El Bongo Carlos Salazar Herrera
El Bongo Carlos Salazar Herrera
Un bongo es una pequeña embarcación de velas, en donde caben apenas unas cuantas personas. El casco es hecho de una sola pieza, labrada golpe a
golpe, a fuerza de hacha y azuela, de un gran tronco de espavel.
Un bongo no se puede aventurar a mar abierta, como los grandes navíos, en donde cabe mucha gente y pasan muchas cosas en sus largas travesías.
Un bongo no puede perder de vista la tierra, porque a pesar de todo, sigue siendo un árbol.
En vela cangreja y trinquete pintan colores las puestas de sol; y por las noches, mástil y botavara, pico y tangón, ensayan nuevos dibujos entre las
constelaciones.
Aquel bonguero era un buen viejo sesentón. Macizo por fuera como una quilla. Transparente por dentro, como una vela.
Pitahaya, Jicaral, Lepanto, Chomes y Paquera... Sal, arena, carbón, plátanos, mangle, cocos y tamarindo.
Por hacer una caridad, había recogido a una chiquilla que quedó sola cuando murió su madre, una parienta lejana del bonguero. Desde entonces, se
había dedicado a cuidar a sus dos amores: el bongo, y su hija adoptiva, Natalia, quien siempre lo acompañaba en sus navegaciones.
El bonguero bajó la cabeza con enorme pesadumbre, y me pareció que estrujaba un remordimiento con la mano.
—Se ahogó... Se me ahogó aquí, en este mismo golfo. No hace mucho... Yo tuve la culpa. ¡Viera cómo he sufrido!
Un día, con la pleamar, hacia la madrugada, el bonguero levó el ancla y soplando noroeste, rayó el golfo hacia Puntarenas.
Fue un mal día. A la altura de Chomes lo aprisionó una calma y estuvo varias horas a merced de la corriente. El bonguero iba al timón y Natalia en
el banco de proa. Entre uno y otra había un cargamento de plátanos currares.
El bonguero había observado que Natalia... ya no era una mocosa sin importancia. Había notado en la muchacha, con cuánto pudor bajaba su falda
cada vez que en un sur fresco descubría sus muslos, y había adivinado, bajo las velas... ¡cómo iban madurando las limas en el limero!
“Natalia, ya no sos una chiquilla y... yo no soy tan viejo. Te he recogido, te he cuidao y te he querido mucho. He pensao, este... he venido pensando
que si sos agradecida y... me querés un poquito, bueno, el Padre Raimundo me dijo que no hay impedimento para que nos casemos y...”
“¡No quiero!... ¡No puedo, tata! —lo interrumpió ella—. Yo lo quiero a usté... mas de otro modo. Se lo agradezco, pero...”
“¡No hay pero, Natalia! —gritó el bonguero cambiando de maneras—. Yo te he cuidao pa mí, y ya lo tengo todo arreglao. Mañana vas conmigo a
l’iglesia. ¡Ah!..., y no me llames tata. ¿Entendes?”
El bonguero echó el ancla en un bajo fondo, y esperando, esperando vientos favorables, se quedó dormido en el banco de popa. Cuando despertó,
no estaba Natalia en el bongo.
El resto del día y toda la noche la estuvo buscando en el oscuro golfo. “¡Natalia!... ¡Hijita mía!...”
Y no la vio más.
Una negra ave marina, muy alto, se mantuvo inmóvil largo rato, como un ancla suspendida en el espacio. Luego estilizó un descenso, fondeando la
inmensa inmensidad del cielo.
El bonguero me miró y dijo: —A veces salta el agua, como ahorita, ¿sabe usté? y le pringa a uno la cara, y uno no sabe si está llorando, porque... la
mar y las lágrimas son aguas saladas.
—Como un peje.
—No, que yo sepa... A veces la veía con Jacobo, un buen muchacho que me ayudaba a cargar el bongo.
—Por esos días me había dicho que se iba a trabajar a Punta Quepos y desapareció sin decir nada.
Y después de una breve reflexión, con los ojos muy abiertos y un nuevo tono en la voz, añadió:
—¡Hombre!... ¡No había pensao en eso! —Y luego, sonriendo dulcemente, con la cara salpicada de mar... o de lágrimas—: Bueno, si es así... ¡que
Dios la bendiga, pues!
En el corazón del Golfo de Nicoya, cayó de pico un alcatraz y levantó la cabeza con una corvina. Otro alcatraz, volando a ras del agua, le arrebató
el pescado y huyó hacia los manglares.
Yolanda Oreamuno
Dicen que había una vez doña Anacleta. Doña Anacleta dicen que escondió a Morazán. En una cueva. Así negra, seguramente grande, con pedruscos
enormes. En el corazón de una montaña. Porque las montañas tienen corazón; de eso estoy segura; de lo que no estoy segura es de conocer a doña
Anacleta y mucho menos a Morazán. La cueva desgraciadamente está en Tres Ríos y no en Guanacaste. Tenemos el hábito de buscar todo lo bonito,
todo lo pictórico y típico en Guanacaste; pero yo lo siento mucho: la cueva está ciertamente en Tres Ríos. Allí no hay seguramente llanuras que se
llenen de barro y agua en invierno y que se rebosen de sol en verano; no hay inmensidades ni montañas que se derramen chorreadas sobre la maravilla
de la planicie. No hay todo eso. Pero hay árboles azules con el tronco morado y hay montañas, sí, seguramente. Y hay bonitos rincones de sombra y
caminitos pincelados sobre el pasto.
Pero esto es ahora. En "esos tiempos", yo no sé. Porque todo esto sucedía en "esos tiempos" en Cartago. Esto quiere decir una época que se puede
situar en el lugar de la historia que nos guste más; podemos vestir a las señoras de crinolina y tontillo, o ponerles camisas de gola. Había, pues, una
señora venida a menos. Ahora caigo en la cuenta de que la señora como vino a menos, debió usar primero crinolina y tontillo y luego, camisa de
gola. Bueno, no importa. La señora tenía también hijas. Las hijas estaban en inminente peligro. Desde luego. No había plata en la casa. Su equilibrio
moral... Bueno, su equilibrio moral amenazaba. Ya se ve. Eran lindas y así... dulzonas, lechosas. Debía ser muy lindo todo aquello. Pero así, o por eso,
la señora sufría. Sí. Sufría mucho. Tenía mucho miedo por sus hijas ñatonas y buenazas. Seguramente las rondaban a caballo, y les cantarían serenatas
y las muchachas debían mover mucho las enaguas. Y lavaban el piso, porque una debía cocinar, la otra hacía la casa y la otra... Bueno, yo no sé si se
puede repartir el oficio sin saber cuántas eran... La señora se fue entonces a la cueva a pedirle al er... Se me olvidaba decir que la cueva tenía un
ermitaño. Y era muy bueno, y estaba muy flaco, y hablaba despacito, y en las tardes veía ángeles blancos. La cueva tenía piedras grises y el ermitaño
soñaba con Dios.
La señora fue y le pidió. El ermitaño rezó. Siempre rezaba, y rezaba con gran fe. Le dijeron los ángeles blancos...
Y entonces el ermitaño estiró la mano. Una mano de brujo, flaca y pálida, con grandes uñas como ríos en una tierra morena, con tilintes nervios como
grandes costuras, para darle lo primero que viera. Antes había estado con los ojos al cielo, muy celestes y muy iluminados, y luego los había bajado
resbalando sobre las paredes, sobre toda la tierra, sobre el musgo, sobre las hojas secas, y allí, estaba una lagartija.
Aquello era, no había duda, lo que él tenía que darle a la señora. No se le ocurrió seguramente pensar al ermitaño en el poco valor de una lagartija,
porque estiró su mano de brujo y la lagartija se puso quieta, agarró con su mano de brujo y la lagartija se puso tiesa, dura, fría y pesada.
La señora hizo con las suyas un nido de recogimiento y credulidad para recibir. Puso los dedos entrelazados. Así… Uno sobre el otro y las dos palmas
se ahuecaban cascarosas y rajadas, y los ojos miraron el nido hechos despabilamiento de admiración.
El ermitaño entonces vació la extraña joya: la lagartija cubierta de esmeraldas por encima y por debajo, porque todavía no tenía la panza blanca.
Y ella se fue. Por el camino pincelado en el pasto, por la verja de árboles estatuados contra el caminito.
Y fue a valorar la joya donde el viejo avaro que tenía manos de santo. Pero la señora no quería tantos doblones, u onzas, o la moneda de "aquel
tiempo". Le bastaba con menos; con muchísimo menos. Ella se avergonzaba de la cantidad que se negaba a oír. Entonces el viejo arrancó las
esmeraldas de la panza. De la panza para que no se viera mucho y pagó.
La señora puso casa. Las hijas buenazas, ñatonas y que movían las enaguas se casaron seguramente con el caballero que las rondaba
la señora pensó que no iba a necesitar más. Era mucho lo que tenía su humilde felicidad. ¿Para qué más? Subió al día siguiente por el senderito de la
montaña con el nido de las manos hecho unciosa y amorosamente. Un nidito de fe hecho con pajitas de cariño y calentado con lágrimas de
agradecimiento.
Dicen que el ermitaño cogió la lagartija con sus manos de brujo, y la lagartija dejó de ser fría, inerte y pesada y dicen también que la puso en el suelo
y la lagartija echó a andar.
Y también cuentan que desde "aquel tiempo", todas las lagartijas allí en los alrededores de la cueva de piedras grises y musgo verde, por los
caminitos de la cuesta de la montaña entre los árboles azules de tronco morado, y por donde la señora subió y por donde la señora bajó, tienen la
espalda verde y la panza blanca.
Todo es sencillo y arrullen y tembloroso. Así... Bueno..., suave y tranquilo como debía de ser todo en "aquel tiempo".
1936
Poema VI
Resultamos ser
Ni yo tampoco el tuyo
y su viceversa
en cambio
nosotros
desconociéndonos
Osvaldo Sauma
Nocturno sin patria
Yo no quiero un cuchillo en manos de la patria.
Ni un cuchillo ni un rifle para nadie:
la tierra es para todos,
como el aire.
Historias de mujeres
Rosa Montero
Desde hace un par de siglos, los humanos hemos empezado a cuestionarnos por qué las sociedades diferenciaban de tal modo a hombres y mujeres en
cuanto a jerarquía y a funciones. Alguna hembra especialmente intrépida ya se había planteado esas preguntas antes, como, por ejemplo, la francesa
Christine de Pisan, que escribió en 1405 La Cité des Dames (La Ciudad de las Damas); pero tuvieron que llegar el positivismo y la muerte definitiva
de los dioses para que los habitantes del mundo occidental desdeñaran la inmutabilidad del orden natural y comenzaran a preguntarse masivamente el
porqué de las cosas, curiosidad intelectual que por fuerza hubo de incluir, pese a la resistencia presentada por muchos y muchas, los numerosos
porqués relativos a la condición de la mujer: distinta, distante, subyugada.
Y en realidad aún no hay una respuesta clara a esas preguntas: cómo se establecieron las jerarquías, cuándo sucedió, si siempre fue así. Se han
acuñado teorías, ninguna de ellas suficientemente demostrada, que hablan de una primera etapa de matriarcado en la humanidad. De grandes diosas
omnipotentes, como la Diosa Blanca mediterránea que describe Robert Graves. Tal vez no fuera una etapa de matriarcado, sino simplemente de
igualdad social entre los sexos, con dominios específicos para unas y otros. La mujer paría, y esa asombrosa capacidad debió de hacerla muy poderosa.
Las venus de la fertilidad que nos han llegado desde la prehistoria (como la de Willendorf: gorda, oronda, deliciosa) hablan de ese poder, así como las
múltiples figuras femeninas posteriores, fuertes diosas de piedra del neolítico.
Engels sostenía que la supeditación de la mujer se originó al mismo tiempo que la propiedad privada y la familia, cuando los humanos dejaron de ser
nómadas y se asentaron en poblados de agricultores; el hombre, dice Engels, necesitaba asegurarse unos hijos propios a los que pasar sus posesiones, y
de ahí que controlara a la mujer. A mí se me ocurre que tal vez el don procreador de las hembras asustara demasiado a los varones, sobre todo cuando
se convirtieron en campesinos. Antes, en la vida errante y cazadora, el valor de ambos sexos estaba claramente establecido: ellas parían, amamantaban,
criaban; ellos cazaban, defendían. Funciones intercambiables en su valor, fundamentales. Pero después, en la vida agrícola, ¿qué hacían los hombres
de específico? Las mujeres podían cuidar la tierra igual que ellos, o quizá, desde un punto de vista mágico, aún mejor, porque la fertilidad era su reino,
su dominio. Sí, resulta razonable pensar que debían de verlas demasiado poderosas. Tal vez el afán masculino de control haya nacido de este miedo (y
de la ventaja de ser más fuertes físicamente).
Ese recelo hacia el poder de las mujeres se advierte ya en los mitos primeros de nuestra cultura, en los relatos de la creación del mundo, que por un
lado se esfuerzan en definir el papel subsidiario de las hembras pero que al mismo tiempo nos otorgan una capacidad para hacer daño muy por encima
de nuestro lugar de segundonas. Eva pierde a Adán y a toda la humanidad por dejarse tentar por la serpiente, y lo mismo hace Pandora, la primera
mujer según la mitología griega, creada por Zeus para castigar a los hombres: el dios da a Pandora un ánfora llena de desgracias, jarra que la mujer
destapa movida por su irrefrenable curiosidad femenina, liberando así todos los males. Estos dos cuentos primordiales presentan a la hembra como un
ser débil, atolondrado y carente de juicio. Pero por otro lado la curiosidad es un ingrediente básico de la inteligencia, y es la mujer quien posee en estos
mitos el atrevimiento de preguntarse qué hay más allá, el afán de descubrir lo que está oculto. Además, los males que traen Eva y Pandora al mundo
son la mortalidad, la enfermedad, el tiempo, condiciones que forman la sustancia misma de lo humano, de modo que en realidad la leyenda les
adjudica un papel agridulce pero inmenso como hacedoras de la humanidad.
Más fascinante aún es la historia de Lilit. La tradición judía cuenta que Eva no fue la primera mujer de Adán, sino que antes existió Lilit. Y esta Lilit
quiso ser igual que el hombre: le indignaba, por ejemplo, que la forzaran a hacer el amor debajo de Adán, una postura que le parecía humillante, y
reclamaba los mismos derechos que el varón. Adán, aprovechándose de su mayor fuerza física, intentó obligarla a obedecer, pero entonces Lilit le
abandonó. Fue la primera feminista de la Creación, pero sus moderadas reivindicaciones eran por supuesto inadmisibles para el dios patriarcal de la
época, que convirtió a Lilit en una diabla mataniños y la condenó a padecer la muerte de cien de sus hijos cada día, horrendo castigo que emblematiza
a la perfección el poder del macho sobre la hembra. Y es que tal vez en el mito de Lilit subyazca la memoria olvidada de ese posible tránsito entre un
mundo antiguo no sexista (con mujeres tan fuertes y tan independientes como los hombres) y el nuevo orden masculino que se instauró después.
El hecho, en fin, es que las mujeres han sido ciudadanos de segunda clase durante milenios, tanto en Oriente como en Occidente, en el Norte como en
el Sur. El infanticidio por sexo (matar a las niñas recién nacidas porque son una carga no deseada, al contrario que el codiciado hijo varón) ha sido una
práctica extendidísima y habitual en toda la historia, desde los romanos a los chinos o los egipcios, y aún hoy se practica más o menos abiertamente en
muchos países del llamado Tercer Mundo. Lo que da una idea del escaso valor que se daba a la mujer, que ya venía al mundo con el desconsuelo
fundamental de no haber sido ni tan siquiera deseada.
Hijos como somos todavía de las ideas de la perfectibilidad y del progreso de los siglos XVIII y XIX, tendemos a creer que la sociedad que hoy
vivimos es en todo mejor que la de ayer pero peor que la de mañana, como si las cosas se arreglaran inexorablemente con el tiempo, falsedad por otra
parte tan obvia que no merece la pena discutirla. Y así, en el caso de la mujer solemos pensar que se ha ido poco a poco conquistando la igualdad hasta
llegar al máximo de hoy, lo cual no es del todo cierto. Porque la situación de la mujer occidental parece ser hoy mejor que nunca, pero el trayecto no
ha sido lineal: ha habido momentos de mayor libertad, seguidos por épocas de reacción. En ocasiones el nivel de represión ha alcanzado cotas
aterradoras, como en las cazas de brujas de los siglos XV y principios del XVI, que tal vez fueran una respuesta a la efervescencia humanista y liberal
del Renacimiento. Hubo miles de ejecuciones en Alemania, en Italia, en Inglaterra y Francia; el 85% de los reos abrasados vivos por brujería eran
mujeres de todas las edades, incluso niñas. En algunos pueblos alemanes había seiscientas ejecuciones anuales. En Toulouse, cuatrocientas mujeres
fueron llevadas a la pira en un solo día. Hay autores que hablan de millones de muertes. Se las condenaba y quemaba con acusaciones a veces
delirantes (tener relaciones con el diablo, beberse la sangre de los niños), pero también por los pecados de administrar anticonceptivos a otras mujeres,
hacer abortos o dar drogas contra el dolor del parto. Esto es, por mostrar un control sobre sus vidas, conocimientos médicos que les estaban prohibidos
(las mujeres no podían estudiar) y cierta independencia.
Fue con la Revolución Francesa y sus ideales de justicia y fraternidad cuando un puñado de hombres y mujeres empezaron a comprender que la
igualdad era para todos los individuos o no lo era para nadie: «O bien ningún miembro de la raza humana posee verdaderos derechos, o bien todos
tenemos los mismos; aquel que vota en contra de los derechos de otro, cualesquiera que sean su religión, su color o su sexo, está abjurando de ese
modo de los suyos». Son palabras que Condorcet, el admirable filósofo francés que participó en la redacción de la Constitución revolucionaria,
escribió en 1790 en su ensayo Sobre la admisión de las mujeres en el derecho de la Ciudad. Condorcet fue un ferviente feminista; él y otros pocos
caballeros sensibles empezaron a denunciar la situación de la mujer. Esos primeros discursos de hombres no sexistas fueron muy importantes, porque
hacía falta estar cultivado para poder asumir una actitud crítica y las mujeres de la época carecían casi por completo de educación.
Con el ardor de la Revolución empezaron a aparecer por toda Francia (y enseguida por toda Europa) clubes y asociaciones de mujeres, y hubo
revolucionarias feministas famosas, como Olympe de Gouges y Théroigne de Méricourt. Pero ese ensueño de justicia y libertad duró muy poco: con la
llegada del Terror se volvió a meter a la mujer en casa. En junio de 1793, Théroigne fue atacada por un grupo de ciudadanas y golpeada con piedras en
la cabeza; no murió, pero perdió la razón y pasó el resto de su vida en un manicomio. Olympe fue guillotinada en noviembre de 1793 y los clubes de
mujeres se prohibieron. En cuanto a Condorcet, Robespierre le condenó a muerte y el filósofo prefirió envenenarse en su primera noche de cárcel, en
el mes de septiembre de ese mismo año. Las aguas quietas del prejuicio sexista se cerraron de nuevo.
Unas cuantas décadas después, sin embargo, a mediados del siglo XIX, se creó la cuestión de la mujer, es decir, la mujer fue entendida por primera
vez como un problema social. Esto fue un resultado de la revolución industrial, que había acabado con la vida familiar tradicional. Antes las amas de
casa estaban supeditadas al varón, pero llevaban el peso de un buen número de actividades cotidianas. Hacían conservas, salaban pescados,
confeccionaban la ropa de la familia, cuidaban de la huerta y de los animales, fabricaban jabón, velas, zapatos, conocían las hierbas medicinales y
cuidaban de la salud de toda la familia. Eran personajes activos e importantes dentro del entorno doméstico. La revolución industrial, sin embargo, fue
quitándoles poco a poco todas sus atribuciones: el jabón se compraba en las tiendas, la población urbana crecía y cada vez había menos huertas y
menos animales, la salud pasó a ser dominio de los médicos. La mujer, en fin, se quedó sin un lugar propio en el mundo.
Se vivía además en el auge del positivismo, del cientificismo. Dios agonizaba, el orden inmutable y natural ya no se aceptaba como una respuesta
absoluta a los enigmas, había que definir de nuevo el universo entero. La mujer era una incógnita más de la existencia, un misterio que había que
desvelar en términos científicos. Porque entonces, a finales del XIX, los humanos llegaron a creer que podrían ordenar e iluminar todas las tinieblas de
la realidad a través de la palabra definitoria del sabio, de la clasificación del erudito.
De modo que las mujeres se convirtieron en objeto de estudio de los hombres, que las comparaban con lo normal, esto es, con los valores y las
características del varón. «Se admite generalmente que en la mujer los poderes de la intuición, la percepción y quizá la imitación son más señalados
que en el hombre, pero algunas de estas facultades, al menos, son características de las razas inferiores, y, por consiguiente, de un estado de
civilización pasado y menos desarrollado», decía Darwin. Desde la perspectiva de lo viril, la mujer empezó a ser vista como una anomalía, un ser
enfermo sujeto a menstruaciones y dolores. La insana y torturante moda de los corsés (llegaban a torcer las costillas y a provocar desplazamientos de
útero y de hígado) fomentaba los ahogos y los desmayos, y la falta de lugar en el mundo y de perspectivas vitales aumentaba las depresiones y las
angustias. Por consiguiente la mujer era tenida por un ser enfermo y de hecho enfermaba: a finales del XIX y principios del XX hubo una epidemia de
anoréxicas, de pacientes aquejadas por extrañas patologías crónicas, hasta llegar a las histéricas de Freud. El novelista Henry James supo dibujar en
sus libros el prototipo de la mujer de su época, inteligente y apasionada pero atrapada por las circunstancias sociales: posiblemente se inspirara en la
vida de su propia hermana, Alice James, una mujer creativa y sensible a quien le gustaba escribir (sus diarios se publicaron hace poco), pero que no
pudo ir a la universidad ni recibió el apoyo necesario para dedicarse, como Henry, a la literatura. Alice fue una enferma crónica: su enigmático mal la
convirtió en una inválida desde los diecinueve años, y cuando enfermó de un cáncer fulminante a los cuarenta y tres se alegró de morir.
Aquellos debieron de ser tiempos muy angustiosos y difíciles para las mujeres: las de clase baja se reventaban con turnos fabriles de dieciséis horas y
teniendo además que parir y cuidar del hogar, y las de clase media y alta estaban atrapadas en una cárcel de oro. Las heroínas literarias del XIX (Ana
Karenina, Madame Bovary, Ana Ozores/La Regenta) hablan de la tragedia de unas mujeres sensibles, inteligentes y capaces que vivían unas vidas sin
sentido, que intentaban escapar del vacío a través del amor romántico y que pagaban muy cara su transgresión a las rígidas normas. Salvo excepciones
(el escritor Mark Twain, por ejemplo, siempre fue deliciosamente feminista), debía de ser tan hostil el entorno masculino en aquellos momentos, y tan
grande la incomprensión de lo femenino, que muchas mujeres empezaron a escoger la soltería y a establecer relaciones de convivencia de por vida con
otras mujeres. En América eso era llamado por entonces un matrimonio bostoniano (la novela de Henry James Las bostonianas habla precisamente de
ese mundo femenino) y no tenía que tener necesariamente un componente lesbiano, sino que en muchas ocasiones era una unión emocional y cómplice
frente a la vida de mujeres activas, independientes e intelectualmente inquietas que no querían resignarse al encierro social.
Con todo, lo más asombroso es comprobar que siempre ha habido mujeres capaces de sobreponerse a las más penosas circunstancias; mujeres
creadoras, guerreras, aventureras, políticas, científicas, que han tenido la habilidad y el coraje de escaparse, quién sabe cómo, de destinos tan estrechos
como una tumba. Siempre fueron pocas, claro está, en comparación con la gran masa de hembras anónimas y sometidas a los límites que el mundo les
impuso; pero fueron, sin lugar a dudas, muchísimas más que las que hoy conocemos y recordamos. Y es que, como dice la escritora italiana Dacia
Maraini, las mujeres cuando mueren lo hacen para siempre, sometidas al doble fin de la carne y del olvido. Los historiadores, los enciclopedistas, los
académicos, los guardianes de la cultura oficial y de la memoria pública han sido siempre hombres, y los actos y obras de las mujeres han pasado
raramente a los anales. Aunque hoy esta amnesia sexista está por fin cambiando: la creciente presencia femenina en los niveles académicos y eruditos
empieza a normalizar la situación, y se ha abierto todo un campo de nuevas investigaciones, hechas mayoritariamente por mujeres, que intentan
rescatar a nuestras antepasadas de la bruma.
Unas antepasadas capaces de llevar a cabo proezas anónimas tan ingentes como la invención, en la provincia china de Hunan, de un lenguaje secreto.
O, mejor dicho, de una caligrafía sólo para mujeres, un modo de escribir críptico llamado nushu que cuenta con dos mil caracteres y que tiene una
antigüedad de al menos mil años (algunos especialistas llegan a hablar de seis mil), aunque hoy en día ya sólo lo conocen media docena de ancianas
octogenarias. Dicen que el nushu fue inventado por la concubina de un emperador chino (y si fue así, ¡qué genio el suyo, capaz de idear todo un
sistema de escritura!) para poder hablar con sus amigas de su vida íntima, de sus quejas y sus sentimientos sin correr el peligro de ser descubierta y
castigada. Muchas de las mujeres que aprendieron esta caligrafía no sabían escribir en han, o idioma chino oficial, porque a las hembras se las
mantenía analfabetas y cuidadosamente al margen de la vida intelectual, de modo que el clandestino nushu les otorgó el poder de la palabra escrita,
una fuerza solidaria con la que organizar cierta resistencia. «Debemos establecer relaciones de hermanas desde la juventud y comunicarnos a través de
la escritura secreta», dice uno de los textos milenarios conservados. Y otro añade: «Los hombres se atreven a salir de casa para enfrentarse al mundo
exterior, pero las mujeres no son menos valientes al crear un lenguaje que ellos no pueden entender».
Valientes y anónimas, sí, así fueron millones de mujeres del pasado. Precisamente, y según las últimas teorías académicas, tal vez los textos anónimos
de la historia de la literatura hayan salido en su mayoría de plumas femeninas. En otras ocasiones, las mujeres escribían obras que luego sus cónyuges
(o sus hombres: padres, hermanos, hijos) publicaban, como es el caso de la española María Martínez Sierra (1874-1974), socialista y feminista,
diputada de la Segunda República e importante dramaturga, aunque sus trabajos aparecieron bajo el nombre de su marido, Gregorio. Además ya está
dicho que las obras de las mujeres siempre han tendido a extraviarse y a olvidarse; perdido está, por ejemplo, el poema épico La guerra de Troya, de la
griega Helena, en quien se inspiró Homero para hacer la Ilíada. En fin, como dice Virginia Woolf, ¿qué sucedió con Judith Shakespeare, la hermana
imaginaria, ambiciosa y llena de talento de Shakespeare?
Por otra parte, el recuerdo que tenemos de las mujeres y de sus actos está a menudo teñido por los valores sexistas. Por ejemplo: no nos hemos
olvidado de Mesalina, esposa del emperador romano Claudio I, porque ha pasado a la historia convertida en el símbolo de la mujer infiel y ninfómana.
O bien Catalina la Grande, la famosa emperatriz de Rusia, de quien se recuerda, sobre todo, que era una señora de armas tomar y que tenía muchos
amantes. Y sin embargo esta mujer, que llevó las riendas del imperio desde 1762 a 1796, fue una/uno de los grandes soberanos del absolutismo
ilustrado. Reformó la administración del Estado ruso, hizo el primer compendio legislativo, luchó contra lituanos y turcos, anuló la autonomía de
Ucrania; por si esto fuera poco, protegió las artes y las letras, mantuvo una intensa correspondencia con Voltaire, escribió obras teatrales y fundó el
periódico Cualquier tontería, importante soporte ideológico del absolutismo. Además tuvo amantes, sí, como la inmensa mayoría de los soberanos
varones de todos los tiempos, pero, a diferencia de muchos de estos reyes y emperadores, ella sí supo mantener a sus amantes en el terreno puramente
íntimo, sin dejarse influir políticamente por ellos.
Con todo, en cuanto que una se asoma a la trastienda de la historia se encuentra con mujeres sorprendentes: aparecen bajo la monótona imagen
tradicional de la domesticidad femenina de la misma manera que el buceador vislumbra las riquezas submarinas (un paisaje inesperado de peces y
corales) bajo las aguas quietas de un mar cálido. Ahí están, por ejemplo, las hembras guerreras, personajes de formidable extravagancia. Como María
Pérez, una heroína castellana del siglo XII, que combatió, vestida de hombre, contra los musulmanes y los aragoneses. María retó en duelo al rey de
Aragón Alfonso I el Batallador, a quien venció y desarmó. Cuando se descubrió que era mujer fue bautizada como La Varona, lo cual no le impidió
casarse después con un infante y abandonar las guerras por la familia. O como la fascinante Mary Read, aventurera inglesa del siglo XVIII, que
también vistió de hombre y se alistó como soldado en el regimiento de Infantería de Flandes. Después de batallar durante algunos años dejó el ejército,
se casó y abrió una taberna en Breda, pero al enviudar volvió a ponerse ropas masculinas y, alistada en la infantería holandesa, embarcó rumbo a
América en un navío que fue apresado por los corsarios, momento en el que la irreductible Mary Read decidió hacerse pirata. Y como pirata vivió
largos años, enamorándose en el entretanto de un marinero y casándose con él, hasta que en 1720 cayó en poder de los ingleses y fue encerrada en la
prisión jamaicana en la que murió.
También Juana de Arco vistió resplandecientes armaduras viriles cuando se puso al frente de los ejércitos franceses a los diecisiete años,
dirigiéndolos en la guerra contra los ingleses, a los que infligió grandes derrotas hasta que fue atrapada a los diecinueve años por el enemigo y
quemada viva. Otra francesa, Louise Bréville, se hizo pasar por hombre a finales del siglo XVII; tras ser expulsada del ejército por matar a otro
soldado en un duelo, Louise se enroló como marino y llegó a tener el mando de una fragata de combate. Murió a los veinticinco años en una batalla
naval contra Holanda, herida en el transcurso de un abordaje.
No fueron sólo las guerreras quienes se vistieron con ropas de varón y adoptaron personalidades masculinas: muchas otras mujeres se vieron
obligadas a utilizar el cobijo de una identidad viril para protegerse de la dureza misógina del entorno. La famosa socióloga y pensadora gallega
Concepción Arenal (1820-1893), por ejemplo, tuvo que disfrazarse de hombre para poder asistir a las clases de Derecho, porque las mujeres tenían
prohibido el acceso a la universidad. Algo parecido sucedió con Henrietta Faber, que a principios del XIX se disfrazó de hombre y trabajó como
doctor en La Habana durante años, hasta que en 1820 se enamoró, reveló que era mujer y quiso casarse; momento en que fue detenida, juzgada y
condenada a diez años de cárcel, porque en Cuba las mujeres tenían prohibido estudiar y practicar la medicina. Por otra parte, el uso de seudónimos
masculinos ha sido una práctica bastante común entre las escritoras del siglo pasado, como George Eliot, George Sand, Víctor Catalá o Fernán
Caballero.
Otro tipo de travestismo más común y admitido socialmente al que recurrieron durante muchos siglos las mujeres fue el religioso, esto es: meterse
monja. El convento fue a menudo una obligación social, un encierro y un castigo, pero para muchas mujeres fue también aquel lugar en el que se podía
ser independiente de la tutela varonil, y leer, y escribir, y asumir responsabilidades, y tener poder, y desarrollar, en fin, una carrera. Ha habido monjas
maravillosas por su nivel intelectual o su capacidad artística, como santa Teresa, sor Juana Inés de la Cruz o Herrad de Landsberg, abadesa de
Hohenburg, que en el siglo XII hizo la primera enciclopedia de la historia confeccionada por una mujer (el hecho de que pudiera plantearse una obra
tan ambiciosa da una medida del ancho mundo que el convento abría a las señoras), titulada Hortus Deliciarum o Jardín de las Delicias,
bellísimamente ilustrada y destinada a la formación de sus religiosas.
Otras monjas fueron apasionadas y carnales, como sor Mariana Alcoforado, una religiosa portuguesa del siglo XVII que tuvo la mala suerte (o quizá
la buena) de enamorarse de un conde francés al que dirigió unas bellas y febriles cartas que éste tuvo la desfachatez de publicar en París (claro que
gracias a eso se conservan) en 1669. Y las hubo, en fin, tránsfugas y peleonas, como la monja alférez, Catalina de Erauso, que escapó del convento con
tan sólo once años, se enroló de grumete disfrazada de chico y se alistó como soldado en América bajo el nombre de Alonso Díaz. Por otra parte, hubo
hembras deseosas de independencia que, en vez de optar por ser buenas, esto es, monjas, optaron por ser malas: las cortesanas, desde las cultas
hetairas griegas hasta la Montespán o la Pompadour, amantes de los reyes franceses, siempre tuvieron una notable influencia en la vida pública.
Fuera del convento y de la vida fácil sólo ha existido para las mujeres otra gran vía de escape de la tutela masculina, y ésa ha sido la viudez. Sobre
todo en lo relativo a las responsabilidades de mando: detrás de la casi absoluta totalidad de las mujeres que han alcanzado el poder antes del siglo XX
hay un marido muerto. En ocasiones excepcionales el muerto era el padre, y a menudo había además un hijo o un hermano pequeño del que ellas eran
representantes o regentes, por lo menos en un primer momento, hasta que podían afianzar su propio poder. Resulta fascinante ver cómo unas mujeres
que no sólo no habían sido preparadas intelectual y políticamente, sino que además soportaban un entorno totalmente disuasorio, eran capaces de
luchar, asumir y mantener el poder, convirtiéndose a menudo en gobernantes de gran talla. Un perfecto ejemplo de las dificultades a las que se
enfrentaban estas damas está en la pobre y brava Margarita de Austria, que fue casada en 1599 con Felipe III a los catorce años y aterrizó en la corte
española sin saber otro idioma que el alemán. Para no perder su poder sobre el rey, el duque de Lerma aisló a la recién llegada Margarita: despidió a
toda su servidumbre alemana y la rodeó de gente española de su confianza. Es de imaginar el calvario de esta adolescente, tan sola y atrapada en una
corte hostil y en un idioma incomprensible, y pariendo hijo tras hijo para la Corona. Siete años después, sin embargo, había aprendido lo suficiente de
la lengua y de la política como para enfrentarse al duque de Lerma y conseguir que lo procesaran. Con el apoyo del confesor del rey, fray Luis de
Aliaga, intentó entonces procesar también al duque de Uceda, pero esta vez perdió. Murió a los veintisiete años al dar a luz a su octavo hijo; surgieron
complicaciones tras el parto y al parecer el duque de Uceda impidió que fuera atendida médicamente. Todo un trágico destino de mujer.
Sin embargo, y pese a la adversidad del medio, la historia europea está llena de numerosas Leonores, Marías, Isabeles, Juanas, Luisas o Margaritas
que rigieron en un momento u otro los destinos de sus pueblos, a menudo con sabiduría y prudencia. Claro que en el mundo ha habido mujeres menos
prudentes, como Semíramis, reina de Asiria en el siglo IX antes de Cristo, que hizo asesinar a su marido, el rey Ninos, para quedarse con el poder (ésa
era otra manera de enviudar), y que, en sus cuarenta y dos años de reinado, fundó Babilonia y conquistó Egipto y Etiopía. Otra hembra rotunda fue la
reina egipcia Hatshepsut (siglo XV a. de C.), que se proclamó faraón (no existía la posibilidad de ser faraona) y se mantuvo en el poder durante más de
veinte fructíferos años. Aparecía siempre representada como un hombre, y su hijastro Tutmés III, cuando subió al trono, la borró de la lista de
faraones.
También están las madres vengativas, como Tomiris, reina de los escitas en el siglo VI antes de Cristo, a quien Ciro, el célebre y cruel rey de los
persas, había matado un hijo. Por eso, cuando Tomiris venció a Ciro le hizo cortar el cuello y metió su cabeza en un cubo de sangre, para que saciara
su sed de ella. O como La Gaitana, cacique (o cacica) de una tribu colombiana en la época de la conquista; su hijo se opuso al reparto de indios que se
proponía hacer el conquistador Añasco, y por eso fue quemado vivo delante de ella. Entonces La Gaitana levantó a todos los indios contra Añasco, lo
venció y ordenó que le torturaran lentamente hasta la muerte.
Hay gobernantas cegadas por la pasión, como nuestra Juana la Loca, que paseó durante tres años por toda España el cadáver de su marido Felipe el
Hermoso. O Artemisa II, reina de Halicarnaso (siglo IV a. de C.), que al quedarse viuda de su amado Mausolo mandó construir un monumento en su
memoria que fue una de las siete maravillas del mundo antiguo y que aún hoy nos ha dejado el uso de la palabra mausoleo. Una antepasada de esta
desconsolada viuda, Artemisa I, también reina de Halicarnaso pero un siglo antes, había sido menos delicada en su pasión: se enamoró de Dárdano y,
al ser rechazada por él, le mandó arrancar los ojos y después se quitó la vida.
Y es que ha habido mujeres escalofriantes. Como la gran Irene, emperatriz bizantina del siglo VIII, que organizó aquel VII Concilio de Nicea que
aplastó a los iconoclastas. Irene subió al poder a la muerte de su marido como regente de su hijo Constantino, que a la sazón tenía diez años. Una
década más tarde el hijo tuvo que recurrir a un levantamiento militar para desalojar a su madre del trono, pero poco después cayó en la debilidad filial
(sólo tenía veintidós años) de llamarla junto a él. Irene volvió, desde luego que volvió: primero acusó a su hijo de bigamia, luego lo destronó, más
tarde lo encarceló y por último le mandó cegar. Se autoproclamó entonces emperatriz, pero fue destronada cinco años después y murió en el destierro.
