El Templo de Los Suenos - Clara Tahoces
El Templo de Los Suenos - Clara Tahoces
El Templo de Los Suenos - Clara Tahoces
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Clara Tahoces
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Título original: El templo de los sueños
Clara Tahoces, 2024
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Filemón y otras figuras de la fantasía me llevaron al convencimiento de que
existen otras cosas en el alma que no hago yo, sino que ocurren por sí
mismas y tienen su propia vida. Filemón representaba una fuerza que no era
yo. Tuve con él conversaciones imaginarias y él hablaba de cosas que yo no
había imaginado saberlas. Me di cuenta de que era él quien hablaba, y no
yo.
CARL G. JUNG
Recuerdos, sueños, pensamientos
RENÉ MAGRITTE
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Nota de la autora
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Desde aquí invito a todo el mundo a practicar la lucidez para saber lo que
se siente al volar libre en nuestros propios sueños. Es esa clase de libertad que
pocas veces he sentido, incluso estando despierta.
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PRIMERA PARTE
Sueño ligero
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6.16 h
Hotel Harmony Centro
El silencio es total a esa hora especial, envuelta entre las luces y las sombras,
antes de que ambas se toquen para dar paso a un nuevo día. Una suave brisa
recorre las calles en un barrio pudiente de Madrid formando pequeños
remolinos con las hojas secas del suelo. Si alguien hubiera observado el hotel
a vista de pájaro, solo habría divisado unas pocas luminarias en el entorno de
la gran mole que compone el edificio.
De pronto, la quietud se rompe. La puerta de un balcón, en el segundo
piso, se abre de golpe y permite que la brisa se interne en la habitación. Una
sombra se desliza entre los cristales arropada por las gruesas cortinas que
evitan que la luz de las farolas penetre en las habitaciones del hotel. Pasan
varios segundos. Luego un cuerpo cae a plomo contra el pavimento. Un toldo
del edificio frena, en parte, su caída, aunque no impide que la tela se rasgue y
la mujer se precipite contra el frío suelo.
Un perro ladra en la lejanía.
A aquella hora no hay nadie en la calle, pero el ruido despierta a algunos
huéspedes del hotel y el recepcionista que hace el turno de noche sale para
averiguar qué ha ocurrido.
Una mujer yace en el suelo.
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Ginés Acosta aparcó su vehículo en un reservado del hotel Harmony Centro,
próximo a la zona de Azca, y dio la última calada a su cigarrillo antes de
arrojarlo al suelo. Carraspeó un par de veces e hizo un ademán de peinarse;
una manía suya, porque apenas conservaba pelo que doblegar. Era alto, pero
siempre iba un poco encorvado, y el escaso cabello que le quedaba era
castaño oscuro, a juego con sus ojos, penetrantes y cansados. Lucía un bigote
espeso en el que ya se apreciaban numerosas canas. Y sus ojos, hartos del
mundo. Ojos experimentados.
No había dormido bien la noche anterior. Le costaba coger el sueño. Le
rondaban demasiados pensamientos en la cabeza a la hora de acostarse y no
eran buenos consejeros. A veces le daban las tres o las cuatro de la madrugada
sin poder pegar ojo. Pero lo prefería al otro tipo de insomnio, que también
había padecido, y que consistía en acostarse a una hora normal y despertarse
en mitad de la noche con los ojos como un búho. Eso sí que era una tortura.
Echó un vistazo al edificio. En concreto, a la segunda planta desde donde,
al parecer, se había arrojado la hija de los dueños de la cadena hotelera para la
que trabajaba como jefe de seguridad desde hacía poco más de un año. Era un
inmueble blanco y elegante con terrazas y balcones casi en el centro de la
ciudad, que junto a otros cinco formaban la cadena hotelera Harmony. El
propietario, además de amigo suyo desde hacía más de veinte años, le había
convocado para una reunión de urgencia. No imaginaba por qué querría verle,
aunque esperaba que no estuviera relacionado con la seguridad del recinto.
Allí se cumplían todos los protocolos reglamentarios y lo que había ocurrido,
una desgracia, nada tenía que ver con ello.
Atravesó el vestíbulo, luego la moderna recepción y se dirigió a la primera
planta, donde había una sala de reuniones bastante grande. Su amigo Ricardo
Solana ya lo esperaba allí con una botella de agua en las manos.
—¿Cómo sigue Conchita? —preguntó Ginés después de abrazar a su
amigo.
—Pues ha tenido mucha suerte. Aún no damos crédito —dijo Ricardo,
dueño de la cadena Harmony, visiblemente afectado—. El toldo ha frenado en
parte la caída y gracias a eso sigue viva. Pero ella no está bien del todo. Tiene
una pierna rota por tres sitios, eso ya lo sabes. Y se la ve desorientada,
aturdida. No recuerda nada. Dice que no sabe por qué se tiró, ni siquiera si se
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tiró. En fin, que no está bien. —Hizo una breve pausa para tomar aire—. De
hecho, en las primeras horas de su ingreso intentó escapar del hospital en dos
ocasiones. ¡Con una pierna rota! ¿Te imaginas? Ahora permanece vigilada y
medicada.
—Comprendo —apostilló Ginés con semblante serio.
Había visitado a Conchita en el hospital en cuanto se enteró de lo ocurrido
y ya sabía que tenía una pierna rota, pero no que estuviera tan aturdida. Esa
clase de visitas le removía recuerdos amargos relacionados con su hija, por lo
que había procurado que fuera lo más breve posible.
—Los médicos dicen que es normal que no recuerde nada del último año,
pero yo no pienso resignarme. No entiendo por qué ha intentado suicidarse.
Ya sabes que estos meses atrás la relación con ella no era del todo fluida. Pero
esto… esto me ha superado. Necesito… Necesitamos, Marcia y yo —se
corrigió—, saber qué ha ocurrido.
Marcia era su esposa, la madre de Conchita, una mujer encantadora a la
que Ginés conocía bien.
Por lo que tenía entendido, Conchita era una joven como cualquier otra,
veintipocos años, algo caprichosa quizá. Lo habitual procediendo de una
familia adinerada, pero en apariencia normal. Sin embargo, un desengaño
amoroso la había apartado de sus progenitores hacía más o menos un año. Su
novio, con el que pensaba casarse, la había dejado por otra. Algo que
Conchita no encajó bien. Seguía obsesionada con él y, pese a que había
dejado embarazada a una chica del trabajo, se resistía a aceptar la realidad:
que no la quería. O que, si la quiso, había dejado de hacerlo. Eso, además,
había generado fricciones con la familia, que insistía en que no fomentara más
el dolor con acciones que únicamente contribuían a rebajar su autoestima. Por
eso había pasado un tiempo sin hablarse con sus padres y el contacto se había
limitado a algunos mensajes de móvil a la madre. Así que no habían sabido
nada de su vida durante un tiempo. Nada… hasta el día en que se arrojó por
un balcón del Harmony. ¿Qué la habría llevado a tan autodestructivo
comportamiento?
—¿Se sabe por qué estaba en el hotel? —preguntó Ginés.
—No, sabemos lo mismo que tú. El recepcionista dice que se registró esa
misma tarde. Tratándose de mi hija les pareció normal, aunque ella tenga su
casa, claro. —Ricardo hizo una pausa para beber un poco de agua—. Ginés, te
lo pido por favor, averigua qué ha pasado. Ella no lo recuerda y podría volver
a intentarlo. Sé que tú mejor que nadie me entiendes.
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Estaba en lo cierto. Ginés había perdido a su única hija cuando esta tenía
una edad similar a la de Conchita, veintitantos. Y, aunque habían transcurrido
ocho años, aún le daba vueltas a si se había tratado de un accidente o un
suicidio. Su hija Elisa estaba enganchada a las drogas cuando sucedió el fatal
desenlace e ingirió una sobredosis. Ginés había perdido a su pequeña sin
poder hacer nada para evitarlo. O tal vez hubiera podido hacerlo si hubiera
estado más pendiente de ella en lugar de dedicarle tantas horas al trabajo. Esta
duda lo corroía y le torturaba desde entonces.
Antes de entrar en la cadena hotelera de Ricardo Solana, había sido
inspector de policía, una ocupación absorbente que apenas le dejaba tiempo
libre. No le gustaba recordar lo ocurrido, pero por desgracia lo hacía a diario.
Imposible olvidarlo. Aquello le había costado, además, su matrimonio. Una
historia terrible de la cual nadie querría ser protagonista.
Ginés tragó saliva y carraspeó antes de contestar. Con todo lo expuesto y
su propia historia de fondo, ¿cómo negarse ante la petición desesperada de su
amigo?
—Lo intentaré —dijo al fin.
Su amigo suspiró largamente, como si se hubiera quitado un peso de
encima.
—La neuróloga que la trata —prosiguió con voz neutra— dice que es
bueno ayudarla a recordar, así que cualquier dato que puedas averiguar será
positivo para ella. Quiero saber qué hacía en el hotel y sobre todo por qué
intentó suicidarse. Eso sí —hizo una pausa y le miró con fijeza—, te pido
discreción. Ya sabes que no es una buena publicidad para la cadena.
En efecto, el propio Ginés se había encargado de que el incidente
trascendiera lo menos posible en prensa y que quedara como una nota de un
simple accidente en lugar de un intento de suicidio. No era bueno para el
negocio ni para nadie.
—No te preocupes, actuaré con discreción —dijo Ginés.
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Tras reunirse con Ricardo Solana, Ginés fue directo a la recepción del hotel y
solicitó ver al empleado que había cubierto la guardia la noche del incidente.
Este no se hallaba en el inmueble, no tenía turno aquel día, así que tuvo que
conformarse con hablar con él por teléfono. Para ello se dirigió al bar, pidió
un café solo y lo llamó.
El recepcionista le confirmó que Conchita se había registrado la misma
tarde del suceso pasadas las ocho y media aunque, eso sí, al parecer se trató
de un registro un tanto irregular: la joven se presentó sin su carnet de
identidad. Sin embargo, ya la conocían. Sabían sobradamente que era la hija
del dueño de la cadena e hicieron la vista gorda.
Después de excusarse por su falta de previsión y el olvido del documento,
convino con el recepcionista en que le llevaría el carnet al día siguiente y por
eso la dejaron quedarse. Ginés no pudo evitar pensar que ese comportamiento
podría ser perfectamente el de una suicida que no lleva encima el DNI porque
en realidad lo que está buscando es un lugar para acabar con su vida y el resto
le da igual. Aunque le extrañó que no solicitara una habitación en las plantas
más altas del hotel. Si quería suicidarse, ¿por qué conformarse con un
segundo piso?, se preguntó Ginés. Para asegurarse de que su acción fuera
efectiva, lo más lógico habría sido pedir una habitación en la octava planta.
Eso le desconcertó. Por ello le preguntó si había pedido expresamente alojarse
en alguna planta, pero el trabajador respondió que no, que la instalaron en la
segunda planta por azar.
A ojos de Ginés, otro dato para tener en cuenta es que tampoco llevaba
equipaje, solo un bolso. Este detalle inclinaba la balanza hacia el suicidio.
¿Para qué llevar una maleta si lo único que pretendía era suicidarse?
En la mesilla de noche, el personal del hotel había encontrado un botón
dorado desgastado. Pidió verlo. Era como si de tanto tocarlo, hubiera perdido
parte de su brillo. Ginés lo anotó en su cuaderno y sacó una fotografía del
botón. Acto seguido se lo guardó en el bolsillo.
Asimismo, el recepcionista le refirió algunos detalles sobre su estancia en
el Harmony Centro. Según pudo averiguar, el personal la había notado
nerviosa, preocupada y algo esquiva. No es que la conocieran mucho, pero
solía ir al hotel de vez en cuando para comer con sus amigos o para reuniones
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de otra naturaleza. Y, por lo general, era una persona amable, simpática y
cariñosa con todos. Así que esta actitud también les extrañó.
Luego Ginés habló con la camarera que había atendido a Conchita durante
la cena. Después de registrarse, la joven se dirigió al bar y pidió un sándwich
mixto, que devoró con avidez, una Coca-Cola y un café doble. A la empleada
le llamó la atención que, además, quisiera un Red Bull para subírselo a la
habitación. «Demasiada cafeína en tan poco tiempo», pensó. Pero a fin de
cuentas no era cuestión suya ni ella era quién para afearle la conducta.
No la vieron hacer llamadas telefónicas ni tampoco se reunió con nadie.
Es más, según la camarera, estaba como absorta y miraba a un punto fijo
sumida en sus pensamientos.
Después de cenar se retiró a la habitación en la segunda planta y ya no
volvieron a saber nada de ella hasta que ocurrió el incidente de madrugada. El
recepcionista escuchó un ruido atronador en la calle. Salió para averiguar qué
había pasado y se la encontró en el suelo inconsciente.
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Tras su conversación con la camarera, Ginés solicitó una entrevista con
Mireia Sampedro, la neuróloga y psiquiatra que estaba tratando a Conchita en
el hospital. Quería saber cuál era su estado y, en la medida de lo posible,
entrevistarse con la paciente. Aunque inicialmente Sampedro lo desaconsejó.
Es más, fue complicado que Mireia accediera a hablar de Conchita con
Ginés. De hecho, para lograrlo se vio obligado a esperar un par de días. Al
parecer, no quería romper la confidencialidad que debe existir entre paciente
y médico, así que Ricardo Solana tuvo que mediar para que lo hiciera. Una
vez obtenido el permiso, Ginés fue a visitarla a su consulta en el hospital.
—No puede verla en este momento —sentenció la doctora con un gesto
grave en el rostro—. Es preferible que espere unos días. Aún se encuentra
muy confusa —explicó abriendo una carpeta que contenía los informes de
Conchita—. Como sabe, normalmente no aceptaría compartir esta
información con usted ni con nadie, pero tratándose de un amigo del padre de
Conchita y sabiendo que se le ha encargado una investigación sobre ella, haré
una excepción. A fin de cuentas, puede que sea bueno para su proceso de
recuperación de la memoria.
Ginés se quitó la cazadora y se sentó frente a la neuróloga. Mireia
Sampedro tendría unos cincuenta y cinco años; el pelo rubio, recogido en una
cola de caballo, y ojos azules. Su nariz era un poco chata y su porte, elegante.
Su despacho era impersonal, como la mayoría de las consultas médicas de un
gran hospital, excepto por el detalle de las dos cintas que adornaban su mesa y
que pedían a gritos que alguien las regara.
—Le agradezco que haga una excepción —repuso Ginés consciente de
que no era el proceder habitual—. ¿Qué le ocurre exactamente a Conchita?
—Aparte de las lesiones físicas, de las que podrá darle más detalles el
traumatólogo, en lo que respecta a su estado mental, ha perdido la memoria de
manera parcial. Ha olvidado los acontecimientos más recientes, como el que
le llevó a intentar quitarse la vida. Dice que no recuerda haberlo hecho. Según
he podido comprobar, tampoco recuerda situaciones desde hace un año —dijo
poniéndose unas gafas azules de pasta—. Cuando despertó, la joven pensaba
que aún seguía con su novio y fue por el que preguntó primero. Luego su
madre me comentó que ya no estaban juntos.
—¿No recuerda que rompieron?
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—Dice que no. Además, se encuentra muy agitada. Le desaconsejo que
hable con ella por el momento. ¿Sabe que intentó escapar del hospital?
—Sí. Me lo dijo su padre.
—De acuerdo con Psiquiatría, hemos tenido que medicarla. Sufre mucha
ansiedad, le cuesta dormir o más bien no quiere hacerlo. Dice que no se siente
segura, pero no sabe por qué. No está en condiciones de que se le realice un
interrogatorio —sentenció.
—¿Se sabe si había consumido drogas?
—¿Drogas? No. El informe toxicológico no ha revelado consumo de
drogas.
—¿Alcohol?
—Tampoco.
—¿Y a qué puede deberse ese comportamiento?
—No lo sé. Tal vez simplemente siga desorientada a causa de la caída. A
fin de cuentas, uno no se cae todos los días desde un segundo piso. Pero
también es posible que le ocurriera algo que está bloqueando.
—Algo anterior a su intento de suicidio, supongo.
—Así es. —La doctora hizo un gesto con la mano para colocarse bien las
gafas—. Aunque no lo sabemos con certeza y ella no lo recuerda. Lo que sí
puedo decirle es que está muy agitada y se siente intranquila. Eso y que
tenemos que seguir haciéndole pruebas. Debe entender que esto puede ser
cuestión de días o quizá mucho más tiempo.
—¿Meses?
—O años. O incluso que nunca llegue a recuperar esa parcela de su
cerebro.
—¿Me avisará cuando sea posible entrevistarse con ella?
—Por supuesto.
Ginés se marchó de la consulta con más dudas si cabe. Tenía la esperanza
de que la doctora le aclarara determinadas cuestiones, que todo fuera más
sencillo, pero la conclusión a la que había llegado es que tal vez a la joven le
ocurrió algo que le había llevado a intentar quitarse la vida. Tendría que
remontarse a un año atrás y rastrear los pasos de Conchita hasta llegar al
momento en que se presentó inesperadamente en el hotel Harmony.
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Aunque ya no estuvieran juntos, Ginés pensó que era buena idea realizarle
una visita al exnovio de Conchita. Hasta donde sabía, para algunas personas
un desengaño amoroso podía ser una razón para quitarse la vida. Una ruptura
no superada y obsesionarse con la persona amada, un cóctel explosivo.
Aunque había pasado un año desde entonces y eso le llevaba a pensar que la
joven ya habría tenido tiempo de hacerse a la idea. Pero quizá no fuera la
cuestión y hubiera seguido viendo al novio a escondidas de su familia y sus
amigos. No sería el primer caso.
De cualquier modo, decidió hablar con él para saber cuándo se habían
visto por última vez. Lo mejor era cogerle por sorpresa, así que averiguó
dónde trabajaba y se presentó allí sin más. Resultó que Julio era directivo en
una importante compañía de seguros y aunque al principio se mostró
reticente, aceptó hacer una pausa y tomarse un café con Ginés. Pensó que era
preferible resolver ese asunto con discreción a un posible altercado en plena
oficina.
—Hablemos, pero no aquí —le dijo haciendo un claro ademán de
invitación a que Ginés saliese de su despacho—. Bastantes líos he tenido ya
por culpa de Conchita —masculló.
Sin hablar por el camino, Ginés siguió a Julio hasta el lugar escogido, un
Starbucks de la calle Conde de Peñalver, en el barrio de Salamanca. A esa
hora, las once y pico de la mañana, había poca gente, así que parecía reunir
las condiciones idóneas para un encuentro discreto.
—¿Y quién decía que era usted? ¿Qué relación tiene con Conchita? —
quiso saber Julio. Cuando escuchó el nombre de su exnovia, se sintió tan
agobiado que apenas prestó atención a la presentación que Ginés había hecho
de sí mismo.
—Soy un amigo del padre de Conchita y jefe de seguridad de la cadena
Harmony. A ella la conozco poco —confesó Ginés dando un sorbo a su café.
Había pedido el expreso más normal que tuvieran. Le espantaban todos esos
pomposos nombres y tamaños variados de café que, según él, eran de todo
menos café.
—¿Y qué quiere exactamente?
—Saber cuándo vio a Conchita por última vez.
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—Hace aproximadamente un año, cuando lo dejamos. No entiendo a qué
vienen ahora estas preguntas. No tendría que haber accedido a este encuentro
—manifestó con semblante arrepentido.
Ginés le dirigió una de esas miradas heladoras que solo él sabía poner y
que había utilizado en infinidad de ocasiones cuando era inspector de policía.
—Seguramente lo ignore, pero Conchita se cayó desde un segundo piso
hace unos días.
—¿Qué? ¿Qué dice? ¿Ha… muerto? —El rostro de Julio se demudó.
—No, no, más bien ha sido un milagro. Solo tiene una pierna rota, pero ha
perdido la memoria a corto plazo y al despertar lo primero que hizo fue
preguntar por usted. Por eso pensé que quizá se habían visto recientemente.
Julio no ocultó un suspiro de alivio.
—Uf, ¡menos mal! —exclamó más calmado—. ¿Cómo se cayó? —
inquirió luego, sorprendido. Después, por los nervios, tragó saliva y recuperó
el hilo de la conversación sin esperar respuesta. En cualquier caso, Ginés le
había dicho que fue un accidente, sin dar más detalles. Era preferible así—.
No, claro que no. No acabamos bien. ¿Por qué iba a verla de nuevo? No le
deseo ningún mal, por supuesto, pero todo quedó muy claro por mi parte y en
ningún caso habría seguido viéndola.
—¿Ella no le llamó o se puso en contacto con usted de algún modo?
—Sí lo hizo, pero no en fechas recientes. Al principio, Conchita no llevó
muy bien nuestra ruptura, ¿sabe? No la culpo. Sé que no me porté bien con
ella. Pero me hizo la vida imposible por un tiempo. Me atosigaba con
llamadas y mensajes cuando ya no estábamos juntos. Se presentaba en mi
trabajo, escribía a mis amigos… ese tipo de cosas. Luego dejó de hacerlo y no
he vuelto a saber nada de ella. Esto que me ha contado me ha pillado por
sorpresa.
Dado que conocía los hechos, Ginés no quiso ponerle en un apuro
preguntándole por el motivo de la ruptura. Tampoco venía al caso.
—Y, en los últimos meses, ¿ella se ha puesto en contacto con usted por
algún medio? ¿Mensajes, llamadas quizá?
—No he sabido nada de ella desde que se marchó a Ibiza.
—¿Ibiza?
—Sí, para recuperarse de la ruptura, según tengo entendido. Creo que fue
con unas amigas o al menos esa era su intención.
Ginés extrajo su libreta y tomó nota. Poco después dio por finalizada la
entrevista. Se le abría un nuevo frente. Tendría que revisar su cuenta bancaria
y enterarse bien de lo ocurrido en ese viaje. Tal vez le ayudara consultar sus
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movimientos bancarios. Dejó a Julio con su caramel macchiato y salió del
establecimiento con un cigarrillo listo para ser encendido.
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El pitido insistente y molesto de su móvil la despertó de un sueño profundo.
«Otro día de mierda», se dijo aun antes de abrir los ojos. Y es que para
Cleo Gascó todos los días eran iguales. Igual de grises y anodinos.
Levantarse, ducharse, desayunar algo a toda prisa y acudir a su centro de
trabajo en una empresa de teletienda donde hacía de teleoperadora. Eso le
absorbía gran parte de la jornada. Al salir del trabajo, con suerte, quedaba con
alguna amiga, los fines de semana comía con su madre y poco más.
Odiaba su trabajo, a su jefe, todo lo que supusiera tener que pensar en el
ahora, en aquello en lo que se había convertido su rutina en los últimos dos
años. Odiaba al mundo y a sí misma por no haber sabido encauzar las riendas
de su vida y haberlo echado todo a perder.
Apagó la alarma y se levantó a regañadientes tras salir del embrollo de
sábanas en su cama. El piso era pequeño y estaba desordenado. Calcetines
tirados por el suelo, ropa interior en el lavabo, el casco de la moto sobre la
encimera de la cocina, restos de una pizza en el salón… No tenía mucho
tiempo o, mejor dicho, lo que no tenía eran ganas de arreglarlo. «Poco
atendido», diría su madre si lo viera en esos momentos.
Todavía era martes y aún le quedaban varias jornadas por delante antes de
disfrutar de días libres, aunque para lo que le servían… Ni siquiera recordaba
la última vez que tuvo una cita.
Se dio una ducha rápida y se miró al espejo. Su pelo, castaño claro, rizado
y cortado a media melena, demandaba con urgencia una mascarilla. Sus ojos,
color miel, se percibían cansados pese a su juventud. Acababa de cumplir los
treinta y se apreciaban signos de hastío en su mirada, además de un buen par
de ojeras que esperaba poder disimular con el corrector. Sus cejas, aunque
bonitas, necesitaban un repaso. ¿Hacía cuánto que no iba a la peluquería? Su
cuerpo era fino. De hecho, estaba demasiado delgada. Comía poco y mal, y
estaba adelgazando.
Abrió la nevera buscando la leche, pero no la encontró. Se le había
olvidado comprarla la tarde anterior y ahora se vería obligada a tomarse el
café solo o no tomárselo. Por la tarde había estado bebiendo en vez de bajar al
supermercado. Optó por pasar del café. Se hizo una tostada con mantequilla y
mermelada de frambuesa, y se sirvió un zumo de naranja de bote que
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enseguida escupió al notarlo en mal estado. Luego salió corriendo a buscar su
moto para dirigirse al trabajo.
Al llegar, su jefe directo, «don perfecto», ya la estaba esperando para
echarle la bronca por algún motivo. Que si su sitio no estaba lo
suficientemente ordenado, que si llegaba cinco minutos tarde, que si esto o
aquello otro. Daba igual lo que hiciera. Él sabía que a ella no le gustaba aquel
trabajo y su presencia en la empresa no era de su agrado, así que buscaba
cualquier excusa para incomodarla, en espera de que ella renunciara o si acaso
poder echarla en el momento oportuno. Así llevaba dos años. Y sí, no le
gustaba, pero era lo que había y tenía que apechugar. Con algo tenía que
mantenerse.
Por todo saludo su jefe señaló con un dedo hacia su reloj en la muñeca. Su
cara agria lo decía todo.
—Llegas tarde —espetó, desabrido.
—Lo siento, la moto no arrancaba. —Cleo contraatacó con una excusa
que había utilizado otras veces y que ya no colaba.
Cualquier día la echaba. Cleo se despojó de su cazadora y se sentó a la
mesa junto al teléfono. Después se colocó los auriculares y comenzó su
jornada.
Era cierto que no ponía suficiente interés, como decía su jefe. Pero ¿a
quién le gustaba aquello? Se pasaba todo el día al teléfono intentando
convencer a personas que no deseaban ser molestadas con estúpidas —y
muchas veces engañosas— ofertas. Cleo podía ser muy convincente cuando le
daban una oportunidad. Quizá por eso la habían contratado. Aún no lo tenía
claro. El problema era que los potenciales clientes colgaban sin haber
escuchado la oferta que tenía que hacerles. No les culpaba. Cleo también lo
hacía antes de dedicarse a eso. En cuanto oía aquel «buenos días» tan
característico, que presagiaba un sermón posterior, cortaba la comunicación.
De seguir así la echarían antes o después, pero tampoco es que le importara
mucho. Ya buscaría otra cosa. De momento se dedicaba a ello sin mucho
ánimo esperando que las cosas cambiaran de manera mágica y misteriosa.
Pero había que ser realistas, ¿de qué forma iban a cambiar si no hacía nada al
respecto?
Ya habían pasado dos años desde que ocurrió el incidente. Cuando era
feliz. Antes de que su vida laboral se trastocara. Y sí, lo que pasó había sido
culpa suya y de nadie más. Pero tampoco se arrepentía de lo que había hecho.
Quizá las formas habían dejado bastante que desear. No podía negar eso, pero
lo haría de nuevo si fuera necesario. Ese malnacido se lo merecía. Poner una
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bomba en una gasolinera en el centro de la ciudad, en plena avenida de
Ciudad de Barcelona… ¿A quién se le ocurría? ¿Y qué se esperaba de ella si
tenía esa información? ¿Que no hiciera nada mientras todo saltaba por los
aires? Por eso lo hizo. Y también por la exclusiva, claro. Sea como fuere, no
le quedó más remedio. ¿Que si lo volvería a hacer? Sí, sin dudarlo. Aunque ya
daba igual. No iba a enfrentarse a una situación semejante en su vida. Su
carrera estaba acabada. Reducida a un trabajo que no le aportaba alicientes y
apartada de la acción, que era lo que a ella le gustaba de verdad, por lo que
había luchado desde que era una niña. Sin poder ejercer su verdadera
vocación, el periodismo de investigación, se estaba marchitando día tras día.
Había perdido el interés y la ilusión, y se limitaba a dejar que el tiempo se le
escurriera entre los dedos. ¿Quizá había tirado la toalla demasiado pronto?
Posiblemente. Pero el caso es que ahora se sentía atrapada en un mundo del
que resultaba difícil zafarse. Era otra dinámica y no se acostumbraba, la
aborrecía.
Aquella tarde, cuando salió del trabajo, pasó por el supermercado y
compró, entre otras cosas, la leche que le faltaba. Al llegar a casa, se tiró en el
sofá, apartó los trozos de pizza mordisqueados de la mesita y colocó el pack
de cervezas de la tienda. Luego se bebió dos latas mientras miraba la
televisión sin atender a lo que realmente se emitía. Cerca de las once de la
noche, cayó rendida mientras una parte de ella se decía: «Otro día perdido».
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No habría sido fácil acceder a los movimientos de la cuenta bancaria de
Conchita a menos que alguien más tuviera firma, ya que la joven no
recordaba sus claves y las gestiones con el banco para conseguirlas habrían
sido interminables. Por suerte, el padre de la chica tenía firma, una medida
muy sensata a la que el amigo de Ginés había recurrido por cautela, ante una
posible eventualidad que imposibilitara a la joven su acceso. Algo que
desgraciadamente se había cumplido tras su ¿intento de suicidio?, ¿accidente?
Ginés Acosta se despojó de la cazadora gris, depositó su café sobre la
mesa y extrajo el paquete de cigarrillos y el mechero del bolsillo. No había
sido una buena noche para él. De nuevo las pesadillas con su hija le habían
impedido conciliar bien el sueño. Luego se sentó delante del ordenador que
tenía en su despacho del hotel, una estancia impersonal que, a decir verdad,
no usaba mucho. El ordenador que tenía en casa estaba viejo y obsoleto, algo
que no le preocupaba en exceso, al menos no hasta el punto de comprar uno
nuevo. Disponía de internet en el móvil, claro, y con eso se apañaba. Cuando
trabajaba en la comisaría, antes de jubilarse, sí se veía obligado a utilizar el
ordenador, pero no le gustaba.
Estiró bien los brazos y se preparó para una larga jornada con el trasero
pegado al asiento. Con la clave que el banco —a través del padre de Conchita
— le había proporcionado, extrajo sus movimientos bancarios desde el
momento en el que la joven perdió la memoria, es decir, un año atrás. Rastreó
minuciosamente sus pagos e ingresos. Esto le llevó varias horas, pero dio con
el famoso viaje a Ibiza que había mencionado su exnovio. En efecto, se había
producido poco después de la ruptura. Todos sus movimientos durante ese
viaje parecían razonables o poco relevantes de entre la maraña de pagos con
tarjeta: restaurantes, tiendas de moda, bares de copas, sesiones de manicura y
un largo etcétera que a Ginés se le antojaron banalidades. Destacaba el pago
del billete de avión y de un hotel de cinco estrellas en la isla, que no
pertenecía a la cadena Harmony, pues no había ninguno de la compañía en
Ibiza. Imprimió todo lo que consideró de interés y lo fue marcando con un
subrayador. Lo primero que hizo fue centrarse en los gastos de ese viaje.
Además, con la ayuda del padre de la joven, quien le facilitó una lista de
sus amigas, pudo localizar a las dos que habían viajado con ella a las Pitiusas.
En esas vacaciones, según le relataron ellas, no había ocurrido nada anormal,
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todo había ido según lo previsto. Un viaje tras una ruptura sentimental en el
que Conchita se había desahogado con sus amigas por su separación de Julio.
Lloros, comidas en restaurantes caros, sesiones de masajes en el spa,
discotecas y muchos lamentos e improperios contra el exnovio. Así habían
definido sus amigas su estancia. No había ocurrido nada fuera de lo corriente,
ni ella había hecho nada por hablar con él, ni mucho menos había manifestado
intención alguna de desaparecer de este mundo, por muy deprimida que
estuviera en esos días. Más bien quería «matar» al exnovio y lo que le
recordara a él. Todo entraba dentro de lo que ocurre si eres joven —y tienes
dinero— tras una traumática separación.
Sin embargo, había algo extraño en aquellos extractos bancarios, algo que
llamó poderosamente la atención de Ginés porque se repetía. Después del
viaje había varios movimientos periódicos a un lugar llamado Lucid Temple.
¿Qué demonios era eso? ¿Un club de copas? No, demasiado caro para ser
un bar, por muy exclusivo que fuera. Lamentó no ser joven para tener una
idea exacta de qué era aquello, pero lo solventó consultando internet. Y no,
resultó que no tenía nada que ver con la edad, como erróneamente había
supuesto.
Lucid Temple era un centro de estudio de los sueños lúcidos. Al menos,
eso era lo que reflejaba su web. Cursos, conferencias, libros, material de
aprendizaje, como vídeos y esas cosas. Todo relacionado con los sueños
lúcidos, aunque Ginés desconociera qué era eso. Siguió buscando.
«¿Qué es un sueño lúcido?».
Según leyó, un sueño lúcido es aquel en el que el soñador es consciente de
estar soñando. Cuando esto ocurre, previo entrenamiento, puede interactuar
durante el sueño e incluso modificarlo. «Onironautas», llamaban a los
soñadores lúcidos en la web. Pero ¿era eso posible? Es decir, ¿era factible
convertirse en un onironauta o se trataba de alguna pamplina de la nueva era,
una forma de sacar dinero a la gente? Por su parte, que él supiera, jamás había
experimentado un sueño de esa naturaleza y lo veía francamente difícil por no
decir imposible. Más aún, desconocía si aquello tenía base científica. Sus
sueños, cuando los recordaba, se teñían de pesadillas con Elisa, su hija
fallecida años atrás. En ellos trataba de ayudarla a salir del pozo en el que se
encontraba, pero una gran corriente de aire impedía que llegaran a tocarse y
Elisa caía a un abismo del que era imposible regresar. Un sueño recurrente
para el que no hacía falta acudir a un intérprete. Hablaba por sí solo. Se sentía
tremendamente culpable por la muerte de su hija y eso era algo que le
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punzaba el corazón a diario y pintaba de amargura su existencia. Tan pronto
le vino ese pensamiento, Ginés lo desechó para no sumirse en la melancolía.
Se encendió un cigarrillo, pese a que estaba prohibido fumar en las
instalaciones del hotel, pero para eso era su despacho, pensó. No había nadie
más y el humo no molestaría al personal. Abrió un poco la ventana y observó
el exterior desde el que se divisaba el Pirulí y se quedó envuelto en
pensamientos sobre lo que acababa de leer en la web.
El caso es que Conchita gastaba allí una respetable suma de dinero de
forma recurrente. ¿Por qué?
Intentó contactar con el centro por teléfono. Pensó que una llamada
serviría para aclararlo todo, pero no figuraba ningún número en su web. Les
escribió un correo electrónico y pocas horas después recibió un mensaje, que
no contestaba a sus preguntas; más bien anunciaba nuevos cursos y charlas
que estaban por iniciarse. Algunos eran online y otros presenciales. Tendría
que hacerles una visita. Pensó que seguramente no sacaría nada en claro en
esa pesquisa y le fastidiaba perder el tiempo de aquella manera, pero había
que comprobar las pocas pistas que fueran surgiendo, aunque esta pareciera
tratarse de algo rutinario y de escaso interés.
Lo más extraño —y lo que de verdad llamó la atención de Ginés— fue
que aparte de esos pagos, que casi siempre figuraban como LT, o sea, Lucid
Temple, no había nada más. Quitando eso, era como si de pronto Conchita
hubiera desaparecido de la faz de la tierra; no constaban otro tipo de cargos
como restaurantes, hoteles, masajes o compras. Y, en cierto modo, así había
sido. Sus padres perdieron el contacto con ella después de la gran bronca que
tuvieron y solo la madre, de tanto en cuanto, recibía algún SMS diciendo que
todo estaba bien. La mayoría del tiempo tenía el teléfono apagado o fuera de
cobertura. Había pasado de comer con ellos con cierta periodicidad a perderse
en la invisibilidad más absoluta. Aquello, al principio, no alarmó a los padres.
Conchita era impulsiva, orgullosa. Pensaron que no daría su brazo a torcer
tras la discusión.
Por otra parte, entre las pertenencias halladas en el hotel, curiosamente no
estaba el móvil de la joven, ni su cartera con su documentación.
Ginés sabía que Conchita había abandonado su trabajo al poco de volver
de la isla. Un puesto bien cotizado en un bufete de abogados de postín en la
avenida de Alberto Alcocer, al que también realizó una visita. Allí le
confirmaron que decidió dejar el trabajo por su propia voluntad, algo que
muchos no entendieron, pero que achacaron a un posible bajón anímico por lo
de su novio.
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Asimismo, realizó una inspección en la casa de la joven. Había
conseguido las llaves a través de su madre, que tenía copia por si algún día las
perdía o era necesario entrar para algo.
Vivía en un dúplex en una zona exclusiva de la capital, cerca de la plaza
del Marqués de Salamanca. Sin duda, un piso de lujo. Decorado en colores
claros y oscuros, disponía de varios ambientes, y se percibía la mano de un
decorador profesional con un gusto exquisito. Ginés pensó en su propia
vivienda, que nada tenía que ver con aquello que se abría ante sus ojos. Todo
impecable. Nada de paredes desconchadas por el tiempo, como en su casa, ni
de humedades que cada día se hacían más grandes. Conchita no vivía nada
mal. Pero había algo extraño flotando en el ambiente y Ginés lo percibió de
inmediato. El piso estaba lleno de polvo, ordenado, pero rebosante de polvo,
como comprobó al pasar un dedo por la superficie de una mesa de caoba que
había en el comedor. Era como si no hubiese estado allí en mucho tiempo.
De pronto, le volvió a la cabeza su anómala aparición en el Harmony la
noche del suceso. ¿Qué pintaba la joven allí? ¿Por qué no había ido a su
apartamento si lo que pretendía era suicidarse? A fin de cuentas, vivía en un
quinto. Mucho más adecuado para una acción así. ¿Para qué llamar tanto la
atención en un lugar público? Quizá le daba todo igual o tal vez quería
castigar a sus progenitores por no haberla apoyado durante su ruptura.
Revolvió entre sus cosas y encontró una foto con su exnovio rasgada por
la mitad. No le extrañaba. Se había tomado fatal la ruptura. Por lo visto,
después de enterarse de que Julio la había abandonado por otra y que además
estaba embarazada, no se resignó y durante un tiempo se presentó en su
domicilio, en su lugar de trabajo e incluso en algunos locales que solían
frecuentar cuando salían juntos. Ese había sido el motivo de la discusión con
sus padres. A ellos no les parecía bien que Conchita se rebajara de ese modo.
Julio nunca les gustó y lo ocurrido solo confirmaba sus sospechas: que no era
el yerno que ellos esperaban y que, por lo tanto, era mejor acabar cuanto antes
con esa situación sin prolongar la agonía ni humillarse. Básicamente, lo que le
demandaban a su hija es que dejara de hacer el ridículo.
En su vestidor, ropa cara, zapatos de marca, lo habitual en un armario de
alguien de clase acomodada. Algunas prendas se hallaban esparcidas encima
de la cama, como si la joven hubiera dudado sobre qué ropa ponerse o tal vez
llevarse a algún sitio. Le resultaba incomprensible que la joven hubiera estado
viviendo con ese polvo en el ambiente teniendo medios para contratar a
alguien que lo limpiara o que ella misma no lo hubiese hecho.
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No, a juzgar por el polvo acumulado, Conchita había pasado tiempo fuera
de casa, meses por lo menos, pero ¿dónde estuvo hasta su aparición en el
Harmony?
Se dirigió a su estudio. Un Mac de veinticuatro pulgadas sobresalía
encima de una mesa de madera blanca que, desde luego, no era de Ikea. Las
paredes estaban forradas con estanterías llenas de volúmenes de arte y
decoración, y también algunos de leyes. En el escritorio, sin embargo, había
acumulados varios libros, como si los hubiera estado consultando. Miró los
títulos y observó que tres de ellos versaban sobre sueños lúcidos, lo que
demostraba cierto interés por el tema. A su ordenador no pudo acceder, ya
que estaba protegido con contraseña. Y esta vez, nadie más la tenía. Una
lástima. Le hubiera gustado echarle un vistazo a su historial de búsqueda.
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—¿No podría quitarle esas correas? —preguntó Marcia, la madre de
Conchita. Con mano temblorosa señaló las ligaduras que atenazaban a su hija.
—Me temo que no estoy autorizada —contestó una enfermera de rasgos
asiáticos—. Enseguida vendrá la doctora. Ella hablará con usted y con su hija.
Conchita permanecía inquieta, pero somnolienta. Su cuerpo, delgado y
esbelto, estaba inmóvil a causa de dos grandes correas que le bloqueaban los
brazos. Tenía una de las piernas rota, escayolada y en alto. Su pelo, rubio y
largo, se veía alborotado, como si no se hubiera peinado en varios días, y
enormes ojeras surcaban su rostro, que se apreciaba contrariado.
—Me hacen daño —suplicó Conchita, que tenía la mirada perdida en un
punto fijo que solo ella podía alcanzar.
La joven se sentía aturdida. Todo se le hacía extraño, desconocido.
Recordaba el golpetazo contra el toldo, un hombre gritando y a continuación
la llegada de la ambulancia. Notaba su cuerpo como si le hubiera pasado un
camión por encima. Su madre insistía en que había tenido suerte de no
matarse, pero ella no podía acallar esa terrible inquietud que la atenazaba.
¿Por qué estaba en esa situación? Decían que se había arrojado al vacío, que
había intentado suicidarse. ¿De verdad lo había hecho? No lo recordaba. Era
como si un ladrón se hubiera introducido en su mente para llevarse sus
recuerdos. Y luego estaba esa sensación de peligro constante. «Descansa», le
repetían. Pero ella, por algún motivo que desconocía, necesitaba permanecer
alerta. ¿Descansar? No quería dormir. No quería hacerlo, pero la obligaban
con medicamentos. Cuando se quedaba dormida veía retazos de viejas
películas. Escenas que le eran ajenas y al mismo tiempo familiares, y se
angustiaba porque no sabía de qué modo interpretarlas. Todo era tan difuso
que había llegado a un punto en el que confundía los recuerdos con sueños.
La doctora Mireia Sampedro irrumpió en la habitación quince minutos
después. Llevaba su habitual cola de caballo, muy apretada. Tras la bata se
intuía su porte elegante y un aire sapiencial, el de una mujer experimentada.
—Doctora, ¿de verdad son necesarias estas correas? —preguntó Marcia
de nuevo.
La doctora tomó aire antes de contestar.
—Sé que no es lo deseable, pero de momento vamos a mantenerlas. Al
menos hasta que tengamos la seguridad de que su hija no va a volver a
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intentar escapar del hospital —repuso la doctora despojándose de sus gafas de
presbicia. Estas quedaron colgando de un cordón plateado sobre su pecho—.
En tu estado —prosiguió dirigiéndose a la joven—, con la pierna así, ni debes
ni puedes moverte. ¿Cómo te encuentras hoy? ¿Has recordado alguna cosa?
¿Por qué te tiraste del balcón del hotel?
—No volveré a escaparme —contestó la joven ignorando sus preguntas
—. Y no, no voy a intentar suicidarme, si es eso lo que piensa.
«Es una posibilidad, sí. Por eso estás amarrada a la cama. No hay otra
solución de momento».
La doctora Sampedro se tragó sus pensamientos y esbozó una sonrisa.
Cogió una silla y la acercó a la paciente.
—No puedo arriesgarme hasta pasados unos días —le dijo con voz dulce
—. Hasta que te estabilices. La medicación hará efecto y muy pronto te las
quitaremos. Ahora dime, ¿has recordado algo?
Conchita dudó unos instantes. Recordaba una luz blanca y brillante, una
estancia azul y limpia, pero no sabía si era producto de un sueño o un
recuerdo real. Todo era tan difuso… Decidió omitirlo.
—Ya se lo dije —protestó la joven—, no recuerdo nada. No sé por qué
estaba en el hotel ni por qué acabé así.
—¿Y por qué has intentado escapar del hospital? Eso al menos lo sabrás.
—No lo sé. Supongo que no me siento segura del todo aquí —fue su
respuesta.
—Eso no debe preocuparte, no vas a estar más segura en ningún otro sitio
que en este hospital. Tienes que relajarte. Lo más importante ahora es que te
pongas bien, que intentes que tus recuerdos fluyan para que podamos
comprender qué te llevó a tomar esa drástica decisión. ¿Fue por tu novio?
—No quiero saber nada de él —dijo la joven volviendo la cabeza hacia la
ventana de la habitación—. No recuerdo bien qué ocurrió, pero me han dicho
que está con otra; que él… —su voz tembló levemente— ya no me quiere.
—Eso fue hace un año aproximadamente —repuso la doctora con
desconcierto—. ¿No lo recuerdas? ¿No recuerdas lo que pasó con él?
—Lo último que recuerdo es que él quería hablar conmigo, contarme algo
importante. Pero nada de lo que ha pasado después viene a mi memoria. Solo
tengo pequeños flashes, pero no sé si son sueños o cosas que he vivido.
—¿Y la discusión con tus padres? ¿La recuerdas?
Conchita negó con un gesto de cabeza.
—Voy a dejarte esta libreta y un lápiz —comentó extrayéndolos del
bolsillo de su bata—. Quiero que anotes todo lo que se te pase por la mente,
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por nimio que sea. Luego intentaremos buscarle un sentido. No te preocupes.
Todo irá bien.
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Ginés Acosta detuvo su viejo vehículo junto a la verja del edificio próximo a
Aravaca, en las afueras de Madrid. Tenía que cambiarlo, sí, pero no estaba
por la labor. Le tenía cariño, pese a que más de una vez le había dejado tirado
en la carretera. Podía comprar uno a plazos, pero le daba pereza meterse en
papeleos, así que seguía con su antiguo Volvo.
Una especie de chalet blanco de grandes dimensiones, más parecido a una
clínica, se abría ante sus ojos. El recinto disponía de un amplio jardín muy
cuidado y de otras instalaciones que Ginés solo pudo intuir desde su posición
a las puertas del centro.
Le fastidiaba tener que haber ido hasta allí seguramente en vano, pero no
tenía otra opción. Aplastó con rabia su cigarrillo con la bota derecha, se ajustó
la cazadora y se peinó con la mano el poco pelo que le quedaba como
queriendo adecentarse antes de entrar.
De momento, no había descubierto gran cosa, o más bien, los
descubrimientos que había realizado no le habían conducido a ninguna parte.
Seguía sin saber qué impulsó a la hija de su amigo a tirarse por el balcón y la
chica continuaba sin recordar nada. Su amigo lo llamaba a diario para conocer
sus progresos y él aún no tenía nada interesante que contarle.
Accedió por las escaleras y una vez dentro preguntó por el director del
centro. No estaba, le dijeron. La secretaria, o quien fuera que estaba en la
recepción, intentó zanjar ahí la conversación, pero Ginés insistió en ver al
encargado, así que le condujeron a una salita donde permaneció veinte
minutos esperando a que alguien acudiera a atenderle.
De camino a la sala, por un pasillo largo, se percató de las estanterías con
libros y carteles sobre los sueños lúcidos. También se fijó en el ventanal que
daba a un estanque. Pensó que se trataba de un sitio muy ostentoso para ser un
simple lugar donde se imparten cursos. Parecía más un hotel de cinco estrellas
o una clínica de alto copete. Dedujo que allí se manejaba dinero.
Pasado ese tiempo, el encargado se presentó con fría cortesía y le hizo
pasar a un despacho bien iluminado por varios ventanales con vistas al jardín.
Ginés se acomodó en una silla de madera blanca, como casi todo el mobiliario
del centro. El encargado le explicó que el director estaba de viaje, pero que él
podía atenderle en su ausencia.
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—Pregunto por esta chica —dijo Ginés al tiempo que le mostraba una
foto de Conchita—. ¿La conoce?
—¿Y quién decía que era usted…? —fue su cortante réplica.
El hombre que le atendía tenía el cabello rizado y oscuro, la nariz
aguileña. De mediana edad. Más joven que él, desde luego. Dijo llamarse
Ernesto.
—Me llamo Ginés Acosta y soy un amigo de la familia de Concha Solana.
El hombre puso cara de no entender nada, pero asintió con gesto solemne.
—¿Y qué es lo que desea?
—Tengo entendido que la señorita Solana acudió a este centro —especuló
Ginés—. Tuvo que ser hace unos meses. Sus padres están muy preocupados
por ella.
—¿Qué le ha pasado?
—Ha desaparecido —mintió Ginés. Por precaución, el viejo policía no era
partidario de revelar más información de la necesaria a desconocidos.
—¡Cuánto lo lamento! Pero me temo que no podemos ayudarle. No la he
visto nunca —afirmó devolviéndole la foto.
—¿Está seguro? Mírela bien. Adquirió varios libros sobre sueños lúcidos
y tal vez acudió aquí a comprarlos.
—Si hubiera venido la recordaría. Es muy guapa —comentó al tiempo
que consultaba su ordenador con desgana—. Disponemos de material sobre el
tema, pero pudo adquirirlo por internet. Como comprenderá no conocemos a
todos nuestros alumnos —remachó el hombre con convicción.
—¿A qué se dedican aquí? —quiso saber Ginés.
—Somos un centro de estudio de los sueños lúcidos. Impartimos cursos,
conferencias, seminarios… esas cosas.
—¿Registra usted personalmente la entrada de todos los alumnos? Tal vez
fue otra persona quien la atendió.
—Lo dudo. Me encargo yo mismo de la recepción de nuevos alumnos.
Queremos que se sientan cómodos en nuestras instalaciones y nos desvivimos
por que así sea. Creo que está buscando en el lugar equivocado, aunque desde
luego deseo que aparezca pronto —matizó con una gélida sonrisa.
Estaba claro que Ginés no podía rascar mucho más en ese lugar. Sus
respuestas eran contundentes y todas indicaban que Conchita había realizado
los pagos vía internet. Demostrar que había estado físicamente allí sería
complicado. Sin embargo, eran cantidades elevadas y periódicas. Unos pocos
libros no justificaban esos pagos tan abultados. Tuvo que recibir algún curso.
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—¿Y los cursos? ¿Son todos presenciales o también se realizan vía
digital? —insistió.
—Tenemos cursos online, si se refiere a eso, principalmente para alumnos
que están fuera de España o en otras ciudades, pero la verdad es que nuestra
actividad se centra en los cursos presenciales. Suelen ser mucho más
prácticos. Los alumnos aprenden mejor y más rápido.
—¿Y no pudo esta chica hacer algún curso online?
—Es posible, pero esa información está reservada por la ley de protección
de datos. No puedo facilitársela. Es todo cuanto puedo decirle.
Frustrado, Ginés se dirigió hacia la salida con la intención de marcharse,
aunque su olfato de viejo policía le decía que había algo extraño en ese
hombre. Esa sonrisa que a Ginés se le antojó falsa, esos correctos modales,
pero fríos igual que el hielo… todo indicaba que estaba a la defensiva.
Entonces lo vio.
No se había fijado al entrar, más preocupado por encontrar a alguien que
le atendiera. Un gran logo colgaba de una de las paredes de la recepción. Su
motivo principal era un botón de oro y debajo se leía claramente Lucid
Temple. Aunque el que hallaron en la habitación de Conchita estaba más
desgastado, apostaba a que se trataba del mismo botón. Con disimulo extrajo
su teléfono móvil y le sacó una fotografía para poder compararlo después.
A Ginés no le cupo duda: Conchita había estado allí. Aquel hombre
ocultaba algo. Pero ¿por qué? ¿No deseaba meterse en problemas y
simplemente negaba la presencia de la chica en el centro o había algo más?
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Eran las dos y media de la tarde. Ginés esperaba a su amigo Ricardo Solana
en el comedor del Harmony Centro. Quería ponerle al tanto de sus pesquisas.
Este llegó poco después y tomó asiento. El comedor, luminoso y amplio,
estaba decorado con mesas de madera oscura y cuadros abstractos muy
coloridos. Un camarero se apresuró a acercarse a la mesa donde estaban los
hombres para atender cualquiera de sus necesidades. Era el jefe mismo el que
iba a comer en el restaurante, nada podía fallar.
—¿Qué tomarán los señores?
—Agua —dijo Ricardo.
—Yo también —señaló Ginés—. Y una copa de vino blanco, por favor.
Una vez que se hubo retirado el camarero, el dueño del hotel tomó la
palabra.
—¿Cómo va la investigación? —preguntó sin preámbulos.
Ginés le explicó que creía haber dado con una pista. Le contó lo sucedido
en Lucid Temple y también le mostró el botón desgastado de su hija y la foto
que había sacado al logo del centro de estudios.
Ricardo le escuchó en silencio con sumo interés.
—El parecido es asombroso, desde luego —dijo Ricardo tras ver las fotos
—. Pero no sé si esto nos lleva a alguna parte.
El camarero apareció con las bebidas y Ginés esperó a que se marchara
para continuar hablando.
—¿Alguna vez manifestó Conchita interés por los sueños lúcidos?
—No, que yo sepa. Mi hija tiene otras inquietudes mucho más mundanas.
Nada que ver con sueños lúcidos ni cosas por el estilo. Dudo que sepa
siquiera lo que son. De hecho, yo tampoco lo sé.
—Nos ocultan información —dijo Ginés con énfasis—. Estoy casi seguro
de que Conchita estuvo allí. Lo que no comprendo es por qué lo niegan. Eso
da que sospechar.
—Tal vez es una cuestión de mala prensa. Si como les dijiste ellos
piensan que Conchita ha desaparecido, es comprensible que no quieran verse
envueltos en algo así.
