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Me dieron carta blanca con Douglas desde el principio, y los dos nos entendíamos muy bien. Yo le hacia de
niñera-compañera-profesora-amiga, y encontré que mi experiencia en enseñar a las alumnas jóvenes de Bath me era de
la máxima utilidad. Había aprendido cómo inspirar interés y estimular la curiosidad; y, lo que era más importante, sabía
cómo impartir disciplina con un toque firme pero ligero a la vez que imponía obediencia sin causar nunca
resentimiento. La conducta de Doug empezó a mejorar casi inmediatamente, y en el curso de aquella misma semana ya
había eliminado de su lenguaje la mayor parte de las vulgaridades y contracciones que, aunque encantadoras, resultaban
impropias en un joven aristócrata. Cada vez que decía “t'has” o “m'has”, “dao” o cosas por el estilo, me negaba a hablar
con él hasta que se corrigiera, y ése era el peor castigo para el niño, que gustaba enormemente de la conversación.
El cuarto de jugar estaba al otro lado del vestíbulo que separaba nuestros dormitorios, era una habitación
alargada y con pocos muebles, inundada de sol que entraba por los ventanales que miraban a los bosques; el mar se veía
a lo lejos bajo la bruma grisácea. En el armario encontré papel, colores y tijeras, y en los estantes había docenas de
libros que habían sido usados por generaciones de Mowreys. Doug y yo pasábamos horas en la mesa de dibujo
haciendo figuras y coloreándolas, mientras él no dejaba de hablar. Hicimos un pequeño teatro de cartulina con
escenarios de colores, y recreamos algunas de las más apropiadas obras de Shakespeare, moviendo las figuras en
miniatura por la escena mientras narrábamos la historia de Oberon y Titania y el pícaro Puck. Doug estaba encantado e
insistía en repetir la parte de la cabeza de asno una y otra vez.
Era notablemente inteligente para su edad. No encontré razón alguna por la cual no debiera enseñarle el
alfabeto. A los pocos días ya decía de carretilla el abecedario con gran aplomo, y antes de que transcurriera el primer
mes deletreaba gato, perro, Douglas, Honora, Mowrey y árbol, y cada día añadía nuevas palabras a su repertorio. Con
los números no era tan ducho. Sabía contar sin faltas hasta veinte, y entendía, mal que bien, que dos y dos son cuatro,
pero los números le aburrían y se negaba obstinadamente a prestarles atención. Prefería, con mucho, que le leyera o que
le enseñara en el globo terráqueo el punto donde se encuentra Holanda y le hablase de tulipanes, molinos de viento y
zuecos de madera, o que le mostrase la vasta extensión de América y le relatase el cuento del valiente capitán John
Smith y de la princesa india que le salvó la vida.
No pasábamos todo el rato en el cuarto de jugar, sin embargo. El tiempo era malo con frecuencia, el viento
soplaba y la lluvia azotaba los cristales, pero los días buenos dábamos largos paseos al terminar nuestras horas de
estudio. A veces Cook nos preparaba un cesto con comida, y Doug y yo nos íbamos a comer a las colinas, con el cielo
abierto sobre nosotros y las gaviotas revoloteando en el pálido azul como hojas de papel empujadas por el viento. Los
páramos se extendían hacia el oeste, escabrosos y lúgubres, cubiertos de hierbas pardas y grisáceas y salpicados de
traicioneras ciénagas. Se alzaban hacía las colinas donde una vez plantaron sus campamentos las legiones romanas. El
pueblo estaba hacia el norte, con las canteras de arcilla, y la fábrica, fea y baja, con los hornos rugientes, más allá;
negras humaredas se elevaban en espiral hacia el cielo.
