Muertes A Subasta - Lou Carrigan

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Se llamaba Elton Barry, era alto, atlético, más bien guapo pero sin

exagerar, y tenía dos características especiales que le distinguían


sobremanera: una, que era rubio, rubio, rubio, tan rubio que no se
podía ser más rubio; dos, que su profesión declarada era la de
asesino profesional, aunque últimamente estuviese en paro.
Vamos, que hacía una temporadita que no mataba a nadie. Eso sí, él
siempre estaba metido en asuntos de la profesión, de un modo u
otro. Por ejemplo, últimamente había conseguido astutamente
acceder a la Tienda de los Asesinos.
Ahí es nada.
La Tienda de los Asesinos, o Murder’s Shop, como era bien conocida
en los altos y selectos niveles de la profesión, era el no va más. Y es
que para todo hay que tener clase en ésta más que aperreada vida.
Porque matar, lo que se dice matar, así a secas, puede hacerlo casi
cualquiera, aunque sea por accidente.
Lou Carrigan

Muertes a subasta
Bolsilibros: Punto Rojo - 1109

ePub r1.0
xico_w eno 06.02.18
Título original: Muertes a subasta
Lou Carrigan, 1983
Ilustraciones: Desilo

Editor digital: xico_weno


ePub base r1.2
CAPÍTULO PRIMERO
SE llamaba Elton Barry, era alto, atlético, más bien guapo pero sin
exagerar, y tenía dos características especiales que le distinguían
sobremanera: una, que era rubio, rubio, rubio, tan rubio que no se
podía ser más rubio; dos, que su profesión declarada era la de
asesino profesional, aunque últimamente estuviese en paro.
Vamos, que hacía una temporadita que no mataba a nadie. Eso
sí, él siempre estaba metido en asuntos de la profesión, de un modo
u otro. Por ejemplo, últimamente había conseguido astutamente
acceder a la Tienda de los Asesinos.
Ahí es nada.
La Tienda de los Asesinos, o Murder’s Shop, como era bien
conocida en los altos y selectos niveles de la profesión, era el no va
más. Y es que para todo hay que tener clase en ésta más que
aperreada vida. Porque matar, lo que se dice matar, así a secas,
puede hacerlo casi cualquiera, aunque sea por accidente.
Ejemplo: un hombre está hasta los lóbulos de soportar a su
suegra, pongamos por caso; pues nada, espera a que la señora
salga a la calle, le deja caer encima de la cabeza la caja de caudales
o el piano, y ya está, se queda sin suegra. ¿Que lo acusan de
homicidio? No señor, de eso nada: simplemente, el pobre hombre
estaba limpiando el piano o la caja de caudales en la terraza de su
apartamento, y, ¡maldita casualidad!, justo cuando su suegra salía
del edificio le entró un estornudo al pobre hombre, empujó el piano,
y…
Son cosas que pasan. Cosas que le pueden pasar a cualquiera.
Casualidades. Chapuzas. Y esto, pues sí, esto «casi» puede hacerlo
cualquiera. Pero matar en serio, sin odiar ni nada parecido, incluso
sin conocer a la víctima, y cobrando por ello, y haciendo las cosas lo
que se dice bien (bien bajo el punto de vista de la Tienda de los
Asesinos, claro), eso ya no lo hace cualquiera.
Hay que ser un técnico, un especialista, un profesional. Y cuando
se es un profesional, y de los buenos, pues se cobra un montón por
cada aniquilación, y valga el verso.
Pero una cosa es cobrar por matar y otra cosa es cobrar por
aburrirse. Y es que hay gente de todo en la vida. Por ejemplo, la
mayoría de la gente se muere por cobrar sin dar golpe; hacen
virguerías mil para escurrir el bulto, hacer lo menos posible,
camuflarse; en fin, que de trabajar, poco y mal. Pues bien: Elton
Barry no era de ésos.
No señor, no era de ésos. ¿Quería usted tener contento a Elton
Barry? Pues lo tendría muy fácil. Bastaría decirle:
—Oye, Elton, chato, cariño, mira, tengo un señor a quien cortarle
el resuello para siempre, y necesito alguien con carisma para estas
cosas, o sea, ¿comprendes?, alguien que sepa hacer las cosas sin
que a los cinco minutos se le presente la policía o el F. B. I, en casa.