—Es posible, sí. Pero sus movimientos bancarios terminan poco después,
excepto los pagos de LT. Y en su piso no ha estado viviendo en mucho
tiempo. A vosotros os esquivaba. No habéis sabido nada de su vida en meses.
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Todo se pierde allí y de momento es la mejor pista que tenemos. Puede que
conociera a alguien en ese lugar. No sé, tendría que investigarlos a fondo. Por
eso quería verte. —El tono de su voz cambió haciéndose más profundo—. A
mí ya me conocen y no me van a allanar el camino. Creo que sería
recomendable contar con la ayuda de otra persona.
El camarero sirvió el primer plato. Ambos se habían decantado por el
menú especial del día y habían pedido alcachofas con jamón.
—Por supuesto. Puedo hacer que alguien del equipo de seguridad se
ponga a tu disposición —dijo Ricardo cogiendo su tenedor dispuesto a
pinchar una alcachofa.
—Preferiría hacerlo de otro modo.
—¿En qué habías pensado?
—En una amiga periodista de investigación. Ella sería perfecta. Da el
perfil de Conchita, aunque es algo más mayor. Podría apuntarse a alguno de
los cursos e indagar un poco, al menos hasta tener la certeza de que tu hija
estuvo allí. Además, podría ayudarme a investigar ese centro a fondo para
saber si realmente se dedican a lo que proclaman. No sabemos nada de ellos.
—Me preocupa el hecho de que sea periodista. Ya sabes que no quiero
que esto trascienda —apuntó Ricardo dejando su vaso sobre la mesa.
—Eso no será un problema. El nombre de Conchita no saldrá a relucir.
Puedes estar seguro. Además, no sé si querrá… —dudó Ginés—. Aún no he
hablado con ella, antes quería comentártelo a ti. Pero desde luego es la
persona a la que yo contrataría, aunque tú decides.
Ricardo se quedó pensativo. Pasados unos instantes añadió:
—Contrátala. Ya sabes que mi confianza en ti es total. Si tú crees que ella
es la persona adecuada, adelante. Pero que sea discreta.
Ginés vaciló unos segundos.
—Hay algo más. Algo que no sé si procede, pero que puede ser de
utilidad —dijo bajando un poco la voz.
—Tú dirás.
—La doctora Sampedro aún no me deja ver a Conchita. Y lo entiendo
perfectamente. No querrá que se vea abrumada con preguntas en esta fase de
su recuperación. Pero ¿no podría alguien, tú mismo, enseñarle el botón?
Quizá al verlo recuerde algo.
Ginés depositó el botón encima de la mesa para que su amigo pudiera
cogerlo.
—Se lo comentaré a la doctora. A ver qué dice ella. No creo que sea
contraproducente. De momento, Marcia ha empezado a mostrarle fotografías
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de los álbumes familiares. Conchita sí recuerda las vivencias de años atrás. Es
la memoria reciente la que tiene bloqueada. La doctora opina que se trata de
eso, de un bloqueo más que de una pérdida de memoria.
—¿Y ha notado mejoría?
—Aún es pronto para saberlo. Sigue muy inquieta y está medicada.
Temen que pueda intentarlo otra vez. Esto es un infierno, Ginés. Un infierno.
No sé qué hubiera pasado si llega a morir —reveló con voz temblorosa—.
Pienso en ti y en lo que tuviste que pasar con Elisa.
«Aún estoy pasando por ello. Este dolor no se va. Es como una brecha
perpetua en el corazón».
En vez de manifestar sus pensamientos, intentó infundirle ánimos a su
amigo.
—Lo importante es que está viva, amigo Ricardo. Que recobre la memoria
es solo cuestión de tiempo. Todo va a salir bien.
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Ginés subió las escaleras asfixiado. Tenía que dejar de fumar, pero no veía el
momento adecuado para hacerlo. Siempre había una buena excusa. Y ahora el
pretexto era terminar con la investigación de Conchita. Tal vez después lo
intentara.
Tosió con violencia al llegar al rellano y se vio obligado a hacer una pausa
para recuperar el aliento.
Pero ahora lo que le preocupaba era otra cosa. Le tocaba dar un paso
necesario, pero incómodo y difícil para él. ¿Cómo le recibiría? ¿Le cerraría la
puerta en las narices? No quiso pensar en ello y tocó el timbre. Su moto
estaba abajo, así que esperaba que ella estuviera en casa.
Al poco, una joven con un chándal gris y unas zapatillas marrones de
andar por casa abrió la puerta sin quitar la cadena.
—Vaya, vaya… si es el gran policía —dijo la mujer al verlo.
—¿No me vas a dejar entrar? —preguntó Ginés.
—No debería. La verdad, no sé qué haces aquí —contestó molesta.
«No se le ha pasado, aún sigue enfadada conmigo».
—Cleo, por favor, abre la puerta. Solo serán unos minutos.
Tras pensarlo bien, Cleo cerró del todo, quitó la cadena y lo dejó entrar
con gesto de fastidio, sin mirarle a los ojos.
—No esperaba verte más —dijo ella con tono poco amigable.
—Pues, ya ves… Oye, ¿te estás mudando o qué?
—No. ¿Por qué lo dices?
—Por esas cajas arrinconadas ahí —especificó Ginés señalando cuatro
cajas junto a la esquina en el salón.
—Son de la anterior mudanza. Aún no he tenido tiempo de desembalarlas.
—¿Cuánto llevas aquí, un año?
—Año y medio —precisó.
—Ya veo… Pues sí que te has dado prisa en instalarte —ironizó—. Veo
que has cambiado de estatus. Ahora ya no tienes ascensor.
La joven le cortó. No le hacían gracia sus bromas.
—Ginés, ¿qué coño quieres?
Anteriormente vivía en un barrio de clase media alta, pero ahora se había
mudado a Aluche, así que, dedujo Ginés, su situación económica había
empeorado.
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—Hablar contigo. Solo eso. ¿Puedo sentarme?
Cleo apagó el televisor y recogió una camiseta y un sujetador que había en
el sofá para que pudiera acomodarse. Luego retiró las sobras de comida china
que había encima de la mesita y sin preguntar se dirigió a la cocina para traer
dos cervezas.
—¿Cómo te va? ¿Qué tal el trabajo nuevo? —gritó Ginés desde el salón.
—Supongo que no has venido hasta aquí para preguntarme por mi empleo
de teleoperadora —dijo Cleo con desgana al tiempo que le tendía una lata de
cerveza—. ¿Qué quieres?
—Me preguntaba cómo te iba porque quiero proponerte algo, un trabajo.
—¿Un trabajo? —Su rostro reflejaba incredulidad.
—Sí, un trabajo, una investigación. Eso a lo que solías dedicarte antes, al
periodismo de investigación.
—Ya te dije en su momento que no volvería a trabajar contigo nunca más
—resopló.
Cleo y Ginés habían colaborado muchas veces juntos. Él como policía y
ella obteniendo datos para sus reportajes. Su relación había sido fructífera
para ambos durante años hasta que todo se truncó.
—Veo que aún sigues dolida por lo que pasó.
—¿Tú qué crees?
Su tono era desafiante, pero no le miraba a los ojos.
—Mira, Cleo, si me dices que todo te va estupendamente y que estás
contenta con tu trabajo actual, me levantaré y me marcharé. Pero te conozco y
sé que no es así. Mírate, ¡pareces un alma en pena! ¿Cuánto has adelgazado
desde la última vez que nos vimos?
«Todo me va mal por tu culpa, cabronazo».
—No es asunto tuyo —repuso cortante—. ¿De qué trata esa
investigación?
Ginés la puso al tanto haciendo un breve resumen de lo ocurrido con
Conchita y sus posteriores averiguaciones.
Cleo dio un trago a su cerveza y le espetó:
—¿Y para eso me necesitas a mí? Cualquier otro podría ayudarte.
—Pero me gustaría que fueras tú. Sabes que te tengo especial aprecio y
confío en ti. Además, creo que te lo debo.
Ginés se sentía un poco culpable debido a los acontecimientos que se
habían producido en el pasado con Cleo.
«Pues ya que lo dices, sí. Me lo debes».
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—Pero resulta que yo no confío en ti. Me traicionaste. ¿Lo recuerdas? —
dijo ella, con gesto desabrido.
—Joder. ¿Y qué querías que hiciera? Le pegaste una buena paliza a ese
hombre. Algo así no se puede ocultar. Y yo era policía, te recuerdo.
—¿Ese hombre? Terrorista, querrás decir.
—Sí, pero te saltaste todos nuestros acuerdos y la pura legalidad. Tu papel
allí era observar y tomar notas, y no lo respetaste. No tuve más remedio que
contárselo al inspector jefe. De otro modo me habría convertido en tu
cómplice.
—Por tu culpa perdí mi trabajo —le cortó—, lo que más me importaba.
—Lo sé y lo siento. Pero tenía que hacerlo. Sabes que te quiero y que
siempre he cuidado de ti como si fueras mi hija, pero aquello… aquello era
demasiado. Se te fue la olla. No pensaste en las consecuencias —le reprochó.
Cleo le recordaba a su hija. Sentía debilidad por ella desde siempre y todo
había ido bien hasta que la fastidió.
—Pensé en la gasolinera saltando por los aires en el centro de la ciudad.
¿Qué hiciste tú? Nada. Al menos podrías haberte mantenido al margen.
—Y en tu posible exclusiva, eso no puedes negarlo. Cleo, lo iban a
descubrir tarde o temprano. Más bien temprano. Por Dios santo, ¡si le dejaste
la cara como un cuadro de Miró! Él mismo te iba a denunciar.
«Se lo merecía», pensó la joven.
—Y gracias a eso pudimos localizar la bomba. ¿Se te ha olvidado?
—Lo sé, lo sé, y todavía me culpo por haberte fallado, pero no podía
hacer otra cosa en esas circunstancias. Sabes de sobra que me quedaba poco
para jubilarme. No podía verme envuelto en eso.
—Me echaron del periódico. Ya nadie confía en mí para encargarme ni un
publirreportaje o una necrológica. No hablemos ya de trabajos de
investigación.
—Lo que hiciste no estuvo bien, pero estoy seguro de que las presiones
políticas influyeron en tu despido. No era bueno para un medio tener en sus
filas a una camorrera. No me hagas responsable de tus decisiones erróneas —
rogó con gesto suplicante—. Aún podemos trabajar juntos. Tengo una buena
oportunidad para ti, y pagan bien.
—Martínez, mi jefe, me tenía entre ceja y ceja. Y gracias a que me
delataste le pusiste en bandeja mi despido.
Eso era cierto, Martínez la aborrecía. Detestaba su juventud y sus
maneras, y aprovechó la ocasión para desquitarse. Ginés mismo intentó
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mediar con Martínez, pero él arguyó que era un asunto demasiado grave para
dejarlo correr.
Ginés se quedó callado, sin saber qué decir.
—¿Y qué quieres que haga? Si puede saberse.
El hombre se incorporó un poco en el sofá para mirarla de frente y a los
ojos, un contacto que ella había evitado desde su llegada.
—Que vuelvas a ser periodista de investigación, que vayas a ese centro y
te apuntes a uno de sus cursos para entablar contactos. Quiero que averigües
si Conchita estuvo allí. Y si lo hizo quiero saber con quién habló, qué comió y
cuándo respiró. Es nuestra única pista por el momento. Llámame loco, pero se
me ha pasado por la cabeza que aquello sea un grupo sectario. Creo que allí
puede haber una buena historia para ti. A mí solo me interesa saber qué
ocurrió con esa chica. Los dos saldríamos ganando, como antes.
Cleo permaneció en silencio. Dudaba qué hacer. Claro que quería volver a
la acción, además le iban a pagar bien, según Ginés, pero la idea de trabajar
de nuevo con él le repelía. Ese hombre le había destrozado la vida. Bueno, si
era justa, en realidad no había sido él. Ginés tan solo le había dado la puntilla.
Aquella tarde, cuando todo sucedió, estaban juntos. Él era como un padre
para Cleo. La relación era inmejorable. La había ayudado muchísimo con su
experiencia y buen hacer, y dándole chivatazos en los momentos clave. Eso le
había permitido escribir buenos reportajes y adquirir cierto prestigio en los
medios periodísticos. Todo iba bien. El tándem funcionaba a la perfección.
Sin embargo, aquel ser inmundo había colocado una bomba en una gasolinera
y amenazaba con hacerla estallar por los aires. Cleo no lo dudó.
Aprovechando un descuido de Ginés, y con el sospechoso esposado, lo
condujo a un callejón y le empezó a golpear con fuerza al tiempo que le
preguntaba dónde estaba la bomba. El detenido se negaba a hablar, así que
siguió golpeándolo hasta que por fin lo reveló. En ese instante llegó Ginés y
la apartó de él. Casi lo mata, la verdad sea dicha. De no ser por el policía se
habría metido en un lío aún más gordo.
En cuanto se filtró la noticia, que una periodista se había visto envuelta en
un episodio de violencia, la despidieron. Todo había acabado para ella, su
carrera también. Martínez, su jefe, la tenía en el punto de mira. Le dijo que no
podían amparar la violencia, aunque hubiera evitado la explosión de la bomba
y conseguido una gran exclusiva para el periódico, que nunca llegaron a
publicar. Que esas no eran las formas. Su mundo se vino abajo. Pero no se
arrepentía. Volvería a hacerlo si fuese necesario.
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—Por si te interesa ahora tengo una vida provechosa —mintió sin mucha
convicción—. Estoy bien en mi trabajo, mis compañeros me aprecian y mi
jefe me adora. Sinceramente, estoy mejor que antes. ¿Por qué iba a dejarlo
todo por un trabajo temporal?
Sin embargo, el leve temblor en su voz y su rostro revelaban lo contrario,
y Ginés lo sabía. La conocía demasiado bien. A él no podía mentirle.
—Si no quieres dejar tu magnífico trabajo, pide vacaciones o invéntate
una enfermedad… qué sé yo. Pero si en ese centro, como sospecho, pasa algo
y accedes a la historia en exclusiva, recuperarías tu prestigio y cualquier
medio querría contratarte. No podrías publicar el nombre de Conchita, eso
debe quedar claro desde el principio, pero sí todas tus averiguaciones sobre
ese grupo. Aunque si todo te va tan bien como dices… En fin, piénsatelo.
Tienes un par de días para darme una respuesta. Te espero pasado mañana en
el bar de siempre a las nueve y media de la mañana. Así tendrás tiempo de
arreglar tus asuntos. —Ginés hizo una pausa para tomar aire, como si le
doliese lo que iba a decir a continuación—. Si no apareces, entenderé que has
rechazado el trabajo y prometo que no volveré a molestarte. Pero si vienes,
me harás el hombre más feliz del mundo.
«Chantaje emocional, se llama eso».
Cleo no contestó. Se limitó a abrir la puerta y a invitarlo a salir de su casa.
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Un día más, la doctora Mireia Sampedro se internó en la habitación de
Conchita. Marcia, su madre, dormitaba tapada con una manta en el butacón
que había junto a la cama. Tenía una almohada cervical de viaje colocada
bajo la cabeza. La pobre mujer apenas se separaba de su hija desde que la
ingresaron en el hospital.
Conchita permanecía con los ojos entrecerrados, pero sin dormir. Su
situación era un poco mejor. Al menos ya le habían quitado las correas que le
oprimían los brazos y se sentía más calmada. No había habido más intentos de
fuga, aunque aún la vigilaban constantemente por si decidía culminar lo que
había empezado en el hotel.
En cuanto la vio aparecer por la puerta, Marcia se incorporó expectante.
Tenía la esperanza de que la doctora trajera buenas noticias. Pero desde su
percepción, todo iba demasiado lento, aunque se sentía bendecida por tener
con ella a su hija. Marcia era una mujer menuda y delgada a la que la edad
comenzaba a pasarle factura con algunas patas de gallo y arrugas en la
comisura de los labios, aunque aún conservaba rasgos que indicaban que
había sido una gran belleza. En esos instantes no iba muy arreglada y su pelo
entrecano, recogido en un moño, no resultaba muy favorecedor. Con un gesto
de cabeza Mireia la saludó y Marcia le devolvió el saludo acompañado de una
sonrisa.
—¿Qué tal te encuentras hoy, Conchita? —preguntó la doctora.
—Estoy mejor, gracias.
La joven estaba harta del hospital, pero al menos ya no la tenían atada.
Las horas se le hacían interminables. Lo peor de todo era esa sensación de
abotargamiento que la invadía y de la que no podía zafarse. Aún reinaba la
confusión en su mente y se sentía incapaz de pensar con claridad. Creía que
sería a causa de la fuerte medicación que le suministraban por la noche, ya
que todavía se negaba a dormir.
—¿Has anotado algo en la libreta que te di? Déjame ver —dijo la doctora
estirando el brazo para cogerla.
Luego se sentó en una silla, que aproximó a la cama, se puso sus gafas de
cerca y leyó lo que Conchita había escrito en la libreta.
—«Luz blanca y brillante. Habitación azul». —Alzó la mirada en
dirección a la joven—. Muy bien. Algo es algo. ¿Qué puedes decirme de esa
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luz?
La joven hizo un esfuerzo por responder a su pregunta, pero no lo
consiguió. Las palabras no llegaban con claridad a su boca.
—No sé si es parte de un sueño —balbuceó—, pero como me dijo que
apuntara todo lo que se me pasara por la cabeza…
—Has hecho muy bien. ¿Qué hay sobre esa luz? Cuéntame qué has visto.
—Me envuelve. Es como una habitación grande y azul de donde emana
esa luz desde el suelo, como luz de velas, pero no sé si esa estancia existe o es
parte de un sueño —insistió con voz confusa.
La doctora dudó unos segundos.
—Hum, vamos a hacer una cosa —comentó dirigiéndose a Marcia—.
¿Podría traerle una grabadora?
—Claro. Mi marido tiene una en casa.
—Tráigala y désela. —Y luego hablándole a Conchita, añadió—: Quiero
que grabes los sueños que tengas con pelos y señales. Puede que eso te haga
recordar. En ocasiones, cuando se ha sufrido un fuerte trauma, queda impreso
en nuestro subconsciente y surge por la noche en forma de sueños, aunque de
día no podamos recordar nada. Puede ser una buena manera de saber si lo que
ves son recuerdos o sueños.
La joven la miró con recelo.
—Pero me da miedo soñar, doctora. Preferiría no tener que recordar mis
sueños.
—¿Por qué?
—No lo sé. Ya se lo dije. No me gusta quedarme dormida. Es como si
todo empezara de nuevo.
—¿Qué empieza de nuevo?
—La pesadilla.
—¿Qué pesadilla?
—Todo esto. No sé…
—Bueno, tranquila, iremos poco a poco, no quiero que te alteres más de
lo necesario. Ahora me gustaría que vieras algo que te he traído —dijo
extrayendo el botón dorado que el padre de Conchita le había entregado unos
minutos antes.
La doctora Sampedro se acercó a la cama y sin decir nada lo depositó en
su mano derecha.
Se hizo un silencio.
El rostro de Conchita se demudó en una expresión de temor, pero siguió
callada sin saber qué decir.
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—¿Lo recuerdas? —preguntó la doctora, animándola a hablar.
La reacción de la joven fue de rechazo. Tan pronto lo tuvo en su mano lo
soltó y el botón salió rodando por el suelo de la habitación.
—¡No! No… no —musitó—. El tótem no.
«¿Qué tótem? ¿De qué habla?».
—¿El tótem? No te entiendo. ¿A qué te refieres?
—El tótem no —repitió la joven, temerosa—. Lléveselo. No quiero verlo.
¡Por favor!
—Pero si es solo un botón. ¿Tiene algún significado para ti? —La doctora
no comprendía la reacción de terror ante lo que acababa de mostrarle.
—El tótem tiene la culpa —dijo al fin Conchita—. No quiero verlo.
La doctora recogió el botón del suelo y se lo guardó en el bolsillo de su
bata. Estaba claro que aquel objeto despertaba en ella un temor irracional,
pero de momento no había forma de saber por qué y lo último que necesitaba
su paciente era alterarse, así que decidió aparcar el tema.
—Ya me lo llevo, no te preocupes —dijo para calmarla.
La doctora Sampedro salió de la habitación confundida. Al llegar a su
despacho hizo unas anotaciones: «Rechazo hacia el botón. Un botón que es un
tótem. ¿Y qué es un tótem para ella? ¿Por qué le asusta tanto? Posible trauma
revivido».
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Tan pronto se marchó Ginés, Cleo le dio una patada a la silla del salón hasta
derribarla.
«¡Mierda!».
No tenía suficiente aquel hombre con haberle destrozado la vida, sino que
ahora pretendía que dejara su empleo para ayudarlo en una extraña
investigación que se le antojaba disparatada.
Luego, más calmada, se sentó en el sofá y meditó sobre las palabras de su
antiguo amigo. No quería reconocerlo abiertamente, pero algo se le había
removido por dentro. Notaba un gusanillo en el estómago que no había
sentido en mucho tiempo.
«Una investigación. ¿No es eso lo que querías?».
Sí, anhelaba volver a la acción, dejar su trabajo de teleoperadora y
regresar con fuerza a la vida que realmente quería llevar, pero había algo que
se lo impedía. Aún le guardaba rencor. En el fondo sabía que lo ocurrido no
era culpa suya, que él, a fin de cuentas, había cumplido con su obligación.
Aun así, tenía dudas. Pensó en llamar a su madre y consultarle, pero sabía
bien qué le diría, que se quedara con el trabajo actual que era lo seguro y se
olvidara de todo lo demás. Lo cierto es que ella nunca había querido que Cleo
fuese periodista de investigación. «Demasiado riesgo», decía. ¿Es que no
había otra rama del periodismo a la que dedicarse sin jugarse el cuello?
No, no la apoyaría.
¿Qué habría dicho su padre? Intentó imaginárselo, pero no se le ocurrió
nada.
Cleo apuró la cerveza y luego, como impulsada por un resorte, se puso a
recoger el pequeño apartamento, algo que no había hecho en semanas.
Limpiar y ordenar las cosas le ayudaba a aclarar sus ideas.
Aún resonaban en su cabeza las palabras de Ginés: «Recuperarías tu
prestigio y cualquier medio querría contratarte». Eso supondría un cambio en
su vida laboral, un regreso a lo que más amaba.
Pensó en pedir unas vacaciones. Aún le debían algunos días. Tampoco
creía que fuera a necesitar mucho tiempo para averiguar algo en ese tal Lucid
Temple. Pero quién sabía. El asunto, desde luego, olía mal. Una joven que se
arroja desde la terraza de un hotel, posiblemente a causa de una ruptura
sentimental, a quien meses antes se le había perdido la pista y que tenía la
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memoria bloqueada… sonaba extraño, más propio de la crónica rosa. Pero ¿y
si no era así? Ginés sospechaba que había algo más y el viejo policía sería
muchas cosas, pero su instinto de sabueso no solía equivocarse.
Cleo se sentía inquieta. No estaban los tiempos para perder un trabajo, por
muy desquiciante que fuera. ¿Y si después se quedaba sin nada, con una mano
delante y otra detrás? Aunque, bien pensado, quizá pudiera tomarse algunos
días de vacaciones y según fuera la cosa, sobre la marcha, ya decidiría qué
hacer con su empleo de teleoperadora.
No es que le entusiasmara la idea de volver a trabajar con Ginés, pero
debía reconocer que era un buen tipo. Siempre la había respaldado. A falta de
un padre, había ejercido como tal en su vida y nunca le había fallado… nunca
hasta esa maldita tarde en la que ella misma se cargó su futuro. No, no podía
culparle de lo ocurrido. Solo ella era la responsable.
Aunque le costara reconocerlo, le echaba de menos, le había echado de
menos todo ese tiempo. Cuando pasó el incidente la mayoría de sus
compañeros le dieron la espalda. Por una parte, a escondidas, la felicitaban,
pero cuando hubo que mojarse para echarle una mano, ninguno lo hizo
excepto Ginés. Le constaba que este había hablado con Martínez para tratar
de evitar su despido, pero su jefe no quiso escucharlo y aprovechó la
circunstancia para quitársela de encima.
Lo peor fue dejar la calle, convertirse en un fantasma, ver que todo por lo
que había luchado se iba a pique en un minuto. Eso sí dolía, y le atormentaba
pensar que nunca más volvería a sentirse tan viva como antes.
Quizá la propuesta de Ginés no fuera del todo descabellada. Al menos
estaba intentando enmendar la situación y eso le honraba. Podría haber cogido
a cualquier otra persona para ese trabajo, pero la había elegido a ella. ¿Por
qué? ¿La echaría de menos tanto como la periodista a él? Siempre había sido
su protegida. Puede que fuera porque su hija había muerto de una sobredosis
años atrás. Cleo sabía que, aunque él jamás hablara de eso con ella, en su
corazón anidaba un hueco hondo como la noche. Y sí, la había protegido y
cuidado como un padre. No estaba siendo justa con él.
Cleo terminó de recoger la casa y se tiró en el sofá, satisfecha. Ahora
parecía verlo todo más claro. Quizá sería bueno aceptar ese trabajo. Tampoco
creía que fuera a durar mucho y puede que consiguiera dejar atrás los viejos
fantasmas. Sin embargo, la realidad era que por primera vez iba a tener que
enfrentarse a ellos cara a cara.
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A las nueve y media de la mañana, Ginés ya estaba sentado a una de las
mesas de la terraza que solía frecuentar cuando era policía, cerca de la Gran
Vía. Todavía iba allí de vez en cuando para quedar con algún compañero y
cuando trabajaba con Cleo en algún caso de investigación acudían casi todos
los días a desayunar. El local, un poco antiguo y deprimente, se hallaba muy
cerca de su antigua comisaría y era muy frecuentado por los colegas del
cuerpo.
Pidió un café solo, encendió un cigarrillo y decidió esperar a la periodista.
No las tenía todas consigo. ¿Y si no aparecía? Resultaba evidente que ella aún
le guardaba rencor y no sabía si su oferta laboral habría surtido el efecto
deseado, que saliera de su abatimiento y continuara adelante pese a todo.
En caso de que no se presentara, tendría que echar mano de otra persona,
pero tenía la esperanza de que Cleo recapacitara y diera su brazo a torcer. Le
vendría bien un poco de acción.
La echaba de menos. Muchísimo. Pero ella se había negado a verle desde
que ocurrió el incidente. Cleo era como una hija para Ginés y este era
partidario de las segundas oportunidades. Su error no debía ser un obstáculo
para que la joven volviera a hacer lo que le gustaba, que, por cierto, se le daba
muy bien. De hecho, no solo había apostado por ella por sentirse culpable por
lo que pasó en el momento más decisivo de su carrera, sino porque
consideraba que Cleo era buena en lo suyo, la persona idónea para ese trabajo.
Había realizado numerosos reportajes de investigación con gran éxito y era
una pena que ese talento se desperdiciara por un fallo aislado en el pasado.
Cinco minutos más tarde, apareció la joven en su moto, una Yamaha
SR250 negra, que aparcó en la misma acera en la que se ubicaba la terraza.
—¿Aún sigues con esa mierda del tabaco? —le espetó mientras se
despojaba del casco.
—Sí, ya sé que tengo que dejarlo. Cuando termine con este caso quizá lo
haga —contestó un Ginés sonriente al verla llegar.
«A ver si es verdad, que siempre dices lo mismo».
Cleo pidió un café con leche y un dónut, y se sentó junto a Ginés al tímido
sol de la mañana. Hacía un poco de frío; el verano había quedado lejos. Pero
allí con sus rostros bañados al sol aún se estaba bien.
—Entonces ¿lo has pensado? ¿Aceptas trabajar conmigo?
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—Después de darle muchas vueltas, he decidido que sí —contestó,
enérgica—. Me he pedido unos días de vacaciones. He tenido que pelearme
con mi jefe, que no puede vivir sin mí. Pero aquí estoy. Si no son suficientes,
ya veré qué hago.
La verdad es que había tenido que enzarzarse en una discusión con su jefe
porque este para fastidiarla no quería concederle las vacaciones y amenazó
con despedirla, aunque finalmente llegaron a un acuerdo.
—Genial. Pues aquí tienes todos los elementos del caso y lo que sabemos
hasta ahora —dijo tendiéndole una carpeta marrón—. Además, está el
teléfono de Marisa, de Administración de la cadena hotelera. Ella te
comentará los detalles para tu incorporación.
¿Y qué sabían de momento?, rememoró Cleo. Que una chica se había
precipitado por un balcón en la cadena hotelera de sus padres, con los que en
los últimos meses no había tenido apenas contacto; que había perdido
parcialmente la memoria. Además, por sus movimientos bancarios,
sospechaban que había acudido a un lugar llamado Lucid Temple, una especie
de escuela para soñadores lúcidos. Que en ese sitio negaban conocerla, pero
Ginés creía que mentían y era posible que algo turbio se cociera entre sus
muros. Y finalmente que el viejo policía la conocía tan bien como para
ofrecerle un trabajo que ella no podría rechazar.
—¡Qué cabrón! —dijo al coger la carpeta—. ¿Es que no pensaste ni por
un momento que fuera a rechazar tu oferta?
—No lo tenía claro, la verdad. Pero confiaba en que entraras en razón.
El camarero sirvió el café y el dónut, y Cleo comenzó a mordisquearlo
con ganas.
—Ya sabes, la familia quiere discreción. No desea que el nombre de
Conchita trascienda. El suceso ha quedado como un accidente de cara a los
medios y de momento eso es lo que vamos a defender ante quien sea. Los del
centro piensan que es una desaparición. Mejor así. No sabemos lo que hay
detrás de ese grupo. —Ginés apuró su café y prosiguió—. Con esto quiero
decir que tienes que actuar con prudencia. Nada de montar pollos ni cosas por
el estilo. Limítate a averiguar si Conchita estuvo allí. Y si, como sospecho,
fue así, quiero que te enteres de con quién habló, si conoció a alguien y qué
pudo pasar ahí dentro.
—Sí, Ginés. Ya sabes que puedo ser discreta y hasta parecer inocente
cuando me lo propongo. Te recuerdo que he estado metida en situaciones
peores. Por cierto, ¿sabías que yo he tenido algunos sueños lúcidos?
—¿En serio?
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—Sí, no sabía que se llamaran así, pero cuando me lo contaste lo busqué
en Google e hice memoria y sí, los he tenido en varias ocasiones. Es una
sensación maravillosa, aunque en mi caso fue fugaz.
—Pensaba que era algún rollo de la nueva era, de esos cursos que te
prometen el oro y el moro y luego no ocurre nada.
—Pues eso no lo sé, pero te aseguro que yo los he tenido. Y son
maravillosos. Imagino que con un entrenamiento es posible experimentarlos
con más frecuencia o que sean más intensos y duraderos. No sé. Ya que voy a
hacer el curso me enteraré.
—Me parece genial, pero tú vas a lo que vas, no lo olvides —dijo Ginés
mirándola fijamente—. Hay algo más. Algo que no está en el informe que te
he dado. Me acabo de enterar. He hablado con la doctora Sampedro, que lleva
el caso de Conchita, y me ha dicho que, al mostrarle el botón dorado que le di
a su padre, la joven reaccionó fatal, con sumo rechazo. Eso no puede ser una
casualidad y la doctora está cada vez más convencida de que a Conchita le
pasó algo traumático más allá de su ruptura sentimental, algo que la llevó a
intentar quitarse la vida.
—¿Algo como qué?
—No lo sé. Eso es lo que tenemos que averiguar. Pero ¿no te parece raro
que la chica tuviera ese botón entre sus pertenencias y que ahora lo rechace
como si hubiera visto al demonio?
—Un poco sí. Pero, si quieres mi opinión, creo que a esa chica se le cruzó
un cable y que hizo lo que hizo sin pensarlo mucho. Entiendo que su padre
esté preocupado y que no quiera aceptar el intento de suicidio de su hija.
Pero…
Ginés la interrumpió.
—En ese sitio pasa algo raro. Créeme. Deberías haber visto la cara de ese
tal Ernesto. Te quiero bien alerta ahí dentro.
—Bueno, eso déjalo en mis manos. Si hay algo turbio en todo esto lo
averiguaré. Hablaste de grupo sectario. ¿A qué te referías?
—Es una hipótesis de trabajo. Se cumplen algunos parámetros:
desaparición de la joven durante varios meses, falta de movimientos
bancarios, excepto los pagos a LT, trauma no resuelto… No sé. ¿Has visto la
web de Lucid Temple? En ella todo es demasiado perfecto. Aunque no lo
digan claramente, al final lo que te están ofreciendo es la felicidad, la
autorrealización, la sintonía con el universo.
—Sí… Es un poco happy ending.
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—Lo consulté con un antiguo compañero que ha tratado el tema de las
sectas y cumple los parámetros, aunque aún no esté catalogada como tal. Yo
creo que Conchita estuvo viviendo con ellos un tiempo y puede que le
hicieran algo. Eso es lo que quiero que averigües. Pero debes tener mucho
cuidado. Si es una secta pueden ser peligrosos. Ándate con ojo, por favor.
—A cosas peores me he enfrentado —dijo Cleo con convicción—.
¿Recuerdas cuando íbamos detrás de ese pedófilo, con el que conseguí quedar
y se presentó armado? Ahí lo pasé regular. Menos mal que tú me diste
cobertura y pudiste detenerlo a tiempo.
—Sí, claro que me acuerdo. Y por eso mismo no quiero que te veas
implicada en una situación parecida.
—No te preocupes, de verdad. De momento, no sabemos nada de este
grupo. Pero, si hay algo, lo descubriré. Te aseguro que yo no voy a caer en las
redes de una secta, y menos sabiendo que lo es. No soy tan estúpida.
—No es una cuestión de estupidez. Esos grupos actúan de forma sibilina.
La gente que cae en una secta no es tonta precisamente. Saben cómo tocarte
las emociones.
—Despreocúpate, anda. He vivido situaciones mucho más jodidas y
siempre he salido bien parada. Además, no sabemos si es una secta. Eso es
una suposición tuya.
Ginés sonrió, pero no pudo evitar pensar que tal vez Cleo estaba a punto
de meterse en la boca del lobo.
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Cleo estaba sentada en una silla con un brazo que servía para tomar notas,
como las que había en su instituto cuando estudiaba. Le habían hecho pasar a
un aula moderna, como todo en aquel centro, decorada con carteles sobre los
sueños lúcidos y pósteres de grandes paisajes que evocaban el mundo de lo
onírico. En ellos se apreciaban imágenes icónicas y muy potentes
visualmente, como un fondo marino, el sistema solar o una enorme montaña
nevada.
Había solicitado inscribirse en un curso sobre sueños lúcidos y le habían
tomado los datos. Le explicaron que había tres niveles: botón de cobre, botón
de plata y botón de oro, como el que portaba Conchita la noche que apareció
en el hotel propiedad de sus padres antes de tirarse por el balcón. Cleo pidió
asistir al botón de oro, directamente, pero le dijeron que eso no era posible sin
haber completado el resto de los niveles.
«Mierda. Esto me va a llevar más tiempo del que imaginaba».
Después la secretaria, una tal Nuria, una mujer de mediana edad, de pelo
rizado y oscuro, le pasó un cuestionario. «Es algo rutinario», aseguró. Pero a
Cleo aquella prueba en absoluto se lo pareció. Entremezcladas había
preguntas inocentes con otras de carácter personal. No entendía en qué
medida era necesaria esa información tan privada para recibir un simple curso
de sueños, pero, con paciencia, fue contestando una a una las preguntas. Si iba
a hacer aquello, lo haría bien.
«¿Ha tenido alguna vez un sueño lúcido? En tal caso, descríbalo».
«¿Está casado/a? ¿Tiene pareja?».
«En una escala del uno al diez ¿cuál es su grado de interés por los sueños
lúcidos?».
«¿Tiene familia, padres, hermanos?».
Al llegar a esta pregunta, Cleo se quedó bloqueada. ¿Debía decir la
verdad? ¿Que su padre la había abandonado siendo un bebé y que no tenía
recuerdo alguno de él? Que no sabía si estaba vivo o muerto. Decidió saltarse
esa pregunta. Si luego le llamaban la atención, fingiría un descuido.
«¿Ha experimentado viajes astrales o experiencias extracorporales?».
«¿Tiene hijos?».
«¿Recuerda sus sueños habitualmente?».
«¿Consume drogas y/o alcohol? ¿Con qué frecuencia?».
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«¿Tiene pesadillas? ¿Con qué frecuencia?».
«¿Padece alguna enfermedad mental y/o hay antecedentes en su familia de
trastornos psíquicos?».
Cleo siguió leyendo el cuestionario y fue contestando las preguntas
formuladas, aunque no pudo evitar sentirse un poco invadida. ¿Era así como
funcionaban los grupos sectarios? Obteniendo información sensible de sus
futuros adeptos para descubrir sus puntos débiles.
Después, con la excusa de conocer el centro donde iba a desarrollarse el
curso, se dio una vuelta por el edificio acompañada de la secretaria.
—¿Por qué hay que pasar por dos niveles antes de acceder al botón de
oro? —aprovechó para preguntarle.
—Es sencillo. No podrías seguir la dinámica del último curso sin haber
estudiado los dos anteriores. Los sueños lúcidos requieren de práctica para su
desarrollo y es fundamental pasar por ese aprendizaje y conocimiento del
tema.
Cleo pensó que, si Conchita tenía el botón de oro en su poder,
forzosamente tuvo que haberse inscrito en los otros dos cursos. Eso
significaba que en la secretaría debían haberla visto a menudo. Pero ¿por qué
lo negaban? Sin embargo, también cabía la posibilidad de que nunca hubiera
asistido a esos cursos y alguien que sí hubiera participado en ellos le regalara
ese objeto, alguien a quien hubiera conocido durante los meses que estuvo
desaparecida.
Pensó que los días que había pedido en el trabajo, que tanto le había
costado que le concedieran, no serían suficientes y que tal vez tuviera que
abandonarlo. Pero evitó seguir dándole vueltas a la cabeza. Ya vería cómo se
desarrollaban las cosas y si era necesario llegar a ese punto.
—Entonces ¿todos los alumnos en el nivel botón de cobre son nuevos?
La secretaria pareció extrañarse un poco ante tantas preguntas, pero
continuó luciendo una amplia sonrisa, de esas que te dan confianza.
—La mayoría sí. Puede que haya algún repetidor, pero casi todos suelen
pasar al siguiente nivel.
Eso dificultaba su labor. A Cleo le interesaba relacionarse con los
alumnos botones de oro, que eran los que podían conocer a Conchita.
No quería parecer excesivamente insistente en aquel primer encuentro,
pero era el momento de hacer preguntas con la excusa de la novedad. Luego
sería más difícil.
—¿Existen otras sucursales de Lucid Temple? —dijo haciéndose la tonta.
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—En España, no —señaló la secretaria—. Pero nuestra intención es abrir
más en diferentes países.
—¿Y quién dirige el centro?
—Eduardo Harris. Pero todos le llamamos Eddie. Tendrás ocasión de
conocerlo cuando empiece el curso. Te va a encantar. ¡Es un crac! —afirmó
Nuria guiñándole un ojo.
«Eduardo Harris. Habrá que investigarlo».
Le habían explicado que, en ese curso, además de la parte teórica, se
realizaban prácticas para aprender a desarrollar los sueños lúcidos. Pero que
los alumnos pernoctaban en sus casas. Sin embargo, en los cursos más
avanzados se quedaban en el centro para hacer prácticas nocturnas. Eran
cursos más caros y más exclusivos, porque se convivía allí con el resto de los
participantes a dieta completa.
Mientras iban hablando Nuria le enseñó el centro. Había varias aulas
parecidas a la que había estado antes rellenando el cuestionario, un comedor
muy amplio con una gran mesa de madera que daba a los ventanales y al
jardín, un pasillo lleno de habitaciones a las que solo pudo echar un vistazo de
lejos, una sala de esparcimiento, otra blanca rodeada de sillas y una
biblioteca. Intuía que había más estancias, tipo despachos o dependencias
privadas, pero de acceso solo para el personal y la secretaria no se las mostró.
Asimismo, observó que había un estanque y un extenso jardín perfectamente
cuidados con bancos esparcidos por el césped.
—Aquí vienen los alumnos a relajarse en los descansos. Y bueno, esto es
todo de momento —dijo Nuria dando por finalizada la visita—. Este curso
empieza el lunes a las seis de la tarde. Dura dos meses y al acabar se te hará
una evaluación para saber si estás preparada para acceder al siguiente nivel, el
de plata. Las clases son los lunes, miércoles y viernes. —Después, como si se
hubiera acordado de algo fundamental, le tendió un botón idéntico al de
Conchita, pero de cobre, o al menos imitaba a ese metal—. Guárdalo. A partir
del lunes se convertirá en tu mejor compañero.
—Ah. Y… ¿para qué sirve? —preguntó Cleo cogiéndolo con su mano
derecha.
—Es mejor que te lo explique Harris. Pero no lo pierdas. Te aseguro que
vas a necesitarlo.
Tras salir del centro llamó a Ginés para contarle sus avances. Y luego,
cuando llegó a casa, se metió en internet para tratar de conocer más detalles
de Eduardo Harris.
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No había mucho. Solo lo que figuraba en la web del centro. Ginés tendría
que rastrearlo a fondo con sus contactos en la comisaría.
Harris era un neurocientífico que había estudiado en Harvard, lo que
prometía una carrera brillante. Procedía de una familia adinerada. De padre
estadounidense y madre española poseía doble nacionalidad. Había vivido
varios años en Estados Unidos, México y Colombia, y después se había
afincado en España para fundar Lucid Temple. Era cierto que tenían pensado
implantar otros centros en diferentes países, pero aún se trataba de un
proyecto incipiente.
Cleo se preguntaba qué hacía un científico brillante dirigiendo un centro
de sueños lúcidos. Era extraño que tras haberse formado en Harvard no se
hubiera dedicado a trabajos de investigación en vez de abrir una escuela.
Más tarde fue a ver a su madre y le contó lo que estaba haciendo. Ella, por
supuesto, no lo aprobó. Prefería que siguiera de teleoperadora, aunque se
alegró de que su hija pareciera más contenta.
—Hija, ¿y no es mejor que sigas con tu trabajo estable? Esto será
temporal y temo que acaben despidiéndote. Además, después de lo que pasó,
creí que no volverías a trabajar con Ginés.
Su madre era una mujer de mediana estatura y delgada, como Cleo. Tenía
el pelo canoso. No cuidaba mucho su imagen, pero aún era joven. Sin
embargo, se comportaba como si tuviera mucha más edad. Los golpes de la
vida eran los culpables. El mayor había sido el abandono del padre de Cleo,
quien desapareció de la noche a la mañana sin dar ningún tipo de explicación.
Era un tema que le dolía y sobre el que evitaba hablar, al menos en presencia
de su hija. Esto exasperaba a Cleo, quien deseaba conocer más detalles acerca
de su progenitor. Quería saber por qué la había abandonado, qué le había
llevado a tomar esa drástica decisión. Muchas veces había estado tentada de
buscarlo, aunque su madre siempre se había opuesto y se negaba a darle
información.
Aquella tarde no discutieron. Cleo le dijo que ya estaba embarcada en la
nueva investigación y que pensaba seguir adelante, y su madre aceptó su
decisión resignada.
Al llegar a casa, cenó algo y antes de irse a la cama, extrajo del bolsillo de
la cazadora el botón de cobre que Nuria le había dado. Lo observó
detenidamente. ¿Para qué serviría? En aquel momento, ni siquiera podía
imaginar el uso que acabaría por darle a ese objeto.
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Primera semana en Lucid Temple
Cleo llegó veinte minutos antes de la hora fijada para el inicio del curso.
Aparcó su moto en la entrada y, una vez que accedió a las instalaciones,
observó una nube de alumnos que revoloteaba cerca de las aulas. Se les veía a
casi todos sonrientes y emocionados por el comienzo de las clases. Había
gente de edades variadas. A la periodista le sorprendió el interés que el tema
despertaba en personas de toda condición.
Sonó un timbre y todos los botones de cobre se dirigieron al aula
correspondiente. Nadie se quedó en los pasillos, así que dedujo que esa era la
única clase que se impartía a esa hora. Cleo optó por sentarse al fondo. Así
podría observar todo lo que ocurriera ante sus ojos.
Eduardo Harris, el director de Lucid Temple, llegó acompañado por la
secretaria que atendió a Cleo cuando fue a inscribirse y por un hombre
llamado Ernesto, de pelo rizado y nariz aguileña, que aún no sabía bien qué
papel desempeñaba en el curso. Por su descripción, Cleo dedujo que se
trataba del mismo hombre que había despachado fríamente a Ginés cuando
fue al centro a preguntar por Conchita.
—Buenos días. Estoy encantado de que estéis todos aquí —comenzó
Harris luciendo una amplia sonrisa al tiempo que abría las manos a modo de
bienvenida.
Harris era bastante atractivo. Era alto e iba perfectamente ataviado con un
traje caro de color hueso y una camisa azul, sin corbata. Tenía el pelo rubio
entrecano y lucía una barba y un bigote bien recortados. Su tez bronceada
hacía que sus ojos azul claro destacaran más. Así, de primeras, a la
investigadora le pareció una persona carismática y seductora.
—Antes de empezar —prosiguió Harris—, me gustaría que vierais este
vídeo introductorio al tema de los sueños.
Harris se sentó y el otro hombre apagó las luces de la sala donde más de
una veintena de alumnos expectantes miraban hacia una gran pantalla en la
que comenzaron a surgir imágenes.
El vídeo introductorio hablaba sobre el sentido de los sueños en diferentes
culturas. Una voz en off abrió la exposición diciendo que los sueños habían
sido relevantes en multitud de culturas antiguas: Mesopotamia, el antiguo
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Egipto, China, la India, Grecia, Roma… El documental mostraba distintas
imágenes ilustrativas en un buen montaje de vídeo.
Después, se habló de la importancia de los sueños en todas las religiones y
se decía, por ejemplo, que el hinduismo creía que nuestro mundo, el de la
vigilia, era un sueño del dios Vishnu, que sus fieles consideraban que existían
tres formas de consciencia: estar despierto, soñar y el sueño profundo. Es
más, para ellos, la forma de consciencia menos importante era el periodo en el
que estamos despiertos.
Se explicó también que, en el Tíbet, en su tradición escrita en la religión
Bön, se hacía referencia a los sueños lúcidos hace ya mil años.
Los alumnos permanecían en absoluto silencio y miraban embobados
hacia la pantalla siguiendo las explicaciones de la voz en off.
Se habló también del budismo tibetano y de sus prácticas para alcanzar los
sueños lúcidos; del judaísmo, de cómo la cultura hebrea había dado gran
importancia al mundo onírico. Del cristianismo y de cómo se recogían
numerosos sueños tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, donde
la palabra «sueño» aparecía al menos cien veces. Asimismo, se comentaron
datos sobre el islam. Mahoma, su fundador, había protagonizado varios
sueños en los que recibió supuestos mensajes divinos. Se aseguraba que el
profeta, todas las mañanas, preguntaba a sus discípulos por sus sueños para
posteriormente hacer una interpretación.
Cleo empezaba a aburrirse. Aunque el tema era interesante, su cometido
allí era otro bien diferente y eso le impedía centrarse en las explicaciones del
vídeo. Sin embargo, antes de que llegara a bostezar, el documental finalizó y
se encendieron las luces.
Eduardo Harris se puso en pie, se dirigió a un atril con micrófono y
comenzó a hablar de forma pausada y clara para la veintena de alumnos que
había en el aula. Tenía un acento indeterminado. Su castellano era casi
perfecto, pero se distinguía un ligero matiz que indicaba que no era su lengua
materna.
Los cursos duraban dos meses, en el caso de los botones de bronce, y se
admitía una veintena de alumnos por grupo. Había varios grupos y las
enseñanzas se impartían tanto por la mañana como por la tarde, según las
necesidades de los participantes. Los precios para los novatos no resultaban
muy elevados. Esto, según decían, era porque no querían que se quedara nadie
fuera y que pudieran acceder personas con diferentes niveles económicos.
—Espero que no se os haya hecho muy ardua esta parte histórica —dijo
Harris sonriendo—. Tenéis todos los detalles en los apuntes que os hemos
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facilitado. Pero ahora quiero haceros una pregunta a la que sí debéis prestar
atención: ¿qué es un sueño lúcido? —Harris no esperó respuesta y prosiguió
—. Un sueño lúcido, como hemos visto en el documental que acabamos de
proyectar, se produce cuando la persona es consciente de que está soñando, es
decir, que es capaz de despertarse dentro de su sueño y tomar consciencia de
ello. Esto le permite alcanzar la lucidez y desarrollar acciones en ese lapso,
hasta que despierta. ¿Cuántos de vosotros habéis experimentado un sueño
lúcido alguna vez? —preguntó, enérgico.
Algunas manos se alzaron en la sala. Entre ellas la de Cleo, quien había
protagonizado algunos en diferentes etapas de su vida. A la investigadora no
se le escapó el detalle de que Nuria, la secretaria, apuntó sus nombres en un
papel.
—Veo que tenemos un buen caldo de cultivo por aquí —dijo Harris
esbozando una sonrisa—. Quiero transmitiros que experimentar un sueño
lúcido completo es algo maravilloso, es como entrar en un mundo nuevo en el
que seréis capaces de hacer cualquier cosa: hablar con seres fallecidos, viajar
a la Luna, mantener sexo con la persona deseada, practicar con un
instrumento musical y que luego esa práctica os sirva en la vigilia, hablar con
vuestros guías espirituales, viajar a otros mundos… En fin, la lista sería
interminable porque todo es posible durante un sueño lúcido y cada persona
tiene unos intereses diferentes a la hora de enfrentarse a la lucidez. Lo que sí
puedo deciros es que un mundo mágico se abrirá ante vuestros ojos y seréis
los únicos protagonistas. ¿No merece la pena el esfuerzo de entrenarnos para
tener sueños lúcidos? Yo creo que sí, y vosotros a medida que tengáis sueños
de esta naturaleza veréis cómo vuestra vida, la de los sueños y la vigilia,
cambia de un modo asombroso. Puedo afirmar que estas técnicas os servirán y
que después os sentiréis agradecidos por haber accedido a este nuevo universo
por conquistar. Experimentaréis bienestar, felicidad plena y tranquilidad.
En la clase se extendió un murmullo. Muchos alumnos se sentían
emocionados ante el nuevo y excitante panorama que Harris les relataba.
—Pero por si alguno aún duda de la realidad de los sueños lúcidos —dijo
acercándose un poco más al micrófono—, ya que entiendo que puede parecer
cosa de ciencia ficción si no se conoce el tema o no se ha experimentado
nunca, es importante que sepáis que este tipo de sueños está demostrado por
la ciencia desde el 12 de abril de 1975. Sí, sí, habéis oído bien. He dicho «por
la ciencia» —apostilló enfatizando sus últimas palabras—. No se trata de una
superchería. Fue el departamento de Psicología de la Universidad de Hull, en
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el Reino Unido, el encargado de mostrar al mundo una realidad que muchos
ya sospechaban desde la Antigüedad.
Entonces les relató cómo se había producido el descubrimiento. Ese día el
investigador y psicólogo Keith Hearne conectó a un soñador lúcido, llamado
Alan Worsley, a un polisomnógrafo. Worsley afirmaba que tenía sueños
lúcidos con cierta periodicidad y que podía controlar lo que ocurría dentro de
un sueño, y a Hearne se le ocurrió una idea ingeniosa para demostrarlo. Sabía
que los únicos músculos que no se paralizan durante la fase REM son los
movimientos oculares y el diafragma. Y consideró que los movimientos
oculares podían servir para mandar señales externas, como un código de
aviso, cuando se produjera un sueño lúcido. Pero para eso había que
experimentar durante cierto tiempo.
Tras haber pasado cincuenta noches en el laboratorio, aquel día de abril, a
las 8.07 de la mañana, el sujeto experimental, es decir, Alan Worsley, hizo
ocho señales oculares desde un sueño lúcido y Hearne comprobó con el
polígrafo que coincidían con la fase REM. Esto quería decir que se había
comunicado durante un sueño lúcido y ahora podía corroborarse que aquello
no era un simple relato del pasado recogido por diferentes culturas y
religiones. Posteriormente, otros investigadores que trabajaban en paralelo
llegaron a las mismas conclusiones.
—Pero la gran pregunta que nos hacemos es la siguiente: ¿es menos real
el mundo de los sueños? Si podemos sentir, movernos, decidir… —dijo
Harris tras una pausa—. ¿Lo que estamos viviendo ahora mismo en esta sala
es más real o lo es ese otro mundo de los sueños en el que nos sumergimos
cada noche? ¿Alguien se atreve a contestar?
Esta vez nadie alzó la mano.
—¿Nadie? Bien, os daré mi visión sobre el tema. Ambos mundos son
reales. El problema es que tendemos a olvidar esa parcela que acontece por
las noches cuando estamos en la cama y eso nos hace pensar que la vida de la
vigilia es la única realidad. Sin embargo, por algo estamos hoy reunidos, para
activar esa parte que muchos desdeñan por considerarla irrelevante. Si habéis
llegado hasta aquí es porque tenéis interés en el tema, un punto a vuestro
favor para lograrlo.