Lo más curioso de todo es que su cuerpo fue traído años después a Constantinopla con honores de reliquia, y ella fue canonizada por la Iglesia
ortodoxa: de modo que esta madre que mandó sacar los ojos de su hijo es hoy santa Irene para un buen puñado de creyentes.
Todos estos relatos de soberanas fuertes y feroces indican que la mujer también puede ser malvada, lo cual en cierto modo es un alivio porque nos
reafirma en nuestra humanidad cabal y completa: somos capaces, como cualquier persona, de toda excelencia y todo abismo. ¿La más mala de todas?
Difícil competición, pero una perversa clásica y emblemática, del mismo modo que fue emblemática la maldad del marqués de Sade, es Elizabeth
Bathory, la condesa sangrienta (1560-1614), una viuda húngara que creía poder conservar la juventud si se bañaba en sangre de doncella. Torturó,
dicen, a más de seiscientas jóvenes campesinas, a las que acababa degollando y desangrando. Descubiertos sus crímenes, la Bathory fue emparedada
viva en su castillo.
Ha habido, en fin, mujeres de todo tipo. Empresarias de fuste, como Marie Brizard (s. XVIII) o Nicole Clicquot (s. XIX), otra viuda, en este caso
célebre y espumosa. Científicas extraordinarias, como María Agnesi Pinottini, una matemática italiana que publicó en 1748 el mejor tratado de cálculo
diferencial que se había hecho hasta el momento, o aventureras fogosas, como la conquistadora Mencía Calderón, que dirigió en el siglo XVI una
expedición al Paraguay. Puestas a desempeñar labores extrañas, incluso hubo una mujer verdugo en la Francia del siglo XVIII: cuando, tras años de
oficio, descubrieron su sexo, la metieron en la cárcel por diez meses.
Tras la insipidez de nuestra amnesia colectiva, pues, se oculta un abigarrado paisaje de mujeres extraordinarias, algunas admirables, otras infames.
Todas ellas tienen en común una traición, una huida, una conquista: traicionaron las expectativas que la sociedad depositaba en ellas, huyeron de sus
limitados destinos femeninos, conquistaron la libertad personal. Hay que tener en cuenta que, en la mayoría de los casos, y durante milenios, el ser
mujer implicaba no tener acceso a la educación y ni tan siquiera a una mínima libertad de movimientos (salir sola a la calle o viajar sola). «El hecho de
que las mujeres pueden haber tenido que superar enormes obstáculos para alcanzar incluso un éxito moderado no las pone a la par con Donald Trump
o Nelson Rockefeller», dice sabiamente Linda Wagner-Martin, autora del libro Telling Women’s Lives (Contando vidas de mujeres). Ahora bien, por
encima de ese trasfondo común, cada vida es tan rica y tan diversa como lo son todas. Hombres y mujeres compartimos, en el sustrato profundo, la
misma humanidad básica.
Siempre he tenido una gran afición por las biografías, autobiografías, colecciones epistolares y diarios, sobre todo de personajes (tanto masculinos
como femeninos) del mundo de las letras. De esa pasión antigua nació la serie de artículos que este libro recoge: dieciséis retratos de mujeres que
fueron publicados en su día en El País semanal. Casi todos aparecen aquí en una versión ampliada, liberados como están de la estrecha dictadura del
espacio.
No se trata, por supuesto, de un trabajo académico, y ni tan siquiera de un trabajo periodístico en el más tradicional sentido de la palabra. De modo
que no hay ninguna intención de cubrir campos, ya sean geográficos, temporales o profesionales: esto es, no he seleccionado a las biografiadas para
que representen la situación de la mujer en las diversas etapas de la historia, ni para que haya un adecuado reparto de culturas y países, y ni tan siquiera
porque sean las más famosas. A decir verdad, más que escoger yo a las protagonistas ellas me han escogido a mí: voy a hablar de aquellas mujeres que
en algún momento me hablaron. Aquellas cuyas biografías o diarios me impactaron por algo en especial, que me hicieron reflexionar, vivir, sentir. Por
lo tanto, más que una visión horizontal y ordenadora, propia del periodismo y de lo académico, he intentado una visión vertical y desordenada, propia
de ese tipo de mirada tan especial con la que a veces (una noche antes de dormirnos, un atardecer mientras conducimos de regreso a casa) creemos
atisbar, por un instante, la sustancia misma del vivir, el corazón del caos.
¿Y por qué sólo mujeres? Pues por esa sensación, antes mencionada, de abrir las aguas quietas y extraer de allí abajo un montón de sorprendentes
criaturas abisales. Además, leyendo biografías y diarios de mujeres una descubre perspectivas sociales insospechadas, como si la vida real, la vida de
cada día, compuesta por hombres y mujeres de carne y hueso, hubiera ido por derroteros distintos de la vida oficial, recogida con todos los prejuicios
en los anales. Tomemos, por ejemplo, el tema del amor de la mujer mayor con un hombre joven; se diría que esta relación, considerada durante mucho
tiempo como un hecho extravagante y escandaloso, ha sido hasta ahora (y en buena medida todavía parece serlo hoy) una completa excepción a la
normalidad. Y, sin embargo, no hay como ponerse a bucear en las vidas de las antepasadas para descubrir una asombrosa abundancia de situaciones de
este tipo.
Por citar tan sólo unos cuantos ejemplos, recordemos que Agatha Christie se casó en segundas nupcias con Max Mallowan, un arqueólogo quince
años más joven, y vivieron juntos cuarenta y cinco años, hasta la muerte de ella. George Eliot se casó a los sesenta y uno con John Cross, veinte años
menor, y George Sand vivió con el grabador Alexandre Manceau, catorce años más joven, una gran historia de amor que duró tres lustros y que sólo
terminó con la muerte del hombre (años después, ella tenía sesenta y uno, él cuarenta, mantuvo una corta pero intensa pasión sexual con el pintor
Charles Marchal). Lady Ottoline Morrel, mecenas del grupo Bloomsbury, disfrutó de la más bella e intensa relación de amor de su vida a los cincuenta
y pico años, cuando se enamoró de un jardinero de veinte al que llamaba Tigre. Simone de Beauvoir mantuvo una relación amorosa de siete años de
duración con el periodista Claude Lanzmann, mucho menor que ella (y no fue su único amante más joven). También la celebérrima Madame Curie,
premio Nobel por dos veces, vivió un amor poco habitual con el científico Langevin: él era sólo seis años más joven, pero estaba casado, lo cual
aumentó el escándalo. Incluso la muy formal Eleanor Roosevelt, esposa del presidente norteamericano Franklin Delano Roosevelt, tuvo un amante
doce años menor, Miller, que fue la gran historia secreta de su vida: estaban tan unidos que Miller escribió a Eleanor una carta diaria durante treinta y
cuatro años.
Quiero decir que media humanidad, la parte femenina, ha vivido durante milenios una existencia a menudo clandestina (como clandestinos fueron
muchas veces esos amantes jóvenes, o como lo era el nushu, el lenguaje secreto) y en gran medida olvidada, pero siempre mucho más rica que la
horma social en que estaba atrapada, siempre por encima de los prejuicios y los estereotipos. Con este libro, en fin, sólo aspiro a echar una breve
ojeada a esas tinieblas. Porque hay una historia que no está en la historia y que sólo se puede rescatar aguzando el oído y escuchando los susurros de
las mujeres.
Melvin Méndez
La joven y el Rey
Ciega fortuna
La acción de estas tres piezas cortas sucede en una antigua terminal en desuso. Un lugar de paso, de descanso. Un rincón de cualquier ciudad, en el
que se encuentran nuestros personajes para desnudar su alma.
En escena:
Delante de esta una banca para tres personas muy gastada por el uso.
A un lado un teléfono público.
En el fondo atrás, un espacio con mucha luz que llamaremos la zona de los sueños.
La joven y el Rey
La tarde está escondiendo sus últimos rayos. Desde la zona de los sueños entra un hombre a escena, trae un bote para la basura, escoba y demás
utensilios de su quehacer como trabajador de aseo. Su uniforme luce "ajado". Es un hombre maduro, más bien entrado en años, con una vida llena de
pequeños triunfos pero también de grandes dolores. Padre de una gran familia pero ahora muy solo. Ha trabajado toda su vida en oficios menores por
no tener estudios formales. Sin embargo es autodidacta y un muy buen lector, con una memoria de elefante y aficionado al gran teatro y al cine de su
tiempo.
La joven entra a llamar por teléfono, pone sus cuadernos y libros en la banca luego se dirige al teléfono para intentar comunicarse con una amiga.
Es una muchacha dinámica, enamoradiza, un tanto alocada, con una vida social activa, sin grandes cuestionamientos existenciales, pero sensible.
Coralia. Aló se encuentra Mabel... dígale qué es de parte de Coralia. Si yo espero, muchas gracias...
El hombre que está limpiando pasa cerca de la banca y se queda mirando el libro. Con una señal de su cabeza le pregunta a la joven si puede mirar el
libro, ella le hace un gesto vago, él se limpia las manos antes de tomarlo, con el consentimiento de ella lo toma y lo mira como un niño a una bolsa de
dulces.
Ella lo mira un tanto extrañada por el interés que él ha demostrado en el libro. Él lo continúa mirando con detenimiento...
Oldemar. (Leyendo la portada.)(Apenas adivinamos lo que dice por el movimiento de los labios.) Shakespeare... tragedias...
Coralia. Mabel... soy Coralia... me fue muy bien, ¿y a vos?... ¡Pintura!, ¡qué bueno!... no, yo matriculé teatro... no mujer, a mí el teatro no me gusta,
pero a que no me adivinás quien se matriculó en teatro… Roberto, el de los ojitos achinados que conocimos ayer... Sí claro, el cupo estaba agotado
pero yo le mentí al profe, le dije que el teatro era para mí importantísimo y que si él me dejaba por fuera yo iba a ser una actriz frustrada y le lloré
como media hora hasta que me matriculó... Ay, es que ese hombre me mata... ¡es guapísimo! Y hoy fue con una camisita pegada al cuerpo que ni te
cuento, ay aquel cuerpo que tiene... Mirá cuando el profe dijo que íbamos a empezar con unas escenas de Shakespeare yo dije: ¡zas!, claro aquí está
mi oportunidad; escogemos una escena de Romeo y Julieta y yo pido ser la Julieta de Roberto digo Ro-merto. Coralieta y Romerto, ¿cómo te suena?
(rie)
(El sonido del teléfono que pide más monedas la interrumpe.) ¡Ay, ay se corta la llamada! ¿El número es 2702020? Ah no, esperá, yo creo que tengo
más monedas. Ya casi te llamo.
(Va hasta su cartera que ha dejado en la banca y busca incesantemente una moneda.)
Oldemar (citando a Shakespeare). "Se ríe de las cicatrices quien nunca ha sentido una herida... pero, ¡calla! ¿Qué luz se abre paso por aquella
ventana? es el oriente y Julieta es el sol. Levántate, bello sol, y mata a la envidiosa luna, que ya está enferma y pálida de dolor porque tú, oh doncella,
eres más hermosa aún..." Romeo y Julieta, Segundo acto, segunda escena.
(Extendiendo su mano y le entrega una moneda) ¡Aquí esta lo que busca, señorita!
Coralia. Pues sí... como te decía mujer, las ganas que tenía yo era que escogieran Romeo y Julieta pero el aburrido del profe dijo: (Imitándolo)
“Comenzaremos por una de las obras más importantes de este gran autor El rey Lear, léanselo todos para la próxima semana y escojan una escena para
representar con algún compañero”. ¡Profe más aburrido! ¿A quién le interesa la historia de un anciano medio loco que pierde su reino?
Coralia. Sí, mujer... todos mis planes de enamorar a Roberto se esfumaron. Yo tengo ganas de dejar el curso, pero como le dije al profe que para mí
era importantísimo no me puedo ir tan rápido... tal vez vaya a dos o tres clases más y después no vuelvo... Total, a Roberto lo puedo mirar en la soda y
en otros cursos...
Coralia. Tengo tantas cosas que contarte, pero mejor hablamos mañana... Sí, mujer hasta lueguito... Ay que sí Mabelita, Claudio te ama, él me lo dijo;
pero cuando yo le conté que vos roncabas y que te olían los sobacos se puso a pensarlo... No, no, es una broma. Si ese novio tuyo es perfecto.
(Cambia) Bueno, bueno hasta lueguito, que ya se va a cortar la llamada. ¡Adiós, adiós!
Coralia se sienta en la banca con la intención de leer. Toma el libro lo ojea, encuentra la tragedia del Rey Lear. Hace una mueca de desaprobación
y lo pone a un lado. Saca un cepillo y comienza a cepillarse el cabello, lo vuelve a tomar y lee a regañadientes, lo deja nuevamente.
Coralia (lo mira de arriba a abajo mientras se coloca una "cola de caballo" en su cabellera). ¿Ummmh ?
Oldemar. Claro...
Coralia (muy curiosa). Perdón si le parezco grosera, pero ¿usted conoce a Shakespeare?
Oldemar. Las apariencias siempre engañan, señorita... un simple barredor de aceras puede ser un hombre culto. Así como un Senador de la República
puede ser un perfecto burro, ¿no le parece?
Oldemar. Las personas no siempre son lo que parecen. Usted por ejemplo parece una mujer inteligente y sin embargo no le gusta Shakespeare.
Coralia (Busca argumentos para salir del apuro). Bueno, sí me gusta... ¡Me encanta Romeo y Julieta, vi la película!
Coralia. Ay, lloré mucho cuando él la encuentra y cree que está muerta y después se envenena. Luego ella despierta y se clava un
puñal...
Oldemar (Recitando de memoria y tomando la escoba para disfrazarla con el paño de limpiar como si fuera Julieta. Debe conmoverse hasta el
llanto). "Ojos, mirad por última vez! Brazos dad vuestro último abrazo. Y vosotros, labios, puertas del aliento, sellad con legítimo beso una concesión
sin término a la muerte rapaz. ¡Vamos, amargo conductor, vamos repugnante guía! Piloto desesperado, estrella contra las destructoras rocas tu barca
fatigada y mareada. Brindo por mi amor... (Lo hace con algún objeto que esta sobre la banca.) ¡Ah, veraz boticario! Tu droga es rápida: así muero con
un beso". (Muere.)
Oldemar. Tal vez soy un enviado de los tiempos. O una franja de su sueño que no quiere abandonarla...
Oldemar. Sí. Soy un misceláneo como dice usted, mis papás me pusieron Oldemar, un nombre raro, pero no soy quien para juzgarlos. ¿Y usted?
Coralia. ¿A quién?
Oldemar. ¿Cuál?
Coralia. ¿Quién es usted?, ¿cómo sabe tanto de este libro? ¿Por qué se sabe partes de memoria? Dígame la verdad, porque si no voy a creer que me
están tomando el pelo en uno de esos programas de cámara escondida... (Grita muy divertida.) ¿Dónde está la cámara?
Oldemar (sonríe). No ninguna cámara... simplemente un hombre que nunca pudo realizar su mayor deseo... solo eso.
Coralia. Hábleme de usted, por favor. Me interesa.
Oldemar. ¿De verdad? Pensé que solo le interesaban los jóvenes con camisas pegadas al cuerpo.
Coralia. Pues se equivoca... Recuerde que las apariencias engañan. (Bromeando.)También me interesan los locos. No en serio... hábleme sobre usted.
Las personas con las que yo me relaciono son muy diferentes a usted, hábleme por favor.
Oldemar (Se entusiasma porque alguien le pone atención, saca de su vieja billetera una foto de su padre). Este es mi papá...
Oldemar. Tiene puesto un vestuario... él fue uno de los primeros aficionados al teatro de este país.
Oldemar. Bueno sí, era un teatro antiguo... En el tiempo que llegaron las viejas compañías españolas a San José, mi papa era empleado de una botica
y en todos los montajes que buscaran actores de relleno, él se metía. Extras le llaman ahora.
Oldemar. Sin permiso de los abuelos comenzó a hacer teatro... Después del trabajo agarraba su chaqueta y se iba caminando desde la botica Solera
hasta el Teatro Nacional. Tiempo después trabajó en el viejo teatro Arlequín como boletero.
Papá se pasaba horas enteras contemplando los ensayos y haciendo su partecita en el coro... no sé si alguna vez hizo un gran papel, pero amaba el
teatro. Guardó todos los libretos en un baúl que después me regaló... Yo era un niño en aquella época, un niño pequeño y asmático...
(Coralia tiene una pequeña reacción.) Pero no crea usted que me lamento de esta enfermedad, al contrario le doy gracias a Dios por haberla tenido...
Coralia. No entiendo...
Oldemar. Como yo era tan enfermizo pasaba noches enteras sin poder dormir por causa de mi padecimiento bronquial. Y el viejo con una paciencia
Franciscana se levantaba a darme una cucharada de miel de abeja con limón y se quedaba a mi lado toda la noche; siempre tenía un libreto que estudiar
y para que yo no me sintiera mal de que él tampoco podía dormir, me decía: tranquilo Oldemar, cuando me muera voy a dormir todo lo que no he
dormido hoy. Además tengo que aprenderme el papel -decía-. El viejo recitaba párrafos enteros de las obras Shakespeare como un genio. Y yo solo lo
escuchaba haciéndole coro involuntario con un sonido de gato en mis pulmones.
Oldemar. Sentado en esa cama, con dos grandes almohadas en mi espalda aprendí a amar el teatro... (Toma el libro en sus manos).
Oldemar. Aló... sí, un momento, señorita... (A Coralia) Es para usted... Dice que es de parte de Mabel.
Coralia (le hace señas a OIdemar para que no se vaya, este reanuda su limpieza). Aló... Mabel, diay mujer cómo me encontraste, que bruta vos
parecés el FBI, ah yo te di el número... es cierto. ¿Para qué me llamás? ¿Full pelón dónde?, ¿dónde es la fiesta? En casa de Yamileth... Okey, en diez
minutos caigo por allá.
(Ella cuelga y se dirige a recoger sus pertenencias que están en el banco) (Sin embargo no se puede ir, siente que algo está inconcluso.)
Coralia (se debate entre su deseo y su promesa). Es cierto prometí escucharlo todo... la fiesta puede esperar. Siga contando, por favor...
Oldemar. Muy sencillo, mi padre murió, mi madre se hizo cargo de nosotros lavando ajeno y dándonos una educación básica. Este joven creció y
empezó a ganarse la vida y a llevar el sustento a la casa como cualquier hijo de vecino y aunque me picaban las ganas de hacer teatro, muy en el fondo
sabía que no lo iba a lograr. Mi único refugio fue el cine...esta pared perteneció a un viejo cine al que yo acudía de jovencito... (Se acerca a la pared y
la acaricia). Quo Vadis, Ben Hur, Casa Blanca, Los diez mandamientos, Una Eva y dos Adanes, Chaplin, Richard Burton Elizabeth Taylor...
Oldemar. No, eso era una utopía para los de poca plata. Solo los jóvenes acomodados podían hacer teatro en mi tiempo. ¡Yo me quedé con un sueño
apretado en aquel baúl! Después llegó el matrimonio y nacieron mis tres hijas, por las que entregué lo mejor de mi vida... Después de muchos años de
trabajo construimos una casa grande y éramos un reino feliz.
Luego las dos mayores se casaron y junto con sus esposos falsificaron documentos y se quedaron con la propiedad. De la noche a la mañana nos
tiraron a la calle, dejándonos a mi esposa, mi hija menor y a mí en la más absoluta miseria. Construimos un ranchito a la orilla de un potente río y... las
últimas lluvias que lo inundaron todo se llevaron mi segunda casa y con ella a mis tres tesoros: mi esposa, mi hija y mi baúl. (Llora suavecito.) Y
colorín colorado este rey está acabado.
(El teléfono suena, Coralia sabe que es su amiga que insiste en la fiesta y no haya como decirle al viejo que se quiere ir. Él le hace una seña muy vaga
de que se sienta libre para irse. Finalmente ella espontáneamente se acerca a él y le entrega un beso. El viejo responde arrodillándose y dándole un
beso en la mano como a una reina. El teléfono deja de sonar y ella sale)
(Comienza a sonar la lluvia en los parlantes y el hombre se dirige a sus objetos de limpieza y muy naturalmente y con toda la carga emocional de los
recuerdos que acaba de traer a su memoria se coloca dichos implementos como si fuera el rey Lear, se pone de pie sobre la banca y comienza a decir
el texto...)
Rey (Oldemar). "¡Soplad, vientos, hasta romperos las mejillas! Enfureceos, ¡soplad! Cataratas y huracanes, verteos hasta que hayáis sumergido
nuestros campanarios, ahogando sus gallos. Vosotros fuegos sulfurosos, rápidos como el pensamiento, heraldos de los rayos que parten los robles,
¡abrazad mi cabeza cana! Y tú, trueno que todo lo sacudes, golpea la rotundidad espesa del mundo, rompe los moldes de la naturaleza, y vierte a la vez
todos los gérmenes que engendran al hombre ingrato".
Coralia ha vuelto. Cuando el viejo termina este parlamento, ella se acerca a la banca con una gran sombrilla en una mano y en la otra el texto y lee.
El hombre le hace un gesto de que lea y ella lo hace.
Coralia. "Oh tío el agua mansa en una casa seca es mejor que esta agua de lluvia al descubierto. Buen tío, adentro, pide la bendición a tu hija. Esta es
una noche que no tiene piedad ni de los cuerdos ni de los locos".
Rey. “Retumba con todo lo de tu panza, escupe fuego, chorrea lluvia: ni la lluvia, ni el viento, ni el trueno, ni el fuego son mis hijas. No os acuso
elemento, de ingratitud; nunca os di un reino, ni os llamé hijos; no me debéis obediencia. Entonces dejad caer vuestro horrible deseo. Aquí estoy,
esclavo vuestro, un pobre viejo, enfermo, débil y despreciado: pero sin embargo os llamo ministros serviles, porque habéis aliado con dos perversas
hijas vuestros ejércitos engendrados en lo alto, contra una cabeza tan anciana y tan blanca como ésta. ¡Ah esto es vil!
Coralia (invitándolo a sentarse junto a ella). El que tenga casa en que meter la cabeza, tiene buena montera (Él lo hace, la luz se concentra sobre esta
imagen lentamente)
La luz se centra sobre la imagen de ella con su gran sombrilla. A un golpe de trueno se apagan las luces. El hombre sale. Al volver esta ella solá
con las últimas gotas de lluvia y con la sensación de no saber si lo que acaba de pasar fue un sueño o realidad. Una música de época llena el espacio
y la luz cenital va lentamente hasta el apagón. Ella toma el libro con gran emoción y lo estrecha contra su pecho.
Fin
Ciega fortuna
Personajes
Cecilia. Mujer de aproximadamente 30 años pero aparenta más, es ciega. Canta y toca el acordeón (o la guitarra). Viste humildemente, pero limpia.
Un repartidor de pizza.
(Mientras en el escenario se realizan los pequeños cambios para esta segunda pieza, por algún rincón de la zona del público se empieza a sentir una
melodía de acordeón (o guitarra) que antecede la entrada de Cecilia)
Cecilia (entre el público, le da un golpecito en el hombro a algún espectador.) Perdón... me podría decir si es esta la terminal; según mis cálculos
estoy a pocos metros, hace tanto que no vengo...
Eh... no la (o) estoy molestando, ¿verdad? Algunas personas se ponen incómodas cuando les habla una extraña... ¡Claro, es que en San José ya nadie
puede andar tranquilo! Pero no se preocupe yo no le voy a hacer nada! Eh, ¿por allá me dijo?
¡Muy bien! (Camina unos pasos, le habla a otro espectador.) Puedo pedirle un favor... quiero saber si este reloj es bonito. Le pedí a la señorita de la
tienda un reloj barato pero bonito. A Mario le encantaban los relojes, ¿es bonito?
Yo se lo compré. También le compré flores, pero mejor las devolví porque a Mario no le gusta que le traigan flores... El reloj es una sorpresa...
porque hoy estamos cumpliendo quince años de casados. ¿Usted es casada (o)?
(Reacción del espectador)
Mario es mi esposo, trabajamos aquí en la terminal todos los días -bueno hasta que él se fue-. Bailamos, cantamos y entretenemos a la gente por unas
monedas.
A veces nos va bien, a veces mal... la mejor época es el verano; en el invierno hay que buscar otros "camarones". Yo vendo periódicos y él limpia
zapatos. ¿No lo estoy cansando con mi conversación?
Sabe usted, ese es mi mayor defecto, Mario decía que yo hablo demasiado... Y yo le decía: Ay ya, dejame hablar Mario, que soy ciega, pero no sorda.
(Ríe.) Y él se reía, todavía tengo su risa grabada en mi memoria...
Es que a mí con las palabras me pasa algo muy raro, que cuando no digo todo lo que pienso, las palabras se me amontonan en el cerebro y me
acompañan todo el día... Y por las noches las palabras que nunca dije me revuelven los pensamientos y entonces tengo sueños con palabras sueltas...
un día soñé que yo era un terrón de azúcar -sí, un terrón de azúcar-, y que estaban a punto de arrojarme a una taza de leche caliente. (Ríe.)
¿Usted nunca tiene pesadillas?
Otro día soñé que me ponían a desenredar una pelota de alambre de púas. Después, en sueños, alguien me puso a contar todos los granitos de arena de
la playa... ¡Casi me vuelvo loca! (Pausa.) Cuando empecé a vivir con él, se me fueron las pesadillas... (Cambia.) ¿Podría usted, si es tan amable,
ayudarme con el acordeón (la guitarra)? Es que padezco de artritis... "Viera" que yo a veces me enfermo de la artritis y me duelen mucho las manos y
me cuesta trabajar... (La ayudan.) Gracias.
Oiga, ¿usted también vino a buscar un recuerdo aquí a la estación o solo vino a pasar el rato?
Yo vengo cada vez que me siento sola... Pero como padezco de artritis me cuesta venir más seguido... "viera" que cuando estoy fregada de las
coyunturas, no puedo tocar el acordeón (la guitarra) y entonces me quedo en la casa. Mario decía que yo me enfermaba al propio para quedarme con
los güilas y chinearlos- va usted a creer-. Se ponía furioso y me regañaba, pero cuando yo le enseñaba las manos, entonces él se daba cuenta que era
verdad. Es que las manos se me doblan para adentro como hojas secas de guarumo... Aunque le voy a decir la verdad... No hay mal que por bien no
venga, no es que a mí me guste enfermarme, pero cuando me enfermo le doy gracias a Dios porque puedo pasar más rato con los güilas y esperarlos
con alguito de comida caliente cuando vienen de la escuela... ¿Usted no tiene güilas en la escuela?
Yo tengo dos en la escuela… Maiquel y Dianita. A Maiquel le pusimos así por Maiquel Yordan el de Estados Unidos y a Dianita por la princesa; la
que se mató. Usted tiene que acordarse "della"... una señora muy buena, decía Mario que ella siempre salía retratada con los niños pobres.
Vea, le voy a decir la verdad, yo aunque he tenido que criar dos hijos, no la he pasado tan mal... allí poco a poco la vamos pasando, como todo el
mundo... Claro cuando estaba Mario todo era más fácil. Con permiso... gusto en conocerlo.
(A otro) ¿Usted va de viaje, o nada más vino a distraerse a la estación? Aquí llegan muchas personas a esperar un bus que no es, subirse a un tren que
nunca pasa o traen flores para un amor que nunca llega. ¿Cuál de los tres es usted?
Bueno mientras se decide, qué tal si cantamos una canción... Si se la sabe cántenla conmigo
La ciega termina de cantar y con un cambio de luz desde el fondo de la escena aparece Mario (evidentemente viene desde el recuerdo de ella). Llega
con un maletincillo gastado y una cajilla de lustrar zapatos bajo el brazo.
Mario. ¡Cecilia, Cecilia! Pero Cecilia, mi amor, que está haciendo allí. Venga, vamos pa' la terminal.
(Ella acepta y coloca su brazo derecho sobre el hombro izquierdo de Mario, suben al escenario.)
Y mejor cante algo que valga la pena; "usté" últimamente solo canta canciones tristes. El negocio es complacer al público.
Cecilia. ¡Siempre el público! Mario es que vos tenés el gusto en los zapatos... Esa canción es muy linda, es una canción de amor.
Mario (que no la escuchó). Acuérdese que aquí hay que cantar lo que a la gente le cuadra, para que caiga la plata.
Cecilia. Ay otra vez esa tos, usted no está bien Mario, esos pulmones suyos…
Cecilia. ¿Por qué no ha querido ir al seguro? Es solo una mañana la que se ocupa...
Mario. Sí, sí, sí, esto no es nada serio... vamos, empecemos... Pero ya sabe, nada de canciones tristes...
Cecilia. Porque no, a la gente podemos darle otro tipo de canciones, no siempre tiene que ser igual...
Mario (preparándose). Ya viene el discurso otra vez. Cecilia... Cecilita, tenemos que comer. Guárdese sus pensamientos para escribir un libro, porque
aquí venimos a trabajar. ¡Empiece!
Cecilia (mientras se prepara). Yo sé que va a llegar un día en que alguien en una esquina va cantar lo que le nace del alma y la gente le va a aplaudir
mucho y le van a llover monedas de oro, y entonces el arte...
Mario. Sí, claro, bla, bla, bla, bla. Palabras, puras palabras, que no llenan la panza. La panza no se llena con palabras, vos hablás demasiado.
Cecilia. Escuchá mi último pensamiento, me lo aprendí de memoria, escuchá: "Va a llegar un día Mario, en que el hijo de Dios va a acomodar el
mundo y entonces una mujer poeta será presidente, y un artista sabio su consejero de gobierno. Y ese hermoso día ya no habrá más mujeres grises por
las calles violentas, ni casas de cartón, ni pequeños con espaldas de lata. Y las abuelas tranquilas en un banquito de su casa esperarán a sus nietos con
un plato de comida y una canción pequeñita en el ruedo de su falda" ese es mi último pensamiento. ¿Te gusta?
Mario. Muy bien, poeta, ya se desahogó... ¿ya tiró todas las palabras? Ahora, a trabajar. ¡Empiece!
(Cecilia se coloca una falda del mismo color que la camisa de Mario y un sombrero de colores muy "guapachoso" se dispone a tocar una melodía
muy popular, Mario también se coloca una camisa pintona con vuelos blancos en los puños. De su maletincillo saca también un sombrero. Ambos
bailan y cantan, él realiza algunos contoneos muy simpáticos para ganarse al público.)
Mario (termina la canción, Mario se aplaude a sí mismo y dice lo que sigue mecánicamente, tose en medio de las palabras). Muy bien, muchas
gracias, muchas gracias por sus aplausos pero no solo de aplausos viven (tos) los artistas sino de su generosa colaboración. Recibimos dólares, billetes,
monedas, anillos, relojes, cadenas -pero no la del perro- (tos). Colabore con los artistas nacionales. Cantamos salsa, cumbia, ranchera, bolero,
ballenato, mambo, baladas románticas y rock. (Pasa el tarro.) No se vaya sin su colaboración. (Tos)
(Mario camina recogiendo monedas entre los supuestos asistentes que los rodean, se pierde en el fondo del escenario nuevamente.)
Cecilia. Mario tenía gracia para el arte, era muy cómico y la gente pasaba un buen rato con nosotros... El negocio iba muy bien, empezaba a
levantarse, pero un día nos pasó algo increíble.
Mario (Entra con un paquete y habla a grande voces). ¡Cecilia, Cecilia, Cecilita! ¡Lo que acabo de encontrar, lo que acabo de encontrar!
Mario (la lleva a un lado, habla un poco más bajo para que no lo oiga nadie). ¡Cecilia somos millonarios, somos ricos Cecilia! ¡Somos ricos! (La
abraza, y demuestra toda su euforia con ella).
Mario. Dejaron este paquete en el teléfono, está repleto de billetes, son miles de billetes, millones de colones. ¡Sentilos, tocalos, somos ricos, somos
ricos!
Cecilia. Pero un momento Mario... Nadie deja perdida tanta plata así como así... en una cabina telefónica... ¡Pueden ser falsificados!
Mario. No, Cecilia, son billetes verdaderos... un poquito usados pero son de verdad, ¡son de verdad! ¡Somos ricos, Cecilita! ¡Somos ricos!
Mario. Tóquelos, tóquelos! (ella lo hace)... eh, no tanto que los puede romper. Huelen a billetes, son billetes de verdad.
Cecilia. ¿No será dinero del narcotráfico y nos estaremos metiendo en problemas?
Mario. Te digo que no... La fortuna nos sonrió. ¿Por qué te cuesta tanto creer que dos pelados como nosotros no puedan ser favorecidos por la suerte
de la noche a la mañana?
Cecilia. Ay Mario, estoy un poco confundida, no sé qué pensar. ¡Es que es tanto dinero!
Mario. Sí, sí, sí... es mucho, mucho dinero (eufórico baila).
Cecilia. Mario, tranquilo no podemos ilusionarnos, esa plata de seguro tiene dueño.
Mario. Por favor Cecilia, a muchas personas les ha pasado lo mismo, encuentran oro, se pegan la lotería o la fortuna les pone delante un paquete con
dinero. Así es la suerte, no hay que pensarlo tanto.
Cecilia. Pero Mario, yo sigo con dudas... eso debe ser de alguien. Y lo mejor es que lo llevemos a la policía para devolverlo.
Mario. ¿Qué? ¡Estás loca, Cecilia! Por primera vez en mi vida tengo la posibilidad de salir de pobre y vos querés que lo devuelva a la policía...
Cecilia. La verdad no sé, estoy alterada, siento que en cualquier momento va a pasar algo.
Mario. Sabe que es lo mejor que nos puede pasar con ese dinero... que se acaben los sufrimientos, las congojas...
Cecilia. A mí me da mucho miedo, además como decía mi abuela: “¡Lo que por agua viene por agua se va!”
Mario (casi amenazante). Cecilia, escuchame... esta plata es nuestra y punto. ¿De quién es esta plata?
Mario. ¡De los dos! (Más tierno, convenciéndola.) Compraremos una casita pura vida, en un barrio de ricos, ya no más trabajar en la calle. ¡Esa vara
se acabó! ¡Se acabó! (Se acerca a ella.) Ceci... vamos a conseguir el mejor médico para que te cure esa condenada artritis y a mí estos jodidos
pulmones. ¡Ya lo podemos pagar!
Mario. ¡No, Cecilia, es realidad! Se acabó el trabajo en la calle, se acabó este pellejo que se lo come el sol, no más hambre, frío, ni lluvia, ni insultos.
Se acabó toda esta mierda. ¡Somos libres, carajo! (Grita) ¡Somos libres porque ahora somos ricos!
Cecilia (Entre feliz y preocupada). Por favor Mario, te van a oír y podrían robarnos todo.
Mario. ¡Es que estoy loco, estoy feliz! (Agarra su reloj de pulsera y lo arroja a muchos metros de distancia.) ¡Allá va el reloj! Me compraré uno de
oro, con agujas de plata y un diamante en el centro del tiempo.
Mario. ¡Lo que ves! Cambiaremos todo lo antiguo, todo lo viejo se va de nuestras vidas. (Le toma el collar del cuello y lo arroja también.) Este collar
de fantasía, ¡fuera! Te compraré el mejor, el collar que lucen las princesas.
Mario (cada vez más eufórico). Estos zapatos míos no son los mejores para un caballero millonario, ¡fuera! (Los arroja también.)
Mario. ¡Ya te dije que sí! Quiero que nos olvidemos de lo que éramos. Que nos despidamos de estos cuerpos de lata, de cartón, de humo. ¡No más
ropas gastadas, no más huecos en el alma! (Arroja su chaqueta lullida y le toma una prenda a ella y la arroja también.)(Saca el termo y lo estrella
contra el suelo, quebrándolo.) Comeremos la mejor comida cocinada en casa. O cenaremos en los más finos restaurantes.
Mario. No más comida en termo Cecilia... no te das cuenta que somos ricos. ¡Podemos comprar lo que se nos dé la gana!
Mario. Es una broma, el acordeón (*) jamás, pero este cajoncillo de lustrar sí (lo toma y lo arroja lejos). Nunca más Mario Porras va a estar a los pies
de alguien...
Eso se acabó. Quédese aquí princesa, voy a llamar a la pizzería, hoy almorzaremos pizza. Nos vamos para la casa a celebrarlo con los niños.
¡Cómo se van a poner los güilas cuando les contemos! Maiquel de seguro me pedirá una bicicleta y a Dianita le voy a comprar por fin el oso que ella
tanto quiere. Es un oso como de este tamaño que vimos el otro día en una tienda. “-Papá, cómpreme ese oso”... me dijo. Y yo le contesté mirándola a
los ojos... Ahora no se puede Dianita... más adelante tal vez. Y los ojitos de ella se me clavaron en el alma como dos puñales... Algún día... algún día...
pensé. Y hoy ha llegado ese día. Cuide bien el paquete, mi amor... Voy a llamar a la pizzería. (Va hasta el teléfono e inicia su llamada)
Cuando Mario sale desde el recuerdo aparece un oficial de seguridad de un banco. Mira hacia la cabina de teléfono, observa con detenimiento a la
ciega y luego se dirige a ella.
Oficial. Disculpe que la moleste, señorita... Soy oficial de seguridad del Banco Estatal.
Cecilia (como un acto reflejo de defensa). Yo no he visto nada oficial, soy ciega.
Oficial. Tranquila... solo quería saber si usted o alguna persona encontró un paquete en este teléfono, un paquete que pertenece al Banco...