¿Eh? ¿Captas? ¿Sí? Pues nada, ¿cuánto pides? ¿De veras? ¿Sólo
cien mil? Pues para ti el muerto.
Y entonces iba Elton Barry y se cargaba al señor en cuestión que
estaba fastidiando a otra u otras personas.
Era muy sencillo. Sencillísimo.
—Tú, lo que eres —dijo de pronto uno de sus contertulios de
aburrimiento en el pabellón de la Tienda de los Asesinos— es un
bocazas.
Elton Barry, que había estado contando lo buen asesino que era,
lo que le gustaba hacerlo, y lo mucho que se aburría en aquella
inactividad, se quedó mirando al otro muy fijamente, muy quieto,
como paralizados sus alargados ojos grises.
—¿Qué has dicho que soy? —preguntó, muy amablemente.
—Un bocazas. ¿Sabes lo que es un bocazas? ¡Cuac, cuac, cuac,
cuac! —D otro movió la mano derecha intentando imitar con los
dedos el pico de un pato mientras hacía lo mismo de viva voz—. ¿Te
das cuenta? ¡Cuac, cuac, cuac, cuac, venga a charlar, bocazas!
—¿Por qué no miras debajo de tu culo a ver si has puesto un
huevo? —sugirió Elton Barry.
—Debajo de mi culo hay dos huevos —dijo el otro—. Y puedo
demostrártelo cuando quieras, y no como tú, que desde que llegaste
aquí, todavía no sé cómo, no has parado de darte pisto y plumaje,
pero de trabajar nada. Al menos yo no sé de nadie a quien te hayas
cargado.
—Oye, tío listo —deslizó Elton—, yo llegué aquí dando una serie
de trompicones que ya expliqué, y lo que quería era un trabajo
importante, y me metieron a vigilar la Tienda. ¿Es culpa mía? Y
además, ¿qué otra cosa sino vigilar la Tienda estáis haciendo
también vosotros cuatro? No soy el único que se pasa el día
tomando el sol o jugando al póker, ¿verdad?
—Pero eres el único que hablas, y hablas, y hablas… y todavía
no te hemos visto en acción.
—Si te parece cuando vaya a cortarle la cabeza a una viejecita
me haré una foto —deslizó Elton.
Jagger, su irritado interlocutor, frunció el ceño, mientras los otros
tres vigilantes de la Tienda, es decir, de Murder’s Shop, se echaban
a reír. Se llamaban Vincent, Packard y Nellman, y la silla eléctrica era
poco para ellos, igual que para Jagger, y, al parecer, para Elton
Barry.
Porque entendámonos: la Tienda, como la llamaban ellos, o sea,
la Murder’s Shop, no era un local donde se vendieran cosas para los
asesinos, sino un cubil de asesinos. Pero asesinos muy especiales
en un sitio muy especial. El sitio, pues era o parecía una granja, y se
hallaba en el estado de Connecticut, entre un bosque y un río
salmonero, al parecer no demasiado lejos de una ciudad llamada
Winsted. Había una casa grande, tres pabellones, un gran corral, y
hasta un invernadero. El conjunto de todo esto era la Murder’s Shop,
es decir, la Tienda, y aquí vivían tipos tan peculiares como los
mencionados a la espera de las subastas.
Porque aquí, lo importante eran las subastas. Aquí se vivía por,
para y de las subastas.
Pero ya llegaremos a eso.
El hecho era que, entre subasta y subasta, los cinco guardianes
permanentes de la Tienda, de los cuales Elton Barry había sido el
último en llegar, se aburrían. Mejor dicho, se aburría Elton, según
acababa de decir, lo que le había ganado el remoquete de bocazas
(¡cuac, cuac, cuac, cuac!) por parte del malgeniado y más bien feo
Jagger.
—Muy gracioso —farfulló Jagger, mientras Packard, Nellman y
Vincent seguían riendo—, pero ya me gustaría ver si eres capaz de
hacer algo que valga la pena. A fin de cuentas no podemos estar
seguro de eso, pues llegaste aquí recomendado, y desde entonces
no has hecho nada.