El timbre que anunciaba el receso sonó y Harris les indicó que disponían
de quince minutos para descansar antes de continuar con la clase. Cleo
aprovechó para acercarse a algunos de sus compañeros e indagar. Pero
comprobó que no iba a resultar fácil averiguar si conocían a Conchita. Todos
con los que habló eran nuevos. Una chica, que dijo ser esteticista, le comentó
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que los botones más avanzados solían tener otros horarios y que algunas
personas que ya habían alcanzado el botón de oro vivían en el centro durante
el curso. Tendría que hacerse con esos horarios si es que quería descubrir algo
sólido.
Después, al regreso del descanso, Harris les habló del poder de la
intención. Lo hacía con soltura intercalando bromas al estilo americano para
ganarse a los alumnos.
Al parecer, en muchos casos las personas tenían su primer sueño lúcido
justo después de saber que estos existían. En otros casos, estos sueños eran
naturales y sucedían de manera espontánea. Pero para poder desarrollarlos
había que tener la intención de experimentarlos.
—Cuando ya sabemos lo que buscamos es más sencillo encontrarlo,
¿verdad? —planteó el director—. Pues bien, lo que vamos a hacer nosotros en
este curso es desarrollar la intención de tener sueños lúcidos. ¿Y qué es una
intención?
Harris mostraba claridad en sus explicaciones y tenía, a juicio de Cleo,
cierto talante de seducción. Se notaba que se gustaba a sí mismo y que le
encantaba saberse el centro de atención.
En la pantalla se proyectó la palabra «intención».
—Una intención es un objetivo que nos trazamos, un pensamiento
focalizado hacia algo en concreto. Durante la vigilia nos pasamos gran parte
de la vida teniendo propósitos o intenciones: dejar de fumar, llevar una vida
más saludable, acudir al gimnasio, aprender otro idioma, etcétera. Pues bien,
lo que os pido ahora es que utilicéis el poder del pensamiento para activar el
caudal de los sueños lúcidos.
Eduardo Harris les puso un ejemplo. Muchos deportistas ensayan sus
movimientos antes de acudir a las competiciones. Y, según contó, se había
llevado a cabo un estudio con esquiadores a los que se les pidió que realizaran
mentalmente su recorrido de descenso por la nieve. Previamente, se les había
conectado un electromiógrafo, un aparato que mide la actividad de las ondas
eléctricas asociadas a los músculos del cuerpo. De este modo pudieron
descubrir que cuando los deportistas hacían sus ensayos mentales, los
impulsos eléctricos de los músculos eran iguales a los que desarrollaban
cuando esquiaban de verdad.
—Es decir —prosiguió Harris—, que el cerebro de los atletas mandaba las
mismas instrucciones al cuerpo tanto si estaban esquiando como si no. Y
nosotros vamos a hacerlo focalizándonos en los sueños lúcidos. Para eso es
importante la manera de expresar nuestra intención. Con tal fin, deberéis crear
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frases cortas y concisas. Podéis empezar hoy mismo. Por ejemplo: «Estoy
lúcido y consciente en mi sueño». Y repetiros esas frases antes de ir a dormir
y durante el día, si os es posible hacerlo en algún rato libre.
Cleo observó cómo varios de sus compañeros tomaban notas a medida
que Harris hablaba. Ella los imitó.
—Deberéis sentir de verdad vuestra intención. Es el segundo paso. Al
manifestarla, el deseo se concreta y tiene más oportunidades de hacerse real.
Y, por supuesto, eso os induce a crear una expectación. Deberéis iros a la
cama con dicha expectación de buscar un sueño lúcido. —Harris hizo una
pausa para tomar aire—. ¿Que os dispersáis? Entiendo que al principio puede
resultar complicado mantener todas estas pautas, pero es importante que el
sueño lúcido sea vuestro pensamiento dominante antes de quedaros dormidos.
Que esos pensamientos sean lo último que recordéis. Por supuesto, está de
más decirlo, pero olvidad hipotecas, facturas impagadas y otras
preocupaciones del día a día para centraros en lo único que debe ser relevante
en ese momento: tener un sueño lúcido.
Tras algunas explicaciones más, Harris dio por finalizada la clase,
momento en el que les indicó que podían hacer preguntas o consultar dudas.
—Es la hora. ¿Alguien quiere preguntar algo?
Tímidamente, una mano se alzó en la sala. Era un chico pelirrojo con
flequillo y barba de dos días de unos veintitantos años.
—¿Y para qué sirve el botón que nos han dado al inscribirnos?
—Ah, el botón. Sí, el botón. Eso lo descubrirás un poco más adelante. No
tengas prisa, no la tengáis —dijo dirigiéndose a todos los alumnos—.
Tenemos que introducir los conocimientos en pequeñas dosis para que sean
efectivos. Ahora estáis en el botón de cobre, luego vendrá el botón de plata y
finalmente, solo para algunos, el botón de oro. Son niveles de conocimiento y
hay que pasar por ellos. No todos estaréis preparados para acceder al botón de
oro, pero no os preocupéis. Pensad que es como el que corre más o el que
corre menos. El que corre menos, llegará a experimentar sueños lúcidos, pero
siempre habrá alguien que tenga mayor facilidad para hacerlo. Eso no debe
causaros preocupación. Cada uno de vosotros alcanzará hasta donde le resulte
posible.
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Durante los primeros días, Cleo no advirtió nada anormal en el centro. Harris
era simpático, carismático y atento, y sus clases resultaban sugestivas. La
periodista acudía a clase lunes, miércoles y viernes por espacio de dos horas.
Luego en casa practicaba las enseñanzas aprendidas. Llevaba casi una semana
asistiendo a las clases del Lucid Temple y no había detectado anomalías
dignas de mención. Al parecer, había otros horarios para los botones de plata
y de oro, y en cada grupo había entre veinte y treinta personas, lo que arrojaba
un saldo de casi un centenar de alumnos en el centro.
Harris no impartía todas las clases, a veces le tomaba el relevo Cassi, una
doctora en Psicología que en realidad se llamaba Casilda y que Cleo aún no
conocía, ya que los principiantes siempre eran tutelados por el propio Harris,
a los que le gustaba introducir las nuevas enseñanzas él mismo. Afirmaba que
el proceso era igual que el que seguía una gallina con sus polluelos. Para él,
según decía, los botones de cobre eran sus «polluelos».
Harris les había pedido a sus alumnos que iniciaran un diario de sueños.
Ese, según les contó, era el primer paso para desarrollar sueños lúcidos: poder
recordarlos con nitidez. Cleo empezó a llevar uno, aunque realmente ella no
estuviera haciendo el curso para tenerlos. Sin embargo, pensó que podría ser
interesante y comenzó a anotar todo lo que recordaba, le podría venir bien
para su futuro reportaje. Era una de las reglas de oro del periodismo de
investigación: la implicación a todos los niveles.
Rápidamente, advirtió ciertos progresos. Cuantos más sueños apuntaba,
más sueños recordaba. Muy sorprendida, había noches que era capaz de
recordar hasta tres sueños diferentes con todo lujo de detalles.
Mientras tanto se hizo con los horarios de las clases de los botones de
plata y de oro. Y acudió al centro con una excusa preparada por si alguien le
preguntaba qué hacía ahí a deshoras.
El panorama con el que se encontró fuera de las aulas le llamó la atención.
Los botones de oro parecían todos ensimismados, como idos, como si
estuvieran mentalmente muy lejos de allí, nada abiertos a la conversación con
otros alumnos o quizá es que se creían por encima de los demás.
No se introdujo en la clase porque podrían reconocerla, pero una vez que
vio que los botones de oro entraban en el aula, se dirigió a la secretaría
aprovechando la ausencia de Nuria, la secretaria. Quería descubrir si en el
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ordenador tenían una lista de alumnos de cursos pasados y si Conchita
figuraba en ella. Pero comprobó que el ordenador de secretaría estaba
protegido por una clave que obviamente desconocía.
Hizo tiempo hasta la hora del descanso en los jardines, en los que no había
nadie que pudiera verla, y cuando el timbre sonó se unió al grupo de gente
que empezaba a salir del aula. Fue así como advirtió esa especie de aureola
que flotaba en el ambiente. La mayoría de los alumnos parecían como
ausentes, absortos, como si no les importara lo que pasara a su alrededor.
Observó que uno de ellos tenía un botón dorado en la mano y lo acariciaba sin
parar. Se acercó a él con decisión. Al ver su cara lánguida estuvo a punto de
preguntarle si se encontraba bien, pero prefirió utilizar otra fórmula.
—¿Te interrumpo?
Al oír sus palabras el joven pareció salir de una ensoñación. Luego
sacudió la cabeza, como dejando atrás sus pensamientos que lo mantenían
lejos de la realidad.
—Eh, no, no…
—Tú eres botón de oro, ¿verdad? —preguntó Cleo.
—Sí. ¿Por qué?
—Por saber si llevas mucho tiempo en el centro.
—Perdona, es que estaba haciendo mis ejercicios —se justificó guardando
el botón en un bolsillo—. No, llevo poco. Ascendí de grado recientemente.
¿Y tú quién eres?
«¿De qué ejercicios habla?».
—Me llamo Cleo. Estoy estudiando en el centro. Soy nueva.
—Y si eres nueva, ¿qué haces en la clase de los botones de oro?
—No, no estaba en la clase. He venido a preguntar algo en secretaría —
improvisó.
—Ah.
—¿Te suena esta chica? —Cleo le mostró una foto de Conchita.
—No sé. Por aquí pasa mucha gente.
—Fíjate bien.
—Podría ser, no sé qué decirte…
—Era botón de oro antes.
—¿Y ya no? —El joven hizo una pausa. Por la expresión de su rostro no
parecía estar dispuesto a continuar con la charla—. Oye, perdona, pero tengo
que seguir con mis ejercicios.
«¿De qué demonios habla?».
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El chico se alejó y se sentó en un banco que había en el jardín. Luego
extrajo de nuevo su botón dorado y lo acarició al tiempo que cerraba los ojos
y decía algunas palabras para sí mismo, como una letanía.
Cleo se quedó extrañada, sin saber qué decir. Intentó abordar a otra joven,
pero no pudo sacar nada en claro pues dijo no reconocer a Conchita.
Enseguida sonó el timbre de regreso a la clase y todos se fueron al interior del
aula.
Si solo hubiera sido ese alumno el que pareciera ido, Cleo no le habría
dado mayor importancia, pero varios manifestaban un comportamiento
errático que le hizo ponerse en alerta. ¿Ocurría algo en ese centro y se le
estaba escapando?
Luego llamó a Ginés y le contó lo que había visto.
—Estaban como agilipollados —le dijo—. No sé ni cómo pueden seguir
las explicaciones. No he sido capaz de averiguar nada. Y el ordenador está
protegido con una clave.
—No importa, tú sigue ahí hasta que averigües algo. Los padres de
Conchita están dispuestos a llegar hasta el final —remarcó el viejo policía.
—El problema es que se me acaban las vacaciones. Pronto tendré que
tomar una decisión con respecto a mi trabajo.
—No sé cómo es de importante tu actual empleo, pero sería una pena que
ahora lo echaras todo por la borda. ¿No puedes pedir unos días más?
—No, mi jefe me mataría. Pero ya me las arreglaré. Llegado el caso,
dejaré el trabajo de teleoperadora —dijo Cleo con determinación antes de
colgar.
Esos días, desde que había abandonado su puesto de teleoperadora, Cleo
se había sentido libre y liviana, como si le hubieran quitado un gran peso de
encima y le hubieran inyectado una dosis de energía. La verdad es que no le
apetecía nada volver a la rutina de un empleo que no la satisfacía. Decidió
dejarlo. Quizá fuera un error, pero así valoró la situación después de darle
vueltas al tema. El padre de Conchita le pagaba generosamente y a ella le
gustaba hacer indagaciones. Eso le proporcionaba la adrenalina que le había
faltado durante demasiado tiempo. Era lo mejor. Ella no había nacido para ser
teleoperadora y se convertiría en una amargada, si es que no lo estaba ya.
El curso continuó. Cleo llevaba dos semanas acudiendo a clase. Esa mañana
Harris se centró en las señales oníricas.
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—¿Lleváis ya vuestro diario de sueños? —preguntó a los alumnos.
Estos contestaron «sí» al unísono.
—Bien, no sé si os habréis dado cuenta ya, pero si repasáis el diario, vais
a advertir una cosa muy curiosa: que soñáis cosas similares, que hay
elementos que se repiten en vuestros sueños. Solo tenéis que releer el
contenido y veréis que lo que os digo es cierto.
Harris hablaba con destreza, paseándose por el aula entre las sillas, pero
sin mirar a nadie en concreto.
—Hay quien sueña con perros —prosiguió—, otros con su hermano, sus
padres, su trabajo, su mujer… Da igual. El caso es que algunos elementos se
repiten en nuestros sueños. A eso le llamamos «señales oníricas» y tenéis que
empezar a descubrir las vuestras. ¿Por qué? Porque estos elementos
recurrentes son herramientas poderosas para acceder a la lucidez. Una vez que
las identifiquéis deberéis anotarlas y tenerlas muy presentes. De este modo
cuando se manifiesten podréis reconocerlas y actuar en consecuencia para
introduciros en un sueño lúcido.
Los alumnos tomaban notas mientras Harris hablaba. Cleo también.
Aquello le parecía muy interesante y había decidido que al tiempo que hacía
sus indagaciones podía tomarse aquello como una oportunidad de aprendizaje
de nuevos conocimientos. ¿Por qué no hacerlo? Sin embargo, su principal
motivación era averiguar qué ocurría allí dentro y su posible exclusiva, esa
que la devolvería a la vida, que la rescataría de su absurda vida gris.
—Coged un marcador —prosiguió Harris con énfasis—, abrid vuestro
diario de sueños y comenzad a subrayar aquellos elementos que se repitan.
Ojo, son señales personales e intransferibles. Cada persona tiene las suyas.
Nadie más que vosotros podréis hacer este trabajo. Señalad lugares, objetos,
personas y temas que aparecen más de una vez. Luego haced una lista con
ellos.
»Si descubrís que estáis soñando con vuestro exnovio o vuestra exnovia
aprovechadlo como un activador, servirá para que os deis cuenta de que estáis
soñando. Así sabréis que la próxima vez que veáis a vuestro antiguo novio en
un sueño se tratará precisamente de eso: de un sueño.
»Y ahora vamos a hablar de otra cuestión muy importante: ¿cómo
sabremos que estamos soñando? El problema de los sueños es que cuando se
producen son tan auténticos como la realidad misma. Son sólidos y
consistentes. Podréis decir que ahora estamos despiertos, que estáis aquí en
clase, tomando notas, rodeados por vuestros compañeros y que nada os puede
indicar que estáis soñando. Bien, es cierto, sí. Pero si esta noche soñáis lo
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mismo, que estáis en clase, las sensaciones que tendréis serán igual de
auténticas. Es decir, la experiencia multisensorial de un sueño puede ser tan
vívida como la propia realidad. Todos los elementos que aparecen en la
vigilia pueden ser temas que perfectamente se reflejan en vuestros sueños.
Ahora mismo a nuestro cerebro no se le ocurre la posibilidad de que esto que
estamos viviendo sea un sueño. De ahí que resulte complejo alcanzar la
lucidez. Pero no os preocupéis, hay formas de hacerlo.
Harris señaló al alumnado mientras fijaba su vista en un punto
inalcanzable.
—Mirad a vuestro alrededor. ¿Es posible que esto sea un sueño? Por
absurdo que os parezca, quiero que ahora mismo intentéis verificar si estamos
soñando. ¿Podéis atravesaros la palma de la mano con un dedo? —Harris hizo
una pausa deliberada, para hacerles pensar—. ¿Podéis traspasar un objeto
sólido como el brazo de vuestra silla o una pared? ¿Son vuestras manos
iguales o hay dedos de más o de menos?
Un murmullo se extendió por la clase al tiempo que los alumnos
intentaban hacer lo que les pedía Harris.
—No, ¿verdad? No podéis. Y no podéis porque no estáis soñando.
¡Enhorabuena! Acabáis de hacer vuestra primera verificación de la realidad.
Cuantas más pruebas de verificación de la realidad hagáis a lo largo del día,
más acostumbraréis a vuestro cerebro a preguntarse si está soñando. Llegará
un momento en el que esa pregunta se trasladará a vuestros sueños y seréis
capaces de plantearos si estáis soñando durante un auténtico sueño. Y ese día
la respuesta será «sí».
»Estas preguntas son muy importantes para el desarrollo de los sueños
lúcidos. El truco es pararse a pensar si estamos soñando hasta que un día la
respuesta sea «sí». Para ello podéis hacer comprobaciones. No basta con que
os lo cuestionéis durante el día, tendréis que dar respuesta a esas preguntas de
manera coherente, analizando vuestro entorno y lo que está pasando en esos
momentos.
Los alumnos seguían con mucha atención las explicaciones de Harris.
—Os recomiendo que hagáis estas pruebas. Tomad nota si queréis. La
primera es la prueba del dedo. ¿Podéis atravesar con un dedo la palma de
vuestra mano? En sueños sería posible. En la realidad no. La segunda es la
prueba de la mano. ¿Son mis manos normales? ¿Hay más o menos dedos de
los que debería tener? Contad los dedos. ¿Se ven deformadas?
Como impulsados por un resorte los alumnos se miraron las manos al
tiempo que comprobaban si estas eran normales.
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—Probad esto también. La nariz. Tapaos la nariz y observad si seguís
respirando. Pero que nadie se ahogue, por favor —dijo Harris entre risas—.
También podéis utilizar un espejo. Ahora no, porque no tenemos ninguno a
mano, pero hacedlo en casa. ¿El reflejo que os devuelve es normal o hay
alguna anomalía? Y, por último, tratad de leer una frase dos veces. ¿Os es
posible hacerlo sin cambiar el contenido?
Cleo leyó lo que había escrito en sus apuntes, ya dudando de si era real lo
que estaba viviendo o formaba parte de un sueño. Pero comprobó que el texto
no se alteraba. Estaba despierta. La verdad, todo aquello le resultaba divertido
y apasionante. Pero no debía olvidarse de su cometido allí.
—La prueba del salto, mi favorita: si saltáis, ¿descendéis flotando o lo
hacéis de golpe? En sueños es perfectamente posible flotar; en la vigilia, no.
Con esta prueba, Cleo pensó automáticamente en Conchita y su «salto»
nocturno, el que casi le cuesta la vida. ¿Se trataría todo de una práctica mal
enfocada por parte de la joven? En esos momentos era imposible saberlo. Tras
unos segundos meditabunda, regresó a las explicaciones.
Los alumnos hacían pruebas alrededor de Cleo. Algunos intentaban
atravesarse la palma de la mano con el bolígrafo que usaban para tomar notas,
otros se contaban los dedos e incluso alguno se levantó y dio un pequeño
brinco.
—Volveremos a hablar de la verificación de la realidad. Pero por hoy la
clase ha terminado —dijo Harris dando por finalizada su intervención.
La mayoría de los alumnos se levantaron de sus asientos alterados,
excitados ante las nuevas posibilidades que se les abrían en su camino a la
lucidez. Cleo se quedó sentada un rato más. Aún tenía que digerir todo lo que
acababa de escuchar. Pero una cosa tenía clara: quería continuar avanzando
en su reportaje. Debería seguir las pautas de Harris si no deseaba quedarse
atrás. De momento, aquello no le parecía sectario. ¿Habría realmente algo
oscuro detrás de Lucid Temple?
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18
Ginés Acosta apuró su café y se dirigió a la puerta principal del hospital
donde permanecía ingresada Conchita. La doctora Sampedro le había dicho
que al fin podía entrevistarse con la joven. Según le explicó, aún se sentía
muy confusa, pero al menos reaccionaba bien al tratamiento y su progreso era
bueno. La doctora estaba convencida de que su pérdida de memoria no tenía
tanto que ver con la caída como con el hecho de que le hubiera ocurrido algo
traumático las horas antes de arrojarse por la ventana, que hubiera un
detonante. Era más un pálpito, una corazonada, pero el caso es que ese tipo de
pérdida de la memoria no parecía estar relacionado con la caída, y la doctora
intuía que había algo más. En cualquier caso, era pronto para saberlo. Lo
frustrante era no poder averiguar los verdaderos motivos de su intento de
suicidio, ya que podría volver a hacerlo.
Ginés salió del ascensor y caminó hasta dar con la habitación 616. Tocó
brevemente con los nudillos en la puerta y sin esperar respuesta la abrió. Allí
estaba su amigo Ricardo Solana, el dueño de la cadena hotelera, junto a su
hija. Ginés le saludó con la cabeza y fue correspondido con un apretón de
manos. Luego el investigador se acercó a la cama y se dirigió a la joven.
—¿Cómo te encuentras hoy, Conchita? Espero que me recuerdes. Soy
amigo de tu padre.
Ella le miró fijamente y pasados unos instantes asintió. No se conocían
mucho, pero lo recordaba de haberlo visto en casa de sus padres en algunas
ocasiones.
—No deseo molestarte, pero quisiera hacerte unas preguntas, si no tienes
inconveniente.
En ese momento apareció la doctora Sampedro.
—Buenos días —dijo dirigiéndose a los presentes—. Me gustaría
escuchar la conversación por si se revela algún detalle de interés. Por eso
estoy aquí.
—Claro —aceptó Ricardo—. Faltaría más. Pase.
Conchita, al ver allí a tanta gente, empezó a inquietarse y un leve temblor
en sus manos la delató.
—Bien. Si les parece voy a comenzar con las preguntas —dijo Ginés
esbozando una sonrisa—. Conchita, ¿te suena un lugar llamado Lucid
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Temple? Es una escuela de sueños lúcidos. Creemos que fuiste a hacer unos
cursos o que quizá conociste a alguien que estudiaba allí.
—No sé qué decir… No lo recuerdo.
—¿Es posible que alguien que conocieras allí o en otro lado te diera este
botón? —Ginés extrajo la pieza dorada que habían hallado en la habitación
del hotel y que le había devuelto la doctora Sampedro.
—El tótem… —dijo ella—. No quiero verlo.
—Entonces ¿lo reconoces? ¿Es tuyo?
—Lo he tenido en la mano muchas veces. Pero no sé quién me lo dio.
—¿Y para qué sirve?
—Para soñar, pero yo no quiero hacerlo —dijo negando con la cabeza—.
Por favor, lléveselo.
—Ya lo guardo. No te preocupes. ¿Y dices que sirve para soñar?
¿Recuerdas haber acudido a ese lugar para iniciar un curso de sueños lúcidos?
En tu casa encontramos varios libros sobre el tema.
Su respuesta desconcertó a todos.
—No sé… ¿Ahora estoy despierta o estoy soñando?
—Claro que estás despierta, Conchita —intervino la doctora Sampedro
para calmarla.
Ginés prosiguió.
—¿Recuerdas a alguien llamado Eduardo Harris? Míralo bien. Es este
hombre —indicó tendiéndole una fotografía que el viejo policía había sacado
de internet. La fotografía no era muy buena ni tampoco actual. Los rasgos
estaban desdibujados, pero no había logrado obtener otra de mejor calidad.
—No sé… Me resulta familiar. Pero no sé si le conozco. ¿Le conozco?
¿Seguro que esto no es un sueño?
El corazón de la joven empezó a latir con fuerza y tomó aire varias veces
como si le faltara, comenzando a hiperventilar.
—A veces tiende a confundir sus sueños con la realidad —puntualizó la
doctora Sampedro.
—¿Recuerdas lo que hiciste después de viajar a Ibiza? ¿Te acuerdas de
ese viaje?
—Vagamente. Recuerdo estar en la piscina.
—¿Cuál es tu último recuerdo antes de arrojarte por la ventana?
—¿Me tiré? —protestó la joven—. No recuerdo haber hecho eso, pero
seguro que no lo hice. No lo hice, ¿verdad?
—Eso es lo que pretendemos averiguar. Aunque no puedas hilarlas, ¿qué
cosas recuerdas?
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—Había una luz… —respondió—. Y en la pantalla hay rostros de
personas, ¡pero no las conozco! Me pongo las gafas y… y… y… —Conchita
empezó a alterarse más de lo aconsejable.
—Tranquila, tranquila —intervino la doctora Sampedro—. Estás a salvo.
Aquí nada puede pasarte.
Luego miró a Ginés y a Ricardo y dijo:
—Creo que es suficiente por hoy. No es bueno que se inquiete tanto.
Ginés salió confundido por las respuestas de Conchita. A muchas no les
veía sentido, pero estaba claro que algo se había removido en su interior al
mostrarle el botón y la foto de Harris. Había tirado de sus contactos en
comisaría para averiguar más datos sobre el director del Lucid Temple, pero
aún no le habían dicho gran cosa. Al parecer, al haber residido en diferentes
países, no era tan sencillo seguirle la pista.
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Tres semanas en Lucid Temple
Aquel día Cleo llegó con la intención de averiguar algo más sobre la
presencia o no de Conchita en el centro. No sabía de qué modo iba a hacerlo,
pero estaba decidida a conseguirlo. Mientras tanto se acomodó en su silla y
esperó la llegada de Harris. Observó que algunos alumnos estaban sentados
en corrillo y decidió unirse a ellos para enterarse de qué se cocía.
—¿De qué habláis? —preguntó sin dirigirse a nadie en particular.
—¡Este! —contestó una chica con el pelo lacio y largo señalando al chico
pelirrojo que solía hacer preguntas al final de las clases—. ¡Anoche tuvo un
sueño lúcido!
—¿En serio? ¿Cómo fue? —quiso saber Cleo.
El chico estaba entre emocionado y cohibido. Se notaba que le daba
vergüenza ser el centro de atención. Pero varios compañeros le animaron y
comenzó a relatar su experiencia nocturna.
—No sé, fue extraño. En el sueño estaba hablando con mi hermana.
Falleció hace unos años de cáncer. —Hizo una pausa bajando la mirada—. Y
desde entonces sueño mucho con ella. Será porque la tengo siempre en mi
pensamiento. Lo curioso es que siempre me parece normal verla viva en mis
sueños, rebosante de salud y sonriendo. Pero anoche, no sé cómo, empecé a
sospechar que estaba muerta y le pregunté: «¿Tú no estabas muerta?». Ella
me respondió que sí, y en ese instante pensé que tal vez se trataba de un
sueño, así que hice la prueba de atravesarme la mano con un dedo ¡y
funcionó! ¡De repente fui consciente de que estaba soñando y me emocioné!
No sé si fue por la emoción o por qué, pero entonces me desperté. ¡Fue
increíble! ¡En serio! Algo maravilloso el poco tiempo que duró. Me sentí
poderoso y con el control absoluto de mi vida.
—Deberías decírselo a Nuria —apuntó la chica del pelo lacio—. Nos
dijeron que les avisáramos cuando tuviéramos un sueño lúcido.
—Sí, ahí viene, voy a decírselo.
Nuria, la secretaria, justamente entraba en el aula, así que Cleo observó
cómo el joven se acercaba a ella y le comentaba algo en voz baja. Nuria,
rápidamente, tomó nota en su cuaderno y le indicó que podía sentarse.
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Harris apareció un poco después. Esperó a que los alumnos se colocaran
en sus asientos para comenzar la clase.
—Buenos días. Espero que hayáis descansado y tenido bonitos sueños. Y
si son lúcidos, mejor aún —comentó con una amplia sonrisa.
Nuria se acercó a Harris y le dijo algo al oído. Después este se dirigió a
los alumnos.
—Bien, parece que esta noche uno de vosotros ha tenido un sueño lúcido,
lo cual me satisface enormemente. Como veis, el método funciona. Luego
hablaré contigo —añadió dirigiéndose al joven pelirrojo—. Pero ahora quiero
continuar con la importancia de verificar la realidad. Si nos hacemos la
pregunta famosa de si estamos soñando un montón de veces al cabo del día,
esta terminará por infiltrarse en nuestros sueños, como le ha pasado a Tomás,
este joven compañero vuestro.
Harris se había retirado del atril y se había acercado al chico pelirrojo
poniéndole una mano sobre el hombro. Él se sentía apocado, pero al mismo
tiempo estaba orgulloso de haber sido el primero en la clase en tener un sueño
lúcido.
—Pero ¿cuál es el problema que conlleva esta pregunta? Os lo diré. Que
hay que convertirla en un hábito. ¿Y cómo lo conseguimos? He ahí la
cuestión: debéis haceros la pregunta entre cinco y diez veces diarias. Sin
embargo, lo más probable es que a lo largo del día se os olvide realizar este
ejercicio. Pues bien, voy a daros algunas pautas para que esto no ocurra y
podáis generar este hábito.
En la clase hubo un murmullo generalizado. Se oía el ruido de lápices y
cuadernos tan característicos de un aula, dispuestos para tomar nota.
—Para que no se os olvide hacer la verificación de la realidad, por
ejemplo, podéis programar una alarma en vuestro móvil cada hora más o
menos. Cuando suene deberéis preguntaros si estáis soñando y hacer las
comprobaciones de rigor como ya os he explicado anteriormente.
»También podéis realizar una verificación de la realidad en otras
circunstancias. ¿Cuándo? Cada vez que suene vuestro teléfono, cada vez que
suceda algo inusual en vuestro entorno, cada vez que veáis un gato, después
de cada comida, cada vez que crucéis el umbral de una puerta o cada vez que
suceda algo insólito ante vuestros ojos… Son ejemplos, claro. Pero os pueden
servir. Os invito a escoger dos ejemplos que se adapten a vuestras necesidades
para poder practicar.
Cleo acababa de comprender a qué se refería aquel chico botón de oro
cuando hablaba de que tenía que hacer sus ejercicios. Estaba haciendo
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verificaciones de la realidad. El problema es que parecía hacerlo de manera
compulsiva, tanto como para no tener tiempo de mantener una simple
conversación con otra persona. ¿Podría ser eso dañino a la larga? Al menos a
él se le veía obsesionado.
Harris prosiguió.
—También podéis emplear las señales oníricas que habéis apuntado en
vuestro diario, esas que se os repiten con frecuencia, para activar la lucidez.
Dicho todo esto ahora voy a hablaros de una poderosa forma de recordar
todas estas prácticas. ¿Tenéis el botón que os dimos al inicio del curso? ¡Es
hora de sacarlo! —indicó Harris.
Cada alumno buscó el suyo y lo extrajo para tenerlo en la mano.
—Este botón es, en realidad, un poderoso tótem. —Harris sostenía un
botón dorado en su mano y lo miraba como si de un diamante se tratara—.
Para las culturas primitivas los tótems son emblemas protectores. Algo que
une a la tribu y que es venerado por considerarse sagrado. Sin llegar a esos
extremos, para nosotros el tótem es un recordatorio de nuestro trabajo como
viajeros de los sueños. Y nos une a todos los presentes. Es una seña de
identidad, de pertenencia a nuestro grupo de onironautas. Deberéis llevarlo
siempre encima, en un lugar al que tengáis fácil acceso: un bolsillo, el bolso,
colgado al cuello… Donde queráis. ¿Por qué? Porque cada vez que toméis
consciencia de su existencia, ya sea por notarlo en el bolsillo o de cualquier
otro modo, deberéis realizar una verificación de la realidad. Esto os ayudará a
crear un hábito para saber si estáis o no soñando, y posteriormente se
extenderá a vuestros sueños.
De modo que para eso servía el botón. Eso era un tótem. Y Conchita lo
llevaba encima la noche en la que se tiró por el balcón del hotel. Solo cabían
dos posibilidades: que fuera suyo, es decir, que hubiera estudiado en el centro
y se lo dieran al inscribirse, o que alguien que hubiera estudiado allí se lo
hubiera regalado. ¿Cómo averiguarlo?
—Y ahora que ya sabéis para qué sirve el botón, vamos a hablar de lo que
le ha ocurrido a Tomás anoche —dijo Harris dirigiéndose al joven pelirrojo
—. No seas tímido, sube al atril y cuéntanos tu vivencia. Les vendrá bien
saberlo a tus compañeros. Pero antes déjame preguntarte algo: ¿sueles hablar
en público?
El chico negó con la cabeza. De hecho, se le veía un poco turbado por la
situación y Harris se había percatado.
—No, ¿verdad? —dijo Harris—. Pues ahora mismo deberías hacer una
verificación de la realidad, dado que este es un acontecimiento inusual para ti.
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No todos los días hablas en público. Deberías preguntarte si estás soñando.
Dilo en alto para que todos podamos escucharte.
—¿Estoy soñando? —preguntó tímidamente el joven.
—Eso es. Saca el botón y hazte la pregunta.
Tomás hizo lo que le pedía Harris. Luego intentó atravesarse la mano con
un dedo y comprobó que no podía.
—Bien. Así es como se hace. De repente, ocurre algo inusual en nuestra
vida y nos hacemos la pregunta. Esta vez estás despierto, pero ¿y si no fuese
así? —Harris hizo una pausa deliberada para que todos los presentes pudieran
reflexionar sobre ello—. Bueno, ahora cuéntanos tu experiencia.
Tomás contó de nuevo, esta vez para toda la clase, lo que le había
sucedido la noche anterior.
—Y entonces me desperté —concluyó.
—¿Sabes por qué te ha pasado eso? —preguntó Harris—. ¿Lo sabe
alguien?
Nadie contestó. Así que Harris prosiguió:
—Cuando tomamos consciencia de que estamos despiertos dentro de un
sueño la experiencia se vuelve sublime. No hay mejor palabra para explicarlo.
Y Tomás puede aseverarlo, ya que acaba de experimentarlo. Pero no solo él,
cualquier onironauta os dirá lo mismo. El caso es que cuando ocurre nos
emocionamos tanto que, si desconocemos cuál es el siguiente paso que
debemos dar, corremos el riesgo de despertarnos. Y eso es justo lo que te ha
pasado, Tomás. Pero afortunadamente para ti y para todos hay formas de
estabilizar un sueño lúcido, de impedir que nos despertemos o que caigamos
en un sueño común. Y las iremos viendo. Por lo pronto, vamos a felicitar a
Tomás por su aventura como onironauta la pasada noche, porque él ya está en
el camino.
En el aula se oyó un murmullo de voces felicitándole.
Al terminar la clase, en vez de marcharse, Cleo se quedó por los pasillos para
ver si podía averiguar algo. Aquello le estaba llevando más tiempo del
esperado y se sentía frustrada. Tanteó algunas puertas, pero estaban cerradas.
Se dirigió al comedor a ver si allí había alguien que pudiera servirle para su
objetivo, pero no halló a nadie. Finalmente salió al jardín dispuesta a irse, con
el fracaso reflejado en su rostro, pero antes de que pudiera alcanzar su moto,
divisó a lo lejos a un jardinero que cuidaba de los setos que había en el
recinto. Se acercó a él.
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—Hola. ¿Qué tal?
El hombre, que estaba de espaldas, pareció sobresaltarse por la inesperada
presencia de Cleo.
—Buenas tardes —respondió al fin con una sonrisa.
El jardinero le echó una mirada breve y luego prosiguió con su tarea.
—¿Lleva mucho tiempo trabajando aquí?
—Desde poco después de abrirse el centro —comentó sin dejar de podar
el seto que estaba tratando de nivelar.
—Conocerá a muchos alumnos… —El comentario no podía tener más
intención.
—Solo de vista. No suelo hablar con ellos.
—¿Puedo preguntarle si le suena esta chica? —dijo Cleo extrayendo el
móvil de su bolso.
La investigadora le mostró una foto de Conchita. El jardinero hizo una
pausa para mirar la imagen. Se quedó callado unos segundos y luego
respondió:
—Tenía el pelo diferente, pero sí que la recuerdo. Pasaba aquí mucho
tiempo. Creo que vivía en el centro.
Automáticamente, Cleo se puso en guardia. Al fin alguien reconocía a
Conchita y podía certificar que había estado en Lucid Temple.
—¿Vivía aquí?
—Nunca le pregunté. No suelo relacionarme con los alumnos, pero sí,
pasaba mucho tiempo en la escuela, así que supongo que sería una alumna
aventajada. Hace días que no la veo. Tal vez ya no está.
—¿Qué recuerda de ella?
—¿A qué vienen tantas preguntas? —inquirió el hombre extrañado.
—Es una amiga de una conocida. Me ha preguntado y, bueno, por saber.
Yo no me la he cruzado. Puede que esté en otro horario… —improvisó sin
saber bien qué excusa dar.
—Ah, pues no recuerdo nada en concreto. Solo la veía por el jardín
haciendo eso que hacen casi todos con un botón.
—¿Qué hacía?
—¡Qué sé yo! Eso que hacen que tocan un botón y rezan o lo que sea que
hagan. No sabría decirte. Y ahora, perdona, no quiero parecer grosero pero
tengo mucho trabajo y, además, a los jefes no les gusta que nos mezclemos
con los alumnos.
Sin más que decir, el jardinero se dio la vuelta y continuó con su labor
ignorando la presencia de Cleo.
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La periodista se quedó desconcertada, pero no quiso seguir indagando
para no despertar sospechas. Parecía claro que si aquello era un grupo sectario
no todos los trabajadores del centro estaban al tanto de las actividades que se
desarrollaban en su interior. Ya sabía lo que necesitaba. Ginés estaba en lo
cierto. Conchita había estudiado en Lucid Temple. Más aún, había pernoctado
en la escuela. Por fin podía confirmarlo. Y usaba el botón, el jardinero lo
había visto con sus propios ojos, así que debía de ser suyo. La hipótesis de
que se lo hubiera regalado alguien quedaba descartada. Se lo habían dado en
el centro, igual que a los demás.
Pero la cuestión era que allí negaban que eso hubiera ocurrido. ¿Por qué?
¿Qué le había pasado a Conchita en ese lugar?
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Cleo llamó a Ginés para informarle de sus averiguaciones.
—¡Lo sabía! —exclamó el viejo policía—. Sabía que la chica tenía que
haber estado en el centro.
—Sí, bueno. Es cierto. Conchita ha estado en Lucid Temple. Pero para mí
no es suficiente. Hasta donde yo sé no es un delito apuntarse a un curso, por
muy extraña que pueda resultar la temática. Hay cosas raras, pero nada que
indique que se trata de una secta.
Ginés lo tenía claro.
—Ahora más que nunca quiero que sigas ahí dentro, que averigües con
quién se relacionó y si le ocurrió algo anormal a la chica durante su estancia
en ese sitio; algo que ella no recuerda y que en el centro no nos cuentan. Todo
esto me da muy mala espina.
—No sé si servirá de algo. A fin de cuentas, lo que ha pasado, ha pasado.
Quiero decir que eso no podemos cambiarlo.
—Pero puede servir para conocer los motivos por los que Conchita se
arrojó desde el balcón del hotel. Ya sé que para ti es un reportaje y que estás
pensando en si habrá exclusiva. Pero considera esto: tal vez le hicieron alguna
cosa que lo provocó. Ahí sucede algo raro y quiero saber de qué se trata. Y su
padre está dispuesto a llegar hasta el final.
—Yo también. De hecho, quiero que sepas que he dejado mi maravilloso
trabajo —su tono era irónico.
Era cierto. Cleo ya había abandonado su empleo como teleoperadora. Los
días de vacaciones se le habían terminado y se había visto obligada a tomar
una decisión. Así que ahora tenía todo el tiempo del mundo para seguir
haciendo el trabajo de campo que se le demandaba y que ella consideraba que
debía hacerse.
Si quería realizar un reportaje completo sobre esa gente, tenía que
involucrarse hasta el fondo y eso suponía entrar de lleno en la dinámica del
centro.
Por otra parte, aunque de esto no le dijo nada a Ginés, tampoco podía
obviar el hecho de que el curso había despertado su interés y estaba
practicando las enseñanzas que recibía.
—Me parece bien —asintió Ginés al otro lado de la línea—. Creo que ese
trabajo te estaba machacando.
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—Y tú, ¿has podido averiguar algo sobre Harris?
—Un viejo amigo de la comisaría está en ello. ¿Sabes? Parece que no hay
muchos datos del tal Harris, y eso me escama. Sabe protegerse. En Harvard,
de momento, guardan silencio. Lo estamos investigando. Te iré contando
cuando sepa algo más.
Tal y como estaba planeado, Cleo continuó con las clases, pero cuando aquel
día llegó al centro alguien le sorprendió antes de entrar al aula.
—Tú eres Cleo, ¿no?
Aquel hombre era serio y a ojos de Cleo un tanto lúgubre. Se había
cruzado con él alguna vez en los pasillos, era Ernesto, el hombre de confianza
de Harris, pero jamás lo había visto sonreír. Se le antojaba un poco siniestro y
oscuro. No sabía por qué. Era solo una intuición. Realmente, no había
intercambiado con él más de cinco palabras seguidas, pero lo envolvía una
aureola densa que a la investigadora no le terminaba de convencer. Y
tampoco entendía bien qué papel desempeñaba en el centro, solo que estaba
muy cerca del fundador.
—Sí, soy yo.
—Harris quiere hablar contigo… si tienes un momento después de clase.
—¿Conmigo? ¿Para qué?
—Él te lo explicará —dijo sin aportar más detalles.
Cleo pasó toda la clase dándole vueltas a los motivos por los que Harris
querría verla en privado. ¿Se habría enterado de que le estuvo haciendo
preguntas sobre Conchita al jardinero? Por si acaso, preparó una excusa,
aunque ni a ella misma le resultaba convincente. También cabía la posibilidad
de que hubiera leído su diario de sueños, que les habían hecho entregar para,
supuestamente, comprobar los progresos de los alumnos.
Una vez finalizada la clase le hicieron pasar al despacho de Harris.
—Siéntate, Cleo. —Harris la esperaba en una estancia amplia y blanca,
como el resto del centro, con una mesa enorme en la que había un ordenador
portátil y un monitor grande en el que, sin sonido, se reproducían los datos de
la bolsa en tiempo real, cosa que le chocó y de la que tomó nota mental.
A un lado, cerca de un ventanal, había un sofá de cuero blanco, una mesita
baja y una butaca a juego. Harris se sentó en la butaca y la invitó a que ella lo
hiciera en el sofá.
—¿Quieres tomar algo? ¿Un té? ¿Café?
—No, estoy bien así.
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Harris llevaba un traje gris oscuro y una corbata azul. En su mano sostenía
una carpeta verde y el diario de Cleo. Antes de que la joven pudiera decir
nada, Harris extrajo un bolígrafo de plata del bolsillo de su americana y abrió
la carpeta para sacar unas hojas.
—Supongo que te preguntarás por qué quería hablar contigo —dijo
Harris.
—Pues sí.
—Verás, he estado leyendo tu diario y el cuestionario, el que rellenaste
cuando te inscribiste en el curso. He visto que has tenido sueños lúcidos con
anterioridad. ¿Es así?
—Así es.
—¡Eso es fantástico! Indica que hay un potencial en ti para tenerlos de
manera espontánea y que llevas un buen trecho andado con respecto a muchos
de tus compañeros.
—¿Usted cree? Siempre me he despertado. —Cleo estaba expectante por
lo que Harris pudiera decirle.
—Oh, no. No me trates de usted, por favor —dijo Harris ladeando la
cabeza antes de hacer una pausa—. Puedes llamarme Eddie. Y contestando a
tu pregunta, no lo creo, estoy seguro. He visto muchos casos parecidos.
Su mirada era penetrante y cautivadora. La miraba a los ojos fijamente,
sin pestañear.
—Eres una onironauta en potencia —prosiguió sin apartar la mirada—. Y
verás como, si sigues las pautas del curso, pronto empezarás a experimentar
esta clase de sueños con frecuencia.
Se hizo una pausa incómoda en la que ninguno habló. Harris daba
golpecitos con el bolígrafo sobre la carpeta.
—También he visto que dejaste una de las preguntas sin contestar. Quizá
se te pasó o tal vez no quisiste responderla.
—¿Qué pregunta?
Cleo sabía perfectamente a qué pregunta se refería, pero optó por hacerse
la tonta.
—La pregunta relativa a la familia. ¿Tienes familia, Cleo?
—Bueno, tengo a mi madre…
—¿Hermanos?
—No.
—¿Novio o marido?
—Actualmente no.
—Y tu padre, ¿qué puedes decirme sobre él?
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¿Por qué le hacía esas preguntas tan íntimas? ¿A qué se debía esa
intromisión en su vida privada? Podía inventarse una historia y zanjar el
asunto, pero le dio la impresión de que con eso no bastaría.
—Es complicado —dijo al fin.
—Me imagino —le comentó Harris—. Solo intento conocerte un poco
mejor y, en la medida de lo posible, orientarte de cara al curso, para que
obtengas un mejor rendimiento.
—La verdad es que no conocí a mi padre. No sé nada de él —dijo Cleo
sin saber bien por qué se prestaba a ese juego en vez de mandarle a paseo.
Quizá pensó que sería mejor así, que si revelaba esa faceta de su vida podría
servirle para descubrir las auténticas intenciones de Harris.
—Ya. Comprendo. ¿Tú sabes que mediante los sueños lúcidos podrías
hablar con él y resolver las cuentas pendientes?
—¿Cómo? ¿A qué te refieres?
—Justo a eso. Que, si ese es tu deseo, podrías pedir encontrarte con tu
padre en un sueño lúcido, y te daría la oportunidad de hablar con él.
—Pero ¿es posible?
Precisamente Cleo jamás soñaba con su padre, al menos que ella
recordara. Puede que tuviera bloqueada esa parcela en su mente.
—Lo es. Créeme. Solo tienes que tener la intención de hacerlo. ¿Te
gustaría, Cleo? ¿Te gustaría hablar con tu padre?
Cleo no contestó. Aún se sentía abrumada por lo que estaba pasando en
ese despacho. Algo totalmente inesperado para ella. ¿Por qué le hacía esas
preguntas? ¿Qué quería realmente?
—Los sueños lúcidos, como os he explicado en clase, pueden ayudarnos a
superar traumas y fobias. Eso ya lo sabes. Por ejemplo, una persona que tiene
fobia a las arañas podría enfrentarse a ellas en un sueño lúcido para
comprobar que no le ocurre nada, lo que le facilitaría en la vida de la vigilia la
superación de esta fobia. Sucede igual con ciertos bloqueos de nuestro
pasado. ¿Crees que tú tienes algún bloqueo con ese tema? ¿Algo
encasquillado por lo que pasó con él?
—No lo sé. Tal vez sí —reconoció la periodista.
Cleo había oído que las sectas aprovechan las debilidades de la gente para
llegar a sus emociones. ¿Sería el caso?
—Solo pretendo orientarte. Darte otras opciones para mejorar tu vida.
—No sé qué decir, la verdad. —Cleo se sentía completamente desarmada.
No se imaginaba que la conversación fuera a ir por esos derroteros.
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—No solemos hacer esto con todo el mundo —continuó Harris
incorporándose un poco en su butaca para mirarla más de cerca—, pero con
los alumnos en los que vemos cierto potencial a veces les ofrecemos la
posibilidad de someterse a un entrenamiento intensivo en nuestro centro.
—¿Un entrenamiento intensivo? —preguntó confundida.
«¿Tendrá que ver con que yo ya haya tenido sueños lúcidos? ¿Quizá haya
visto un potencial en mí como posible adepta o tal vez una debilidad?».
—Bueno, siempre y cuando estés de acuerdo y tus obligaciones laborales
te lo permitan. Serían unos días, quizá un par de semanas pernoctando en el
centro. Te daríamos unas pautas personalizadas para que avances y podríamos
ver si estás preparada para ascender al botón de plata o incluso al de oro.
Cleo iba a decir algo, pero Harris se anticipó.
—Si estás pensando en el coste de este entrenamiento, no debes
preocuparte. Nosotros sufragaríamos todos los gastos, incluidas las dietas
durante la experiencia. Solo deberías abonar una pequeña cuota mensual.
—¿Todo gratis menos la cuota?
—Sí, eso he dicho.
«¿Gratis por qué? Nadie da duros a pesetas».
—¿Que por qué es gratis?
Harris parecía anticiparse a sus pensamientos. Quizá había hecho eso
infinidad de veces y conocía a la perfección las reacciones de los alumnos
ante tal ofrecimiento. ¿Le habría brindado esa misma opción a Conchita o al
chico pelirrojo, el compañero que ya había tenido un sueño lúcido?
—Sí. ¿Por qué?
—Porque no queremos dejar a nadie fuera. A fin de cuentas, somos un
centro de enseñanza, pero también de investigación. Nos interesa avanzar e
innovar, y si un alumno tiene potencial no vamos a impedirle que progrese
por una mera cuestión económica.
Las palabras de Harris resultaban envolventes, siempre acompañadas de
delicadeza y una sonrisa seductora. Cleo no sabía qué decir y Harris detectó
esa flaqueza en su mirada.
—No tienes que decidirte ahora mismo, claro —dijo levantándose y
dando por finalizado el encuentro—. Piénsalo y ya nos dirás algo.
—Lo haré —convino Cleo.
Por supuesto, diría que sí. Pero le haría esperar un poco antes de
comunicárselo. De este modo no levantaría sospechas sobre sus verdaderas
intenciones en el centro.
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Ambos se dirigieron a la puerta y Harris la abrió de manera cortés para
que ella pudiera salir.
—Ah, y dale también una vuelta a lo que te he dicho sobre tu padre.
Podría ser una experiencia muy gratificante para ti. Te daría un empuje para
seguir en el curso y cerrar viejas heridas.
Cleo salió de la estancia y se fue a buscar su moto.
Ese entrenamiento avanzado le daría la posibilidad de pernoctar en el
centro y tal vez hablar con otros alumnos que hubieran conocido a Conchita.
No era mala idea después de todo. Pero al mismo tiempo sentía que habían
invadido su intimidad y eso la abrumaba.
Cleo salió de Lucid Temple descolocada. ¿Para qué le habría contado a
Harris lo de su padre? Aún se hacía esa pregunta cuando alcanzó su moto,
aparcada frente a la entrada del centro. ¿Qué había sido de la Cleo
investigadora, de la Cleo escrutadora que sonsacaba información en vez de
darla? Quizá su reacción allí dentro se debiera a que necesitaba hablar de todo
eso con alguien. Nunca lo hacía. Con su madre era imposible, se ponía
enferma, literalmente, y esa parcela de su vida no la compartía con casi nadie,
excepto con Ginés y alguno de sus exnovios. En otras circunstancias, lo
habría considerado una intromisión en su intimidad y se habría negado a dar
esos datos sobre su vida privada, pero en esta ocasión había hablado de ello
con una naturalidad poco usual en ella. Se había sentido desarmada y, más
allá de su cometido en ese lugar, la pregunta que rondaba su cabeza era saber
si lo que había dicho Harris era cierto. ¿Podría de algún modo contactar con
su padre? ¿Tener un cara a cara con él y formularle todas las preguntas que
nunca había podido hacerle?
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Aquella noche Cleo se acostó con el firme propósito de experimentar un
sueño lúcido. Desde que comenzó el curso, había practicado todas las técnicas
preparatorias que Harris les había explicado. Durante el día muchas veces se
sorprendía tocando el tótem que le habían dado y formulándose
mecánicamente la pregunta: «¿Estoy soñando?». Hasta el momento, la
respuesta siempre había sido «no», pero confiaba en que de pronto todo
cambiara y fuera «sí».
Harris les había dicho que el 72 por ciento de los sueños lúcidos se
producían mediante una técnica conocida como DILD, que venía del inglés
Dream-Initiated Lucid Dream (sueño lúcido a partir de un sueño iniciado). O
lo que es lo mismo: lograr la lucidez en un sueño después de llevar un rato
soñando de manera común. Era esa clase de lucidez espontánea que se
producía a raíz de algún elemento disonante que la desencadenaba. Y así era
como el chico pelirrojo de su clase había tenido su primer sueño lúcido.
Sin embargo, había un detalle importante relacionado con esa técnica.
Según Harris, aunque nos acostamos con nuestra intención bien definida, que
era lo que estaba haciendo Cleo en esos momentos previos al sueño, tardamos
casi una hora en alcanzar el periodo REM (movimiento ocular rápido). La
fase REM es un lapso en el que nuestro cerebro, por increíble que parezca,
está totalmente activo, mientras que el cuerpo duerme. Ahí es cuando se
producen por lo general los sueños. Pero para llegar a ese punto se pasa por
varias fases y con frecuencia, una vez inmersos en esa ansiada franja REM,
nuestra intención de tener un sueño lúcido se ha disipado, se ha perdido por el
camino.
Para paliar este inconveniente Harris les contó que había otra técnica que
podían ensayar en casa, por si les resultaba más efectiva. La cuestión era
probarla y ver cuál daba mejores resultados en cada uno de los alumnos. Y es
que los dos últimos periodos REM se producen al final de nuestro ciclo
durmiente, en las primeras horas de la mañana. Estos dos periodos son más
largos porque a medida que avanza la noche aumenta la cantidad de tiempo
que pasamos soñando. Pueden durar casi cincuenta minutos cada uno, lo que
ofrece la posibilidad de tener sueños más largos, vívidos y conscientes.
Por otra parte, cuando nos despertamos en medio de un sueño es mucho
más fácil recordarlo y si nos centramos en esas dos últimas fases del sueño es
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probable que recordemos nuestros sueños lúcidos justo al despertar.
De modo que Harris les explicó que lo que se pretendía con esa técnica,
conocida como Wake Back to Bed (WBTB), que traducida al español era algo
así como «despierta y de vuelta a la cama», era atrapar esos últimos ciclos
REM engañando al cerebro. Con el tiempo iría aprendiendo otras técnicas
adaptadas por Harris con este mismo fin.