Pocas veces veía a lord Robert Mowrey. Salía temprano para la fábrica y se pasaba allí la mayor parte del día,
incitando a sus obreros a producir aún más cerámicas y a incrementar el ritmo de trabajo. Una vez, al bajar yo las
escaleras para coger un libro de la biblioteca> le oí reprender a un lacayo en un tono áspero y frío, más sobrecogedor
que las voces airadas. En otra ocasión, oí a una camarera llorando desesperadamente encerrada en un cuarto de escobas
porque de modo accidental había roto un jarrón y temía que lord Robert la despidiera. Exigía perfección total a los
sirvientes, y todos ellos le tenían pánico.
Todos excepto la señora Rawson, por supuesto. Ignoraba despreocupadamente aquella dura mirada y los
comentarios helados y bruscos, y se ocupaba alegremente de sus cosas haciendo el trabajo a la perfección y desafiando
a cualquiera que se atreviese a decir que no era maravillosa. Había mucha gente que querría tenerla trabajando para
ellos y que estaban dispuestos a pagarle el doble. No podía aguantar a Parks, el secretario de lord Robert, y ella y
Beresford estaban enemistados desde hacía una década, pero yo le había caído bien a la señora Rawson y nada le
gustaba más que sentarse conmigo para emprender una agradable tertulia cuando Doug se encontraba ya en la cama y
ambas estábamos libres; entonces podía por fin darles "un descanso a mis doloridos pies y servirme del trasero”.
Gran parte de su charla era bastante picante, y me enteré de muchas cosas sobre los Mowreys.
Lord Bobbie nunca se interesó mucho por las mujeres, me confió. Se mostraba frío e indiferente ante ellas,
incluso cuando era un mozalbete. La mayoría de los caballeros jóvenes de los alrededores se agarraban a una moza
rechoncha o a una ramera cada vez que les picaba. Todo el mundo lo sabía, y era raro el señorito que no tenía media
docena de bastardos arando los campos o aventando el heno. Pero lord Bobbie, no. No. No es de extrañar que la pobre
lady Betty lo pasara tan mal. ¿Quién podría culparía por haberse buscado otros? Una joven guapa y frívola como ella
necesitaba las atenciones de un hombre, y si su marido no se las daba lo lógico era que acabara buscándolas en otro
sitio.
- Lord Bobbie nunca le hizo el menor caso, y eso que ella al principio intentaba complacerle, eso hay que
reconocerlo. Se ponía un vestido nuevo precioso y se arreglaba el pelo en ondas brillantes, y reía, hablaba, e intentaba
divertir-le, pero él la obsequiaba con esa fría mirada de desaprobación y no le hacía ningún caso. Ella empezó a sentirse
como una intrusa, y en cierto sentido lo era. El sólo tenía tiempo para su hermano.
- Debió de ser horrible para ella - dije.
- Lo fue, cariño. Lady Betty era frívola y tenía la cabeza hueca, eso es verdad, pero no era mala. Me enteré de
que salía a encontrarse con un joven fortachón que estaba pasando una temporada en casa de los Hadden, y no le echo
la culpa a ella, después de ver cómo la trataba lord Bobbie. Una mujer también tiene necesidades, cariño. Un día lo
descubrirás, acuérdate de lo que te digo. Ahora eres cándida, ingenua e inocente, pero la pasión acecha bajo la
superficie. Lo que sucede es que todavía no se te ha encendido.
La señora Rawson se tocó los plateados tirabuzones y tomó un trago de oporto.
- Lord Bobbie no dejó caer una lágrima cuando la fiebre se la llevó - continuó -. Ella había salido a encontrarse
con aquel machote - se marchaba de la casa a hurtadillas y se encontraba con él en los páramos -, y aquella noche la
sorprendió una tormenta, el agua la caló hasta los huesos, llegó que parecía un gato semiahogado. La fiebre le empezó
casi de inmediato. La pobrecilla se puso cada vez peor, no dejaba de toser, y la piel le ardía...
El ama de llaves sacudió la cabeza, con mirada pensativa; luego suspiró ruidosamente y se terminó el oporto.
- Lord Bobbie nunca visitó la habitación de la enferma, ni una vez siquiera, y los hombres no se lo afeaban.