Oficial (que se huele que ella sabe algo, le dice con énfasis). Si escucha que alguien en este sector lo ha encontrado, por favor dígale que se dirija al
Banco Estatal... Son billetes muy viejos, sin valor. Los llevábamos para su destrucción, tuvimos un percance mecánico y alguien sacó uno de los
paquetes de nuestro carro. Nos informaron que vieron a la persona dejarlo en este teléfono... probablemente al sacarlos y descubrir la verdad
sencillamente los dejó allí y se fue...
Cecilia (desencantada). Ah ya entiendo... sí, sí... Si yo escucho algo les informo, está bien.
(Mario termina su llamada a la pizzería y se acerca un tanto nervioso hasta donde están ellos)
Mario. Hay algún problema Señor oficial, nosotros eh,.. bueno, solo cantamos una canción más y nos vamos...
Oficial (muestra su credencial). Tranquilo, no soy oficial de policía. Soy oficial de Seguridad del Banco Estatal y le decía a la señorita que tuvimos un
percance y nos sacaron un paquete de billetes que después alguien dejó en este teléfono...
Oficial (haciendo énfasis porque sospecha de ellos). Sí, sí, ya me lo dijo la señorita... Solo estaba aclarándole a ella que se trata de billetes sin valor,
billetes viejos, que transportábamos para ser destruidos, son iguales a este (saca uno). Ve, en la parte de abajo tienen una inscripción... léala usted
mismo...
Oficial. Aquí dice: "Billetes vencidos, sin valor". Por favor si escuchan que alguien en este sector los ha encontrado, pídanle que se dirija al Banco
Estatal, ¿de acuerdo?
(Cecilia se acerca a Mario y lo codea con la intención que devuelva el paquete, lo saca de su bolso o cartera y se lo pone en las manos a Mario.)
Mario (con un dolor intenso le extendiéndole el paquete al oficial). Por favor señor oficial, tome, arránqueme este sueño de las manos. Antes que me
vuelva loco.
(Mario inicia una caminata lenta hacia el banco de la estación, cae derrumbado, está a punto de brotar el llanto de sus ojos y dice con sorna.)
Mario. De por sí esos billetes estaban viejos y olían muy feo. (Sonríe.)
Cecilia. Mario nuestra fortuna somos nosotros mismos... vos sos mi tesoro y yo tu tesorito (se abrazan profundamente, pausa.)
(Cecilia inicia una melodía con su acordeón esperando a Mario. El lentamente toma su rol acostumbrado, se coloca los implementos para bailar, se
da cuenta que tiró los zapatos. Cecilia detiene la música para que él hable.)
Mario. Si alguien se encuentra unos zapatos por allí tirados, eh... son míos. Y también un reloj... tiene una M de Mario en la fajita...
(Ella continúa con la melodía y en ese instante ingresa al escenario un hombre con casco que trae en una mano la factura y en la otra tres cajas
grandes de pizza.)
Aquí nadie tiene cara de haber pedido pizza, seguro se equivocaron (le habla a ellos) siempre se equivocan, es que por apurados, no copian bien las
direcciones y después el cliente me echa la culpa a mí.
(Mario y Cecilia se miran y ella retoma la melodía guapachosa, cantan y bailan mecánicamente; al final de esto él vuelve con su estribillo de siempre:
Mario. Muy bien, muchas gracias, muchas gracias por sus aplausos pero no solo de aplausos viven los artistas sino de su generosa colaboración.
Recibimos dólares, billetes, monedas, anillos... Colabore con los artistas nacionales, cantamos salsa, cumbia, ranchera, bolero, ballenato, mambo,
baladas románticas y rock... No se vaya sin su colaboración”.
Mientras va diciendo esto se pierde nuevamente en el recuerdo con un movimiento de luz.)
Cecilia. Mario, Mario... no te vayás, Mario, tengo algo para vos... es un reloj bonito. La señorita de la tienda me lo escogió, dice que es muy elegante,
claro, no es de oro, ni sus agujas son de plata, tampoco tiene un diamante en el centro del tiempo, pero es el más bonito del mundo porque te lo compré
yo...
Cecilia. Adiós Mario...creo que no voy a volver más a la estación, la artritis me está matando y además ya conseguí otra chambita en la escuela de
Maiquel, voy a dar clases de música... así que no creo que vuelva por aquí... solo vine a dejarte el reloj y a despedirme ...
(Finalmente sin palabras él se va de sus brazos lentamente, ella queda abrazada a sí misma, luego de una pausa toma el acordeón (la guitarra) y
canta mientras la figura de Mario se aleja hasta perderse nuevamente en el fondo de la escena.)
Personajes
Elisa
Alberto
Severino
En la terminal, luz de tarde de verano. Por un costado entra corriendo Elisa, es una mujer que trae puesto su vestido de novia. Toda ella: peinado,
maquillaje y accesorios denotan que se encaminaba hacia el altar. Se dirige a la banca y se sienta colocando su cabeza entre las manos.
Nuevamente la bocina.
(Pausa)
La toma por el brazo imaginando que todo es una broma y la intenta llevar consigo... ella se suelta de su mano con cierta violencia.
Elisa (sin levantar la cabeza). No sé qué me pasa... déjame sola, Alberto, por favor.
Alberto. Elisa, ¿te sentís bien? Te duele algo... la cabeza... el estómago... yo tengo algunos medicamentos en el carro. Podemos ir a una farmacia...
pero por favor decime qué es lo qué te está pasando.
Alberto (retirándose un poco, pausa incómoda). Bueno yo sé que en esto de las bodas siempre hay algo de nerviosismo... claro... uno no se casa
todos los días... yo mismo me siento un poco nervioso... Ayer en la joyería, cuando estábamos escogiendo los anillos, me agarró un temblor en las
manos, ¿te acordás? Yo te dije que era el frío, pero no, eran los nervios...
Elisa (lo interrumpe muy segura). Tampoco es cuestión de nervios… ¿Querés dejarme respirar tranquila un momento?
Alberto (desesperado, mira su reloj). ¿Respirar un momento? Elisa todo el mundo está esperándonos, la iglesia está llena, nos casamos hoy (con
énfasis)... ¡dentro de media hora!
Alberto. Elisa, por favor ahora no, después de la boda, te prometo que te dejo en paz todos los minutos que te dé la gana, pero ahora no. Vamos Elisa,
por favor (la toma de un brazo nuevamente intentando levantarla a la fuerza).
(Pausa muy incómoda. Él se retira un poco, saca un chicle y se lo lleva a la boca, o se come las uñas o juega con un llavero, sin quitarle la mirada a
ella.)
Alberto. A ver si entiendo... Elisa y Alberto se aman profundamente, se comprometen en matrimonio, fijan la fecha de la boda, realizan los
preparativos. Y esa fecha tan esperada llega. Y cuando se dirigen al templo y pasan por la terminal... Elisa decide bajarse y sin ninguna explicación se
niega a volver al carro... ¿Hasta allí vamos bien?
Alberto. Elisa por favor, decime que todo esto es una broma. ¿No te estarás arrepintiendo? Eso solo se ve en las telenovelas mejicanas... vos no me
vas a dejar plantado, ¿verdad?
Elisa (mirando a Alberto a los ojos). Alberto, no sé qué me pasa, pero no quiero seguir.
Alberto. Elisa, mirame bien a los ojos. Dentro de media hora vas a ser mi esposa, ¿cómo que no querés seguir?
Alberto. ¿Qué?
Alberto. No me hablés en difícil, Elisa. Yo soy una persona práctica, ¿qué es lo que estás diciendo?
Alberto. ¿Cómo?
Alberto. -Elisa... ¿te das cuenta de lo que estás diciendo, y en el momento en que lo estás diciendo?
Elisa. ¡Sí!
Alberto (herido en su amor propio). ¿Por qué no lo dijiste antes? Esta fue una decisión que tomamos los dos mi amor, ¿o me equivoco? (Elisa
asiente.) Elisa, mi amor... si no estabas segura de tus sentimientos, ¿por qué dejaste que las cosas llegaran hasta este punto?
Alberto. "Yo te amo"," yo te amo"... ¿Qué clase de amor es ese que cambia de la noche a la mañana y le dispara al corazón del otro sin previo aviso?
Elisa. Aunque no me lo creás, yo te amo... pero creo que amo más mis sueños.
Alberto. No te entiendo Elisa, no te entiendo... qué carajos salió mal. ¿Por qué me haces esto ahora? No te das cuenta de la vergüenza que voy a pasar
delante de todos los invitados (se imita a si mismo) "... Este... vieran que Elisa... eh, se bajó en la estación y bueno yo vine a decirles... que ya no hay
boda... que pueden irse para la casa... ¡Muchas gracias! (Se quita el saco.) Por favor Elisa, seamos razonables.
Elisa. Entendeme, yo quiero casarme con vos, pero hay algo más fuerte en mí que me grita por dentro. Vas a perder tus sueños, Elisa. ¡Vas a perder
tus sueños!
Alberto. ¿Por qué decís tus sueños? Siempre pensé que a partir de hoy serían nuestros sueños.
Elisa. Alberto... Ustedes los hombres le ponen poco cuidado a ciertos detalles que para nosotras son muy importantes. Hace algunos meses, no sé si te
acordás, teníamos un "cajón" entre las 2 y las 4 de la tarde y fuimos al cafecito de siempre, conversamos largo rato sobre nuestros sueños y yo te
comenté de mi trabajo en la comunidad de Villa Jilguero cuando fui maestra voluntaria en ese lugar.
Elisa. No, no recordás nada porque no era importante para vos. La conversación siguió, vos desviaste el tema, tal vez inconscientemente, pero yo lo
retomé y abrí mi corazón y te dije que lo que más deseaba en la vida era volver. Pero vos le diste tan poca importancia.
Alberto. Perdóname, Elisa, si en ese momento no te escuché, pero, no todo está perdido. Tal vez más adelante podamos hacer un viaje juntos a Villa
Jilguero, ¿por qué no?
Elisa. Alberto yo quiero volver pero para trabajar. ¡Vámonos juntos! Vos trabajás como médico y yo como maestra... ¡vámonos!
Alberto (evadiéndola). Elisa, sos demasiado impulsiva. No podemos el día de nuestra boda salir corriendo a perseguir nuestros sueños.
Alberto (levantando el tono). ¡Porque no! Porque las personas ya no son así, el mundo cambió, evolucionó, esas filosofías redentoras son cosa del
pasado. Idealizar al indígena, al campesino y al pobre es una tontera que no sirve para nada.
Elisa. Alberto, hasta ahora te empiezo a conocer. Porque ese día en el café no hablaste así...
Elisa. ¿Querés que te diga por qué? Porque estabas demasiado preocupado en conquistarme... (cambia) Y lo conseguiste fácilmente... casi sin
palabras…
Elisa. No seas así... yo te amo (le da un beso tierno)… me gustas mucho. Lo que pasa es que pensamos y queremos cosas distintas... yo quiero
avanzar en esa dirección con vos (señala un extremo) y vos querés avanzar en aquella dirección conmigo.
Alberto (entre broma y serio). ¿Por qué entre todas las mujeres me tenía que tocar a mí una que cree en las utopías? ¿Por qué? (Ríe)
Elisa. Hacerle bien al prójimo no es una utopía Alberto, es una obligación... ¡Vámonos, vámonos a Villa Jilguero, allá nos necesitan más!
Alberto. No puedo, Elisa... no me nace, de verdad. No está en mis planes, mis planes son como los de cualquier persona: ejercer mi profesión
honradamente, tener mi casa, hijos, una esposa, un carro... lo de todo el mundo... Yo le pido poco a la vida (pausa incómoda)... Mira la hora que es...
la gente en el templo debe estar ya preocupada. Voy un momento al carro a llamar para que no se preocupen, ya vuelvo.
(Ella se levanta y camina por la estación. Una música campesina ejecutada con mandolina se escucha de fondo, la luz cambia. Don Severino, un
viejo campesino aparece desde la "zona de los sueños" y se dirige a Elisa, se quita el sombrero de lona para hablar con ella.)
Severino. Niña Elisa, pues viera que tuvimos una reunión los de la junta de Padres de la Escuela y bueno... yo venía a ofrecerle un campito que
tenemos allá en la parte de atrás de la casa de nosotros... Ya lo hablé con Manuela y a ella le pareció bien, es el cuartito que dejó mi'jo mayor, está
limpio no vaya usted a creer...
Severino. Es que viera que ya nos da pena que siga uste' durmiendo en la dirección... la verda' es que los chacalines la estiman mucho y bueno es una
manera de agradece'le todo su es'juerzo...
Severino. Aquí tiene las llaves (ella las toma). Que conste que es un lugar muy sencillo, tal vez uste' allá en San José viva con más comodidades
pero...
Elisa. No, no piense en eso... Yo estoy feliz de que me reciban en su casa, para mí va a ser un honor. Y muchas gracias por la confianza.
Severino. De nada... bueno... eso era todo niña Elisa... eh... hasta luego...
(Severino se desaparece por donde entró, la música también cesa y la luz cambia nuevamente.)
Elisa (como si no lo escuchara). Un día cualquiera de esta misma estación salí rumbo a Villa Jilguero, han pasado seis años desde que les prometí
volver. Voy a terminar mis estudios -les dije-, cuando sea una profesional regreso. Ya tengo el título, ya soy una profesional y tal parece que no voy a
cumplir mi promesa.
Elisa (igual). Bienvenida Elisa al club de los mentirosos, de los que hoy dicen una cosa y mañana otra, de los que cambian sus ideales por una vajilla
de plata.
Elisa. Yo tomé mi decisión. Por favor traeme mi maleta, quiero cambiarme esta ropa.
Alberto (mientras la ayuda a cambiarse). Sabes lo que pienso Elisa... que sos una ingenua; no te das cuenta que el cuentito del bien común, la
reforma agraria y la igualdad son solo palabrería. El socialismo está muerto por si no lo sabías... ¡todo era una farsa! Y los jóvenes del mundo
aplaudíamos a esos grandes cómicos.
Alberto. Date cuenta que las estatuas cayeron. El mundo ya no necesita "revolucionarios" (pausa) Yo también fui uno de esos, yo también quería
cambiar el mundo. Pero con el tiempo me di cuenta que lo mejor que podemos hacer por los demás es tratar de ser feliz sin molestar a nadie...
(En la acción de cambiarse se denota el cariño que se tienen ambos a pesar de que piensan distinto.)
Alberto. ¿Pero qué tiene de malo mi mundo? ¿Por qué ustedes los idealistas ven a los demás por encima del hombro? No soy un monstruo, Elisa;
anhelar una vida mejor no es un mal sueño. Es más, mi trabajo de médico es un trabajo que me permite hacer el bien. ¿Qué diferencia hay entre los
campesinos de Villa Jilguero y una persona humilde de la capital?
Elisa. Ninguna... tenés razón... Y ojalá dentro de cinco años sigás pensando lo mismo. Para que no haya una sola persona sin acceso a la educación, la
salud, la cultura...
Elisa (un tanto molesta). No, Alberto, yo no pretendo cambiar el mundo, ni tampoco quiero jugar de heroína. No, no creas que yo soy tan ingenua de
pensar que Villa Jilguero no va a caer en la modernidad y entonces me van a hacer un monumento. Es más, creo que muchas de las niñas y jovencitos
que me pidieron que regrese, con el tiempo se convertirán en personas que sueñen con salir corriendo de allí para convertirse en altos ejecutivos de la
ciudad.
Elisa. Porque soy yo la que necesita volver, no lo hago por ellos Alberto, lo hago por mí.
Elisa. Alberto, hace unos años sí queríamos cambiar el mundo, a esa edad todo era cierto. Gritábamos de verdad, luchábamos de verdad,
soñábamos de verdad.
Las muchachas y muchachos del colegio participábamos en cuanta manifestación se hacía: revolución en Nicaragua, paz en El salvador, no a la
contaminación, los desaparecidos, tierra para el campesino... todo lo que atentaba contra el ser humano y su dignidad era nuestra bandera. El mundo
nos parecía una olla de injusticias. Y allí estábamos nosotros gritando, pataleando, soñando con cambiarlo.
Elisa. Tal vez desapareció el circo, pero el mundo sigue siendo la misma olla de injusticia y no hay quien levante carpas.
Elisa. Entonces dejemos las cosas como están, ¿verdad? ¿Para qué alborotar las utopías? Vámonos a trabajar, comer, dormir, divertir, hacer hijos y
estos hijos vuelta a trabajar, comer, dormir, y divertir. Vengan los bautizos, graduaciones, bodas funerales... y otra vez se repite el ciclo interminable
hasta el final de nuestros días... Siempre lo mismo, lo mismo, lo mismo... Y nuestros sueños de un mundo mejor, Alberto, ¿dónde están nuestros
sueños, adónde los dejamos, adónde los enterramos, carajo?
Fuera de escena se escuchan bocinas de autos .Voces que los llaman, con urgencia. Alberto se levanta y decide ir hacia ellos.
Alberto. Allí están... nuestras familias, vienen por nosotros... (con un hilo de esperanza) entonces no hay boda... ¿estás segura?
Pausa incómoda entre ellos Alberto se aleja de ella lentamente lo escucha hablar con los familiares. Los sonidos de afuera se calman... acto seguido
escuchamos los autos que se marchan. Elisa se queda sola. Piensa que Alberto se fue con ellos.
Don Severino. Venía a deja'le esta bolsa e' frijoles nuevos que a usté tanto le gustan, pa' que los cocine cuando llegue a San José...
Don Severino. Así se acuerda de nosotros y le agarran ganas de volver... aunque sea por los frijolitos... (Elisa se ríe) Viera que yo también recuerdo
los lugares por la panza (ríe). Manuela me dice a veces: "-¿Te acordás de aquel lugar... aquel que queda por el bajo e' los Rodríguez?" "-No, no me
acuerdo -le digo yo-"
"-Aquel lugar 'onde comimos pejibayes rayados!"..."- ¡Ah, claro!, ahora sí me acuerdo". (Riendo) Y entonces Manuela me dice "¿Ya te acordaste?
Ves... es que vos tenés la memoria en la barriga".
Elisa (sonríe y luego cambia). Oiga, a propósito de estómago, cómo siguió su chacalincita después del susto aquel con el herbicida que se tomó?
Don Severino. Ah de lo más bien... Yo siempre le digo a Manuela que fue gracias a usté que esa güila se salvó. Es que aquí cerquita no hay doctor y
mientras llegábamos al centro, la güila se nos hubiera muerto. Por dicha usté sabe leer inglés y conoce algo de medicina. De ónde aprendió usté todo
eso?
Elisa. Tengo un novio que va ser médico y estudiamos juntos, algo se le pega a una.
Don Severino. Oiga niña Elisa, por qué cuando usté vuelva no se lo trae también a él. De por si allá en San José deben haber muchos doctores y aquí
hace mucha falta uno.
Elisa. Ya veremos don Severino, ya veremos más adelante... por ahora lo que yo quiero es terminar mi carrera y volver.
Don Severino. Pues nosotros estamos felicísimos de que vuelva. Bueno... ya me voy, si quiere le dejo los frijolitos nuevos ahí en la cocina.
Don Severino. ¡Hasta luego, niña Elisa! (Le extiende la mano, ella le da la suya)
Don Severino sale por donde entró, la luz cambia, cesa la música. En ese momento se queda por un momento sola contemplando la zona de los
sueños.
Llega por detrás Alberto que se ha quitado su saco y se lo coloca a ella en los hombros. Se abrazan.
Alberto. Porque te necesito, porque puse todas mis ilusiones en lo nuestro. Porque creí en vos... porque ahora no tengo adónde ir.
Alberto. Lo que hacen todas las parejas que no se entienden... decirse adiós.
Elisa. ¿Por qué las cosas tienen que ser así a veces? ¿Por qué?
Alberto. Sabés una cosa, Elisa... en el fondo te admiro, pero yo no podría irme con vos, no tengo tu temperamento. Somos tan
distintos.
Elisa. Sí.
Elisa. Yo también.
Alberto (muy sincero). Pero lo mío es diferente... me ha costado tanto llegar adonde estoy que no pienso arriesgar nada. ¿Me entendés?
Elisa. Te entiendo.
Alberto. No tengo las agallas para emprender algo que desconozco... Soy un hombre que busca seguridades: un consultorio, una casa, un carro, una
esposa. Yo no veo nada de malo en eso.
Alberto. Claro que hay algo más, quiero ser el mejor médico de mi generación. Quiero una especialidad en el extranjero, nuevas metas, nuevos retos.
Quiero una vida decente, quiero comodidad. Y no creo ser un monstruo capitalista por desear todas esas cosas, ¿o sí?
Elisa. ¡Nadie ha dicho eso!
Elisa. En el prójimo... en que la vida es tan corta que no podemos pasar por este mundo pensando solo en nosotros mismos. Estamos
construyendo un mundo de egoístas. Cada uno en su propio nicho, metido en su capullo personal.
Alberto. Puede que tengas razón... Es más, yo sé que tenés razón. Pero esas cosas yo no las puedo cambiar, son así. Este es el mundo que nos tocó
vivir.
Elisa. ¿Hacia dónde va este mundo que nos tocó vivir Alberto?
Elisa. Yo pienso que los seres humanos del 2000 seguirán conquistando el universo, los mares, las estrellas; pero se alejarán cada vez más de
conquistar su propio corazón.
Jesús, el hijo de Dios, caminó por esta tierra para enseñarnos el amor y no aprendimos. Somos tan jupones que no aprendimos. ¿Cómo es posible que
una mujer menudita que recogía personas en los basureros de la India, siga siendo la excepción y no la regla? ¿Cuántos libros se han escrito sobre el
amor? Y el amor aún no gobierna el mundo.
Los seres humanos de hoy solo piensan en el progreso y en el poder... ¿Poder para aplastar a quién? ¿Progreso para llegar a dónde?
Don Severino, que saca los frijoles por caminos intransitables todavía está esperando ese progreso. Los niños del África, los que tienen hambre, no
entienden de razones, solo quieren pan y el Poder sigue sin atenderlos.
Los jóvenes del mundo se matan entre ellos para defender a sus países progresistas y poderosos. Y mientras los ricos progresan, los pobres regresan.
¡Me da asco ese modelo!
Vámonos de aquí Alberto, bajémonos del mundo ahora que estamos a tiempo.
Elisa comienza a levantarse y a preparar sus cosas para irse. Toma la maleta, de una cartera de mano saca las llaves que le diera don Severino se
adelanta hacia un lugar como quien mira venir un bus…
Alberto. No, no puedo... de este lado está mi mundo. Aquí está mi conquista.
Elisa. Yo siento que lo que tengo que hacer, lo debo hacer ahora, no mañana, porque tal vez mañana ya no esté.
Alberto. ¿Entonces te vas? Obviamente yo no estoy en tus planes. ¿No soy tu prójimo?
Elisa. Claro que sí... vámonos, allá te prometo que nos casamos. Y entonces serás mi prójimo.
El sonido de un bus que se acerca acelera el pulso de los enamorados. Una luz fuerte empieza a invadir la escena. Ella le hace señas para que se
detenga. Alberto se queda congelado, ella avanza hasta él y con todo cariño le devuelve el saco que él le prestó... él por supuesto no se lo recibe sino
que se lo vuelve a poner.
Alberto. Adiós, Elisa, y ojalá que gente como vos puedan transformar el mundo.
Elisa. Gracias, Alberto, pero no pretendo transformar el mundo, tan solo quiero cambiar yo, que soy un pedacito del mundo.
El sonido del bus se acerca cada vez más, la luz cambia y es ahora más intensa, ella corre hacia la zona del sueño.
Alberto camina unos pasos hacia esa dirección y se detiene. Se despide de Elisa. El sonido del bus se pierde y se combina con una música mientras
llegamos al apagón.
Única mirando al mar
Más por la vieja costumbre que por cualquier principio ordenador del mundo, el sol comenzó a salir agarrado del filo de la colina, como en un
último esfuerzo de montañista pendiendo sobre el abismo de la noche anterior.
El bostezo imperceptible de las moscas y el estirón de alas de la flota de zopilotes, no significaron novedad alguna para los buzos de la madrugada.
Entre la llovizna persistente y los vapores de aquel mar sin devenir, los últimos camiones, ahora vacíos, se alejaban para comenzar otro día de
recolección. Los buzos habían extraído varios cargamentos importantes de las profundidades de su mar muerto y antes de que los del turno del día
llegaran a sumar sus brazadas, se apuraban a seleccionar sus presas para la venta en las distintas recicladoras de latas, botellas y papel, o en las
fundidoras de metales más pesados.
Los buzos diurnos comenzaban a desperezarse, a abrir las puertas de sus tugurios edificados en los precarios de las playas reventadas del mar de los
peces de aluminio reciclable. Los que vivían más lejos, se preparaban para subir la cuesta de arcilla fosilizada que contenía desde hacía ya veinte años
el paradero de la mala conciencia de la ciudad.
Como fue al principio, y no pararía hasta el apocalíptico instante de su cierre, a eso de las seis de la mañana los lepidópteros gigantes esperaban a
sus operarios para comenzar a amontonar las ochocientas toneladas de basura que la ciudad desecha diariamente; como fue al principio, los operarios
de los tractores se calentaban primero con un café con leche que servían de una botella de coca cola envuelta en una bolsa de cartón. Después, a bordo
de sus máquinas, emprendían la subida.
Salvo el descanso del almuerzo y el del café de la tarde, todo el día removían y amontonaban basura, como una marea artificial, de oeste a
este, de adelante hacia atrás con la vista fija en las palas, mientras las poderosas orugas vencían los espolones de plástico de las nuevas cargas que
depositaban los camiones recolectores; de adelante hacia atrás, todo el día, como herederos del castigo de Sísifo sin haber ofendido a los dioses con
ninguna astucia particular.
A las ocho de la mañana el sol ya alumbraba precariamente la podredumbre de algún octubre ahogado entre los nueve meses de lluvia
anuales de la Suiza Centroamericana.
El Bacán, con sus cuatro o cinco años, esperaba sentado sobre los restos mortales de una cocina, encallados ahí desde hacía tanto tiempo
que ya era casi inimaginable el basurero de Río Azul sin ellos. No muy lejos, los buzos trabajaban con el único horario posible en ese lugar: el flujo y
reflujo de los camiones recolectores.
Mujeres de edades indescifrables a menudo, hombres y niños sin edad alguna rumiaban lo que la cuidad había dado ya por inservible, en
busca de lo que el azar también hubiera tirado al basurero.
El Bacán esperaba aperezado en su cocina usual vigilando de cuando en cuando a una de las mujeres, tratando de distinguirla entre las
demás compañeras de buceo; cada vez que se percataba, espantaba las moscas de su cara y sus brazos, mientras jugaba con un juguete hallado ahí
mismo no hacía mucho tiempo, su juguete nuevo.
Algo brilló un instante entre lo negro de la basura e hizo que el niño dejara su lugar privilegiado y se internara un poco entre los desechos.
El niño perdió de vista el resplandor, por lo que tuvo que devolverse caminando hacia atrás hasta encontrarlo nuevamente. En ese juego estuvo largo
rato, hasta que logró seguir el brillo fugaz que lo llevó hasta un objeto medio enterrado en la basura. Lo tomó por donde pudo y tiró de él. Algo casi
redondo salió de entre la basura y se fue pareciendo a una manzana conforme El Bacán lo frotaba contra su camiseta. Era una manzana dorada, con
una inscripción: “Paaaa-rr-ra llla mmmmás belllllla”, “Para la más bella” leyó el niño comprendiendo a duras penas la frase.
La escondió bajo su ropa y regresó a su lugar. Pasó un par de horas repitiéndose la frase en voz alta sin que la belleza como concepto acabara de
cuajar en su mente. Aquella frase no tenía ningún sentido posible más allá de unas cuantas palabras de las que usaba sueltas en su lenguaje cotidiano.
El niño se puso de pie guardando el equilibrio sobre sus piernas flacas, se afirmó lo mejor que pudo y lanzó la manzana hacia la basura de donde
había salido. Como aspirada en un bostezo de la tierra, la manzana se hundió con su vocación frustrada.
La mujer que el niño esperaba, vio de lejos la escena y dejó su búsqueda para correr hacia el lugar donde creía haber visto caer el objeto dorado;
pero ni su mejor esfuerzo, ni su vasta experiencia en el buceo de profundidad sirvieron para recuperar la cosa. Volvió la cara hacia el niño y lo miró
con las cejas y los labios arqueados, como si aquel hecho intrascendente hubiera tensado en su rostro el arco de su desesperanza. El Bacán
correspondió el gesto añadiéndole un subir y bajar de hombros que terminó de aclarar a la mujer que ni tirando al tiempo hacia atrás de los cabellos de
la nuca podría saber de qué se trataba aquello que el niño había menospreciado sin criterio.
El niño, de inteligencia precoz, y Única Oconitrillo, maestra agregada, pensionada a la fuerza a sus cuarenta y pico de años, por esa costumbre que
tiene la gente de botar lo que aún podría servir largo tiempo, formaban un binomio indisoluble. Ella le enseñó a hablar, y él le imprimió un sentido a
su vida.
A alturas de sus presumibles cuatro años, ya Única le había enseñado a leer, y no le permitió bucear hasta casi sus diez años, cuando se percató de
que hacía tiempo ya, El Bacán buceaba a sus espaldas en busca exclusivamente cualquier cosa que leer, de octubre en octubre, o de nada en nada, entre
las coordenadas de un tiempo, que de puro estar tirado ahí, también se venía pudriendo en vida, pasando vertiginosamente despacio, o lentamente
apresurado, como abstrayendo a sus usuarios de la milenaria tradición de sentir que se le va a uno la vida entre las fauces de lo irremediable.
La luz del mediodía se filtró en las pestañas escasas de un viejo, y una figura difícil de determinar le dirigía palabras que comprendía. El viejo se
atrevió a abrir más sus ojos para dar cabida a la figura que se agitaba enfrente. Un pedazo de cartón le abanicaba precariamente la cara; unido al
cartón, la mano que lo agitaba parecía sostener a la vez que él, que se empeñaba en hacerle sombra y librarlo de las moscas que ya se lo disputaban en
medio de su alegato ininterrumpible de zumbidos. –Mucho gusto, Única Oconitrillo para servirle.
El hombre se incorporó y miró a la mujer. Él tenía esa cara de asombro de quien se ha dado por muerto y de pronto, sin previo aviso, se despierta
para comprobar que aún no le había sido dado el beneficio de la muerte.
-Llevo por lo menos dos horas aquí sentada cuidando que no se lo almuercen las moscas ni los zopilotes, señor.
Al hombre aún se le hacía difícil entender las palabras; estaba quemado por el sol y confundía lo humores fétidos del basurero con un ruido dentro
de su cabeza. Única Oconitrillo le ayudó a levantarse y lo condujo hasta su tugurio, donde le ayudó también a despojarse de un poco de ropa de más
que andaba encima y a bajarse poco a poco la fiebre para que sobreviviera en aquel Más Allá donde la muerte, por lo general prematura, acumula todo
lo que la ciudad desecha.
Varias horas después, el hombre se sentía físicamente mejor. Única lo había cuidado casi todo el día, descuidando así sus labores de
biorrecicladora; pero el hombre aún no hablaba, y no habló en los dos días siguientes, en los que se limitó a sentarse a la puerta del tugurio a
contemplar los movimientos del basurero.
-O me dice usted por lo menos cómo se llama, o yo no me hago más cargo de usted...
Logró atacar la mirada del hombre y no pudo evitar un sobrecogimiento al verlo a los lejos.
El hombre recordó su nombre y lo retuvo en su mente solo un momento. Ese nombre ahora era el nombre de otro; sobre él había perdido ese
nombre todas sus funciones clasificatorias capaces de distinguirlo de los demás costarricenses. Su número de cédula también bailó una danza de
payasos con el número de su calle y el color de su casa, antes de hundirse para siempre en el basurero de su nostalgia.
A cambio de tantas atenciones brindadas por la mujer buzo, el viejo trabajó durante unos momentos en la fabricación de un nombre nuevo que se
ajustara a lo que estaba comenzando a ser. De lo más oscuro de su mente, y en analogía evidente con el basurero, el hombre elaboró un nombre
extraño y grotesco para alguien que en otro tiempo se había reconocido en su rúbrica, y en sus apellidos había reconocido por lo menos durante sesenta
y seis años su ascendencia familiar, pero que a Única Oconitrillo, por el contrario, no pareció irritar en lo más mínimo. El viejo se incorporó, respiró
el omnipresente aliento fétido del basurero y dijo:
-Señora, me puede usted llamar Momboñombo Moñagallo, y si le intriga saber qué diablos estaba haciendo yo ahí tirado el jueves pasado, también
se lo voy a decir. Señora, yo estaba ahí tirado entre la basura porque el jueves pasado, a eso de las siete de la mañana, a la hora que pasa el camión
recolector, tomé la determinación de botarme a la basura. Me levanté de madrugada, acomodé todo en su lugar, ojeé por última vez las viejas
fotografías de mi familia, le abrí la puerta de la jaula al canario, cerré mi casa, y ¡listo!, me boté al basurero. Me monté por mis propios pies al camión
de la basura, y debía estar ya tan resuelto a ello que los señores recolectores ni me sintieron extraño; me trajeron hasta aquí y supongo que la
hediondez del sitio sumada a mi estómago en ayunas dieron conmigo en el estado lamentable del que usted tan gentilmente me recogió.
Única Oconitrillo lo miraba largamente con un gesto bobalicón, sosteniéndose la mitad de la cara en la palma de la mano y al rato un “¡adió!” se le
salió solo de la boca.
-¡Eso es lo que yo siempre he dicho, siempre; vea por ejemplo, este hombre está bueno, ¡ah!, pero no, el desperdicio es tal que se tira a la basura
cuando todavía se le puede sacar el jugo un buen rato más!...
Y siguió moliendo palabras entre sus dientes postizos hasta que Momboñombo Moñagallo la interrumpió para preguntarle si tendría por ahí una
taza de café que le pudiera ofrecer.
El Bacán, que había seguido de cerca la recuperación del hombre; realmente se alegró cuando supo su nombre y que hablaba; se alegró sobre todo
porque el Oso Carmuco ya venía con los Santos Óleos a la casa de Única.
Momboñombo Moñagallo vio en la entrada del tugurio a un hombre vestido de sotana púrpura, con la Biblia bajo el brazo y unos frasquitos de
vidrio en la mano. Única lo tranquilizó; despidió al Oso Carmuco y le explicó a su huésped de quién se trataba. El Oso Carmuco era un buzo más de
los de abordo, pero un día se encontró entre los desperdicios una sotana púrpura en más o menos buen estado. Guardó la prenda en su tugurio hasta el
día que se encontró a El bacán leyendo una Biblia que también había ido a parar ahí, y lo interpretó como una señal. Se vistió con la sotana, tomó la
Biblia y se ordenó sacerdote.
Ahora Momboñombo era el del gesto bobalicón en su cara. Vio cómo se alejaba el Oso Carmuco hacia el mar de las gaviotas negras y pensó en la
ironía de que hasta Dios botara en aquel sitio lo que ya no le servía.
-Este es El Bacán, mi chiquito, le dijo Única. Momboñombo miró al joven y le calculó alrededor de veinte años. Era alto, flaco, de tez blanca
ennegrecida por el sol y los vapores del basurero, de ojos verde oscuro, barba negra y una mirada a la vez dulce y preocupante en su gesto. El Bacán
no era hijo de Única, ella lo había recogido, o más bien, se lo había encontrado ahí en el basurero hacía dieciocho años.
-Yo estaba sentada almorzándome una pizza fresquita que llego en el camión de las once...
Única guardó la pizza en la bolsa del delantal que era parte de su indumentaria y corrió hacia el niño. Andaba solo y con tal aspecto de tranquilidad
que Única no pudo creer que nadie lo estuviera cuidando. Lo tomó en brazos y le preguntó su nombre... el niño no hablaba aún pero le respondió
“Bacán, Bacán”; y cuando le pregunto su edad, él le mostró dos deditos de su mano; desde entonces fue el hijo de Única, su único hijo, el niño que
nadie supo cómo llegó al basurero y nadie reclamó nunca.
Momboñombo Moñagallo vio que el niño se había convertido inmediatamente en el sentido de la vida de Única Oconitrillo, aquella mujer que fue
maestra agregada, es decir, de las que ejercieron sin título y que después de jubilada, la vida la llevó poco a poco al gran botadero de basura de la
ciudad de San José, ubicado al sur en un barrio que como ironía del destino, llevaba por nombre Río Azul.
Si alguna vez hubo un río en ese lugar y si fue azul, de ello solo quedaba el mar muerto de mareas provocadas por los dos tractores que
acomodaban de sol a sol las ochocientas toneladas diarias de basura que desecha la ciudad.
Desde lejos, no tan lejos, se veía la colina que contenía en sus entrañas desgarradas a cielo abierto el basurero. Al pie de la colina de tierra
arcillosa, el acceso al basurero estaba restringido por una malla metálica que lo separaba de las vecindades rioazuleñas. La escuela del pueblo
colindaba también con la malla que no protegía del hedor fétido del botadero, el cual era la atmósfera pegajosa que respiraba el pueblo entero y que
respiraría para siempre aún después de clausurado el basurero, porque la sopa de los caldos añejos de toneladas de basura aplastando a toneladas de
basura venía derramándose por el subsuelo desde el día de su inauguración, igual que una marea negra desbordada entre las grietas del cuerpo ulcerado
de la tierra.
Hacia la noche, algunos buzos se recogían en el ranchito de Única a comer. Cada uno aportaba algo según su costumbre y Única lo administraba
maternalmente.
Momboñombo aún tenía dificultades para comer, pero la convicción de ser ahora uno de ellos lo disciplinó poco a poco a no vomitar después de
cada bocado.
