El Hombre de Lucifer

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El hombre de

Lucifer
Las cosas no suceden como siempre lo deseamos y él lo tenía bastante claro. Sentado en la
oscuridad reflexionaba sobre lo que haría apenas saliera, tal vez se vengaría o mataría a todos
los que lo dejaron ahí. Todavía no lo planeaba tan bien.

Agudizo su oído para escuchar las pisadas de unas botas formales y el tintineo de unas llaves
deslizándose por un aro metálico, podía saborearlo, casi era libre.

Espero no más de diez segundos hasta que una silueta se figuró en el umbral de la puerta,
delgado y algo pequeño, se acercó a él. Un par de cuernos reposaban sobre su frente con
firmeza y su piel rojiza era el detonante de que realmente estaba en un lugar fuera de lo usual.

Él hombre no se movió, permaneció sentado con su espalda contra la pared y las manos sobre
sus piernas, viendo como el contrario se hincaba sobre una rodilla en señal de respeto y
procedía a retirar los grilletes. Lo sintió, pudo sentir como ese peso que estaba sobre su pecho
se desvanecía y podía ponerse de pie.

Sus piernas flaquearon, sosteniéndose de una pared, hablo duramente.

— Tardaste mucho, Amon.

Con la cabeza gacha y una leve inclinación en su espalda, comentó.

— Discúlpeme mi señor, en el cielo hay un desastre por su liberación.

Hablo rápido, el contrario chasqueo la lengua en señal de desaprobación y recuperando su


postura orgullosa, dio un par de pasos más antes de detenerse encerrado y responder
casualmente a lo que le dijo su sirviente.

— Me mantuvieron encerrado más de 100 mil años, Amon. Claro que voy a causar un impacto,
¿no te parece?

— Si, mi señor.

— El cielo está molesto. — Repitió, esbozando una sonrisa.— Entonces haremos que se moleste
todavía más.

Saliendo de el encarcelamiento, el hombre se marchó para no mirar atrás su propia prisión. No


la extrañaría en lo absoluto.

Lucifer estaba libre y nadie lo detendría.

[. . .]
Las hojas de otoño crujían bajo sus pies, su caminar era lento, casi podía decirse que triste. Su
cuerpo estaba tapado con una sudadera grande con el gorro de esta misma cubriéndolo de la
lluvia que caía con suavidad en el pavimento.

No tenía claro a donde se dirigía, ciertamente sentía que caminaba en círculos sin parar,
reconociendo que tal vez habrá tomado el mismo rumbo unas tres veces antes de tomar otra
dirección. En su pecho sentía una leve presión. Aunque claro, no era sin razón.

Su hermana había muerto hace tal vez unas cinco horas pero este no tuvo el valor de
despedirse, prefirió huir y evadir el hecho de que quería verlo por última vez. Se sentía horrible.

Miro sus pies sin voltear a ver su camino, chocando con un hombre más alto, que lo miraba con
cierta ira al ver como le había derramado su café encima. Trató de disculparse, pero apenas
había abierto la boca, el contrario lo pegó contra la pared y comenzó a darle patadas.

Ni siquiera trató de defenderse, pensó, que si eso le había pasado, era porque se lo merecía.
Igualmente ya no existía nadie en ese mundo que podía extrañarlo si es que llegaba a morir en
una calle desolada.

Hasta que el extraño se detuvo, con la frente mojada por la lluvia y se alejó sin siquiera cruzar
una palabra o ayudarlo a levantarse. Tirado en el suelo y sintiéndose patético, se levantó, su
visión estaba borrosa y el sabor a sangre de su boca era evidente, tambaleante, caminó para
llegar a su casa y recostarse en su sofá. Si bien no quería ir, esa paliza le recordó que no tenía
otro lugar y tampoco tenía dinero para hospedarse en un hotel.

Si lo veías bien de lejos, tal vez se veía como un ebrio cualquiera que había tomado temprano un
sábado. Así como la mayoría de gente que pensó que era solo un borracho más acercándose a
la intersección de un par de calles, llena de carros y motocicletas a gran velocidad que jamás
miraban lo que tenían enfrente.

El pitido de sus oídos impidió que escuchara a la gente gritándole que parara de caminar y el
adormecimiento de su cuerpo evitó sentir esas manos jalándolo hacia atrás. El solo quería llegar
a su hogar. Pero entonces un impacto le llegó de frente y lo dejó tirado en el suelo.

Lo habían atropellado.

Se hubiera levantado, pero si no le quedaba nada, no tenía dinero, no tenía una familia o tan
siquiera un perro al cual cuidar, ¿qué más podía hacer? Prefirió quedarse tirado, sintiendo como
poco a poco perdía la vitalidad que le quedaba y perdía la capacidad de sentir su cuerpo. Deseo
por un instante que eso jamás hubiera pasado, pero ahora aolo le quedaba el sentido de la
audición, que pudo escuchar una voz grave que le susurraba.