Decían que se lo tenía merecido, pues todos sabían lo que se había traído entre manos, aquí no se puede ocultar nada.
Recoges lo que siembras, decían, y le daban la razón a lord Bobbie. En este mundo nuestro no hay lo que se dice mucha
compasión, cariño. A los hombres les gusta encontrar culpables. Pocos de ellos intentan comprender a los demás.
La señora Rawson quizá no encontrara justo a lord Robert, pero era un abierto paladín de su hermano menor. El
amo Jeffrey no se parecía en nada a lord Bobby. Eran tan distintos como la noche y el día. Siempre se mostraba
tranquilo y amable, y se volvió incluso más gentil tras la muerte de lady Agatha. Tenía un aire de melancolía que las
mujeres encontraban irresistible, y no había ni una sola muchacha casadera que no hubiera intentado atraer su atención
cuando se quedó viudo. Todas querían consolarle, y no era de extrañar. Con esos ojos azules tan tristes, esas facciones
delicadas y ese físico tan viril que le hacía parecer un príncipe de cuento de hadas. La dulce voz y las encantadoras
maneras de que hacía gala resaltaban aún más su atractivo.
- Les gustaba a todas las mujeres, y no digo que no permitiera a una o dos de ellas consolarle un poco. Un
hombre tiene que cobrarse alguna pieza ocasional, si no se ponen nerviosos, pero él no iba merodeando por ahí. Y no
por falta de muchachas que estuvieran deseando que lo hiciera. Una noche estuve en "The Red Lion” y alguien nombró
al amo Jeffrey, y esa descarada de Maggie que trabaja allí dijo que le pagaría ella por un revolcón en el heno.
La señora Rawson hablaba de estos temas con abierta complacencia. Se había casado tres veces y las tres había
enviudado, de modo que había tenido una buena ración de hombres en el heno y se consideraba una autoridad en esas
lides. Puede que yo no lo creyera, pero había algunos que todavía la encontraban apetecible; Jim Randall, el herrero,
por ejemplo. Solía éste decir que ella era lo bastante vieja como para saber sobre qué iba de verdad el asunto, y lo
bastante rechoncha para hacerlo confortablemente, y él tampoco era manco, fuerte como un buey Se arremangó las
faldas para enseñarme las enaguas de seda roja que le había comprado en la feria del pueblo, orgullosa y contenta de su
brillo chillón. Aquel hombre estaba loco por ella, nunca tenía bastante, y no le importaba decir que era el mejor que
había tenido.
-Y créeme, cariño, hay otros en mi haber.
No pude evitar sonreír. Su picante lengua y su gusto por las cosas más vitales no me resultaban chocantes en
absoluto. Me acordé del cuento de Chaucer La esposa de Bath, una señora con la que ella tenía mucho en común.
- Bien - continuó -, volviendo al amo Jeffrey, cualquier día de éstos volverá de nuevo a casa, y por cierto que ya
va siendo hora. Todos esos viajes que ha estado haciendo no pueden sentarle demasiado bien.
- Doug echa mucho de menos a su padre.
- Naturalmente. Todos le echamos de menos. Ya es hora de que siente la cabeza, se deje de pesares, y empiece a
pensar en su hijo y en su propio futuro.
- ¿Cree usted que se casará otra vez?
La señora Rawson asintió.
-No creo que tarde mucho tampoco. El amo Jeffrey tiene dentro una profunda necesidad. Se casará, y pronto, y
luego cogerá a su mujer y al pequeño Dougie y empezará una nueva vida en otro lugar.
- Eso no le hará mucha gracia a su hermano - observé.
- No va a gustarle lo más mínimo - convino la señora Rawson -, pero no hay gran cosa que pueda hacer para
impedirlo. La mansión Mowrey no ha sido un lugar agradable para el amo Jeffrey, ésa es una de las razones por las que
ha permanecido alejado de aquí tanto tiempo. Hace mucho que rompió el lazo que le unía a su hermano, pero lord
Bobbie todavía no se ha dado cuenta.