Única se lo había presentado a la comunidad de los buzos, en un acto que se había celebrado en medio de una gran indiferencia. Algunos lo
saludaban desde entonces sin alzar la mirada, más preocupados por sus raciones que por el recién llegado. Unos buzos preferían comer con la mano,
los demás comían con cubiertos que Única les repartía al inicio de la cena y los recogía al final.
-Aquí llega de todo, don Momboñombo. Yo sola he ido recogiendo las cucharas, los tenedores, los cuchillos, los platos, todo, todo.
-La mesa se pone cuando se pone el sol y nosotros ponemos en la mesa lo que la gente dispone de sus casas. ¿Verdad que se dice así, don
Momboñombo? Porque yo he leído que se dice deponer, pero yo creo que está mal, que se debe decir disponer. Uno pone algo, y lo dispone cuando lo
quita, entonces lo que traen los camiones aquí al basurero es lo que la gente dispone de sus casas; pero si se dice depone, entonces sí se puede decir
que nosotros ponemos en la mesa lo que la gente depone en sus casas...
Momboñombo Moñagallo escuchaba al niño en silencio, solo asintiendo con un gesto. Eso era lo que hasta entonces le había parecido extraño en
él. El Bacán era aniñado, un zapato anaranjado en un pie y otro azul en el otro, los movimientos de sus manos, su mirada tierna... ¡El Bacán era un
niño!
Única le había enseñado a leer aprovechando su precocidad; a sus cuatro años ya leía y se le desató una pasión por la lectura que muy pronto se
volvió incontrolable. El único problema fue que pronto Única no pudo explicarle el significado de los cientos de palabras que aprendía leyendo todo
lo que cayera en sus manos, desde los periódicos que la gente desecha apenas las noticias han alcanzado el nivel de putrefacción de sus editoriales,
hasta las revistas porno pasadas de moda, los manuales de los electrodomésticos, los libros viejos, en fin, todo lo legible que cayera al basurero. El
léxico de El Bacán estaba lleno de palabras tan incomprensibles para los buzos como para él mismo, aunque él hiciera un manejo tal de ellas que
parecía comprenderlas hasta sus profundidades etimológicas; en realidad, no tenía ni la más remota idea de lo que significaban, pero eso no lo sabían
los buzos, quienes lo tenían por algo así como un raro iluminado al que escuchaban con toda la poca atención a su haber.
Única había guardado siempre el secreto; ella supo desde el principio que su niño algo tenía que no lo dejaba madurar pero eso, lejos de desvelarla,
parecía agradarle. Después de todo no era ningún problema para ella tener siempre a su lado a un niño de cinco o seis años, con breves atisbados de
adolescente que se manifestaban de vez en cuando.
Después de la comida los buzos se retiraban a sus tugurios. Las noches del basurero, las que no eran abruptamente interrumpidas por la llegada de
camiones recolectores en las temporadas altas de la basura, eran noches silenciosas y oscuras. Del límite del basurero hacia atrás quedaba la
vegetación sobreviviente de la colina, donde se albergaban todos los insectos del mundo a chillar para darle al sueño de los buzos la tranquilidad de
que algo vivo quedaba aún en aquel sitio.
Momboñombo Moñagallo, después de tres semanas de vivir en el botadero, aún tenía dificultades para dormir. El asma inseparable de los buzos lo
había afectado. Los tres dormían en dos camas improvisadas donde Única Oconitrillo a veces parecía reventarse de la tos y El Bacán murmuraba
enredos prelingüísticos de bebé. Él optó por dormir sentado para poder respirar, porque lo que jamás haría una tregua era aquel olor que despedía la
indigestión eterna de la tierra atragantada de basura.
Momboñombo Moñagallo era nuevo en medio de todo aquello, por eso aún podía sentir el olor, pero sentía también cómo minuto tras minuto, el
aliento caliente de la boca del basurero le iba quemando sus cualidades olfativas. Cada día era más incapaz de discernir entre los miles de miles de
olores que constituyen el olor de la descomposición.
Él estaba dispuesto a superar lo que le quedaba de urbanidad y adaptarse a una vida que, por lo demás, tampoco había elegido. Su idea de botarse a
la basura no estaba dirigida a convertir su vida en la de un buzo; solo había sido una manera aparatosa de suicidarse. Sin embargo, la familiaridad en
los cuidados de Única y la ternura con que El Bacán lo trataba, lo convencían poco a poco de que, a pesar de todo, aún era posible imprimir un nuevo
sentido a su vida. El identicidio había resultado mejor que el suicidio.
Había matado su identidad, se había desecho de su nombre; de la casa donde vivió solo años de años, de su cédula de identidad, de sus recuerdos,
de todo; porque el día que se botó a la basura fue el último día que sus prestaciones le permitieron simular una vida de ciudadano.
Siempre fue guardia de construcciones y un tiempo lo fue en una finca cerca del mar hasta que, alrededor de sus cuarenta años, consiguió que la
Biblioteca General contratara sus servicios de “Guachimán”... “El vigilante”.
Desde entonces pasó sus noches entre los anaqueles del edificio, durmiendo de día y leyendo de noche para mantenerse despierto. Leyó todas las
noches durante veintiséis años hasta que denunció una vez la práctica de vender libros a seis colones por tonelada, que la biblioteca estableció en
contubernio junto con la Despish Paper, una fábrica privada de papel higiénico.
A Momboñombo le resultó tan indignamente que amenazó con denunciarlo a los periódicos.
-¡Lo que faltaba, que el papel donde se imprimieron las aspiraciones de la humanidad ahora se convierta en papel para escribir con el culo!-
Entre los volúmenes destinados a tan innoble labor se fueron ediciones antiguas, pérdidas irreparables como registros del Cartago de finales de mil
setecientos y literatura universal seleccionada para su venta con criterios de cura y de barbero.
El vigilante denunció el hecho y perdió su trabajo. No tenía garantías sociales, por lo tanto no se sintió nunca un costarricense. No lo esperaba una
pensión y las prestaciones solo le alcanzaron para un par de meses; después envejeció como para comenzar de nuevo.
Sesenta y seis años no son demasiados para nada, pero sesenta y seis años de privaciones son suficientes para hace de un hombre un anciano.
Momboñombo Moñagallo comenzó a pasar necesidades, comenzó a agotar las arcas, a comer menos. A la manera de una inundación, el hombre
vio como una ola se llevaba sus cosas de toda la vida a las compraventas, y como aun así resultaba cada vez más difícil conservar el ridículo monto de
sus prestaciones. Primero vendió el televisor, después el radio, después las dos o tres pulseras de oro que le dejó su madre. Los muebles no los vendió
porque nadie los habría comprado de puro inservibles que estaban. Alturas del mes de octubre se declaró en bancarrota; ese mes ya no pudo pagar el
alquiler y don Álvaro, el dueño de la pocilga que había habitado el viejo por más de diez años, no se lo perdonó.
Antes de botarse a la basura, durante esos meses de angustia, el exguardia de la Biblioteca General comenzó a vagar por la cuidad con la lejana
esperanza de encontrar algún trabajo. Para ese entonces, ya él había leído tanto que hasta se le ocurrió presentarse al reclutamiento del ejército de
maestros del Ministerio de Educación, pero apenas dijo que había sido guardia toda su vida, provocó un ataque de furia entre los empleados, quienes lo
tomaron por un analfabeta y lo echaron a la calle.
-Sí, yo habré sido guardia de construcciones toda la vida, y guardia de la biblioteca, pero lo que yo he leído, jovencitos, no lo leerían ustedes así los
volvieran a partir cinco veces...
Cuando llego a su casa el cerdo de don Álvaro lo estaba esperando en su automóvil verde oliva sin placas.
El dueño comenzó a cobrar su tan merecido dinero, pero Momboñombo, que aún no sabía que llegaría a llamarse así, simplemente ni lo alzó a ver.
Venía con el periódico bajo el brazo y en la mano una pequeña bolsa de alpiste para el canario, la última ración.
Octubre de mil novecientos noventa y dos, año del quinto centenario de la invasión de América, marcó el cierre de lo que Momboñombo había
hecho por su vida. No planificó botarse a la basura, eso lo decidió más bien después de agotar todas las posibilidades de supervivencia de este mundo,
cuando se dejó convencer de que ya no servía para nada.
En el basurero regía otro tiempo. Los horarios estaban determinados por la afluencia de los camiones recolectores, que igual podían llegar a las seis
de la mañana como a media noche o en la madrugada, de acuerdo con la oferta de basurero de las calles de la cuidad. Pero sustraerse del tiempo aun
resultaba difícil para Momboñombo que estaba acostumbrado a dormir de día y a vigilar de noche, y tuvo que plantearse seriamente su incorporación a
las fuerzas vivas de la comunidad de los buzos, como mecanismo de supervivencia.
Lo primero que hizo fue desentrabar sus intestinos porque no podía comenzar su cuarta semana en el basurero sin haberse desocupado de lo poco
que lograba comer. Se sentó a darle a su cuerpo la orden de resignarse a cagar de cuclillas en algún sitio más menos discreto del basurero; cuando
sintió los primeros atisbos de lo que sería una cagada de antología, se apresuró a buscar nido: con los pantalones por los tobillos y recostado a un
montículo de basura, Momboñombo Moñagallo sintió un alivio como pocos en su vida, claro, no del todo discreto ni privado, porque por más que
buscó un lugar distante, tantos buzos pasaban por ahí y lo saludaban con el gesto de aprobación del puño cerrado y el pulgar levantado, que más bien
parecía aquello un comité de apoyo.
El viejo optó por tomar la cosa a la ligera y terminó su labor en paz saludando también. Uso un papel higiénico “reciclado”. De vuelta en casa se
ofreció a salir en busca de agua para preparar el almuerzo, porque, como decía Única, “si había, pero estaba sin hacer”. Para ese efecto, los buzos de la
comunidad compartían una pichinga con capacidad para varios litros y cada vez que hacía falta, uno de ellos iba en busca de agua, tarea cada día más
difícil, por la poca simpatía que gozaban los buzos entre las comunidades vecinas, pero “...A nadie le falta Dios”, decía el Oso Carmuco cuanto
volvería triunfante con la pichinga llena, y ese fue el consejo que le dio a Momboñombo cuando supo que el iría ese día por el precioso líquido.
Tres semanas de barba, la piel pegajosa y ennegrecida del contacto con la basura, el impenetrable de polvo, una ausencia absoluta de desodorante y
colonia y cuanto artificio urbano para la negación del cuerpo humano, fueron suficientes para hacer de la búsqueda de agua un martirio. En los ojos de
las personas era fácil adivinar el aspecto que lucía y la repulsión que provocaba, y no habría conseguido agua de no haberla tomado arbitrariamente en
una estación de gasolina.
-Eso no es excusa, ahí está el cepillo de dientes de las visitas y vos sabes que podés usarlo...
Ese día, después de almuerzo, Momboñombo Moñagallo se lavó los dientes por primera vez desde su llegada al basurero; aunque fuera solo por la
sugestión, se sintió mejor.
Lavarse los dientes fue como un elemento más en su lento ritual de iniciación a la vida de los buzos, no por el hecho en sí de lavárselos, porque la
mayoría de los buzos no lo hacía, sino porque con ello daba un importante paso más hacia la superación de ese acabadísimo producto cultural que es el
asco: ese concepto tan variable entre los pueblos, eso que se va unificando conforme se uniforman los modelos de urbanidad y que acaba por ser tan
exquisito como el más exquisito de los gustos depurados de un catador de vinos. “El asco es un lujo”, pensaba Momboñombo mientras hurgaba con su
lengua en las concavidades de sus muelas; porque no es cualquiera el que se da el lujo de sentir asco, conforme aprieta el hambre afloja el asco. Así
como hay pueblos que saborean algo como un manjar, hay otros que se vomitan por lo mismo, y ahí vamos, de asco en asco, cada uno se retrata en su
manera de mostrar la repugnancia. No falta quien se contenga en un gesto elegante con un giro del dorso de la mano sobre la boca y la nariz, así como
más bien sobran los que tuercen los hocicos en una mueca grotesca y los que pasan desapercibida la fuente de tan diversas muestras de cultura, y no es
gratuito tampoco que lo que apesta en una refrigeradora le abra un buzo el apetito... Por sus ascos los conoceréis, y clasificarlos no sería difícil porque
van desde los que regurgitan desde temprano hasta los que le tienen asco al género humano...”
Momboñombo fue abruptamente arrancado de sus meditaciones por un alboroto en medio del basurero.
Jerarquizar es humano... hasta en pleno basurero regía la ley del más fuerte y algunos subgrupos se atribuían el derecho a resolver primero entre la
basura recién llegada.
Única pasó para adentro a El Bacán y le explicó a Momboñombo que se trataba de una riña territorial entre unos buzos poco amistosos.
-El infierno es aquí... y ya ves, no cabemos todos. El infierno es aquí, Momboñombo, y yo de aquí voy derechito para el cielo... pero no vale la
pena ponerse a pensar en eso. Más bien, yo le doy gracias a Dios de que todavía tenemos donde vivir y algo para comer, porque hay gente que ni eso.
Lo de las peleas por ver quien abre primero una bolsa son chispas del oficio, ya ves, a mí nadie me jode, porque yo trato bien a todo el mundo; yo
siempre ando viendo a ver que le gusta a cada uno y si me lo encuentro voy y se lo doy, aunque sea algo valioso y así, poco a poco la gente va
entendiendo que no vale la pena vivir agarrados del moño por cualquier cochinada, que es mejor compartir...
Única hablaba con una convicción absoluta de todas esas políticas de coexistencia pacífica, pero no ignoraba que su figura maternal le ayudaba no
poco a sobrevivir en medio del basurero del afecto, donde cada uno era de por sí, una pieza más sin lugar en el mundo. Momboñombo aún prefería
quedarse en casa en labores domésticas antes que ir a bucear; se pasaba las horas tratando de idear un sistema de ventilación del tugurio, de modo que
entrara el viento que venía del lado contrario al basurero, haciéndolo pasar por una suerte de embudo de cartones que instaló en el techo en medio de
una barrera protectora de cartones también, cuya función consistía en repeler la ventisca caliente que mezclaba el hedor fétido de la basura con el
humo del combustible de los tractores que acomodaban los desechos en montículos.
El Bacán se sentaba a verlo trabajar sin comprender muy bien para qué demonios el aprendiz de buzo se empeñaba en cambiarle el peinado al
tugurio.
En el techo de la casita había una antena de televisor que no cumplía ninguna función, pero que Única había puesto ahí para darle un toque de
distinción. El viejo hizo ademán de arrancarla pero El Bacán protesto enérgicamente alegando que a Única no le iba a gustar no ver ahí la antena a la
vuelta del trabajo. La antena se quedó en su lugar.
“Aún no logro entender muy bien a esta gente”, pensaba Momboñombo Moñagallo, “entre más marginal es su situación, más se aferran a las
costumbres urbanas”. Y es que no puede ser de otra manera, porque lo contrario sería renunciar del todo a sentirse parte aunque sea remota de la
sociedad. Yo lo intenté, esa fue mi primera intención al botarme a la basura, lo que menos me iba a imaginar era que existía este mundo de las
profundidades aquí... ¡Ay míseros de nosotros, ay infelices...!, qué sería de todos los miserables si renunciaran al deseo de parecerse a los dueños de
un lugar en el mundo. Yo me quería morir, eso era todo, pero maricón que es uno, en vez de tirármele a un carro o al tren, o tomarme un veneno, se
me ocurre tirarme a la basura, y claro, los buzos me encontraron y me convirtieron en esta suerte de ser humano reciclado y hasta me están reciclando
las ganas de vivir con su cariño. Pero ellos, y por increíble que pueda parecerle a la gente que ni se imagina que esto existe y de pronto se entera, para
ellos la vida también puede tener sentido... “hallarle la comba al palo”, como dice Única. En realidad, lo que pasa es que yo estoy muy tiernito en esto
todavía. Tampoco es culpa mía eso de echar de menos las comodidades de una casa donde no huela a mierda extraña todo el tiempo, y a una cama
suave aunque de esas que traquean toda la noche, y a agua potable para bañarse todos los días o lavarse las manos. A veces me cuesta reconocerme en
el espejito que Única tiene colgado en la pared; me asomo y me asombro, tengo el pelo amelcochado y la piel costrosa y como me cuesta comer, se me
están poniendo amarillentas las partes blancas de los ojos. A veces pienso que qué pasaría si me enfermara y siento miedo, pero cuando siento miedo
me doy cuenta de que me estoy curando de la enfermedad de las ganas de morirme que tenía. Aquí uno piensa que falta de todo, pero Única dice que
aquí hay de todo; lo que pasa es que a uno lo acostumbran, lo hacen de cierta manera y después cuesta un mundo deshacerse de las mañas, a uno lo
acostumbran a vivir necesitando cosas innecesarias, después se las quitan y uno no haya que hacer.
Cuando yo vivía allá arriba me daba mis lujitos de vez en cuando, me tomaba mis traguitos, me compraba ropa nueva, compraba el periódico todos
los días, hasta iba al cine y todo porque ganaba un sueldillo de guarda de la biblioteca. Todo eso es bonito, no puede uno ser tan hipócrita de decir que
a uno no le gusta ganarse su platita. Yo tenía un canario de esos que no paran de cantar en todo el día y nos queríamos tanto que se dejaba agarrar y se
me paraba en el dedo meñique... quién sabe qué se hizo el pobre desde aquel día que le abrí la jaula porque ya no lo podía mantener...”
El viejo tenía la mirada fija en la lejana cúpula de la iglesia de Desamparados, la mano un poco en alto con el dedo meñique erguido, como
sosteniendo un canario y silbaba imitando su canto.
-Ya debés tener otro dueño, ¿verdad?, otro que te estará alimentando, ¡ojalá!, porque vos no sabías como procurarte el alimento... vos solo eras un
canario anaranjado como un sol en piyamas y te ganabas la vida cantando y haciéndome compañía. Pasabas el día entero conmigo hasta que te
acostaba a eso de las seis y media o siete de la tarde. Vos te acostabas a dormir y yo salía para la Biblioteca General. Aunque yo dormía mucho de
día, vos cantabas y le ponías el fondo musical a mis sueños.
Ahora debés estar en otro patio, si tuviste suerte... pero es que ¿qué iba a hacer con vos? Yo mismo no sabía ya que hacer conmigo, por eso
me boté a la basura, pero a vos no, jamás te iba a traer aquí conmigo, tu canción no es de este mundo, aquí solo te marchitarías como todo y no puedo
ni pensar que en algún descuido irías a parar a la panza de una rata... prefiero pensar que alguien te asiló en su casa y te disfruta.
Pero no te me vas a ir del todo, porque la memoria de alguna manera también es una jaula, solo que sin barrotes, aunque a veces los
recuerdos están más atrapados ahí que si estuvieran en máxima seguridad. Ve, por ejemplo, todavía si cierro los ojos y me concentro, todavía te puedo
oír... espero que siempre pueda, aunque sea de lejos, muy de lejitos, como las voces que uno sigue escuchando siempre porque son las voces de los que
uno quiso, es decir, quiere...
II
A la cuarta semana de vivir en el botadero de Río Azul, Momboñombo Moñagallo se integró a las filas de los buzos pero solo en brigadas de buceo
de superficie, sin perder de vista la costa porque lo atemorizaba el mito de que el basurero de cuando en cuando, se tragaba a alguien, como se decía de
la Llorona, una loca, una pobre mujer que hacía varios años había llegado al botadero con su bebé de meses alzado, y en un intento de buceo de
profundidad, directamente bajo los camiones recolectores, no logró hallar a su hijo en el sitio donde lo había dejado. Fue cuestión de segundos nada
más lo puso en un claro entre la basura, fue por una bolsa que prometía y al volver ya el niño no estaba. Nunca se supo qué pasó. La policía realizó
un operativo de búsqueda sin resultado alguno y luego de dos horas, dio por perdido al niño. Estuvieron a punto de acusar a la madre de homicidio
culposo, pero no fue necesario, ya ella había asumido sola toda la culpa y su desgarradora locura era algo así como el cuerpo del delito. Desde
entonces se quedó a vivir en el precario, la razón perdida, siempre llorando y revolcando entre la basura por si acaso aparecía el niño. A veces buscaba
por las noches y su desesperación era peor y su llanto era peor, como para helarles la sangre a los buzos de la vecindad; entonces Única Oconitrillo era
la única que se levantaba e iba por ella, la tranquilizaba y la llevaba de vuelta a su casa en la margen del Río Azul.
-Sí, desde el día en que yo me encontré ese muñeco grande entre la basura. Ella andaba conmigo y cuando lo vio se me vino encima dando
alaridos, por poco se le salían los ojos, me tiró al suelo y se llevó abrazado al muñeco a su casa. Viera lo que costo sacarla de ahí. Solo pudimos sacar
tres días después y eso porque estaba tan débil que no se pudo defender; entre don Conce, un buzo que ya murió, y yo entramos a la casa y la sacamos.
Estaba sentada en el suelo cantando una cancioncilla y amamantando al muñeco. Después, cuando se dio cuenta de que nadie se lo iba a quitar, se
atrevió a volver a basurero a trabajar, viera lo que costó convencerla. Y desde entonces ahí anda, como una india, con el muñeco amarrado a la
espalda, con un... ¿cómo es que se llaman...?, un portabebés que encontró El Bacán por esos días.
Pero Momboñombo Moñagallo se sorprendía de lo bien que la Llorona interactuaba con los demás buzos. Ella trabajaba duro como todos,
recolectaba sin problema alguno y discernía perfectamente entre lo aún utilizable y la auténtica basura, esa que a pesar de todo tampoco es un
desperdicio, porque es lo que alimenta a los zopilotes y a las ratas y a los gatos y a los perros del lugar.
Momboñombo se iba adaptando poco a poco, poco a poco. Lo primero que rescató fue un catre viejo que llegó en uno de esos camiones
descapotados de los que traen la basura menos cotizada, la de los barrios bajos. Ahí venía el catre matrimonial, y él que aún añoraba su cama, no
trepidó en peleárselo alegando el derecho entre los buzos de respeto, de que alguien se gana algo si lo ve primero.
Pero ese maldito ruido interrumpido de los tractores y camiones era lo que más traba le ponía a su inserción en el mundo de los buzos, el ruido era
tan molesto como el vaho caliente y pestilente que no cesaba nunca, ambos eran tan concretos como las ganas de cagar, aunque a Única el ruido no le
impidiera tampoco recoger cuanta botellita de perfume encontraba entre la basura. Ella las guardaba aparte y después en casa, al final de jornada,
vaciaba los sobros de los perfumes en una sola botella grande también de perfume, e igualmente hallada ahí. A la botella grande iban a dar los restos
mortales de cuanto perfume se podía encontrar en las tiendas de San José y el extranjero, una vez que sus dueños los consideran obsoletos. Perfumes
caros, perfumes baratos, perfumes carísimos, perfumes infrabaratos, perfumes de hombre, de mujer de niño y hasta uno de perro, que llegó un día.
Ella los revolvía y lograba unas cosechas inmejorables; por la mañana se perfumaba siempre antes de salir a trabajar; los demás buzos de la
comunidad ya estaban avisados de entregar inmediatamente cualquier aguaflorida que encontraran.
Momboñombo pensó mucho tiempo que aquel era un mundo de locura, que nada ni nadie podía estar ya más abajo que la gente que estaba a ras de
los desechos, pero un día que llegó un borracho a la casa y Única le dio unas monedas, el comprendió que el alcohólico que amanecía tirado en las
aceras de San José, realmente estaba más abajo que los buzos.
-Ellos ni siquiera tienen horario, simplemente amanecen donde cayeron y la gente se aparta solo para no pasarles por encima, y eso por lo
desagradable de la sensación de pisarles un brazo o una pierna, por lo semejante que tienen con los miembros de los cadáveres, pero nunca es por el
borracho en sí. Lo que es peor, la gente se indigna realmente cada vez que ve un borracho durmiendo en una acera cualquier hora.
Yo antes me quejaba del horario de locura que tenemos aquí, pero no es tan malo, después de todo es algo que pone orden, y ya ni siquiera me
parece de locos eso de que los camiones aparezcan en filas interminables a cada rato, es más, ya ni siquiera la locura me parece locura, aquí donde
todo se vuelve al revés, donde la gente come basura y se viste con lo roto. Aquí no es que los locos anden sueltos, sencillamente es que no hay locos ni
cuerdos para compararlos, para decir que están locos. La Llorona funciona perfectamente, ella cree que el muñeco es el hijo que perdió y con eso es
feliz, Única Oconitrillo se pelea lo desodorantes que llegan al botadero y hasta tiene una marca preferida; yo no sé de dónde sacó eso de que ese
desodorante la protege las veinticuatro horas del día y no mancha su ropa, o que tal crema embellece sus manos. Pero a fin de cuentas, qué importa...
ojalá todo fuera tan simple como arreglarse la vida con un muñeco... El Bacán cree que tiene seis años y yo creo que me llamo Momboñombo
Moñagallo.
Sumado ya a las filas de los buzos, el hombre aprendía con rapidez a discernir entre bolsas que valían la pena y las que no; pero como no hay
aprendizaje sin dolor, en más de una ocasión, el ilustre Momboñombo Moñagallo salía maldiciendo contra cielo y tierra por haber metido la mano en
la panza de una bolsa cuyo único contenido era papel higiénico. Única le enseño que eso se solucionaba restregándose las manos con polvo de la tierra
medio arcillosa del lugar... la mierda que quedaba entre las uñas, o se salía sola, o había que sacarla con un palito.
El basureo siempre se llenaba desde buen temprano, a veces hasta con más de doscientos buzos a la espera de los camiones que jalan la basura de
los barrios caros, porque ahí es donde se bota más indiscriminadamente. Los desperdicios de las grandes fiestas y los días corrientes, que son los
menos, a menudo traían sorpresas. De ahí Única había completado su vajilla y El Bacán su biblioteca, que a esas alturas contaba con cientos de
volúmenes inverosímiles, desde los Cuentos Petersburgueses de Gogol, firmado por un fulano que nunca los leyó, hasta libros de quiromancia y las
revistas dominicales de los periódicos nacionales; había también un tomo con la segunda parte de El Quijote, que el niño lo tenía haciéndole pareja a
un libro gordo de cocina y a un diccionario de términos botánicos del mismo espesor.
Sin embargo, muchos de los buzos eran gente que iba y venía sin decidirse a radicar en el precario, eran gente que buceaba también en las calles de
la cuidad, fácil de reconocer por sus atuendos, su caminar quebradizo, su mirada escrutadora, capaz de discriminar a golpe de primera vista cosas aún
útiles ahí donde la mayoría de la gente solo puede ver un montón de basura, y con tacto de obstetra, especializado a fuerza de reconocer lo reciclable
sin romper las bolsas bastanteándoles cuidadosamente el vientre.
Esa gente estaba familiarizada de algún modo con lo del precario, pero no era parte de la familia. A veces pasaba temporadas por ahí algunos de
los tantos amigos del Oso Carmuco; uno de ellos le explicó a Momboñombo que el sobrenombre del Oso venía directamente de su nombre, pues se
llamaba Carmen y caminaba como un oso. Ellos solían llegar con periódicos para El Bacán y con pastas de dientes para Única, que se las agradecía y
ni ojeaba los periódicos que comenzaron a llegar cargados de noticias inquietantes por esos días.
Momboñombo comentaba con los de abordo que solo se hablaba del botadero de Río Azul, que los vecinos de ahí y los de San Antonio de
Desamparados le estaban alzando el pelo al gobierno porque ya no soportaban más la hediondez y que los terrenos de Río Azul iban a ser anexados a
la Zona Protectora del Cero de la Carpintera, como primer paso para el cierre. Ahora estaban hablando de hacer un bosque frondoso donde estaba el
basurero, un bosque, nada menos que un bosque, “con tanto árbol que seguro ni se podría ver”...
-¿Qué es eso de anexado? -preguntó alguien en la concurrencia, y antes de que Momboñombo lo explicara, El Bacán tomó la palabra y explicó que:
-Anexar es lo que Única me enseñó hace tiempo, eso significa hacer que Guanacaste no sea más de Nicaragua y que sea de Costa Rica y es algo
que se hace todos los años en julio, lo que yo no sabía era que Río Azul no era de Costa Rica, pero no importa, porque lo importante es que aquí es
donde Costa Rica viene a botar la basura...-
-La verdá es que yo no de que se quejan los vecinos de por aquí-, dijo doña Lidiette López, -la gente clavea mucho por el basurero, pero de aquí
sacamos pa’comer y pa’vivir; casi todo lo que tienen mis hijos, Jefrey y Julita, lo hemos sacado de aquí.
Pero las noticias de los diarios de noviembre no hablaban únicamente del descontento de los vecinos, sino de los bloqueos que hacían como
protesta por el descuido del gobierno. Uno de los bloqueos de las vías de acceso al botadero provocó un acumulamiento de basura en las calles de la
capital que también fue noticia en los diarios. –Montañas de basura-, decían los titulares, acompañados de fotos a colores de la gente brincándose los
montículos de basura, gente tapándose la nariz con la palma de la mano, harta de tanta inmundicia. Momboñombo le mostró la foto a Única y a El
Bacán; ambos comprendieron por qué había bajado la afluencia de camiones.
-¡Menos mal!, yo ya estaba asustada... -mintió Única-. Ahora yo lo veo claramente. Antes no, porque antes yo era parte de los que se tapan la nariz,
pero ahora que lo veo desde aquí, de doy cuenta de que ya la gente no sabe qué hacer con la basura... Única, esto es un síntoma, no sé de qué, pero
esto es un síntoma. La gente produce basura, produce desperdicios e inmundicias, y hoy por hoy, cuando ya le está llegando al cuello, no sabe qué
hacer con ella. Siempre ha habido basura, la basura nace con el hombre...
Única lo escucha más por cortesía que porque comprendiera gran cosa las palabras de aquel hombre que ella misma había reciclado.
-Lo que pasa es que ahora a la gente le ha crecido la capacidad de producir desperdicios. Yo me pongo a ver la cantidad de cosas raras que llegan a
este basurero, ¡Única, por Dios! No es posible que se boten las cantidades de basura que bota este país tan pobre... ¡ochocientas toneladas diarias!
Una tonelada... ¿qué diablos es una tonelada? La gente nunca piensa en lo que eso significa, tan lo mismo da decir una tonelada como decir cien
millones de pesos, o decir que miles de personas se mueren de hambre en Somalia... eso ya no significa nada para la gente, no forma parte de la vida
diaria. Yo mismo nunca pensaba en eso cuando me pasaba las noches en blanco leyendo a Dostoievski, en la Biblioteca General. Si no estad viendo la
cosa no la entendés, si nos vinieran a tirar aquí a todos los negros que se mueren de hambre en esos países, si nos lo pusieran en filas las calles, como
pasó con la basura durante la huelga, entonces dejarían de ser los negros anónimos con las panzas hinchadas, pasarían a ser seres humanos y Somalia
pasaría a ser algo así como el botadero de la humanidad, como pasa aquí en Río Azul, donde una tonelada de basura comienza a ser algo muy concreto
cuando llega con toda su pestilencia y su cortejo de moscas y zopilotes a caernos encima.
Yo me pongo a ver qué es lo que bota la gente. ¡Única, por Dios!, esas luces que parecen prismas entre la basura, todo eso que brilla como
limadura de sol, como si fuera un gran tesoro lo que hay ahí, todo eso es puro aluminio, el de las latas de cerveza, nacionales y extranjeras, los
paquetes de sopa, los paquetes de cigarros, todo viene en aluminio ahora, y en paquetes en inglés, y todo se bota en bolsas plásticas que no se pueden
deshacer, como explica el periódico, porque no son de materiales homogéneos, yo no sé qué putas es eso exactamente, lo que veo es que no se pueden
deshacer y punto, porque eso significa que ahí se van a quedar per secula seculorum amén.
Momboñombo había hablado tanto que había atontado a Única y al El Bacán. Ella dormía desde hacía rato, el niño luchaba por seguir el hilo del
monologo de Moñagallo. De cuando en cuando se quedaba como hipnotizado... repitiendo algunas palabras... “secula seculorum amén... secula
seculorum amén...”, “prismas, prismas, prismas”. Las repetía para memorizarlas, pero no preguntaba su significado.
Al día siguiente, Única le pidió a Momboñombo que le explicara todo aquello que había dicho anoche ‘pero en cristiano, de modo que yo entienda’.
-Nada, Única, lo que pasa es que ya hay tanta basura en San José, que ya no cabe más aquí y los vecinos de los alrededores ya están podridos de
tanta porquería.
-De acuerdo, Única, salvo un pequeño detalle, que ya no la van a botar más aquí... Eso es lo que han estado diciendo los periódicos todo el mes de
noviembre. La gente ya está hasta el cuello de basura; entonces el gobierno decidió cerrar ya el botadero de aquí, de Río Azul...
-Esa es la cosa, que en ninguna parte cabe, porque, ni tontos que fueran los vecinos, nadie quiere tener un basurero de este tamaño a la vuelta de su
casa. Ahora, por ejemplo, dice el periódico que lo iban a poner en La Uruca, ¿y qué?, que la gente se paró de pestañas, “que por ahí queda el Hospital
Méjico, el Parque Nacional de Diversiones”..., todo queda por ahí, entonces el gobierno todavía no sabe dónde poner este mierdero de modo que no le
estorbe a nadie. Por otro lado, todos los días sale gente hablando en el periódico: un baboso salió diciendo que lo que había que hacer era evacuar la
zona y dejar aquí el basurero, otro salió diciéndole egoísta la gente de las comunidades que no quieren que les pongan el basurero encima, pero lo que
pasa es que eso lo dice cualquiera siempre y cuando no sea su barrio donde lo vayan a poner. Otros dicen que la basura es un problema de
‘externalidades negativas’ y una de palabrejas raras, Única, que lo único que quedaba en claro es que todo está oscuro.
Única, la gente tiene razón. Pero bueno, por ahora el basurero se va a quedar aquí un tiempo más...
-La pregunta iba tomando dimensiones cada vez más gigantescas en la cabeza de Momboñombo Moñagallo y lo comentaba con los buzos, sin
lograr con ello ni el menor vestigio de preocupación en sus semblantes. Él no era un buzo, era un suicida frustrado que estaba aprendiendo a defender
la ilusión de que la vida se le puede inventar un nuevo sentido aun cuando lo único que parezca sensato sea morirse de un retortijón ¡y ya!
Pero los buzos de oficio, los que ya llevan la basura incorporada, los que llegaron con el alma hueca al basurero desde hacía varios años y a esas
alturas la tenían tan atiborrada como el botadero mismo, los auténticos buzos estaban acostumbrados a vivir al día, a resolver lo inmediato. Los
verdaderos buzos no eran ni siquiera como Única, para quien no había sido posible, en tantos años, desterrar los atavismos urbanos y seguía
procurando esquemas familiares en la comunidad. A los buzos no les molestaba en absoluto llegar a comer con Única, ni aportar elementos a la olla
común, pero lo hacían mezclando las reminiscencias de algún arcaico orden familiar (que les funcionaba ya como a un perro casero le funciona la
maña de rascar el suelo con las patas traseras después de cagar, como si estuviera enterrando la mierda con ese gesto inútil), con la comodidad de que
fuera Única quien se tomara la molestia de recalentar o cocinar el pan nuestro de cada día.
-Son habladas de la gente... Esto no lo van a cerrar nunca, abuelo, no ve que si lo cierran no van a tener a donde botar toda esta basura.
-Y... ¿si no nos dejan entrar? -Sí nos dejan, sí nos dejan... siempre dicen lo mismo, que no nos van a dejar entrar, que yo qué sé, pero al final si nos
dejan. Y deje usté de joderse la vida pensando en eso...
Y así morían todos los intentos de Momboñombo, bien por crear conciencia entre los buzos, bien por exigirles una respuesta a su pregunta
desesperada. Todos sus esfuerzos se resumían también en la necesidad apremiante de depositar en sus salvadores la responsabilidad de no estarlo
salvando continuamente, porque “sin basurero no habrá más buzos”, creía él, “y sin buzos no habrá más Momboñombo.”
-No le merman los aguaceros-, decía Única cuando noviembre no daba tregua.
-Lo malo es que hasta la lluvia llega ya sucia al basurero-, agregaba Momboñombo.
Había comenzado a llover más o menos desde abril, y la lluvia solo empeoraba con ondas tropicales y corrientes frías que minaban la salud de
desecho de los de abordo. El Bacán tosía constantemente y moqueaba siempre enverdeciéndose los bigotes y entiesándose las barbas, porque el agua
solo resbalaba sobre el gabán negro aceitoso de los zopilotes y en todas partes se empozaba formando cientos de pequeñas lagunillas, sobre todo ahí
donde las bolsas plásticas hacían una concavidad entre la basura. Al darles el mezquino sol de noviembre, las lagunillas, fecundas de larvas de moscas
y otros bichos, brillaban primando la luz y hedían más bien como si hubieran asesinado al arco iris y su cadáver se pudiera lentamente entre la basura.
Con la lluvia se empapaban los buzos por más que se forraran en bolsas plásticas. Con la lluvia solían inundarse los tugurios, por lo que el trabajo
de los de abordo debía repartirse entre el buceo y las interminables reparaciones de su ciudad flotante. La adversidad, de ingenio fecundado, había
llevado los buzos a confeccionar los más curiosos impermeables, sobre todo con las bolsas gigantes para basura de jardín, y vestidos todos de gris
sintético, con trajes de una sola pieza, más bien parecían monjes de algún culto al fin del mundo; sus hábitos plásticos sobre sus lomos siempre
encorvados completaban una imagen borrosa de romería de penitentes bajo la tutela implacable de los iconos motorizados de los tractores.