Así que Cleo programó la alarma de su teléfono para dentro de cinco
horas, tal como Harris les había aconsejado. Llegado ese momento, se
despertaría y permanecería levantada veinte minutos para después volver a la
cama. De este modo, la periodista regresaría al lecho justo antes de entrar en
las dos últimas ventanas de la fase REM.
Lo interesante es que ese es el tiempo que se necesita para activar el
hemisferio izquierdo del cerebro, la parte analítica de nuestra mente.
¿Y qué debía hacer en esos veinte minutos, mientras esperaba? Harris
recomendaba varias cosas: leer sueños antiguos en el diario, comprobar la
lista de señales oníricas que habían confeccionado, ir al baño, levantarse y
caminar, dibujar un sueño que nos gustaría tener…
Pasado ese tiempo Cleo debería volver a la cama y repetirse su intención
de tener un sueño lúcido, visualizándolo incluso, sintiéndolo y esperándolo.
Y eso es lo que se proponía hacer aquella noche cuando dejó el móvil en
su mesilla después de activar la alarma. No sabría si tendría éxito, pero no
perdía nada por intentarlo.
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engaño y nos sumimos a fondo en él, como si de otra realidad paralela se
tratara y fuera lo único real y tangible. Todo era posible. No había barreras
inquebrantables en nuestros sueños.
Cuando comprobó que habían pasado los veinte minutos de rigor, soltó el
cuaderno y se fue a la cama repitiéndose con insistencia que ahora sí tendría
un sueño lúcido.
Cleo se vio en un pasillo de Lucid Temple, uno que no había visto con
anterioridad y que tal vez solo existiera en su imaginación. Supo que era el
centro donde estudiaba porque observó el logo de la escuela en un cartel
colgado de la pared. Eso le recordó que llevaba su botón de cobre en el
bolsillo. Lo extrajo, lo acarició y siguió caminando.
Las paredes estaban pintadas de azul oscuro, le chocó porque lo que ella
conocía del centro era todo blanco y luminoso, pero en ese instante no le
resultó tan extraño como para formularse la pregunta.
Llegó al final del pasillo y vio un ascensor. Pulsó el botón de llamada y
escuchó un ruido anunciando la puesta en marcha del aparato. Cuando llegó,
accedió a él y este empezó a moverse sin que ella presionara ningún botón.
Bajó un piso y el ascensor se detuvo. Al abrirse atravesó otro pasillo y luego
una puerta y entonces vio una estancia grande y azul con una cama de
matrimonio en medio. Estaba iluminada con velas y lámparas de sal, de
manera tenue. A un lado de la estancia había un enorme espejo, al otro lado,
una cómoda butaca reclinable y la pantalla de un televisor. Y junto a la cama
vio a su madre.
—¿Mamá? ¿Eres tú? ¿Qué haces aquí?
Su madre no contestó. Se limitó a mirarla con fijeza.
Luego Cleo se percató de que junto a ella, de espaldas a su madre, había
un hombre alto, de pelo cano, que no le sonaba. No podía ver sus facciones,
pero era seguro que no le resultaba familiar.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó a su madre, que seguía muda.
De pronto Cleo fue consciente de la incongruencia que suponía que su
madre estuviera en las instalaciones de Lucid Temple. Algo que no había
pasado nunca y que probablemente jamás llegara a ocurrir, por lo que tomó su
tótem y preguntó: «¿Estoy soñando?».
Justo entonces, como si de magia se tratara, la voz de Harris resonó en su
cabeza: «¡Sí! Esto es un sueño. ¡Despierta!».
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En ese instante Cleo fue plenamente consciente de que estaba soñando.
Una fuerza inenarrable se apoderó de ella y sintió en su pecho un poder que
nunca había experimentado. Su percepción de la realidad se amplió y advirtió
la gran dicha que anidaba en su interior. Si alguien le preguntara, no podría
relatar con palabras lo que estaba notando; era algo inefable. Solo quien
hubiera vivido un despertar similar podría saber lo que estaba sintiendo.
«Bien. Ahora estoy lúcida y consciente en mi sueño. ¿Qué hago?».
Antes de que tuviera tiempo de plantearse nada más, su madre rompió su
silencio.
—Este es tu padre —dijo dirigiéndose al hombre que permanecía de
espaldas junto a ella.
—¿Mi padre?
El hombre empezó a darse la vuelta, pero de repente el sueño comenzó a
desestabilizarse, a desmoronarse y a perder fuerza. Las paredes empezaron a
tambalearse y todo se diluyó. Cleo no quería despertarse, pero no sabía cómo
impedir que eso pasara. Le estaba ocurriendo lo mismo que al chico pelirrojo
de su clase, estaba perdiendo la lucidez de su sueño.
Y no pudo verle la cara a ese hombre porque se despertó.
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¡Era posible!
Había estado a punto de lograrlo. Había accedido a la lucidez siguiendo
una de las técnicas que les había explicado Harris y casi había visto a su padre
en sueños. Por una parte, Cleo se sintió poderosa por haber alcanzado la
lucidez pero, por otra, una sensación de frustración la invadía al no haber sido
capaz de mantenerla el tiempo suficiente para verlo por completo y hablar con
él. Sin embargo, era posible, ¡lo era! Algo en su interior había aflorado
después del entrenamiento recibido.
Decidió tomárselo con filosofía y esperar nuevos resultados en las noches
siguientes. Si ya lo había conseguido, solo tenía que esforzarse un poco más
para avanzar al siguiente nivel.
Cuando llegó a Lucid Temple, por un momento, prácticamente se había
olvidado de su verdadera misión allí. Se sentía sobreexcitada y compartió su
vivencia con Nuria, la secretaria, aunque no le describió su sueño. Se limitó a
decirle que había tenido un sueño lúcido, como les habían pedido en el centro
que informaran cuando eso sucediera, y que no deseaba hacerlo público al
considerarlo algo íntimo, si bien no tendría inconveniente en contárselo a
Harris. Luego se sentó, como acostumbraba, al fondo del aula, a la espera de
que comenzara la sesión. Echó un vistazo a su alrededor y advirtió la ausencia
de Tomás, el chico pelirrojo que fue el primero en tener sueños lúcidos en la
clase. Se preguntó si habría sido invitado a un entrenamiento especial, como
ella, y por eso no estaba allí ese día. Tendría que averiguarlo.
Harris llegó, como siempre, luciendo una gran sonrisa en su rostro y antes
de comenzar Nuria se aproximó a él y le dijo algo al oído, lo que provocó que
Harris alzara la vista y le dedicara a Cleo una mirada desde la lejanía.
—Bien. ¡Vamos a comenzar! —dijo Harris subiéndose al estrado—. Esta
noche uno de vosotros, concretamente vuestra compañera Cleo, ha tenido un
sueño lúcido. Pero, al parecer, no quiere compartirlo en público por ser algo
íntimo y hay que respetarla. Luego hablaré contigo, si no tienes inconveniente
—añadió dirigiéndose a ella directamente—. Por favor, vamos todos a
felicitar a Cleo.
—¡Felicidades, Cleo! —dijeron los presentes al unísono.
Mientras hablaba, Harris miraba a Cleo con una fijeza que se clavaba en
ella como un cuchillo.
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—Y bien. Sigamos. Hoy voy a hablar sobre cómo estabilizar un sueño
lúcido antes de que este se desvanezca. Algo que suele pasar a los onironautas
justo al principio de comenzar su andadura en el camino de la exploración
onírica. De hecho, es lo más probable que ocurra con los primeros sueños
hasta que sepamos cómo tomar el control.
Eso le interesaba a Cleo, porque era exactamente lo que le había sucedido
la noche anterior.
—Al alcanzar la ansiada lucidez —prosiguió Harris—, las sensaciones
que se experimentan son difíciles de describir. Es como si entráramos en otro
mundo, un mundo nuevo y desconocido que nos espera para ser investigado.
Debe de ser algo parecido a lo que sienten los alpinistas al poner pie en la
cima de una montaña o un espeleólogo al entrar por primera vez en una cueva
inexplorada. De pronto, seréis conscientes de que tenéis el poder, el control
absoluto. Pero son tantas las emociones que lo más común es que no sepamos
cómo manejarlas. Y lo más probable, como digo, es que os despertéis de la
pura excitación o que caigáis en un sueño común de nuevo. Contra eso
tenemos que luchar, contra el despertar y contra el sueño común.
Harris hablaba de manera pausada pronunciando lentamente las palabras
para captar la atención de los alumnos, algo que conseguía de forma natural
con mucha facilidad.
—¿Y cómo lo haremos? Bueno, pues la cuestión es que hay varias
técnicas que podemos practicar. Lo primero que deberéis hacer es desear
firmemente continuar lúcidos. Miraos las manos y tocaos a vosotros mismos o
tocad los objetos que tengáis a vuestro alrededor. Respirad hondo y
contemplad lo que veis en el sueño para que se fije en vuestra mente. En
definitiva, haced una pausa para tranquilizaros. Después, podéis frotaros las
manos o bien girar sobre vosotros mismos dando vueltas. Eso terminará de
estabilizar el sueño y entonces podréis empezar a explorar cuanto veáis o
incluso cambiar de escenario, si el que veis no os agrada. Ya hablaremos de
eso más adelante. También hay quien se detiene a oler y tocar las cosas para
asegurarse de que son tangibles. Lo que pretendemos es estimular los sentidos
en el sueño para que no se centren en el mundo de la vigilia y se queden con
nosotros el máximo tiempo posible.
Tras la clase, Harris le hizo una seña a Cleo para que se quedase y luego la
invitó a pasar a su despacho. Ella se sentó en el mismo sitio que la vez
anterior y Harris lo hizo en la butaca de cuero frente a ella.
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—Me ha dicho Nuria que has tenido un sueño lúcido. ¿Es así?
Cleo asintió.
—Y que no querías contarlo públicamente.
—No. Es demasiado privado. Tendría que dar explicaciones de mi vida a
toda la clase y no estoy por la labor.
—¿Y puedo saberlo yo?
Cleo dudó unos instantes. En realidad, no había motivo para no
contárselo. Él ya sabía de la relación inexistente con su padre.
—Sí.
Entonces Cleo le refirió lo sucedido. A medida que iba hablando, la cara
de Harris se transformó y no únicamente por lo que Cleo revelaba sobre su
padre. Hubo algo que demudó su rostro y que el director de Lucid Temple no
tardó en hacer visible a través de una pregunta.
—¿Has visitado las instalaciones del centro anteriormente? —le dijo a
bocajarro.
—Nuria me hizo un tour rápido cuando me inscribí. Pero no he visto
habitaciones como la de mi sueño.
—Entonces ¿crees que esa habitación es solo producto de tu imaginación?
—Así es.
—¿Y qué dirías si te revelara que no todo son elucubraciones de tu
mente? Que ese pasillo, ese ascensor y esa sala decorada con velas y lámparas
de sal y un gran espejo existen realmente.
—¿Cómo? ¿Es eso posible?
—En teoría, todo lo que vemos durante un sueño lúcido es producto de
nuestro subconsciente, pero, a lo largo del tiempo, y basándome en mi propia
experiencia, he podido comprobar que en ocasiones la información que nos
facilitan los sueños lúcidos es certera y concordante con la realidad. Esa es la
faceta que más me interesa de todo esto y por lo que investigo desde hace
años en este campo.
—Me cuesta creer que sea cierto.
—Pues lo es. Créeme.
—¿Podría ver esa sala? Solo para comprobar que se trata del mismo lugar
con el que he soñado.
—A esa sala solo tienen acceso los alumnos más avanzados, los botones
de oro y los alumnos que están viviendo en el centro en entrenamientos
especiales…
—¿Y por qué? ¿Por qué el resto no podemos verla?
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Cleo se preguntó si escondían algo allí dentro, algo que pudiera servir
para saber qué le pasó a Conchita. ¿Le estaría tendiendo un cebo para que
accediera a apuntarse al entrenamiento especial?
—Eliminaríamos el factor sorpresa y el clima que deseamos crear una vez
que se accede al programa avanzado.
—Pero si ya la he visto…
—No es lo mismo imaginar que saber —fue su tajante respuesta.
—Ya. Comprendo —dijo Cleo.
No deseaba parecer demasiado insistente por si aquello levantaba
sospechas en Harris.
—¿Y Tomás, el chico pelirrojo? ¿Ya ha accedido a esa sala? No le he
visto hoy en clase. Él fue el primero en tener un sueño lúcido…
—Tomás ya se ha decidido. Ahora está con nosotros, haciendo su
entrenamiento para progresar. Por cierto, ¿has pensado en la propuesta que te
hice? ¿Te unirás a nosotros?
De modo que el chico había aceptado formar parte del programa especial.
Sus sospechas se confirmaban.
Cleo se quedó callada unos segundos, pensando bien lo que iba a hacer.
Quería contestar con serenidad, que no se notase que estaba ansiosa por
participar.
—Sí, quiero participar en el programa —dijo al fin.
No deseaba que Harris la viese ansiosa. Pero la decisión había que tomarla
ya. Quizá no hubiera otra ocasión.
—¡Eso es fantástico!
Cleo percibió cierta agitación en él. Fue solo un segundo, pero el tiempo
suficiente para que la investigadora percibiera ese desliz en su rostro. Parecía
complacido ante su decisión.
—Ahora que has tenido ese sueño en el que casi ves a tu padre —
prosiguió Harris—, es estupendo que te apuntes. Podría ser muy gratificante
para ti y nosotros estaremos encantados de experimentar a tu lado. Además,
podrás ver esa sala de tus sueños y comprobar si es la misma —le dijo
haciéndole un guiño.
Ya estaba decidido. Esa noche hablaría con Ginés y lo activaría todo para
entrar a formar parte del programa de entrenamiento especial. Era la única
oportunidad que tendría de adentrarse en Lucid Temple y descubrir lo que de
verdad ocultaban allí dentro.
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Cleo citó a Ginés en su casa. No disponía de mucho tiempo. Tenía que hacer
la mochila, aunque no pensaba llevarse muchas cosas. Seguramente pasaría
buena parte del día en pijama o chándal. Y para eso no necesitaba demasiada
ropa. Antes había hablado con su madre por teléfono. Le dijo que tenía que
marcharse unos días por trabajo, pero que volvería para Navidad. No quiso
decirle lo que realmente iba a hacer por dos motivos: el primero es que no lo
aprobaría, como ocurría con muchos de los reportajes que había hecho a lo
largo de su carrera. Y el segundo es que prefería no involucrarla. Si no sabía
nada, nada podría pasarle. Si las cosas se torcían, ya se encargaría Ginés de
contárselo.
El timbre sonó y Cleo se apresuró a abrir.
—¿Qué es tan urgente? —preguntó Ginés por todo saludo.
Su rostro reflejaba que aún estaba asfixiado por las escaleras.
—Yo también me alegro de verte —contestó Cleo con ironía—. Anda,
pasa. Ven a la habitación.
—¿Y esa mochila? —dijo Ginés en cuanto la vio encima de la cama.
—De eso quería hablarte. He conseguido que me inviten a un programa de
entrenamiento especial en Lucid Temple. Según Harris, no lo hacen con todo
el mundo, así que espero poder descubrir algo sustancioso.
—¿Y por qué te han invitado?
—¿Dudas de mis capacidades para engatusar?
—No dudo de eso. Pero ¿y si fuera una maniobra para captarte entre sus
filas?
—¿Por qué lo crees?
—Soy… era policía. Lo llevo en la sangre y es mi obligación hacer
preguntas incómodas. Y esa es una opción.
—Y yo debo de ser una buena alumna —dijo Cleo poniendo cara de
inocente.
—Bueno. Y ese entrenamiento especial, ¿qué significa?
—Que me voy a vivir con ellos una temporada.
—¿Vivir, dices? ¿Te has vuelto loca?
—Es la oportunidad de oro que estábamos esperando. Podré averiguar si
aquello es realmente una secta o qué coño es. Y también podremos saber qué
le pasó a Conchita.
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—¿Y no puedes seguir como hasta ahora? No estoy seguro de que esto sea
una buena idea.
—Pues no. —Cleo hablaba mientras metía varios pijamas en la mochila
—. Eso ya lo he hecho y no hay forma de descubrir nada más. Allí parece
todo muy normal o quizá demasiado hermético. Según quieras interpretarlo.
¿No era esto lo que querías, saber qué pasó con la chica?
—Sí, pero…
Cleo le interrumpió.
—Pues es el momento. Dicen que es un entrenamiento avanzado y no se
lo ofrecen a todos los alumnos. Y ahora escúchame, no estoy segura, pero
creo que me van a quitar el móvil. Si es un grupo sectario, supuestamente,
querrán aislarme del mundo. Pero tengo un plan B. Les daré mi móvil y
esconderé este otro —dijo mientras le tendía el aparato—. Así podremos
seguir en contacto.
—¿Estás segura de lo que vas a hacer? Esa gente puede ser peligrosa —
dijo Ginés mientras apuntaba el nuevo número de Cleo.
—Estaré bien, Ginés. Me pondré un plazo. Estaré dentro el tiempo justo,
como máximo hasta Navidad. Si para entonces no he averiguado nada
relevante, me marcharé. Y si lo hago antes de las fiestas, también me iré. Está
todo controlado.
—Queda más de un mes para Navidad. ¿Tanto pretendes estar ahí dentro?
¿Y si luego no puedes marcharte? ¿Y si te lavan el cerebro?
—No me va a captar una secta si sé que lo es —protestó Cleo—. Eso es
absurdo.
—No tan absurdo. Conozco el caso de un policía que se infiltró en una
secta para sacar a su hijo, que estaba metido a fondo en un grupo, y al final
acabó enganchado él también.
—Eso no va a pasarme a mí. Para eso te tengo a ti.
—No sé, no me gusta —replicó Ginés.
—¿Y de qué otra forma voy a averiguar lo que pasa dentro si estoy fuera?
¿Se te ocurre una idea mejor?
Ginés se quedó callado. La verdad, no se le pasaba nada por la cabeza.
—Descubriré lo que sucede y regresaré como el turrón, para Navidad. No
hay nada de lo que preocuparse. Hasta ahora ha sido todo muy normal.
Sinceramente, dudo que me hagan algo que vaya en contra de la ley. Por el
momento se trata de un centro de enseñanza corriente. Y todo lo que dice
Harris tiene bastante sentido. No es un ser mesiánico al estilo de David
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Koresh. He estado leyendo sobre sectas y este grupo no se asemeja a lo que
usualmente conocemos como secta destructiva.
Cleo se refería al líder de los Davidianos, que acabó sus días trágicamente
en una comuna en Waco (Texas) junto a muchos de sus seguidores, que
perdieron la vida durante el asedio que se produjo al rancho en el que vivían
por parte de las autoridades estadounidenses.
—No se parecerá porque no hay dos líderes iguales. ¿Es que necesitas que
te recuerde cómo acabó David Koresh y su grupo de adeptos?
—Ya lo sé. Murieron casi todos en 1993. Igual que pasó con los adeptos
del reverendo Jim Jones en el 78, o con los miembros de Heaven’s Gate en el
97, cuando se suicidaron al paso del cometa Hale-Bopp. Me he informado.
Creo saber cómo actúa este tipo de grupos y Lucid Temple es otra cosa. Ni
siquiera estoy segura de que sea una secta.
—Es porque no está catalogada, lo que la hace igual o más peligrosa que
esas otras que has mencionado. Eduardo Harris parecerá cuerdo y puede que
lo esté, pero eso no quiere decir que sus fines sean loables. Hasta ahora solo
has visto su cara externa, su mejor cara —enfatizó señalándola con el dedo
—. No lo conocemos realmente. Y está resultando difícil averiguar detalles
sobre él. ¿Sabías que está forrado? ¿Que hace grandes operaciones en bolsa?
—Que está forrado es evidente. Solo hay que ver el centro donde ejerce su
actividad. Y lo de la bolsa lo imaginaba. Ya te conté que en su despacho tiene
un monitor con los resultados de la bolsa en tiempo real. Pero no veo qué
relación tiene eso con sus enseñanzas sobre los sueños lúcidos.
—No lo sé, Cleo. Lo que quiero decir es que se trata de alguien poderoso,
que hay que andarse con cuidado.
—Y es lo que hago. De momento, nadie sospecha de mí.
—Pero te vas a convertir en su conejillo de Indias —le recordó Ginés.
—No queda otra. Si queremos averiguar algo más, me toca infiltrarme ahí
dentro. No va a pasarme nada. Estoy alerta.
Las palabras de Cleo no terminaban de tranquilizar a Ginés. Él,
evidentemente, quería saber qué pasaba allí y qué le había ocurrido a
Conchita, pero no a cualquier precio. Sin embargo, debía confiar en ella y en
su buen hacer. Su preocupación con respecto a otros reportajes que pudiera
haber hecho es que sospechaban que allí se desarrollaban oscuras actividades
de las que no tenían la más remota idea. Él no podría darle la cobertura que
necesitaba, como en otras ocasiones, y temía que le lavaran el cerebro y que
acabara como la hija de su amigo Ricardo. A fin de cuentas, Ginés sabía que
caer en una secta no era una cuestión de inteligencia, que esos grupos actúan
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de otro modo, que atacan a las emociones y Cleo, en ese sentido, no estaba en
su mejor momento.
—Llámame si te ves en peligro —dijo al fin.
—Sí, pero no esperes que te llame a diario, no creo que pueda hacerlo.
Solo si las cosas se ponen difíciles.
Cleo cerró la mochila y le dio un abrazo.
—No te preocupes, estaré fuera antes de Navidad. No pienso dejar sola a
mi madre en esas fechas. Ni a ti tampoco.
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SEGUNDA PARTE
Sueño profundo
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Cuarta semana en Lucid Temple
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preocupaba, tenía otro teléfono escondido en su mochila.
—Ahora te dejo para que te instales. Te veré a la hora de la cena. Es a las
nueve, abajo, en el comedor.
Ernesto se fue dejando la puerta abierta tras de sí. En cuanto se quedó
sola, Cleo se apresuró a cerrarla. Acto seguido pensó dónde esconder el
teléfono de repuesto antes de que llegara su compañera de cuarto. Lo había
apagado antes de entrar para evitar que se gastara la batería, aunque llegado el
caso tenía un cargador en su mochila.
Decidió que el mejor sitio para guardarlo era entre el cabecero de la cama
y la pared. Si movía un poco la cama, allí había un hueco perfecto. Nadie lo
advertiría. Luego deshizo su mochila y ocupó las baldas que había libres en el
armario que le había señalado Ernesto. Miró su reloj y comprobó que aún
quedaba media hora para la cena, así que decidió tumbarse en la cama y hacer
tiempo hasta que fuera el momento de bajar al comedor. Sin embargo, su
descanso no duró mucho ya que alguien entró en la habitación.
—Oh, perdón —dijo una chica con el pelo largo, castaño oscuro y rizado.
La joven lucía grandes ojeras en el rostro, acentuadas por su tez clara—.
¿Eres la nueva?
—Sí. Soy Cleo. Encantada —la saludó tendiéndole la mano. La chica le
ofreció la suya.
—Me dijeron que vendría una alumna nueva, pero no imaginé que ya
estabas aquí instalada. Soy Ana.
—En realidad acabo de llegar. Encantada de conocerte. ¿Llevas mucho en
el centro?
—Hum… nueve o diez meses.
—¿Diez meses? —se sorprendió Cleo—. Creía que los entrenamientos
especiales duraban mucho menos.
—Es que yo soy botón de oro —dijo con cierto matiz de orgullo.
Automáticamente, Cleo pensó en Conchita. Seguro que la conocía. Pero
debía ser cautelosa y no soltárselo a bocajarro. Antes tenía que ganarse su
confianza. No sabía si podía fiarse de ella.
—¿Y cómo es eso?
Ana se sentó en su cama con parsimonia. Cleo se dio cuenta de que
parecía un poco ida, como el resto de los botones de oro con los que había
tenido contacto desde que estaba en Lucid Temple.
—Pues porque hice un entrenamiento especial, pero luego me ascendieron
a botón de oro y decidí quedarme.
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—Pero… ¿tanto tiempo aquí? ¿Qué hay de tu familia? De tu trabajo, de tu
vida…
—Lo dejé —explicó refiriéndose a su empleo—. Me tenían explotada por
cuatro perras. No me compensaba. Mi familia es un tema aparte.
Por su tono, Cleo dedujo que no quería hablar de eso, así que no insistió.
—Aquí estoy bien. Tengo todo lo que necesito —concluyó la joven sin
aportar más detalles—. ¿Bajamos al comedor? Ya casi es la hora.
Cleo asintió. Se levantó de la cama y acompañó a Ana, quien la guio hasta
el comedor. La periodista había estado allí de pasada, cuando le enseñaron el
centro por primera vez el día que se inscribió. Calculó que habría unas veinte
o veinticinco personas, quienes se fueron sentando a las dos mesas largas de
madera que había en la estancia rectangular. Una mesa daba a un ventanal
desde el que se veía el jardín y la otra a una pared.
Sus gestos pausados, su forma de moverse, la languidez que se adivinaba
en los ojos de los comensales, llamaron la atención de Cleo. De entre todas
esas caras desconocidas, se percató de la presencia de un rostro que sí le
resultaba familiar. Era Tomás, el chico pelirrojo de su clase que también
había destacado por tener sueños lúcidos tempranos. No tuvo tiempo de
saludarle, ya que él se sentó a la otra mesa.
Ana le hizo un gesto para que se acomodara junto a ella en la mesa corrida
más cercana al muro. De pronto, de unos altavoces situados en las paredes
comenzó a surgir música relajante, ese tipo de música que te ponen cuando
vas a hacer yoga o meditación.
—¿Y esa música? —preguntó Cleo extrañada.
—Es para que nos relajemos antes de las prácticas nocturnas.
Ya habían empezado a servir la cena. De primero les ofrecieron una sopa
de tomate especiada, que dos mujeres fueron repartiendo a los presentes. Cleo
intentó socializar con los compañeros que le habían tocado cerca, pero la
música no invitaba al diálogo, más bien todo lo contrario. La gente cenaba en
silencio sin prácticamente comunicarse más que para pedir la cesta del pan o
el agua.
Sus compañeros parecían ensimismados, como dejándose mecer por la
música, y Cleo se sintió un poco ridícula por la situación al verse allí en
medio sin encajar. Sin embargo, a medida que comía el segundo plato, una
lasaña de verduras, y escuchaba la música, empezó a sentirse liviana, más
próxima a sus compañeros y se dejó envolver por esas notas suaves que se
oían de fondo. La luz tenue en la estancia, más propia de una cita romántica,
acabó por centrarla en ese momento único que estaba viviendo.
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En vez de postre les sirvieron una infusión relajante que, según le
comentó Ana, su nueva compañera de habitación, era precisamente para
ayudar a conciliar el sueño.
—¿Y qué lleva? —acertó a preguntar.
—No lo sé con exactitud. Creo que valeriana, pasiflora y amapola de
California. Sienta muy bien al cuerpo —le dijo—. Bebe. Te sentirás mejor.
A lo lejos creyó distinguir la figura de Ernesto levantándose de la mesa
junto al ventanal y vio cómo Tomás, el chico pelirrojo, lo acompañaba. Pero
no pudo distinguir hacia dónde se dirigían.
Cleo tomó su taza y dio un sorbo. No le gustaban las infusiones de
hierbas, pero esta le entró bien.
—¿Ves? Es lo mejor antes de irse a la exploración nocturna. ¿Te sientes
relajada?
Sí, se sentía estupendamente. El entorno había dejado de ser intimidante
para Cleo.
—Sí, estoy bien. ¿Y ahora qué hacemos? —preguntó a su compañera.
—Regresemos a la habitación para ponernos los pijamas. Ellos vendrán a
buscarte y te llevarán al templo si procede.
—¿Al templo? ¿De qué templo hablas?
—¿No lo sabes? Harris considera que la habitación de prácticas es como
un templo, un lugar donde nada malo puede ocurrirte; es el templo de la
lucidez.
«Claro. Lucid Temple —pensó Cleo—. De ahí viene el nombre del
centro».
Todos fueron regresando a sus habitaciones y Cleo se puso el pijama. Se
sentía la mar de bien. En paz consigo misma. Extrañamente eufórica y al
mismo tiempo relajada. Pero debía estar alerta para no perder detalle de lo
que pudiera suceder a continuación.
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Cuando tocaron a la puerta de la habitación, Cleo estaba tan relajada que, pese
a la excitación del momento, casi se había dormido.
—Ven conmigo —le dijo Ernesto.
Cleo obedeció. Juntos atravesaron el corredor de los dormitorios, tomaron
el ascensor y bajaron hasta llegar a un sitio que a Cleo le resultaba conocido,
no por haberlo visto antes en la vigilia, sino porque había accedido a él en un
sueño, el que le contó a Harris donde vio a su padre de espaldas. Un lugar al
que se referían como «el templo». Observó la estancia grande y azul con una
cama de matrimonio en medio. Estaba iluminada con velas y lámparas de sal
de manera tenue. A un lado había un enorme espejo, al otro, una cómoda
butaca reclinable y la pantalla de un televisor. Cleo tuvo que contenerse para
no soltar un gritito al comprobar lo exacto que había sido su sueño.
—Siéntate en la butaca —pidió Ernesto—. Enseguida vendrá la doctora
Casilda Castell. Ella te dará instrucciones para el entrenamiento de esta
noche.
—¿Y Harris no va a venir? —preguntó Cleo contrariada.
—Esta noche no puede. Pero la doctora te gustará también.
Cleo cedió y se sentó en la confortable butaca. Luego Ernesto presionó un
botón y esta se reclinó un poco.
—¿Estás cómoda? —preguntó.
—Sí.
—Perfecto. Ahora vendrá la doctora. Que tengas un feliz viaje —dijo
estas últimas palabras con tono un tanto enigmático.
Ernesto abandonó la estancia y Cleo se sintió cohibida. Miró a su
alrededor y se fijó en el gran espejo que le devolvía su imagen recostada en la
butaca. Por primera vez tuvo algo de temor y se preguntó si no estaba loca por
haberse metido en aquel lugar a pecho descubierto. Tal vez su amigo Ginés
tuviera razón y aquello era un poco arriesgado.
No tuvo mucho tiempo para pensar, ya que la puerta se abrió y apareció la
doctora Casilda. Era una mujer de unos cuarenta y cinco años, muy morena de
piel y de grandes ojos rasgados de color azul cielo. Su cabello era largo y
ligeramente ondulado y su estatura mediana.
—Cleo, ¿verdad? —preguntó con una cálida sonrisa que infundía
confianza.
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—Sí. ¿Usted es la doctora Casilda?
—No me trates de usted, por favor. Llámame Cassi.
La doctora acercó una silla al lado de Cleo y se sentó. Llevaba una carpeta
roja en las manos, que abrió y ojeó brevemente.
—Bien —dijo la mujer—. Como estás en prácticas, te explicaré que aquí
trabajamos por objetivos. Cada sesión de exploración nocturna es una misión
concreta que tendrás que desarrollar hasta que puedas explorar por ti misma.
Cleo asintió.
—Vamos a intentar provocar un sueño lúcido, pero antes voy a
comentarte lo que harás una vez que estés despierta dentro de tu sueño. La
primera práctica es muy sencilla. Únicamente queremos que vueles, que
aprendas a volar.
«¿Volar de nuevo? ¿Como Conchita?».
—¿Volar? ¿Es eso posible?
—Cleo, todo es posible dentro de un sueño lúcido —se apresuró a decir la
doctora—. Quiero que no pierdas tu intención de estar lúcida dentro de tu
sueño, que te duermas pensando en ello, con la técnica DILD que ya conoces.
Y además nos serviremos de estas gafas para ayudarte a conseguir la lucidez
con mayor facilidad —añadió cogiendo una especie de máscara que había
junto a la butaca. Era algo parecido a un antifaz de color negro, aunque más
grueso—. Estas gafas contienen un acelerómetro y varias luces led rojas.
Cuando empieces a soñar, el antifaz detectará el movimiento ocular rápido de
tus ojos y comenzará a arrojar señales lumínicas que serás capaz de reconocer
con facilidad. Verás que las luces se incorporan a tu sueño en forma de
destellos o quizá se produzca un cambio de iluminación en la escena. Será el
momento de despertar y de comenzar a volar. Es posible también que oigas
una voz que diga: «Despierta».
—Y una vez despierta, ¿cómo hago para volar?
—Esa es la segunda parte de la práctica de esta noche. Piensa que en el
mundo onírico la gravedad es algo a lo que no necesitas someterte. Y todo
existe en un gran presente eterno. El tiempo onírico puede deformarse o
invertirse. Volar requiere tan solo una cosa: tu pensamiento centrado en ello o
tu intención, como prefieras llamarlo. Cuando llegues al estado de lucidez
aplica alguna de las técnicas de estabilización que has aprendido en clase.
Una vez anclado el sueño, proponte volar simplemente con el pensamiento.
Puedes utilizar el estilo que quieras: como Superman, dando grandes brincos
hasta despegar, arrojándote desde un edificio, hazlo como quieras, pero no
vayas a demasiada velocidad al principio.
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—¿Y yo voy a ser capaz de hacer todo eso? —preguntó Cleo algo
confusa.
—¡Por supuesto que sí! Solo necesitas tu intención para llevarlo a cabo. Si
estás aquí es por algo, no seleccionamos a gente al azar. Piensa en un lugar
adonde te gustaría ir. Tenlo en mente durante el vuelo. Luego descenderás
poco a poco y tomarás tierra con suavidad. Será una experiencia inolvidable,
créeme.
Para entonces Cleo se sentía sumamente relajada, cosa extraña sabiendo
que estaba en una situación poco común para ella. Sin embargo, notaba su
cuerpo liviano, flotante, casi podía volar allí mismo si se lo proponía.
¿Habrían sido las palabras de sugestión de la doctora Cassi?
—Bueno, vamos a empezar.
—Un momento —dijo Cleo.
—¿Sí? Dime.
—¿Y el resto no hace prácticas nocturnas? ¿Soy yo la única?
—No. Hay otras salas parecidas a esta. Pero no todos las realizan a la vez.
Vamos probando con cada uno de vosotros en diferentes franjas. En ocasiones
también llevarás a cabo el ejercicio con algún compañero al mismo tiempo.
Pero aún no hemos llegado a eso. Piensa que a medida que experimentes con
tus sueños lúcidos se irá abriendo tu percepción y serás capaz de tenerlos con
mayor facilidad. Eso ocurre con algunos de tus compañeros, que llevan ya un
tiempo aquí. Y no necesitan tutela para soñar lúcidamente y realizar misiones.
—¿Como Ana, mi compañera de cuarto?
—Sí, Ana es un buen ejemplo. Y ahora, si no tienes más preguntas,
túmbate en la cama y ponte la máscara.
Cleo se levantó de la butaca, se tumbó en la cama y se puso las gafas
permitiendo que la doctora la cubriera con una manta fina.
—Yo te veré mañana, cuando hayas despertado, para que me cuentes qué
tal ha ido tu exploración nocturna. Recuerda, el objetivo de esta noche
únicamente es volar.
Luego apagó la luz principal, dejando a Cleo iluminada por las lámparas
de sal y las velas, y salió de la estancia. Aunque Cleo ya no podía ver nada,
pues tenía puestas las gafas que la doctora le había proporcionado.
El clima propiciaba la relajación y el sueño, y este no tardó en aparecer.
Poco a poco cayó rendida ante la evidencia: estaba a punto de experimentar
un sueño lúcido. Lo lograría si era capaz de concentrarse, así que sus últimos
pensamientos se enfocaron en la lucidez, como le había enseñado Harris.
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Cleo se vio en medio de una calle de la ciudad que en ese instante no fue
capaz de reconocer, pero que luego identificó como Madrid y la zona de la
Castellana. Grandes edificios la rodeaban y el tráfico de vehículos a su
alrededor fluía incesante. Estaba lloviendo y vio cómo su pelo y sus ropas
comenzaban a mojarse. No le importó. Siguió caminando sin rumbo fijo por
una avenida que daba a un puente. Dirigió sus pasos hacia él ajena al ruido de
los coches. Se cruzó con algunas personas, pero tenían los rostros borrosos,
como si fueran parte de un atrezo y no pertenecieran a su sueño. Cuando
estaba a punto de alcanzar el puente vio que la luz del sueño cambiaba. Notó
como si alguien disparara el flash de una cámara y la iluminación se hizo más
intensa, hasta volverse todo blanco y luminoso.
De pronto oyó una voz que le decía: «¡Despierta!». «¿Esto es un sueño?»,
se dijo. Internamente supo que sí lo era y se dio cuenta de que estaba lúcida.
Una sensación maravillosa e inenarrable volvió a apoderarse de ella.
«¡Lo conseguí! ¡Estoy despierta!».
Lo primero que hizo fue mirarse las manos y girar sobre sí misma para
estabilizar su sueño. Y una vez que lo hubo conseguido decidió que era el
momento de volar. Caminó el trecho que la separaba del puente y se acercó a
la barandilla. «Tú puedes hacerlo», se dijo para infundirse ánimos. Luego se
colocó en el borde de la barandilla y lentamente se dejó caer. Notó que caía
con suavidad como si flotara y agitó los brazos como un pájaro para remontar
el vuelo. Con sorpresa advirtió que su técnica funcionaba y que podía elevarse
o descender a placer. Estaba pletórica, exaltada y maravillada. ¡Podía hacerlo!
Lo estaba haciendo, de hecho, y no había obstáculos en su camino.
Cleo se dirigió hacia el sur siguiendo la estela de la avenida principal que
estaba surcando. Podía ver los vehículos como si fueran diminutas moscas
mientras ella se sentía cada vez más cerca de las nubes y el viento acariciaba
su rostro.
No quería dejar de volar. No sabía cuánto tiempo duraría aquello, pero
necesitaba seguir volando para llegar a la estación de Atocha, pues se había
propuesto visitar las quimeras que había en el tejado de la estación. Siempre
había querido verlas de cerca.
Su objetivo estaba próximo. Ya podía contemplarlas desde la lejanía.
Aceleró su ritmo de vuelo y rápidamente llegó hasta ellas. Se propuso realizar
una pausa. Descendió y se posó justo delante de una de las quimeras y vio su
fiero rostro de cabeza de león y sus alas dispuestas a batirse en vuelo en
cualquier momento. Acarició sus fauces y sonrió. ¡Aquello era fascinante!
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De pronto su sueño empezó a desestabilizarse. Lo advirtió porque todo
comenzó a temblar y a diluirse. Creyó ver los rostros de la doctora Cassi, de
Ernesto y de su compañera Ana hasta que a Cleo no le quedó más remedio
que sumirse en un sueño profundo convencional.
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Cuando sonó la música new age a través del altavoz en su habitación, Cleo se
despertó en su cama. No sabía de qué modo había llegado a ella ni cuándo,
pero ya no se encontraba en el templo.
—¡Buenos días! —dijo Ana mirándola con curiosidad. La joven
permanecía sentada en su cama. La tenía perfectamente hecha y ya estaba
aseada y vestida—. ¿Has tenido un buen viaje de exploración nocturna?
—¿Cómo he llegado aquí? —Cleo se sentía confundida. Sus últimos
recuerdos, despierta, eran en el templo.
—Ellos te trajeron cuando terminó el sueño lúcido.
—¿Ellos?
—Ernesto y la doctora Cassi.
—No recuerdo nada de eso.
—Normal, estabas medio dormida.
—Me duele un poco la cabeza.
—También es normal. Se te pasará. ¿Conseguiste la lucidez? —preguntó
Ana intrigada.
—¡Sí! ¡Estuve volando! Fue maravilloso.
—¡Fantástico! Me alegro por ti. Ahora querrás repetir, ¿verdad?
—Sí, desde luego.
Quería volver a hacerlo. La experiencia había sido del todo satisfactoria
hasta el punto de que, por un instante, se había olvidado de su cometido en
Lucid Temple. Si alguien le preguntara sobre lo que había sentido le resultaría
muy difícil de explicar a menos que esa persona también hubiera tenido
sueños lúcidos.
—Nos pasa a todos. Una vez que pruebas los sueños lúcidos, no quieres
volver a soñar de forma convencional.
Cleo se giró en la cama, aún sin incorporarse, para ver mejor a su
compañera. Fue entonces cuando advirtió la presencia de una pequeña
pegatina en un lateral de su mesilla de noche, lo que le hizo volver a la
realidad de su cometido allí. Eran unas florecitas de color violeta formando
una letra, la C. No le cupo duda de que alguien había dormido antes que ella
en esa cama y, por la inicial, posiblemente había sido la propia Conchita.
Cleo no dijo nada de la pegatina, pero se atrevió a preguntar:
—¿Has tenido antes otras compañeras de habitación?
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—Claro que sí. Bueno, en realidad, solo una.
—¿Cómo se llamaba?
—¿Qué más da eso?
—Es por curiosidad. Imagino que por aquí pasará mucha gente.
—No tanta como crees.
—¿Y por qué ya no está aquí?
—Se marchó. Desapareció de la noche a la mañana.
—¿Y no te dijo que se iba?
—No. Imagino que echaría de menos a su familia. Son cosas que pasan.
—¿Y no avisó de su marcha en el centro?
—Ni idea. Tal vez lo hizo, aunque ellos no me contaron nada.
—¿Y no te parece un poco raro que no te avisara?
—No sé. Tampoco es que fuéramos amigas.
Aún ignoraba si podía fiarse de Ana, así que evitó seguir con esa línea de
preguntas.
—Y tú, ¿no echas de menos a tu familia? —dijo cambiando de tema.
—Aquí estoy bien. Ya te lo dije. Tengo todo lo que necesito.
—¿Y tu familia no estará preocupada por ti?
—Mi padre murió siendo una niña —le reveló—. Y a mi madre es mejor
tenerla lejos.
—¿Por qué?
—Porque bebía y era muy agresiva.
—Entiendo. ¿Y nadie sabe que estás aquí?
—No, no iban a entenderlo. Lo único que tengo claro es que no quiero
regresar a esa vida.
—Pero si tú quisieras volver, podrías, ¿verdad?
—Pues claro. No te pensarás que esto es como un campo de
concentración… —repuso esbozando una sonrisa—. Si quisiera, me
marcharía. Y tú, pasados unos días, posiblemente tampoco querrás.
Cleo la miró con tristeza. Había leído que las personas con más papeletas
para ser captadas en una secta eran precisamente aquellas que tenían vidas
insatisfactorias, que procedían de familias desestructuradas o a veces
demasiado protectoras y que podían estar sufriendo un bache emocional. Sin
duda, ese podría ser el caso de Ana. En ese instante no se le pasó por la
cabeza la idea de que ella misma procedía de una familia desestructurada y
que también pasaba por un bache anímico debido a lo ocurrido con su antiguo
empleo como periodista.
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—Anda, no me mires así —comentó Ana—. Ahora soy feliz. Déjate de
preguntas y vamos a desayunar, que luego tenemos clase.
Tras el desayuno, la doctora Casilda le hizo una seña a Cleo para que la
acompañara al despacho de Harris. Aunque este no se hallaba en su interior.
—Cuéntame cómo te fue anoche. Conseguiste el objetivo, ¿verdad?
—¡Fue alucinante! Alcancé la lucidez con facilidad y pude sobrevolar la
estación de Atocha y ver sus quimeras de cerca. Era todo tan realista que no
me lo podía creer. Sentía el viento y la lluvia en mi piel mientras recorría las
calles de Madrid y grité de la emoción al surcar el cielo. Fue una experiencia
tan detallada que, aun sabiendo que se trataba de un sueño, me era imposible
distinguirlo de la realidad. Lo único es que ahora noto que me duele un poco
la cabeza.
—Es normal, no te preocupes —dijo la doctora con cara de satisfacción
—. Ha sido una noche agitada y muchas emociones condensadas en poco
tiempo. Se te irá pasando a lo largo del día. Hoy tendrás otra misión. No
quiero entretenerte mucho porque tienes clase con Harris, pero quiero que
sepas que vas por el buen camino y que esperamos grandes cosas de ti. Y
ahora ve a clase.
Cleo salió del despacho y se dirigió al aula. Harris ya estaba allí, haciendo
tiempo hasta que el resto de los alumnos se acomodaran en sus asientos.
Todas las caras le resultaban desconocidas excepto la del chico pelirrojo y la
de su compañera de cuarto.
Aquel día Harris les habló de las formas que había para teletransportarse
en sueños, es decir, tener la capacidad de viajar simultáneamente a dos o más
lugares. Volar, por tanto, no era la única opción de transporte. Les explicó
que, en sueños, cualquier cosa podría convertirse en una entrada a otro lugar o
incluso a otra época. Por ejemplo, cuevas, espejos o puertas podían servir para
viajar de un sitio a otro o incluso para transportarse en el tiempo si se
deseaba. Eso sí, antes de acceder a esos lugares había que tener clara la
intención de hacerlo. Servían fórmulas del estilo «cuando atraviese esta puerta
estaré en el Caribe» o «cuando doble la esquina será el año 1984». Bastaba
con desearlo y manifestarlo para ver cumplidas las expectativas del soñador
lúcido. Ocurría lo mismo en el caso de querer atravesar un muro o una puerta
cerrada.
Asimismo, les habló de la importancia de la creación en los sueños
lúcidos. Según contó, los pensamientos y las emociones conjugan nuestra
realidad. Cualquier cosa que pensemos en el sueño influye directamente en el
entorno que nos rodea en esos momentos. Al concentrar nuestros
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pensamientos en un lugar, objetivo o persona, se crean al instante las
circunstancias adecuadas. Por tanto, nuestros pensamientos subconscientes
son los responsables de dar vida a todo lo que vemos en nuestros sueños
lúcidos.
Sin embargo, Cleo dudó de que esto fuera siempre así. ¿Cómo se
explicaba entonces el hecho de que ella hubiese sido capaz de imaginar con
tanta exactitud el templo antes de haberlo visitado en persona? La periodista
desconocía la respuesta y se sentía intrigada. Y el propio Harris le había
reconocido que esa era una de las motivaciones que tenía para investigar en el
campo de los sueños lúcidos.
Harris también les explicó que, aunque se esté lúcido, puedes encontrarte
en medio de una pesadilla, no todo era de color rosa. Las pesadillas son
segmentos de los sueños lúcidos al formar parte del subconsciente y de los
asuntos que permanecen no resueltos en nuestra vida diaria. Harris sugería no
optar por la vía fácil, es decir, la de cambiar de escenario para librarse de esa
situación, sino la de enfrentarse a las pesadillas para convertirlas en algo
productivo. De este modo los sueños lúcidos podían ser terapéuticos y
liberadores.
En definitiva, Harris abogaba por utilizar los sueños lúcidos tal y como
hacían los antiguos chamanes en sus creaciones en el día a día. Para ellos era
fundamental construir aquello que se deseaba conseguir en el terreno
imaginario para luego materializarlo en la vida física.
Todo eso estaba muy bien. Pero ¿qué escondía de verdad Lucid Temple a
los ojos de los no iniciados? ¿Por qué se había sentido tan bien en su práctica
nocturna en vez de estar atenta a lo que pudiera pasarle en ese centro? Debía
reconocer que había bajado la guardia. Y, sobre todo, ¿esa «C» que había
visto en la pegatina de su mesilla de noche correspondía a la inicial de
Conchita?
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Después de comer Cleo pensó que tendría algo de tiempo libre para dedicarse
a indagar sobre el centro y sus compañeros, pero se equivocaba. Ernesto
acudió a buscarla para practicar una nueva técnica de inducción de los sueños
lúcidos durante la hora de la siesta.
A la periodista la llevaron a una sala repleta de colchones colocados
formando un círculo, tipo chill out, que los miembros de Lucid Temple
denominaban «la incubadora». En ella también se realizaban prácticas
colectivas, así que Cleo se encontró con un nutrido grupo de compañeros, al
menos diez, que iban a seguir el entrenamiento guiado por Harris. La
iluminación, al igual que en el templo, era tenue y propicia para atraer el
sueño. Además, después de la comida les habían dado otra infusión relajante.
Entre los participantes Cleo distinguió al chico pelirrojo llamado Tomás y
esta vez se las ingenió para situarse cerca de él.
—Hola, Tomás —dijo Cleo—. ¿Qué tal tus primeras experiencias?
—Hola, Cleo. Bien. Estoy muy contento —dijo sonriendo.
Cleo se percató de que el joven empezaba a lucir ojeras, igual que el resto
de los compañeros.
—Me tienes que contar…
No pudieron seguir hablando porque Harris, situado en el centro del
círculo, empezó a dirigirse a los alumnos.
—Bienvenidos a esta sesión en la incubadora. Por favor, tumbaos en los
colchones. Hoy vamos a practicar una nueva técnica de inducción al sueño
lúcido. Es menos sencilla que las que ya hemos visto, pero los resultados son
magníficos si llegáis a dominarla, porque podréis tener muchos sueños
lúcidos a voluntad. Se llama WILD, y viene del inglés Wake-Initiated Lucid
Dream o lo que es lo mismo: sueño lúcido desde la vigilia. ¿Y en qué
consiste?, os preguntaréis. Pues se trata de pasar del estado de vigilia
directamente al sueño lúcido sin ningún lapsus de consciencia.
En la clase se escuchó un murmullo. La mayoría no entendía qué quería
decir Harris.
—Sí, sí, ya sé lo que estáis pensando —dijo Harris restándole importancia
a los murmullos—. ¿Qué demonios es esto? Pues bien, se trata de que la
mente permanezca despierta mientras el cuerpo duerme. Es decir, que os
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durmáis conscientemente. Vamos a hacer que vuestro cuerpo se relaje
mientras mantenéis la consciencia activa.
»Os explicaré cómo. La mayoría de vosotros, cuando llega la noche o la
hora de la siesta, simplemente os tumbáis en la cama o en el sofá tras un día
agotador. Vuestra mente, que está contaminada por las preocupaciones del día
a día, se sumerge de forma distraída en el sueño. Pero si queremos tener
sueños lúcidos hay que crear un puente diferente entre la noche y el día o
entre la mañana y la tarde, y trasladar la misma atención que prestamos
durante el día a los sueños. ¿Me seguís?
—¡Sí! —respondieron todos al unísono, incluida Cleo.
—Los sueños lúcidos también se pueden practicar durante la siesta o en
periodos cortos durante el día. En inglés se los conoce como naps. Si,
mientras nos quedamos dormidos, prestamos atención a las imágenes visuales
o alucinaciones hipnagógicas que surgen en nuestro cuerpo (respiración,
latidos del corazón, sensaciones corporales), podremos pasar de estar
despiertos a estar dormidos. Con esta técnica no hay necesidad de llegar al
estado lúcido, pues vuestra consciencia seguirá presente en todo momento.
»He de advertiros que la primera experiencia WILD puede provocar una
emoción intensa o incluso miedo. Os será posible percibir extrañas
sensaciones corporales como zumbidos o vibraciones, ver destellos visuales o
sufrir alucinaciones en el instante de cruzar el umbral entre la vigilia y el
sueño.
»Llamamos “zona crepuscular” al espacio entre la vigilia y el dormir, el
famoso duermevela del que habréis oído hablar, que constituye un punto de
entrada a la técnica WILD. Al suprimir las facultades lógicas y analíticas de
nuestra mente, la zona crepuscular permite la libre circulación de imágenes e
impresiones que afloran a la superficie. Es un periodo de transición para
llegar a la lucidez, así que dejaos llevar durante ese lapso. Os notaréis
pesados, aletargados y vuestra percepción del mundo exterior empezará a
disminuir. En definitiva, vuestro cuerpo se paralizará físicamente hablando,
pero vuestra mente estará despierta. Veréis imágenes hasta que una de ellas se
vuelva nítida. Será el momento de atraparla o de que ella os atrape. Y ya
estaréis dentro del sueño lúcido. ¿Me he explicado bien?
—Sí —respondieron los alumnos.
—Pues ¡adelante! ¡A soñar lúcidamente! Yo me callo a partir de ahora y
os dejo para que podáis experimentar esta técnica en todo su esplendor.
Cerrad los ojos y respirad suavemente…
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Harris se quedó en silencio y en la sala apenas se oía la respiración de los
participantes. Pasados unos minutos Cleo percibió que su cuerpo se iba
relajando, pero luchó por mantener su mente activa, como les había
recomendado Harris. Podía escuchar la respiración de sus compañeros a su
alrededor y, en medio de esa oscuridad, comenzó a notar que había alguien
caminando por la habitación. ¿Sería Harris o tal vez algún tipo de alucinación
hipnagógica propia del estado de duermevela, la zona crepuscular de la que
les habían hablado? Asimismo, le pareció oír el sonido de una campanilla en
la lejanía y sintió una especie de hormigueo por todo el cuerpo.
Un poco después, empezaron a llegar a su mente imágenes deslavazadas
relacionadas con su estancia en Lucid Temple. Veía las caras de su
compañera Ana, de Harris, de Ernesto y de la doctora Cassi, aproximándose a
ella para examinarla de cerca. En ese instante sintió un poco de temor, pues
no eran rostros sonrientes sino amenazantes y acechantes. Caras sin cuerpo,
como hologramas proyectados por su mente en ese estado de duermevela.
Cleo continuó respirando para aplacar el miedo. Después las caras se
disiparon y le vino la imagen de una montaña nevada e imponente. Se dispuso
a sumergirse en ella, pues le resultaba tranquilizadora. De pronto se vio allí, a
los pies de la montaña. Casi sin darse cuenta había entrado en un sueño
lúcido.