Estuve pensando sobre todo esto mientras ella continuaba charlando, y la mansión Mowrey me pareció de
pronto un lugar siniestro y misterioso lleno de tragedias y pasiones secretas. Lady Betty y sus adulterios desesperados.
Lord Robert y su extraña e insana obsesión por su hermano. Jeffrey Mowrey y su terrible dolor.
¿Alguien había sido feliz alguna vez aquí? Era como si la casa misma derramase alguna ominosa maldición
sobre los que moraban entre sus muros. Tonterías, me dije. Tonterías. Estás imaginando cosas. Además... incluso
aunque fuera así, estoy a prueba, y a mí no puede afectarme de ningún modo.
Estaba completamente equivocada, tal y como no tardaría en descubrir.
Dos días más tarde Douglas y yo volvíamos de un paseo por el acantilado, y ambos nos sentíamos animados y
contentos. Habíamos estado echándoles mendrugos de pan a las gaviotas, y habíamos contemplado las olas que se
estrellaban majestuosamente contra las rocas bajo nosotros; también habíamos visto un barco en el horizonte, una
pequeña mancha blanca y marrón contra la bruma gris y violeta. Caminamos ruidosamente por el sendero que se abría
paso entre el bosque y empezamos a correr sobre la hierba hacia la casa. Los cabellos me ondeaban al viento en un
amasijo de bucles dorados que atrapaban la luz del sol, y la falda azul de muselina dejaba ver el borde de mis enaguas
blancas de volantes. Habíamos dejado atrás las desvencijadas celosías cuando vi a lord Robert de pie junto a la puerta
del vestíbulo trasero.
Me detuve, llevándome una mano al corazón. Douglas se me adelantó y empezó a correr más de prisa, gritando
como un indio de las historias que yo le había contado. No vio a su tío. No dejó de correr al acercarse a la casa. Gritaba
a voz en cuello y miraba hacia atrás para ver si yo le seguía, y se topó inopinadamente contra las piernas de su tío. Lord
Robert le agarró de los hombros y dijo algo con una desagradable expresión en la cara, pero yo estaba demasiado lejos
para oírlo. Continué andando hasta la casa de un modo más convencional, mientras el corazón me latía cada vez más
desacompasadamente.
- ¡Te he ganado, te he ganado! -me dijo Douglas.
- Sube a tu cuarto, Douglas - le ordenó lord Robert-. Quiero hablar con la señorita James.
- ¡Sí señor! -exclamó el niño-. ¡Hasta luego, Honora!
Me acerqué despacio, intentando ocultar mis nervios, intentando parecer tranquila, compuesta y serena. Iba a
descargar sobre mí. Iba a decirme que mi trabajo no había sido satisfactorio. Una institutriz no debe correr sobre los
céspedes con las faldas flotando al aire, con la cabellera al viento', ni debe alentar ningún tipo de familiaridades entre
ella y su pupilo. Ha de ser estricta, severa y circunspecta. Debe vestir de marrón y de gris, llevar el pelo recogido en un
moño apretado y conservar una expresión agria como el limón mientras imparte secos conocimientos a cabezas
recalcitrantes. Me sentí dolorosamente joven y extremada-mente vulnerable al detenerme a un metro escaso de él,
aunque logré mantener alta la barbilla.
No dijo nada. Me miró con notoria desaprobación, y yo me sentía muy avergonzada a causa de mi vestido.
Aunque la delgada muselina era una de las mejores que tenía, ya estaba vieja y me iba muy ajustada en la cintura. Las
mangas, cortas y abultadas, caían por debajo de los hombros, y si bien el corpiño era bastante modesto cuando el
vestido era nuevo, ahora me marcaba mucho el escote, porque yo había crecido en los últimos tres años. Noté que el
rubor me teñía las mejillas mientras él seguía examinándome, y estaba segura de que ahora estaban tan rojas como las
pequeñas flores del estampado de la muselina azul clara.