— Ahora eres mío.

Y todo se volvió oscuro para el.


[. . .]

Despertó en su casa, sentado en el sofá individual que le brindaba una postura incómoda. Se
sentía raro, como si todo hubiera sido un mal sueño y en realidad su hermana seguía viva.
Ahora la noche entraba por la ventana de la sala y se escuchaba a una persona en la cocina.

Se asustó de inmediato, recordando que era el único que tenía la llave y que además, vivía solo.
Pero su alma bajó a sus pies cuando se acercó a la cocina y ahí lo vio por primera vez.

Un hombre vestido de negro, con un par de cuernos saliendo de su cabeza y una corona negra
sobre su cabeza, era más que claro quien era, pero no podía formular su nombre por más que
lo intentara. Su lengua se trababa apenas pronunciaba la primera letra.

— Déjalo, no podrás decirlo aunque lo intentes mil veces.

— ¿Qué quieres de mí?

— ¿Qué que quiero de ti? Fuiste tú el que deseó que tu muerte jamás hubiera pasado. Y
claramente, Dios no puede hacer eso. —Lo observó, traía un mandil blanco y la camisa
arremangada para cocinar algo que parecían ojos vivos.

— Entonces, ¿estoy vivo o muerto?

No entendió al principio, Lucifer suspiró por su incompetencia y contestó.

— Depende de ti. Si quieres hacer un trato conmigo, podrás volver al pasado con tu hermana, pero si
no, Leo, pasarás por los castigos más horribles del infierno.

Su sonrisa se deformo a una mueca y siguió en su cocina. Pero más astuto el humano, siguió
haciendo preguntas.

— Si hago el trato contigo, ¿qué beneficio tendrías? Yo no puedo ofrecerte nada a cambio más que
mi alma.

— No necesito esa cosa fea, quiero algo más. — Dejó de hablar hasta que recordó lo que deseaba.
— Quiero que seas mi marioneta en la tierra.

Lucifer no podía subir todo el tiempo al mundo humano, sus poderes no estaban recuperados del
encierro y que mejor modo de fastidiar al cielo, que fastidiando a la creación del mismo.

El muchacho lo pensó por un par de segundos y asintió, extendiendo su mano y estrechándola con
el mismo demonio. El trato estaba hecho y no había marcha atrás.

Una risa se escuchó de fondo, no parecía ser la del demonio enfrente de él, aunque este era
anormal y no descartaba esa posibilidad. Giro hacia atrás para ver a una chica acercándose a la
cocina. Era su hermana.

Trato de esconder el hecho de que quería correr a abrazarla y olvidando que el diablo había estado
en su cocina hace unos segundos. Solo se le acercó a la chica y la rodeó con sus brazos.
— ¿Qué mosca te picó, Leonardo? — No sonaba molesta, sonaba extrañada. Hace años que su
hermano no le daba un abrazo de la nada.

— Nada, solo me alegro de verte. — Confesó. Solo que para ocultar que quería llorar y pedirle
perdón, prefirió pedirle otra cosa.— ¿Me puedes hacer de comer?

La femenina sonrió y asintió.

Leonardo tenía en claro una cosa, no volvería a dejar que su hermana muriera en manos de otra
persona y que si quería mantenerla a salvo, debía hacer todo lo que el hombre rojo dijo que lo haría
hacer.

No había marcha atrás.

[. . .]

El día en que el diablo apareció en la casa de Leonardo, hizo que saltara en el tiempo para que su
hermana viviera. Paso de tener 23 años a 17, ni siquiera era legal cuando todo comenzó.

En el lapso de unos seis años tal vez, Leo aprendió a usar armas y a cargar con una pistola
escondida en su chaqueta por si se requería. Lucifer le enseñó a ocultar cuerpos y a salirse con la
suya, la satisfacción por ver la sangre se volvió notoria al necesitar realizarse pequeños pinchazos
únicamente para verla.

No volvió a ver al demonio de nuevo, solo escuchaba esa voz en su cabeza que le decía que hacer,
como y cuando debía de actuar. Sentía que llevaba una doble vida, la primera, tranquilo, amable y
lindo con su círculo social más cercano (que se reducía a un amigo y a su hermana, además de que
así era en la universidad) y su segunda vida, un asesino a sangre fría que no se inmutaba en lo
absoluto cuando sus victimas le pedían disculpas y le suplicaban que las dejaran vivir.

Leonardo perdía la cordura poco a poco sin darse cuenta. La marioneta del diablo se desgastaba
con lentitud y gravedad al mismo tiempo.

Pero hubo un día que fue el pico de todo el caos que se desató en su corta y lastimera vida. El
aniversario de la muerte de su hermana. Que en realidad en esa línea de tiempo, jamás ha sucedido.