-En verano todo va ser más fácil-, se repetía Momboñombo a veces, mientras debía de pie directo de las ubres de las nubes, desconociendo
minuciosamente los efectos del sol de febrero y marzo sobre la podredumbre y la tierra medio arcillosa del botadero, que era entonces un torrente de
barro que desangraba minuto a minuto las partes aún vivas de la colina; lo verde se alejaba cada día, como el bosque que camina, como si hasta los
árboles se estuvieran yendo por sus propios pies de aquel osario de los derechos humanos.
El Bacán se entretenía haciendo barquitos de papel que ponía flotar sobre la lagunilla más cercana al tugurio. Los otros niños de los buzos
buceaban al lado de sus padres, o ambos, en los casos más extraños, y hurgaban entre la basura con tanta fiereza como los adultos, pero con una
expresión distinta, con un asombro en sus ojos como si en última instancia, lo que estuvieran buscando entre los desechos fuera ni más ni menos que
su propia infancia encarroñada bajo las poderosas orugas de los tractores. Con la lluvia persistente, los rellenos del gran relleno se aflojan; después de
un rato de estar de pie un mismo sitio, los buzos tenían que tirar con fuerza hacia otro lado porque ya tenían los pies hasta los tobillos entre las arenas
movedizas. Más o menos veinte años de estar enterrando basura habían hecho de la geografía de la colina un esperpento cuya representación
cartográfica resultaría algo así como el contorno del lomo de un monstruo de pesadilla, montículos y montículos por todos lados y tierra removida de
aquí para allá, y los ríos Damas y Tiribi condenados a beberse los caldos que se filtraban constantemente; pero solo una parte de ellos, porque el resto
iba a dar a los mantos acuíferos profundos, inyectándose de manera intravenosa en el cuerpo de la tierra.
Los vecinos de Río Azul y San Antonio de Desamparados efectivamente habían amenazado al gobierno con cerrar el paso al vertedero a eso del
treinta y uno de diciembre, luego de varios intentos por impedir el acceso de los camiones, frustrados más de una vez por las brigadas de choque de la
policía, que nunca escatimó esfuerzos en eso de abrir barricadas o espantar a los niños del barrio y vecinos en general de las fauces del basurero, con
sus elocuentes bombas lacrimógenas y argumentos análogos; sin embargo, la organización de la comunidad consiguió por fin dialogar con el gobierno.
El señor Presidente de la Republica los visitó y se reunió con los dirigentes quienes, después del café con promesas, se siguieron entendiendo con el
Ministro de la Presidencia.
Por un lado estaba el ultimátum del treinta y uno de diciembre; por otro, la petición del Ministro, que consistía en una prórroga de varios meses
para resolver lo de la búsqueda de un nuevo sitio para tan nobles propósitos y la promesa de que para el veinte de enero del noventa y tres, a más
tardar, el nuevo destino de los desechos del Valle Central estaría elegido. Para ese entonces, la comunidad de Atenas estaba en alerta permanente por
su rechazo categórico de la posibilidad de instalar en sus entrañas el nuevo basurero, por más que el gobierno prometía en su lugar un relleno sanitario
a la altura de los rellenos modelo de Estados Unidos, esos donde hasta las ratas comen con tenedor y cuchillo.
-Que lo cierran lo cierran...-, se pasada repitiendo Momboñombo Moñagallo a cuantas buzos le prestaban un minuto de atención, pero no más de un
minuto que era el tiempo que a lo sumo, lograban fijar la atención en algo que no fuera de interés inmediato.
Mientras añejaba en su pecho el fantasma del cierre del botadero, el buceaba hombro a hombro con Única y, muy ocasionalmente, con El Bacán.
Única “lucía como desmejorada”, pensaba él, cuando se distraía mirándola largamente... El agua de la lluvia le bajaba en goterones por las hilachas
de su cabello entrecano, y resbalaba por la piel de sus brazos hasta los guantes sin dedos que alguna vez hallo idóneos para sumarlos a su equipo de
buceo. Ella lo sorprendía mirándola y siempre le recomendaba lo mismo:
-Ay, Momboñombo, deja de espiarme, que en mi cara no vas a encontrar nada de valor.
Lo decía un poco sonrojada, con una sonrisilla dulzona que al rato se asemejaba un poco a la pauta que Momboñombo añoraba a gritos. Era como
si en un segundo los tractores se detuvieran, los humores fétidos se disiparan, como si escampara... era como una sonrisa cómplice que en un segundo
inyectaba una sobredosis de buen ánimo. Los viejos seguían después en su trabajo, uno al lado del otro “jalando y jalando pal mismo lado, como dos
bueycitos”, como le recomendaba Única que debía hacerse aquel trabajo de estar vivos. Pero después del segundo, otro camión recolector atravesaba
el espejo y los buzos se amuchaban a su alrededor como gaviotas al lado de un pesquero. Las redes llegaban grávidas, y los forzudos marineros de los
mares asfaltados de la ciudad las vaciaban en medio de los chillidos y el batir de alas de las gaviotas venidas a menos. Una gaviota tomó una presa en
su pico y se alejó a toda velocidad, pero fue rápidamente alcanzada por otra más grande; se disputaron el pececillo, ambas cayeron al mar, se
revolcaron y la triunfadora finalmente alzó el vuelo con el botín ganado en batalla singular. Vacío el pesquero, el capitán daba la orden de levar anclas,
echaba marcha atrás y se alejaba hacia nuevos puertos de embarque.
El Bacán estaba sentado entre la basura gritando a voz en cuello cuando llegaron Única y Momboñombo; un buzo poco amistoso le había
arrebatado algo que él no sabía explicar qué era ni para qué lo quería; Única se armó de un palo de escoba y fue directo al buzo agresor. Su edad y el
respeto que extrañamente gozaba entre los buzos le permitió aleccionar palos a la gaviota grande y volver ilesa a casa con el teléfono malherido que El
Bacán había hallado entre la basura; El Bacán dejo de llorar.
-La próxima vez me lo dejas a mí-, le dijo Momboñombo a Única en la noche, cuando ya había pasado el episodio del teléfono. Se lo dijo con una
auténtica convicción de macho, que no por muy auténtica resultaba verosímil y menos aún necesaria para una mujer que llevaba veinte años
aleccionando a palos al destino que hacía tiempo se había ensañado con ella. Pero ambos fingieron y ella le prometió dejarlo actuar si se daba otra
situación de esas, porque el huésped ya estaba dando señas de que había llegado para quedarse y un dejo de hombre de la casa se le empezaba a notar
en el semblante.
-¿Hablar de qué?
-¡Como que de qué!, pues de que va ser, muchacha, de lo del cierre del basurero... Si nos aliáramos con los vecinos de Río Azul...
-Si nos aliáramos, si hiciéramos una alianza, es decir, si les ofreciéramos apoyo en la lucha por cerrar el basurero...
-¡Te volviste loco, Momboñombo!, si cierran el basurero ¿qué diablos vamos a hacer?
-Pues de eso se trata, mujer, no de quedarnos sin nada qué hacer, sino de pedirle ayuda al gobierno nosotros también. Mirá, nosotros vamos a la
próxima reunión que ellos tengan con el Ministro y decimos que estamos de acuerdo con que cierren el basurero, pero que no nos podemos quedar sin
oficio ni beneficio tampoco, que nosotros necesitamos ayuda para encontrar otra cosa que hacer, que tenemos derechos como todo el mundo, que no es
que estemos aquí porque nos guste el mal olor o porque no podamos hacer otra cosa que estar revolcando basura. Yo les puedo ofrecer mis servicios
como guarda de algún lado, vos como maestra, y los que no saben hacer nada, hay algo se les puede enseñar y...
Aunque Única ya se había dormido, como de costumbre, el viejo siguió elucubrando fantasías de progreso sin percatarse en absoluto de que se
trataba de dos problemas diferentes y que unirlos solo complicaría la situación de los vecinos de Río Azul y por ahí.
El Bacán dormía desde hacía rato, con el teléfono abrazados a modo de osito de peluche.
Los vecinos de Río Azul estaban también hartos de los buzos; incluso, una de las cláusulas del acuerdo con el gobierno era que, cerrado el basurero
no se permitiría el precarismo, para poder declarar el área ‘Reserva Forestal’ y recuperar los terrenos.
Aunque por decreto bíblico, “a los pobres siempre los tendréis a tu lado”, ya nadie por ahí estaba en condiciones de tolerar más buzos rondando sus
casa, y la alianza que se le había ocurrido a Momboñombo Moñagallo era definitivamente impensable; la alianza resultaría contraproducente para la
comunidad, que luchaba desesperadamente por quitarse de encima aquella vorágine de desechos que la gente iba dejando como precioso legado a las
moscas.
Una vez más Momboñombo Moñagallo se lavó bien los dientes y bajo la colina en busca de los dirigentes de la comunidad. Y tal y como se lo
había anticipado Única, ni siquiera se molestaron en prestarle atención. Él, que no era un buzo de profesión, tenía para ese entonces un aspecto
incuestionable de habitante del averno de las cosas.
-Ni me alzaron a ver... ¿Culpa de quién?, pues culpa mía, porque me lo advirtieron. Sin embargo, y pese a lo feo que es que lo rechacen a uno así,
no les guardo rencor; ellos tienen razón, y yo seguro habría pensado igual si hubiera sido otra mi suerte. Yo mismo me he dado cuenta de que no todos
los buzos son personas decentes, hay algunos que son una plaga, que tienen costumbres feas, que roban y les dicen cochinadas a las muchachas de la
vecindad y claro, después ellos piensan que todos somos iguales y ahora no nos van a ayudar.- Era domingo pero el viejo no se percató hasta cuando
iba derrotado de regreso. Toda la gente estaba en sus casas y en la mayoría sonaba alguna radiograbadora con la transmisión del imperdonable partido
de futbol que vino a atinar un gol en los cinco sentidos del viejo. Se detuvo; por un instante se dibujó en su gesto la mirada cómplice con que
instintivamente se identifican entre si los fanáticos, aunque nunca antes se hayan visto... sonrió... era otro... estaba transfigurado y un instante antes de
dirigirse al hombre que escuchaba para preguntarle por los contrincantes, la puerta le fue cerrada de mala gana... de nuevo había olvidado su condición
de desahuciado.
El desmerecimiento le dolió más que la frustrada intentona de alianza, porque un NO más en un eslabón imperceptible en la cadena de negaciones
de su vida; pero él no ser digno ni siquiera de que le dijeran quienes se disputaban un balón en el ámbito de una cancha enzacatada, al margen de la
realidad, para producir una manifestación más de realidad, eso sí era el colmo. Hasta el fútbol, ese deporte que habían convertido en el amansalocos
de los tiempos modernos, le estaban negando; ese deporte dominical capaz de hacer olvidar a un pueblo hasta el costo de la vida, le estaban negado.
Pero él no lo vio así, no podía verlo así; el solo se quedó petrificado un momento frente a un de las casas donde un radio se desgalillaba en un
gooooooool sempiterno, y como idénticos a sí mismos, todos los partidos de fútbol a los que había asistido religiosamente desde niño, le pasaron en
tropel por la memoria... miles de hombres pateando miles de pelotas, miles de personas rugiendo en montañas de galerías, toneladas de papas fritas
crujiendo entre fajos kilométricos de molares, aguaceros de bolsas de orines derramándose sobre las cabezas de los dueños de los asientos baratos,
locutores psicotizados narrando frenéticamente lo mismo que todos estaban presenciando, tropas de árbitros malignos entonando una marcha infernal
con sus pitos, desfiles de gentes eufóricas por las calles celebrando un gol acertando en el extranjero y el Presidente de la Republica bailoteando por
las calles en un día hábil declarado asueto a raíz de una patada, y bosques enteros reducidos a papel periódico con la vieja historia de David y Goliat,
pero con la variante de que Goliat no perdía nada después del partido, mientras que a David se la metían sin vaselina con un paquete de impuestos que
no lograría evadir ni con la honda ni con la piedra. Y Momboñombo en medio, en el Parque Central llorando de alegría y de hermandad; todos
hablábamos en plural, éramos uno solo en el ojo del mundo, ya casi ni se nos notaba lo tercermundistas, los escoceses se querían bajar del mundo
porque los habíamos hecho morder el polvo. “¡Puta Carajo, y de taquito pa’ que más les duela!” Y el milagro de la multiplicación del guaro y de las
boquitas amenazaba con una goma nacional de puta madre. Y Momboñombo en el meollo de los hechos, en el día histórico de la apoteosis del conejo,
y... ¡y le cerraron la puerta cuando iba a superar la separatividad social preguntando ¿cómo van, jefe?, ¿quiénes juegan?
Fue demasiado, se desplomó cuan largo era en medio de la calle y fue llevado en hombros hasta su hogar por un par de buzos que lo hallaron ahí
tirado, casi casi como era su costumbre.
A Única casi le da un patatús cuando lo vio venir, pálido como el resucitado, en brazos de dos de los de abordo. Hubo que friccionarle la nuca con
alcohol del de la botella grande de Única, de ese que los borrachos llamaban ‘guaro de fresa’ porque lo hacen rosado para prevenir su ingestión. Le
aflojaron el pantalón y los botones de la camisa para que respirara mejor, le dieron agua de sal a El Bacán para que le pasara el susto y entre todos
volvieron en sí al viejo a gritos y bofetadas que lo dejaron como embobado. ¡Buen rato le costó ponerlo todo en orden otra vez en el basurerito de
oficina de su cabeza! Una vez recordando el suceso de la negativa por parte de la comunidad, tuvo una laguna con lo de la puerta en su nariz y olvidó
para siempre que alguna vez le gustó el fútbol.
Para el almuerzo hubo olla de carne con verduras que Única y El Bacán habían traído de la feria del Agricultor de Desamparados. Domingo a
domingo iban a juntar de la calle las verduras que los mismos vendedores botaban por demasiado maduras, o por demasiado verdes, o por mayugadas
que llegaban de los sembradíos. La carne era una que Única conseguía en una carnicería que atendía un viejo que se había negado al progreso de las
sierras eléctricas y aun partía los huesos con un hacha sobre un tronco de madera. El hombre ni siquiera se planteó nunca lo de la carne barata de
Única una vez por semana, por lo que hizo de ella uno de sus ‘clientes’ más fieles de los domingos. El resto del día transcurrió sin novedad en medio
del extraño silencio en que algún feriado dejaba al basurero. Los tractores reposaban exánimes al pie de la cuesta y los recolectores en sus respectivas
comunidades. Solo el aletear incansable de las moscas y los zopilotes sostenía la rutina, dado que los buzos que no vivían en el precario, esos días
desaparecían del lugar, quién sabe adónde, a sus casas tal vez, o a bucear por las calles de la ciudad, o detenidos en animación suspendida como larvas
descomunales en espera del lunes de madrugada.
Momboñombo hasta ese domingo no había caído en la cuenta aún de que a veces descansaban tanto los recolectores como los tractores. Muchas
ocasiones le llevó hacer la observación, porque ya el ruido estaba incorporado y de no haber sido por el desmayo jamás habría descubierto que para su
desgracia, cada tanto, el basurero guardaba silencio; para su desgracia porque entre los intervalos de silencio seguiría percatándose de que a alturas del
día anterior, del que tampoco era consciente, ya había olvidado el compás de quietud semanal y entonces cada nuevo día de silencio funcionaba como
el primero del calendario de su nueva vida de ser humano desechable.
Lo comentó con Única, pero en ella el tiempo marchaba de una manera diferente. Tampoco estaba nunca al tanto de la fecha, sin embargo, una
suerte de reloj biológico la llevaba los domingos a bucear a la Feria del Agricultor, de donde, invariablemente siempre regresaba con un canasto lleno
de verduras para la sopa. Los meses del año le eran igualmente ajenos, pero por esa época los pasos de animal grande de diciembre le desasosegaban
el alma.
III
Al principio, al puro puro principio, yo tenía un jardín aquí. Lo había ido haciendo, poco a poco, con siembros que me regalaba la gente de la
vecindad cuando todavía no le tenían tirria a los buzos, cuando todavía ni siquiera nos decían buzos. A mí me decían ‘la señora que vive en un
ranchito allá en el basurero’. Yo tenía sembradas las pudreorejas en la parte de atrás del ranchito que también había ido haciendo poco a poco con latas
de cinc y pedazos de madera y cartón que me encontraba por ahí, o que la gente me regalaba también. Vos sabés, Momboñombo, un jardincito aquí...
Pero después la tierra como que se fue secando, muriendo, muriendo. Cuando yo hice el ranchito aquí, el basurero todavía quedaba lejos, pero fue
creciendo, los tractores iban enterrando la basura y haciendo huecos cada vez más grandes hasta que esto llegó a ser como vos lo podés ver ahora, pero
yo y los otros vecinos que nos vinimos a vivir aquí, don Conce, un buzo que ya murió, Doña Hipólita y la familia de los cara de león, y un montón de
gente, teníamos como más espacio y más aire puro. En las mañanas se podía levantar uno y respirar hasta reventarse porque como esto es una colina,
entonces el viento pega más fuerte. Y yo tenía un jardín con pudreorejas, clavel de poeta y unas begonias y unas gloxinias; rosas no porque aquí no
hay manera de que peguen, pero tenía culantrito de coyote que es tan bueno pa’ la sangre. Y ahí donde se ve todo pelado eso, ahí zacate de limón y yo
tenía unas violetas lindísimas sembradas en unos tarros de leche en polvo, y hasta unas guarias moradas porque en mi casa siempre se acostumbró
tener guarias en un palo de güitite. Pero como te digo, la tierra se fue poniendo como arcillosa; esta tierra no era así, fue que se fue lavando, el polvo
comenzó a ponerlo todo de este color como amarillento y las rosas no pegaron nunca. Hasta se me murió una tortuguita que yo tenía en el jardín, a la
pobre la encontré tiesa un día y toda llena de polvo. Yo creo que se ahogó la pobre. Y empezaron a llegar las cucarachas; yo al principio las mataba a
escobazos, pero con el tiempo me fui acostumbrando a verlas. Y las moscas qué me dice, al principio andaban nada más entre la basura y aquí venían
unas cuantas, como doscientas nada más , uno las podía espantar, pero después empezó a ser como ahora que son miles y miles y no podés hacer nada
más que acostumbrarse, porque o te acostumbrás o te jodés.
¡Ay, vieras vos que felicidad!, yo que siempre había querido un hijo, Dios me lo mandó porque Él sabía lo que yo quería un hijo y ahí llegó solito...
vos sabés que yo siempre he pensado que fue un milagro eso, que a lo mejor El Bacán ni siquiera es que fue abandonado aquí, sino que Tatica Dios me
lo hizo especialmente a mí, para que ya no estuviera tan sola.
Yo, como fui maestra, rapidito le fui enseñando a hablar bien, a contar con los deditos, a rezar, a recitar una recitación muy muy linda que dice así:
‘Cultivo una rosa blanca, en junio como en enero, para el amigo sincero que me da su mano franca, y para el cruel que me arranca el corazón con que
vivo, cardos ni orugas cultivo, cultivo una rosa blanca...’, linda, ¿verdad?, yo no sé quién la escribió pero debió ser alguien al que le gustaba mucho
hacer jardines; yo se la enseñé a El Bacán porque aquí yo tenía unas chinas blancas, porque las chinas, como son tan agradecidas, esas pegan en todo
lado y porque nunca he perdido la fe de hacer otro jardín, por eso es que siempre le recito esa recitación, y seguro vos has oído a El Bacán recitándola
también, porque a veces vos la oís y es como si todavía tuviéramos el jardín aquí. Yo la vivo recitando porque yo sé que a lo mejor el señor que la
escribió también querría hacer un jardín donde solo hay basura, porque yo le digo una cosa, sí señor, así como me oye, Momboñombo Moñagallo, para
escribir una recitación así de linda tiene uno que querer mucho a las rosas y a los amigos.
Las chinas se marchitaron, se fueron llenando de un color como ladrillo y después no quedó ni una, porque ni las chinas soportan el maltrato.
Después la vida fue pasando y pasando y se va uno haciendo viejo. El Bacán cada día más grande, verdá, yo le digo que se corte los bigotes porque
parece un viejo y él se los corta a veces, pero en seguida no más ya los tiene otra vez largos, y no es por falta de navajillas porque aquí sí que no se
puede uno quejar de eso, más desde que las hacen plásticas, viera, Momboñombo, la cantidad de navajillas que llegan aquí semana tras semana, de
esas que ya vienen pegadas a la maquinilla de hacerse la barba; pero a él le da pereza hacerse la barba y no es solo pereza, es que se corta y después le
quedan cicatrices, pero El Bacán está hecho todo un viejo... ¡mi chiquito!
Al principio yo no lo dejaba bucear, más después de lo que pasó a la Llorona, ¡pobrecita!, verdá, y era tan bonita la Llorona, vieras, era una
muchachita así menudita, que no hablaba por no ofender y el chiquito lo más lindo, vieras, parecía un muñequito; pero como no hay pa’la desgracia,
perdérsele y volverse loca fue una sola, y con razón, porque como a mí se me pierda El Bacán, machalá, machalá, y yo me vuelvo loca también. Pero
por dicha él es muy casero, nunca se me va solo. Ahí una o dos veces por semana, vos has visto, hacemos un saco de chunches y los vamos a vender a
San José, pero él siempre viene conmigo. Él me acompaña a vender las latas de aluminio, las botellas, los periódicos que ya se ha leído, porque eso sí,
Dios guarde le bote usté un periódico que no haiga leído porque se resiente.
¡Ay, Momboñombo!, vos te me quedas viendo y me pones tanta atención que le dan ganas a uno de seguir hablando y hablando como una
chachalaca y es que hacia tanto tiempo que no hablaba yo así con alguien, sobre todo en las noches después de que todo el mundo se va a dormir...-
Momboñombo Moñagallo guardaba largos silencios escuchando a Única que parecía como transmutada con la vista fija en una pared o en alguna
rendija de la tabla donde se sentaban a hacer sobremesa.
La época de Navidad era próspera a su manera con el basurero. La gente la aprovecha para descuidarse más que de costumbre con lo que tira a la
basura, por lo que es frecuente hallar envueltos en las hojas de los tamales todo tipo de cubiertos, caros y baratos Luego vienen los papeles y las cajas
de regalos, que no siempre llegan vacíos al basurero; no falta quien ni se percate de que se le fue un regalo sin abrir a la basura y una vez ahí, la cosa
se pierde para siempre, hasta que resucita toda llena de vida en manos de un buzo que la rescata del basurero de la historia y la recicla en una compra-
venta o donde le den algo por ella.
La gente se siente rara en diciembre, toda la gente, hasta la ‘desgente’, la que vive de los desechos, los desperdicios, los despojos, los despilfarros,
los descuidos, los destrozos, los desaciertos... esos desafortunados a los que Momboñombo Moñagallo había unido sus esfuerzos por aparentar que la
vida, después de todo, vale la pena aun cuando se viva en medio de las desigualdades.
Momboñombo no recordaba cuánto tiempo hacía de su incorporación a las filas de los biorrecicladores, en parte porque el tiempo era algo que cada
vez le importaba menos, hasta le había regalado su reloj de pulsera a El Bacán, quien no se molestó en lo más mínimo por aprender a leerlo pero se
fascinaba viendo las agujas girar y girar sin propósito alguno. La Navidad comenzó a llegar temprano ese año. Durante los primeros días de
diciembre Río Azul fue declarado Zona Protectora y las sesenta y cuatro hectáreas de los terrenos del basurero fueron anexadas a la zona del Cerro de
la Carpintera, con lo que quedaron declaradas bajo el Régimen Forestal.
El ultimátum de los vecinos de Río Azul y San Antonio de Desamparados estaba surtiendo efecto, sobre todo en la bolsa de San Nicolás que esta
vez se hinchaba nada menos que con la ubicación de un nuevo relleno en alguna parte del país. El gobierno mantenía silencio. Aun no se descartaba
oficialmente a La Uruca como la feliz ganadora de la caja de Pandora, pero si se declaró a la Gran Área Metropolitana, la ‘GAM’, inadecuada para
situar el relleno. Se comenzó a elaborar un ‘Plan Nacional de Manejo de Desechos’, dirigido por El Organismo de Ayuda Germano, y en la Asamblea
Legislativa, aun pese a la trillada y harto bien sabida sentencia de que “un camello es un caballo hecho por una comisión”, un fulano propuso integrar
una que examinara el problema y un mengano se opuso.
El gobierno se devanaba el seso negociando con las comunidades, ofreciéndoles el ‘mar y las conchas’, obras de infraestructura, beneficios de todo
tipo, ‘El milagro de La Uruca’, ‘El milagro de Atenas’, con tal que aceptaran el basurero dentro de sus lindas, sin conseguir entusiasmar a nadie con
ello. Hasta el momento, lo único que se tenía en claro era que la GAM, por ser una zona de gran expansión urbana con importantes mantos acuíferos
no era apta para la instalación del relleno.
Se hablaba de sectores neutros donde se podría eventualmente ubicar el relleno, previo estudio de suelos, intensidad sísmica, e impacto ambiental,
así como la impermeabilización del fondo con plástico y arcilla y canales para los líquidos de la basura y ductos para la evacuación del gas metano.
Se publicó un mapita con las zonas elegibles y el país entero quedó en vilo porque el fantasma del relleno atemorizaba con asentar su residencia
prácticamente en cualquier parte fuera de la GAM.
Ese año, el cumpleaños de El Bacán se celebró en los primeros días de diciembre. Única lo celebraba cada año en un mes diferente para que
coincidiera con la verdadera fecha algún día.
Los preparativos comenzaban días antes y Única sacaba tiempo para elaborar sombreritos picudos de papel periódico para la fiesta. Para ese día
tenía que haber reservas de comida y guaro para los adultos y ella contaba sus ahorros para comprar confites para los pequeños.
El cumpleaños de El Bacán era siempre una sorpresa extraña para todos los niños del precario, pero Única solo pero Única solo lo anunciaba el
propio día minutos antes de comenzar la celebración. La sorpresa lograba siempre euforia en el Bacán pero nunca le despertaba la curiosidad por
saber cuántos años cumplía; eso no era importante y quizás solo las entrañas profundas del basurero lo sabrían.
Par el mes de diciembre llegaba al basurero más basura, y juguetes cada vez más extraños; llegaban armas de juguetes de plásticos de colores de
formas inusuales que los niños botaban luego de un año de estrenarse con ellas, llegaban autitos “transformes” que tirando de sus piezas se convertían
en robots cuyos brazos terminaban en terribles armas que hacían la delicia de los niños del precario. Momboñombo se preguntaban cómo podían
aquellos niños comprender el manejo de esos aparatos tan alejados de la realidad del vertedero y solo se lo lograba explicar confiándoselo al instinto
infantil de la seriedad ante la diversión.
Los niños veían esos juguetes en los escaparates de las grandes jugueterías josefinas, esas que de paso venden libros, se maravillaban con ellos y
deducían su funcionamiento de los ejemplares que se exhibían a medio armar.
Momboñombo había sido avisado del cumpleaños con varios días de anticipación, y entre él y Única tenían ya regalos suficientes para El Bacán y
para los niños que ese día hiciera una pausa para regresar a su infancia un par de horas durante el cumpleaños itinerante, que exigía que ese día los
bigotes y las barbas de El Bacán fueran rasurados, que su cabello recortado y su piel despercudida con un paste mojado que Única preparaba para esos
efectos.
Ese día, temprano por la mañana, Única se levantaba a calentar agua, mientras tanto, afilaba sus tijeras en un molejón que ni ella sabía de dónde
había sacado. Cuando El Bacán despertaba y veía los preparativos, estallaba de alegría porque celebraría inesperadamente su cumpleaños. El pañuelo
que se ataba a la cabeza era desanudado y los mechones de cabello caían a la frente, luego le quitaba el chaleco y la camisa y comenzaba la primera
parte del baño. En un recipiente aparte, Única disolvía un poco de jabón en polvo de la gran bolsa donde revolvía los residuos de todas las bolsas de
jabón que hallaba; acto seguido, mojaba el paste y comenzaba pacienzudamente a restregar la cabeza entera, a mojar bien el pelo y las barbas, a cortar
a ojo de buen barbero hasta descubrirle las orejas. Una vez recortadas las barbas, procedía a rasurar con varias maquinillas que volvía a guardar
conforme se iban quedando definitivamente sin filo. El Bacán lloraba cuando sentía al ardor del jabón en polvo en sus ojos, entonces comenzaba el
eterno pleito:
Y Momboñombo se percató en ese momento de que efectivamente estaba presenciando el ritual de acicalamiento de El Bacán; se avergonzó y se
disponía a marcharse, pero Única le rogó que se quedara para que el niño se portara bien.
El agua jabonosa corría por el pecho velludo del niño mientras la cara le iba quedando despejada. El Bacán jugaba a hundir el teléfono en el cubo
de agua y Única batallaba por desennegrecer los brazos, el cuello, detrás de las orejas, las nalgas, las piernas y cada milímetro del por donde ni la luz
podía.
-“...porque la limpieza, dice mi mamá, es una belleza y salud nos da...”, cantaba Única a coro con su hijo cuando llegaban al final de la jornada y El
Bacán quedaba como un recién nacido, rosado por los raspones del paste. Un par de horas más tarde su piel volvería al color natural de los habitantes
del basurero y dos semanas más tardarían sus barbas en sobrepoblar de nuevos sus mejillas.
-“Cuuumpleaños feliz, te deseamos a ti, cumpleaños Bacaaán, cumpleaños feliz...”
-Gracias a todos y a mamá Única por dejarme cumplir años, porque cuando uno cumple años se hace más grande y más fuerte. Una vez a mí se me
olvidó cumplir años y entonces tuvimos que hacer dos cumpleaños de un solo tiro, si no, no me iba a hacer grande…
Más de uno de los de abordo no se había planteado nunca que pasaría si de pronto dejara de cumplir años, pero llegaron rápidamente a la
conclusión de que hasta los muertos cumplen años, como don Conce, que ya tenía varios años de muerto y Única siempre decía, ‘hoy cumple don
Conce’, y le pagaba al Oso Carmuco para que dijera una misma hacia la tarde casi noche. Después, alguno propuso que dejaran ya de hablar mierda y
se echaran un trago y la moción fue ampliamente respaldada. Por ahí, otro le dio a Única por donde más le dolía, “Única, se te está haciendo grande El
Bacán, ahorita vas a tener que regalarle una novia para el cumpleaños...”, y ella se enfurecía y alegaba que el chiquito no sabía nada de eso y que como
oyera ella a alguien hablándole de eso lo molía a palos... Y el cumpleaños transcurría como siempre, sin contratiempos porque por un trago o un
confite, estaba más que justificada la pausa en la labor de escudriñar entre lo que ya nadie había soportado más en sus casas o en sus conciencias.
En el basurero los amaneceres eran tardíos pero las puestas de sol puntuales. Diciembre se adentraba en las postrimerías del año y las señoras buzo
empezaban a recopilar materiales para la elaboración del portal del precario. El Oso Carmuco les ayudaba porque creía de su competencia cualquier
labor relacionada con la fe y las costumbres. Desde hacía al menos trece años habían llegado al basurero dos maniquíes tamaño natural: un hombre y
una mujer, y desde entonces eran usados para la representación, pero el resto del año el Oso Carmuco los guardaba en su casa. El hombre era altísimo
y negro silueta, la mujer rubia, alta también y con todos los atributos femeninos que no gozan las imágenes de las iglesias, pero le faltaba un ojo. A las
señoras buzo no les hacia ninguna gracia que el Oso Carmuco guardara a los ‘santos’ en su casa, porque siempre llegaban desnudos a fin de año y
había que volver a conseguirles, las túnicas y los demás atuendos medievales para que parecieran santos de verdad, -...y es que una sabe cómo son los
hombres, por más curas que sean, hombres son hombres, y a una le da miedo que la virgencita pase todo el año en la casa de él, porque nunca se sabe y
eso es pecado...-, pero el Oso Carmuco era el cura y la autoridad de su trapo púrpura era más o menos incuestionable.
Los maniquíes eran colocados en un ranchito improvisado. Una cuna vacía se colocaba en medio; a un lado de la cuna iba el buey, pero como no
tenían buey, entonces colocaban un tigre de plástico que era el emblema de una antigua gasolinera; mula tampoco había, pero se las ingeniaban
improvisarla con unos sacos de gangoche y una cabeza de caballito de palo de El Bacán.
A Niño lo colocaban después del Veinticuatro; ese si era un auténtico Niño Dios que por ahí había aparecido alguna vez; era de yeso y ya venía
ataviado con túnica blanca del mismo material y rubor en las mejillas.
Unos buzos llegaron ese año con un ciprés bastante grande y apropiado para el árbol de navidad que debía ir plantado a la derecha del portal, según
el criterio del Oso Carmuco, y que el Bacán se encargaría de ornamentar. El niño se abocó a la tarea inmediatamente; comenzó a recolectar cuanto
adorno podía llevar el árbol, latas de coctail de frutas que alegraban las ramas secas del ciprés con sus etiquetas de colores, serpentinas de papel
higiénico y tiras de tela, nieve de estereofón del que viene en las cajas de los electrodomésticos, muñequillos pequeños, soldaditos de plástico, naves
espaciales y bombillos quemados, y listo, la Navidad se dejaba botar al basurero.
La época era propicia para el Oso Carmuco. Él organizaba los rezos frente al portal, cantaba con las señoras y aporreaban las panderetas que ellas
habían conseguido de los cultos de carpa de circo que se armaban a veces en las plazas de los barrios de la GAM.
-Porque a mí me inculcaron desde chiquita el deber de asistir a misa y fui siempre que pude, pero esos aspavientos de cantar con los brazos
levantados y sonar panderetas, eso antes no lo veía uno, antes era solo el cura que daba misa, carajo, y se respetaba. Ahora resulta que cualquiera va y
se para adelante y hace payasadas... ¡oh costumbres las de ahora!, de eso es que todo esta tan mal...
Y Momboñombo se partía de risa oyendo a Única que no por ello dejaba de asistir a las cantonas del Oso.
-Y vos en vez de reírte, deberías ir conmigo y no ser así tan descreído, porque eso es malo…
-¡Ay, Única Oconitrillo!, que voy yo a estar yendo cuando hay cosas más serias en que pensar...
Mirá, por ejemplo, los vecinos de Río Azul siguen empeñados en cerrar el basurero el treinta y uno de diciembre si no les arreglan la situación de
una vez por todas, y no están muy convencidos que digamos de lo de la prórroga hasta el treinta de abril...
Pero la Navidad se imponía y hasta se lograron apaciguar los ánimos de la comunidad de Río Azul y las demás porque el gobierno prometió que el
quince de enero daría a conocer el sitio para el nuevo relleno.
Días antes habían caído lluvias esporádicas, pero hasta el clima parecía estar harto también de tanta lluvia y hacía hasta lo imposible por
reivindicarse con atardeceres violeta y naranja y el verde acentuado de después de tanta agua. Era como imposible no dejarse arrastrar por una suerte
de optimismo camuflado que hacia parecer que todo tendría final feliz, aunque fuera por los efectos embriagantes de un cielo sospechosamente azul y
una brisa fresca que acallaba la amenaza del gas metano acumulándose desde hacía veinte años en los arcanos intestinos del basurero, que en la de
menos reventaría en el pedo más aparatoso del que se tuviera memoria en la historia de la indigestiones.
Única aprovechaba los viajes al centro de San José para llevar a El Bacán a recorrer las vitrinas ornamentadas luego de dejar las latas de aluminio
en recicladoras. Un peso por lata... trescientos por semana, más o menos, le sacaba cada buzo a la sed atrasada de los josefinos.
El Bacán se hipnotizaba viendo los trenes eléctricos de los escaparates y los disparates de las muchachitas vestidas de barbie para que las niñitas se
retrataran con ella, y todo eso en una misma ventana de las grandes tiendas vendedoras de juguetes. El Bacán le pedía al Niño varias pistas de esas en
donde los carritos se mueven solos y platillos voladores de esos que solo le falta un marciano vivo adentro, y los cientos de armas letales en su
acepción infantil, de esas que familiarizan al dedo con gatillo. Única lo tiraba del brazo para poder seguir adelante, y...
-¡Cómo se te ocurre pedirle eso al Niño... chiquillo! ¿No ves que Él es muy pobre? Imagínate la congoja en la que lo vas a poner, porque de esos
juguetes hay muy poquitos y están ahí desde hace días que nosotros no venimos; a lo mejor ya los pidieron... Además, el niño se adelantó este año,
¡no ves que allá nos fue a dejar a Momboñombo para que nos haga compañía!, y bien que te gusta hablar con él... verdá, y que te cuente cuentos en la
noche, y que te enseñe palabras nuevas, porque es muy sabido el Momboñombo, ahí donde lo ves, él se sabe muchas cosas y a mí me gusta que te las
enseñe... total, ¿para qué quieres vos esos chunches raros?, allá tenés tus libritos y tus revistas y el teléfono que el Niño seguro mandó para vos, y vos
ni gracias le has dicho...
El Bacán se iba no muy convencido de tanta bondad, pero al menos lograba una bolsa de trocitos de mango con limón y sal de los que vendían los
vendedores ambulantes. Al llegar a casa le contaba a Momboñombo lo que había visto y las razones del Niño Dios para no regalarle una calle de
carritos de los que se mueven solos.
-Un día de estos podes ir con nosotros a verlos, ¿verdad? Pero Momboñombo Moñagallo estaba decidido a no salir nunca más del basurero. Le
daba vértigo solo imaginarse caminando por las calles de San José, máxime después de lo que le había pasado en Río Azul el día que se desmayó.
Estaba irreconocible con su barba de casi tres meses, la mugre de su piel, el cabello encanecido y el sombrero de lona que lo protegía del sol, pero aun
así temía encontrarse cara con algún antiguo conocido y verse en la embarazosa situación de explicarse. Temía también pasar por los lugares de toda
una vida y hallarlos ajenos ya; sentir que entonces con nada se identificaba, más aún con la rapidez con que cambia San José, derribando el patrimonio
histórico cada vez que hace falta un parqueo o una galería de tiendas. Pensaba en lo absurdo de ir por las calles tratando de reconocerse en los cines
que solía visitar, o en los supermercados donde compraba cigarros...