- ¿Queríais hablar conmigo? - El tono de mi voz me sorprendió por lo uniforme.
Asintió, sin dejar aquel helado silencio. Los ojos negros hacían que aquella cara pareciese aún más pálida. Era
una cara muy dura... nariz afilada, mejillas enjutas y sumidas, la boca como una fina rasgadura. Aunque había estado
fuera todo el día, las botas altas y negras no mostraban ni una mota de polvo. Los pantalones, negros y ajustados, y la
negra chaqueta acentuaban su estructura delgada y huesuda, lo que, junto con su inusual estatura, hacía pensar en un
mástil desnudo. Frío, lejano, soberbio, parecía que no tuviera sangre en las venas; no podía imaginarle sonriendo, no
podía imaginarle experimentando algún sentimiento de calor humano.
- ¿Teme usted que vaya a reprenderla? - inquirió secamente.
-No veo ninguna razón para ello.
-¿No?
-Ninguna en absoluto. Los niños siempre correrán y gritarán, lord Robert. Está en su naturaleza.
- Parece usted alentarlo.
-A vuestro sobrino le hace mucho bien el desahogarse y animarse después de haber estado encerrado en el
cuarto de juegos durante horas.
- ¿De verdad?
-Por supuesto que sí-repliqué.
- Parece usted saber mucho sobre los niños, señorita James.
- ¿Tenéis alguna queja, lord Robert?
Era mejor decirlo de una vez. Era mejor sacar el tema a relucir cuanto antes. No iba a dejar que jugara conmigo.
Me negué a que me intimidara. Lord Robert podía desaprobarme, podía encontrarme defectos, pero no podía decir de
verdad que yo no había cumplido mis deberes adecuadamente. Mantuve mi postura, esperando que cayera la espada.
- Creí que era usted demasiado joven. - La voz le sonaba sin matices, como si no sintiera ninguna emoción, y sus
ojos eran tan críticos como de costumbre-. Contrariamente a lo que esperaba, ha hecho usted un excelente trabajo con
mi sobrino.
Hizo una pausa, esperando mi reacción. Yo no mostré ninguna.
- Hablé ayer con él durante largo rato al volver de la fábrica. No sólo ha mejorado su forma de hablar en un
ciento por ciento, sino que sus maneras son mucho mejores. Le pregunté a fondo y le encontré bien versado en una
amplia variedad de temas. Pasó más de cinco minutos explicándome la historia completa del capitán John Smith y de la
india Pocahontas.
-Es una de sus favoritas.
- También me contó el argumento de El sueño de una noche de verano, y rebuznó ruidosamente al llegar a la
parte que se refiere a Puck y la cabeza de asno. Parece que está recibiendo una educación inusualmente variada.
Las palabras eran por demás lisonjeras, pero aquellos ojos seguían contemplándome como si yo fuera una
criatura miserable. Quizá sólo estaba mostrándose sarcástico.
- Mi hermano volverá a la mansión Mowrey a últimos de semana - dijo-. Estoy seguro de que le agradarán
mucho los progresos de su hijo. Cuando se marchó, el pequeño Douglas era un salvaje ingobernable.
- Estoy deseando conocer a vuestro hermano.
- Me temo que no tendrá ese privilegio, señorita James.
-¿Cómo? -Al principio no le entendí.
- Le daré una buena carta de recomendación
-me dijo-. También le daré el salario de todo un año. No quiero portarme mal.
Me puse pálida. La tierra pareció abrirse bajo mis pies, y me llevó un momento recobrar la compostura. Me
miraba fijamente, dándose cuenta de mi reacción, y un destello de cruel satisfacción relampagueó en sus ojos.
- Entonces, ¿estoy despedida? - pregunté. Mi voz parecía venir de muy lejos-. ¿Puedo... puedo preguntaros por
qué?