Era el sábado 24 de Abril de 1999 y su hermana, Amelia, había salido a dar un paseo con su amigo,
Darío. Leonardo había aceptado a sabiendas que no le pasaría nada con el ya que se había
encargado de el sujeto que la mató la última vez.

Pero esto era totalmente falso.

Espero sentado en el mismo sofá de hace unos años a que su hermana llegara, el día pasaba, las
horas corrían y él solo podía mirar el reloj en una pared con nerviosismo. No sentía ganas de
moverse o de comer sin que su hermana apareciera sana y salva en la puerta.

Quería verla sonreír de nuevo. Quería sentir su calidez y su protección. Y así pasó, hasta que dieron
las cinco de la tarde y decidió salir a buscarla.
Tomó de la mesa de al lado, en el cajón oculto que había, un arma, un par de balas, una navaja y
unos guantes negros de piel. Solo en caso de que realmente los necesitara.

Caminó por las calles hasta el lugar donde se supone que se reuniría su hermana con Darío. Pero
nada. Le pregunto a un chico de anteojos si había visto a una muchacha con la descripción de su
hermana. Pero el, más confundido que con una respuesta, negó haberla visto pasar y se marchó sin
más.

Leonardo comenzó a preocuparse cada vez más. Y de pronto esa voz en su cabeza se volvió a
escuchar.

— Búscala donde yo te encontré.

Era un acertijo tan fácil que casi corriendo fue hacia allá.

La intersección rápida. Donde él murió.

Miro para todos lados, las calles estaban vacías, como si todo hubiera sido planeado. Ahí encontró a
su amigo, Darío, con las manos ensangrentadas y una mirada perdida, tratando de pasar por el
cruce peatonal hasta el otro lado de la calle.

La ropa clara del muchacho destellaba en rojo y de su pantalón salía un arma blanca manchada.

Leonardo no sabe que fue lo que le pasó en ese momento, solo recuerda haber amenazado y gritado
a Darío donde estaba Amelia, con desesperación y la voz casi entrecortada.

Darío solo podía susurrar la palabra “muerta” sin parar. Hasta que volteó a verlo, y sin más, le
confesó.

— Está muerta. Yo la maté.

No tardo la ira en envolver su mente y de un disparo en el pecho, dejó a él que se supone que era su
amigo, tirado en la calle. Totalmente muerto.

Buscó el rastro de sangre, gotas escarlata lo dirijeron a un callejón no lejos de donde había
preguntado sobre su paradero. Al entrar a él, al fondo, pudo observar a su hermana tirada en el piso,
con los ojos abiertos y el vestido manchado de rojo.

Se arrodilló a su lado, tratando de encontrar un pulso inexistente, intentaba que todo lo que había
hecho por verla vivir, no haya sido en vano.

Pero si lo fue.

Pasaron minutos contemplando su cuerpo hasta que enojado. Grito por primera vez.

— ¡Lucifer!

Y después una segunda, y una tercera vez. Hasta que el sonido de esos zapatos elegantes y la
figura de una corona se dislumbro en la penumbra.
— Al fin puedes decir mi nombre. Vaya. — miró el cuerpo de la chica.— Una pena que no la cuidarás
lo suficiente.

— Lo hice. La cuidé como pude y aún así tú me la quitaste. — cerró sus puños con ira y se paró. Su
pantalón estaba cubierto de la sangre de su hermana.

— ¿Yo? No, Leonardo. Fuiste tú. Tú hiciste que la mataran con todas esas decisiones tuyas. La
hiciste sufrir dos veces una muerte horrible.

Su voz era severa y se acercaba cada vez más a él.

— Ya no quiero seguir trabajando para ti. Te la llevaste a ella y ahora tienes que llevarme a mi.

Le extendió la pistola, entendiendo que no iba a ganar prefirió tener un final lo más digno que podía.
Muriendo a manos de quien lo revivió.

— No. No puedes romper el contrato. Eres mío hasta el final de tus días.

Y ahí cayó en cuenta de que no mentía, que era verdad lo que decía y que no tenía escapatoria.

Ahí se derrumbó otra vez. Llorando y gritando, maldeciendo a el demonio frente a él, que solo lo veía
con una sonrisa.

— No tienes escapatoria, Leo. Te lo dije, ¿no?, ahora eres mío.

[. . .]

Leonardo perdió la cordura tiempo después, era vida triunfal y tranquila que llevaba, desapareció por
completo. El mundo no recordaba a Amelia ni a Darío, Lucifer se había encargado de borrar algún
rastro de existencia de ellos.

Y por más intentos de suicido que el hombre tenía, no podía morir.

Se había convertido en el hombre del diablo para toda la eternidad. Únicamente por el deseo de
tener una felicidad que jamás aprovechó cuando tuvo tiempo.

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