-¡Por cierto...! Cuánto tiempo tendré de no fumarme un cigarro... pero ni una chinga.
Aún no había aprendido a reciclar los cigarros que llegaban en cantidades industriales al basurero, como lo hacían sin ningún reparo el Oso
Carmuco y los demás muchachos de bordo. El Oso recogía las chingas de cigarros, las estiraba lo más que aguantaran sin romperse, las golpeaba por
el filtro para asentarles el tabaco y finalmente, las ponía a secar al sol sobre una lata de cinc del techo de su casa; después de un rato ya estaban listos
para fumarse, manchados hasta el amarillo y con un sabor agrio que se sentía con solo oler el humo que expelían. Momboñombo no fumaba mucho,
pero le gustaban los cigarros enteros en primer lugar, secos en segundo, nuevos de ser posible, y una serie de calamidades que dieron al traste con la
infinita paciencia del Oso Carmuco que lo mandó a fumarse ‘a la chinga de tu mama, porque lo que soy no te vuelvo a ofrecer’.
Y no fue San José por más que le rogó El Bacán que los acompañara en los viajes que por la época se hacían más necesarios debido a que la
cantidad de basura de esas fechas era a veces el triple de la de los días corrientes. Llegaban cientos de botellas, miles de latas de cerveza y objetos
extraños que algo tenían de retribuciones inconscientes de algunas personas al ciclo de las cosas... ¡un escuche de anteojos, bueno bueno!, ¡una valija
llena de ropa de hombre! ¡Un pasaporte!... cosas raras, cosas que no estaban destinadas a la basura pero que habían resbalado en un descuido hasta el
país de los buzos, como decía Única que se le había resbalado a Dios su angelito en un descuido y por suerte había caído ahí.
Todo eso había que correr a venderlo a San José antes de que se pusiera viejo o se lo comieran las cucarachas, y siempre si iban en sacos pesados,
que no por pesados hacían que Momboñombo se animara a ayudar a llevarlos. Única tampoco se lo pedía; en parte pensaba que el hombre estaría más
seguro en casa que expuesto a la tentación de la urbanidad de la superficie a donde, de alguna manera, no dejaba de pertenecer. Pero la naturaleza
doble del viejo se unificaba cada día más a fuerza de no ejercer su antigua profesión de funámbulo sobre la cuerda floja de la normalidad. Solo un
golpe muy fuerte lo haría salir de ahí, solo un revés más en su historia de arrevesado lo pondría de nuevo en las calles de esa ciudad de donde había
salido en la pompa fúnebre de las cosas que se mandan a morir sin cortejo a las profundidades viscerales del olvido.
La actividad era de hormiguero y los buzos llevaban encima cargas sesenta veces superiores a su propio peso, en largas hileras por la cuesta de la
colina, todos segregando el almizcle que los guiaba sin distracción en su trabajo sordomudo de desmoronar aquel gigantesco pastel servido en el centro
de la mesa... de la meseta central. Indistinguibles e inconfundibles, ennegrecidos, con seis patas cuando entre tres bajan un estañón de basura de un
recolector, entrando y saliendo de los agujeros de sus tugurios, con antenas cuando el viento les tira los cabellos alargados, revolcándolo todo porque
siempre puede haber algo utilizable, fieros con los extraños pero indiferentes a la vez, inamovibles de sus tareas, hábiles para el asalto al lomo de los
recolectores que aún no llegan a la cima para escudriñarles las cargas, con ventaja sobre los que esperan arriba. Pero pueriles a ratos, también en
Navidad cuando el encanto de un juguete los sustraía un instante de la cadena perpetua de la miseria, cuando una gaseosa llegaba intacta a sus manos y
se la bebían de un sorbo orgulloso de su suerte.
El basurero se ponía peligroso por esos días de tránsito desenfrenado repartido entre los buzos en propiedad, los viejos en el oficio, y los interinos,
los que llegaban solo por un tiempo durante la temporada alta y luego se perdían como por artificio. No cabía ni un alma más porque hasta la materia
volátil del alma tenía que disputarse su espacio con los flatos del botadero.
Única había desarrollado un método de precaución desde la infancia de El Bacán: se lo amarraba a la cintura con una cuerda de unos dos metros de
largo para poder distraerse ambos buceando sin el temor de perderse entre la muchedumbre, siempre atentos sin embargo, al más mínimo estímulo de
su cordón umbilical de nylon, un tirón, un enredo entre los pies, el frecuente desacierto de avanzar en direcciones opuestas que siempre daba con
Única en el suelo arrastrada un par de metros hasta que El Bacán se percataba de que traía a su madre en tan lamentable posición y se revolcara de la
risa de ver a la vieja con los brazos cruzados arrastrando el culo por entre la bausa... era un juego también.
Entre una caja de cartón llegó a manos de Momboñombo un queque de navidad de esos con frutas secas, semillas y un ligero olor a licor; estaba
casi intacto salvo por un mordisco que a juzgar por sus dimensiones, debía ser de perro, “en alguna casa alguien habría dejado a un inmenso pastor
alemán adentro cuidando, sin tomar la precaución de guardar el queque en el horno o en la despensa”, se imaginaba Momboñombo camino a casa a
guardar su delikatessen para después de la cena, para sorpresa de Única y desilusión del El Bacán, que creyó que se trataba de otro de sus cumpleaños.
La ocasión mereció que Única se tomara la molestia de bajar hasta la pulpería de Río Azul a rebuscarse un litro de rompope para acompañar el
queque, porque...
-Un lujillo de vez en cuando no se le niega a nadie y por dicha este mes trabajo no ha faltado... mientras uno tenga fuerza pa’l quehacer... A nadie
le falta Dios.
Y hubo cena de navidad en la intimidad del hogar. El Oso Carmuco dio misa como a eso de las nueve de la noche frente al portal, que hubo de ser
trasladado para que no lo arrollaran los buzos en estampida que pasaban día y noche llevando y trayendo. El Oso venía repitiendo su misa de
veinticuatro en veinticuatro, hablando siempre del rey Herodes, de la huida a Egipto, de Jesús en el templo con los sabios y María y José vueltos locos
buscándolo por todas partes...
-Porque así es como se pierden los chiquitos, en un descuido y un sátiro se los lleva a un cafetal y después aparecen sin riñones...-
-Pero es que así pasa doña Única, es que usted no lee los periódicos porque le da miedo de solo imaginárselo, pero los sátiros ahora hacen esas
cosas... yo no sé para qué quieren los riñones de los chiquitos, pero eso decía el periódico.
Después, cada uno se fue por su lado porque los de abordo no habrían podido cenar como de cuando en cuando con tantísima gente rodando el
lugar. El Oso Carmuco se fue con sus amigos, quién sabe dónde y bajo protesta de las señoras, porque...
-Sí, yo los he visto, se lo llevan con unas sinvergüenzas de esas que andan todas peladas y para eso sí se quita la sotana, la deja bien guardada y se
va en pantalones, como un hombre cualquiera. Y siempre lo emborrachan, porque donde lo ven tan bueno se aprovechan, por eso a mí no me gusta
que el padrecito se vaya con esos, pero como él dice que no hay que juzgar a la gente...
-Y no sea que lo traen borracho, es que después pasa hasta una semana y quince días que no se le baja la mica y hay que ir a hacerle oración a la
casa para espantarle a Satanás que donde lo ve tan bueno lo quiere echar a perder...
Unas pocas de las de abordo solían asistir a una de esas tantas iglesias populares de garaje o de carpa de circo, donde no se les daba acceso a la
palabra pero las convencían de que lo tenían. Luego las enviaban a sus respectivas comunidades a propagar la fe y a recoger limosnas para el ‘culto’,
por eso pululaban las sucursales de los aspirantes al lugar de la palabra... un día a la vez... cada una hablaba un ratito y se iban pasando el churuco
hasta que todos los asistentes habían pasado al frente a dar testimonio de lo que fuera, pero con toda seguridad, a ser escuchados así fuera tres minutos;
tres minutos que valían el esfuerzo de la cuota, la limosna, el donativo, el poquillo de plata que de por sí se gasta en cualquier cosa. Y el pastor, cada
día más próspero y más bueno, les encomendaba la misión de ir en su nombre al basurero donde vivían a pregonar la obra del Señor, claro, con centro
de operaciones en la carpa de circo o en el garaje alquilado por ahí.
Única nunca se dejó convencer porque para ella “un padre era aquel que se vestía como padre y vivía como padre, no esos que se confunden con
cualquiera y lo único que quieren es palta...”
Los tres se retiraron a su casa y solo se llevaron a la Llorona con ellos porque la pobre ni sabía que era Navidad y a Única le daba lástima que
pasara nochebuena sola con su muñeco en su ranchito. Hicieron cena, como cuando Única era joven y vivía con su madre, o cuando Momboñombo
era joven y vivía con su familia, bueno, casi como en aquel entonces; pero para Momboñombo la cosa era más lejana que para Única, porque ella
había seguido celebrando año a año, pero él había aprendido a pasarla solo, vigilando en alguna construcción o en la biblioteca, o donde fuera, pues en
esas fechas siempre pagaban mejor los servicios de un vigilante. Para él fue un poco extraño eso de celebrar la Navidad como en familia y ver a El
Bacán desenvolver los regalos reciclados y recibir él un regalo también “de parte de Única Oconitrillo para Momboñombo Moñagallo”, como se lo
dijo ella a falta de tarjeta, y caer en la cuenta de que él no le había buscado nada ella, solo le había ayudado a buscar para El Bacán, y sentirse un
miserable sin sentimientos, y disculparse de lo imperdonable, porque peor que el reclamo que no llegó era que Única auténticamente no esperaba nada
a cambio de su regalo... “El año próximo, el año próximo sin falta...” se juró Momboñombo.
El treinta y uno, igual que la Navidad, fue a dar con sus trecientos sesenta y cinco días encima a la basura.
Los años también se botan cuando se ponen viejos, no hay de otra, o se botan o nos aplastan. Solo se deja uno unas cuantas cosas que lejos de
pesarle le aligeren la carga, por eso hay que ir botando el lastre para no zozobrar al final, sino encallar suavemente en alguna playa serena de la muerte.
El treinta y uno trajo la esperanza de que el basurero se cerraría ese año del Señor de mil novecientos noventa y tres al llegar al final de su vida útil,
y como ya no era posible tirarlo a la basura como habría sido lo más oportuno, se hablaba de su clausura como única alternativa posible. Se hallará
otro sitio y ahí, poco a poco el botadero de Río Azul se iría desintoxicando con el tiempo, aseguraban ellos, se le daría tratamiento y se iría
reforestando el forúnculo rioazuleño aunque no se supiera aún qué tipo de árbol estaría dispuesto a crecer sobre aquel terreno movedizo y putrefacto.
-¡Feliiiiiiiiz año nueeeeevooo!-, se dijeron los buzos sin haber estrenado jamás un año, sino haber vivido siempre de los harapos del tiempo con los
que cosían la camisa de fuerza de sus cotidianidades.
Hasta el año nuevo llegaba viejo al basurero, desposeído de cualquier connotación de novedad que pudiera encender en los buzos siquiera un
agónica perspectiva de cambio; nada se había modificado en veinte años, ni el flujo de los camiones ni el reflujo de la gente. Buzos venían y buzos se
iban, y unos cuantos, movidos por quién sabe qué necesidades extravagantes como eso de vivir en familia, o tener algo a lo cual llamarle ‘mi casa’, y
cosas así, se habían establecido para simular un vecindario, para tener un punto referencial en la vida e identificarse con los valores que nos vendieron
viejos con precio nuevo.
La gente de Río Azul, San Antonio de Desamparados y los alrededores del botadero, amaneció el primero de enero con la firme convicción de que
el basurero se iría por fin ese año... veinte años de estar soportándolo, viéndolo crecer y viéndolo morir en una agonía infinita de cadáver palpitante y
enfiebrado que les llenaba las casas con sus estertores nauseabundos obligándolos a vivir con la perenne contaminación de toda índole, con las
ventanas cerradas y su autoimagen venida a menos por la irremediable asociación del nombre de su comunidad con el apellido del basurero planificado
para ese primero de enero hasta tanto no se diera con un lugar idóneo para el nuevo relleno, se les habló del amor al prójimo, del amor a la Patria... “no
pregunten ¿qué puede hacer la Patria por Río Azul?, sino Río Azul ¿qué puede hacer por la Patria?”
Se ratificó el acuerdo hasta el treinta de abril y el gobierno siguió adelante en busca de un hogar para el relleno, pese a que cada nuevo objetivo
pronunciaba un NO categórico.
Cualquier cosa podía andar huérfana por ahí, pero un relleno sanitario no. Era impensable que siquiera una semana se pasan sin tener un olvidadero
de lo inservible, y menos aún cuando se trataba de los fantasmas putrescibles de las cosas.
IV
Sería por la brisa fresca de esa noche, aquella ventisca que le refresco al aliento de indigestión milenaria al basurero, o tal vez por la lata de
calamares probablemente encomendada al descuido, que Única encontró en una de las bolsas más cotizadas por los buzos, lo que sobrecogió a la
pareja casi anciana. Momboñombo Moñagallo, que siempre le había andado al amor por los ruedos, y Única Oconitrillo, que lo había circunscrito a su
manifestación materna desde que se halló con El Bacán, esa noche no perfumada sino menos apestosa, se miraron a los ojos largo rato, callados, bajo
la luz de la lámpara de canfín, que cuando había canfín les alumbraba sus soledades compartidas. Se miraron hasta que Momboñombo le pasó el brazo
por los hombros y la arrimó a su pecho y ella se quedó quietecita, como sintiendo un afecto que ya había descartado desde años atrás, como para
sentirlo solo unos segundos mientras se le terminaba. Momboñombo Moñagallo le dijo algo que ella le pareció muy bonito:
-Única, si yo hubiera sabido que habían botado una familia tan linda al basurero para que yo me la encontrara, hace tiempo me habría venido para
acá, en vez de estar allá solo esperando morirme de un patatús.
Para ella fue la confirmación de una esperanza que no había perdido del todo. Si el basurero había sido prodigo con ella al darle un hijo, ¿por qué
no habría ahora de completarle familia?
Los casi ancianos se miraron otra vez, y se les hizo el milagro del amor reciclado cuando encontraron en sus labios los besos que en toda una vida
nadie ni estreno nunca ni botó para ellos. El Bacán se aproximaba en esos momentos, pero como aconsejado por su zopilote guardián, se alejó sin
hacer ruido y se fue a dormir a casa del Oso Carmuco.
-Oso, hoy duermo aquí. Yo creo que mamá Única y Momboñombo están haciendo cosas de gente grande.
El Oso Carmuco entendió. Le esponjó una buena caja de cartón y le presto una cobija; lo dejó acostado, buscó su Biblia y se fue a leer a la luz de
una candela.
Única y Momboñombo entraron abrazados directamente al catre donde azuzaron a sus cuerpos a embestir el amor o a morir en el intento... y ambos
salieron airosos del esfuerzo.
-¡Ay, Momboñombo!, yo nunca tuve a nadie hasta que Dios me deparó a El Bacán, y estas alturas de mi vida le juro que ya no esperaba esto.
Única había visto aproximarse a El Bacán y vio también cuando se devolvió a casa del Oso Carmuco, solo por eso estuvo tranquila en una pausa de
madre que no se había dado desde el día que él apareció en el basurero, con su graciosa carita de insecto diciendo: “Bacán, Bacán”.
Momboñombo reconoció que él tampoco le pedía tanto a la vida y que seguro por eso se le había hecho. Pero como estar del todo al margen de las
morales heredadas es imposible, el viejo no tardó en proponerle a Única matrimonio... “pa’ que nadie tenga nada que decir...”
-A los viejos no nos luce perder el tiempo-, dijo Única, completamente decidida a llevar aquello hasta las últimas consecuencias.
-Yo le hablo mañana mismo al Oso Carmuco para que nos case aquí en la vecindad.
Momboñombo Moñagallo jamás pensó que un buzo llegaría a unirlo en sagrado matrimonio, pero la sola idea se le hizo simpática en el acto. Eso
era lo más consecuente que podía hacer alguien que se había precipitado al basurero por su propia voluntad. Nada debían ellos a nadie y si a nadie le
parecía indecente que tantas personas vivieran sus vidas entre los desperdicios de los demás, menos debía importarle a ellos lo que los de la superficie
pudieran decir. En eso estaba cuando también recordó que su remota consideración era absurda de cabo a rabo, ya que aquello que le estaba dando
nuevo sentido a su vida pasaría irremediablemente desapercibido más allá de los lindes del mar de los olvidados.
Amaneció sin novedad, pero la pareja se quedó un rato más de lo acostumbrado en la cama; después de todo esa sería -con mucho- toda la luna de
miel a la que podía aspirar el futuro matrimonio Moñagallo. El Bacán llegó a tiempo para el desayuno, entro con el Oso Carmuco y ambos miraron
con malicia a la pareja.
Única Oconitrillo solo soltó una carcajada que dejó ver en detalle el mecanismo alambrado de su dentadura postiza y le dijo al Oso que llegaba
como caído del cielo...
El Oso Carmuco escuchó atentamente la solicitud de matrimonio de los ancianos un tanto rejuvenecidos esa mañana.
Entre todos le explicaron a El Bacán lo que aquello significaba y él se fue a sentar directamente a los regazos de Momboñombo, lo abrazó y lo besó
con todo y sus barbas mojadas en el café de procedencias múltiples de Única. Ella se unió al abrazo.
El Oso Carmuco prometió un hermoso sermón sin disimular la emoción que sentía por la primera boda que iba realizar en su vida; apuró su café y
salió a prepararse.
Hacia la tarde todo el basurero estaba enterado de la boda, desde los buzos pioneros, hasta los más recientes, más recientes algunos que el mismo
Momboñombo Moñagallo, como los llamados “los novios”, una parejita joven, muy joven que frecuentaba el basurero desde hacía un par de semanas.
Entre todos los llamaron los novios porque eso parecían. Se vestían ambos con unas camisetas rosadas sin mangas, que quien sabe dónde las habían
sacado de puro idénticas que eran, con el mismo defecto de fábrica sobre las costuras derechas y el mismo corazoncito rojo del lado del auténtico
corazón rojo; idéntico blue jeans desteñido y agujereado a la moda, e idénticos zapatos blancos de goma. También fueron invitados los conductores y
los recolectores mismos, así mismo, fueron invitados los vigilantes de la entrada del basurero y los cobradores de las diferentes cuotas por pagar de
acuerdo con la calidad y cantidad de la basura.
La boda se fijó para el lunes de la semana siguiente para tener tiempo de organizar la celebración, y el resto de los días solo se habló de eso en el
botadero de Río Azul. Todos los vecinos del precario participaron del evento Única sacó su único vestido más o menos entero. Momboñombo sintió
de pronto el impulso de ir a la superficie a recoger de lo que había sido su casa su traje entero y sus zapatos negros de cuero, pero fue solo un
impulso...
-¡Volver!... ¿y para qué diablos voy y yo a volver?, como si necesitara algo de allá, como si no fuera suficiente con lo que he encontrado aquí, mujer
e hijo, techo, amigos y cariño de sobra. De todos modos, aunque volviera, ya nada allá arriba tendría sentido, con toda seguridad ya mi casa fue
abierta y mis cosas tiradas a la basura; en la de menos hasta me vienen a buscar aquí mis cuatro chunches, porque a don Álvaro como que le urgía que
yo me largara de ahí, como si el cerdo ese no tuviera suficiente plata como para no poder dar unos días por el alquiler de una pocilga. Y aún si todo
estuviera allá tal y como yo lo dejé ¿qué?, ¿cómo podría volver yo? De solo pensarlo me dan náuseas...
Volver, buscar con qué abrir la puerta, mirar todo lo que ya me es extraño, revisar de nuevo todo para ver que nos sirve aquí, y lo que no nos sirve
tirarlo a la basura, es decir, traérmelo también... ¡qué absurdo!
¿Y si me diera nostalgia por todo aquello? Pero eso es imposible, yo ya no soy de allá. ¿Cómo podría yo reintegrarme a todo lo que dejé, vivir
tranquilo ahora que he conocido a esta gente maravillosa? ¿Cómo podría yo volver a tirar algo a la basura?, creo que trabajaría solo para mandarles
cosas por el correo de los camiones, esto para El Bacán: todos mis libros, esto para Única: todos los perfumes y desodorantes que pudiera comprar con
un mísero sueldo, esto para el Oso Carmuco: todo lo necesario para su ministerio, esto para la Llorona: un muñeco de eso nuevos que cualquiera
confundiría con un bebé de verdad, plata para los novios, para que ahorren y se casen algún día... ¿Y cómo podría yo volver a tirar un desecho a la
basura?, tirar por ejemplo los papeles del excusado con su raya de mierda, si son de lo que más apesta aquí en el basurero, porque nada es más
hediondo que lo que el mismo cuerpo bota porque ya ni él se lo aguanta. No puedo ni pensar tampoco en lo que haría con los desperdicios de comida
porque, como dice siempre Única, lo que aquí llega no es que no sirva, no, no es eso, es que la gente ya se ha acostumbrado a tirarlo todo por la mitad
y por eso es que ella siempre tiene desodorantes, pasta, cepillos de dientes, perfumes, toallas femeninas, café, polvillo para hacer fresco... y como ella
todo lo recoge y lo guarda en un solo frasco, los frescos son siempre de varios colores y sabores.
La gente, y yo lo sé porque yo fui gente alguna vez, no sabe lo que bota cuando bota algo; es como un acto mecánico, nada más ve que algo ya está
por acabarse, lo agarra y lo tira al basurero, todo revuelto, y tantas tantas veces se van cosas valiosas y se pierden, como aquel reloj que se encontró
don Serlindo la semana pasada y vendió en veinte mil pesos. Y eso es por la costumbre esa de tirarlo todo al basurero; es como digo yo, la frente tira
algo a la basura y en ese mismísimo instante lo olvida para siempre, por eso es que, a veces, hasta es medicinal tirar algo a la basura, sobre todo si es
algo que ha hecho daño, pero igualmente, todo viene a dar aquí, todos los ríos dan al mar, y tantas veces hasta las penas se reciclan solo para que la
gente las vuelva usar... Si yo volviera solo me traería mis libros para regalárselos a El Bacán.
Entre unos buzos y unos guardas socarrones del lugar armaron a martillazos una suerte de altar desde donde el Oso Carmuco diría su sermón. Las
esposas de los recolectores recolectaron cuotas para regalarle a la feliz pareja lo que más necesitara que fue, por supuesto, un saco de arroz. Entre las
mismas mujeres del basurero convencieron a El Bacán de que se dejara rasurar sus barbas y bigotes y cortarse el cabello, por lo que recobró como por
magia el aspecto de niño de su último cumpleaños. Un vecino de Río Azul que se enteró de la cosa, le envió a Momboñombo un traje viejo con
corbata y todo; le quedaba un tanto estrecho, pero fue importante para darle ese toque de solemnidad que la ocasión requería. Todos aportaron comida
y alistaron los restos de licor que venía en las botellas condenadas.
-Guaro sí que no va a faltar-, les dijo Única a los buzos, -porque si hay gente que traga guaro, esos son los ticos.
A El Bacán le pusieron un traje entero que lograron reunir entre varios, con zapatos blancos y pantalones cortos que dejaban ver el pelusal de las
piernas del niño.
La boda estaba lista para el lunes por la mañanita, pero hubo que postergarla para el martes a la misma hora porque al Oso Carmuco le vino una
fiebre de la emoción, lo que lo tumbo contra su voluntad todo el día en su cartón. Pero el martes, aun contra la sentencia popular de que ni te caes ni te
embarques, ni de tu casa te apartes, en la colina del botadero de basura de Río Azul, entre la comitiva de zopilotes y el desfile de las moscas, la
recolección de basura de la capital se vio interrumpida por el cierre de los portones y el cese del vaivén de los tractores. Como por artes de magia, la
boda coincidió con la gran huelga de los recolectores de basura que durante una semana tendría a San José a punto de asfixiarse en su propia
porquería.
Los trabajadores del servicio de recolección de basura de la Municipalidad de San José suspendieron sus labores el cuatro de enero y demandaron
la compra inmediata de diez unidades recolectoras más que al parecer, les habían ofrecido desde febrero del noventa y uno.
En el botadero, con vista hacia San José por el noroeste, a Desamparados por el sur, hacia el verde sobreviviente de la colina por el este, la
congregación de buzos suspendió su trabajo para presenciar el acto solemne de la unión en matrimonio de Única Oconitrillo y Momboñombo
Moñagallo.
El Oso Carmuco estuvo en pie a eso de las cuatro y media de la madrugada; temblaba de frío y de emoción Desde el feliz día en que había hallado
aquel largo vestido púrpura, la Biblia, y había decidido colgarse los hábitos encima, había esperado algo así ansiosamente. Había realizado confesiones
y absoluciones entre los mismos buzos y había oficiado la misa de gallo, pero nunca había casado a nadie. Tampoco había asistido a misa desde su
lejana niñez, por lo que recordaba muy vagamente el ritual.
A Única, la flamante novia, la entregó Don Retana, un hombre muy muy anciano que vivía cerca del precario, a quien Única visitaba de vez en
cuando porque vivía solo. Momboñombo ya esperaba de pie en el altar.
Don Retana, pese a que había sido marinero y lo había visto todo en este mundo, tuvo que disimular el asombro y una risilla desdentada ver al Oso
Carmuco tan caracterizado en su uniforme.
-Hermanos, estamos aquí reunidos para unir a este hombre y a esta mujer en sagrado matrimonio. Ellos han decidido continuar sus vidas en
buceando a cuatro manos...
¡Ah...!
-Poneos de pie.
El Bacán llevaba un platito con los anillos que don Retana había donado a la causa; habían sido de su propia boda y los guardaba entre sus cosas
desde el día de su viudez.
Los buzos aplaudían y silbaban cada vez que el Oso decía algo pero ello, lejos de molestar al cura, lo hacía sentirse orgulloso.
-Hermanos, estamos aquí reunidos porque vivimos aquí y somos vecinos de Única y Momboñombo.
El Oso Carmuco tenía un leve recuerdo de que en las ceremonias se leían pasajes de la Biblia y luego se comentaban, por lo que comenzó a leer el
Antiguo Testamento. Después de diez minutos de lectura no muy fluida, El Bacán interrumpió para pedir permiso para sentarse.
-Como habéis visto, hermanos, Dios echó a Adán y a Eva del paraíso porque algo sucio habían tirado por ahí; se comieron las manzanas prohibidas
y dejaron el paraíso lleno de cáscaras y de semillas; pero Dios envió a un ángel con una escoba y los obligó a limpiar todo y a largarse, pero se
tuvieron que llevar la basura con ellos. Después, Dios les dijo que se tenían que ganar la comida con el sudor de la frente, por eso siempre buscando
entre la basura, por si les había quedado algo que comer. Así paso que cuando murieron dejaron la basura a sus descendientes y la basura fue pasando
de esa forma de mano en mano, hasta que llegó a este basurero y esa fue la primera basura que hubo aquí, por eso es que nosotros buscamos la comida
aquí.
Estaba en medio de su comentario, cuando un par de buzos adolescentes se pasaron detrás de él y le levantaron la sotana hasta la cintura dejando
sus vergüenzas al viento, lo que provoco una carcajada general. Todos estaban contentos, y celebraron la broma gritándole al Oso “...mucha ropa,
mucha ropa...” Él continuó su comentario, pero le volvieron a alzar la sotana, entonces aprovechó lo que estaba aguantando desde hacía rato y les soltó
un sonoro pedo en la cara a los bromistas. La congregación se revolcó de la risa un buen rato, a Única hasta las lágrimas se le salieron de las
carcajadas pero luego ella misma apeló a la calma y ordenó a todos que se portaran bien, “porque aquello ya parecía una fiesta de asnos”; lo decía sin
poder dejar de reír.
El Oso Carmuco deliró un buen rato más sin que nadie se percatara excepto don Retana y Momboñombo que pasaron viéndose con mirada
cómplice toda la ceremonia. Finalmente llego a lo que todo el mundo sabe, y dijo:
-Señor Momboñombo Moñagallo, ¿tomas a esta mujer como tu esposa, para protegerla, honrarla y quererla para siempre hasta que la muerte los
recoja en su camión recolector?...
-Sí.
-Sí.
Y Única le arrebató la pandereta que él había tenido en la mano toda la ceremonia y le dio con ella en la cabeza.
Todos volvieron a reír y ella alzó los brazos en señal de triunfo, a la manera de los boxeadores.
-Y tú, doña Única Oconitrillo, ¿tomas a este hombre igual de feo para lo mismo?
-Sí.
-Bueeeeeno, tal parece que este par de viejos se quieren casar... “¡ja, ja, ja, ahora es que no los caso, ahora es que no los caso!”-, se puso a cantar el
Oso Carmuco, acompañándose con la pandereta y brincando, pero todos empezaron a silbarle y tirarle cochinadas del suelo.
Si así lo hicieres, Él os ayude, si no, El y la Patria os lo demande..., ya te podés coger a la novia. Y todos aplaudieron, gritaron, tiraron porquerías
para arriba y corrieron a abrazar a los novios y a echarles basura encima.
Una vez terminada la ceremonia, el Oso Carmuco sacó una devencijada guitarra que guardaba desde antaño y se puso a cantar una ranchera en
honor de los novios:
Momboñombo estuvo a punto de dejar viuda a Única del ataque de risa que tuvo luego, en la embriaguez de la fiesta. Los buzos comieron y
bebieron y cantaron y folgaron, porque, porque mañana, de seguro ayunarían. El Oso cantó todo el día entre el zumbido de las moscas y el lindo
sermón de la boda.
El Bacán jugó con otros niños, corrió entre los invitados, espantó a los zopilotes a pedradas y lloró cuando fue reprendido por su madre por
maltratar a los animales. Única estuvo emocionada, igual que su esposo, durante la ceremonia; de cuando en cuando le bajaba un par de lágrimas por
entre los zurcos de la edad. Entre suspiros y agarrada de la mano de Momboñombo, repasó su vida en los intervalos de seriedad de la ceremonia y
pensó en su madre, Doña Tena, la del diente prominente que sobresalía por su labio inferior, a la que cuidó con su risible sueldo de maestra agregada
todo el tiempo que le duró. Trató de recordar a su padre pero no pudo. Recordó sus días de niña en zona rural y recordó cuando abandonó el campo
hacía más de cruenta años, cuando la trasladaron a Desamparados a terminar ahí su servicio docente. Su madre ya había muerto y no volvió a ver a
nadie de su familia nunca más.
Definitivamente ese fue el segundo día más feliz de su vida porque a pesar de todo, nada se podría comparar al día en que se halló con El Bacán y
empezó a ser madre... Ahora tenía completa a la familia.
La ceremonia estuvo a punto de ser interrumpida por un grupo de policías que llegó a averiguar por qué estaba cerrado el botadero a esas horas de
la mañana; creían los policías que se trataba de un nuevo bloqueo por parte de los recolectores o los vecinos, por la presencia ya insostenible del
basurero en esa zona, o por el enredo de lo de la compra de las diez unidades, pero, al menos esta vez no hubo necesidad de romper barricadas ni de
dispersar por la fuerza a los niños de la escuela del barrio ni a las amas de casa que solían amenazar con agredirlos a escobazos. Los portones se
dejaron abrir sin ninguna resistencia porque nada tenían que ver con la huelga de los recolectores; si no llegaban los camiones atiborrados de basura,
tan lo mismo daba que hubiera o no acceso al botadero.
Durante la semana de la huelga, muchos buzos decidieron lanzarse a las calles de la ciudad dado que los camiones y la basura, como si de repente
un mar abandonara sus playas, se habían ido, y el sustento había que ir a buscarlo donde estuviera. Pero un buzo en las calles de San José es un
marinero en tierra: andaban todos mareados.
Las lineales aceras y las calles irremediablemente rectas les daban a los buzos una sensación de infinitud que los descompensaba. Una acera o la
del frente no le decía lo mismo a los buzos que a los ciudadanos; para ellos la red de calles no implicaba ningún principio de orden, a veces se pasaban
hasta una hora girando en torno a la misma cuadra sin percatarse, a pesar de que conocían bien la ciudad, Cruzaban cientos de veces la misma calle,
de una acera a otra, de una acera a otra, sin mayor preocupación por los vehículos que los lapidaban a bocinazos; se metían a los establecimientos para
nada, daban una vuelta dentro y, o salían por sus propios pies, o los echaban a empujones, porque sus esquemas de circulación estaban programados
sin calles ni aceras, ni semáforos, ni gentes de la superficie. Al caminar en un espacio abierto, los buzos reproducían los límites del basurero y los
pasos que allá debían dar para revolcar varias veces en el mismo sitio. Cruzaban las calles, caminaban en círculos con la manía como de gallina, de
remover el suelo con los pies; varias veces caminaban veinticinco metros y se devolvían, chocaban con la gente... Eran un desastre y ni siquiera se
percataban de que estaban borrachos o drogados, o locos en el mejor de los casos; pero no había nada de otras coordenadas, su vista estaba
especializada y su oído atrofiado. Su mareo de tierra lo provoca el pavimento inamovible, su mirada extraviada de animal salvaje puesto de pronto en
la ciudad la provoca la búsqueda de objetivos que, como pintados con los transeúntes que se los brincan, los esquivan, los detestan... pero no los ven, y
los buzos llegan a formar una unidad indisoluble con el bote de basura para el que los ve comiendo directamente de la boca de un estañón de basura;
los buzos son eso con lo que nadie desea tropezar.
Al cuarto día de la huelga de los recolectores, la Municipalidad de San José inició gestiones ante otros concejos y el Ministerio de Obras Públicas y
Transportes para echar a andar un plan de emergencia para recoger la basura de las calles de la ciudad. Se calculaban en dos mil las toneladas métricas
de basura que ya estaban evocando al fantasma de la peste, y los vecinos de la GAM seguían sacando la basura de sus casas a las aceras donde los
buzos, los perros y otras plagas la atacaban. Muchos dueños de establecimientos comerciales optaron por alquilar servicios privados de recolección
para deshacerse de su basura. El operativo tuvo éxito... salvo el pequeño detalle de que nunca se supo que hicieron con la basura recolectada. La
municipalidad adquirió vehículos y trabajadores prestados quienes, bajo la custodia de la Fuerza Pública, recogieron esa noche unas cuantas toneladas
y el viernes ocho de enero llegó a feliz término la huelga de recolectores, cuyo pliego de peticiones fue aprobado.
Un segundo después de recogido el último montículo de basura ya nadie recordaba ni la huelga ni las calles atiborradas ni los humores de los
desperdicios, todo eso había sido enviado a Río Azul, al gran botadero, para el solaz y la salud de los ciudadanos.
El regreso de los camiones fue recibido con alegría en el basurero. Todo había vuelto a la normalidad justo cuando se comenzaban a agotar las
reservas de los de abordo.
En los periódicos atrasados llego también la noticia de que el gobierno estaba estudiando catorce sitios “ofrecidos por particulares y otras
entidades” para la ubicación del nuevo relleno.
De las catorce finalistas, la comunidad de Orotina fue la primera en ser llamada y desfiló en traje de gases lacrimógenos cuando la policía
antimotines enfrentó a unos mil quinientos vecinos que bloquearon, en señal de protesta, algunos puntos de la carretera costanera que conduce a
Quepos. Desde el sábado por la madrugada, los vecinos colocaron camiones en Cuatro Esquinas y en Pozón de Coyolar. Nadie se hacía a la idea de
un relleno a la vuelta de su casa, ni a eso de que la basura viajaría kilómetros en tren hasta el nuevo lugar de su descanso eterno. Los gases
lacrimógenos obligaron a los vecinos a refugiarse en un salón a orillas de la carretera; luego se llegó a un acuerdo pacífico entre llorones y policías. El
sacerdote, presidente del comité cívico contra la instalación del Relleno se quejó ante la prensa de haber recibido gases a cambio de los refrescos que
los vecinos le habían ofrecido a los policías y aseguró que se estaban tomando medidas por si el gobierno insistía en colocar ahí el basurero. A pesar
de las imágenes de niños, mujeres y ancianos, además de los hombres, afectados todos por los gases y alguno que otro empujón por parte de la fuerza
antimotines. ¡Orotina estaba en pie de guerra!
El gobierno dijo no entender la actitud de los vecinos de Orotina, pues solo se había el nombre como posible ganador, nada oficial aún... y seguía
en el misterio y el mutismo que tenía en vilo al país. Nada se decía, nada de humo blanco... De vez en cuando alguna pronunciación a favor de
transportar la basura por vía férrea. El Ministro de Salud aseguró que el basurero sería instalado en una comunidad de la que nunca se había hablado,
por eso “nadie se podía quejar porque la propiedad no tenía caseríos cercanos, excepto la casa de un peón”, (claro que quedó en el misterio lo que
habría dicho, si se hubiera tratado de la casa de un millonario).
Las finalistas pasaron una semana entera con el alma en un hilo. La Uruca, Orotina, la preferida del jurado Turrúcares, Turrubares, Atenas, pero no
fue sino hasta el quince que Esparza fue la que quedó con la boca abierta cuando por decreto fue electa Miss Nuevo Relleno Sanitario.
Los vecinos de Orotina gritaron y lloraron –llanto natural, esta vez-, y se congregaron en el templo para presenciar por televisión el discurso del
ministro en el cual, se les confirmó la exoneración de sus terrenos como depositarios de lo que nadie quiere en sus casas. El padre puso orden y dirigió
un acto religioso de acción de gracias por intervención divina en los asuntos del gobierno.