Cleo no iba preparada para el frío de la montaña, pero apenas percibía el
aire cortante. Todo era paz y calma bajo los pies del gigante de piedra y nieve.
Optó por escalar la montaña dando grandes brincos, como si alguien le
hubiera proporcionado unos resortes en los pies. Poco a poco llegó a la cima
sin muchas complicaciones y una vez arriba respiró el aire puro y contempló
el paisaje desde su posición. Era algo espectacular, pero Cleo quería más.
Decidió aprovechar sus cualidades para volar y elevó el vuelo con tan solo
proponérselo. Se sentía como un cóndor sobrevolando la montaña y cuando
hubo disfrutado del paisaje ascendió aún más hasta atravesar una capa de
nubes en busca del espacio y la Luna. Esta última sería su objetivo, así que la
buscó con la mirada y siguió volando a través de un firmamento cada vez más
oscuro y lleno de estrellas. Se sentía completamente liviana y libre para
emprender el vuelo en dirección al satélite de la Tierra.
A medida que avanzaba veía más pequeño nuestro planeta y se
maravillaba a cada paso en pos del objetivo trazado. Nunca había sentido
tanto poder interior ni tanta fuerza ya que, aunque avanzaba con rapidez, no
se sentía cansada.
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Finalmente empezó a ver la Luna como algo cada vez más cercano hasta
que se posó en ella con gracilidad. Lo primero que hizo fue tocarla con sus
manos para asegurarse de que estaba en suelo firme. Todo a su alrededor era
negro excepto la luz que desprendía la propia Luna. Recordó un cómic que
había leído siendo niña. No se acordaba del título, pero trataba sobre un
astronauta que viajaba a la Luna y se guardaba una pequeña roca lunar de
recuerdo. Al volver a la Tierra, la roca, con la que se había confeccionado un
colgante, lo convertía en lobo cada vez que había luna llena. Y aunque
intentaba desprenderse de la roca, esta había quedado adherida a su piel.
Cleo dejó su huella marcada firmemente en el terreno, aunque sabía que
no era la primera en haber pisado ese lugar, pero le hizo ilusión saberse una
exploradora del espacio, aunque solo fuera en sueños, y después inspeccionó
el entorno con curiosidad. En ello estaba cuando al cabo de un rato empezó a
notar que el sueño se desestabilizaba, que todo se movía a su alrededor y que
no podía mantener por más tiempo la ilusión que había creado ni siquiera
empleando las técnicas de estabilización que Harris les había enseñado. Fue
entonces cuando despertó.
Varios de sus compañeros ya estaban levantados. Otros, como Tomás, aún
dormían a su lado. En algunos rostros de las personas despiertas se reflejaba
la decepción, sin duda por no haber conseguido alcanzar la lucidez; otros, en
cambio, estaban sonrientes y complacidos. Cleo pertenecía a estos últimos.
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Ginés llegó a una lavandería de la calle Bravo Murillo cargado de bolsas con
ropa sucia que fue introduciendo en el tambor de la lavadora. Seleccionó el
programa más rápido, echó las monedas y accionó el botón de encendido.
Solía hacer la colada allí porque le resultaba más cómodo que hacerla en su
casa. Tenía lavadora, sí, pero no funcionaba bien y a veces se salía el agua.
Trató de repararla él mismo, pero no lo consiguió y en vez de comprar otra,
igual que sucedía con su viejo Volvo, prefería acercarse a ese establecimiento
donde ya le conocían y le cuidaban la ropa mientras él se tomaba un café en el
bar de la esquina.
Desde que se divorció de su mujer habían cambiado muchas cosas. Todo
ocurrió a raíz de la muerte de su hija. Su mujer, rota de dolor, en parte lo
responsabilizaba a él de la desgracia. Decía que no entendía que siendo
policía no hubiera estado más atento a las señales de alarma que presentaba
Elisa. Ginés, por su lado, ya se sentía suficientemente culpable como para
vivir con esa clase de reproches y empezó a retrasar de manera deliberada la
hora de llegar a casa. Eso le hizo refugiarse temporalmente en la bebida. Y
aquello lo complicó todo aún más. Las discusiones aumentaron en número e
intensidad hasta que un día su mujer dijo que no podía más y se marchó.
Ginés no la culpó por ello. Dadas las circunstancias, era lo mejor para ambos.
Con el tiempo Ginés se sobrepuso al golpe de la separación y dejó de
beber, no así a la pérdida de su querida hija, a la que tenía presente todos los
días de su existencia.
El viejo policía se encendió un cigarrillo y ojeó el periódico. Ahí estaba la
noticia de la fusión de la cadena hotelera para la que trabajaba con otra
llamada Singles Inn. Se notaba que a su amigo y jefe, al padre de Conchita, le
iban bien los negocios. Con la adquisición de nuevos hoteles se proponía
ampliar la cadena Harmony y eso supondría más ingresos y a la larga la
creación de otros proyectos dentro de los complejos hoteleros.
Cuando pasó el tiempo necesario para recoger su ropa, terminó su café,
apuró el cigarrillo y regresó a la lavandería. La ropa, ya seca y olorosa a
suavizante, le esperaba lista para ser guardada en las bolsas. Se despidió del
encargado, un hombre de origen chino muy simpático, y cargó las bolsas en el
maletero de su Volvo.
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Luego se subió al coche e inició la marcha hacia su casa en Carabanchel.
Sin embargo, a mitad de camino percibió algo extraño a través del espejo
retrovisor. Había un vehículo de color gris marengo que parecía repetir sus
movimientos.
«¿Cuánto tiempo llevará ahí?».
Cualquier otra persona no se habría dado cuenta del seguimiento, pero
Ginés, que era perro viejo y que había vigilado él mismo a multitud de
vehículos en su etapa como policía, sintió que estaba siendo observado. Se
preguntó si no sería una paranoia suya. Si fuera policía podría seguirle
cualquier maleante. No era algo nuevo para él, pero actualmente, ya retirado
del cuerpo, el único caso que tenía entre manos que podía ser conflictivo era
el de Conchita.
Desde su posición resultaba imposible ver al conductor y tampoco la
matrícula era muy legible, estaba quizá deliberadamente embarrada. Eso
dificultaba las cosas, ya que si al menos pudiera hacerse con el número,
podría investigarlo y saber quién le seguía.
Decidió desviarse de su camino y girar a la derecha para ver si se trataba
de una mera coincidencia. Sin embargo, al doblar la calle, pocos instantes
después lo vio de nuevo.
«¿Serán los de Lucid Temple?».
Recapitulando, él se había presentado en el centro de sueños lúcidos
preguntando por Conchita, con la falsa excusa de que la joven había
desaparecido y que sospechaban que había estado allí recibiendo algún curso.
¿Y si sabían que la joven no había desaparecido así sin más? ¿Y si habían
leído en la prensa lo del supuesto accidente en el Harmony Centro? ¿Y si le
estaban vigilando para tratar de dar con ella? ¿Y si, sin querer, les había
puesto tras su pista? ¿Y si lo que pretendían era localizarla? ¿Y si a Lucid
Temple le incomodaba que el viejo policía metiera las narices en sus turbios
asuntos? Eran demasiados «¿y si…?».
«¿Quieres jugar? Verás lo que es jugar».
Ginés pisó a fondo el acelerador y se dejó llevar por su instinto de viejo
policía. No podía mostrarles dónde vivía, suponiendo que no lo supieran ya.
Eso sería un error. Así que desvió su rumbo y se incorporó a la M-30 para
poder correr un poco más y tratar de despistar al coche gris.
Sabía cómo hacerlo. Lo había hecho miles de veces cuando era policía.
Había que despistarlo a toda costa. Fue esquivando vehículos hasta que creyó
perderlo en la carrera. Sin embargo, el coche gris volvió a aparecer poco
después. Ginés apretó aún más el acelerador, siempre manteniendo la cautela
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con el resto de los vehículos con los que se cruzaba hasta llegar al desvío del
paseo de la Ermita del Santo, donde hizo una maniobra un tanto ilegal gracias
a la cual logró colarse sin ser visto.
Cuando comprobó que ya no lo seguía nadie, Ginés resopló y respiró
hondo.
¿Qué querrían sus perseguidores? Ginés, más que nunca, se puso en
alerta. Aquella persecución no podía presagiar nada bueno. Juzgaba difícil
que sus intenciones tuvieran que ver con Cleo. No había forma de
relacionarlos a ambos, pero sí a Conchita con él. Tendría que dar la voz de
alarma y prevenir al padre de la joven de que alguien la buscaba.
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Un mes en Lucid Temple
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Al fin decía su nombre. Se le había escapado. Ya no había duda de que la
joven había estado en ese lugar siguiendo las instrucciones de Harris.
—¿Qué sucedió con Conchita?
Ana dudó antes de contestar.
—Eh… Conchita era mi compañera de habitación antes de que vinieras
tú.
—¿La que desapareció repentinamente?
—Esa misma.
—¿Y qué ocurrió con ella?
—No lo sé con exactitud. A mí me caía bien, pero al parecer era
indisciplinada. Pese a ello, tenía mucha facilidad para alcanzar la lucidez y
Harris la trataba con cariño y consideración.
—Y si todo iba tan bien, ¿qué pasó? ¿Por qué cayó en desgracia y dejó el
centro?
—Era indisciplinada. Ya te lo he dicho antes. No siempre acataba las
órdenes que se le daban. Al principio, sí, claro. Pero después llegó un
momento en que pretendía soñar por su cuenta. No quería participar en las
misiones.
«O sea, que si te sales del redil comienzan los problemas».
¿Qué era aquel lugar, una cárcel de los sueños? ¿No podía uno soñar lo
que le viniera en gana?
—¿Y qué dijo Harris?
—A ciencia cierta no lo sé. Pero dejó de haber química entre ellos. Y
Conchita no estaba contenta. Eso es todo cuanto puedo contarte.
—Pues vaya…
—Eddie se disgustó mucho cuando se fue. Aunque ellos, me refiero a
Eddie y la doctora Cassi, son muy reservados con estas cosas. No dieron
explicaciones. Pero yo conocía a Conchita y sabía cuál era su modo de pensar.
Por eso imagino que se fue sin decir nada. Tal vez no encontró lo que
buscaba.
«O quizá lo que descubrió no le gustó».
—¿Y a ti todo eso te parece normal? ¿No habría sido más fácil decir que
deseaba marcharse y no hacerlo a hurtadillas?
Cleo quería tantear hasta qué punto su compañera tenía lavado el cerebro.
—Es lógico que se sintieran disgustados. A fin de cuentas, somos como
una gran familia. Y Conchita se portó de manera desagradecida, según he
podido saber.
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Así que esa era la versión oficial. La alternativa: Cleo pensaba que
Conchita había descubierto algo que la obligó a irse. Pero parecía claro que
Ana estaba metida hasta el cuello en el grupo y su opinión sobre Harris y
compañía no era objetiva. Y posiblemente Conchita no le había contado a
Ana que pensaba abandonar el centro porque la consideraba parte de la secta.
Tendría que andarse con cuidado. A saber qué había pasado en realidad. ¿Por
qué Conchita se había sentido mal allí? ¿Habría sido testigo de algo que le
había hecho cambiar de opinión con respecto a Harris?
Al menos ahora tenía una prueba de la presencia de Conchita en Lucid
Temple. Consideró la posibilidad de llamar a Ginés para decírselo, pero
sopesó que era demasiado arriesgado utilizar el móvil para algo tan nimio y
desechó la idea.
Aquel día en clase Harris les habló de los personajes que aparecen en los
sueños lúcidos, algo que Cleo ni siquiera se había planteado. ¿Había
personajes en sus sueños aparte de ella? En algunos sí y en otros no.
Harris decía que no estamos solos en el mundo onírico, que hay otras
«personas» que pueblan nuestro mundo en el universo de los sueños. La
mayoría de las veces no se dirigen al soñador, es como si formaran parte de
un gran decorado construido por nuestra psique.
—Pero poco a poco comprobaréis que no todos son hospitalarios —les
reveló—. Muchos se presentan en las pesadillas lúcidas.
Cleo no salía de su asombro.
—A medida que conozco más los sueños lúcidos de mis alumnos me
convenzo de que esos personajes, a los que me gusta llamar «foráneos», están
ahí por alguna razón. Reducir todo a que son simples creaciones mentales de
nuestro subconsciente, como los extras de una película, sería lo más sencillo.
Pero ¿es siempre así?
»Con el tiempo veréis que no todos son pasivos. Existen tres tipos: los que
llamamos “sonámbulos”, que no parecen tener actividad propia. ¿Serán otros
soñadores lúcidos absortos en sus propios sueños? Si les preguntáis,
seguramente os ofrecerán respuestas inconexas o poco esclarecedoras.
También os encontraréis con el “amigo”. En este caso, son personajes que sí
interactuarán con vosotros y que responden de manera coherente a vuestras
preguntas. Pueden convertirse en vuestros aliados si sabéis cómo tratarlos. Y
finalmente encontramos al “guía”, que por lo general aparece cuando lo
convocamos para comunicar una información relevante para el soñador, para
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guiarle a través del viaje onírico. La idea del guía no es nueva. Muchas
culturas hablan de la presencia de “guías espirituales” cuyo cometido es
ayudarnos a encontrar la luz en medio de la oscuridad.
»Da igual qué clase de personaje aparezca en vuestros sueños lúcidos.
Respetadlos a todos y tratadlos con cortesía, porque pueden reportaros
grandes beneficios o facilitaros las cosas en vuestra andadura. Si tenéis algún
problema podréis buscar un guía para que os ayude. Estos últimos pueden ser
personajes sanadores. Tratadlos como os gustaría que os trataran a vosotros
porque a fin de cuentas, decidme, ¿creéis que son parte de vuestra naturaleza?
¿Alguien se atreve a dar respuesta a esta pregunta?
En la clase se escuchó un murmullo, pero nadie se animó a contestar.
—¿Nadie? Bien. Os diré lo que pienso: la respuesta más lógica y sencilla
es que estos personajes forman parte de nuestro subconsciente y que guardan
una sabiduría que se aloja en él. Pero os voy a contar algo que quizá os deje
con la duda. Con frecuencia parecen actuar por cuenta propia, de manera
autónoma. Son personajes mucho más perfilados que los sonámbulos, incluso
físicamente están mejor dibujados en nuestros sueños. Una de las personas
que se encontró con uno de ellos fue Carl Gustav Jung. Él mismo lo describió
en sus escritos. Hablaba de un tal Filemón que aparecía una y otra vez
representado en sus sueños. Pero Jung creía que Filemón tenía vida propia,
que no era un producto de su mente. Así lo manifestó en su libro Recuerdos,
sueños, pensamientos. Pero lo más curioso es lo que viene a continuación.
Muchos años después de que Jung soñara con Filemón, el autor de una obra
titulada Soñar despierto, Robert Moss, soñó recurrentemente con un
personaje que dijo llamarse Filemón. Según Moss, hasta ese momento no
había leído los textos de Jung y desconocía la existencia de Filemón. Fue
varios años más tarde cuando se dio cuenta de esta curiosa coincidencia.
»Todo ello nos hace preguntarnos si no existe un espacio compartido entre
los soñadores y que estos pueden reunirse en sueños. Es lo que llamamos
“sueños compartidos” y que veréis que con un poco de entrenamiento pueden
lograrse.
»Por tanto, sed amables con los personajes que pueblan vuestros sueños.
Algunos pueden tener algo importante que comunicaros, algo que os hará
crecer como individuos —concluyó Harris.
¿Quiénes eran esos enigmáticos personajes de los que hablaba Harris?, se
preguntó Cleo. ¿Eran simples proyecciones del subconsciente o había algo
más, algo insondable que escapaba a todo raciocinio? ¿Podían ser de ayuda,
tal y como afirmaba Harris? De nuevo, Cleo casi había olvidado su verdadero
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cometido en Lucid Temple y se estaba dejando llevar por las enseñanzas de
Harris, cada vez más sugestivas y adictivas.
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Había algo en Harris que resultaba desconcertante para Cleo. El director del
centro siempre hablaba con aplomo y, al parecer, con conocimiento acerca del
mundo de los sueños lúcidos. A fin de cuentas era neurocientífico y había
estudiado en Harvard, o eso aseguraba, extremo que aún estaba por confirmar
por parte de su amigo Ginés. Harris solía ofrecer datos contrastados por la
ciencia, siempre hacía hincapié en ello, y lucía un discurso sólido y creíble.
Pero de vez en cuando deslizaba «píldoras», como en el caso de Filemón,
Jung y Moss, que iban un poco más allá de lo puramente empírico y rayaban
en lo extrasensorial.
Cleo no se distinguía por ser una persona sugestionable y crédula, pero
debía reconocer que estando como estaba allí aislada, sin internet ni otras
fuentes externas de información, le era imposible dedicarse a contrastar las
enseñanzas que recibía tanto de Harris como de la doctora Cassi.
Esa era en esencia la trampa de muchas sectas, que aprovechaban para
plantar las «semillas» de sus propias creencias en los adeptos, quienes se
nutrían de información únicamente a través del grupo. Pero si a los adeptos no
se les permitía el pensamiento crítico, ¿cómo podría averiguar Cleo si todo lo
que le revelaban era cierto? ¿Debía aceptarlo sin más? A todo ello se sumaba
que había podido comprobar que los sueños lúcidos eran una realidad, eran
plausibles y sólidos; luego algo de verdad había en las informaciones que les
facilitaban en las clases.
Había leído que muchos líderes se creían iluminados de conocimiento o
canalizadores de información vedada al resto de los mortales. Era eso lo que
les hacía tan atractivos a ojos de los adeptos, que esperaban, con falsas
promesas y medias verdades, alcanzar una porción de esa iluminación si
llevaban a cabo lo que se les ordenaba y cumplían con todos los preceptos y
normas establecidos por la secta, casi siempre rígidos y estrictos.
El no poder saber si lo que decía Harris estaba contrastado por la ciencia
le traía de cabeza, en especial porque se daba cuenta de que cada vez tenía la
guardia más baja para dudar de sus afirmaciones y simplemente las iba
asimilando como verdades. Pero ¿sería todo cierto o Harris habría ido
añadiendo en su discurso sus propias convicciones y deseos de experimentar?
Pese a las gafas potenciadoras, las diferentes técnicas aprendidas para
tener sueños lúcidos, las infusiones para propiciarlos, las constantes
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verificaciones de la realidad, las meditaciones y relajaciones que los adeptos
iban experimentando, no todas las noches conseguían tenerlos. Cuando esto
pasaba, en cierto modo eran castigados con no ir al templo de la lucidez
durante varias noches. Para Cleo aquello constituía, por una parte, un
descanso mental, pero, por otra, le hacía sentirse frustrada por no alcanzar la
ansiada lucidez que le proporcionaba un bienestar y una paz difíciles de
describir para quienes jamás habían tenido un sueño lúcido.
Cleo estaba absorta en esos pensamientos, sentada en un banco en el
jardín, cuando se le acercó un chico alto, desgarbado, con barba de dos días,
de pelo rizado y oscuro.
—¿Molesto? ¿Estás haciendo tus ejercicios?
Cleo salió de su abstracción y lo miró fijamente a los ojos. Eran de un
azul precioso, como el mar embravecido.
—No, no… Siéntate.
El joven se acomodó junto a ella. Hacía frío, propio de las fechas en las
que estaban, aunque a decir verdad Cleo ya había perdido la noción del
tiempo que llevaba en Lucid Temple. Sin embargo, el frío no era un problema
para ella, ya que allí al menos podía respirar aire fresco.
—¡Qué frío hace! —dijo el chico—. Tú eres nueva, ¿no?
—Sí. Me llamo Cleo.
—Yo soy Marcos.
Se hizo un silencio incómodo. Por su rostro, Cleo dedujo que Marcos
quería contarle algo y no sabía por dónde empezar o quizá dudaba de si debía
hacerlo. Tampoco le pasaron inadvertidas las ojeras que surcaban su rostro,
como las de todos los botones de oro con los que se relacionaba.
—Verás —dijo el joven al fin—, no sé bien cómo empezar ni si vas a
estar receptiva a lo que voy a contarte.
—Claro que estoy receptiva. Te escucho con atención —repuso Cleo ya
un poco inquieta. Esa conversación no comenzaba igual que las que había
mantenido con el resto de sus compañeros, que solían ser superficiales.
—Te he estado observando y sé que llevas poco tiempo aquí, así que a lo
mejor aún se puede hablar contigo de lo que ocurre en este lugar.
—¿Y qué ocurre?
—Desde que llegaste, ¿no has notado nada anormal?
Cleo no estaba segura de si debía responder con sinceridad. Podría tratarse
de una trampa y que ese chico únicamente quisiera sonsacarle información
para luego contársela a Harris, así que contestó de manera ambigua,
haciéndose la tonta.
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—¿Anormal como qué?
—Pues que esto no es una escuela corriente, que aquí pasan cosas —
señaló bajando el tono mientras oteaba con la mirada en todas direcciones—.
Tú llevas poco tiempo, así que quizá lo que has visto te haya chocado; con
otros no se puede hablar porque ya están mediatizados, como lo estuve yo
durante mucho tiempo. Solo quería advertirte de que te vayas, si puedes, antes
de que sea demasiado tarde.
—¿Demasiado tarde para qué?
—Antes de que te laven el cerebro —respondió con cierto temblor en la
voz.
—Y ¿tú quieres irte?
—Sí. Y tengo planeado hacerlo. ¿Quieres venir conmigo? Entre los dos
será más fácil escapar.
Cleo aún desconfiaba.
—¿Y no puedes irte sin más? ¿Qué te lo impide? Se supone que esto no es
Guantánamo. Puedes entrar y salir. La puerta está abierta durante el día.
—No será un campo de concentración, pero no es posible. Ya lo he
intentado. Lo hice hace cosa de un mes y me descubrieron. Su respuesta fue
llevarme a la recámara.
—¿La recámara? ¿Qué es eso?
—Es largo de explicar y no tenemos mucho tiempo, pero procura que no
te metan ahí. Ahora piensan que se me ha pasado, que me he olvidado de
todo. Pero no. Ellos no dejarán que me vaya como si nada. De aquí hay que
salir huyendo o no salir jamás.
La cosa se ponía interesante. Marcos describía un panorama siniestro que
nunca nadie le había revelado. El chico prosiguió.
—Pensarás que me he vuelto paranoico al contarte estas cosas.
—¿Y el resto? ¿Por qué no escapa?
—Porque ni siquiera se les pasa por la cabeza. No hace falta que nadie los
controle. Están totalmente absorbidos.
—Pero ¿qué ocurre aquí? ¡Cuéntamelo!
El joven dudó unos instantes hasta que finalmente se lanzó.
—Harris y el resto: la doctora Cassi, Ernesto, Nuria… Son todos iguales.
Nos están utilizando para obtener información de otras personas, personas
influyentes. Información sucia con la que luego chantajearles y ganar dinero y
poder.
—¿Cómo dices? Pero ¿cómo lo hacen?
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—Tú todavía no has llegado a esa fase, pero también lo harán contigo en
breve mediante la manipulación de tus sueños lúcidos. A veces les funciona,
otras no. Quiero decir que esa información que extraemos no es fiable al cien
por cien. Pero a ellos eso les da igual. ¡Están experimentando con nosotros! Y
si estás haciendo un entrenamiento avanzado es porque han visto algo en ti.
Algo que les interesa. ¿Verdad que no estás pagando por tu estancia más que
una cuota?
—No, no estoy pagando nada excepto la cuota.
—¿Y no te parece extraño?
«De hecho, muy extraño».
—Un poco sí… ¿Has hablado de esto con alguien?
—¿Estás loca? Nadie más lo ve o si alguno lo ve, prefiere no pensar en
ello. Yo pude abrir los ojos cuando oí cierta conversación entre Harris y
Ernesto. Ellos no sabían que estaba escuchando, pero ahí comprobé que nos
están utilizando como muñecos de trapo. ¿No has notado algo raro después de
las cenas?
—¿Algo como qué?
—¿No te has encontrado más liviana y relajada, como si estuvieras
drogada? Creo que es porque nos están suministrando drogas, tal vez con las
infusiones. Eso no lo sé —susurró como si alguien pudiera escucharlos.
Cleo se quedó desconcertada. Ni por asomo se había planteado esa
posibilidad, aunque era cierto que después de cenar se notaba mucho más
tranquila y sumisa. Ella lo había atribuido a las técnicas de meditación y
relajación que practicaban a diario. Pero luego estaba ese dolor de cabeza que
sentía a la mañana siguiente de haber visitado el templo.
—¡Ven conmigo! —propuso Marcos—. Vayamos juntos a la policía.
Tengo planeado irme esta noche.
—¿Y por qué me cuentas todo esto a mí? No me conoces de nada. ¿Quién
te dice que no estoy al servicio de Harris?
—Porque llevas poco tiempo. Lo intenté con el chico pelirrojo, que se
incorporó unos días antes que tú, pero he visto que ya está metido hasta el
cuello. No se puede razonar con él. Está enganchado.
—Verás, es que yo no puedo irme todavía. Hay algo que debo hacer. No
puedo explicártelo, pero es demasiado pronto para mí.
Por supuesto estaba pensando en su reportaje, su gran exclusiva y lo que
sucedería después: su regreso a los medios por la puerta grande. Y también en
Conchita y Ginés, evidentemente.
—Puede que luego sea tarde para ti.
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En ese instante sonó el timbre y apareció Nuria, que les llamaba para
regresar a clase.
—Suerte —dijo Cleo.
El chico no contestó. Se limitó a bajar la cabeza y a hacerle una seña con
las manos rogándole que no dijera nada a nadie.
—Tranquilo. No lo haré.
Después, Marcos se dio la vuelta un poco decepcionado.
—¡Espera! —susurró Cleo antes de que se fuera—. Si logras salir,
pregunta en la comisaría por un amigo mío. Es expolicía. Se llama Ginés
Acosta. Él te ayudará. Cuéntaselo todo y dile que yo estoy bien.
—Lo haré. Y tú ten cuidado o pronto te convertirás en una más del
ejército de la lucidez.
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Ginés Acosta se dirigió con su coche hacia la lujosa mansión de los Solana en
Puerta de Hierro. Fue controlando los vehículos a través del espejo retrovisor
por si le seguía alguien, pero afortunadamente no vio ningún coche
sospechoso.
A Conchita le habían dado el alta hacía unas semanas y se hallaba en casa
de sus padres hasta que se recuperara del todo o, al menos, de sus heridas
físicas. Las mentales eran diferentes y seguramente, como decía la doctora
Sampedro, llevarían más tiempo.
No obstante, se abría un rayo de esperanza. La presencia de Ginés allí se
debía a que Conchita había recordado algo que podía ser interesante, quizá
una pista para seguir tirando del hilo en la investigación acerca de las causas
de su aparición en el hotel propiedad de sus padres y de su intento de suicidio.
De Cleo no tenía información desde que se había incorporado a Lucid
Temple en calidad de alumna aventajada, y no sabía si eran buenas o malas
noticias. Había intentado llamarla en un par de ocasiones, por si podía hablar;
solo quería quedarse tranquilo. Pero el teléfono siempre estaba apagado o
fuera de cobertura. No podía negar la inquietud que sentía, aunque confiaba
en su buen hacer como periodista. Además, tampoco era la primera vez que
no daba señales de vida durante una investigación.
Aparcó su automóvil y apagó el cigarrillo que pendía de sus labios en el
cenicero, lleno a rebosar de colillas y de ceniza antigua que dejaba muy mal
olor en el coche.
Anduvo los pasos que le separaban de la casa y tocó el timbre. Al poco le
abrió una mujer filipina que servía en casa de los Solana desde hacía años y,
después de limpiarse las botas en el felpudo, esta le acompañó al salón. Era
una estancia de madera noble presidida por una gran chimenea encendida y
enormes ventanales que daban a una terraza con vistas hermosas. Sobre la
mesa principal había fotografías de la familia que mostraban diversos eventos
a lo largo de su historia.
Su amigo y jefe, Ricardo Solana, apareció enseguida.
—Ginés, gracias por venir. Conchita nos espera en su habitación.
El expolicía se acercó a él y le dio un sincero abrazo.
—Tu mensaje decía que ha recordado algo que puede ser interesante.
—Juzga tú después de escucharla. Yo no sé qué pensar.
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Ginés le había contado al padre de Conchita lo de la persecución en coche
y ambos andaban con mucha cautela para evitar que nadie llegara hasta la
joven. Por eso, en parte, permanecía en casa de sus padres. Ahí había
seguridad privada y era más difícil que alguien indeseado se acercara a ella.
Se dirigieron a una habitación provisional que le habían preparado a la
chica en la planta baja, ya que así se facilitaban los desplazamientos en la silla
de ruedas.
Al llegar a la estancia donde se encontraba Conchita, Marcia se incorporó
y apagó el televisor. Estaba sentada en un butacón junto a la cama de su hija y
esta última, que yacía en ella, tenía mejor aspecto que la última vez que la vio
en el hospital.
—Marcia. Encantado de volver a verte. Hola, Conchita. ¿Cómo te
encuentras?
—Mucho mejor —respondió la joven sonriendo.
Se notaban los buenos cuidados de sus padres. Presentaba color en las
mejillas y hasta se había puesto brillo en los labios. Además, habían
desaparecido las ojeras que lucía en anteriores visitas y su rostro parecía
menos atribulado. Al parecer se estaba alimentando bien y casi dormía
adecuadamente, aunque a veces se negaba a conciliar el sueño por temor a las
pesadillas. Para ella la línea entre la vigilia y el sueño aún era difusa.
—Me dice tu padre que has recordado algo. ¿Me lo cuentas?
La joven cogió un periódico que tenía junto a ella en la cama y se lo
tendió.
—Este hombre… —contestó señalando una foto—. Lo he visto antes.
—A ver, permíteme.
Ginés tomó el periódico. En la fotografía se apreciaba un individuo de
mediana edad y pelo cano. Le habían realizado una entrevista cuyo titular era:
«Juan J. Emeterio: “Tras dejar la judicatura estoy disfrutando de mi familia”».
El expolicía leyó en alto el destacado.
—¿Y cuándo lo viste? ¿Lo recuerdas? —dijo después mirándola
directamente a los ojos.
—No estoy segura, pero sé que lo he visto antes.
—¿Vosotros lo conocéis? ¿Es amigo de la familia? —preguntó Ginés
dirigiéndose al matrimonio.
—En absoluto. No es siquiera conocido nuestro —contestó Ricardo al
tiempo que negaba con la cabeza.
—¿Es posible que vieras a este hombre en Lucid Temple?
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Preguntarle eso, en realidad, era lo mismo que no preguntar nada, habida
cuenta de que Conchita no recordaba haber estado en Lucid Temple.
—No lo sé. Solo sé que le conozco o al menos lo he visto. Pero no estoy
segura de dónde. Esto va a sonar raro, pero creo que he soñado con él.
—Sí, parece un poco extraño, Conchita, ya que, en el caso de que no lo
hayas visto antes, ¿por qué habrías de soñar con él? Tendría sentido si
simplemente lo hubieras conocido en algún momento durante este último año.
—Es que no sé. Es todo cuanto puedo decir. He intentado hacer memoria,
pero la doctora me dijo que no era bueno que forzara mis recuerdos.
—Es cierto, y has hecho muy bien al decírmelo —la tranquilizó.
Ginés abandonó la casa más confuso que cuando llegó. Resultaba que
Conchita había reconocido a un hombre, un exjuez, con el que sus padres no
tenían ningún trato y ella no estaba segura de si lo conocía realmente o si solo
se trataba de un sueño. ¿Y cómo explicar que hubiera soñado con él si no lo
conocía? No le veía el sentido.
Ya en casa, Ginés tomó el periódico y leyó la entrevista con atención. El
juez Juan J. Emeterio había dejado la judicatura varios meses atrás
esgrimiendo motivos personales. Cuando lo hizo estaba en la cumbre de su
carrera profesional y sin que mediara un motivo conocido. Él tampoco
aclaraba nada al respecto en la entrevista. Solo destacaba lo feliz que era en
aquellos momentos con su mujer y sus tres hijos, y que actualmente se
dedicaba a dar conferencias y seminarios por todo el país. No sufría
enfermedad alguna, al menos que se supiera, y tampoco había sido
cuestionado por sus compañeros de profesión, aunque era cierto que había
llevado algunos procesos polémicos y sonados contra banqueros, empresarios
y altos cargos políticos acusados de corrupción.
No le quedaba más remedio que hacerle una visita y enseñarle una foto de
Conchita. Era la única forma de salir de dudas sobre lo que afirmaba la joven
y saber qué relación les unía verdaderamente. Y así lo hizo unos días después,
cuando se enteró de que Emeterio iba a dar una charla en un conocido círculo
académico de la ciudad. Sin embargo, no pudo obtener información relevante.
Lo abordó una vez terminada la conferencia. Emeterio al principio se
mostró interesado, pero una vez que Ginés le contó lo que ocurría, sin
levantar mucho la liebre, y después de mostrarle una fotografía de Conchita,
Emeterio aseguró no conocerla de nada.
Entonces Ginés le preguntó acerca de Lucid Temple, por si se daba la
coincidencia de que Emeterio hubiera estado allí realizando algún curso y
pudieran haberse visto. Lo cierto es que tampoco le pegaba mucho que
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Emeterio hubiera hecho cursos de esa naturaleza, pero nunca se sabía. Sin
embargo, a Ginés lo que le chocó fue la reacción de Emeterio. Al mencionar
el centro de Harris, se mostró nervioso y repentinamente esquivo. Dijo que
tenía que marcharse y dejó al expolicía plantado en el vestíbulo donde
acababa de dar la conferencia.
¿Qué podía hacer a partir de ahí? ¿Por qué, de entre los pocos recuerdos
que la joven tenía, destacaba el haber conocido al exjuez? El asunto cada vez
le parecía más confuso y enmarañado. Muchas cosas no tenían sentido o al
menos él no alcanzaba a comprenderlo en aquellos momentos.
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Ese día, durante la cena, Marcos y Cleo intercambiaron varias miradas desde
la lejanía de sus mesas. Cleo estaba preocupada por él, por lo que pudiera
ocurrir esa noche. Tampoco le pasó desapercibido el hecho de que el joven
apenas tocó la infusión que les pusieron tras la cena. Lo había disimulado
bien, pero ella se había dado cuenta. ¿Sería verdad que los estaban drogando?
Cuando le acercaron su propia taza, dudó qué hacer. ¿Bebía o no? Lo sopesó
unos instantes, pero finalmente la mujer que se la sirvió la animó a hacerlo.
Que les estuvieran suministrando drogas podría explicar el grado de
ensimismamiento que tenían la mayoría de sus compañeros y las malas caras
que todos presentaban. ¿Sería el caso de Cleo y no se había dado cuenta?
Entonces reparó en que ni en los lavabos ni en las habitaciones había espejos.
Solo en la sala del templo y, cuando accedía a ella, la luz era tan tenue que no
era capaz de ver su propio rostro reflejado en detalle. ¿Sería ese el motivo por
el que evitaban los espejos en el centro, para que los adeptos no advirtieran el
deterioro físico que estaban sufriendo?
—¿No bebes? —preguntó Ana, su compañera de habitación.
Si no lo hacía podrían darse cuenta de que sospechaba algo. Tenía que
actuar con normalidad, así que se aproximó la taza a los labios y dio un sorbo
al brebaje. Enseguida notó el sabor amargo entrando por su garganta, y no era
la única. La mayoría le echaba miel para aplacar ese amargor.
Si aquello era droga, ¿todos consumirían la misma dosis o habría clases
también para eso como para los niveles de botones? ¿Y qué tipo de droga
sería? Pensó en algo como la ayahuasca, pero desechó esa posibilidad. Por lo
que sabía de esa droga, aunque podía encajar con la expansión de la
consciencia, provocaba vómitos y otros efectos indeseados como parte del
proceso que se seguía para abrir la mente. ¿Tal vez fueran drogas «legales»?
Desconocía qué tipo de bebedizos les daban, pero por sus diferentes sabores
no siempre eran los mismos. Puede que fuera una combinación de distintas
plantas de poder.
Tras la cena, todos regresaron a sus habitaciones en espera de ser
convocados o no para ir al templo. ¿Le tocaría a ella esa noche? Pasara lo que
pasase, debía permanecer alerta. Al menos ese era su propósito, pero nada
más tenderse en la cama sintió nuevamente esa ligereza en su cuerpo y su
mente. Era como estar tumbada y al mismo tiempo tener el cuerpo
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desprendido, como suspendido en el aire unos centímetros, algo que le
proporcionaba una tranquilidad y paz indescriptibles. Si mal no recordaba,
llamaban a eso una experiencia extracorporal. Entonces lo vio claro, tenía que
ser por efecto de las drogas, aunque su experiencia con ellas no es que fuera
muy dilatada. Había probado la marihuana y el hachís en sus tiempos de
juventud, pero no había experimentado con drogas de las que llaman «duras».
Y, en los últimos tiempos, sobre todo cuando se quedó sin trabajo, con el
alcohol.
«¿Qué coño nos habrán metido en el cuerpo?».
Sin embargo, poco después Cleo dejó de hacerse preguntas. Sus dudas,
sus anhelos e inquietudes se disolvieron como un azucarillo en un café sin que
ella pudiera hacer nada para evitarlo.
Al cabo de un rato apareció la doctora Cassi y le dijo que la acompañara
al templo. Una vez allí, sentada en la butaca reclinable, le habló sobre la
misión que debía realizar esa noche.
—En una sala contigua he dejado un sobre cerrado con una cartulina. Esta
noche la misión es clara: cuando alcances la lucidez tendrás que ir allí, abrir el
sobre y decirme, cuando despiertes, de qué color es esa cartulina.
—¿Y tú sabes el color o lo has metido al azar?
—Cleo, cariño, para evitar interferencias mentales, yo tampoco lo sé.
Su forma de hablar, siempre con dulzura y afecto, podría engatusar hasta
al mejor pertrechado. Sus palabras y la manera de pronunciarlas eran
similares al modo en que lo hacía Harris.
—Pero ¿voy a ser capaz de averiguarlo? —preguntó Cleo intrigada.
—Ya se verá. Eso es precisamente lo que queremos comprobar con este
experimento —repuso la doctora.
—Quiero decir que una cosa son los sueños lúcidos y otra diferente la
clarividencia. No sé si ambas encajan.
De pronto, la periodista recordó un episodio de su niñez. Cada vez que
alguien llamaba a la puerta de su casa, ella deseaba que fuera su padre, pero
sabía perfectamente que eso no ocurriría. En cambio, momentos antes de que
sonara el timbre Cleo sabía de quién se trataba. A veces lo decía en alto para
sorpresa de su madre. Otras, se lo callaba. ¿Podía eso considerarse
clarividencia o eran simples casualidades?
—No deberías dudar. Tú ya has tenido experiencias de ese tipo antes de
convertirte en alumna aventajada, ¿recuerdas? Viste esta sala sin haberla
pisado.
—Ya, pero…
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—Déjate llevar y a ver qué ocurre —la interrumpió—. Es solo un
experimento. No pasará nada si no aciertas el color.
Después la doctora la ayudó a colocarse las gafas y Cleo se tumbó en la
cama.
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No fue difícil dar con ella. Era una sala de reuniones anexa al templo.
También comprobó que había una cristalera desde la que se veía el
habitáculo. Sin duda se trataba del espejo que había al otro lado del cristal. O
sea, que desde allí les podían observar mientras hacían las prácticas.
Luego vio el sobre encima de la mesa y se aproximó a él. Lo tomó en sus
manos y justo cuando se disponía a abrirlo, escuchó un ruido fuerte e
insistente procedente del centro. Su sueño empezó a desestabilizarse y Cleo
perdió lucidez. Todo se desdibujaba por momentos. Intentó estabilizarlo de
nuevo con las técnicas que le habían enseñado, pero esta vez no fue posible.
Cleo despertó sin haber logrado abrir el sobre. Pero al menos comprobó
que el sonido era real. Se trataba de una alarma. No había sido algo
provocado por el sueño, sino que procedía del exterior. El sonido debía de
haberse incorporado a su sueño y por eso se había despertado.
Se quitó las gafas. La doctora Cassi no estaba allí. No había nadie más en
el templo con ella. Pensó en salir del habitáculo, pero decidió que lo más
prudente era esperar a que apareciera alguien.
Pasada una media hora, aunque no podría aseverar cuánto tiempo había
transcurrido en realidad, la doctora regresó. La alarma ya no sonaba. Su rostro
se veía congestionado y algo atribulado.
—¿Qué ocurre? —preguntó Cleo—. ¿Por qué ha saltado la alarma?
Ella mejor que nadie sabía lo que pasaba. Esa alarma se tenía que haber
activado con la fuga de Marcos. Pero en ese instante no lo recordaba, aún
estaba asimilando el sueño lúcido que había tenido y la presencia de Dimas en
él. ¿Le echaba de menos? Sí, le echaba de menos. Su ruptura, decisión de
Cleo, había sido propiciada por su depresión tras su despido. Tenía en la
cabeza que no merecía ser amada, tal vez por lo ocurrido con su padre. Y cada
vez que una relación se ponía seria hacía un ejercicio de evitación y
autosabotaje para que la persona que estuviera a su lado se apartara para
siempre. Y así había sido con Dimas. El despido fue la excusa para
comportarse como una auténtica cretina con él, que solo pretendía ayudarla.
—Nada, nada. Una falsa alarma. Ha saltado sin motivo —respondió la
doctora—. A veces pasa, pero tuve que ir a comprobarlo. Creí que habían
entrado a robar —se excusó y luego cambió de tema—. ¿Conseguiste la
lucidez? ¿Viste el contenido del sobre?
—Sí, pero no pude abrirlo porque la alarma me despertó.
—Bueno, no te preocupes. Al menos has logrado estar lúcida en tu sueño.
Puedes volver a tu habitación. La práctica ha terminado por esta noche.
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Sus palabras eran suaves, pero la ira que se reflejaba en sus ojos decía lo
contrario. Estaba muy enfadada. Algo gordo había sucedido.
¿Habría logrado Marcos escapar de Lucid Temple? Y, si era así, ¿lo
reconocerían en el centro o simplemente omitirían el incidente tapándolo de
algún modo? ¿Conseguiría Marcos hablar con Ginés para ponerle al corriente
de la situación allí dentro?
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Al día siguiente Cleo se levantó con dolor de cabeza, como solía pasar desde
que estaba en Lucid Temple. Afortunadamente, a lo largo del día el malestar
desaparecía.
En el desayuno buscó con la mirada a Marcos, pero no lo vio en el centro.
Lo que sí percibió fue un ambiente enrarecido y caras largas en algunos de los
miembros destacados del grupo, como Ernesto y varias de las personas de su
confianza, con las que Cleo no se atrevía a hablar mucho por considerar que
estaban metidas hasta el cuello en la secta. Eran alumnos aventajados con los
que solía verle y que posiblemente actuaran como chivatos. Cleo había optado
por no tirar del hilo de esas personas, ya que no se fiaba de Ernesto.
—¿Pasó algo anoche? —preguntó tras el desayuno a Ana, su compañera
de habitación.
Si alguien se enteraba de todo allí esta era Ana. Lo que la convertía en una
buena fuente de información indirecta.
—¿Por qué lo dices?
—Saltó la alarma y la doctora Cassi tuvo que irse del templo a comprobar
qué había pasado. ¿Es eso lo que ocurrió cuando se marchó Conchita?
—Ya te dije que Conchita se fue por propia voluntad, y no necesariamente
por la noche. ¿Por qué habría de haber sonado la alarma ese día?
—No lo sé. ¿No sonó ese día?
—¿Por qué lo preguntas?
—Anoche sonó y falta Marcos. No lo he visto en el desayuno.
—Ah, sí… Me han dicho que Marcos se puso malo y tuvieron que
llevarlo al hospital. Imagino que volverá pronto.
—¿Quién te lo ha dicho?
—La doctora Cassi. Aquí no podían tratarle. Era probablemente una
apendicitis.
De modo que esa era la versión oficial, que Marcos se había puesto
enfermo y tuvieron que llevarlo a un hospital. Pero ¿cuál era la verdad?
¿Habría escapado o estaría encerrado en alguna parte del centro? Rogó por
que fuera la primera opción.
Pero por si aquello no funcionaba de la manera deseada, es decir, la
rumorología interna que ellos mismos se habían encargado de generar y
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mantener, fue el propio Harris el que en clase los informó sobre la ausencia de
Marcos. De nuevo, les dio la versión oficial. Les dijo lo que debían creer.
Y el resto de los compañeros se lo tragó.
Sin duda, pensó Cleo, no era buena prensa para Lucid Temple que sus
alumnos terminaran escapando aterrados por lo que se vivía allí. Eso podría
despertar consciencias acerca de los auténticos propósitos de ese inocente
centro de enseñanza.
Después de la clase, Harris llamó a Cleo a su despacho y esta se sintió
inquieta. La periodista esperaba que no tuviera que ver con su conversación
con Marcos, que no hubieran averiguado de algún modo que ambos habían
estado hablando de su fuga el día anterior.
Pero resultó que de lo que quería hablarle Harris era sobre la situación de
su entrenamiento.
—Has completado con éxito muchas de las misiones que te hemos
planteado —le dijo con una sonrisa amplia y aparentemente franca—. Aunque
anoche no pudiste terminar lo que te encargó la doctora Cassi debido a un
estímulo externo.
«La alarma que sonó durante la fuga de Marcos. Ese es el verdadero
motivo».
Harris continuó.
—Así que nos gustaría invitarte a que te conviertas oficialmente en botón
de oro. Queremos que te unas a nosotros para seguir practicando en el terreno
de la lucidez onírica. Esperamos mucho y bueno de ti.
«Confían en mí».
—¿Por qué yo? —preguntó Cleo haciéndose la tonta.
—Porque realizas bien las misiones. Eres una alumna aventajada y eso
hay que premiarlo de algún modo. Sin embargo, no será fácil. Las misiones se
volverán un poco más complicadas y las instrucciones serán más estrictas
para mantener y estimular aún más la disciplina de la motivación.
«¿A qué se refiere? ¿Castigos?».
—Eso no será un problema. Lo intentaré con mayor motivación e
intención.
—¡Bien! Esa es la actitud que buscamos en nuestros alumnos —dijo
Harris extrayendo un botón dorado del bolsillo de su americana—. Toma,
Cleo. Te lo has ganado.
Era un botón exactamente igual al que encontraron en el hotel la noche en
la que Conchita se arrojó por el balcón desde el Harmony Centro. Solo que el
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suyo estaba desgastado de tanto acariciarlo, seguramente debido a sus
ejercicios de lucidez, y el de Cleo estaba nuevo, aún sin manipular.
¿Mantener y estimular la disciplina de la motivación?
Eso había dicho Harris.
Si Cleo ignoraba lo que significaba aquello, no tardó en averiguarlo. Tan
pronto aceptó ser botón de oro, fue conducida a una «habitación especial»,
por llamarlo de alguna manera, aunque en Lucid Temple era conocida como
«la recámara». Marcos ya había deslizado algo sobre ella. Básicamente se
trataba de una celda de castigo, aunque para Harris no era más que un método
expeditivo para propiciar aún más la lucidez. Una suerte de cámara de
reflexión en la que el visitante debía pasar una semana solo, sin más
compañía que una cama, un aseo y un diario de sueños.
Según Harris, la persona que accedía a su interior recordaba mejor su
propósito, su intención y su motivación de estar lúcido. Así, sin estímulos
externos y apenas luz, resultaba más sencillo que el visitante se centrara en lo
verdaderamente importante y se olvidara del yo. Según Harris, el yo
terminaba por disolverse y cuando se regresaba de allí, uno ya no era el
mismo.
Cleo decidió tomárselo con filosofía. Tendría más tiempo para pensar en
lo que debía hacer, su gran reportaje, o eso creía ella. Pero el aislamiento no
buscado puede convertirse en algo perturbador. Además continuaban
suministrándole las infusiones; el tiempo se diluía de una manera asombrosa y
llegó a confundir la noche con el día.
Harris decía que grandes pensadores de la humanidad y religiosos se
habían refugiado en cuevas y santuarios aislados del mundo, lo que los había
invitado a la reflexión y la expansión de la consciencia. Finalmente, sus
experiencias devinieron en algo extático e iluminador, y no habían vuelto a la
normalidad. Ponía como ejemplo a san Onofre, nacido en Etiopía hacia el año
320, quien cambió el cenobio por el desierto o quizá una cueva, no se sabía a
ciencia cierta. El caso es que sobrevivió, completamente solo y alimentándose
de dátiles, hierbas e insectos durante sesenta años, y en ese periodo se había
dedicado a la oración y al recogimiento.
Sin embargo, aparte de la diferencia de tiempo con la experiencia de san
Onofre, había otra significativa con respecto a lo que Lucid Temple pretendía.
El retiro de san Onofre había sido voluntario; el de Cleo no.
La periodista empezó a preocuparse cuando perdió la noción del tiempo.
La escasa luz de la que disponía provenía de una lámpara de sal. Ni ventanas
ni respiraderos le permitían saber qué hora era. Había llegado a un punto de
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no retorno, concluyó. Antes de eso quizá podría haber abandonado Lucid
Temple voluntariamente. Ahora lo veía imposible y lo que era aún peor, ni
siquiera se le pasaba por la cabeza hacerlo.
Aún no.
Aunque, por lo que había dicho Marcos, sospechaba cuáles eran los fines
de la secta, no estaba segura de que eso fuera cierto. Lo que él le había
revelado le parecía tan enrevesado que no terminaba de admitir que los
alumnos pudieran ser utilizados como «espías oníricos» en el llamado
«ejército de la lucidez». Tenía que documentarlo bien para su reportaje. No
valía únicamente con testimonios internos. Había que dar fe de ello en propias
carnes o conseguir pruebas.
En esos días de descanso y ayuno, ya que tampoco le proporcionaban
demasiada comida, no fue consciente de que podía soñar lo que quería y
practicar la lucidez para ver a su padre. Su mente estaba muy ocupada con la
nada. Sus sueños se volvieron confusos y desordenados, y en ocasiones
terroríficos. Igual que la propia vigilia que experimentaba.
Una noche soñó con su madre, lo que le hizo tener un rapto de lucidez
(¡pura ironía!) acerca de su situación, ya que sus resistencias estaban cada vez
más bajas.
Esta vez no fue un sueño lúcido.
Ella no sabía nada de lo que estaba haciendo su hija. ¿Estaría preocupada
al no tener noticias suyas? Le había dicho que no se inquietara, que iba a estar
desconectada del mundo durante un tiempo indefinido, pero que en todo caso
volvería para Navidad. A fin de cuentas, ya estaba acostumbrada a que su hija
desapareciera por temporadas en función del tipo de reportaje que se trajera
entre manos. Por eso le disgustaba tanto su trabajo. Simplemente, no lo
entendía.
Pero en esta ocasión era distinto. En su sueño, su madre estaba enferma y
necesitada, y Cleo no estaba a su lado para socorrerla. Ya despierta, aunque
ignoraba si era de día o de noche, tuvo espantosos pensamientos a raíz del
sueño. ¿Y si Harris había mandado a alguien para hacerle daño a su madre?
Cleo estaba convencida de que Lucid Temple contaba con la ayuda de alguien
en el exterior, si es que era cierto lo que le había explicado Marcos. Y la
periodista no pudo evitar que un escalofrío recorriera su cuerpo.
Antes de meterse en aquel lío, le había pedido a Ginés que fuera a verla de
vez en cuando por si necesitaba algo y esperaba que lo estuviera haciendo.
En la recámara había un cuaderno donde Cleo debía anotar sus sueños
durante el periodo de aislamiento para luego ser analizados, una forma más de
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control del adepto, al que se le impedía pensar por sí mismo. Pero no se
atrevió a reflejar el sueño de su madre. Eso podría atraer la atención de la
secta sobre ella. Aunque quizá todo fueran elucubraciones suyas, temió que
ofrecer más datos sobre su vida personal fuera una puerta de acceso a su
mente y una invitación a jugar con ella.
Sin embargo, ignoraba que el juego mental había comenzado mucho
antes, con ese inocente test de personalidad que rellenó al inscribirse en el
centro.
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Cinco semanas en Lucid Temple
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Después de permanecer allí un buen rato, Ana, que estaba preocupada por
ella, acudió a buscarla.
—Vamos, te vendrá bien dormir.
—¿Dormir, dices? Ya he dormido suficiente.
—Créeme, sé cómo te sientes. Yo pasé por lo mismo. Es duro, pero
merece la pena. Dormir es lo que hice yo después de regresar de la recámara.
Me ayudó a poner las ideas en orden. Además, esta noche no te convocarán
para ir al templo. Te permitirán descansar un poco antes de empezar con las
misiones.
—Vale. Puede que tengas razón.
Cleo intentó incorporarse, pero al hacerlo se mareó y trastabilló.
—Vamos. Apóyate en mí. Te ayudaré.
Cleo hizo lo que su compañera le pedía y juntas se dirigieron a la
habitación donde la periodista pasó buena parte de la mañana durmiendo
tranquila, sin recordar sueños (ni lúcidos ni no lúcidos).
Por la tarde se sentía mejor, así que después de comer se dirigió a la clase
de meditación. Allí practicó las técnicas aprendidas durante su estancia en
Lucid Temple y luego, antes de la cena, tuvo algo de tiempo para conversar
con Ana.
—¿Te sientes mejor? —le preguntó su compañera.