—Pero coño, déjalo ya —rió Packard—, parece que le tengas
manía porque es más guapo que tú. ¡Ya le llegará el momento de
hacer algo! Además, no somos nosotros los que tenemos que
liquidar gente, sino los asesinos de los managers que vienen a las
subastas, ¿no es cierto? Así se establecieron las cosas por
Braintrain, y supongo que no pretenderás cambiar el asunto.
—¿Qué has querido decir con eso de «recomendado»? —
preguntó Elton tras esperar muy finamente a que Packard terminase
de hablar.
—¡Joder, pues ya lo he dicho! ¡Te recomienda un muerto, vienes
aquí y a pegarte la gran vida sin hacer nada y charlando por los
codos sobre lo guapo, listo y eficaz que eres! ¡Al huevo contigo ya,
fantasma!
—¿A quién has llamado fantasma? —Alzó cinematográficamente
una ceja Elton Barry.
—¡Tócame un huevo! —desdeñó Jagger.
—Pero… ¿no decías que tienes dos? —Se pasmó Elton.
—¡Pues tócame los dos!
—Vale —dijo Elton Barry.
Dio un paso adelante, y, sin más aviso ni truculencias, asestó a
Jagger un patadón escalofriante entre las ingles. Jagger saltó
encogido sobre sí mismo, súbitamente pálido y desencajadas las
facciones, los ojos casi fuera de las órbitas… y los otros tres tipos
dejaron de reír y se quedaron mirando muy serios a Jagger, que
cayó como muerto y como muerto se quedó en el suelo.
Elton Barry se inclinó sobre él, le quitó los pantalones y los
calzoncillos, se acuclilló a su lado, miró los genitales de Jagger, hizo
un gesto de repulsión, y gruñó:
—En fin… que no se diga que no soy complaciente.
Acercó la mano, y, tecleando con los dedos sobre tan velludo
rincón de la humana anatomía de Jagger, canturreó:
—Do, re, mi, fa, sol, la si… ¡do-re-mi-fa-sol-la-si-do!
Se puso en pie, y salió del pabellón en el cual se había
desarrollado la absurda discusión, pero mediante la cual habían
quedado demostradas, por lo menos, dos cosas. A saber: a) que
Jagger se había complicado la vida y que era él el que cuac, cuac,
cuac, cuac; b) que Elton Barry tenía muy malas pulgas aunque fuese
guapo, sonriente y angelicalmente rubio.
Hacía sol. La primavera era hermosa. Se oían pajaritos. Esto hizo
sonreír a Elton Barry, quien, por una millonésima de millonésima de
segundo pareció realmente un buenísimo muchacho incapaz de matar
una mosca. Cosas de la primavera…
—¡Eh, Barry! —Oyó tras él—. ¡Casi lo has matado, caray!
—¡Cómo, casi! —Se volvió Elton mosqueado—. ¿Quieres decir
que no está muerto del todo?
—No, pero le ha faltado poco. No reacciona, de todos modos.
—Darle otra patada en el mismo sitio, a ver qué pasa.
—Será mejor que vayas a la casa y pidas un médico. De verdad,
coño, que casi te lo has cargado.
—Estoy perdiendo facultades —movió la cabeza Elton—. Bueno,
voy a por el matasanos.
Se alejó del pabellón en dirección a la casa, alejada de las demás
construcciones unos ochenta o cien metros. Había un hermoso
prado, árboles… A no mucha distancia se veía el bosque. Había
cercas, pero no para que no escaparan pastorales animalitos como
ovejas, cerditos, mulas y semovientes mil, sino para impedir que
algún despistado o, peor todavía, algún curioso, entrase en los
terrenos de la granja de modo que pudiera acercarse a las diversas
dependencias, y, de modo especial, precisamente a la casa hacia la
cual se encaminaba Elton Barry.