A eso de la siete de la noche unos mil quinientos vecinos de Esparza estaban en la carretera interamericana protagonizando un bloqueo, pero la
fuerza pública ya estaba desplazando ochocientos policías antimotines y esperaban igual número de efectivos. El gobierno no estaba dispuesto a
permitir la interrupción del paso de esta carretera. Por su parte, los noticiarios no dejaban instar a los pobladores de Esparza a colaborar, a “deponer su
actitud egoísta”. Pero el lugar había sido elegido criterio más allá de lo lejano, un par de Kilómetros, de las poblaciones cercanas. El estudio de
impacto ambiental no se había hecho. El presidente dijo, como quien no quiere la cosa, el estudio aún no se había realizado pero que sus resultados
serían positivos...
-¡Ves!, le dijo Única Oconitrillo a Momboñombo Moñagallo cuando el leía las noticias, ...si hay estudio, pero está sin hacer....
Los diarios del diecisiete de enero amanecieron con grandes titulares, pues la violencia había estallado en Esparza. Las fuerzas de seguridad
lanzaron contra los vecinos granadas de gas lacrimógeno, e hizo su aparición un tanque-bomba de agua, que seis meses atrás aún dormía el sueño de
los justos en un rincón del aeropuerto internacional. Veinticinco metros de altura desde su punto más elevado llenaron de pánico a los vecinos que
bloqueaban las calles. El tanque había venido de Estados Unidos (¡quién lo diría!) hacía cosa de veinte años, prestó servicios de urgencia diez años en
el Departamento de Bomberos del aeropuerto Juan Santamaría y fue dado de baja. Pero fue descubierto por oficiales de policía inspirados en los
programas de televisión, y el gobierno le dijo: “¡Tanque, levántate y anda!”, además de una inversión de dieciséis millones de pesos en su reparación,
en la reconstrucción de su motor diesel de ocho cilindros, la caja automática y reparaciones en la cabina para disparar agua desde ahí, a través de una
manguera muy gruesa, a cuatrocientas libras de presión. Cuando el tanque entra en acción lo acompaña un vehículo cisterna que lo abastece con dos
mil litros de agua.
Los gases y el dúo dinámico de los carros de agua despejaron el área en cuestión en ocho minutos. Los vecinos huyeron heridos, mojados,
humillados y ofendidos, e intoxicados por los gases al punto que fueron necesarias cuatro unidades de la Cruz Roja para atenderlos. Entre los
perjudicados se contaban tres recién nacidos aseguraron los diarios. Un reportero que había venido cubriendo los acontecimientos desde días atrás,
aderezando las informaciones con criterios personales no muy autorizados, fue alcanzado durante el enfrentamiento por un proyectil contra su cabeza,
y le removieron la sangre junto con sus apreciaciones personales.
Todo se lo leía en voz alta Momboñombo a Única y ella hacía un esfuerzo sobrehumano para compartir la preocupación con su marido sin lograrlo
del todo, en parte porque ya se le había pegado el ‘carpe diem’ de los buzos desde hacía muchos años...
-El señor proveerá, Momboñombo, no te pongas así. Vos sabés que así es todo en este país, un pleito, un agarronazo y después todo sigue como si
nada hubiera pasado.
-De acuerdo. Única, pero la diferencia es que hasta ahora nunca habíamos visto que la policía utilizara esos métodos para dispersar a la gente, ¿no
oíste?, no eran criminales los que estaban protestando, eran los propios vecinos del lugar y habían mujeres, niños y ancianos como vos y como yo, y
los fumigaron a todos porque de un día para otro les avisan que el nuevo basurero lo van a tener en su comunidad, en Cabezas de Esparza, como quien
dice, Única, en sus cabezas. Yo te lo he estado diciendo, nos van a echar de aquí y no va ver para dónde irse. Pero aquí nadie me hace caso, todo el
mundo está ahí esperando que pasen los nublados del día y nadie se preocupa...
-Eso de los nublados del día se debe al nuevo frente frío que amenaza al país..., apuntó El Bacán quien leía sin entender mayor cosa de un diario de
esos días.
-Lo peor de todo es que en este enredo de lo de la basura, todo el mundo tiene razón y todos están equivocados. Mirá, Única, los vecinos de por
aquí de Río Azul, San Antonio, Tirrases y todos esos, tienen razón llevan veinte años soportando esta barbaridad si tregua...
-¡Ay!, no sea ingrato Momboñombo no le digás barbaridad, ¿no ves que aquí vivimos? -protesto Única.
-Sí que le digo barbaridad, porque si no, decime ¿cómo se le puede llamar a eso de vivir entre la basura?, y no me digás que es que yo no soy un
buzo profesional y que todo eso es porque todavía no me he acostumbrado... Pero bueno... Después, por otro lado, cada día hay más basura y no hay
donde botarla y la gente le exige al gobierno una solución inmediata y el gobierno dice que no hay plata como reciclar la basura que sería lo más
lógico...
-Lógico…lógico...lógico..
-...Pero si hay plata para hacer un tanque-bomba del tamaño de un dinosaurio... Sí, sí, Bacán, ya sé, “Dinosaurio...Dinosaurio...Dinosaurio”.
Y ahí siguió el viejo con su cháchara, hablándole a El Bacán porque Única ya se había hastiado de escucharlo y se había ido a sus quehaceres.
Tenían que reorganizarse después de lo de la huelga de los recolectores, que además de lograr su objetivo, había dejado que toda la basura de una
semana se pudriera en las calles de San José y, aunque parecía un chiste de mal gusto, su hedor era desagradable aun en el basurero.
Momboñombo Moñagallo se estaba obsesionando con el tema del basurero; andaba de mal humor esos días y comía menos ante los ojos
preocupados de Única, que optó por esconderle los diarios, pero llegaban tantos ejemplares cada día, que era casi imposible que no los leyera.
-¡Es que así son todos los hombres… entre más viejos más necios!...
-¡Te oí, Única, te estoy oyendo!, pero el día que nos vengan a sacar de aquí y nos pongan en media calle sin techo y sin sustento, vas a ver, y vas a
tener que decir... ‘Momboñombo tenía razón’; pero como uno aquí es como un muñeco pintado en la pared… Pero vas a ver… esto de la basura se está
poniendo color de hormiga; por un lado, el gobierno no da el brazo a torcer: que reciclar costaría un ojo de la cara, por otro, el Ministro de Seguridad
promete mano firme, por otro, los vecinos de Esparza dicen que van a seguir metiendo cabeza hasta lograr algo, por otro, el resto de los ticos se pasa el
problema por el culo, por otro, todos dicen que el Presidente metió la pata, por otro, todos el mundo está hasta el cuello con la basura, por otro, todas
las comunidades zafan el lomo cuando les hablan del relleno, finalmente, todos dicen que tendrán que pasar sobre sus cadáveres para ponerles el
basurero en su vecindario, y nosotros estamos hasta la nariz de porquería... Como ves, Única, no se ha quedado quien no tenga involucrada alguna
parte del cuerpo en el problema.-
-¡Momboñombooooo, callaaaaate, ya no te agauntooooo!- Y el viejo se levantó y salió del tugurio refunfuñando y pensando que tal vez era cierto
que aún no se había convertido en un buzo auténtico, que todavía le quedaba un gramo de conciencia para detenerse a pensar que lo del relleno en
Esparza era una locura, que le saldría carísimo al país, que aquello iba aparar en un montón de pequeños rioazules por todo San José en los llamados
‘centros de transferencia’ como explica el periódico, es desde donde cada comunidad va a empaquetar la basura para enviarla a la Estación del Pacifico
donde nuestro desvencijado ferrocarril la llevara a pasear por todo lado hasta llegar a Esparza, donde... ¡Como no se venga otro terremoto y reviente el
relleno y quede todo el mar lleno de porquería... ,o no se vuelque el tren...!, y... El viejo alzó la vista en ese momento. Era ya tarde noche y había luna.
Una luz pálida simulada las fosforescencias de las olas del mar conforme la luna cruzaba el basurero en una lenta consumida de brazadas impasibles,
que clarifican la turbulencia y daba la impresión de que se le podía ver el fondo al estanque de las ilusiones vanas, al paso de Selene desnuda.
Momboñombo se quedó como hipnotizado viendo el paisaje nocturno en la quietud de una de esas noches sin camiones recolectores ni la ubiquidad
de los buzos. Silencioso y sin luz artificial, hasta el basurero adquiría cierto encanto apocalíptico donde miles de luciérnagas sin intermitencia, igual
una lata de gaseosa o la envoltura de los cigarrillos, o una moneda, o el tesoro sumergido de un galeón, recolector fantasma de las basuras de los
tiempos, navegando solo para que la historia tu tuviera donde botar lo que le estorbaba.
Todo brillaba diáfanamente atravesando con su luz el hedor, como con un filo sin daga.
El viejo contemplaba de cuclillas, luego avanzó un poco hasta uno de esos troncos de playa desde donde se mira al mar, un estañón hundido a lo
largo a lo largo hasta la mitad. Se sentó y se le apaciguó el espíritu. En eso sintió el abrazo de Única, que había salido a buscarlo envuelta en su
cobija.
Antes de abrazarlo lo había observado un rato. Se envolvieron ambos en la cobija y se quedaron mirando lo que parecía ser un pesquero en línea del
horizonte. Ella se agachó a alcanzar una lata de coctail de frutas que flotaba por ahí y se llevó al oído, después se la puso a Momboñombo en su oreja
para que escuchara dentro el eco de las olas...
-Dicen...,- le dijo Única, -que si uno se pone un tarro en la oreja puede oír el ruido de los tractores.
Él tiró lejos el tarro y se besaron salobremente, como saben las bocas de los que se besan en el mar.
Los Moñagallo regresaron reconciliados con el mundo a su catre matrimonial a tratar de dormir el resto de la madrugada para reponer fuerzas que
serían necesarias en la lidia del día siguiente.
Los días se pasaban hasta de tres en tres sin que hubiera forma alguna de enfilarlos en el mecanismo rígido de la semana, sobre los rieles de los
meses, en la ruta de los años. Momboñombo siguió leyendo los diarios, pero trató de hablar menos de la cosa, sobre todo con Única porque no quería
hacerla sufrir, no con el problema, pues nadie sufre lo que no vive y, definitivamente, Única estaba tan al margen de la información que lo que él le leía
le parecía como si se tratara de otro basurero, en otro país y en otro planeta. Pero enero no se fue invicto... los vecinos de Esparza anunciaron que el
documento legal contra el basurero estaba casi listo y que eso significaría un recurso de amparo en la Sala IV; también amenazaron con tomar fuertes
medidas si el gobierno no deponía el decreto.
Por su parte, el gobierno había adjudicado la construcción del relleno a una compañía extranjera, y a esas alturas ya se estaban iniciando los
trámites para empezar lo estudios de viabilidad del proyecto, con una inversión inicial de entre cuatro y cinco millones de dólares, para una virtual vida
útil de treinta años del relleno, y para beneficio de los trece cantones de San José y cuatro de Cartago; pero a costo de la imagen y los problemas
ambientales, por añadidura, de la comunidad de Esparza.
Para un bando la cuestión se reducía a que algo había que hacer con la basura; para el otro, que fuera lo que fuera no podía ser en nuestra
comunidad, porque además... “¿A cuenta de que tenemos los esparzanos que tragarnos la basura de San José y Cartago?, si ya tenemos suficiente con
el mar, que lo tienen hecho un basurero al pobre...”
Le daba miedo... A veces le daba mucho miedo. Sobre todo cuando se le ocurrían esas cosas mientras estaba buceando. También le daba mucho
miedo cuando se descubría a si mismo después de un par de horas de buceo y se encontraba con un extraño que había buceado automáticamente,
mecánicamente, como se debe bucear, porque como buceaban todo ahí, o casi todos, o algunos, porque como dicen que ‘cada cabeza es un mundo’
tampoco podía el asegurar que nadie pensara en algo por simple que fuera mientras buceaba. Pero él los veía a todos y en todo veía esa misma
expresión en la mirada, todos, todos, desde su Única Oconitrillo, hasta el buzo que le resultaba más desconocido.
Ahora podía distinguir entre un mendigo y un buzo sentados uno al lado del otro en sus harapos: el mendigo alza automáticamente la mano con la
palma hacia arriba. El buzo la baja con la palma hacia abajo y los dedos como independientes, listos para agarrar. La mirada del buzo está conectada
a su mano; la del mendigo está dirigida hacia aquel a quien apunta su súplica. Pero en apariencia, los dos son idénticos, y como ambos son flora
intestinal en el digestivo de la sociedad que poco ha ido perfilado como su cometido el fagocitarlo todo para después hacerlo mierda, el mendigo es
una parásita que espera paciente la savia, mientras que el buzo es una planta carnívora despidiendo el aroma que atrae a las moscas, tomando sin pedir
lo que la gente desecha...
Pero a Momboñombo Moñagallo le daba mucho miedo porque lograba intuir que estaba elucubrando sus últimas ocurrencias, que poco a poco se le
iría incorporando más y más comportamientos de los buzos, y el más alarmante era ese... el de bucear horas de horas con la mente en blanco, con los
cinco sentidos, uno en cada dedo, aguzados pensar con la mano que revolcaba entre la basura. La mano había aprendido a ver con ojos de rata, a oler
con percepción de zopilote, a degustar con lengua de mosca, mientras allá arriba en su cabeza, el oído se cerraba con la ignición del motor de los
tractores, el olfato había muerto hacía varios meses, los ojos dormían abiertos una suerte de vigilia de zombie de la que cada vez resultaba más difícil
salirse. Se estaba volviendo cómodamente autista durante las jornadas laborales y solo de tarde, casi noche, le empezaba a interactuar con su familia.
Le llegaban destellos de conciencia y se estremecía del miedo de haber muerto ya hacía cinco meses y llevar ese tiempo de huésped del infierno; pero
algo lo hacía desechar su teoría: en el infierno no podía haber tanta ternura hirsuta, ni cariño en bruto de parte de su esposa y su hijo ni la amistad que
le prodigan los pocos de abordo, ni la indiferencia de los muchos de los de paso.
-Única, me está empezando a picar el culo... Vámonos de aquí antes de que nos echen, porque que nos echan nos echan.
Pero ella siempre lo consolaba diciéndole que no empezara otra vez con eso, que no los iban a echar, que ¿adónde irían?, que eso era el único hogar
que El Bacán había conocido en toda su vida, que ahí se quedaría la Llorona y nadie la iba a cuidar...
-El Oso Carmuco la va a cuidar... ¿O no te has dado cuenta como la cuida a veces en su casa...?
-¡Ay, que Momboñombo este más mal pensado!, él lo que cuenta es que la confiesa y a ella le gusta...
-¡Por favor, doña Única Oconitrillo!, no me decepcionés... ¿Acaso no te has dado cuenta de que la confiesa dos o tres veces por semana?
-Cállese, Momboñombo, que lo va a castigar Dios por hablar así… Además, ella está loca y favor que le hace si hace eso que estás diciendo.
La clausura del botadero estaba volviendo a ser noticia pero esta vez para comenzar la marcha de su demora.
El Presidente se había comprometido a que el nuevo relleno comenzaría a funcionar el primero de junio y los vecinos de Río Azul a cerrar el viejo
basurero el treinta de abril; pero las reparaciones en la vía férrea, en el tren, en el terreno de la finca en Cabezas de Esparza, y un sin número de
detalles y millones de pesos, hacían previsible la imposibilidad de su cierre para esa fecha.
Por ese entonces atacó un segundo frente frío al país a menos de quince días de concluido el anterior que registro temperaturas de hasta trece grados
centígrados en el Valle Central y, de nuevo, El Bacán se quería volver al revés de los ataques de tos. El frío le afectaba y le debilitaba sus ya de por si
débiles pulmones. Única se pasaba la noche en vigilia friccionándolo con los ungüentos rancios y los bálsamos añejos que recogía, pero El Bacán solo
lograba dormir si le calentaban el pecho con agua casi hirviendo en una bolsa de hule para ese efecto, que llegó sin su tapa al basurero.
Única se las ingeniaba para taparla con un tapón de corcho envuelto en un pedazo de plástico asegurando con ligas, pero una vez el tapón había
cedido y a eso se debía la cicatriz de quemada sobre el hombro derecho del niño, desde entonces había que esperar a que estuviera muy cansado ya
para ponérsela sin que se negara.
A Única también le afectaba el frío, pero en sus piernas, y a veces hasta pasaba renca durante todo un frente frío sin dejar por ello de bucear a
diario.
-Hasta el frío nos jode en este lugar...! Quién lo diría, que en el mero infierno íbamos a tener que calentar agua para un resfrió...!
Pero la responsabilidad de cuidar a la familia inyectaba nuevas fuerzas en el aprendiz de buzo. Era como si eso lo sacara del letargo en el que caía
los más de los días, idénticos a sí mismos como latas comprimidas.
El año había empezado frío, como con ganas de seguir en las mismas del anterior; pero durante febrero, el tema del basurero iba dejando de ser
febril. Se hablaba más de las posibilidades de reciclaje, pero solo a un nivel meramente teórico, con esas cifras que nadie puede entender, como eso de
que en Costa Rica se desperdicien tres millones de botellas plásticas por mes... ¡Treinta y seis millones de botellas plásticas al año... coño! Eso quién lo
entiende, porque nadie las puede ver todas juntas. También se hablaba de la cloaca a cielo abierto en lo que se habían convertido las redes
hidrográficas de la GAM, y de los ríos María Aguilar, Virilla, Torres, Tiribí, Segundo, Grande, Ocloro y Tárcoles, así como las quebradas Lantisco,
Negritos, Bermúdez y Rivera, que cruzan Alajuela, Heredia y San José, que sencillamente estaban agonizando. Todo tipo de desechos iban a parar a
ellos sin reparo alguno: llantas de autos, la mierda de todos, las mieles del café de las industrias cafetaleras que significan el sesenta por ciento de la
contaminación fluvial, los desechos químicos, los casi mil galones de bunker, que en un accidente fueron a parar a la quebrada Rivera y provocaron un
incendio.... ¡se nos quemó un río!... Todo ello hacía pensar a Momboñombo que cualquier parte del país a donde huyera con su familia sería igual que
estar en casa, porque al fin y al cabo, todo el país se estaba convirtiendo en un basurero y no había ya ni un solo habitante que pudiera jactarse de no
tener algo de buzo aun en lo más íntimo de su corazoncito, porque todos, absolutamente todos, nos vemos obligados a bucear en las profundidades del
humo de los escapes en busca de un poco de aire para respirar; todos, absolutamente todos, nos vemos a bucear en las profundidades de las aguas
contaminadas en busca de algo beber; todos, absolutamente todos, nos vemos obligados a bucear entre la basura que hablaban los políticos en busca de
una actitud sincera que reflexione auténticamente. Pero ya estaba llegando el momento en que Momboñombo Moñagallo olvidaba casi
inmediatamente las ideas que le venían a la cabeza; a menudo le sucedía que en instante mismo en que se le enmarañaba en la lengua y terminaba por
no decir nada más que un enredo de murmullos que se callaban cuando Única se desesperaba y le gruñían un “deja de hablar con el diablo, carajo.”, y
surtía el efecto de un exorcismo porque el viejo como que reaccionaba y se le ordenaban un poco las ideas.
Pero mal consuelo era atisbar que ya no llegaría a encontrar entre el basurero de las palabras, la poesía reciclable de decir simplemente que no
estaba de acuerdo en reducir todo, naturaleza y todo, a la mínima expresión del desecho irretornable.
Momboñombo Moñagallo se propuso hacer algo antes de que el gran botadero se tragara también su conciencia; se propuso salir de ahí, sacar a su
familia, dar la lucha, erradicar el buceo... en fin, se estaba poniendo senil.
No escatimó esfuerzos por explicar la situación a los buzos de la manera más clara posible. Sin embargo, y por más que todos insistieran en que si
comprendían la cosa, algo en sus caras, o más bien en sus ojos no dejaba de preocuparlo. Ellos no estaban entendiendo lo grave de los
acontecimientos; para ellos la cosa se limitaba a una rabieta más de la comunidad de Río Azul y como siempre, la policía llegaría a poner todo en
orden y ya, todo en el basurero volvería a su inmundo cauce.
Momboñombo decidió dejar de hablar y comenzar a escribir. Él nunca le había escrito una carta a nadie ni la había recibido de nadie. Había leído,
eso sí, la correspondencia escogida de Hesse, alguna que otra carta que escribiera o recibiera Neruda y una carta por ahí y otra por allá de las que
circularon entre los literatos, por lo que tenía en alta estima el arte de la correspondencia, pero él nunca había escrito ni siquiera un telegrama, lo cual
no fue óbice para que tomara algo del dinero reunido en esos días y se dirigiera a la pulpería. Volvió con un cuadernillo escolar de veinte hojas de
caligrafía, porque no había otro, y un lapicero azul; se acomodó en casa del Oso Carmuco porque ahí no llegaría El Bacán a interrumpir ni a demandar
atención y porque el Oso Carmuco había rescatado hacía tiempo un escritorio de madera de esos que usaban antes en las escuelas y que ahora son
cotizadas o por los coleccionistas de antigüedades, o por los recolectores de basura. Se sentó cómodamente en una silla improvisada y escribió algo
así después de la fecha:
Muy respetuosamente le mando esta carta para ponerlo al tanto de un gravísimo problema que usted ya conoce.
Mi nombre es Momboñombo Moñagallo, o mejor dicho, mi nuevo nombre, pues lo uso desde el día en que me vine a vivir aquí al precario de Río
Azul entre la comunidad de los buzos.
Nunca antes había escrito una carta, ni una carta ni gran cosa. La ortografía va de memoria, eso si todavía no me falla, y las oraciones ahí van,
como Dios quiera.
Por lo que he estado leyendo los últimos meses de la clausura del basurero, me veo en la necesidad de hablar en nombre de los que conformamos
la comunidad de los buzos. Como usted ya sabe, habemos cientos de personas que vivimos de lo que la gente bota a la basura y aunque como dice
doña Única, mi mujer, que más de la mitad de lo que la gente bota no es basura, sea como sea, la verdad es que nosotros vivimos de eso.
No es que nos opongamos al cierre del basurero, no estamos ni a favor ni en contra, sino todo lo contrario.
Nosotros estamos de acuerdo con los vecinos de Río Azul y San Antonio de Desamparados, ya aquí no se puede vivir de la hediondez y el
mosquero. Pasamos enfermos todo el tiempo, El Bacán, mi hijo adoptivo, padece de un asma que ni para qué le cuento, a veces no nos deja dormir de
los ataques que le dan, y eso es por vivir aquí en el precario porque nunca hay aire puro para que corra y juegue. Mire, Señor Presidente, yo nunca
había padecido de nada, solo una vez tuve una gravedad pero eso fue hace muchos años y ya ni me acuerdo de que fue, pero apenas me vine a vivir
aquí padezco de los bronquios que es un gusto y me salen salpullidos por todas partes y eso es porque aquí el aire es malsano.
Entonces, para que usted vea, soy de la opinión de que el basurero hay que cerrarlo, pero es que no es ese el problema, el problema es que, y no sé
si usted ya se ha puesto a pensar en eso, el problema es que ¿qué vamos a hacer nosotros? ¿de qué vamos a vivir cundo el basurero la cierren?, porque
sería muy fácil decir que es que nos vamos a cambiar de casa, que ahora vamos a vivir en Esparza o en Puntarenas, o donde pongan el basurero, pero
como usted sabe, porque lo dicen los periódicos todos los días, el basurero va a ser privado, o sea que lo más público del mundo que es la basura,
ahora resulta que va a ser privada y dicen que no nos van a dejar ni vivir ahí, que sería mucho mejor que aquí porque el mar está cerca y el aire del mar
es bueno para los bronquios, ni nos van a dejar ir a bucear allá, y es que no es ese el problema, el problema es que si existiera otra cosa que nosotros
pudiéramos hacer para ganarnos el pan, pero mucha gente aquí no sabe ni leer ni escribir ni hacer otra cosa que rebuscarse una platilla con lo que se
encuentran en el basurero. Yo le escribió esta carta porque aunque usted dice que el basurero de Río Azul está tan solo a cinco Kilómetros de Casa
Presidencial y que ahí no ha pasado nada, tal vez usted no sepa lo difícil que es para nosotros ganarnos el pan. Los que vivimos aquí tenemos que
aguantarnos el mal olor y las cochinadas de los zopilotes, las moscas y las cucarachas que son peores, porque por lo menos las moscas duermen, pero
las cucarachas trabajan jornada continua y hay de noche y de día. Y los que bucean por las calles de San José, no solo se tienen que aguantar que de
todo lado los corran porque riegan la basura, sino que también viven respirando el humo de los carros y esa es otra porquería que enferma al agente.
Mire, Señor Presidente de la Republica, el caso es que no está bien que hayamos personas que tengamos que vivir entre la basura, pero tampoco es
el caso de que a todos va a estar en manos de la empresa privada. Yo he oído eso de que la empresa privada produce libertad y no estaría nada mal que
nos liberaran de vivir aquí como presos, porque nuestra única falta es hacer nacido pobres, pero tampoco se puede decir que uno es libre si se está
muriendo de hambre. Yo he leído muchas veces eso que dijo San Guineti de que donde hay un costarricense, este donde este, hay libertad, y será que
yo no soy muy religioso que digamos pero yo a ese santo no lo conozco y por eso me atrevo a contradecirlo, porque aquí habemos muchos
costarricenses y ninguno es libre, todos pasamos más penurias que los que están en la peni y todos somos más esclavos de lo que usted se imagina, es
como si estuviéramos amarrados de pies y manos a este basurero y ahora que los periódicos dicen que lo van a cerrar, imagínese usted, es como si de
pronto Dios mandara a decir que va a cerrar el mundo y que lo va a pasar para Marte, imagínese usted, que haríamos nosotros. Usted me podría decir
que ya hay cohetes para ir a Marte, pero y si el mundo que va a abrir allá fuera privado, ¿qué? Porque nosotros también tenemos pies como para ir
caminando hasta el nuevo basurero, la cosa es que si no nos van a dejar entrar ¿para qué nos sirven?
Yo soy un caso aparte, yo me vine a vivir aquí en parte porque me dio la gana, yo me boté a la basura, pero aquí hay tanta gente, como El Bacán,
por ejemplo, que nació aquí y este es el único mundo que conoce. ¿Qué va hacer El Bacán?, lo único que él sabe hacer es leer, ¿de qué va a vivir
cuando le faltemos Única y yo? Y así hay tanta gente que sólo vive de los que los demás botan no sé si me entienden, yo les digo que tal vez hablando
con usted algo se pueda hacer, yo les digo que yo hasta conocí a su papá, que tal vez usted me quiera escuchar porque aunque estemos tan cerca de la
casa presidencial yo sé que hay cosas que no ven si uno no afina el ojo y cosas que no se huelen si uno no afina la nariz.
Tal vez lo que nosotros necesitamos también sea una de esas famosas movilidades laborales de las que tanto hablan los diarios, para que nos
pongan a trabajar en otra cosa y nos den garantías sociales, porque por aquí no se arrima nunca un médico ni un trabajador social, aquí no se arriman ni
siquiera esos panderetas que andan en los buses hablándole a la gente de la perdición de sus almas, mientras hay aquí cientos de almas que se están
muriendo pero de hambre y de asma. Tal vez si usted nos consiguiera trabajo en otra parte donde nos enseñen a hacer algo útil, claro, y mientras
nuestros niños pueden ir a la escuela, y que nos den una casita humilde pero por lo menos mejor que los cartones y las latas de cinc en las que vivimos,
y entonces si quieren privatizar la porquería que la privaticen, pero sin dejarnos sin sustento a todas las personas que vivimos aquí.
Usted podría pensar que qué nos va a poner a hacer, si no sabemos hacer nada y que como nos van a dar casitas a nosotros que todo lo destrozamos
para venderlo; pero piense primero que nada de eso lo hemos hecho los pobres por malos que somos o por mal agradecidos, no cuando un pobre hace
eso con la casa que le regalaron, es sencillamente porque no sabe hacer otra cosa, eso lo hace como por un instinto pero no natural sino aprendió, yo sé
que no hay instintos aprendidos, pero le pongo el ejemplo porque yo creo que así es como funciona la cosa, como un instinto aprendido. Pero si usted
nos consiguiera buenas condiciones para que no tuviéramos que hacer esas cosas, yo le garantizo que algo bueno podría salir de todo esto, sobre todo
porque esta gente de aquí es gente que si se adaptaron a vivir entre la basura, ya no hay a que no se puedan adaptar y es solo un poquito de educación
lo que necesitan. Yo que ya llevo varios meses viviendo entre ellos le podría ayudar, con mucho gusto, a ver por donde comenzamos a educar a esta
gente, porque son buenas personas, lo malo es que se visten muy feo y no se bañan y huelen muy mal, aunque ya a mí no me huelen a nada, pero eso
no es culpa de nosotros porque aquí ni agua hay, pero si usted los conociera vería que yo tengo razón y que no es justo que hayan gentes que tengan
que vivir así. Lo demás me gustaría decírselo personalmente, por lo que espero que usté nos conteste pronto esta carta y nos escuche.
Momboñombo Moñagallo.”
El viejo salió tan contento de lo del Oso Carmuco que apenas se aguantaba las ganas de decirle a toda la comunidad que ya estaba resuelto
el problema.
Se envalentó, tomó un poco más de menudo y salió sin decir nada a nadie; eso sí, se lavó los dientes antes de partir.
Bajó la cuesta, pasó el puesto de vigilancia de la entrada, saludó a los guardias, caminó pasando la mano por la malla del patio de la escuela y llego
por fin a la parada del bus de San Francisco-Río Azul; esperó cuarenta y cinco minutos y lleno de emoción tomó el autobús sin percatarse de las
miradas de repudio de la gente.
El viejo iba sentado en el primer asiento y sentía de pronto como pequeños mareos de puro desacostumbrado que estaba a eso de andar en bus.
Escucho atentamente un barullo que se le coló por el embudo de los oídos... ¡era música! No escuchaba música desde el día de su llegada al precario;
se emocionó más aún: -¡Un bolerazo de mis tiempos!...
El viaje hasta el centro de San Francisco de Dos Ríos se le hizo eterno de la premura. Se bajó, cruzó la calle y esperó otra media hora el autobús de
la periférica que lo llevó a trompada de loco hasta Zapote, donde se bajó y comenzó a caminar hacia Casa Presidencial.
Una vez enfrente de los grandes portones negros, Momboñombo pidió a los guardias que lo dejaran entrar porque tenía una carta muy importante
para el Presidente. Pero los guardias solo vieron a un viejo en harapos, maloliente y desaliñado, con un mugriento cuadernillo en la mano. Les hizo
gracia, pero solo le dijeron que no era posible porque el Señor Presidente estaba muy ocupado, que volviera otro día. Sin embargo, ante la insistencia
de Momboñombo, los guardias aceptaron entregarle personalmente la carta al Presidente y el viejo lo agradeció en el alma.
Regresó a pie; el precio de los pasajes era exorbitante para un buzo. A la vuelta encontró a Única desconsolada llorando porque Momboñombo se
había ido para siempre, pero apenas lo vio comenzó...
-¡Vos lo que querés es volverme loca!, a ver, ¿adónde diablos andabas?, todo el día quien sabe dónde y uno aquí preocupada pensando lo peor....
Pero el viejo venía de tan increíble buen humor que ni se impacientó con la regañada de que estaba siendo objeto; se sentó y comenzó a contarle a
la concurrencia su ocurrencia, y cómo esperaba respuesta a su carta muy pronto, apenas la leyera el Señor Presidente.
Entre los buzos tuvo gran impacto; se habló de que Momboñombo, “ahí donde lo ve”, le había escrito una carta nada menos que al Presidente.
Para todos, aquello sonaba poco menos que estrambótico, más aún, sin pies ni cabeza; hasta ellos que se mantenían a una distancia prudente de lo
socialmente aceptable, consideraron una demasía del viejo lo de la carta, pero no dejaban de sentir orgullosos de que Momboñombo quisiera
defenderlos en caso de un eventual ataque contra el basurero, como lo entendieron ellos, sin llegar a percatarse siquiera de que Momboñombo estaba
totalmente de acuerdo con el cierre y la desaparición de este. Eso no había quedado claro. La parte de la propuesta de un cambio de vida para los
buzos ni siquiera la escucharon; pero las actitudes de apoyo le levantaron el ánimo al viejo hasta el punto de sentirse redentor de aquella estirpe
paralela a la humana.
Única le propuso un trato, o una prueba de fuego más bien...
-Ahora que mandaste la carta, Momboñombo, prométeme que te vas a sosegar, que vas a dejar de andar por ahí con cara de bobo pensando solo en
desgracias y que vas a trabajar con gusto porque el trabajo es sagrado...
Y él aceptó: se aguantó los colores de marzo sin decir nada y extrañó las lluvias de octubre y noviembre, mientras veía con nueva preocupación que
no habría de ser necesaria la clausura del basurero de continuar el clima así, simplemente este se evaporaría un mediodía cualquiera en un flato
amarillento que oscurecía la luz del sol un instante mientras terminara de atomizarse. Extrañó las olas frías de enero y febrero mientras buceaba a
pleno sol de la mañana porque de no ser por su sombrero de lona, ya se le habría derretido el seso, le decía a Única, recordando a alguien que fingió
haber creído lo mismo un día que se le derritieron unos requesones que en broma habían puesto en su yelmo.
El calor secaba y reventaba la tierra del basurero dejándola hecha una red de grietas por donde se escapaban a veces pocos de gas atrapado en el
subsuelo. Lo derretían todo, alborotaba los humores fétidos de las cosas en proceso de descomposición, multiplicaba al infinito el número de moscas
que revoloteaban desde siempre por ahí, rechinaba la piel de los buzos y secaba la argamasa de polvo, sudor y mugre que los curtía; alborotaba la sed
también y hacía tan evidente la ausencia de sombras en el basurero, que los buzos habían llegado a elaborar una suerte de tiendas de campaña con sus
sábanas y los trapos que hallaban, de modo que cada cierto tiempo se iban a meter ahí para evitar la insolación. Hasta el Oso Carmuco se
desembarazada de su trapo púrpura por esos días para sobrevivir al calor y volvía a sus harapos de civil, con la certeza de que todo el mundo
comprendería.
Para su tranquilidad, Momboñombo, durante el mes de marzo no encontraba mayor información en los diarios; el tema del basurero se había
calmado bajo el entendido de que el treinta de abril estaría cerrado para siempre, por lo que las esperanzas del viejo lo llevaban a ocupar su mente
volátil en las ocupaciones futuras de los buzos una vez que se hubiera operado el milagro de la multiplicación de la justicia y su reinserción social.
Él pensaba que El Bacán aprendería rápidamente en la escuela... bueno, ya estaba un poquito crecido para la escuela, pero en una de esas que
funcionan de noche... eso, claro, si Única lo permitía, que era lo que estaba difícil. También se llegó a imaginar que el Seminario haría maravillas en la
formación del Oso Carmuco.
-¡Te imaginás, Única!, vos y yo en una casita propia, con jardín y de todo... porque todavía podemos trabajar mucho tiempo. Todo es cuestión de
que el gobierno nos dé un empujón y...
Pero marzo, perecedero y biodegradable, cumplió el promedio de vida normal de un mes cualquiera y murió heredándolo a abril sus tareas
inconclusas...
La respuesta no llegó, como era absolutamente previsible, y Momboñombo no dejaba de atribuírselo a la negligencia de los guardas.
-Tuvieron que ser ellos, porque si el Presidente la hubiera leído, nos habría contestado hace tiempo. Pero ellos no se la dieron, Única, fue culpa de
ellos...
-¿Y no sería que no te lavaste los dientes ese día, antes de ir a hablar con ellos?
-¡Pero claro que me los lavé, y dos veces! Lo que pasa es que me lo ven a uno pobre, entonces no le dan importancia...
-¿Y no sería que pusiste alguna grosería en la carta y el Presidente se resintió con vos?
-No, no nada de eso. Si vieras lo que me costó acordarme de las palabras de domingo para que me quedara bien bonita. Lo que pasa es eso, que
antes uno podía ir a buscar al Presidente y hablar con él porque te lo encontrabas en pleno San José discutiendo con los ciudadanos las cosas del país...
-¡Ay, Momboñombo!, pero vos estás hablando del año del pedo, ¿Cuánto hace de eso?, ¿de cuál presidente estás hablando?-
-De cualquiera, Única, la cosa es que antes si se podía pero ahora, si uno no tiene plata no es nada...
-Eso sí que no, no es hora, eso ha sido así siempre desde que el mundo es mundo y las cosas no van a cambiar solo porque a vos se te ocurre.
-¿Pero, que le cuesta?, Única, ¿qué le cuesta venir un día a hablar con los pobres, no con los vecinos de Río Azul nada más, sino también con
nosotros? Tal vez si viniera se daría cuenta no solo del problema de que nosotros tengamos que vivir aquí, sino también de que son cientos de familias
las que viven mal. Debe ser que él nunca las ha visto, porque yo estoy seguro de que si las viera se le oprimiría el corazón y algo trataría de hacer...
-Bueno, pero, y ¿si leyó tu carta y sencillamente no te quiso contestar?, porque vos no te has puesto a pensar en eso, solo le echás la culpa a los
guardias y tal vez los pobres hasta se la fueron a dejar inmediatamente. O tal vez que no ha tenido tiempo de leerla, pero ya la tiene entre las cosas que
va a leer... ¿Por qué no le das más tiempo, otro mes?
-Ya se acabó el tiempo, Única, y no para él tiene todo el tiempo del mundo. El tiempo se acabó para nosotros... Todo está consumado, el relleno se
cerrara el treinta de abril así vos lo creas o no, porque ya no se trata de un acto de fe. Los vecinos ya no pueden aguantar más, se les enferman los
chiquillos, todo se les ensucia y se les contamina, y eso que ellos no viven aquí directamente, ahora imagínate como debemos andar nosotros por
dentro... ¡te imaginas si nos sacaran una radiografía...!, seguro saldrían puros zopilotes todos encandilados con los rayos x.