—Sí, creo que sí.
—Empezaba a preocuparme por ti.
—¿A ti también te pasó el confundir la noche con el día y no saber si
estabas despierta o dormida?
—Sí. Pero fue una experiencia iluminadora que me ayudó a descubrir mi
verdadero propósito en la vida.
—¿Y cuál es?
—Ser feliz. Aquí lo soy, cosa que no pasaba en mi vida anterior. Todo
eran sombras hasta que llegué aquí.
—Me alegro por ti. ¿Ha vuelto ya Marcos del hospital?
—Aún no. Parece que la cosa se ha complicado y todavía estará ingresado
unos días. Pero regresará.
«¿Lo hará?».
No había señales de vida del joven. ¿Qué habría pasado realmente? Por
primera vez, Cleo dudó. ¿Y si volvía al redil arrepentido? ¿Y si lo que le
había contado Marcos no era cierto? Lo único claro es que había desaparecido
y que las resistencias de la periodista estaban cada vez más débiles y
comenzaba a dudar de sus investigaciones.
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Luego, a petición de ellos, se reunió brevemente con Harris y la doctora
Cassi. Esta última portaba el cuaderno de sueños que Cleo había escrito
durante su estancia en la recámara.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Harris.
—La verdad, un poco confusa —dijo Cleo.
—Es normal, no te preocupes. Pronto pasará esa confusión y lo verás todo
más claro que antes.
—Sí, supongo.
—Nosotros pensamos que el ejercicio de aislamiento ha sido todo un éxito
—apuntó la doctora Cassi señalando al cuaderno de sueños. Sin duda lo
habían leído y su contenido les había satisfecho.
—¿Lo creéis de verdad?
—Por supuesto —remachó Harris—. Y esta noche queremos que
descanses para aclarar tus ideas y que valores el esfuerzo que has hecho para
llegar hasta aquí. Sabemos que ha sido duro, pero merecerá la pena. Mañana
comenzaremos con misiones más elevadas. Pensamos que estás preparada
para llevarlas a cabo.
Esperaba que fuera cierto que vería las cosas más claras al día siguiente
porque la realidad era que aún tenía el recuerdo de los días pasados en la
recámara como un todo continuo en el que se juntaban la noche y el día, la
vigilia y los sueños. ¿Sería un ejercicio saludable lo que había vivido? Por
momentos pensaba que sí, que merecía la pena todo lo experimentado por
haber despertado la lucidez en su interior, una de las experiencias más
fascinantes que había sentido a lo largo de su vida. Algo en lo que podría
refugiarse siempre que quisiera.
Si Ana era feliz allí, ¿por qué ella no podía serlo? Tal vez llegara un
momento en el que todo le resbalara y pudiera construir un universo onírico
particular al que acudir cada vez que lo deseara. Quizá esa gran exclusiva por
la que tanto había luchado no mereciera la pena si lo que verdaderamente
quería era alcanzar un estado de felicidad.
Aquella noche Cleo soñó con Harris y la doctora Cassi. Ambos se
aproximaban a ella en el templo con una copa de oro entre las manos. Sus
rostros sonrientes eran una invitación.
«Bebe», le decían.
Y ella, sin dudarlo, tomaba la copa y bebía.
«Bienvenida al ejército de la lucidez».
Al despertar, ni siquiera se le pasó por la cabeza analizar el contenido
onírico que había desfilado frente a sus ojos. Sus fuerzas empezaban a
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flaquear seriamente.
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Al día siguiente Cleo se despertó en su cama con la mente mucho más
despejada. Pero era un tipo de claridad que inevitablemente la empujaba hacia
Lucid Temple y sus enseñanzas.
Harris tenía razón.
Tras el aislamiento su mente había devenido en lucidez. Él siempre decía
que la práctica de los sueños lúcidos nos convertía en personas mucho más
lúcidas en la vigilia, más conscientes, y era cierto. El encierro había dado sus
frutos. Cleo se había dado cuenta de que hasta ahora no se había centrado en
lo importante de su vida. ¿Y qué era lo importante?
Ser feliz.
Debía reconocer de una vez y, sobre todo, reconocérselo a sí misma, que
en su anterior vida no lo era. Por primera vez en mucho tiempo se sentía en
paz, y en especial que había un lugar donde resguardarse de la tempestad
cuando esta arreciaba: los sueños lúcidos y el mundo nuevo que pensaba
construir en ellos cuando le fuera posible. Un mundo en el que todo sería
como lo imaginaba en su mente. Podía ser Dios en su fuero interno y estaba
dispuesta a seguir cultivando las enseñanzas que la llevaran a ello.
Las tormentas mentales desatadas en su interior por fin cobraban forma y
era capaz de analizar la situación con objetividad, o eso creía ella. Si se lo
proponía podría rebatir uno a uno todos los argumentos que la habían llevado
a emprender su investigación para hacer el reportaje, que ahora ya carecía de
sentido. Puede que Lucid Temple no fuera todo lo transparente que
aparentaba, pero no podía obviar que los métodos de Harris, aunque taxativos,
funcionaban.
Pensaba en todo ello mientras observaba la pegatina de la «C» de
Conchita en el lateral de su mesilla de noche. Quizá la joven no había sabido
comprender la verdadera esencia de Lucid Temple y por eso había optado por
huir. No podía culparla, pero ahora veía su caso desde otra perspectiva. Quizá
le había faltado fortaleza para superar todas esas pruebas a las que les
sometían, y tal vez había ocurrido lo mismo con Marcos.
—Por fin, desde que llegaste aquí, te veo sonreír con los ojos —le dijo su
compañera de habitación, quien se había percatado del sutil cambio en su
mirada ojerosa—. Ahora sonríes, antes no.
Cleo la miró, y volvió a sonreír.
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—Es que puede que tuvieras razón desde el principio y todo este
entrenamiento haya sido lo más conveniente para mí.
—No sabes cómo me alegro de oír eso.
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la infusión que había ingerido poco antes.
—¿Harás eso por nosotros, por el grupo? —preguntó Harris—. Somos
como un ejército, el ejército de la lucidez y solo con tu ayuda podremos
vencerles.
—Sí. Haré lo que sea necesario por preservar las enseñanzas del centro —
dijo Cleo sin pestañear.
—Estupendo —comentó Harris esbozando una amplia sonrisa—. Pues
ahora queremos que te centres en la pantalla, que mires con atención las
imágenes que se van a proyectar y que después, cuando duermas, hagas lo
posible por conseguir la lucidez, busques a esa persona e indagues en su vida.
—¿Qué tengo que buscar? —dijo Cleo mirando a Harris.
—Cualquier cosa que nos sirva para defendernos. A veces acertarás y
otras no. Pero no te preocupes. Para eso estamos nosotros, para cribar la
información que llega. Aunque si disponemos de una pequeña pista, cualquier
cosa que nos sirva, todo será más sencillo.
Acto seguido, la doctora Cassi cogió el mando de la televisión y accionó
el botón del play.
—Presta mucha atención —le instó.
De inmediato la pantalla se llenó de imágenes. Algunas estaban en
movimiento y otras eran simples fotografías de un hombre delgado, moreno,
con gafas y con la nariz un poco aguileña.
—¿Quién es? —preguntó Cleo.
—Un enemigo. En realidad, da igual quién sea. Tú no te preocupes por
eso. Simplemente ve a buscarle, entra en su mente y averigua si oculta algo;
algo que pueda servirnos.
Tras la charla, el vídeo se repitió una y otra vez hasta un total de tres
veces, lo necesario para que Cleo pudiera recordar cómo era su aspecto.
Luego se puso las gafas y se tumbó en la cama, dispuesta a dormir. Para
entonces sentía que su cuerpo flotaba un par de palmos por encima del lecho,
que su mente viajaba a gran velocidad. Los pensamientos le llegaban como un
eco lejano y el sueño la llamaba.
Era de noche.
La luna brillaba en lo alto del firmamento y le proporcionaba la claridad
suficiente para poder ver lo que había a su alrededor.
Cleo se vio junto a un río. No sabía qué hacer, así que comenzó a caminar
siguiendo su curso, aunque había piedras y le costaba avanzar.
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De pronto la periodista tropezó y cayó al suelo. Se había hecho daño en el
pie derecho. Se lo miró para comprobar que no se había roto nada, se quitó la
zapatilla y en ese instante observó que en vez de cinco dedos había seis.
«Esto no puede estar pasando. ¿Desde cuándo tengo seis dedos? ¿No será
un sueño? ¿Estoy soñando?».
Decidió hacer una prueba de verificación de la realidad e intentó
atravesarse la palma de la mano derecha con el dedo índice de la izquierda y
comprobó que podía traspasarla con facilidad.
En ese momento cobró lucidez.
«¡Estoy despierta dentro de mi sueño!».
Pese a los numerosos sueños lúcidos que a esas alturas había tenido, no
paraba de maravillarse ante ese fenómeno que la conducía a la lucidez, era
como un despertar profundo a otra realidad.
Se puso en pie y estabilizó el sueño frotándose las manos. Una vez que lo
hizo se centró en su misión.
«Cuando atraviese el río estaré en la casa del hombre del vídeo».
Se dispuso a cruzar el río y lo hizo sintiendo el agua fría en sus tobillos.
Cuando consiguió cruzarlo divisó una casa al fondo. Se dirigió hacia ella
dando grandes brincos y atravesó la puerta solo con pretenderlo.
En el interior había una habitación. Entró y allí estaba él, el hombre del
vídeo, tumbado, durmiendo en una cama junto a su esposa. Cleo se acercó y
le miró bien el rostro. Quería asegurarse de que era la persona correcta. Temió
que se despertara, pero algo en su interior le dijo que, aunque lo hiciera, no
podría verla.
Luego fue a otra estancia, un despacho. Allí, sobre una mesa, había un
ordenador. Cleo lo encendió y sorteó la clave con tan solo proponérselo y
comenzó a buscar entre los numerosos archivos que custodiaba el disco duro.
¿Habría algo verdaderamente reprobable en ellos?
Debía darse prisa, no sabía cuánto tiempo le restaba hasta el despertar
definitivo y si lo hacía antes de lo deseado todo aquello no habría servido de
nada.
Al fin dio con una carpeta protegida por una contraseña. Volvió a sortear
la clave y la abrió. Comprobó con horror que allí solo había vídeos de
pornografía infantil. Cleo se sintió desconcertada. ¿Sería eso real o
únicamente el producto de su imaginación en su afán de buscar objetivos para
Lucid Temple? No podía saberlo. Harris y la doctora Cassi tendrían que
analizar su información a posteriori.
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Poco después el sueño empezó a desestabilizarse y por más que intentó
retenerlo no fue capaz. Todo se desmoronó a su alrededor.
Entonces despertó.
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Seis semanas en Lucid Temple
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que ocurría dentro de Lucid Temple y los problemas que pudieran afectar al
grupo.
Al conseguir el botón de oro muchas puertas se le habían abierto y podía
realizar tareas a las que antes no tenía acceso, como la recepción de alumnos
nuevos en otros niveles o la asistencia a la preparación de las infusiones que
ingerían durante la cena. Por extraño que parezca, nunca preguntó qué
contenían esas hierbas que les suministraban, eso había dejado de tener
importancia. Con ellas se preparaba una cocción que producía una espuma
blanca. Luego se repartía entre los alumnos avanzados, ella incluida, aunque
no se hacía todas las noches, solo cuando había entrenamientos especiales o
cuando el adepto debía visitar el templo.
El encargado de este menester era un hombre de unos sesenta años que
estaba contratado al servicio de la escuela y que era quien manejaba las dosis
que debía tomar cada uno de los alumnos. Se llamaba Diego, aunque entre
ellos era conocido como «el Chamán», debido a su origen mexicano. No era
muy hablador, aunque durante las preparaciones entonaba por lo bajo
canciones ancestrales y realizaba aspavientos mientras mezclaba las hierbas.
La función de Cleo era asistirle en lo que precisara durante la elaboración. El
hierbero, tras machacar las raíces de las plantas, obtenía una sustancia con
una textura parecida a la de la miel y que luego se mezclaba con agua para
aligerarla. Otras veces era una combinación de diferentes hierbas, cuyo origen
constituía un misterio.
Para Cleo no era sospechoso de estar drogándoles, sino de darles acceso a
la puerta de la lucidez con su sabiduría y sus conocimientos. Le gustaba
ayudarle a preparar todo, como si se tratara de un ritual purificador para
obtener estados alterados de consciencia.
A veces le permitían realizar pequeñas salidas al exterior, siempre
supervisadas por alguien de rango más alto (por lo general, con Ernesto) para
llevar a cabo compras o recados. Su animadversión hacia él persistía e incluso
le parecía mutua, pero aceptaba de buena gana ir con él si así lo disponía
Harris.
Sin embargo, cuando salía estaba deseando volver; el mundo se le
antojaba ahora un lugar extraño y confuso, y en consecuencia generaba que
Cleo hiciera verificaciones de la realidad constantemente. Todo ello
contribuía a aumentar su lucidez durante la noche. De hecho, se sorprendía al
comprobar que sus sueños lúcidos eran cada vez más frecuentes hasta el
punto de echarlos de menos cuando estaba en la vigilia. En ocasiones, llegaba
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a confundir la realidad con los sueños, tal como le pasó al abandonar la
recámara en su periodo de aislamiento.
Del mismo modo, pudo manejar el ordenador de Nuria e introducir los
datos de los nuevos alumnos. Un día, por mera curiosidad, buscó la ficha de
Conchita y efectivamente la halló entre las carpetas de los antiguos alumnos.
Habían mentido, sí, pero Cleo se había convencido de que los impulsaba un
buen propósito. Conchita era una joven débil y por eso había determinado
huir de un mundo que no comprendía ni había llegado a asimilar como
propio. No era culpa de Lucid Temple, a fin de cuentas, sino de ella, que no
había sabido convivir con sus compañeros ni con esa nueva lucidez de la que
le habían hecho entrega.
Con respecto a Marcos, nunca regresó. Cuando vieron que el tiempo
pasaba y no volvía, en el centro les dijeron que su situación en el exterior se
había vuelto compleja y que resultaba preferible que no retornara, pero no
llegaron a explicarles por qué no podía volver. No obstante, este hecho dejó
de importarle. Ya no se preguntaba dónde estaría ni qué suerte habría corrido.
En definitiva, se había convertido en una alumna casi perfecta, que no
presentaba problemas y que realizaba los cometidos que se le demandaban sin
quejarse. Al igual que hacía Ana, Cleo había encontrado justificación para
todo aquello que no le cuadraba en el día a día. Y si no la hallaba lo aceptaba
sin cuestionarse nada que pudiera poner en tela de juicio al centro ni a sus
habitantes.
De vez en cuando pensaba en el móvil que tenía escondido entre el
cabecero de su cama y la pared, y, cuando eso sucedía, sentía remordimientos
por haber desconfiado de Harris y de la doctora Cassi. De hecho, buscaba el
instante oportuno para deshacerse de él, pues ya no iba a necesitarlo. Lo
sentía por Ginés, pero aquel lugar no era la secta tenebrosa que habían
imaginado, sino un grupo acogedor en el que emprender una nueva vida. Sin
embargo, no hallaba el momento, así que aún seguía ahí escondido. No quería
que la pillaran en falta.
A veces barajaba la posibilidad de mandarle un mensaje a Ginés
diciéndole que estaba bien, pero que abandonaba su investigación al
considerar que todo estaba en orden y que había hallado un nuevo horizonte
en su vida. Sin embargo, sabía que ese mensaje haría que su amigo se
preocupara por ella, cuando no había motivo alguno para hacerlo. No quería
tener que estar dándole explicaciones innecesarias y arriesgarse a que la
pillaran con el móvil. Ginés era capaz de presentarse allí y montar un follón, y
Cleo no quería eso porque podría generar desconfianza hacia ella en los
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miembros de Lucid Temple. Lo que deseaba era integrarse plenamente, como
Ana y otros compañeros.
Solo quería estar en paz y ser feliz. Y paz, de momento, era lo que tenía.
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Siete semanas en Lucid Temple
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pensar que está despierto, aunque siga soñando. Eso podía ser la antesala de la
lucidez, así que se trataba de un buen comienzo.
—Bien. No importa si no los ha tenido aún —comentó Nuria—. Para eso
estamos aquí. Le enseñaré el centro. Ah, y esta es una de nuestras alumnas
aventajadas, Cleo. Ella podrá darle testimonio de la eficacia de nuestros
métodos.
En Lucid Temple consideraban que la presencia de Cleo o de algún otro
alumno botón de oro podía ser un incentivo para que los potenciales alumnos
se matricularan en los cursos. Esa era la motivación para que Cleo asistiera a
la recepción de nuevos fichajes.
—Encantado —dijo él esbozando una amplia y franca sonrisa.
Luego los tres realizaron un recorrido por las distintas zonas de libre
acceso del centro y Nuria le fue explicando paso a paso toda la información
relativa a los cursos y a su hipotética inscripción, lo mismo que había hecho
con la periodista en su día. Sin embargo, Adrián apenas la miraba porque no
apartaba la vista de Cleo, que a su vez lo miraba a él con algo de timidez. En
esos instantes lamentó estar hecha un adefesio. Seguro que tenía ojeras y su
pelo era un desastre. Desde que estaba en Lucid Temple había descuidado
mucho su aspecto. Allí solo les importaba que la persona estuviera dispuesta a
dormir y para ello no hacía falta un gran vestuario ni excesivos cuidados. Y al
no disponer de espejos se hacía difícil saber cuál era la imagen que
proyectaba en los demás.
Fue en ese momento cuando Cleo se dio cuenta de que entre ellos había
química, cosa que no le pasaba con frecuencia, por lo que, sin que sus
interlocutores lo notaran, hizo una verificación de la realidad, e intentó
atravesar la palma de su mano derecha con el dedo índice de la izquierda, por
si aquello se trataba solo de un sueño.
Casi todas sus relaciones habían empezado de igual modo… un gesto, una
mirada, sin apenas cruzar unas palabras. Hay quien dice que para saber si nos
interesa una persona bastan unos segundos, que en poco tiempo podemos
sentir si alguien nos atrae, independientemente de que existan o no puntos en
común. Y este era el caso. Tal vez no había ninguno entre ellos, pero le atraía.
Ese era también el motivo por el que muchas de sus relaciones habían
fracasado, por precipitarse a la hora de elegir. Pero no podía evitarlo. No le
gustaban muchas personas. No era enamoradiza, pero cuando le atraía alguien
se lanzaba a la piscina sin importarle las consecuencias. Aunque, si le gustaba
de verdad, la faceta tímida de Cleo salía a relucir especialmente al principio
de la relación, como le estaba ocurriendo en ese momento.
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Al finalizar la visita, ambos pudieron estar solos unos minutos, ya que
Nuria fue a coger unos impresos para la inscripción. Pero Cleo apenas logró
articular palabra. Estaba demasiado nerviosa.
—Tú, que eres botón de oro, ¿qué me aconsejas? ¿Que haga el curso?
¿Servirá de algo? ¿De verdad se consiguen tener sueños lúcidos?
Cleo se quedó paralizada unos instantes antes de responder. ¿Dónde había
quedado su empuje y su desparpajo? Siempre se había distinguido por ser una
persona lanzada en lo tocante a su trabajo, pero en las relaciones personales
era otra cosa, ahí fallaba, sobre todo si quien tenía delante le gustaba mucho.
—Yo… yo lo haría, desde luego que sí —dijo con voz titubeante—. Claro
que se tienen y una vez que los experimentes no querrás parar.
—¿Y tú tienes sueños lúcidos con frecuencia?
—Sí, los tengo muchas noches.
—¿Y cómo son?
—Es algo maravilloso, pero no sabría cómo definirlos. Hay que vivirlo.
Aquí podrías aprender a tenerlos, como lo hice yo.
—¿Y esto? ¿Qué es? —preguntó señalando el botón de oro que Cleo
sostenía con la mano derecha y que no había parado de acariciar durante toda
la visita.
Cleo se insufló de valor antes de contestar.
—Oh, es una consigna entre los alumnos del centro. Pero para saber por
qué y para qué lo utilizamos me temo que tendrás que matricularte —dijo
guiñándole un ojo.
—Si así puedo seguir viéndote… me lo pensaré.
«Pero di algo… ¡Seré idiota!».
No supo qué decir, así que se limitó a sonreír. Y fue así, con un simple
gesto, como comenzó una relación especial entre ellos. Sin embargo, Cleo
ignoraba que en Lucid Temple no estaban contempladas este tipo de
conexiones. Por algún motivo que se le escapaba no querían que los alumnos
mantuvieran relaciones sentimentales y no tardó en averiguarlo.
Sin duda, tuvo que ser Nuria quien le fue con el cuento a Harris y la
doctora Cassi, o tal vez alguien los viera hablando en el jardín una vez que
Adrián se matriculó como botón de bronce. Al estar en clases distintas no
coincidían muy a menudo, pero cuando lo hacían, casi siempre en el jardín,
ambos notaban que, si se dejaban llevar, podría haber algo entre ellos y hacían
lo posible por estar juntos. Él le gastaba bromas y de vez en cuando se cogían
de la mano como dos colegiales. Algo muy inocente, por el momento. Sin
embargo, Cleo desconocía que sus pasos eran vigilados muy de cerca.
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En este sentido, Lucid Temple era como una empresa férrea y no permitía
que sus «empleados» intimaran más de la cuenta. Así que un día le dieron un
toque de atención.
—Hemos notado que te has fijado en un botón de bronce —le comentó la
doctora Cassi.
—¿Cómo? ¿Qué? —Cleo no daba crédito a lo que escuchaba.
«¿Qué importa eso?».
—Adrián. Sabes de quién te hablo, ¿verdad?
—Sí, pero ¿qué pasa con él? Solo somos amigos.
—Hemos percibido que existe una buena sintonía entre vosotros. Quizá
demasiado buena.
—Pensaba que eso era positivo, que hubiera un buen ambiente entre
compañeros. Además, se me pidió que fuera simpática con él o con cualquier
posible alumno.
—Una cosa es el buen ambiente, que lógicamente aprobamos, y otra las
relaciones demasiado personales.
—No hacemos nada malo. De hecho, aún no ha pasado nada entre
nosotros.
«¡Ni siquiera nos hemos besado!».
—Por eso te lo comento, antes de que suceda. No es conveniente, Cleo.
Te distraería de tu objetivo, de conseguir mantener y ampliar tu lucidez. Y
este tipo de relaciones acaban por enturbiar tu progreso en el centro. Es más,
tampoco a él le permite avanzar en su largo camino hasta el despertar de la
lucidez.
Aquello la desarmó. Parecía que en el centro se tomaban muy en serio su
escalada y no querían que hubiera distracciones externas que pudieran
perturbar a los alumnos aventajados.
Entonces Cleo decidió que lo mejor era respetar lo que le demandaban.
Pero no resultaba fácil. Tener la tentación tan cerca y a la vez tan lejos le
hacía sentirse frustrada. A Adrián no le habrían dicho nada, pensó Cleo. Tal
vez era demasiado novato para venirle con imposiciones de ese tipo. Aquello
podría hacer que abandonara el curso. Por eso, cada vez que tenía ocasión, se
acercaba a ella, mientras que Cleo empezó a comportarse de manera evasiva.
Pero aunque pusiera tierra de por medio, todo ello la distraía de su
objetivo. Eso era un hecho. Tanto, que Cleo empezó a perder lucidez y no
llegaba a alcanzarla tan a menudo como antes.
Y esto a ojos de Lucid Temple podía convertirse en un obstáculo.
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Sin embargo, aunque mantuvo las distancias al principio, no pudo hacerlo
por mucho tiempo. Adrián le preguntaba si le pasaba algo, si había algún
problema con él, y la periodista no sabía qué decir ni cómo actuar, así que
optó por hacer caso omiso de las normas y volvió a comportarse como antes,
es decir, dejándose llevar por la situación. Fue así como se dieron su primer
beso, aunque ignoraba que este gesto pudiera costarle tan caro.
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Adrián trabajaba en una compañía discográfica, aunque su sueño era
convertirse en guitarrista profesional. Para ello acudía a clase un par de veces
por semana en una pequeña escuela de música en el barrio de Lavapiés, al
sureste de la almendra central de la ciudad. Sabía que no era mucho tiempo el
que le dedicaba al instrumento, pero su trabajo le impedía ir más a menudo a
las lecciones. Sin embargo, en casa practicaba todo el que podía, quitándoselo
a otras actividades que consideraba menos relevantes. Y de vez en cuando
tocaba en algún garito de la capital junto a un grupo de amigos que tenían
aspiraciones similares.
También sabía que no era lo suficientemente bueno para llegar a ser un
músico de éxito, pero no cejaba en su empeño de convertirse en guitarrista,
pese a que a su alrededor hubiera personas que intentaran disuadirle de
continuar por ese camino, sobre todo su exnovia. «Para eso hay que tener un
talento especial», le decía Diana, cuando aún estaban juntos.
«Mira a Mozart. Empezó a tocar el piano con tres años, y ya era un
portento. Por mucho que quieras, nunca llegarás a ser como él. Harías mejor
en centrarte en otras cosas», argumentaba ella.
Adrián tampoco pretendía ser Mozart, tan solo quería vivir de la música,
aunque fuera modestamente; vivir feliz y contento, sin presiones.
Diana, como buena arquitecta, era pragmática. Tenía una vida muy
ordenada y lineal, algo que no casaba bien con la forma soñadora de ver el
mundo de Adrián. Pese a que habían estado juntos dos años, sus mundos eran
opuestos. Adrián era idealista, desorganizado y algo alocado. Y Diana, todo lo
contrario. Pensaba que había que planificar todo, como si de un proyecto de
arquitectura se tratara, y dejaba poco espacio a la improvisación.
En lugar de apoyarle, le desanimaba, algo que con el paso del tiempo fue
minando el interés de Adrián y el de la propia Diana. De hecho, acabaron
dejándolo. O fue más bien ella quien tomó la decisión, pero podría haber sido
él. Decía que necesitaba alguien a su lado que le ofreciera estabilidad y
confianza en el futuro, y esa persona no parecía ser Adrián. Ella quería
casarse y tener hijos ya. Y Adrián no estaba por la labor.
Pasados nueve meses de la ruptura, Adrián encontró una octavilla en el
parabrisas de su coche. «¿Quieres soñar en grande?», rezaba el texto de la
publicidad. «Los sueños lúcidos son la respuesta». Estuvo a punto de tirarla a
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una papelera, pero por algún motivo guardó la octavilla en la que figuraba la
web de Lucid Temple.
Luego, ya en casa, indagó un poco acerca de esa prometedora propuesta.
Descubrió que mediante los sueños lúcidos era posible practicar actividades
como tocar un instrumento y aprovechar mejor el tiempo empleado soñando,
ya que servía para progresar durante la vigilia. Y decidió pasarse por la
escuela para averiguar si eso era cierto.
Fue allí donde conoció a Cleo, que le deslumbró desde el primer contacto.
La posibilidad de practicar con una guitarra imaginaria en sueños también le
pareció interesante, pero si se matriculó en la escuela fue en gran medida por
los deseos de volver a ver a Cleo.
La joven lucía acusadas ojeras, pero en sus ojos se apreciaba un brillo
indescriptible. El entusiasmo con el que hablaba de la lucidez y la promesa de
que él también iba a experimentar ese prodigio fueron determinantes para que
se apuntara al curso.
Sin embargo, había algo extraño en esa joven, algo que le atraía y le
asustaba al mismo tiempo. Sabía que si ella se lo proponía podría destrozarle
el corazón. Igual que Diana. No sabía por qué siempre tenía que fijarse en
mujeres complicadas. Y Cleo lo parecía. No era como el resto de las mujeres
a las que había conocido. A decir verdad, se le antojó raro que estuviera tan
apegada a ese centro de enseñanza. ¿Tal vez se llevara algún tipo de comisión
por cada alumno que consiguiera captar?, pensó al principio.
No entendía su vínculo con la escuela. Eso le echaba un poco para atrás.
El hecho de que viviera allí le hizo plantearse si, a la larga, no sería una
relación con altibajos. Pero lo cierto es que cuando estaba a su lado se sentía
el hombre más dichoso del mundo. Confiaba en que esa situación inusual
fuera temporal, que ella regresara a su casa algún día no muy lejano. En
consecuencia, iba a la escuela a horas en las que no tenía clase, solo para
coincidir más con ella.
Al principio, no le dijo nada sobre sus dudas. Creía que ella podría
tomarlo por una persona controladora, y en absoluto era esa su pretensión. No
tenía suficiente confianza para manifestarle sus temores. Se conformaba con
verla en las instalaciones de Lucid Temple, aunque no entendiera su manera
de comportarse y de actuar. Poco después se dieron el primer beso. Una
invitación de que algo mejor estaba por llegar.
Un punto fuerte era que Cleo lo apoyaba en su carrera musical. Al
contrario que su exnovia, no pensaba que sus sueños fueran naderías. Decía
que había que luchar por lo que uno quería en la vida, aunque la batalla fuera
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dura y difícil, y que ella estaba cumpliendo su sueño de ser feliz en Lucid
Temple mediante el desarrollo de la lucidez.
A medida que la relación se fue afianzando (lo poco que se podía afianzar
dadas las circunstancias), él necesitaba más de ella. Y así pensaba decírselo a
la menor oportunidad. Les había hablado a algunos amigos sobre ella y todos
estaban deseosos de conocerla, algo que en esos momentos no era posible. Y
que él no acababa de comprender. Debía pasar a la acción, aunque fuera de
manera suave y sutil. Hablaría con ella y le transmitiría sus inquietudes.
Entendía que Cleo tuviera sueños, y lo respetaba (¡cómo no, si él también los
tenía!). Pero ¿qué clase de sueños podrían tener juntos si siempre estaba ahí
metida?
Pensaba que había un punto intermedio en el que ambos podrían coincidir
y estaba dispuesto a luchar por ello.
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Nueve semanas en Lucid Temple
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—Pero ¿por qué no puedes vivir en tu casa? Practicar allí. ¿Qué diferencia
habría? No acabo de comprenderlo —dijo cogiéndole la mano.
Estaban en el jardín, situados en el lugar más discreto que habían
encontrado para poder hablar.
—Porque las prácticas se realizan sobre todo de noche. Es lógico que
pernoctemos en el centro. Harris dice que cualquier distracción podría
desviarnos de nuestro propósito de alcanzar la lucidez y empeorar nuestras
reservas lúcidas.
—¿Y no te parece un poco exagerado ese planteamiento? ¡Te aísla del
mundo! ¿Es que no deseas ver a tu madre y tus amigos? —Adrián hizo una
pausa antes de añadir—: Y verme a mí… fuera de este edificio.
Cleo tomó aire antes de contestar.
—Claro que sí, pero de momento no es posible.
—Pero ¿cuándo? ¿Cuándo volverás a tu vida de antes? —La impaciencia
se percibía en su tono de voz.
Esa era una buena pregunta. Su vida de antes. ¿A quién le importaba?
—Ahora mismo no lo sé. Cuando sea el momento, será —fue su hierática
respuesta.
No podía hablarle de tantas cosas que resultaba difícil que él la
comprendiera. No podía contarle lo de las misiones, tampoco sincerarse sobre
las infusiones de Diego el Chamán, ni de cómo pasaban el tiempo dentro de
Lucid Temple. Todo eso estaba prohibido, así se lo habían hecho saber
sutilmente.
Quizá Cleo había tomado a la ligera el aviso de Harris y aunque intentaba
ser cautelosa, se comportaba de manera contraria a como le habían pedido que
hiciera, pero no podía remediarlo. Adrián le gustaba, aunque se daba cuenta
de que esa relación estaba abocada al desastre desde el inicio. Sobre todo
cuando la amenazaron con mandarla a la recámara si no deponía su actitud.
Según ellos, su nivel de lucidez estaba bajando y tal cosa significaba que ya
no tenía tantos sueños lúcidos como antes.
En ese instante apareció Ernesto, que los vigilaba desde la lejanía.
—¿Tiene clase ahora? —le preguntó a Adrián con sequedad.
—No, dentro de una hora.
—¿Y qué hace aquí entonces?
—Pues ya ve, estoy hablando con Cleo.
Ernesto ignoró a Adrián. Luego miró a Cleo y dijo:
—Creo que te buscaba Diego. Deberías estar con él. Ya sabes por qué.
—¿Quién es Diego? —intervino Adrián.
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—Eso no es de su incumbencia —replicó Ernesto de malas maneras.
Cleo se levantó con la intención de dirigirse hacia la cocina. Adrián se
quedó cortado, sin saber cómo reaccionar. Pensaba que ella diría algo en su
favor. ¿Quién era ese tal Ernesto, su padre? Estuvo a punto de decir algo, pero
pensó que era mejor no hacer nada para no complicar la situación de Cleo. La
reunión se disipó de una forma que Adrián juzgó extraña. ¿Qué pasaba allí
dentro?
De un modo u otro todos sus encuentros, por inocentes que fueran, eran
controlados por alguien. Allí había demasiados ojos presentes para saltarse las
normas. Incluso Ana, su compañera de cuarto, previno a Cleo una noche
después de la cena, cuando ya se encontraban en la habitación.
—Ten cuidado —le dijo—. Aquí todo el mundo se entera de lo que
ocurre. Hasta yo me he dado cuenta de lo que pasa con Adrián.
—Pero es que no es nada malo, Ana.
—Va contra las normas. No quieren que estrechemos lazos. No es la
primera vez que sucede y la otra historia acabó mal.
—¿Pasó antes? ¿Qué fue lo que ocurrió?
—Da igual. Acabó mal, ya te lo he dicho. Eso es lo que tienes que saber.
Eso y que me han pedido que te vigile.
—Cuéntamelo —insistió Cleo.
Ana se rascó la sien y con voz resignada contestó:
—Una alumna aventajada, que estaba haciendo un entrenamiento
especial, se fijó en uno de los botones de oro. A ella la echaron del programa
y más tarde abandonó el curso, o eso nos dijeron.
—¿Y el botón de oro?
—Al botón de oro lo metieron en la recámara una temporada. Cuando
salió casi no recordaba ni su nombre. Luego se puso malo y desapareció del
centro. No querrás que a ti te pase eso, ¿verdad? Aléjate de él. Es lo mejor
para ti y para Adrián. ¿Me oyes? ¡Olvídate de ese chico! Puede ser peligroso
para ti.
Sin embargo, pese a las advertencias y aunque Cleo se esforzara por
mantener las distancias, había algo que nadie podía controlar… ni siquiera
ella misma: sus sueños. Y Adrián empezó a colarse en ellos.
Una noche, mientras estaba en el templo realizando una misión, esta
quedó interrumpida por la aparición de Adrián durante un sueño lúcido. Este
le pedía que fuera con él a su casa, que abandonara su cometido de esa noche
y Cleo cedió, porque era lo que realmente deseaba. Fue así como estuvieron
solos por primera vez. Luego, después de una cena romántica, ambos dieron
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rienda suelta a sus instintos. Sí, era solo un sueño. Pero, aunque solo se tratara
de eso, para Cleo fue una experiencia inolvidable. Era la primera ocasión que
la periodista mantenía sexo en sueños desde que estaba allí.
Los sueños lúcidos parecen tan reales como la vida misma. La intensidad
que se alcanza desde el punto de vista emocional es muy alta y todo lo que se
vive se percibe como auténtico.
Adrián había aparecido como respuesta a la censura que experimentaba en
la vigilia y con su llegada había dado al traste con la misión que le había
encargado la doctora Cassi.
Lógicamente no podía contarle la verdad de lo ocurrido. Eso pondría en el
punto de mira a Adrián, así que no le quedó más remedio que inventarse algo.
No pudo revelar que había alcanzado la lucidez, porque le habrían pedido
toda suerte de detalles, y optó por decir que no había logrado estar lúcida y
que, por tanto, no había podido cumplir con el objetivo trazado de antemano.
En los sueños lúcidos teóricamente podemos controlar todo: escenarios,
personajes, acciones… Pero a veces nuestros deseos más íntimos se imponen
a la acción. Si lo que pretendemos es hablar con un guía espiritual, que nos
aconseje, pero no tenemos claro nuestro propósito, a buen seguro aparecerán
«distracciones» por el camino. Esas distracciones pueden ser personajes que
nos hablan e interfieren en el plan que previamente nos hemos fijado. Y, en el
caso de Cleo, Adrián era su distracción, porque lo que ella realmente deseaba
era estar con él.
A la doctora Cassi no le hizo ninguna gracia que Cleo no hubiera
alcanzado la lucidez y lo manifestó haciendo un chasquido con la lengua. La
periodista no podía decirle que en realidad sí la había logrado, pero que había
preferido soñar por su cuenta antes que cumplir con la misión que le había
asignado.
Soñar por su cuenta.
¿Desde cuándo no lo hacía? Siempre había misiones de por medio,
encargos de Harris o de la doctora Cassi. Visitar a gente que no conocían de
nada para rebuscar en su vida los trapos sucios, como le había dicho Marcos
en su día. Empezaba a ser molesto tener que cumplir con unos objetivos que
tampoco sabía muy bien para qué servían. Nunca les decían si habían tenido
éxito, ni por qué esas personas eran enemigas de Lucid Temple.
Por las mañanas, antes de comenzar el día, tenían que apuntar sus sueños
en el diario y este era supervisado por Harris o la doctora. Sus deseos más
íntimos, sus frustraciones, sus traumas… todo quedaba al descubierto. No
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eran libres para elegir sus sueños. ¿Hay mayor esclavitud que esa? Una cárcel
para el alma.
Pero lo peor aún estaba por llegar.
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Después de la misión fallida, la actitud de sus mentores cambió con respecto a
Cleo. Ya no la trataban con la cortesía que habían manifestado al principio.
Era como si de nuevo estuviera a prueba. Como si el terreno que había ido
ganando poco a poco y con esfuerzo le hubiera sido arrebatado de un
plumazo.
Una noche la reclamaron en el templo, pero no únicamente para cumplir
con una misión, sino para practicar otra técnica de lucidez. Ni Harris ni la
doctora Cassi se resignaban a dejar escapar a una de sus mejores alumnas por
distracciones o tonterías.
—Estás perdiendo lucidez y por eso te hemos convocado para enseñarte
una nueva técnica. Quiero que prestes atención —le dijo Harris con frialdad.
Cleo lo miró fijamente e intentó no perder detalle de sus explicaciones.
Estaba sentada en la butaca del templo mientras Harris y la doctora Cassi
permanecían de pie, a su lado, dispuestos a empezar con las instrucciones.
—Se llama SSILD (Senses Initiated Lucid Dreams) —continuó Harris—,
aunque nosotros la conocemos como «Una técnica muy misteriosa». El
porqué de este nombre es debido a que nadie sabe demasiado bien de qué
manera funciona, pero el caso es que se obtienen excelentes resultados. La
mayoría de las técnicas que conoces, una vez que se practican por un tiempo,
tienden a perder efectividad, cosa que no ocurre con SSILD. Aquí cuanto más
se ejercita, mayores son los beneficios. Es una técnica de origen chino y para
su práctica se emplean los sentidos. Además, se utiliza en combinación con
otras metodologías como WBTB (Way Back to Bed), que ya conoces, el
famoso «Despierta y de vuelta a la cama». Es decir, que dormirás primero
cuatro o cinco horas, te despertaremos con un timbre y pondrás en práctica la
técnica SSILD antes de volver a dormirte.
—Se trata de completar un ciclo de tres pasos —apuntó la doctora Cassi
—. ¿Lo comprendes? —La doctora miraba a la periodista con fijeza, como si
esta no fuera capaz de seguir el hilo de lo que le estaba contando.
Cleo asintió.
—Cuando te despiertes pasarás un rato levantada leyendo tu diario de
sueños y luego volverás a la cama. El paso primero es prestar atención a la
vista. Para ello cerrarás los ojos y pondrás atención a la oscuridad tras tus
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párpados. Es importante que tus ojos estén relajados y que no te esfuerces por
visualizar nada. Solo limítate a observar.
Harris retomó la palabra.
—En el paso dos pondrás atención a tus oídos. Trasladarás tu atención
desde la vista a los oídos y escucharás lo que sucede a tu alrededor. Puede que
oigas sonidos externos del ambiente o sonidos internos, como el latido de tu
corazón o tu respiración. O simplemente que percibas el sonido del silencio.
Pondrás todo tu foco en ello.
Cleo se limitaba a asentir con la cabeza, al tiempo que tomaba nota mental
de las explicaciones.
—El paso tres tiene que ver con la cenestesia. Se trata de percibir la
sensación interna de tu propio cuerpo. Tendrás que enfocarte en él —dijo la
doctora—. Pueden ser sensaciones de pesadez o de ligereza, cosquilleos,
vibraciones o puedes centrar la atención en la temperatura o en los puntos de
apoyo corporales. Es importante que no busques esas sensaciones, sino que
observes si se producen. Tal vez no ocurra nada o no percibas nada anormal.
—Repetirás este ciclo varias veces, primero de manera breve deteniéndote
cuatro o cinco segundos en cada fase. Lo harás entre cuatro y seis veces.
Después, repetirás el ciclo de forma más pausada. Te detendrás unos treinta
segundos en cada fase y repetirás el ciclo tres o cuatro veces.
—¿Y si me distraigo y pierdo la concentración? —preguntó Cleo.
—Eso no importa. Si eso ocurriera limítate a empezar el ciclo de nuevo.
Cuando acabes, ponte en tu posición habitual de dormir y descansa hasta
quedarte dormida.
—¿Y qué pasará luego?
Harris se apresuró a responder a su duda.
—Hay cuatro cosas que pueden suceder. Que entres en hipnagogia. En ese
caso debes aprovechar esa circunstancia para acceder a la lucidez mediante la
técnica WILD, que ya conoces. También puede ocurrir que se produzca la
lucidez mediante la técnica DILD, que también conoces, es decir, que te des
cuenta de que estás soñando y alcances la lucidez; o bien que experimentes un
falso despertar o un despertar real.
—Así que ahora presta atención a las imágenes que van a salir en la
pantalla, fíjate en ese hombre y cuando alcances la lucidez ve a por él. Es un
enemigo de Lucid Temple y queremos saber qué oculta.
Cleo miró hacia la pantalla y vio a un hombre calvo y gordito con gafas.
Su rostro parecía un poco alargado, igual que los de Harris y la doctora,
seguramente debido a la infusión que había ingerido en la cena.
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Como casi siempre, había imágenes en movimiento. Daba la impresión de
que el hombre hubiera sido grabado realizando alguna actividad cotidiana.
Pero la mayoría de las imágenes que se mostraban eran fotografías estáticas
en distintos momentos de su día a día. Cleo fijó toda su atención en él y
procuró memorizar sus rasgos. Luego se acostó a dormir, esta vez sin las
gafas especiales, ya que la iban a despertar con un timbre, y se dejó llevar.
Cleo avanzaba por un camino de tierra en un día luminoso y sin nubes. Iba
despacio, observando el terreno. Al poco tiempo empezaron a aparecer
lápidas a los lados del sendero. Se hallaba en un cementerio antiguo y
desconocido para ella. La hiedra y el musgo estaban adheridos a las tumbas, y
configuraba un panorama decadente y añejo. Al final de la avenida se
extendía un acantilado y más allá el mar. Cleo se aproximó al acantilado y
poco después se fijó en una mujer vestida de negro que lloraba junto a una de
las lápidas.
Al aproximarse más comprobó que se trataba de su propia madre.
—¿Mamá? ¿Qué haces aquí? —preguntó extrañada.
La mujer se volvió lentamente y la miró con ojos acuosos.
—¿Hija? ¿Dónde estás?
—Estoy aquí, mamá. ¿No me ves?
—No estás aquí. Hace mucho que no estás. Me tienes abandonada.
—Mamá, pero ¿qué dices? Ya te comenté que estoy trabajando.
—¿Trabajando? ¿Qué trabajo es más importante que tu madre? ¡Te
necesito!
—¿Has hablado con Ginés? Él sabe en qué ando metida y lo que estoy
haciendo. Le pedí que cuidara de ti.
—¿Y qué estás haciendo? —Sin esperar respuesta añadió—: ¿Qué estás
haciendo con tu vida?
—Estoy practicando la lucidez e intentando darle un sentido a mi vida.
Su madre se giró hacia la lápida sobre la que había estado llorando y
sentenció:
—¿Ves lo que pasará? Antes tenía una hija.
Cleo miró también hacia la lápida y descubrió que el nombre que aparecía
en ella era el suyo. ¿Estaba muerta? No era posible.
—Mamá, no he muerto. ¡Estoy aquí!
—¿Aquí? ¿Dónde? Si de verdad no has muerto, ven a verme. Llámame,
dime algo. No puedo estar tanto tiempo sin ti.
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—Lo haré, mamá. Lo haré.
Cleo se echó a llorar al tiempo que sonaba el timbre en Lucid Temple.
La periodista se enjugó una lágrima que resbalaba por su mejilla derecha.
Aquel sueño no lúcido había conseguido perturbarla más de lo que imaginaba.
Quizá su madre la necesitaba o al menos precisaba tener noticias suyas y ella
estaba en un lugar donde no podía tener contacto.
¿No podía realmente? Ellos dijeron que si era necesario podría hacer una
llamada. Quizá era hora de reclamar esa posibilidad.
Cuando la doctora Cassi accedió a la habitación, Cleo disimuló. Aún tenía
que cumplir con el protocolo de la técnica SSILD. No podía permitirse llorar,
aunque era lo que le pedía el cuerpo.
—¿Te ocurre algo? —preguntó la doctora. Quizá había notado algo
anormal en su rostro.
—No, no. Estoy bien.
—En ese caso, ten tu diario de sueños. Lee un rato su contenido y después
inicia la técnica que te hemos explicado.
A continuación, se retiró y la dejó a solas en el templo.
Pero pese a su empeño, Cleo ya no pudo centrarse convenientemente en la
técnica SSILD ni tampoco fue capaz de alcanzar la lucidez esa noche, como
se le demandaba. Necesitaba hablar con su madre, decirle que estaba bien y
comprobar si ella también lo estaba.
Por la mañana, las caras de fastidio de Harris y de la doctora lo decían
todo. No les había sentado nada bien que Cleo no hubiera sido capaz de
acceder a la lucidez. Y ella no podía mentirles. Mejor dicho, sí podía, pero
habría sido descubierta enseguida. Tal vez podría haberse inventado algo,
pero no habría servido de nada, ya que lo que se le pedía eran datos concretos
sobre el individuo de la pantalla.
No podía inventarse nada creíble, y más teniendo en cuenta que, de algún
modo, lo iban a verificar. Ahora era su madre quien realmente le preocupaba.
En ese instante pensó que sería contraproducente mencionar la llamada que
pretendía hacer. Luego probaría suerte con Nuria. Quizá ella fuera menos
estricta ante su demanda.
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Antes del desayuno la doctora Cassi se retiró a dormir y Cleo aprovechó para
abordar a Nuria, que acababa de llegar. Quería hacer su llamada. El sueño de
la noche anterior había conseguido inquietarla en extremo y en esos
momentos su prioridad era hablar con su madre.
Los únicos teléfonos fijos que había en el centro —o que al menos Cleo
había visto— estaban en la secretaría y en el despacho de Harris. Tuvo que
entregar su móvil al comienzo de su entrenamiento especial, aunque aún le
quedaba el teléfono de repuesto que había escondido en la habitación que
compartía con Ana. Cleo sopesó utilizarlo, pero valoró que, antes de
incumplir las normas, era mejor solicitar la llamada por las buenas.
Sin embargo, su demanda no fue atendida como ella hubiera deseado.
Nuria más bien se mostró inquisitiva.
—¿Una llamada? ¿Para qué? ¿Y a quién?
—A mi madre. Necesito hablar con ella y decirle que estoy bien. No tiene
noticias mías desde que estoy en Lucid Temple.
Entonces, tras un breve silencio, comenzaron las excusas.
—Creo que la línea telefónica está estropeada. De todas formas, tendré
que consultarlo con Harris.
—Harris me dijo que si era necesario podría hacer una llamada al exterior.
Bien. Pues quiero hacerla.
—Lo consultaré cuando acabe la clase y te diré algo, si es que funciona el
teléfono.
Cleo insistió. Lo del teléfono estropeado sonaba a pretexto y por muy
obnubilada que estuviera no coló.
—No puedo esperar. ¡Necesito llamar ya! Préstame tu teléfono móvil y
acabaremos antes.
La periodista estaba convencida de que si dependía de Harris, esa llamada
no se produciría. Y más después de ver sus últimos resultados en cuanto a
lucidez se refería.
—No puedo darte acceso al teléfono sin consultarlo. Espera a que hable
con Harris, por favor.
Cleo se marchó contrariada al comedor. Estaban a punto de servir el
desayuno. Allí se sentó junto a Ana y trató de averiguar si alguna vez, desde
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que estaba allí, había tenido un teléfono en sus manos. Su respuesta no pudo
ser más desalentadora.
—Es que nunca he tenido la necesidad de hacer una llamada al exterior.
Ya te conté mi vida —le dijo—. ¿A quién podría llamar?
—No sé. ¿No te parece extraño? Es solo una llamada lo que estoy
pidiendo, no entiendo que no quieran dejarme hacerla.
—Va contra las normas —contestó Ana antes de llevarse una cucharada
de avena cocida a la boca.
Estaba claro que Ana no se planteaba según qué cosas y que acataba todo
lo que le decían sin cuestionarse nada.
Por un momento, Cleo tuvo una chispa de raciocinio.
«No sé qué esperabas si esto es una secta».
Al fin había reparado en esa palabra: secta. Fue entonces cuando cayó en
que se había desviado de su objetivo. Había entrado allí para investigar y
conseguir su gran reportaje y descubrir qué le había pasado a Conchita. Y
ahora estaba atrapada hasta el punto de no poder hacer una simple llamada a
un familiar.
Sin embargo, las cosas aún se complicaron más. El día fue transcurriendo
y nadie le dijo nada acerca de la llamada, pero después de la sesión de
meditación y antes de la cena fue convocada para mantener una pequeña
charla con Harris. Cleo se temía lo peor cuando llamó a la puerta del
despacho del líder de Lucid Temple.
—Pasa, pasa —le dijo Harris.
Cleo entró y cerró la puerta tras de sí.
—Siéntate, Cleo.
Ernesto también estaba allí, de pie junto a Harris, como fiel guardián que
era. Cleo apenas lo miró.
—Nuria me ha dicho que quieres hacer una llamada a tu madre.
—Sí. Eso es.
—Sé que, en su momento, te dije que si era necesario podrías llamar al
exterior y no voy a incumplir mi promesa. Pero tu nivel de lucidez ha bajado.
No sabemos qué te ha ocurrido. Has pasado de ser una alumna ejemplar a
perder la lucidez. Convendrás conmigo en que eso no es lo que esperábamos
de ti cuando te ofrecimos formar parte de nuestro programa. Se ha convertido
en un problema.
—Sí. Pero si pudiera hacer esa llamada me quedaría tranquila y
seguramente recobraría la lucidez —argumentó Cleo en un vano intento por
convencerlo.
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—Aquí los «seguramente» no cuentan. Cuentan los resultados. Y contigo,
lejos de obtenerlos, los estamos perdiendo. Así que me temo que esa llamada
no se producirá ahora. No queremos que te distraigas con más cosas del
exterior.
Con «más cosas del exterior» se estaba refiriendo claramente a su relación
con Adrián.
—Pero necesito hablar con ella.
—Y hablarás… cuando mejore tu lucidez. Por ahora, hemos pensado que
lo mejor es que visites la recámara de nuevo. Es un método un tanto
expeditivo, pero necesario y aleccionador. Así podrás centrarte en lo
realmente importante.
Cleo no supo qué decir. Su mente estaba anulada y apenas le quedaban
fuerzas para protestar. Solo se le ocurrió argumentar algo a la desesperada.
—Si mi madre no sabe de mí en mucho tiempo empezará a hacerse
preguntas y es posible que acuda a la policía pensando que he desaparecido.
Pero la amenaza velada no surtió efecto.
—Oh, no te preocupes por eso. Ya le hemos mandado un mensaje para
que esté tranquila.
—¿Cómo? ¿Cuándo?
—Recuerda que tenemos tu teléfono móvil. Ya nos hemos encargado de
eso, así que no debes preocuparte por nada más excepto por tu lucidez.
Cleo recordó que ella misma les había hecho entrega de su teléfono
personal. Posiblemente, con malas artes, habían accedido a su PIN, ¡no iban a
hacerlo si eran capaces de chantajear a personas de toda condición! O puede
que aquello solo fuera un farol de Harris. En ese instante no había forma de
comprobarlo.
—Y ahora, por favor, acompaña a Ernesto. Se te servirá la cena ya en la
recámara.
«¡¿Cómo he podido ser tan idiota?!».
En ese instante, Cleo se dio cuenta del engaño que había vivido en los
últimos meses. Ginés tenía razón: no era tan fuerte mentalmente como había
imaginado. En su afán por conseguir su gran exclusiva había minusvalorado
los poderes de Lucid Temple y de Harris, y ahora estaba atrapada sin
posibilidad de avisar a su amigo. No podía hacer nada en absoluto. Si lo que
Harris había dicho era cierto, ¿quién le decía que no pudieran tener acceso a
su madre para presionar a Cleo? Revolverse no conduciría a nada bueno y
puede que fuera en detrimento de su madre. No le quedaba más remedio que
acatar las órdenes de Harris y adentrarse de nuevo en la recámara. Y puede
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que cuando saliera de allí, si es que salía alguna vez, su mente se hubiera
fraccionado para siempre.
