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Entre rejas (5).
Antonio Machado y María Zambrano
Por Marta Herrero Gil
Preso y exiliado son hermanos.
Cuentan que Antonio Machado y María Zambrano se encontraron cuando, a finales de enero de 1939, uno y otro emprendieron el exilio por la frontera de Portbou. El camino era largo y difícil; el tiempo, invernal; miles de personas buscaban a pie el país vecino. La filósofa y el poeta se habían conocido mucho tiempo atrás, cuando el padre de la muchacha y el gran escritor se hicieron amigos en Segovia. Don Antonio venía arrastrando problemas pulmonares que se agudizaron esos días. Las afecciones del pulmón tienen que ver con la pena. El 28 de enero el poeta, su madre y otros seres queridos llegaron a Collioure, un pueblecito costero, alegre, convertido en fuente de inspiración para pintores. Poco después de las dos de la tarde salía María Zambrano de España. Dicen que recordó siempre la hora exacta. La acompañaba también su familia. Para el poeta se iniciaba en Francia el último mes de su vida. Se sentía viejo. Paseaba a ratos con su hermano por el puerto y, sobre todo, callaba. Su corazón fue siempre nido de nostalgias. María Zambrano iniciaba una larga peregrinación que la llevó a París, Nueva York, La Habana, México, Puerto Rico, Francia, Roma o Ginebra. No volvería a instalarse en España hasta 1984. El exilio parecía marcarle un horizonte infinito de posibilidades. Don Antonio, con su conciencia crepuscular, murió el 22 de febrero. Unos días antes su hermano había encontrado en su bolsillo un verso: «Estos días azules y este sol de la infancia». La nostalgia se volvía esperanza, reencuentro con el hogar, y anunciaba esa muerte que reúne al pasado con la eternidad. Lo envolvieron en una sábana, casi desnudo, junto a la mar, y lo enterraron en el cementerio local, donde es posible aún visitarlo. María Zambrano reflexionó, con su conciencia auroral, sobre el sentido del exilio a partir de su experiencia. El exiliado vive a la inversa del preso: el primero no puede entrar, y al segundo no le dejan salir. El expatriado se siente desamparado, ha perdido su identidad y no tiene ni pasado ni futuro: sólo presente. El encarcelado se aferra al pasado casi siempre, y se asoma al futuro cuando se enciende la esperanza. Al exiliado le llega una sensación infinita de sequedad, la vida es inmensa como un desierto ilimitado; el preso sólo tiene ganas de llorar. La filósofa introduce entonces en la expresión de su experiencia un «de repente»: ante la inmensidad de la vida y el desamparo se enciende una desconocida esperanza. Ésta salta muy a menudo de las situaciones sin salida, del más profundo dolor, del encierro o del exilio. La realidad se nos presenta siempre como promesa, y el exiliado, como el preso, es casi un místico porque en el límite del dolor, cuando nos hemos vaciado por completo, bien por falta de presente o por haber sido desinstalados de nuestro pasado (nuestra identidad, nuestra patria, nuestra vida entera, dice la filósofa), en el desvalimiento y la total pasividad, de repente se abre una puerta; y esa puerta es una revelación, motor de una ascensión, actualización de una llamada del corazón. El exilio fue crepúsculo para Machado y aurora para Zambrano. Epílogo en el que reflejar sus nostalgias y acallar lentamente la vida para el poeta y hecho catártico y hasta catapulta de vida y de pensamiento para la filósofa. Espejos, en uno y otro, de lo más hondo de sus conciencias. Ver todos los artículos de «Entre rejas»