E tiempo se nos acabó, la mierda ya le llegó a la nariz a todo el mundo. Los vecinos de Río Azul tienen razón, los de San Antonio de
Desamparados también y los de Esparza ni se diga, porque allá la cosa apenas va a comenzar y nadie sabe cómo va a ser. Ahora lo que sigue es el
‘dime que te diré’ entre el gobierno y los vecinos de Esparza, porque, como ellos dicen, “si el relleno sanitario va a ser tan moderno y no le va a causar
molestias a nadie, entonces ¿por qué no lo ponen en San José y con eso no tienen ni que gastar en transporte?”, ah, pero no, ahí hay gato encerrado,
Única, por Dios, por algo no lo ponen aquí en ‘Chepe’, porque si no, cuál sería el inconveniente, si da lo mismo que este en Esparza que en la sabana,
si total, no va a molestar a nadie... Eso es lo que la gente no termina de entender. Además de eso, claro, está la cosa de que ¿a cuenta de que tienen
ellos que aguantarse la basura ajena?, porque es como cuando, no sé si vos te acordás, los gringos querían venir a botar su basura aquí a Costa Rica, y
eso si era cosa seria, Única, era un barco del tamaño de San José que iba a venir hasta la mierda de basura... y ¿qué?, que la gente se paró de pestañas y
nadie aceptó... bueno, hasta donde se sabe, porque aquí llega tantísima basura en inglés que a lo mejor si aceptamos sin darnos cuenta.
-Ah, Momboñombo, a veces te oigo hablar y me parece que estoy oyendo a un comunista...
-¡Qué comunista ni qué mi agüela!, no sabés vos que hasta los rusos se tiraron a la basura y ahora lo que tienen es un viejo gordo que lo único rojo
que tiene son los cachetes, que cambiaron a la mama por un burro... pero ¿qué vas a saber de esas cosas...?
Yo lo único que vengo diciendo desde hace tiempos es que en este problema no hay quien no tenga algo de razón, ni quien no esté equivocado, y si
me volvés a decir que lo que pasa es que yo todavía no soy un buen buzo, te lo voy a aceptar, no soy un buen buzo aunque ya parezco el papá de todos
los buzos. Lo que pasa es que ahora que asumí la responsabilidad de una familia, no la quiero criar aquí entre la basura.
-Lo que más me gusta de vos es que hablás como si tuviéramos veinte años y estuviéramos empezando... cuando decís esas cosas ¡te quiero tanto...!
-Bueno, de alguna manera estamos empezando... si nos vamos de aquí a vivir una vida más decente sería como si estuviéramos empezando y sería
muy bonito. Yo no sé cómo has hecho vos para quedarte veinte años aquí, sí, sí, yo sé que la necesidad tiene cara de caballo, pero ya no es justo y no
se trata de que uno sea un malagradecido con la vida, lo que pasa es que hay que procurarse una vida mejor.
-Eso está muy bien, lo que yo no sé es como lo vamos a hacer si de veras nos cierran el chinamo, como vos decís.
-Lo van a cerrar, tarde o temprano lo van a cerrar y algún día se van a dar cuenta de que lo único que se puede hacer con la basura es reciclarla,
como dice la gente que escribe en los periódicos. Yo sinceramente, no sé muy bien que es eso del reciclaje, pero parece que se trata de volver a hacer
que la basura sirva para algo, no solo para alimentar buzos, ratas y zopilotes, ni para que gente como nosotros viva igual que esos bichos indeseables...
VI
Marzo fue tirado a la basura con todos los honores; a su sepelio acudió la multitud de buzos de siempre y un cortejo de más de cien carrozas
recolectoras, y su heredero hizo una entrada triunfal con un titular de espanto: “RÍO AZUL CERRARÁ EL RELLENO EL TREINTA DE ABRIL.”
Los vecinos de Río Azul y San Antonio aseguraron que cerrarían el acceso a los camiones recolectores ese día para siempre y que no era de su
responsabilidad lo que sucediera, aunque aún no hubiera donde ir a deponer las ochocientas toneladas diarias que regurgita la GAM.
Los dirigentes comunales dijeron que el cierre se daría conforme a lo acordado con el gobierno, en el convenio firmado el veintidós de diciembre
del año pasado.
El documento había sido firmado por el Presidente, los Ministros de la Presidencia, de Recursos Naturales, Energía y Minas, y Seguridad, y
establecía que “el incumplimiento de cualquiera de los puntos aquí estipulados será motivo para la anulación de este convenio, quedando la parte
afectada exonerada de responsabilidad”... Pero, como decía Merulo, no todo lo que peda es culo: un Ministro de la Presidencia salió diciendo por el
periódico que las autoridades del gobierno estudiarían el convenio que él y tres ministros más habían firmado el veintidós de diciembre junto al
Presidente, tres meses atrás.
Conforme se acercaban la fecha del vencimiento del plazo comprometido por el gobierno, en la comunidad de Río Azul se vivía una tensión
insoportable, sobre todo porque era harto bien sabido que el gobierno el relleno de Esparza antes de esa fecha.
“El gobierno solo se burla de nosotros”, explicaban los vecinos de Río Azul, “Nosotros no somos responsables de que la basura no se siga
depositando aquí, ni de los problemas que se deriven. Independientemente de las medidas que tome el gobierno, y en cumplimiento de un convenio
firmado entre él y nosotros, hemos determinado poner un candado al basurero el treinta de abril.”
El Ministro de Seguridad dijo que “...a menos que la comunidad lesione los derechos públicos, como la libertad de tránsito, no intervendrá la
Fuerza Pública”, pero a los vecinos no les quedo claro de cual libertad estaba hablando el Ministro, si se refería tal vez, a la libertad de tránsito de los
camiones recolectores por la avenida del basurero. Por su parte, el gobierno lo único que podía asegurar era que antes de la fecha convenida, el
contrato con la compañía metalurgia que construiría el nuevo relleno, estaría firmado, pero la compañía esperaba la rehabilitación de cien kilómetros
de vía férrea y la construcción de un ramal de esta hacia el lugar donde sería instalado el basurero.
El seis de abril se anunció que la compañía metalúrgica había concluido ya los estudios imparciales de impacto ambiental con un resultado
favorable: nada que temer, el lugar era tan propio para un basurero que no se explicaban como no había surgido ahí uno natural desde el principio de
los siglos. Mientras, los científicos de la universidad, que también realizaron estudios, desaconsejaban la zona como sede del relleno.
La elección arbitraria del sitio para el relleno había sido salida política, no científica. Costaría una millonada de pesos al país. El relleno estaría
ubicado tan lejos de la ciudad como no lo estaba ningún otro relleno en el mundo, no afectaría los intereses turísticos de la comunidad, aumentaría
sensiblemente el costo de recolección pagado por los ciudadanos. Pero el gobierno insistía encarecidamente en que no había ya alternativas,
sencillamente no había donde ir a botar la basura, y punto.
Momboñombo Moñagallo no lo pudo resistir más. Habló con casi todos los cuatrocientos y pico de buzos del precario y comenzó a organizar una
marcha pacífica hacia Casa Presidencial.
-Solamente le vamos a ir a plantear al señor Presidente nuestra situación, nadie va a tirar piedras ni a portarse mal...
Los buzos nunca en sus vidas habían asistido a una manifestación de ninguna índole, por lo que asumieron la cosa como un paseo al que iban a ir a
acompañar a Momboñombo. Única estuvo de acuerdo, pero con la condición de que todos se lavaran los dientes porque si no, no iban a escuchar a
nadie.
El Oso Carmuco volvió a vestir su harapo púrpura porque según él, con un trapo de ese color era más fácil hablar con el Presidente.
Momboñombo andaba esos días como decía Única, con hormigas en el culo, de un lado para otro, hablando con la gente, tratando hasta el hastío de
motivar a los buzos, tratando de convencerlos de que valía la pena caminar un par de kilómetros hasta Casa Presidencial con tal de que les ofrecieran
una oportunidad. Andaba con un montón de recortes de periódicos para convencer a todo el mundo de que la recolección de basura iba a ser privada,
de que el basurero iba a ser privado, de que todo iba a ser privado, excepto el hambre, porque esa siempre había sido pública.
Los buzos lo veían ya como a un ser extraño... “¡Se le metió el agua a Momboñombo, vieron!”, y más bien les servía de diversión, lo tiraban de los
brazos y le preguntaban que cuándo era que los iban a echar de ahí, y cuando el comenzaba a explicar, todos soltaban la risa. Él seguía adelante
porque ya se había acostumbrado a las bromas de los de abordo.
Una tarde pasaba por entre los montículos de basura y descubrió a El Bacán recostado a uno de ellos: se hacía la paja fruidamente. Él fingió
haberlo visto, pero El Bacán lo saludó de lejos. Al rato lo alcanzó.
Los buzos que decidieron acompañar a los Moñagallo sumaban unos cincuenta y estaban listos con sus mejores galas. La procesión parecía la del
día del juicio, pero todos iban alegres brincando por las calles. El Bacán iba de la mano de Única, saludando a la gente a su paso. No llevaban
pancartas, ni altavoces, ni mantas, ni iban gritando consignas; solo interrumpiendo el tránsito, y revolcando cuanto basurero se les aparecía de camino.
El Oso Carmuco se puso a bailar como la giganta de los payasos, dando vueltas con los brazos sueltos y la cabeza hacia un lado. La Llorona iba con
ellos con su bebé en brazos, y todos juntos parecían una mancha caminando por las calles detrás de Momboñombo. Todos comenzaron a cantar la
conocidísima canción “La mar estaba serena, serena estaba la mar, la mar estaba serena, serena estaba la mar... con a, la mar astaba sarana, sarana,
astaba la mar, la mar astaba saraana, sarana astaba la mar, con e, le mer estebe serene, serene estebe le mer, le mer estebe sereene, serene estebe le mer,
con i, li mir istibi sirini, sirini istibi li mir. Li miristibi sirini, sirini istibi li mir, como, lo morostobo sorono sorono ostobo lo mor, lo mor ostobo
soroono, sorono ostobo lo mor, con u, lu mur ustubu surunu, surunu ustubu lu mur, lu mur ustubu suruunu, surunu ustubu lu mur, con a...”
La gente los veía pasar con la única canción que entonaron durante toda la caminata. No había quién no se detuviera a verlos pasar sin entender un
carajo de lo que estaba pasando. Algunos dueños de establecimientos comerciales comenzaron a cerrar a su paso, porque los buzos se metían por todo
lado y volvían a salir sin ningún propósito, o eran echados a empujones.
La marcha de la mancha llegó a San Antonio de Desamparados. Los niños se metían a los jardines a robar de agua de los grifos desprevenidos y
entraban a las casetillas de los teléfonos públicos a jugar; pero El Bacán iba absolutamente al margen tomado de la mano con su madre, adelante, al
lado de Momboñombo Moñagallo, cantando ‘La mar...’. Mientras, algunos buzos que venían de camino, luego de fijarse con mucha atención, los
reconocían y se les unían.
A alturas de San Antonio de Dos Ríos, una patrulla de la policía se interesó por el fenómeno y se adelantó hasta la cabeza de la marcha;
preguntaron los policías de qué se trataba aquello y obtuvieron una detallada explicación por parte de Momboñombo; tan clara y cuantiosa que su
instinto los llevó a avisar de inmediato a Casa Presidencial lo que estaba pasando y en un abrir y cerrar de portones la Fuerza Pública estaba acordando
el objetivo.
Los buzos iban cantando por la carretera entre San Francisco y Zapote, con un embotellamiento de autos a sus espaldas, con sus conductores
enfurecidos vociferando por el retraso y por la hediondez que se desprendía de aquella marcha de zorrillos apestosos. Pero eran más de cincuenta ya, y
dispersarlos en media calle se hacía difícil.
La Fuerza Pública no tardó en idear la mejor estrategia para devolver a los buzos sanos y salvos al averno de su origen, y luego de mantenerlos a
una distancia prudente explicándoles además que no podían hablar con el Presidente, el dinosaurio hizo su aparición. Veinticinco metros desde su
punto más elevado, el tanque-bomba apareció acompañado de su inseparable camión cisterna; ambos con sus panzas llenas de agua, hicieron que todos
los buzos quedaran boquiabiertos, petrificados, mirando como a una distancia de ochenta metros aquel animal antediluviano comenzaba a lanzar agua
desde la eyaculación de su manguera y los de abordo quedaban empapados aun antes de que pudieran siquiera imaginarse por qué. El Bacán se asustó
y comenzó a pegar gritos, pero se calmó cuando vio a todos los buzos tomar la cosa a la ligera y bailotear debajo del aguacero de artificio que se les
estaba viniendo encima.
Los buzos solo gritaban y brincaban empapados de pies a cabeza; tan tan mojados ya que hasta se les estaba destiñendo el color grisáceo mugre de
sus caras y sus brazos. La ropa se les estaba cayendo en tiras y cuando la manguera apuntaba más directamente, más de uno caía sentado en el
pavimento, muerto de la risa y con algún pedazo menos de su indumentaria.
Única fue alcanzada por una ráfaga de agua y se levantó directamente hacia el cordón de policías no menos mojados, se puso de espaldas y les
‘tomó una foto’: se levantó la falda y les peló el culo, lo cual fue infinitivamente celebrado por los buzos en medio de unas carcajadas contagiantes;
hasta los policías tuvieron que reír. Otra ráfaga alcanzó a El Bacán y lo revolcó por la calle; de nuevo volvió a pegar gritos y a llorar hasta que
Momboñombo lo levantó y lo puso a salvo, pero estaba tan empapado y gritando tanto que se le enronquecía la voz y se le irritaban los ojos.
Y en eso estuvieron hasta terminar con toda el agua del tanque y del camión, que no fue reabastecido por considerarlo absolutamente innecesario.
Ya todos los alrededores de Casa Presidencial, incluyendo sus jardines y el puesto de vigilancia, estaban empapados, así como las casas vecinas, las
aceras y cuanto auto atinó a pasar por ahí en ese momento. La operación tardó un buen rato en dispersar al carnaval de la miseria. Una vez agotada la
última gota de agua, los buzos comenzaron a protestar y a pedir más, pero la policía les explicó que ya no había, que era un desperdicio y que ya se
había terminado la fiesta, que se tenían que marchar; cosa que hicieron no muy convencidos.
Emprendieron la marcha mojados hasta el tuétano y ya entrada la tarde. La visita había sido todo un fracaso, pero solo Momboñombo Moñagallo
estaba consciente de ello. No pudo hablar con el Presidente, no le pudo decir que había conocido a su padre, ni presentarle a su familia ni explicarle el
problema. Iba derrotado directo a la basura, igual que seis meses atrás; pero los demás iban contentos con un ataque de asma preocupante. Llevaba
sus ropas destilando el caldo café de sus mugres acumuladas, sus cabellos, largos de nuevo, pegados a la nuca y sus barbas habían tragado agua como
esponjas; iba tosiendo y tiritando de fiebre cuando llegaron a casa ya de noche. Se habían secado de camino y estaban tan agotados todos que llegaron
directamente a dormir.
A la mañana siguiente el Oso Carmuco llegó a ver como seguía El Bacán, y encontró a Única y a Momboñombo con orejas por las rodillas. Toda la
noche en vela friccionando al niño, tratando de calentarlo, ayudándole a incorporarse para que pudiera respirar mejor. Solo lograba dormir conforme
calentaba la mañana.
Dejaron a El Bacán dormido y fueron a preparar el desayuno. Tortillas calientes y café negro desayunaron los Moñagallo y el Oso.
-Fue la mojada lo que lo puso enfermo... pobrecito mi chiquito, con esa asma que padece...
Única se lamentaba de no haber sido más precavida y Momboñombo se sentía culpable porque...
-Nadie me tenía pensando que nos iban a escuchar, Única, por Dios, todo fue culpa mía...
Deja de decir tonteras, cómo ibas vos a saber que nos iban a bañar con esa cosa, solo por ir a hablar con ese señor ni siquiera nos conoce...
-Era de suponerse, Única, solo a mí se me ocurre. ¡Ay, Única, si algo le pasa a El Bacán...!
-¡Callate, hombre!, qué estás diciendo... Él solo está resfriado, vas a ver que ahorita está bueno...
Pero pasó un día y pasó otro y El Bacán no dejaba de toser hasta el vómito y la fiebre no le bajaba. Momboñombo estaba decidido a llevarlo al
hospital, pero Única no permitía por miedo a que se lo quitaron al darse cuenta de que no tenía documentos que demostraran que era suyo.
El Oso Carmuco recogió una cuota entre la gente y compró una gallina para friccionar al niño con enjundia y para prepararle un buen caldo que
debió a sordos, a cucharaditas porque se estaba quedando sin fuerza.
Todo el precario estaba al tanto de la enfermedad de El Bacán y todos compadecían. Momboñombo salía de cuando en cuando a despejarse y a
hablar con la gente de su culpa en el asunto, y no lograba entender lo que le decían, “que nadie se imaginó lo del agua”, “que quién iba a pensar que de
puro gusto los iban a bañar de esa forma”, “que había más de un niño enfermo, claro, ninguno como El Bacán, pero que hasta los grandes andaban
moqueando desde ese día”.
Única ya estaba en el hueso de velar en el lecho de El Bacán y no había manera de que comiera lo que Momboñombo preparaba. Él tampoco
comía gran cosa y los días se pasaban sin mejoría, sin que nadie saliera a bucear, agotando las arcas, y viviendo de lo que el Oso Carmuco, la Llorona
y algunas vecinas les llevaban.
Única no se despegaba del niño, le contaba los cuentos de siempre, le cantaba las canciones de siempre y le recitaba ‘cultivo una rosa blanca’, pero
El Bacán no daba señas de estarse recuperando, ni se recuperaría.
A mediados del mes de abril, la situación se agravó pese a los mejores esfuerzos de Única y Momboñombo, se agravó hasta tal punto que él salió en
busca de un médico que, obviamente, no encontró. El viejo volvió dos horas más tarde en medio de la desesperación de no haberle parecido lo
suficientemente serio a ningún médico de los que llamó por el teléfono público de Río Azul, ni a ninguno de los que fue a buscar personalmente a San
Francisco de Dos Ríos... No había una sola barca entre tanto río y el naufragio parecía inevitable. Cuando los médicos preguntaban la dirección y el
viejo les decía que el niño se encontraba en el precario del basurero, ellos ni siquiera se reían; realmente lo tomaban como un chiste de mal gusto.
El Bacán estaba delirando de fiebre cuando Momboñombo llego a casa; cantando canciones antiguas y recitaba la recitación del jardín. De pronto
llamaba a Única, a Momboñombo, o al Oso, pero era claro que no se estaba dando cuenta de lo que pasaba.
Única estaba hincada al pie de la cama con un rosario en la mano ofreciendo novenas a las Animas Benditas y limosna para los pobres; las señoras
vecinas la acompañaban en su plegaria, en su último esfuerzo. El Oso rezaba también y la Llorona no decía nada pero lloraba en silencio.
Momboñombo lloraba mordiendo una vieja almohada, con todas las esperanzas perdidas, mientras el rostro de Única iba adquiriendo un tono
amarillento como de escultura hecha en raíz de café... Estaba delgada, enjuta, con la ropa pegaba al cuerpo, mojada en su sudor y el de su hijo, con
una mirada incrédula que se perdía segundo a segundo en una nebulosa de resignación demencial; no parpadeaba ni lagrimaba, porque ya sus ojos
estaban secos y se les veía el fondo plano y opaco, carente de cualquier misterio.
Y en medio del naufragio del género humano, El Bacán murió entre su tos y la mirada petrificada de sus padres. Tosió fuerte, respiro profundo,
gritó ‘ush’, y se fue.
Momboñombo lloraba como una hiena y se rasguñaba la cara, pero Única estaba inmóvil, ajena a los llantos de los amigos... –No hay justicia,
Única, por Dios, no hay justicia...-, gritaba Momboñombo.
-Sí hay...-, fue lo último que murmuro Única, -...pero está sin hacer...
Y luego de una noche en vela, hacia el amanecer, muy temprano aún, llevaron el cuerpo de El Bacán al centro del basurero y lo tendieron ahí,
siguiendo las indicaciones que Única daba sin hablar. Todos juntos alrededor rezaron por el alma del niño dirigidos por el Oso Carmuco quien, a duras
penas, alcanzó a confortarlo con los Santos Sacramentos. Rezaron y rezaron y lloraron y callaron con la vista fija en el cuerpo, cuya cara había sido
rasurada y sonrosada con colorete. Con la vista fija en el cuerpo del niño, todos vieron sin asombro como el basurero se lo había empezado a tragar.
El cadáver se hundía suavemente entre la tierra y la basura como en arena movediza. Poco a poco se iba cubriendo solo, hasta que quedó fuera
únicamente un mechón de cabello... unos instantes, y desapareció luego entre las fauces de la tierra.
Para cuando llegaron los operarios de los tractores y los camiones recolectores, ya todo había pasado y Única volvía a casa guiada por
Momboñombo. En menos de quince días habían envejecido años y caminaban con dificultad.
Momboñombo lloraba desconsoladamente pero en silencio, solo las copiosas lágrimas lo delataban. Pero a Única se le había petrificado el corazón
y el rostro... toda ella, y callaba. Sin lágrimas ni llanto, se le escurrían los días por el caño de su dolor; solo bebió agua de azúcar que su esposo le
preparaba temeroso de que muriera también, y entonces, esta vez él no tendría más basurero donde precipitarse, no había basurero para el basurero, y
esta vez no sería maricón y acabaría con todo de una sola vez...
-Sin hacerle daño a nadie...
No volvió a leer los diarios y no se enteró de que la comunidad de Río Azul extendió el plazo ocho meses más para dar tiempo a la construcción del
relleno de Esparza. No se volvió a enterar de nada, solo pasaban los días cuidando a Única, dándole cucharaditas de caldo cuando ella daba señales de
aceptarlo. No se enteró de un folletito cuyo borrador llegó al basurero en el elegante camión celeste en el que la Universidad aporta su cuota. No supo
que trataba del informe de Impacto Ambiental elaborado por los científicos de la U., donde se demostraba cuán errónea había sido la elección de la
finca Medina como sede del nuevo relleno, cuán política y no científica había sido la coronación de Cabezas de Esparza como nueva Reina de la
Basura. Momboñombo Moñagallo no leyó el informe y, muy probablemente no lo habría entendido tampoco, dado su alto nivel técnico y científico;
pero como no hay que ser científico para comprender ciertas cosas, seguramente el viejo habría entendido perfectamente que se trataba de un lugar que
distaba mucho de ser la ‘olla’ que el gobierno aseguraba que era; porque eso de llamar ‘olla’ al punto donde entran en contacto las aguas de marinas
superficiales que penetran por el estero Mero, con las aguas subterráneas, y las aguas recolectadas por el sistema de drenaje de la quebrada Barbudal...
¡coño!, eso como confundir el perol del arroz con la bacinilla.
Pero nada de eso decía el informe científico de la compañía metalúrgica que se ganaría unos cuantos pesos por construir el nuevo relleno en esa
finca; así como tampoco decía nada de la virtual contaminación del estero Mero y la consecuente pérdida de UN MILLON DE METROS
CUADRADOS DE BOSQUE DE MANGLAR, pese a que la ley indica claramente que “los manglares o bosques salados que existen en los litorales
continentales o insulares y esteros del territorio nacional, y que forman parte de la zona publica en las zonas marítimoterrestre, constituyen Reserva
Forestal, y están afectados a la Ley Forestal y a todas las disposiciones de ese decreto”. Ni mencionaban tampoco de la naturaleza permeable del
suelo, ni del pequeño detalle de que cavando un metro, comenzara ya sentirse la presencia de las aguas subterráneas, ni que el suelo mismo era
agrietado, como preludiando ya la úlcera que significa un relleno en él.
Pero, lo malo del informe de la Universidad era su difícil comprensión; pues muy difícil había de ser su lectura para que no se le considerara, aun
advirtiendo que de emplazar el relleno en la finca Medina, “los distintos afluentes líquidos que salieran de él, arrastrados por las aguas dulces de la
quebrada Barbudal situada en la parte trasera de este, seguirían por el estero Mero y el río Barranca para seguir luego, los compuestos contaminantes,
distribuyéndose por la corriente de deriva litoral hacia el Golfo de Nicoya”... cagándose en todo a su paso, en las playas de Puntarenas, en la vida
marina interior del golfo... en todo, en todo. Y, por si fuera poco, se hacía caso omiso también de las repercusiones del traslado de la basura por la vía
férrea, por atravesar esta ríos y quebradas, algunos con cauces de dimensiones considerables como el del Río Virilla y el Grande de Tárcoles, y por
carecerse del todo de mecanismo emergentes en casos de crecidas de agua que socavaran las bases de los puentes, o en caso de sismos fuertes...
Se menospreciaba también el hecho de que la Estación del Pacífico se fuera a convertir en un basurero, por ser el futuro puerto de embarque y la
bodega de desechos, a apenas setecientos metros del centro de la capital y a ciento cincuenta metros de la Maternidad Carit, donde nacen los josefinos.
Y todo ello a la par de un sin fin de inconvenientes... El viejo no se enteraría tampoco de los logros de la resistencia espartana, ni de las amenazas, de
parte del gobierno, de dejar el problema en manos de las municipalidades.
Pasado un tiempo, Momboñombo Moñagallo comenzó a salir a bucear de nuevo porque alguien debía procurar el alimento al hogar; pero siempre
volvía a encontrar a Única inamovible en su duelo. Él le hablaba siempre, aunque fuera como hablar con la pared porque ella no contestaba, no le
dirigía la mirada, no se movía, no se rascaba la piel, que era el movimiento mínimo de un buzo...
-¡No hacés nada, Única no hacés nada por salir de ahí!, y ahora me doy cuenta de que todo, todo era falso, tus mentiras eran lo único que te
sostenían en pie. Te mentiste durante veinte años de tu vida para no morir de tristeza, te trajiste todo para acá, la tradición familiar, las buenas
costumbres, la maternidad, el horario de las comidas, todo, todo, solo para no volverte loca. Pero ¿qué locura era esa?, ¡Única, por Dios!, ¿qué locura
era esa de cocinar en tu fogón para ese montón de buzos que la mayoría de las veces ni traían nada más que una puta hambre de Dios Padre y Señor
Nuestro...? ¿Qué locura era esa?, ¡Única, por Dios!, que te hacía celebrar las navidades, los quinces de septiembre, los doces de octubre... Todo era de
mentirillas, Única, era como jugar de casita mientras la realidad era que te estaba llevando puta de la tristeza de verte reducida a buzo después de haber
sido maestra tantos años y haber vivido con las maestras la ilusión de enseñar a los niños a leer, y de creer firmemente que somos independientes y que
Colón nos trajo la salvación y todo el cuento de hadas que es nuestra historia, mientras te desechaban por no tener un título y te daban una pensión de
mierda que te llevo a la miseria...
Momboñombo hablaba y hablaba entre un llanto seco que le alborotaba el asma. Hablaba con toda su propia biografía atravesada en la garganta,
como si más bien, estuviera contando la historia de la resignación universal de los pobres. Mientras, Única, como una muñequita de trapo del folclor
urbano, de cuando en cuando suspiraba por inercia y seguía sumida en el autismo del absurdo.
Alguien empujó la puerta y la luz del medio día lo cegó un instante. Poco a poco, Momboñombo fue reconociendo en la silueta de la entrada a Don
Retana, que con sus ochenta y cinco años a cuestas había hecho un esfuerzo sobrehumano por subir la cuesta de la colina. Él supo tardíamente lo de El
Bacán, porque si no era Única quien lo visitaba, él no tenía otro contacto con los buzos. Entró arrastrando los pies y se aproximó a Única. Le acaricio
la cara y el cabello, la observó largo rato sin decir nada, suspiró y se sentó al lado de Momboñombo. En silencio, un viejo al lado del otro.
-Lo siento en el alma, Momboñombo. Lo supe ayer y supe que ya hace casi un mes de la tragedia, pero uno que es un viejo no puede subir tan
rápido esa cuesta... Ya nada es como antes, como cuando yo era marinero... estos brazos que usted ve ahora todos caídos, eran así de gruesos y el
pecho hasta que daba gusto... pero véame ahora...
Momboñombo comenzó de nuevo a hablar de los sofisticados mecanismos de Única, de los hilos de marioneta con los que lograba sostener la
aparición de una vida basaba en modelos aburguesados en medio del mierdero más ingrato del país: la olla de carne de los domingos, cuya carne se
reducía a unos huesos de jarrete que el carnicero le regalaba con algún otro desperdicio y que ella llegaba jurando que los había comprado, que había
hecho fila hasta el mostrador de la carnicería, cuando todos sabían que el buenazo del carnicero le daba la bolsa de desechos de carne por la puerta
trasera del negocio, y que las verduras que ahogaba en el caldo de los huesos, las juntaba de los caños de la calle de la Feria del Agricultor... y casi con
todo, con la maldita costumbre de perfumarse con aquélla agua podrida que revolvía en su botella, que expelía un olor tan fuerte que hasta ahí en el
basurero se sentía.
-Pero ella creía que se estaba perfumando, Momboñombo...-, interrumpió don Retana, -...y, francamente eso era lo único que importaba.
Cuando yo me retiré de la mar, vine con platilla, hice mi casa, crié a mi familia, después enviudé; pero mientras tuve los brazos firmes anduve con
camisetas de tirantes para que todo el mundo me viera los tatuajes y supieran que yo era marinero, aunque hacía años ya que no era más que un
marino retirado que tenía que ganarse la vida haciendo trabajitos en las casas de la gente, allá en San Francisco de Dos Ríos. Donde las señoras que me
tenían lastima me ponían a limpiarles el jardín, a destaquearles las canoas, a pintar el cinc... a lo que fuera, y yo, como siempre fui medio sordo ni me
enteraba de nada, solo trabajaba y trabajaba. Después, se me murió Mary, y... ¡yo no sé para que le cuento este cuento, Momboñombo! La cosa es que
yo conocí a doña Única desde que empezó a venir aquí. Ella era una señora muy hablantina que entraba por la puerta de atrás y se sentaba conmigo en
el bus y así fue como nos hicimos amigos. Después, cuando se vino a vivir aquí definitivamente, yo mismo le ayudé a levantar este ranchito, siempre
le ayudábamos mi esposa y yo y comentábamos en la casa que la señora esta era admirable, que no daba el brazo a torcer, siempre lo más arregladita
posible, siempre como aparentando que no pasaba nada, que aquello era por un tiempo. Pero ya ves, aquí se quedó.
Don Retana hablaba sin saber que le estaba despedazando el corazón a Momboñombo. El viejito contó la historia de los últimos veinte años y
Momboñombo se dio cuenta de que no difería en nada de la de los últimos seis meses. Única había logrado encerrar al tiempo en una de sus botellas y
no lo dejaba pasar. En el basurero tal vez sucedían muchas cosas, tal vez no, pero en la vida de Única no pasaba nunca nada... El Bacán celebraba
cumpleaños pero no cumplía años. Don Conce se había muerto, pero Única seguía hablando de él como si estuviera vivo, aunque le rezaba cada vez
que calculaba que ya había pasado un año más de su muerte. Única había congelado el tiempo para poder vivir... se había inventado la vida misma.
Había arriesgado el pellejo encaramándose en el techo del ranchito solo para colocar ahí una inútil antena de televisión de las que veía en las casas de
los barrios. Había organizado las ollas comunes para imaginarse una familia grande... Y así funcionaba y funcionó bien. Pero ahora había muerto El
Bacán, y ella que logró sobrevivir al desmoronamiento de su mundo y tuvo fuerzas para inventárselo de nuevo, ahora, ante el absurdo doloroso de la
desaparición de su hijo, había quedado inerme como para levantar el mundo una vez más. Y justo ahora que el gran basurero hasta le había prodigado
al príncipe azul y ya se estaba haciendo a la idea de comer perdices; justo en ese momento le explotaba en pedazos la esfera herrumbrada y abollada de
su mundo; ahí cuando la mosca rompió la telaraña de una araña añeja que ya no podía remendarla de nuevo.
Momboñombo decidió que los días de basurero habían terminado; juntó todos los ahorros de Única con los suyos y avisó que se iban.
El Oso Carmuco les dio sus ahorros y de nuevo recogió una suma entre los vecinos para la causa de los viejos.
Dejaron la casa abierta. Él solo empacó algunas cosas, convencido de que más que servirles estorbarían, pero no tuvo corazón para deshacerse de
los libros preferidos de El Bacán, ni de algunos de sus juguetes, más unas cuantas cosas para sobrevivir, unas cobijas raídas, un comal, un perol, la
gran botella de perfumes de Única para perfumarla todos los días como había venido haciendo, todos los cepillos de dientes y las tripas de dentífricos,
el tapiz de los perros jugando billar y algunos corotos más, la mayoría de ellos inservibles.
El Oso Carmuco los acompañó hasta la estación del autobús de Puntarenas, pagó los pasajes con lo recaudado, los dejó sentados en sus asientos y
los abrazó largo rato; besó a Única y le dijo que ella también había sido una madre para él... y para todos, y se alejó como llorando.
Cuando el encargado recogía los boletos, reparó en la extraña pareja pero como habían pagado sus pasajes no dijo nada.
Única iba sentada en el asiento de la ventana pero no iba viendo nada; tampoco preguntó a dónde se dirigían, solo se dejó llevar, enjuta y
temblorosa como un pajarito, con la vista fija y el alma raída.
Ni el verdor del camino, ni el calor, ni el azul arrepentido del mar de Puntarenas penetraron el muro que envolvían a Única. Ella se bajó del bus
igual que cuando lo abordó, sin expresar ni siquiera un síntoma de que se daba cuenta de lo que sucedía.
Momboñombo la abrazó, alzó el envoltorio con las cosas, y comenzó a guiarla hacia el mar. Caminado bajo un sol que Única no distinguía de su
penumbra interior, hasta llegar al Paseo de los Turistas donde hallaron un poyo donde sentarse a mirar al mar. Era medio día y no almorzaron, solo
miraban al mar; a la noche, él sacó las cobijas, o más bien, sacó las cosas de las cobijas con las que había improvisado una valija y se cubrió junto con
ella, pero siguieron viendo al mar.
Temprano por la mañana, Momboñombo despertó y sintió un ligero alivio sin saber por qué; pero Única no daba muestra de haber dormido, así
como tampoco de haber trasnochado, simplemente seguía ahí, con la breve variante de que había dirigido su mirada al mar.
El viejo recogió las cobijas, acomodó el motete al lado de Única y fue por algo para desayunar, con lo que volvió más tarde para encontrar a su
esposa exactamente igual que como la había dejado. Pero él no había dejado de hablarle en ningún momento...
-Vea qué rico lo que traje para el desayuno, Única, unos bollitos de pan del que te gusta a vos, con jalea de guayaba...
Y le untó el pan con jalea y se lo llevó a su boca, en pedacitos pequeños que ella aceptaba maquinalmente.
Ellos, sentados de cara al mar pasaron el día y hacia la tarde comieron de nuevo pan con mantequilla derretida del calor, que él también había
comprado para la sorpresa de la cena.
A la mañana siguiente se repitió lo mismo, esta vez con carácter de ritual, pero de vuelta, Momboñombo acertó a robarse una rosa de un jardín y
después del desayuno se la puso a Única en las manos, la llevó a la orilla del mar y le enseñó a deshojarla para tirar los pétalos al agua... despacito,
poco a poco, de uno en uno, sin tirar el otro antes de que el anterior no hubiera desaparecido entre las olas, hasta que solo quedara el botón desnudo
con el tallo que también había que arrojar. Luego, de vuelta al poyo a sentar a Única a mirar al mar.
Agotadas las arcas, Momboñombo, que para ese entonces ya era un buzo tan auténtico como cualquier buzo, dejaba a Única mirando al mar y se
iba a recoger cuanta cosa reciclable hallara por la playa, en especial latas, porque había tantas que bien se ganaba con ellas lo suficiente como para no
dejar de comer y una vez al día, después del desayuno, él llevaba a su mujer a deshojar la rosa robada a las olas de la orilla y juntas veían como el mar
se tragaba cada pétalo, cada pétalo... cada pétalo.
La experiencia acumulada llevó a Momboñombo a bucear también por las calles y por el mercado, de donde conseguía no pocas cosas que comer o
reciclar que vendía luego en un puestito que improvisaba con una de sus cobijas, sobre la cual se sentaba con su trajecito gris y su sombrero de lona
blanco mugre, a exhibir su mercancía: recipientes plásticos que él lavaba y pulía con arena y agua de mar, sandalias izquierdas que no coincidían con
las derechas, vasos plásticos de las ofertas de las compañías de gaseosas, trapos viejos, ropa vieja, infinidad de chunches de los que botan los turistas...
La playa estaba atiborrada de basura, pero solo el ojo clínico de un buzo sabía sacarle provecho al desperdicio, y día a día Momboñombo trabajaba
duro para que nada les faltara, especialmente a Única y, bajo ninguna circunstancia su rosa robada, que ella deshojaba como en un tributo al mar que
quizás le devolviera a su alma su naturaleza de celofán y a sus ojos un atisbo de mirada.
Pero cuánto tiempo tendría que pasar antes de que a golpe de pétalos sobre las olas, Única comenzara a intentar una sonrisa, o algo que se le
pareciera y no fuera más que el alegrón de burro que se llevaba Momboñombo cuando la veía y él juraba haber visto una chispa de vida en el gesto que
al cabo de un rato, se le comenzaba a desdibujar, a írsele, como una ola de la playa de sus dientes postizos.
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