No había nada que pudiera hacer. Al menos a ella no se le ocurría nada
excepto obedecer.
Ernesto le hizo un gesto con la mano invitándola a abandonar el despacho
de Harris para acompañarla a la recámara. En su rostro se adivinaba la
satisfacción por haber logrado su objetivo.
Cleo le hizo caso y le siguió hasta la recámara. Una vez allí, Ernesto le
dedicó unas palabras, la puntilla final.
—Has sido muy indisciplinada, Cleo. —Su comentario iba acompañado
de una sonrisilla cínica—. Pero créeme cuando te digo que aquí aprenderás a
comportarte como una auténtica alumna de Lucid Temple. Enseguida te
traerán la cena.
La puerta se cerró tras de sí con un sonoro portazo y Cleo se quedó
completamente a oscuras.
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TERCERA PARTE
Sueño rem
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42
Pese a que aún faltaban algunos días para la Navidad, la ciudad ya se había
llenado de color y de luz. Los adornos navideños y las luces se habían
encendido en todas partes. La gente caminaba frenética por el centro de la
villa, cargada con bolsas en busca de sus regalos, y Ginés continuaba sin tener
noticias de Cleo. Esa era ahora su máxima preocupación y lo peor es que se
sentía atado de pies y manos.
El viejo policía condujo a toda velocidad por la vía en dirección a la
comisaría del distrito desde la que su amigo Lucio González le había
telefoneado. Algo había pasado en las últimas horas.
Un chico llamado Marcos Prieto se había presentado en la comisaría, en
un evidente estado de alteración emocional, y había pedido hablar con Ginés
Acosta. Al principio no le hicieron mucho caso. El joven parecía trastornado
y contó una historia inverosímil acerca de un grupo al que, según refirió,
había pertenecido durante un tiempo.
Ginés aparcó en los estacionamientos reservados para la policía. Él ya no
lo era, pero seguramente le perdonarían su falta debido a la urgencia de la
situación. Luego se ajustó el cordón de su bota derecha. Daba igual lo fuerte
que lo apretara al vestirse por la mañana, que al cabo del día se veía obligado
a colocarlo bien al menos un par de veces.
—He quedado con Lucio González —dijo cuando llegó al agente que
estaba en la recepción leyendo el periódico. De fondo se escuchaba la radio
sintonizada en la frecuencia de la policía.
—¿Su nombre, por favor?
—Ginés Acosta.
—Espere aquí un momento.
El agente marcó la extensión correspondiente y preguntó por su amigo.
—Enseguida le atiende —le informó tras colgar. Luego regresó a su
lectura como si Ginés no estuviera.
El expolicía daba golpecitos en el suelo con el tacón de su bota, como si
con este gesto pudiera desprenderse de una hipotética lasca de barro. En
realidad, era un gesto nervioso que evidenciaba su estado anímico. Intuía que
algo no iba bien y se sentía intranquilo.
Pocos minutos después apareció su amigo con una carpeta en la mano.
—Ginés, pasa, por favor —dijo mostrando una gran sonrisa al verle.
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Se conocían desde hacía años e incluso durante un tiempo, cuando Ginés
aún era policía, habían trabajado juntos.
El viejo policía se apresuró a pasar al tiempo que se despojaba de su
abrigo. Lo tenía desde hacía al menos diez años y aunque ya estaba un poco
raído, continuaba abrigando como el primer día.
—Hace frío fuera —comentó Lucio frotándose las manos. Luego se
acercó a su antiguo compañero y le dio un abrazo.
—Ha pasado mucho tiempo desde la última partida de mus —comentó
Ginés—. Hay que repetir con los chicos del bar.
—Tienes razón. A ver si organizo algo y te aviso.
—Bueno, tú dirás para qué querías verme. —Ginés estaba expectante por
lo que pudiera decirle.
Ambos atravesaron la comisaría y llegaron al diminuto habitáculo que era
el despacho de Lucio.
—Siéntate, por favor.
Ginés le hizo caso.
—¿Qué ha ocurrido?
Su amigo abrió la carpeta marrón que aún tenía en las manos y consultó
los papeles que había en su interior.
—Verás, posiblemente es una locura, pero ante la duda he preferido
avisarte.
—Por supuesto —repuso Ginés—. ¿De qué se trata?
—Anoche un joven se presentó en la comisaría. Un tal Marcos Prieto —
dijo leyendo el dato en el informe—. Y preguntó por ti.
—¿Por mí?
—Sí. ¿Lo conoces?
—Pues no. No sé quién es.
—Sí. Ya sé que suena raro, pero dijo que solo hablaría contigo. Parecía
como si desconfiara de todo el mundo.
—¿Explicó algo más?
—Habló de un grupo y de un lugar en el que, según él, había estado
recluido durante el último año y medio. También dijo que había escapado de
allí. Pero, si te soy sincero, el agente que estaba de guardia no le hizo
demasiado caso. Parecía ido, ya sabes, o tal vez drogado. Y estaba un poco
temeroso. No le dio demasiada credibilidad. ¿Tienes alguna idea de por qué
preguntó por ti?
Ginés tardó unos segundos en contestar. Valoró la opción de la discreción
que le había pedido el padre de Conchita, pero luego pensó que era mejor
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decir la verdad, aunque sin ofrecer demasiados detalles.
—Verás, Lucio, hace unos meses que investigo, a título personal, un
grupo extraño que está ubicado a las afueras de la ciudad. Pero por ahora no
tengo pruebas de actividades ilícitas. ¿Mencionó en algún momento un lugar
llamado Lucid Temple?
—Creo que no. Realmente parecía desconfiar de nosotros y no quiso
contar mucho más hasta hablar contigo. Luego, al ver que no obtenía la
respuesta que quería, se fue.
—¿Le tomaron los datos?
—Me temo que no llevaba el DNI encima, ni tampoco tenía una dirección
conocida… Dijo que volvería a pasar por la comisaría hoy, pero lo cierto es
que no lo ha hecho.
—¡Me cago en la leche! —masculló Ginés—. ¿Y cómo voy a localizarlo
entonces?
—No lo sé. Cuando llegué esta mañana tenía el informe encima de mi
mesa. Al ver tu nombre, pensé en llamarte. Mira, Ginés, ese chico no estaba
bien. El agente insistió en acompañarlo a un hospital para que valoraran su
estado mental, pero él se negó. ¿Qué otra cosa podía hacer si el compañero no
sabía de tu existencia?
—Ya…
—Hay gente muy loca por ahí, lo sabes perfectamente. De hecho, pensé
en no molestarte con esta cuestión. Me fío de mis hombres y si parecía ido es
que lo estaba.
—Ya, pero es que alguien que acaba de escapar de una secta puede estar
traumatizado o trastornado y no por ello estar loco o ser un desequilibrado. —
No había reproche en sus palabras. Era más bien una exposición de la
cuestión.
—Cierto. Y sabes que, si hubiera estado yo, te habría llamado enseguida,
pero entiende la situación: un tipo, descolocado, digámoslo suavemente, se
presenta en la comisaría a las tantas de la madrugada pidiendo hablar contigo,
que ni trabajas aquí y los nuevos no te conocen. No da detalles ni quiere
abrirse y luego se marcha sin más diciendo que volverá hoy… Y no lo hace.
No es lo habitual.
—Lo entiendo. Pero es una faena. En fin, si aparece, por favor, llamadme
enseguida. Ya sabes dónde puedes localizarme. Ah, y necesitaré una
descripción del chico.
—Claro. Aquí la tienes —dijo tendiéndole un pósit amarillo con unas
líneas escritas con letra apretada.
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—Gracias, Lucio.
—Esto… Ginés, ¿podrías darme algún detalle más de ese grupo que has
mencionado?
El viejo policía dudó unos instantes.
—Verás, sospecho de un grupo sectario, pero no tengo pruebas. Creo que
por el momento es mejor que no comparta mis dudas. Es solo una sospecha,
pero te mantendré informado en caso de que sea necesario.
—Bien. Entiendo. Si aparece el chico, te avisaremos cuanto antes —
comentó estrechando la mano de su amigo.
Ginés abandonó la comisaría preocupado. No podía ser una casualidad
que ese joven hubiera preguntado por él y que afirmara haber pertenecido a
una secta. Aunque no hubiera dicho el nombre, tenía que tratarse de Lucid
Temple. Por su trabajo, Ginés estaba acostumbrado a trabajar con hechos e
indicios y había comprobado que las casualidades muchas veces no eran tales.
La falta de noticias de Cleo le inquietaba. Si llegara a ocurrirle algo no se
lo perdonaría. Él la había metido en todo eso y quizá —empezaba a valorar—
había sido un error. Cleo era una gran periodista de investigación,
comprometida con sus lectores y con su trabajo, pero había temas que incluso
con su experiencia podrían volverse en su contra. Este parecía ser el caso. Tal
vez su afán por perseguir la exclusiva podía hacer que se perdiera por el
camino. Demasiado compromiso, demasiada implicación. Él había hecho lo
que consideraba oportuno, pero tal vez era el momento de reconocer que se
podía haber equivocado.
Por otra parte, la madre de Cleo estaba preocupada y con razón. No había
recibido noticias de ella desde que ingresó para hacer el entrenamiento
avanzado en el centro. Él había estado pendiente de la mujer, como le pidió
Cleo, pero su ausencia empezaba a notarse y hablaba abiertamente de ello
reprochándole que le hubiera ofrecido a su hija esa investigación. ¿En qué
clase de tema turbio andaba metida esta vez?, insistía. De algún modo le
culpaba de su falta de noticias, y tenía razón.
Tras abandonar la comisaría fue a casa de los padres de Conchita. Se
preocupó muy mucho de que nadie le siguiera esta vez. Quizá ella recordara
al tal Marcos Prieto. La joven aún vivía con ellos. Físicamente estaba bien,
pero no había progresado mucho en lo que se refiere a sus recuerdos.
No obstante, había que intentarlo.
En la comisaría le habían proporcionado una descripción física del chico y
puede que Conchita lo conociera.
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Entre sus vagos y quizá distorsionados recuerdos estaba aquel asunto del
exjuez Emeterio, que Ginés no había podido aclarar ya que este se había
negado a contestar a sus preguntas al tiempo que afirmaba no conocer a
Conchita. Estaba convencido de que ocultaba algo.
Asimismo, la joven había recordado algunos espacios, lugares
desconocidos, que el viejo policía no podía ubicar. ¿Serían estancias de Lucid
Temple? Pero ¿qué tenía que ver el exjuez con Conchita? ¿Por qué no era
capaz de recordar a personas como Harris y sí, en cambio, a un exmagistrado
que aparentemente no guardaba relación con el grupo que estaba
investigando? ¿O acaso el exjuez sabía más de lo que decía?
Sin embargo, cuando Ginés le preguntó a la joven por Marcos Prieto, ella
no supo contestar de manera fiable. Le sonaba el nombre de Marcos, según
dijo, pero no podía estar segura de que se tratara de la misma persona que ella
recordaba porque había olvidado sus facciones.
—Es un chico alto, desgarbado, con barba de varios días. Tiene el pelo
rizado y oscuro, y vestía un chándal gris claro —apuntó Ginés.
—No lo sé… Es posible que le conozca, pero no estoy segura.
De nuevo la nebulosa de su mente se interponía en la investigación. Ginés
empezaba a desesperarse y a estar preocupado por el destino de su amiga
Cleo.
De momento no podía hacer nada más. Cleo había entrado allí de manera
voluntaria y Ginés no disponía de prueba alguna para achacarles un delito. No
le quedaba más remedio que esperar acontecimientos y cruzar los dedos para
que su amiga estuviera bien, y volviera —como había prometido— sana y
salva por Navidad.
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Después de comer en el bar próximo a su antigua comisaría, Ginés salió a la
terraza y, pese al frío, se sentó a una de las mesas para poder fumar. Pidió un
café solo y se encendió un cigarrillo. No dejaba de mirar el pósit que le había
proporcionado su amigo Lucio, como si al hacerlo pudiera desentrañar el
misterio que tenía entre sus manos.
—¿Quién eres, Marcos? ¿Y por qué querías verme? —masculló mientras
le servían su café.
—¿Has dicho algo, Ginés? —El camarero lo conocía bien y le había oído
decir algo entre dientes. Tal vez deseara una magdalena, que le gustaban
mucho. Pero eso estaba lejos de su pensamiento.
—Oh, no… nada. Cosas mías —contestó con la vista fija en el papel
amarillo.
El camarero se retiró y Ginés se sumió en sus preocupaciones.
Llevaba unos veinticinco minutos dándole vueltas a todas sus dudas
cuando sonó su teléfono móvil. Era su amigo Lucio.
—¿Ha vuelto el chico? —preguntó Ginés expectante y algo esperanzado.
—No. Bueno, sí y no. —La voz de su amigo sonaba abatida.
—¿Qué quieres decir, Lucio?
—Es que no sé cómo explicarlo, pero Marcos Prieto ha muerto.
—¿Qué? —El viejo policía no daba crédito a lo que escuchaba. Tenía que
tratarse de un error.
—Nos avisaron después de marcharte esta mañana. Por lo visto anoche,
después de estar en la comisaría, el chico debió de dirigirse a una parada de
autobús, a coger un búho. Los pocos testigos presentes saben que estaba
esperándolo porque les pidió dinero para subirse a él. Al parecer lo vieron tan
mal que le facilitaron el dinero para coger el transporte. Les dio pena. Estaba
ido, dicen ellos, igual que el compañero lo vio aquí cuando vino anoche.
—¿Y qué pasó? ¡Por Dios!
—Pues lo que sabemos es que se sentó a esperar el autobús y se debió de
quedar dormido. Al menos, los testigos dicen que tenía los ojos cerrados.
Estuvo así durante unos minutos. El autobús por la noche tarda más, ya sabes.
—Ve al grano.
—Pues, en un momento dado, lo vieron levantarse con los ojos cerrados y
los brazos extendidos. Y sin que pudieran hacer nada para evitarlo, de repente
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se arrojó ante un camión que se aproximaba a la parada a cierta velocidad.
Debió de morir en el acto. Lo siento, Ginés.
—¿Me estás diciendo que se tiró al paso del camión?
—Sí, eso han declarado los testigos.
—Pero si estaba dormido, ¿cómo pudo suceder?
—No lo sé. Eso es lo extraño, Ginés. Parecía dormido, pero cuando el
camión se acercó a la parada, el chico se levantó y fue hacia él sin abrir los
ojos. El conductor no pudo esquivarlo. Tal vez se despertó de golpe y aún
estaba medio dormido cuando se desorientó.
—¿Cómo es posible?
—Aún estamos recabando toda la información del incidente. Los testigos
se encuentran muy impactados, pero eso es lo que han declarado.
—Pero me parece increíble.
—Ya. Y a mí. El agente que estaba de guardia anoche ha identificado el
cuerpo por sus ropas, ya que el pobre estaba muy desfigurado. ¿Estás seguro
de que no sabes quién era ese chico ni por qué quería hablar contigo?
—Completamente. Ya te lo dije. —Tras unos segundos añadió—: Lucio,
quiero tener acceso a la autopsia.
—Están en ello. No te preocupes, te mantendré informado.
—No puedo esperar. Déjame ir para enterarme de primera mano.
—Como prefieras, Ginés. Te espero en el Anatómico Forense —dijo su
amigo antes de colgar.
Ginés pagó la cuenta de la comida, se montó en su coche y salió a toda
velocidad para encontrarse con su antiguo colega. Al llegar preguntó por él y
juntos esperaron a que terminaran de realizar la autopsia. Se trataba de un
informe preliminar, ya que aún era pronto para tener los resultados
definitivos, como las pruebas toxicológicas que le practicaron para saber si
había consumido drogas en las últimas horas. Debido a su estado y a cómo se
desarrollaron los hechos, era una posibilidad que había que barajar.
Ginés pidió hablar con los dos testigos presentes durante el atropello. Y,
mientras esperaba los resultados de la autopsia, pudo conversar por teléfono
con ellos. Estos le confirmaron punto por punto la versión que anteriormente
le habían dado a la policía. El chico parecía dormido o drogado en el asiento
de la marquesina del autobús y cuando se tiró al paso del camión tenía los
ojos cerrados y los brazos extendidos, como si hubiera «visto» algo que
hubiera alterado su descanso haciéndole levantarse.
Ginés también pidió ver sus pertenencias, que no eran muchas. No portaba
ni teléfono móvil, cosa rara hoy en día, ni DNI, ni cartera con identificación
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alguna. Pero de entre las cosas que llevaba en los bolsillos algo terriblemente
familiar llamó la atención del viejo policía. Era un botón de oro muy similar
al que habían encontrado la noche en la que Conchita se arrojó desde el
balcón del hotel. Obviamente, eso no podía ser casual. Ese chico había estado
en Lucid Temple.
Todo esto consiguió alterar el ánimo de Ginés, que se temía lo peor. El
viejo policía le dio vueltas a una hipótesis: tal vez el chico había preguntado
por él a petición de Cleo. No se le ocurría otra explicación. Ambos se habrían
conocido en Lucid Temple y habrían mantenido algún tipo de contacto.
Marcos no había preguntado por él en la comisaría por azar, su nombre tenía
que haber salido de alguna parte. Y la posible fuente emisora debía de ser
Cleo.
Tampoco le pasó inadvertido el hecho de que tanto Marcos como
Conchita habían acabado realizando una acción aparentemente autolítica.
Aunque Conchita lo negara, la realidad es que se había arrojado por el balcón
del hotel y ese pobre chico había muerto bajo las ruedas de un camión. ¿Qué
les hicieron allí dentro para que cometieran acciones tan destructivas?
Sin desearlo sus pensamientos se trasladaron a su malograda hija Elisa y
la culpa volvió a adueñarse de su alma. Ginés se mortificaba por ello, por no
haber estado más atento a las necesidades de su hija. Si en vez de dedicar
tanto tiempo a su trabajo se hubiera centrado más en su niña tal vez habría
podido impedir tan trágico desenlace. Pero por aquella época trabajaba
demasiado y siempre estaba pendiente de todo menos de lo que realmente
importaba.
Ginés llevaba esa pena a cuestas desde entonces. El psiquiatra del cuerpo,
al que había visitado después de su muerte, le insistía en que debía dejar de
echarse la culpa. Pero le resultaba imposible. Por eso se había tomado lo de
Cleo como una cruzada personal. Si ahora le pasaba algo a la periodista sería
como revivir todo aquel doloroso proceso que había tenido que atravesar con
Elisa. A fin de cuentas, Cleo era como una hija para él.
Pero ¿qué podía hacer? De momento no tenía pruebas de nada. Harris
continuaba siendo un enigma. En Harvard no habían contestado a sus
demandas y no sabía lo que podía esperar de aquel hombre. Tampoco
Conchita —si es que era capaz de dar testimonio de algo turbio— había hecho
demasiados progresos. Y cada vez que se le sacaba el tema se inquietaba
hasta el extremo de echarse a llorar. Su amigo Ricardo le había pedido que, en
la medida de lo posible, procurara no hacerlo.
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Todas las pistas que había seguido, si bien le conducían hacía Lucid
Temple, no terminaban de aclarar lo que ocurría allí dentro. Cleo aún no había
utilizado el teléfono de repuesto que había escondido en su mochila, algo que
no sabía si era buena o mala noticia, y cuando Ginés había intentado llamarla
estaba siempre apagado. En ese momento valoró contárselo todo a su amigo
Lucio, pero luego desechó la idea, no tanto por discreción (a esas alturas la
discreción ya no era lo más importante), sino porque tenía claro que ningún
juez autorizaría un registro en Lucid Temple sin pruebas sólidas de que allí
sucedía algo anómalo y delictivo. En consecuencia solo le restaba esperar
acontecimientos y luego determinar, si era preciso, un plan de actuación.
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En completa oscuridad es cuando pueden surgir los monstruos más terribles
en nuestra mente, pero también es posible divisar la claridad del alma, la
promesa de algo por venir que nos servirá para desprendernos del miedo más
absoluto. El problema radica en que para alcanzar dicho albor es trascendental
que la prueba a vivir sea escogida, no forzada, como era el caso de Cleo en la
recámara.
Además, para llegar a este estado de claridad en la vigilia y ser consciente
de la situación en toda su plenitud es preciso atravesar una ordalía mental
marcada por el temor y la culpa. Y no se puede olvidar que Cleo sentía una
fuerte dependencia de la secta que despertaba en ella sentimientos
encontrados.
El contexto de la periodista en la recámara no era nuevo, si bien esta vez
resultaba aún más terrorífico por dos motivos: el primero es que ya sabía lo
que le esperaba; el factor sorpresa había dejado de formar parte del
experimento. Y el segundo es que en esta ocasión desconocía cuánto iba a
durar el calvario.
Todavía recordaba el rostro de satisfacción de Ernesto al acompañarla a
aquel habitáculo que muchos de sus compañeros temían. Ninguno con quien
hubiera hablado, ni siquiera Ana, deseaba volver o estar por vez primera en la
recámara. Allí no solo se perdía la noción del día y de la noche, sino que se
disolvía el yo de manera alarmante. Nadie volvía a ser la misma persona
después de pasar por la recámara una segunda vez. Y Cleo no constituía una
excepción.
Sin embargo, en esta oportunidad tenía una motivación diferente a la que
había experimentado la vez anterior que visitó aquel oscuro habitáculo. Ahora
sus pilares habían caído y se hallaba en medio de una tormenta mental,
próxima al despertar. Todo por lo que había luchado dentro de Lucid Temple,
propiciado por Harris, había dejado de tener sentido. Ni el director era la
persona que aparentaba ser, ni la doctora Cassi era la bondadosa psicóloga
que se desvivía por sus alumnos. Ellos, junto a Ernesto y Nuria, formaban
parte de un engranaje movido por la mentira y el engaño. Luego había otros
trabajadores que no estaban al tanto de las actividades del centro, como el
jardinero o las cocineras. Y Cleo fue una ingenua al pensar que aquel centro
era una simple escuela donde aprender a tener sueños lúcidos. Se había dejado
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atrapar como un conejo y ahora estaba encerrada entre cuatro paredes para
supuestamente recobrar la lucidez onírica perdida.
Pero la culpa era suya, de nadie más, no paraba de repetirse a sí misma.
No podía decir que su amigo Ginés no la hubiera advertido del peligro que
corría, pues lo había hecho cuando le comunicó que se iba a vivir con ellos.
Sin embargo, lo cierto es que para descubrir la verdad de todo aquel
entramado tenía que entrar en él, era la única forma, aun a riesgo de perder la
cordura. Y ahora no sabía si un reportaje, por muy relevante que fuera,
merecía tantos quebraderos de cabeza. Desde luego, había conseguido su gran
exclusiva, pero se preguntaba si alguna vez podría llegar a contarla al mundo.
No obstante, para no perder el poco equilibrio psicológico que aún le
restaba, esta vez trazó un plan. Tan pronto como abandonara la recámara
llamaría a Ginés con el teléfono de repuesto y todo acabaría. Terminarían los
engaños, las mentiras, las posibles drogas, la sumisión, la coartación de la
libertad y todos los tejemanejes a los que había sido sometida. Y, de paso,
salvaría a sus compañeros, aunque ellos no fueran capaces de vislumbrar la
telaraña en la que se hallaban envueltos.
Ahora veía muy claro lo que le había ocurrido a Conchita: la joven se
había dejado seducir por las trampas de Lucid Temple hasta quedar
enganchada, igual que ella. En algún instante había pasado algo que le hizo
despertar de la oscuridad en la que estaba inmersa, como ahora le sucedía a
ella, y al ver que no era posible abandonar el centro por su propia voluntad,
no tuvo más remedio que huir, igual que su compañero Marcos. Y hablando
de este, ¿habría podido contactar con Ginés? ¿Estaría su viejo amigo al tanto
de lo que pasaba en aquel lugar? Eso suponiendo que hubiera llegado a
escapar y no hubiera tenido un encontronazo con Ernesto o con alguno de los
adeptos utilizados como espías por Harris.
Cleo estaba segura de que el acto cometido posteriormente por Conchita
tenía que ver con su alterado estado mental propiciado por las drogas y el
lavado de cerebro. No era descabellado que hubiera confundido la noche con
el día y la vigilia con los sueños. Tal vez había saltado por propia voluntad de
ese balcón, no podía asegurar que no fuera así, pero quizá la joven había
pensado que estaba en medio de un sueño lúcido en el que todo era posible,
incluso volar. O tal vez Harris había sido capaz de entrar en su mente y
propiciar el caos en su interior, forzándola a hacer algo terrible. ¿Quién podía
saberlo?
Conchita era una víctima y ella, que había entrado en el centro con la
intención de averiguar lo que allí ocurría, se había dejado apresar. ¡Cómo
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podía haber sido tan estúpida de no darse cuenta de que se estaba
enganchando! Los sueños lúcidos tenían un componente adictivo, al menos tal
y como estaban planteados en Lucid Temple. La promesa de ver a su padre,
que nunca se había materializado, había sido el señuelo utilizado por Harris y
sus secuaces, no en vano le habían hecho todos esos «inocentes» test de
personalidad, para conocer sus puntos flacos.
Allí, en medio de la oscuridad, se juró a sí misma que nunca más
permitiría que sometieran su voluntad, por muy atractivas que fueran las
propuestas de quienes pretendieran lograrlo.
Tuvo mucho tiempo para pensar, siempre y cuando la claridad de su
mente se lo permitiera. Eso la llevó a su madre, quien quizá estaba en peligro.
¿Sería cierto que le habían mandado un mensaje desde el corazón de la propia
secta o se trataría de un farol? Aquello la intranquilizaba.
También pensó en Adrián. ¿Qué habría sido de él? ¿La habría olvidado?
¿Cómo habrían justificado su ausencia a sus ojos? Tal vez le habían dicho que
Cleo había abandonado el centro por su propia voluntad, igual que
argumentaron cuando desapareció Marcos, con la burda excusa de una
enfermedad que Cleo sabía perfectamente que no era cierta. ¿Se habría
tragado Adrián el engaño? En esos momentos resultaba imposible tener
certezas.
¿Y qué habría ocurrido con Ginés? Si el viejo policía no había acudido en
su auxilio era porque no disponía de información sospechosa de la que tirar.
Así que dedujo que Marcos y él jamás habían hablado.
El problema de las sectas es que en principio son completamente legales.
Hay que demostrar con pruebas y no solo indicios que en su interior ocurre
algo ilegal. ¿Y qué se le podía achacar a una, en teoría, respetable escuela de
aprendizaje de sueños lúcidos? A priori, lo único era el tema de las drogas.
Que estuvieran drogando a sus seguidores sin su consentimiento. Pero había
que demostrarlo y no resultaba tan sencillo. Los adeptos, como su compañera
Ana, nunca declararían en contra de Harris. Y era muy posible que ni siquiera
tuvieran consciencia de estar siendo drogados.
Cleo recordaba otros casos en los que una secta había salido impune o con
una simple sanción administrativa, algunos de los cuales se habían producido
en España. Demostrar las técnicas coercitivas a las que eran sometidos era lo
más difícil de todo. Los adeptos tenían que prestar testimonio y ni siquiera
personas como Conchita, que habían pertenecido al oscuro grupo, podían
hacerlo al no recordar prácticamente nada. La situación no era fácil, concluyó
la periodista. Aunque lograra escapar de Lucid Temple, sería complicado
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demostrar que había estado sometida a coacciones y lavados de cerebro; al
final era solo su testimonio. ¿Cuántos grupos sectarios operaban
impunemente en el mundo sin que se pudiera hacer nada para desmantelarlos?
En España había libertad de culto y de creencias. Eso garantizaba la
supervivencia de muchos de estos grupos. Y ¿cuántas veces se habían
reorganizado tras un conveniente lavado de cara? Tras la denuncia de algunos
adeptos y viendo que se ponía en entredicho sus métodos, habían cambiado de
nombre y de sede, pero las actividades siguieron siendo las mismas. Es más,
numerosas denuncias habían quedado en agua de borrajas y la secta había
contraatacado denunciando a los exadeptos por calumnias y difamación. Todo
eso suponiendo que los antiguos miembros no estuvieran demasiado
aterrorizados para declarar en contra del grupo. No, no era tan fácil combatir a
las sectas.
Con tales pensamientos, Cleo era incapaz de concentrarse. Sentía que su
cabeza iba a estallar. Necesitaba olvidarse de todo por un momento y recobrar
el equilibrio psicológico perdido. Y la única forma que halló para hacerlo fue
a través de los sueños lúcidos, que habían vuelto con más fuerza si cabe. En
ellos aprovechaba para escapar de su situación, para volar a lo largo del
firmamento a fin de recobrar la libertad que le había sido arrebatada y para
estar con Adrián y su madre. Por la mañana escribía sueños inventados en el
diario, algo con lo que mantener calmados a Harris y a la doctora Cassi. No
describía sus propios sueños, sino unos a medida de ellos, para que la dejaran
en paz mientras pensaba en lo que iba a hacer una vez que saliera de la
recámara. Tenía que convencerlos de que había pasado por el aro, de que
había vuelto al redil y estaba de nuevo en sus manos.
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La noche había sido agitada en casa de Ginés.
El viejo policía se despertó bañado en sudor, convencido de que Cleo
estaba en peligro o de que al menos estaba experimentando dificultades
dentro de Lucid Temple. El causante había sido un sueño muy vívido que lo
asaltó la noche anterior.
Mientras esperaba en el bar de debajo de su casa a que le trajeran su café
con magdalenas, abrió el periódico, pero no pudo concentrarse en la lectura
de las noticias del día. Aún se sentía inquieto debido a ese perturbador sueño.
En él aparecía su hija Elisa. Tenía el rostro demacrado y lucía grandes ojeras
de color negro. No era algo nuevo. Desde hacía años, cuando el expolicía
recordaba sus ensoñaciones, casi siempre eran pesadillas con su hija fallecida,
algo que le llenaba de amargura. Así de poderosos son los sueños; capaces de
alterar nuestro estado de ánimo en la vigilia y de chafarnos el día o, por el
contrario, de llenarnos de alegría y vitalidad.
En sus pesadillas intentaba salvarla de la muerte. Otras veces el
argumento pasaba por hacerla regresar desde el otro lado, si es que algo así
existía. Siempre sin éxito. Desde que murió se había preguntado infinidad de
veces si había un más allá. Durante un tiempo, en secreto, se centró en
lecturas poco convencionales intentando hallar una respuesta que nunca llegó
e incluso participó en una sesión de espiritismo con la promesa de contactar
con su hija fallecida. Nada ocurrió hasta que asimiló esos sueños como algo
que indefectiblemente formaría parte de su vida. Al menos ese cordón
umbilical le mantenía unido a Elisa y podía volver a verla, aunque siempre
fuera en un contexto negativo.
Sin embargo, esta vez había sido diferente por la presencia de Cleo, quien
también mostraba el rostro demacrado y mal aspecto general. Había
adelgazado mucho y el color de su piel era mortecino.
En la acción del sueño, Elisa le instaba a ayudar a la periodista, que se
hallaba al borde de un precipicio, pero Ginés no encontraba la manera de
hacerlo y al final las dos caían al abismo. Tal era la angustia sufrida, que
Ginés se despertó sobresaltado para descubrir que se había caído de la cama.
Sí, solo era un sueño.
Cualquier especialista en la materia le diría que la aparición de su hija
suponía un trauma no superado debido a su prematura y trágica muerte, y que
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al unirse Cleo a la ensoñación se ponía de manifiesto su preocupación por la
suerte que habría corrido la periodista. Ambos conceptos se entremezclaban
para dar paso a esa terrible pesadilla. El expolicía era una persona analítica y
también lo había sopesado, pero no podía evitar pensar que tal vez fuera un
aviso de que Cleo no estaba bien dentro de Lucid Temple y que eso
interfiriera en su ánimo.
Tras mojarla en el café con leche, mordisqueó la primera magdalena y
trató de concentrarse nuevamente en la lectura del periódico en un intento por
olvidar esos oscuros presagios, pero justo entonces sonó su teléfono móvil.
Era Antonio Pérez, compañero en su antigua comisaría.
—Antonio, ¿cómo te va?
—Bien. Como siempre. Deseando jubilarme, ya sabes.
Antonio tenía una edad avanzada y estaba ansioso por disfrutar de la vida
sin tener que acudir a la comisaría todos los días.
—Cuéntame… ¿Hay novedades?
—Sí, verás, te llamo porque tengo noticias de tu «amigo» Eduardo Harris.
Ginés pegó un brinco en la silla.
—¿En serio? ¡Por fin!
—Sí. Te cuento lo que he podido averiguar. Sabes que hice un
requerimiento a Harvard para pedir información sobre este tipo y también a la
Interpol.
El expolicía extrajo su libreta y un bolígrafo del abrigo, dispuesto a tomar
nota, y le hizo un gesto al camarero para que bajara el volumen de los
villancicos que sonaban en el interior del bar. No quería perderse detalle.
—¿Y qué han dicho?
—Eduardo Harris. Padre estadounidense y madre española. Adinerados.
Doble nacionalidad. Estudió efectivamente Neurociencia en Harvard. Más
tarde se incorporó al equipo docente y dirigió un proyecto llamado Lucid
Dreaming Awakening (Proyecto Despertar de Sueños Lúcidos). Un proyecto
que estudiaba los sueños raros, ya sabes. —En realidad Antonio no sabía qué
significaban los sueños lúcidos, así que empleó la palabra «raros» por
definirlos de algún modo—. Al principio todo iba bien, pero al parecer
comenzó a utilizar drogas alucinógenas con los participantes, por supuesto sin
su conocimiento ni el de la institución. Era algo totalmente prohibido.
Harvard no se enteró hasta pasados varios meses, cuando un participante del
estudio entró en coma debido a estas prácticas. Lo echaron, claro.
El policía hizo una pausa para tomar aire y Ginés aprovechó para meter
baza.
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—¿Me estás diciendo que drogaba a los sujetos sometidos a estudio?
—Así es. Fue acusado por las autoridades de varios delitos: contra la
salud pública, tentativa de homicidio… Pero salió airoso de todos ellos. El
pájaro debía de tener buenos abogados. Finalmente, aunque pasó unos meses
en la cárcel, todo quedó en agua de borrajas. Después de eso, Harris abandonó
el país. Se marchó a México y se le perdió la pista.
—Hijo de puta.
—Un cabrón con pintas.
—Y ahora ha reaparecido aquí, en España —masculló Ginés.
—No sé si todo esto te sirve.
—¡Claro que me sirve, Antonio! Y te lo agradezco sinceramente.
—¿Qué andas husmeando, Ginés? ¿Por qué te interesa este tipo?
Se hizo un silencio al otro lado de la línea telefónica.
—Es pronto para hablar de ello, Antonio. De momento son solo
sospechas… ¿Nos vemos el domingo para comer con tu mujer?
—No podré ayudarte si no me lo cuentas —insistió Antonio.
—Por ahora prefiero seguir investigando. No tengo pruebas de nada. ¿Qué
me dices de la paella?
—Sí, estoy deseando meterme entre pecho y espalda esa paellita que
tenemos pendiente. Pero no me cambies de tema, que eres un experto. Si
necesitas ayuda, por favor, avísame.
—Puede que lo haga más adelante.
De modo que Harris había drogado con alucinógenos a los participantes
en sus experimentos. ¿Lo estaría haciendo ahora con sus alumnos de Lucid
Temple? La autopsia de Marcos Prieto había revelado que antes de su muerte
había consumido una mezcla de varias plantas.
La primera era la Silene capensis, más conocida en Europa como «raíz
africana del sueño», que se podía adquirir en diferentes formatos. Al parecer
sus efectos provocaban sueños más vívidos y lúcidos. Era una planta
autóctona de la provincia oriental del Cabo de Sudáfrica empleada por los
chamanes de la tribu indígena Xhosa en sus ceremonias, aunque se podía
encontrar en Europa sin problema.
La segunda hierba era la Calea zacatechichi, asimismo conocida como
«hierba de los sueños», una especie de planta de flor de Centroamérica.
También recibía nombres como «pasto amargo» u «hoja madre». Era una
planta relacionada con las culturas indígenas de México, como la Chontal de
Oaxaca, que la usaban para los sueños con fines adivinatorios.
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Ambas estaban consideradas onirógenos. ¿Y qué eran los onirógenos?
Ginés se había informado. Se trataba de inductores y potenciadores de los
sueños. Con ellos se propiciaba un cambio del estado de vigilia por el del
sueño, aunque manteniendo la consciencia. La mayoría eran plantas, raíces o
cortezas de árboles. Los onirógenos producían somnolencia y procesos de
imaginería hipnagógica además de incrementar el caudal de ensoñaciones y
su recuerdo.
Y eso, que él supiera, no era constitutivo de delito, aunque sí podría
explicar la desorientación que, según los testigos, presentaba Marcos Prieto.
¿Les suministrarían alguna hierba más u otro preparado que no aparecía
en la autopsia?
Aquello tenía toda la pinta de que Harris estaba repitiendo o continuando
sus experimentos iniciados en Harvard en su nueva formación, es decir, en
Lucid Temple. Pero ¿con qué fines? ¿Era un paranoico que se creía
iluminado, como muchos de los líderes de las sectas a lo largo de la historia?
¿Era plenamente consciente de sus actos y se trataba de un desalmado
dispuesto a experimentar pasara lo que pasase? Imposible saberlo en esos
momentos. Solo había una cosa segura. Era un tipo peligroso.
Tras el desayuno, Ginés decidió dar una vuelta por Lucid Temple, es
decir, por fuera de sus instalaciones. No quería que identificaran su coche, si
es que alguien lo veía, así que pidió uno prestado a un amigo. Si Cleo se
hallaba en el interior, por fuerza su Yamaha SR250 debía de estar aparcada
fuera. Sin embargo, la visita resultó infructuosa ya que no la vio por ninguna
parte. ¿Qué significaba eso? ¿La periodista ya no se encontraba en el centro?
¿Habría sido trasladada a algún otro lugar? ¿Estaba dentro, pero ocultaban su
presencia escondiendo su moto?
Todo aquello era cada vez más inquietante y para un hombre como él,
acostumbrado a trabajar con pruebas, el hecho de no tenerlas le causaba un
profundo vértigo en la boca del estómago.
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A Ginés le costó encontrar aparcamiento. El doctor Jaime Romero vivía en
Moratalaz, una zona en la que era difícil estacionar y más aún un vehículo
largo como su viejo Volvo.
Llevaba detrás del doctor Romero mucho tiempo y por fin iba a recibirle
para hablar sobre sectas. Romero era un doctor en Psicología especializado en
grupos sectarios destructivos, posiblemente uno de los más reputados del país.
Pero eso le hacía estar en constante movimiento. Daba charlas por todo el
territorio nacional y a veces fuera de él. Por teléfono ya le había adelantado
que Lucid Temple no estaba dentro de su amplio catálogo de sectas
peligrosas, por lo que, de tratarse de un grupo sectario de esas características,
era una formación relativamente joven.
Ginés llamó al telefonillo. Una voz profunda le respondió casi de
inmediato.
—Dígame.
—Buenas tardes. Soy Ginés Acosta.
—Ah, sí. El expolicía. Pase —dijo al tiempo que se escuchaba un ruido en
la puerta invitándole a entrar.
El doctor Romero vivía en un quinto piso. Ginés dio gracias por que
tuviera ascensor. Romero ya le estaba esperando en la puerta cuando Ginés
alcanzó la quinta planta.
—Ginés, bienvenido —dijo Romero tendiéndole la mano.
—Gracias por recibirme.
Romero era un hombre alto y delgado, no muy mayor, tendría unos
sesenta años, aunque su pelo lucía completamente blanco. Además, llevaba
barba, también blanca y bien cuidada. En su boca portaba una pipa apagada.
Ambos pasaron a su despacho, una estancia repleta de libros sobre sectas y
técnicas psicológicas coercitivas, y a Ginés le inspiró confianza en cuanto a
sus conocimientos sobre el tema que les ocupaba.
—Siéntese. ¿Quiere un café?
—Sí, gracias. —Ginés se quitó el abrigo y se acomodó en una de las
butacas.
—María, ¿podrías traernos dos cafés? —preguntó en un tono un poco más
alto para que su mujer pudiera oírle.
—Claro, cariño —respondió María.
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Mientras su mujer preparaba las bebidas, Jaime se sentó en la butaca de
enfrente.
—Deberá disculparme por haber demorado tanto este encuentro. Pero
últimamente no me da la vida —dijo mientras preparaba su pipa.
—No se preocupe. Lo importante es que al fin podemos hablar. Verá, hay
varias cosas que me inquietan y que quería consultarle.
—Usted dirá…
María llegó con los cafés y los depositó sobre una mesa auxiliar próxima a
la ventana. Luego se retiró dejándolos a solas. Romero le alcanzó una de las
tazas al viejo policía y se sirvió la suya con leche y azúcar.
—Ya le hablé de Lucid Temple, una especie de escuela donde se prepara
a los alumnos para tener sueños lúcidos. Al menos, eso es lo que venden de
puertas afuera. Yo estuve allí en una ocasión y parecía un lugar de lo más
común. Le parecerá una pregunta obvia, pero ¿es posible que un sitio
aparentemente normal esconda detrás un grupo sectario peligroso? Es decir,
que logren pasar inadvertidos.
Romero dio un sorbo a su bebida antes de contestar.
—Si son de nueva creación, sí. Por supuesto. Muchos de estos grupos han
ido evolucionando con el tiempo y ya ni siquiera parecen sectas a la vieja
usanza. Algunos no hacen proselitismo, cosa que antes sí ocurría con
frecuencia. En los años sesenta y setenta del siglo pasado eran más
detectables porque en muchas ocasiones promulgaban conceptos religiosos de
dudosa procedencia, una suerte de mezcolanza de creencias en seres divinos y
mesías llegados a la Tierra para cumplir un cometido casi siempre en un
contexto milenarista. Pero luego se fueron adaptando hacia cultos espirituales
más cercanos al movimiento new age (o nueva era) hasta hacerse casi
invisibles con enseñanzas de tipo piramidal, coaching, empresarial, de salud,
de bienestar espiritual, esotérico y un largo etcétera.
Ginés no perdía detalle y empezó a tomar notas de las explicaciones del
doctor. Mientras, este hizo el amago de encender su pipa.
—No le importa, ¿verdad?
—En absoluto. Adelante —dijo Ginés sacando sus cigarrillos del bolsillo
del abrigo, también dispuesto a fumar durante la entrevista.
—Actualmente te pueden captar por diferentes vías y no siempre son
fáciles de detectar —matizó el psicólogo tras encender su pipa.
—Me decía por teléfono que Lucid Temple no está catalogada como
secta.
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—¡Aún! —matizó Romero tras dar una bocanada al tabaco. Un olor
dulzón se extendió por la habitación—. Tenga en cuenta que muchos de estos
grupos quedan al descubierto tras la denuncia de algún exmiembro. No es
fácil llegar a ellos de primeras ni saber lo que ocurre tras sus muros.
—He investigado el pasado de su fundador, un tal Eduardo Harris.
Estudió y dio clases en Harvard, pero fue expulsado debido a que drogaba a
sus alumnos en un proyecto para potenciar los sueños lúcidos. Uno de ellos
quedó en coma, pero Harris se fue de rositas. Después viajó a México, al
parecer, también a Colombia y ahora está viviendo en España. Tiene doble
nacionalidad.
—Su historia me está recordando a la de Timothy Leary. ¿Le suena?
Ginés negó con la cabeza.
—Pero le sonará la canción Come Together, de los Beatles.
—Claro. ¿Cómo olvidarla? Una maravillosa composición.
—Pues le sorprenderá saber que esta canción, en su origen, era un encargo
de Leary a John Lennon para su campaña electoral a fin de convertirse en
gobernador de California, donde competía contra Ronald Reagan. Una
especie de eslogan: Come Together and Join the Party, un juego de palabras
con Party, que puede significar «fiesta» o «partido». «Vengan juntos y únanse
al partido».
—¿Y quién es Timothy Leary?
—Era un psicólogo que estudió entre otros lugares en Harvard, por eso me
ha recordado a Harris. Leary fue expulsado de la universidad por mala praxis.
Él estaba convencido de que el LSD y otras sustancias alucinógenas podían
ser empleadas para facilitar la readaptación de los criminales, que podía ser
una terapia beneficiosa para ellos y, por tanto, para la sociedad. En esos años,
le estoy hablando de la década de los sesenta, el LSD y otras sustancias
parecidas no estaban prohibidas, pero sus métodos crearon un revuelo tal que
fue acusado de violar el código ético de la universidad.
—Interesante. ¿Y qué ocurrió con él?
—Siguió defendiendo sus métodos y el empleo de drogas psicoactivas.
Fundó una especie de religión a la que acudieron numerosas personalidades y
tuvo contacto no solo con Lennon, sino con personajes relevantes como el
escritor Aldous Huxley, el compositor Charles Mingus, la propia Yoko Ono y
muchos otros.
—Pero ¿sus ideas no estaban mal vistas después de su expulsión?
—Por una parte de la sociedad. Para otra, Leary era un gurú capaz de
mover masas. Creó una especie de culto llamado Liga para el Descubrimiento
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Espiritual, que proclamaba el uso del LSD como su principal sacramento.
—¿Y qué pasó?
—Fue detenido en numerosas ocasiones e incluso llegó a escapar de la
cárcel para refugiarse en países donde no existía tratado de extradición con
Estados Unidos, hasta que fue apresado en un descuido. El presidente Nixon
llegó a decir de él que era el hombre más peligroso de su país. Y, no se lo
pierda, tuvo como compañero en la cárcel a Charles Manson, fundador de la
Familia Manson, otro grupo sectario que acabó con la vida de, entre otras
personas, Sharon Tate, la esposa del director de cine Roman Polanski y el hijo
que ambos esperaban, pues ella estaba embarazada. En fin —carraspeó—, es
una vieja y larga historia… Pero volvamos al tema que le preocupa: Lucid
Temple.
—Verá, tengo una amiga periodista infiltrada en el grupo. Pero no he
sabido nada de ella desde hace meses y estoy preocupado, muy preocupado
por ella. Temo que la hayan captado y que ahora sea una adepta más. Cleo
quería investigar para hacer un reportaje. Yo le pedí que me ayudara a saber
lo que pasaba allí dentro y ahora me siento responsable de su suerte.
—Y su preocupación me parece fundada. No hay que menospreciar el
poder de las sectas. No es una cuestión de inteligencia, cualquiera puede caer
en ellas si se dan las condiciones adecuadas. También es posible que no esté
enganchada, pero que le impidan el contacto con el exterior.
—¿Qué puedo esperar entonces?
—Puede hallarse ante dos escenarios: que sea una adepta convencida, en
cuyo caso será muy difícil sacarla de allí dentro. La otra opción es que su
amiga abra los ojos y decida escapar, y denunciar a Harris. Piense que la
mayoría de los casos de los adeptos que llegan a nosotros son porque, o bien
han logrado escapar del grupo o bien porque el líder muere y la secta se
disuelve, al menos temporalmente hasta que alguien toma el relevo.
—¿Me está diciendo que a menos que ella escape de allí por sus propios
medios la única forma de traerla de vuelta es llevar a cabo un «secuestro»?
—Sí. No es legal, claro. Pero no sería la primera vez. A no ser que se le
puedan achacar delitos concretos al líder y a sus colaboradores. Si todo es
legal, en España existe la libertad de culto y de creencias. Si esa periodista
está enganchada, es probable que no quiera regresar por voluntad propia.
Dese cuenta de que es como si la hubieran abducido los extraterrestres. O
puede que su mente haya hecho clic y ahora se encuentre atrapada. Lamento
decirle que los dos escenarios son perfectamente posibles.
La cara de Ginés era de terror.
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—Pero no se preocupe —dijo el experto advirtiendo su turbación—.
Llegado el caso yo podría ayudarle a desprogramar a su amiga, no a
secuestrarla, pues eso va contra la ley. Si está enganchada experimentará
sentimientos encontrados y puede que «secuestrarla» para ella sea lo peor que
le pueda ocurrir, una intromisión en su intimidad. Posiblemente aún guardará
reminiscencias de lo que ha aprendido en el grupo. Habrá que actuar con
mucha cautela hasta que por fin vea la luz. ¿Confía en la profesionalidad de
esa mujer?
—Absolutamente.
—Entonces será más fácil, o eso espero.
—No me deja mucho margen para la esperanza.
—No dé todo por perdido. Confíe en su buen hacer. Si esa persona ha
tenido una fuerte motivación para entrar allí, es posible que no haya olvidado
su objetivo. Una vez que salga y vea la realidad lo denunciará y quizá Harris
acabe entre rejas, aunque puede que, como ocurrió en Harvard, las cosas se
salden con una sanción administrativa. Su testimonio podría ser muy valioso.
No desespere. Si usted encuentra el modo de sacarla de ahí, yo puedo
ayudarle con su recuperación. Quizá sea la única opción en este caso. Esa
gente suele estar muy bien conectada con las altas esferas de la opinión
pública. A veces son mucho más poderosos que el presidente de un partido
político porque tienen ramificaciones profundas en la sociedad.
Automáticamente, a Gines le vino a la cabeza el juez Emeterio. Esa
cuestión siempre le había intrigado. ¿Tendría algo que ver con Lucid Temple
o con Harris? ¿Por qué Conchita lo había reconocido al verlo en el periódico?
—¿Cuántas sectas operan en España?
—Es difícil saberlo. Se calcula que unas trescientas cincuenta.
—¿Y no se pueden parar de algún modo?
—Es complicado. Si no hay delitos de por medio… Muchas operan desde
hace años en nuestro país y no hay forma de detenerlas. Algunas pasan por ser
inocentes asociaciones, centros culturales o espirituales. Todo eso en sí
mismo no es constitutivo de delito.
Ginés abandonó la casa del psicólogo bastante inquieto. Aquello cada vez
se enmarañaba más. No estaba por la labor, pero tal vez fuera necesario ir en
contra de la ley para salvar a su amiga.
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Cleo continuaba encerrada en la recámara. El tiempo pasaba lentamente allí
dentro. La periodista intentaba, en la medida de lo posible, no tomar las
infusiones que le llevaban. Pero no siempre podía zafarse. A veces, cuando se
las servían, el adepto de turno se quedaba hasta que se la bebía y no tenía más
remedio que hacerlo.
Realmente, a pesar de que había visto cómo era su elaboración,
desconocía qué contenían esos brebajes que les suministraban. Tal había sido
su grado de sometimiento que ni siquiera se le había ocurrido preguntárselo a
Diego, el Chamán. Era como si su instinto periodístico hubiera quedado
anulado durante su estancia en el centro y no sintiera curiosidad por cosas que
antes consideraba fundamentales. Así era el poder que Lucid Temple había
ejercido sobre ella. De todas formas, de haberlo preguntado, pensó, era muy
posible que no le hubieran dicho la verdad.
No siempre, pero en algunas ocasiones le producían náuseas, mareos o
dolor de cabeza; otras le hacían caer en una especie de sopor. En cualquier
caso, Cleo estaba convencida de que, de algún modo, influían en sus patrones
de sueño y los alteraban. Cuando saliera de ahí debería someterse a un
reconocimiento médico para saber qué es lo que había estado tomando todo
ese tiempo y hasta qué punto era malo para su organismo.
Por otra parte, con la punta del bolígrafo que tenía para anotar sus sueños
en el diario, había comenzado a hacer pequeñas muescas en la pared. Llevaba
seis. Era la única forma que tenía de ser consciente del tiempo transcurrido
desde su llegada, pues en el interior de la recámara se solapaba la noche con
el día y se hacía difícil mantener la cordura. Y ella más que nunca necesitaba
estar cuerda para que, al salir de aquel agujero, pudiera hacer la llamada a su
amigo Ginés y acabar con todo de una vez. Ese era al menos su pensamiento.
Un día se le ocurrió que ella también podía plantearse misiones al margen
de Harris. Se dijo a sí misma que la próxima vez que tuviera un sueño lúcido
intentaría entrar en las mentes de Harris y de la doctora Cassi para averiguar
qué tramaban, si es que tal cosa era posible. Para ello trazó un plan de acción,
como le habían enseñado. En este caso no sería necesario utilizar imágenes
suyas, ya que las tenía memorizadas en su cabeza igual que sus gestos y
actitudes.
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No estaba garantizado acceder a la lucidez cuando quería, pero lo cierto es
que desde que estaba en la recámara lograba tener sueños lúcidos con mucha
frecuencia. Por intentarlo no perdía nada.
No obstante, pese a que su intención estaba clara, las dos primeras noches
desde que tomó esa determinación no tuvo ningún sueño lúcido y, por tanto,
no pudo llevar a cabo su plan. Parecía como si la lucidez, cuando la
necesitaba, se escabullera entre sus dedos. Sin embargo, la tercera noche pudo
acceder a ella.
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consecuencia, decidió hacer una prueba de verificación de la realidad e
intentó atravesarse la palma de su mano derecha con su dedo índice izquierdo.
No lo logró. Pero aquello, por fuerza, debía de tratarse de un sueño, así que
optó por emplear otra táctica. Esta vez se miró ambas manos y descubrió que
en vez de tener cinco dedos tenía seis, luego sí era un sueño. Gracias a esa
comprobación entró en lucidez e ignorando a su compañera salió de la
recámara para buscar a Harris. Tenía que averiguar qué tramaba.
