sus apóstoles al describirles
cómo se iría al cielo para prepararles moradas y que Él
regresaría para que todos pudiésemos morar ahí. Les
anticipó la venida del Espíritu Santo y cómo Él les guiaría a
toda la verdad. No quedarían solos con su éxodo de este
mundo. El Señor les dijo que debían producir fruto y les
animó a acordarse de Él cuando sufrieran persecución. Él
quería que estuviesen también convencidos de que su
tristeza sería transformada en alegría. Por último, les externó
el deseo que tenía de que se mantuvieran unidos.

Josué y Jesús instruyeron antes de morir; y en términos


generales, se asemejan en lo que dijeron sobre la necesidad
que tenían todos de servir fervientemente a Dios. Damos
gracias a Dios por las palabras de Josué y por su vida vivida
para la gloria de Dios. Hasta el día de su muerte quiso
consolar, edi car y animar a Israel. Por más que Josué sea un
ejemplo admirable, no puede compararse con el exaltado
Hijo de Dios. Nos admiramos de su cuidado por los Suyos la
noche antes de sus terribles sufrimientos. Nos maravillamos
por lo que le dijo a sus siervos. Pero también disfrutamos su
forma de hablar, su tono de voz, la dulzura de sus palabras,
lo refrescante que eran.
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Como la mujer sulamita dijo de su amado, nosotros decimos
de nuestro Amado, “sus labios, como lirios que destilan
mirra fragante” (Can. 5:13). Tomamos las palabras del poeta
y las usamos para describir a nuestro bendito Señor, al decir
de Él, “eres el más hermoso de los hijos de los hombres; la
gracia se derramó en tus labios; por tanto, Dios te ha
bendecido para siempre” (Sal. 45:2). En su comunión íntima
con Su Padre, de acuerdo a Isaías 50, el Hijo de Dios tuvo
“lengua de sabios, para saber hablar palabras al cansado”.
Damos gracias a Dios por el que sabe hablar palabras al
cansado.

Cuando oímos lo que le dijo a sus apóstoles a unas horas


antes de la cruz, cuando oímos que nos habla a nosotros a
través de Su Palabra, decimos como los alguaciles, “¡Jamás
hombre alguno ha hablado como este hombre!” (Jn. 7:46). Un
día oiremos su voz por primera vez, la escucharemos por
siglos mil; y le adoraremos por la autoridad y la belleza de
Su Palabra.

Damos gracias a Dios por todas las maneras en las que el


carácter y la vida de Josué nos lleva a meditar en nuestro
Señor y Salvador.

Dios nos ayude a seguir viendo a Cristo en Su Palabra para


que podamos adorarle cada primer día de la semana en la
cena del Señor, y todos los días de nuestra vida dondequiera
que estemos.

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