Ahí era nada: la casa. Allá estaba el centro neurálgico de la
Tienda, allá se alojaban los managers cuando acudían para las
subastas, allá se alojaban los misteriosísimos jefes llamados en
conjunto Braintrain, es decir, Tren de Cerebros, cuando se dignaban
aparecer por la Tienda. Allá, en la casa, había armas, aparatos
sofisticados, el centro de alarma y vigilancia electrónica en torno a la
granja… Todo. Incluso, la cocina de la que se abastecían todos los
residentes de la granja, y los invitados cuando acudían a las
subastas.
¿Qué más había en la casa…? Ah, sí, los criados, entre los
cuales había tres chicas que quitaban el hipo a un hipopótamo, y que
se llamaban Debbie, Mary Sarah y Angélica. Angélica era la más
alta, más fuerte, salvajemente hermosa y morena de las tres. Estaba
de muerte por lujuria, según expresión del prácticamente recién
incorporado Elton Barry. Las otras dos, pues bueno, si algún día le
pedían un favor, y estaba de buen humor, se lo haría. Sólo si estaba
de buen humor, que conste. Pero a Angélica… ¡Ah, ésta era otra
cosa! Sin olvidar a Samantha, porque si hacía eso…
Le pareció ver un destello tras una de las ventanas de la casa, y
frunció el ceño. No era la primera vez que se daba cuenta de que
alguien gustaba de fisgonear con los prismáticos, pero nunca había
conseguido saber quién era. Y es que él y los otros cuatro no
estaban muy bien vistos en la casa. Su sitio era el exterior, vigilando,
especialmente de noche, pues de día todavía se permitían hacer un
poco el vago.
«Ya me enteraré de quién eres», pensó Elton, cuando de nuevo
vio el destello solar en los cristales.
Nada más llegar a la casa, cuya puerta empujó, se encontró cara
a cara con Angélica, que pasaba con una bandeja en la que había
vasos y un cubo de plata con una gran cantidad de rocks.
—Ven acá que te muerda —dijo Elton—, hasta que llegue la
noche y te chupe toda la sangre.
—¡Idiota! —despreció Angélica, la monumental, alzando la
barbilla.
—De acuerdo, pero si te pillo te muerdo. Dame un muslo, ternera,
que tengo hambre.
—¡Eres un imbécil!
—Negra, que me estás matando con tus ojos… ¡Viva el sexo!
—¡Gorila!
Y Angélica continuó caminando hacia el otro lado del vestíbulo,
tras una de cuyas puertas se oía el apagado rumor de conversación.
Ni corto ni perezoso, Elton la siguió, se puso a su altura, y miró en
profundidad el escote de Angélica.
—¿Quién hay ahí? —llamó.
Angélica le miró, y la rabia la sofocó intensamente.
—¡Aparta tus puercos ojos de mí! —exigió.
—Cuando dejes de mostrar el canal de los suspiros. Oye, culo de
seda, ¿cómo podemos conseguir un médico aquí?
—¿Un médico? ¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Acabo de hacer una tortilla.
—¿Qué…?
—Yo me entiendo. Oye, Angélica, ¿tú no querrías hacerme feliz?
—¡Desde luego que no!
—Eres una maldita tacaña.
—¿Tacaña? —Angélica iba de pasmo en pasmo—. ¿Qué tiene
que ver eso con hacerte feliz?
—Pues eso: no creo que un globo ser tan caro. ¡Anda, maciza,
cómprame un globo y hazme feliz!
—¿Quieres hacer el favor de no decir más estupideces? ¡Y dime
para qué quieres un médico!
—Estoy a punto de dar a luz —miró de nuevo el escote e insistió
—: ¿hay alguien ahí?
Se inclinó hacia los hermosísimos senos de Angélica, poniendo la
oreja por delante y adelantándola con una mano para recoger mejor
las ondas sonoras. Pero, evidentemente, no había nadie allí, y en
cambio sí estaba presente la propia Angélica, que, ya muy enfadada,
le soltó un tremendo bofetón que sonó como un trueno. Elton Barry
pareció que ni siquiera se enteraba, y Angélica le apuntó con el dedo,
tras apartarse tan furiosa que parecía que los pechos le iban a saltar
fuera de la blusa.
—¡Si vuelves a molestarme pediré que te echen de aquí! ¡Ya
estoy harta de que me acoses!
—Por última vez: ¿quieres casarte conmigo?
—¡No!