Atravesó el corredor y tomó el ascensor. Harris y la doctora, cuando
pernoctaban en el centro y no se hallaban en el templo, dormían en la planta
superior. Solían hacerlo por turnos. Cuando uno estaba en el templo, la otra
dormía y viceversa. Ella nunca había estado allí, pero no le costó dar con la
habitación de Harris.
Pese a tratarse de un sueño, abrió la puerta con cautela. No sabía qué le
esperaba al otro lado. Cuando lo hizo, al fondo vio a Harris dormido en una
gran cama. Se aproximó a él, pero se dio cuenta de que no podía avanzar del
todo. Un haz de luz bañaba su posición, como si fuera una cortina luminosa.
Era como si alguien hubiera colocado un foco encima de su cama y se tratara
de una barrera infranqueable, al menos para Cleo.
Intentó atravesar el muro de luz sin éxito. Sin embargo, cuando se
aproximó a él, recibió una especie de descarga eléctrica que le impidió el
acceso.
Cleo se concentró y pidió atravesar la barrera de luz, pero no fue capaz.
Eso no era normal. En los sueños lúcidos siempre le había sido posible entrar
en cualquier lugar, por muy cerrado que estuviera. Podía atravesar paredes,
ventanas, puertas… Todo era factible. ¿Por qué con Harris no? Cleo
desconocía la respuesta, pero imaginó que se trataba de una suerte de
protección que Harris había establecido en torno a sí mismo. Un escudo para
evitar que nadie perturbara su sueño.
Decidió bajar al templo para ver a la doctora Cassi. Tal vez con ella fuera
más sencillo. Regresó por donde había venido y bajó al templo. Allí estaba
ella con uno de sus compañeros realizando una misión. La doctora tomaba un
café al otro lado del espejo, en la habitación secreta desde la cual los espiaban
durante las prácticas nocturnas.
Sin embargo, comprobó que ella también irradiaba ese impenetrable haz
de luz que impedía acercarse a cierta distancia. Trató de meterse en su cabeza,
pero tampoco fue capaz. Ambos estaban protegidos por una barrera invisible
que imposibilitaba acceder a ellos.
¿Qué estaba pasando? ¿Por qué había ese muro inquebrantable?
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En ese momento lo único que se le ocurrió fue recurrir a un guía. Eso es lo
que necesitaba. La ayuda de un guía que le asistiera para entender lo que
ocurría. Pidió encontrarse con uno en la recámara. Fue allí corriendo, pues no
sabía el tiempo que le quedaba hasta que acabara el sueño lúcido y volviera al
sueño común o se despertara.
Cleo retrocedió sus pasos hasta alcanzar la recámara. Ana había
desaparecido. En cambio, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, halló a
un anciano. Calculó que tendría al menos cien años. Su pelo y sus largas
barbas eran blancos y vestía una túnica también blanca. Su rostro estaba
cuajado de arrugas, pero se le veía ágil y fuerte. Tenía los ojos entrecerrados,
pero al entrar Cleo los abrió, como si acabara de salir de una profunda
meditación.
—¿Eres tú mi guía espiritual? —preguntó Cleo.
—Me has llamado y aquí estoy. ¿Qué necesitas?
—Tu consejo.
El hombre se incorporó y se puso en pie. Su estatura era baja. Junto a una
de las paredes del habitáculo había un cayado, que cogió entre sus manos.
—Tú dirás.
—¿Por qué no puedo acceder a la mente de Harris ni de la doctora Cassi?
—Porque están protegidos. ¿No pensarías que iban a poner todo su
conocimiento al alcance de vosotros? Son conscientes de lo peligroso que
sería.
—¿Y no hay forma de acceder a ellos?
—Con más conocimiento del que tienes. Si no, resultará imposible.
—¿Cómo puedo salir de aquí?
—Mañana saldrás de la recámara, pero no te quedará más remedio que
escapar por tus propios medios. Tu amigo Ginés tampoco va a poder
ayudarte.
—Dime algo que me sirva, por favor.
—Confía en ti y en tu fuerza. Has estado en lugares peores que este —fue
su escueta respuesta.
Cleo quería seguir hablando con él, pero el sueño empezó a
desestabilizarse.
—¿Cuál es tu nombre? —acertó a preguntar antes de que se desvaneciera.
—B-A-K-U.
Luego la visión lúcida terminó por difuminarse y el guía desapareció.
«¿Baku? ¿De qué me suena este nombre?».
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Cleo se despertó para descubrir que efectivamente continuaba recluida en
la recámara y que el guía ya no estaba allí. Tampoco Ana. Acto seguido
comprobó que la puerta permanecía cerrada igual que de costumbre. Tenía la
respiración agitada y se hallaba bañada en sudor. La visita de su guía
espiritual, por una parte, le había infundido ánimo, pero por otra presagiaba
que llegado el caso, suponiendo que la información que le había
proporcionado fuera cierta, no sería fácil abandonar Lucid Temple. Y había
dicho que no podría contar con la ayuda de Ginés, cosa de la que dudaba ya
que tan solo tenía que hacer una llamada telefónica.
O eso pensaba ella.
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Ginés había llamado a Dimas, el exnovio de Cleo, que además era policía.
Llegado el caso, solo él podría ayudarle. Le costó tomar la decisión, pero
había concluido que la única forma de sacar a la periodista de Lucid Temple
era mediante un secuestro, aunque se jugara todo por ella.
¿Los motivos?
Para empezar, no tenía pruebas de nada. Eso constituía un escollo. Como
pasa con muchas sectas, ningún juez autorizaría una orden de registro en el
centro sin tener evidencias sólidas de que en su interior se estaban cometiendo
actos delictivos.
Cleo era mayor de edad, había entrado por su propio pie allí y no había
indicios de que estuviera retenida en contra de su voluntad. Que él supiera, no
se le podían achacar delitos a Harris. Ni siquiera el asunto de las drogas, pues
los onirógenos que había consumido aquel desdichado joven no estaban
prohibidos en España y tampoco disponía de un hilo que conectara a Cleo con
Marcos Prieto.
Si la periodista estaba enganchada, tampoco serviría de nada presentarse
en el centro para salvarla de Harris y compañía. Se negaría a abandonarlo, tal
como le había indicado el psicólogo experto en sectas. Entonces ¿qué se podía
hacer? Secuestrarla en contra de su voluntad.
Sí, no había otra opción y la única persona que podía prestarle ayuda era
el exnovio de Cleo ya que, pese a que su historia no acabó bien, le constaba
que él aún no la había olvidado del todo y solo Dimas podría comprender la
terrible magnitud de su situación. Su relación había terminado mal, sí. Pero
Ginés sabía que la seguía queriendo y que sería capaz de cualquier cosa con
tal de ayudarla.
La cuestión era cómo planteárselo. Dimas era un policía comprometido
con la ley y el orden, y lo que Ginés pensaba proponerle iba en contra de
todos sus principios y del reglamento al que se hallaba sometido al
convertirse en policía.
Ginés apuró su cigarrillo en espera de la llegada de Dimas. Habían
quedado en el bar de siempre, junto a la comisaría. Lo vio doblar la esquina y
acercarse hacia él con paso firme. Llevaba una cazadora de cuero negro y
unos pantalones vaqueros de color gris. Botas también de cuero y un jersey
gris de cuello vuelto. Dimas era alto y musculado, aunque no en exceso. Por
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eso Cleo se había fijado en él en su día. Tenía el pelo oscuro y peinado hacia
atrás y sus facciones eran armónicas.
—Dimas, gracias por venir.
—Ya sabes que para ti siempre estoy disponible —dijo Dimas esbozando
una gran sonrisa.
«Veremos si estás tan disponible cuando te cuente lo que tengo en
mente».
Dimas pidió un café. Cuando se lo trajeron y se quedaron a solas en la
terraza, Ginés comenzó a hablar. Con ese frío nadie estaba sentado a las
mesas exteriores del bar, excepto el viejo policía que no renunciaba a su
hábito de fumar.
—No me andaré con paños calientes —comenzó diciendo—. Cleo
necesita nuestra ayuda.
—¿Cleo? ¿Qué le ocurre? Hace mucho que no sé nada de ella. La he
llamado varias veces y siempre tiene el teléfono apagado, y tampoco me ha
devuelto las llamadas. Aunque viniendo de ella tampoco me extraña —dijo
encogiéndose de hombros.
—No sé si te devolvería las llamadas, si pudiera hacerlo, pero el caso es
que está infiltrada de una secta y no creo que pueda. Y me temo que yo tengo
la culpa. El problema es que lo que empezó como un trabajo de investigación
puede haberse convertido en un serio aprieto para ella.
—Pero ¿de qué me hablas? —preguntó Dimas arqueando una ceja. Su
rostro reflejaba la extrañeza que sentía.
Ginés empezó a desgranar su historia.
—Todo comenzó hace unos meses. Me encargaron una investigación
sobre una chica que, aparentemente, había intentado suicidarse. Es largo de
contar, pero todas las pistas me condujeron hacia un lugar llamado Lucid
Temple. De puertas afuera es un centro de enseñanza de sueños lúcidos. Yo
mismo estuve allí preguntando por la chica objeto de mi investigación,
aunque no sirvió de nada porque negaron conocerla.
—¿Sueños lúcidos? ¿Qué es eso?
Ginés se lo explicó brevemente.
—El caso es que le pedí ayuda a Cleo. Pensé que le vendría bien hacer un
reportaje que la devolviera a la actualidad del panorama periodístico. La veía
muy triste en su trabajo de teleoperadora, y a mí me venía bien averiguar
cosas sobre ese centro. Pero han pasado varios meses y no sé nada de ella. Es
como si se la hubiera tragado la tierra. Me consta que se llevó un teléfono
adicional escondido para llamarme cuando pudiera, pero lo cierto es que no lo
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ha hecho y siempre está apagado. Me dijo que, como tope, volvería para
Navidad y mira en qué fecha estamos.
Luego le refirió lo ocurrido con Marcos Prieto, el chico que acabó bajo las
ruedas de un camión. También le habló de Conchita y de sus confusos
recuerdos, de las coincidencias con los botones de oro que portaban ella y
Prieto, y de cómo alguien le había seguido. Finalmente, terminó poniendo sus
sospechas sobre la mesa.
—En definitiva, creo que ha sido captada por la secta y que ahora está
abducida o puede que simplemente no pueda salir de allí y se halle en peligro.
No encuentro otra explicación para su silencio.
La cara de Dimas era de sorpresa mezclada con horror.
—¿Y qué podemos hacer si no hay pruebas de todo lo que me acabas de
contar?
—Planear un secuestro. Así de cruda es la situación. Fue idea de un
experto en sectas al que le consulté el caso. Por lo visto, la mayoría de estos
procesos relacionados con sectas destructivas acaban así, si es que queremos
volver a verla algún día.
—Pero ¿te has vuelto loco? ¿Cómo vamos a hacer eso?
—Ya sé cómo suena, pero no me he vuelto loco. Es la única opción que se
me ocurre. Sacarla de allí cuanto antes.
—Y ¿no sería mejor consultarlo con el inspector jefe?
—¿Tú qué crees? ¿Que no lo he valorado?
—Imagino que sí.
—Si es que decides ayudarme, estamos solos en esto, Dimas.
Desgraciadamente no se puede hacer nada por ella a menos que nos salgamos
de la ley. Luego, cuando se recupere, Cleo podrá dar testimonio y presentar
una denuncia formal contra Lucid Temple. Vete a saber lo que estará viviendo
allí dentro. Pero si ahora levantamos la liebre, lo máximo que harán será
pasarse por el centro y hacer cuatro preguntas, no podrán hacer más. Eso solo
servirá para ponerles en alerta y complicar nuestro plan. Puede que incluso se
trasladen a otro lugar y nunca más volvamos a saber de ellos.
—¡Un secuestro no es tan fácil, Ginés! Necesitamos una infraestructura,
horarios, costumbres, información… ¡Todo!
—Lo sé, lo sé. Por eso hay que trabajar rápido. Tengo un plan que, creo
yo, no puede fallar pero necesito tu ayuda. Yo solo no puedo hacerlo.
Dimas se quedó en silencio unos instantes, sin saber qué responder. Luego
expuso sus dudas.
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—Verás, Ginés: tengo que darle una vuelta. Me juego mi trabajo y puedo
meterme en un lío de cuidado. Yo quiero a Cleo, eso no es un secreto, y si has
acudido a mí es porque lo sabes, pero hay demasiados contras. Tendré que
pensarlo bien.
—Lo entiendo perfectamente, pero piénsalo rápido. El tiempo apremia y
puede que luego sea demasiado tarde.
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Diez semanas en Lucid Temple
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La periodista se sirvió un poco de avena en un cuenco.
—Te hemos echado de menos —dijo Ana.
Cleo la miró con incredulidad.
—No me mires así. Yo, al menos, lo he hecho.
Tenía tantas cosas que decirle que prefirió callar. No olvidaba que,
llegado el caso, su compañera tomaría partido por Harris. No podía confiar en
ella. Por muy bien que le cayera, no era su amiga. Nadie allí lo era.
—¿Sabes qué es Baku? —preguntó de repente. Acababa de acordarse del
nombre de su guía y, aunque le sonaba de algo, no era capaz de recordar su
significado.
—¿Baku? Hum, sí. Me parece que nos lo explicó Harris hace tiempo. Los
baku son seres de las mitologías japonesa y china.
—¿Y qué se supone que hacen o para qué sirven?
—Muchas veces son descritos como híbridos con cuerpo de león, cabeza
de elefante y cosas así de locas. Son «comedores de pesadillas».
—¿Comedores de pesadillas? ¿Qué quieres decir?
—Se les invoca cuando la persona tiene pesadillas, para que la libere de
ellas. Sobre todo, lo hacen los niños. Las madres les piden a los pequeños que
los llamen en momentos de apuro para que acudan y devoren sus malos
sueños. Son seres protectores. ¿Por qué me lo preguntas?
—Creo que he visto uno —dijo con naturalidad tras remover su avena.
—Por experiencia sé que la recámara puede hacernos ver cosas que no
existen —repuso Ana en un intento de darle una explicación racional.
—Sí, será eso —comentó Cleo con resignación.
En realidad, le importaba poco la opinión de su compañera. Ella sabía lo
que había visto y eso no se lo podía negar nadie. Otra cosa es que ese ser que
se le había aparecido fuera real, y lo dudaba seriamente. Sin embargo, había
venido para darle consuelo en un momento de desesperación. Eso resultaba
innegable.
Tras el desayuno, Cleo y el resto de los adeptos abandonaron el comedor
y la periodista aprovechó que su compañera se fue a las duchas para continuar
con su plan. Entonces extrajo el teléfono de repuesto que había escondido
detrás de la pata de la cama y comprobó que la batería se había descargado
por completo. Lo puso a cargar. La batería estaba a cero y le costó
encenderlo. Cuando al fin se iluminó la pantalla intentó llamar a Ginés, pero
descubrió con horror que allí no había cobertura. Intentó una y otra vez
obtener algo de señal, sin éxito, hasta que no tuvo más remedio que volver a
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esconder el teléfono, esta vez en el bolsillo de su sudadera, pues escuchó
sonidos de pasos en el corredor anunciando el regreso de Ana.
Cuando acudía a clase, al principio de su ingreso en la escuela, aquel
tiempo en el que todavía no era una prisionera, nunca había hecho uso de su
móvil, así que realmente desconocía si había o no cobertura. Quizá en la zona
de los dormitorios había un inhibidor o quizá se hiciera extensible a más
zonas del centro. Tenía que comprobarlo cuanto antes.
Le dijo a Ana que se iba a la ducha, pero no lo hizo. Corrió con cautela
por el centro hasta alcanzar el jardín. Sacó el teléfono con cuidado de no ser
vista y con la escasa batería que había conseguido cargar intentó, a
escondidas, realizar una llamada a Ginés, pero allí tampoco había señal.
Luego se dirigió a las duchas y volvió a intentarlo, pero el teléfono no
funcionaba. Su desesperación iba en aumento. Aun a riesgo de ser
descubierta, probó en otras zonas comunes, pero fue imposible. En realidad,
no sabía de qué se extrañaba. Conociendo a Harris, cualquier cosa era posible.
Así que llegó a la conclusión de que allí dentro había inhibidores.
¡Inhibidores!
Estaba atrapada.
Estar tan cerca de la libertad y a la vez tan lejos la desmoralizó.
Eso significaba que estaba sola.
No podía contar con la ayuda de Ginés ni de nadie.
¿Qué podía hacer?
Por unos instantes estuvo a punto de hundirse. Llevaba demasiado
machaque encima, físico y psicológico. Su mente se hallaba al borde del
colapso y aquel descubrimiento la había descolocado del todo. Además, se
sentía débil físicamente. No poder estirar las piernas ni hacer ejercicio le
estaba pasando factura y en aquellos momentos tenía vahídos. No se esperaba
ese revés.
Para infundirse ánimos se dijo que si otros, como Conchita y Marcos,
habían logrado escapar de ese siniestro abismo, también ella lograría hacerlo.
En realidad, la libertad estaba más cerca de lo que pensaba. ¿Qué le impedía
abrir la puerta del centro a pleno día y huir? Nada. Tan fácil como eso,
aunque debía reconocer que había estado tan mediatizada que era incapaz de
pensar con claridad y ni siquiera había valorado esa posibilidad.
Sin embargo, cuando se acercó con sigilo a la puerta principal se topó con
una desagradable sorpresa. ¡Estaba cerrada! Preguntó disimuladamente a un
compañero y este le dijo que las clases se habían cancelado por la Navidad. El
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centro permanecería cerrado durante las vacaciones y no habría clases
excepto para los internos del centro.
¿Navidad? Ya era casi Navidad, la fecha que se había puesto como tope
para su estancia en Lucid Temple. ¿De verdad había pasado tanto tiempo?
Tenía que salir de allí cuanto antes. Estaba tan agotada mentalmente que
en esos momentos reaccionó como un autómata.
Baku, su guía, el espíritu protector, le había dicho que confiara en sí
misma. Pero ahora no podía pensar en eso. Se sentía exhausta y con sus
fuerzas al límite. Así que se duchó, regresó a su habitación y se tumbó en la
cama sin permitirse pensar en nada más.
Después de comer, Cleo se sintió con más energía, así que acudió a la
sesión de meditación, pero lejos de seguir los ejercicios que se le planteaban,
dedicó ese tiempo para pensar en su huida.
Cuando no tienes la necesidad de escapar de un lugar, no te fijas en
determinadas cosas, como los puntos de salida, las alarmas, las puertas y las
llaves. Sin embargo, si estás planeando una fuga, como era el caso de la
periodista, empiezas a tomar consciencia de los pequeños detalles. Salir de
allí no resultaba imposible, pero lo mejor era hacerlo por la noche, pues llegó
a la conclusión de que a plena luz del día sería mucho más arriesgado y podría
ser descubierta.
Para empezar, tenía que enterarse de cómo Nuria introducía la clave de la
alarma que activaba por las noches antes de irse. Debía hacerse la
encontradiza y memorizar los números que la mujer marcara. Además, debía
prestar atención a dónde se guardaban las llaves, aunque estaba casi segura de
que se custodiaba una copia en la recepción. Esta quedaba cerrada por la
noche, así que tendría que conseguir una horquilla de las que usaba Ana para
franquear esa puerta, cuya cerradura por suerte no parecía muy complicada.
No sería un gran problema, o eso esperaba.
Si conseguía abrir la puerta de la secretaría, hacerse con las llaves y
desconectar la alarma antes de salir, alcanzaría la libertad. No podía ser tan
difícil. Pero debía hacerlo por la noche, cuando Harris durmiera o estuviera en
el templo.
También comprobó que su moto ya no estaba aparcada en la puerta del
centro, donde la había dejado. Alguien se la había llevado. En cualquier caso,
tampoco podía contar con ella. Seguramente, después de tanto tiempo, lo más
probable es que ni siquiera arrancara.
Estaba decidida a salir de allí como fuera. Además, había comprobado que
faltaba poco para Navidad, la fecha que se había impuesto como tope para
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salir de Lucid Temple. Se había percatado de que Nuria llevaba un jersey con
motivos navideños, así que, si quería pasar las Navidades con su madre,
tendría que darse prisa en preparar bien su plan.
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Cleo dedicó los siguientes días a preparar su plan de fuga. Ya tenía la
horquilla y, en un descuido de Nuria, había conseguido memorizar el número
de la clave que servía para desactivar la alarma. Además, disimuladamente,
evitó consumir las infusiones que les daban en la cena para no estar atontada
después. Al fin, cuando pensó que lo tenía todo previsto, decidió que esa sería
la noche propicia para llevar a cabo su plan.
En aquella ocasión les sirvieron pollo en la cena y dulces, algo nada
habitual en Lucid Temple, así que dedujo que las fiestas estaban muy
próximas. Allí dentro procuraban no informarles de nada del exterior. No
fuera a ser que algunos adeptos sintieran nostalgia de su antigua vida y
tuvieran la necesidad de salir del centro. Estaba todo calculado y bien medido.
En teoría todos habían entrado voluntariamente allí, igual que Cleo, pero ¿qué
pasaría si alguno decidía que no quería continuar en Lucid Temple? Entonces
se encontraría atrapado, igual que ella. Por eso era mejor mantener las
tentaciones alejadas de los adeptos. Si nada sabían, nada echarían en falta.
Eso y cerrar el centro a cal y canto para que nadie saliera o entrara. No había
podido ver a Adrián y le echaba de menos. ¿Cómo se habría tomado la noticia
del cierre del centro durante las vacaciones de Navidad? ¿La extrañaría como
ella a él? Ni siquiera había podido despedirse de su amigo, puesto que la
última vez que lo vio Ernesto se interpuso. En esos momentos desconocía lo
que iba a pasar y en cierto modo sentía que le había fallado al no plantarle
cara a Ernesto. Quizá debió de decir algo, hacerle ver que no estaba conforme
con las reglas del centro. Bueno, eso ya no tenía solución. ¿Se habría
enfadado con ella? Desechó esos pensamientos perturbadores. Ahora tenía
que estar atenta a otras cuestiones.
La noche fijada no tuvo la suerte de que convocaran a Ana para ir al
templo, algo que complicaba su situación, pues tendría que esperar a que su
compañera se durmiera para emprender la huida. Parecía que una vez más los
astros, la casualidad o la fortuna no la favorecían.
Pese a los dulces que les habían ofrecido, dedujo que aún no debía de ser
Nochebuena. De serlo, lo normal es que no convocaran a nadie, pero le
constaba que había un compañero citado esa noche, así que no podía ser
festivo. Sin embargo, al menos sabía que Harris o la doctora estarían allí
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entretenidos. El que estuviera de guardia. El otro permanecería durmiendo en
su habitación.
Antes de la cena vio cómo Nuria se marchaba dejando conectada la
alarma, pero no le importó ya que tenía la clave memorizada en su cabeza.
Las horas previas a materializar su plan, Cleo sentía un nudo en la boca
del estómago y tenía miedo. Por qué no reconocerlo. Le daba un miedo cerval
lo que pudiera pasar. Su proyecto podía funcionar, al menos así lo creía ella,
pero no podía olvidar que iba a asumir un gran riesgo y que cabía la
posibilidad de que algo fallara. Y si eso ocurría no sabía de lo que era capaz
Harris.
Cuando Ana y ella se retiraron a dormir, su compañera parecía tener
dificultades para conciliar el sueño. La oía dar vueltas en la cama, signo de
que no estaba dormida, al menos no del todo. Decidió esperar un poco más.
Ella no podía enterarse de lo que iba a hacer. Llegado el caso, Ana se pondría
de parte de Harris y compañía. Era una fiel adepta y, aunque sentía lástima
por ella, lo cierto es que en esos instantes tenía que valorarla como una
oponente más. Tanto era así que en los últimos días había presentado
síntomas de estar enferma con algunas hemorragias que la chica se negaba a
tratarse. No quería acudir a un ginecólogo al exterior. Decía que le daba
miedo lo que pudiera pasarle en la calle. Cleo había intentado convencerla
para que hablara con la doctora Cassi, pero Ana se había negado y le había
pedido que guardara silencio ella también. No quería convertirse en un
problema para el grupo.
Allí, en completa oscuridad, el tiempo se le hacía eterno. Al fin oyó a su
compañera dormitar. No era la primera vez que la escuchaba hablar en sueños
y ahora lo estaba haciendo de nuevo. Parecía estar teniendo un sueño
complejo en el que suplicaba algo a un interlocutor invisible.
Cuando Cleo consideró que estaba metida de lleno en el sueño, se levantó
y cogió su mochila. No había tiempo para vestirse. Llevaba un chándal gris
con capucha. Se puso su cazadora y se dispuso a abandonar la habitación.
Pero justo entonces Ana gimió algo y Cleo se asustó. Se quedó quieta, de pie,
en la habitación, dispuesta a utilizar una excusa si era necesario. Pensó
deprisa, pero en ese momento no se le ocurría ninguna. Permaneció
escuchando unos segundos.
Falsa alarma. Ana seguía dormida.
Abrió la puerta de la habitación con cuidado para que no emitiera ningún
ruido y salió de allí.
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Tan pronto lo hizo encendió la linterna de su móvil, que había cargado a
ratos, cada vez que había tenido ocasión de quedarse a solas. Pero aun así la
batería no estaba completa.
Recorrió con sigilo el pasadizo donde estaban las habitaciones hasta
alcanzar el ascensor. Aquel era un punto crítico, ya que metía ruido y eso no
podía aplacarlo de modo alguno. Entró en el elevador y accionó el botón para
subir un nivel.
Al ascender un piso, abrió la puerta del ascensor con cautela y salió. Oteó
el terreno por si había alguien, pero por suerte todo estaba en completa
quietud. Después tuvo que atravesar el comedor, ahora en silencio y en
absoluta oscuridad, y las aulas donde se impartían las enseñanzas que había
recibido hasta que por fin alcanzó la secretaría.
La puerta en realidad era bastante enclenque, pensó. Esperaba recordar los
consejos que le había proporcionado un ladrón cuando investigó robos en
viviendas para un reportaje de investigación y ser capaz de franquear la
estancia para hacerse con las llaves del centro.
Dobló la horquilla y, con manos temblorosas, introdujo el hierro en la
cerradura. En las películas parecía muy fácil, pero no lo era. Con una mano se
iluminaba a través de la linterna de su móvil mientras que con la otra trataba
de abrir la cerradura. Era de las de pomo redondo. No podía ser tan difícil,
pero entre los nervios, el miedo, que no veía muy bien y que se hallaba débil
por todo el machaque de la recámara, empezó a sospechar que no sería tan
sencillo como había imaginado.
La periodista comenzó a sudar y las manos cada vez le temblaban más.
Para infundirse valor pensó en su madre, en Ginés y en Adrián. Tenía que
abrir esa maldita puerta como fuera, si es que deseaba volver a verlos. Sopesó
la idea de pegarle una patada, pero aquello habría sido como emitir un grito
en la noche. Todos se alertarían y eso era lo último que necesitaba.
Sin embargo, cuando estaba enfrascada en la tarea que se había propuesto,
ocurrió algo.
De pronto saltó la alarma.
Un sonido atronador, como el que había escuchado la noche en la que se
fugó Marcos, se extendió por todo el recinto.
«¡Joder! ¡La alarma! ¿Por qué ha saltado?».
No halló respuesta, pero eso solo significaba una cosa: en breve aquello se
iba a llenar de gente… Ernesto, la doctora Cassi o el mismo Harris. Si la
descubrían allí todo habría acabado y su futuro sería incierto. ¿La harían
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desaparecer como a otros miembros de la secta? Sospechaba que esta vez no
sería suficiente con mandarla a la recámara.
Tenía que regresar a su habitación cuanto antes y esperar otra ocasión
para emprender la huida. Y en ello estaba cuando sorpresivamente
aparecieron Ernesto y la doctora Cassi.
—¿Quién anda ahí? —gritó Ernesto.
La doctora Cassi encendió la luz del pasillo y Cleo quedó al descubierto
como una polilla bajo un foco de luz.
Ya no había escapatoria.
Ambos la habían visto.
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—¿Estás seguro de lo que vamos a hacer? —preguntó Dimas.
—No, pero ya no nos podemos echar atrás —contestó Ginés apagando su
enésimo cigarrillo en el cenicero. El gesto en su rostro era más serio de lo
habitual. Resultaba evidente que él también estaba preocupado.
Agazapados entre las sombras de la noche, los dos hombres esperaban en
el coche de Dimas a las puertas de Lucid Temple. Habían evitado desplazarse
en el Volvo porque alguien podría reconocerlo.
—Ya no puede tardar en salir —dijo Ginés.
Estaban esperando a Nuria, la secretaria. Sabían que ella controlaba la
llave del centro y la alarma. La habían vigilado varias noches antes de
ejecutar su plan.
Ginés conocía a Nuria, pues fue ella quien le atendió el día que se personó
en el centro para preguntar por Conchita. Ahí estaba la clave. Con su ayuda
—voluntaria o no— lograrían entrar en la secta.
—No sé cómo me he dejado liar —refunfuñó Dimas cerrando la
ventanilla del coche. Pese al frío reinante, la había abierto para que saliera el
humo que Ginés había esparcido por todas partes.
El expolicía le miró con gesto sombrío.
—Recuerda, Dimas. No estás aquí por mí. Estás haciendo esto por Cleo.
Y Ella nos necesita.
Dimas no contestó, pero asintió.
A su pesar, era cierto. Cleo había estado con él en sus peores vicisitudes,
incluso cuando a su hermano, también policía, le dispararon y murió en acto
de servicio. Aquello fue un trago horrible para Dimas y su familia, y ella
había estado presente en todo momento.
Al principio a Dimas todo aquello le pareció una locura, pero, tras
explicarle su plan, empezó a verlo de otro modo. Por eso accedió. De hecho,
había cogido su arma. La iban a necesitar.
—Parece que hay movimiento. Alguien está saliendo —anunció Ginés
poniéndose en guardia.
—Sacaré mi arma.
—Sí. Tenla preparada —dijo Ginés cogiendo una barra de acero que había
traído con el mismo fin.
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Tras conectar la alarma y cerrar la puerta principal, Nuria salió del centro
como cada noche. Estaba deseando llegar a casa y darse una ducha. No es que
le gustara demasiado su trabajo, pero allí le pagaban bastante más que en
otros empleos a los que había accedido con anterioridad.
Esa noche no tenía ningún plan especial. Lo único que había previsto era
cenar, tal vez ver una película en alguna plataforma y acostarse temprano.
Se disponía a ir hacia su coche cuando dos individuos la interceptaron.
Uno de ellos le colocó un arma en la sien. El otro llevaba una barra de acero
en la mano derecha.
—Y ahora, bien calladita, nos vas a acompañar —dijo el que no portaba el
arma de fuego.
—¿Qué… qué quieren? ¿Dinero? ¿El móvil? —titubeó a causa de los
nervios.
—Lo que quiero es que te calles y subas al coche —dijo Ginés con voz
firme.
Nuria obedeció. Le temblaban las piernas y estaba aterrorizada, tanto que
estuvo a punto de orinarse encima, aunque afortunadamente pudo contenerse
y sobreponerse.
Una vez dentro la secretaria pensó que se trataba de un secuestro o de una
violación, y que iban a poner el coche en marcha para llevársela a un
descampado sabe Dios con qué intenciones. Pero nada de eso ocurrió. El que
tenía el arma de fuego se sentó en el asiento de atrás junto a ella, sin quitarle
el ojo de encima. El otro se sentó al volante. Estaba oscuro, pero por el espejo
retrovisor creyó intuir un rostro conocido. Sin embargo, no sabía de qué le
sonaba esa cara.
—¿A qué hora se acuestan?
—No entiendo.
—Me entiendes perfectamente. No me hagas perder los estribos. ¡Que a
qué hora se acuestan en Lucid Temple! —dijo Ginés alzando un poco la voz.
—Hacia las diez y media.
—Eso está mejor. Y ahora, los tres juntitos, vamos a esperar un poco aquí.
Estate tranquila, obedece y no te pasará nada.
—¿Qué… qué es lo que quieren? No entiendo nada. —La voz de Nuria
sonaba temblorosa.
—Ni falta que hace. Tú solo obedece y mantén el pico cerrado.
Y así fue transcurriendo el tiempo.
Nuria estaba atrapada con esos hombres sin poder decir nada y muerta de
miedo. No sabía por qué permanecían ahí haciendo tiempo en lugar de
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llevársela a otro lugar a menos que lo que pretendieran fuera otra cosa, que se
le escapaba.
Pasado un rato prudencial, sus captores decidieron que ya era hora de
internarse en Lucid Temple.
—Escúchame bien —le dijo Ginés—, solo tienes que abrir la puerta y
desconectar la alarma. Es así de sencillo. Si sigues las instrucciones no te
pasará nada, de lo contrario esto acabará mal para ti.
En ese momento, a la luz de una farola, Nuria pudo ver bien su cara y
recordó de qué lo conocía. Era el hombre que fue hacía unos meses
preguntando por Conchita. Se relajó un poco porque sabía que no era un
simple atracador o un violador, sino un investigador privado, o eso dijo el día
que se presentó en el centro. Ignoraba quién era el que portaba la pistola,
pero, desde su punto de vista, si estaba con él aquello significaba que no sería
capaz de dispararle a sangre fría.
—¡Conchita no está aquí! —dijo Nuria en un intento por zafarse de la
situación.
—Eso ya lo sé —respondió el viejo policía con sarcasmo—. Menos
charla. Abre la puerta.
Nuria obedeció. Con las manos todavía temblorosas abrió la puerta para
que pudieran pasar y ambos entraron con ella a punta de pistola.
—Ahora la alarma. Desconéctala.
Nuria asintió. Pero en ese instante ya no sentía tanto miedo como al
principio. Desde que descubrió de quién se trataba su captor, se había relajado
un poco. Sopesó qué hacer y finalmente decidió jugárselo todo a una carta.
Cuando fue a introducir los números para desactivar la alarma, tecleó otros
adrede. Eso en lugar de desactivarla, la activaría. Ernesto la oiría y sabría qué
hacer. Y Harris la recompensaría por ello. No lo pensó más. Ya estaba hecho.
Segundos después la alarma empezó a sonar. Con el desconcierto que
suscitó, Nuria aprovechó para zafarse de Ginés y de Dimas, y corrió a
esconderse debajo de una mesa.
Ambos hombres se quedaron paralizados. De todos los escenarios que
habían barajado, ese era el último que esperaban. No pensaron que la
secretaria pudiera ser una kamikaze y saltarse sus instrucciones de manera
temeraria.
Ambos se miraron con rostro interrogante.
«¿Qué hacemos ahora?».
Antes de que pudieran reaccionar, oyeron gritos no muy lejanos.
«¿Cleo?».
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Parecía la voz de su amiga.
Sin miramientos decidieron acudir hacia la dirección de donde provenían
los gritos. Estaban seguros de que Nuria, por la cuenta que le traía, no
llamaría a la policía. Así que se desentendieron de ella y corrieron hacia el
lugar.
Atravesaron un corredor y alcanzaron el pasillo que desembocaba en la
secretaría. Allí estaban Cleo, el hombre que había despachado a Ginés el día
que fue al centro y una mujer de mediana edad. Ernesto tenía agarrada a Cleo
por la cintura mientras ella intentaba deshacerse de él.
Se produjo un cruce de miradas. La de Cleo era de estupor al ver allí a
Ginés y sobre todo a su exnovio, al que no esperaba encontrarse en absoluto.
No daba crédito, aunque lo cierto es que sintió un gran alivio. Sin embargo, la
situación seguía siendo comprometida para todos.
Ginés advirtió que el hombre que tenía retenida a Cleo no portaba armas y
él tampoco quería usar la de Dimas, así que, sin plantearse las consecuencias,
se acercó a él y le golpeó con la barra de hierro en la rodilla a fin de que
soltara a su amiga, momento que Cleo aprovechó para zafarse de sus manos y
empujar a la doctora Cassi. Esta cayó y se golpeó la cabeza contra la pared,
quedando tendida en el suelo. Un hilo de sangre empezó a brotar de su nuca.
Estaba inmóvil. Desvanecida, malherida o muerta. Era imposible saberlo en
ese instante.
Ernesto profirió un grito de dolor y también cayó momentáneamente de
rodillas al piso. No tuvo más remedio que soltar a Cleo, y Dimas, Ginés y la
periodista aprovecharon esos segundos de desconcierto para huir corriendo en
dirección a la salida de Lucid Temple.
Ernesto se incorporó y aún dolorido extrajo un arma que portaba en la
parte trasera de su pantalón y disparó hacia ellos, pero no fue capaz de acertar
el blanco. Cojeando fue detrás, esperando a tener mejor ángulo de tiro.
Ginés, Cleo y Dimas llegaron a la salida a trompicones. Nuria todavía
estaba debajo de la mesa, pero al oír el disparo, que no sabía quién había
efectuado, no se atrevió a moverse o impedir de algún modo la huida.
Los tres pasaron delante de ella sin dedicarle apenas una mirada y salieron
del recinto a toda prisa. Ernesto los seguía de cerca. Los tres alcanzaron el
coche y se subieron tan rápido como pudieron con Ernesto pisándoles los
talones. Sin embargo, Ginés arrancó el vehículo y metió la primera.
Ernesto se quedó en medio de la carretera, con la pierna renqueante, pero
tratando de impedir que se marcharan mediante el uso de su pistola. Efectuó
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varios disparos y en uno de ellos acertó a dar al cristal de atrás del vehículo,
que estalló en mil pedazos.
—¿Estáis todos bien? —preguntó Ginés tras echar el freno.
Dimas y Cleo asintieron con la congoja metida en el cuerpo y con las
cabezas agachadas.
Sin embargo, en ese instante llegó un coche a gran velocidad que no pudo
evitar la maniobra de choque. El conductor no esperaba encontrarse a un
hombre en medio de la carretera. Ernesto solo vio sus faros e igual que una
liebre pillada en la oscuridad de la noche se quedó paralizado. No logró
impedir que se lo llevaran por delante. Debido al fuerte impacto, su cuerpo
voló literalmente por encima del vehículo que lo había atropellado y quedó
tendido en la calzada, inmóvil.
Después se hizo el silencio en la noche. Tras unos segundos de
incertidumbre, Ginés arrancó y salió de allí a toda velocidad.
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Epílogo
Despertar
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que recordaba haber oído la voz de Harris diciéndole: «¡Salta!». Todo ello
seguramente producto del lavado de cerebro y la confusión que había
experimentado durante el tiempo que estuvo recluida. Aún le quedaba mucho
trabajo por delante, pero se encontraba mejor. El punto de inflexión que la
había llevado a escapar del centro fue el instante en el que le mostraron unas
imágenes de su propio padre. Querían que ella averiguara si tenía trapos
sucios para impedir una importante fusión de su cadena hotelera con otra.
Conchita entonces experimentó un «despertar» en su confusa mente y decidió
huir. También había recordado de qué conocía al exjuez Emeterio. Era otro de
los chantajeados por Lucid Temple; de eso le sonaba su rostro. Aunque el
exjuez jamás se pronunció al respecto.
Pero no todo había sido perfecto.
Ernesto murió como consecuencia del atropello que había sufrido durante
la persecución después de la huida, pero la doctora Cassi y Harris habían
escapado del país la misma noche de los sucesos. Sin duda, la doctora no
estaba tan malherida como había parecido en un primer momento.
Harris era perro viejo y supo jugar sus cartas para planear su fuga aquella
misma noche, o tal vez disponía de ese plan desde hacía mucho tiempo por si
las cosas se torcían.
Nuria había sido detenida, aunque con cargos menores, igual que Diego el
Chamán, el señor de las hierbas, que se demostró que no usaba drogas
ilegales, únicamente onirógenos. No tardó en salir a la calle. Así que aquella
era una victoria parcial. Al final, aquel hombre y la doctora, los máximos
responsables de Lucid Temple, estaban libres sabe Dios dónde, igual que
había sucedido con otros muchos líderes de grupos destructivos a lo largo de
la historia. Pero al menos esa secta en España había quedado al descubierto y
había sido desmantelada.
Sus fines radicaban en la extorsión para conseguir más poder y hacerse un
hueco en el panorama social y bursátil del país. Conseguían secretos a través
de los adeptos, que luego eran empleados para extorsionar, chantajear o para
lograr alianzas. Sin embargo, no se pudo probar nada de esto porque los
extorsionados, que tenían mucho que callar, decidieron no presentar
denuncias contra Lucid Temple ni contra Harris. Temían que estando, como
estaba, libre, pudiera revelar lo que sabía sobre ellos. En definitiva, se trataba
de conseguir poder, dinero y una posición aventajada.
Tampoco se podía obviar el perfil que el experto en sectas trazó de Harris,
una vez que tuvo más detalles. Pensaba que se trataba de un ególatra y un
narcisista ávido de poder, igual que otros muchos líderes de sectas como el
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reverendo Moon, líder de la Iglesia de la Unificación, también conocida como
secta Moon. La diferencia con Harris es que este último era un científico
acomplejado que quería jugar a ser Dios, por eso se empeñaba en adornar sus
estrambóticas enseñanzas con un halo científico. Pensaba que algún día
recuperaría el prestigio que le había sido arrebatado injustamente en Harvard.
Había que reconocer que sus tejemanejes, ayudado por Ernesto y la doctora,
habían dado sus frutos y había logrado hacerse con una considerable fortuna.
Sin duda, sería difícil dar con él para poder juzgarle. A esas alturas podía
estar en cualquier parte del mundo en la que no hubiera tratado de extradición
con España.
La mayoría de los adeptos habían regresado a sus casas. Otros, como Ana,
estaban en centros de acogida hasta que decidieran qué hacer. Cleo había ido
a visitarla en dos ocasiones. Su compañera, lejos de agradecerle el haber
destapado la trama, se hallaba perdida sin saber qué sentido encontrarle a su
propia vida. Ella había sido feliz dentro de la secta, era ahora cuando no veía
su futuro claro.
Cleo confiaba en el buen hacer de los psicólogos especializados en
desprogramación de sectas y estaba segura de que dentro de un tiempo le
daría las gracias por lo que había hecho por ella y sus compañeros. Y
seguramente encontraría un nuevo horizonte para su existencia.
Por fortuna, Dimas había salido airoso y lo ocurrido no había tenido
repercusión negativa en su carrera policial. Sin embargo, Cleo estaba saliendo
con Adrián. En eso había perdido… Al finalizar todo, ella le había buscado y
el joven se había quedado de piedra al descubrir que era una periodista
infiltrada. Aunque veía cosas raras en Lucid Temple, y en la propia Cleo, no
podía imaginar lo que había detrás de todo ese entramado disfrazado de
escuela de sueños lúcidos.
—Os dejo. Adrián me está esperando —dijo Cleo tras consultar un
mensaje en su móvil.
—Llámame cuando lleguéis, por favor —rogó su madre.
—Por supuesto, mamá. Solo estaremos fuera el fin de semana. No te
preocupes.
—Te lo mereces, después de todo lo que has pasado —apuntó Ginés.
Tenían reserva en una pequeña cabaña rural en medio de la montaña. Un
fin de semana solos que ambos se habían prometido cuando acabara el
revuelo.
Al volver, a Cleo le esperaba una nueva ilusión. Aunque pensaba que los
había perdido, hacía una semana que había vuelto a tener un sueño lúcido…
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esta vez con su padre. Había podido verlo tal y como era —o eso al menos es
lo que intentaría descubrir— y este le había proporcionado una pista, un
nombre, para que ella tirara del hilo y pudiera reencontrarse con él en
persona. Sobre este encuentro onírico no había contado nada a nadie. Ni
siquiera a Adrián. Ni mucho menos a su madre. No quería hacerle un daño
innecesario. Había tardado una semana en decidir qué hacer. Mientras se
había guardado aquel sueño como si fuera un tesoro, únicamente para ella.
Nadie más tenía que estar al tanto. Al volver del viaje investigaría, como ella
sabía hacerlo, para comprobar si esa pista tenía algún viso de ser real o
aquello formaba parte de una fantasía bien elaborada por su subconsciente.
Al llegar al portal, Adrián la estaba esperando con una sonrisa cómplice.
La besó y le ayudó a acomodar su mochila en el maletero. Ambos se subieron
a su coche para emprender el viaje hacia la casa rural.
Antes de llegar, pararon en un pueblecito y se metieron en un colmado
para comprar algunas cosas para la cena. Adrián había llevado velas y las
colocó por todo el salón junto a la chimenea.
—Eres un romántico de mierda —dijo Cleo entre risas. Su vena sarcástica
siempre estaba presente, pero esta vez salía en un tono meloso y amable.
—¿Tiene algo de malo? —inquirió Adrián ladeando la cabeza.
—No. Me encanta. En ti, me encanta —puntualizó.
Luego, tras la cena, ambos se sentaron en un sofá marrón frente a la
chimenea. La casa era pequeña pero acogedora. De piedra y madera, pero
decorada con mucho gusto. Pensaron que había sido una buena elección.
—¿Cómo te encuentras ahora que todo ha pasado?
—Estoy en una nube. No imaginé que esta investigación pudiera
desembocar en algo tan bonito. —Hizo énfasis en la palabra «bonito»
refiriéndose a ellos, a su relación, más que al boom por lo ocurrido con su
carrera profesional, que había tomado una proyección ascendente.
Luego lo besó y él le devolvió el beso.
Ambos se dejaron llevar y acabaron tumbándose en la cama, con la única
iluminación de las velas y el fuego de la chimenea.
Hicieron el amor y después Cleo se recostó sobre su hombro para
quedarse dormida a su lado.
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montaña.
De pronto sonó un ruido en la estancia, aunque no inquietó a ninguno de
sus habitantes. Ambos estaban dormidos.
—Hola, Cleo. Soy yo. ¡Despierta!
Cleo despertó de su sueño para descubrir una sombra al pie de su cama.
—¿Me recuerdas?
Cleo estaba somnolienta, aunque acertó a entreabrir los ojos. Pero ¿qué
estaba pasando? ¿Estaba despierta o aquello formaba parte de un sueño?
—Despierta… despierta dentro de tu sueño. Hazte lúcida —susurró la
voz.
Cleo se incorporó un poco en la cama y acertó a ver la sombra con más
claridad y esos ojos inconfundibles teñidos de ira.
—Estás soñando, Cleo. Esto es un sueño lúcido y yo estoy dentro de él,
dentro de tu cabeza. Igual que hice con Marcos y con Conchita. Fui yo quien
les impulsó a hacer esas cosas horribles.
«¿Qué… qué demonios?».
Cleo realizó una verificación mirándose las manos. Observó que se veían
deformes y con seis dedos en cada una de ellas en lugar de cinco.
—Has ganado, sí… —dijo la voz—. Has vencido. Bien por ti.
—¿Quién eres? —acertó a preguntar, aunque sospechaba de quién se
trataba.
—¿No me reconoces? Soy yo, Eddie. ¿Tan pronto me has olvidado?
Cleo se estremeció al escuchar ese nombre.
—Has vencido. Pero solo por el momento. ¿Y sabes por qué? Te lo voy a
decir. He venido hasta aquí solo para esto. Disfruta mientras puedas las horas
de luz porque lo cierto es que nunca más podrás volver a dormir tranquila.
Sigo aquí… y siempre estaré a tu lado hasta que una noche de estas, cuando
más te confíes, volarás.
»Descansa ahora… si puedes.
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La pérdida de la libertad
Esta obra aborda dos grandes temas: los sueños lúcidos, de los que ya he dado
cuenta en la introducción, y la problemática de las sectas, de la que hablaré
ahora.
A lo largo de estos años he podido entrevistarme con personas que han
pertenecido a sectas. La mayoría eran exadeptos, todavía muy temerosos, que
apenas se atrevían a desgranar lo que habían vivido durante su estancia en el
grupo. Una mezcla de vergüenza y baja autoestima se lo impedía. Eran
personas destruidas psíquicamente. Muchas de ellas procedían de sectas de
corte esotérico, pero también de algunas inspiradas en el movimiento new age
(nueva era), el coaching, las técnicas piramidales, el ecologismo o las terapias
naturales. Y es que las tapaderas de las sectas han dado un vuelco
considerable en cuanto a sus intereses. Conscientes de que la religión, el
principal motor en los años setenta y ochenta del siglo pasado, cotizaba a la
baja, derivaron sus raíces a temas más sencillos y atrayentes, para así pasar
inadvertidas y tener la oportunidad de captar a más personas para sus
cuestionables causas.
Y lo han conseguido.
Los métodos de captación también han cambiado. Anteriormente,
organizaban conferencias gratuitas o te ofrecían la realización de un test
psicológico con la excusa del autoconocimiento que eso te reportaría.
Tertulias, reuniones, invitaciones a sus sedes eran las fórmulas más
empleadas por estos grupos sin escrúpulos. Sin embargo hoy, por increíble
que parezca, puedes caer en una secta sin moverte de tu domicilio, vía
internet. El lavado de cerebro se realiza sutilmente, poco a poco, sin que te
des cuenta, en especial con los jóvenes.
Si al hablar de los sueños lúcidos comenté que con su práctica pocas veces
me he sentido tan libre, quiero remarcar que caer en las redes de una secta es
justo lo contrario.
¿Qué es lo que nos arrebatan las sectas y por qué pueden ser tan
peligrosas? La libertad de ser nosotros mismos. Los adeptos pasan de tener
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opinión propia a pensar como el grupo, o mejor dicho: como el líder del
grupo dicta que deben pensar. Los canales de información son siempre la
propia secta o derivados de ella. De este modo, el pensamiento crítico queda
relegado y escondido bajo llave en un cajón. Allí no se cuestiona lo que
ocurre, por muy extraño que nos parezca a los que lo vemos desde fuera.
El líder puede ser una persona convencida de lo que predica o un
auténtico farsante que únicamente busca lucrarse a nuestra costa. Quizá el
más peligroso es el primer tipo. Sobran los casos en los que un líder
fanatizado ha acabado conduciendo a la muerte a sus adeptos, persuadido de
que se iba a desencadenar el fin del mundo o la llegada del apocalipsis y que
con sus acciones salvaría el espíritu de sus acólitos.
Así que prestemos atención a los signos de alarma que puedan presentar
las personas de nuestro entorno, especialmente si estas son jóvenes. Cambios
de comportamiento, de lecturas, de gustos, de compañías e incluso en la
forma de alimentarse o de vestirse pueden ser señales que nos alerten de que
algo extraño está pasando. Y si descubrimos que alguien de nuestro entorno
ha caído en una secta, armémonos de paciencia y no nos enfrentemos a él con
prohibiciones, porque eso solo servirá para reforzar los lazos con el grupo y
que se aparte de nosotros.
Se calcula que en España operan más de trescientas cincuenta sectas,
aunque seguramente sean más, ya que muchas aún no están catalogadas y
cada poco tiempo nacen grupúsculos en los que no hay demasiados adeptos;
muchos de ellos son grupos reducidos y no tan proselitistas como antes.
En esta novela he intentado hacer un retrato de cómo son los entresijos de
las sectas y de la problemática que se desencadena para quienes se tienen que
enfrentar a ellas.
Espero haberlo conseguido.
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Agradecimientos
Quiero dedicar esta sección a las personas que han estado ahí de manera
incondicional.
A David Zurdo, por hacerme ver el camino cuando este estaba demasiado
oscuro y enmarañado.
A Javier Sierra, por estar presente en todos mis libros con su sabiduría y
su buen hacer.
A Nacho Ares, por su aura protectora que siempre sobrevuela mis textos.
A Iker Jiménez y Carmen Porter por dejarme hacer, y a todos mis
compañeros en la Nave del Misterio: Javier Pérez Campos, Francisco Pérez
Caballero, Carlos Largo, Pablo Villarrubia, Gerardo Peláez, Cristian Lorente,
Diego Marañón y Guillermo León.
A Miguel Gasca, Enrique Ramos y Javier García Campayo,
fundamentales en mi investigación, con sus obras sobre los sueños lúcidos,
para el avance de esta novela.
A Belén Cañadas, Elena G. Cardona y Daniela Cañadas por estar siempre
ahí.
A Silvia Bastos, mi agente, por saber comprender mis tiempos y darme el
espacio que necesitaba. Agradecimiento que hago extensivo a Pau Centellas y
Gabriela Guilera de Riquer, piezas fundamentales de su agencia.
Y finalmente a Clara Rasero, mi editora, por permitirme desarrollar mis
ideas locas en esta novela.
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CLARA TAHOCES ESCRIVÁ DE ROMANÍ nació en Madrid. Lleva más de
veinticinco años dedicada a la investigación de temas insólitos y misteriosos.
Actualmente es redactora y reportera del programa de televisión Cuarto
Milenio (Cuatro). Ha sido redactora jefa de la revista Más Allá de la Ciencia y
formó parte del equipo del programa Milenio 3 (Cadena SER).
Es diplomada en Grafopsicología y Especialidades grafológicas y autora de
catorce libros. Entre sus obras ensayísticas destacan Grafología, Sueños:
diccionario de interpretación y Guía del Madrid mágico, obra esta última que
aborda varios mitos y leyendas de la capital. Se ha adentrado también en el
campo de la novela, con títulos como Gothika (Premio Minotauro 2007), El
otro (2009) o La niña que no podía recordar (2016), y El jardín de las brujas
(2020).
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