- Los resultados han sido bastante satisfactorios, señorita James, pero encuentro que sus métodos son poco
convencionales. Douglas necesita una mano más firme. Necesita una figura autoritaria.
No le contesté. No podía. Quería deshacerse de mí. ¿Por qué? ¿Por qué era yo su enemiga? ¿Qué había hecho
para merecer una reprobación tan dura? ¿Se trataba sólo de mi juventud? No, no, debía de haber algo más que eso. Una
vez más sentí que yo representaba algún tipo de amenaza para él, y no podía entender el porqué. Me miraba con
frialdad, esperando que yo plantease alguna objeción. No quise darle esa satisfacción.
- Lo primero que haré por la mañana será prepararle el dinero y la carta de recomendación - dijo al cabo de un
momento.
-Muy bien -contesté.
- Me he tomado también la libertad de alquilar un coche que la llevará a Bath directamente. Viajará usted a mis
expensas. No tendrá que gastar ninguna porción de su paga.
- Haré las maletas inmediatamente.
Lord Robert me dejó paso y entré en el oscuro vestíbulo trasero. Era muy ancho, y corría a lo largo de la parte
trasera de la casa, cuyo suelo enlosado estaba cubierto con esteras de junco. Allí no había elegancia. El vestíbulo era
meramente funcional, había sido diseñado en su origen para que los caballos pudieran ejercitar-se durante el mal
tiempo, según era habitual en casas tan antiguas como ésta. Caminé despacio hacia la estrecha escalinata trasera y la
subí con una sensación de abatimiento, sin casi darme cuenta de lo que hacía.
Douglas estaba en el cuarto de juegos, sentado a la mesa de dibujo estudiando concienzudamente las figuras que
le había dibujado por la mañana en trozos de cartulina. Había estado contándole la trama de La tempestad, y él había
insistido en que le hiciera recortes de los personajes para “escenificar” la obra en el pequeño teatro de cartón que
habíamos construido. Le había prometido que colorearíamos las figuras y las recortaríamos por la tarde. Alzó la vista al
verme entrar, con ojos alegres y una amplia sonrisa. La luz del sol entraba a raudales a través de los ventanales,
haciendo brillar su espeso cabello rubio.
- ¡Ya estás aquí! -exclamó-. Te he estado esperando.
- Douglas, hay... hay algo que quiero decirte...
Vacilé un momento. ¿Cómo podía decírselo? ¿Cómo podría el niño soportarlo? Había llegado a depender de mí,
y me quería mucho, casi tanto como yo a él. Mi partida iba a perturbarle, y, desde su infantil punto de vista, la culpa iba
a ser exclusivamente mía. Yo le iba a abandonar. Intenté encontrar las palabras apropiadas, la explicación más
conveniente.
-¡Vamos a “colorealos” Honora! - insistió, sin darse cuenta de mi estado de ánimo-. Vamos a “colorealos” y a
“recortalos” esta tarde, y mañana haremos la historia. Yo "serié” Calleybán.
- Calibán - dije-. Seré. Colorearlos y recortarlos, no “colorealos” ni “recortalos”. Ya te he dicho muchas veces
que pronuncies enteras las' palabras.
Doug prorrumpió en un desesperado suspiro, muy exagerado, y luego hizo una mueca y cogió los colores. Me
senté a su lado como en trance, incapaz de pensar con claridad. Más tarde. Más tarde se lo diría. Ahora me sentía
incapaz de afrontarlo. Necesitaba pensar con calma. Necesitaba tiempo. Cogí los lápices y empecé a colorear las figuras
con gran cuidado, intentando desesperadamente concentrarme, y Doug no dejaba de parlotear diciéndome qué color
emplear para las calzas de Próspero, informándome de que la túnica de Ariel debía ser rosa, la piel de Calibán verde y
marrón y de que sería divertido ponerle también unos cuernos. Cuando terminé éstos, me tendió el dibujo de Miranda.
- El vestido ha de ser azul, como el tuyo
- insistió-, y vamos a pintarle el cabello rojizo. Va a ser guapísima, ¿verdad? Va a ser casi tan guapa como tú,
Honora.
-Douglas...
- Miranda es un nombre muy bonito, casi tanto como Honora. O quizá más. Si yo tuviera una hermana, me
gustaría que se llamara Miranda. Así está bien. Ahora pinta las mejillas de rosa, y los ojos grises, como los tuyos. Y los
míos, también.
Acabé de colorear la figura. Cogí las tijeras y la recorté, mientras Doug me miraba con la punta de la lengua
entre los dientes, temeroso de que hiciera algún corte y estropease lo que él consideraba una obra de arte. Cuando hube
terminado, le tendí la muñeca de papel rígido, y él la examinó con ojos pensativos.
- Es exactamente igual que tú - dijo. Me levanté y me aparté una pesada onda dorada de la sien, mirando a mi
alrededor la espaciosa y soleada habitación donde había pasado tantas horas felices y provechosas. Las' paredes estaban
ahora adornadas de dibujos alegres y vivaces que Doug había hecho a lo largo de las últimas semanas... un árbol verde,
un caballo que se parecía más bien a un búfalo, un gigantesco manzano rojo. Miré el globo terráqueo, el montón de
libros de imágenes, la mesa llena de recortes de papel, de colores y de figuras. Habíamos trabajado muy a gusto para
hacer la réplica del Teatro Globe, que ahora se alzaba entre los recortes. Había sido muy feliz aquí, y por primera vez
en mi vida me había sentido realizada al trabajar con este niño.
- Esta es mi favorita - me dijo mientras examinaba la muñeca que representaba a Miranda-. ¿Sabes? Me la voy a
quedar siempre para acordarme de ti. Te lo prometo.
-Ya casi es la hora de cenar -le dije-. Será mejor que vayas a lavarte.
¿Y haremos mañana la representación? Acuérdate, yo seré Galley... Calibán. Te quiero mucho, Honora.
Se precipitó hacia mí y me rodeó las piernas con los brazos; me abrazó tan estrechamente que estuve a punto de
perder el equilibrio, y luego salió corriendo de la habitación. Unos minutos después le inspeccioné las manos y la cara
para asegurarme de que estaban bien limpias, y cuando di por terminada la inspección le envié abajo para que cenara,
diciéndole que no tenía apetito esa noche y que no iba a bajar con él. El niño se extrañó de ello, pero no me hizo
preguntas. Interiormente se lo agradecí.
Volví a mis habitaciones. Iba a tener que pedirle a uno de los lacayos que me bajara del ático el baúl, pero podía
hacerlo después. Primero pensaba sacar toda mi ropa y ponerla sobre la cama. No lo hice. En lugar de ello fui al
cuartito de estar y me senté allí, dejando que la pena me inundara. Oí un ruido procedente del exterior. Eran cascos de
caballo que golpeaban el camino, pero estaba demasiado angustiada para prestar atención. Pasó un rato. La habitación
estaba ahora en penumbra. Encendí una lámpara, preguntándome por qué tardaba tanto Doug en subir de nuevo. Hacía
media hora que debía de haber acabado de cenar.
Quizás estuviera con su tío. Quizá lord Robert me estaba ahorrando el tener que decirle al niño que me
marchaba. ¿Iba a subir Doug turbado y hecho un mar de lágrimas? Sentí el impulso de marcharme en ese mismo
momento. Oí que alguien subía las escaleras. No eran pisadas ligeras, se trataba sin duda de las de un adulto, que ahora
se acercaba por el vestíbulo. Debía de ser uno de los criados con un mensaje para mí, pensé; y me volví hacia la puerta.
Enmarcado en el dintel estaba el hombre más bello que nunca había visto. Jeffrey Mowrey había vuelto a casa
antes de lo esperado.