—Menos mal. ¿Y el médico?
—Dime para qué quieres el médico y espérate aquí.
—Ya te lo he dicho: le he metido a Jagger una patada en los
huevos porque me estaba fastidiando.
—¿Estás hablando en serio? —Se pasmó Angélica.
—Júrolo —alzó una mano Elton—. Date prisa, que está que se
muere. ¡Mira que si le he roto las yemas…!
Angélica parecía seguir sin creerlo. Por fin, reaccionando, entró
en la estancia cuyo interior no pudo ver Elton Barry, y, tras tres o
cuatro minutos, reapareció. Elton sólo acertó a ver humo de tabaco,
pero ahora no oyó ni una sola voz.
—Vendrá un médico pronto —informó la hermosa muchacha—.
Ve a decirle a Packard que venga.
—Si necesitas algo yo te lo haré mejor que Packard —aseguró
Elton.
—Deja de hacer el imbécil, ¿quieres? Y será mejor que en lo
sucesivo tengas más cuidado, pues tu… tortilla no ha hecho gracia a
nadie.
—Y menos que a nadie a Jagger, ya me lo pienso —admitió Elton
—. Le diré al bobo de Packard que venga.
—No eres más que un bocazas, ¿te enteras?
Elton Barry sonrió. Así de simple. Se quedó mirando a Angélica
de arriba abajo, lentamente, y sonrió. De veras, no hizo más; pero la
muchacha enrojeció como si acabaran de darle un brochazo de salsa
de tomate en la cara. Hasta el escote se le puso colorado. Elton
Barry dio la vuelta y se fue hacia la puerta.
Un par de minutos más tarde, calmosamente, entraba en el
pabellón donde Jagger yacía ahora en una de las literas.
—Médico avisado —dijo—. Packard: que vayas.
—¿Qué? ¿Adónde?
—Angélica dice que quiere meterte un polvo.
Vincent y Nellman se echaron a reír. Jagger había recobrado el
conocimiento, pero estaba lívido y su mirada era mortecina. Packard
se limitó a mirar hoscamente a Elton, y, sin más, salió del pabellón.
Regresó casi una hora más tarde. Jagger había recibido ya la
visita de un médico menudo y entrado en años que había aparecido y
desaparecido como señales de humo indias, no dejando el menor
rastro de su paso, salvo unos curalotodos para Jagger, que ahora se
quejaba de la tremenda inflamación, y dirigía miradas a Elton que,
pretendiendo ser torvas, resultaban ridículas por no decir patéticas.
Elton, sentado en otra litera, leía una revista de chicas en cueros, y
de cuando en cuando reía entre dientes. Los otros dos, al ver a
Packard, le miraron interesados.
—¿Qué pasa, Packard? —preguntó Nellman.
—Nada especial: un pago.
—Ah… Bueno, siempre es distraído salir de aquí aunque sólo sea
para eso. ¿Quiénes vamos a ir?
—Barry y yo.
Elton le miró como si no se hubiese enterado de nada absorto en
la lectura de la revista.
—¿Eh…? ¿Qué? ¿Qué pasa conmigo?
—Mañana tenemos un pago, y tú vendrás conmigo —explicó
Packard, con santa paciencia.
—¿Qué es eso de un pago?
—Tenemos que pagar lo convenido a uno de los managers que
vinieron a la última subasta y contrataron un trabajo. ¿Lo entiendes?
—Más e menos. ¿Tendremos que llevar dinero encima?
—Claro. Sesenta mil dólares.
—¡Fiuuuu…! —Silbó Elton—. ¿Y si nos fugásemos con esa
pasta?
—Hazlo, y verás lo que es bueno. No por la cantidad, que es
insignificante, sino porque no creo que Braintrain permitiera que un
tipo como tú hiciera una cosa así y se saliera con la suya.
—¿Has visto a Braintrain? —se interesó Elton—. ¿Cómo es?
Packard chascó la lengua, y al mismo tiempo puso cara de
disgusto.
—Me han advertido muy seriamente que no quieren problemas
entre nosotros. Tenlo presente en adelante, Barry.
—Está bien, está bien —gruñó éste—. ¿Cuándo salimos de aquí
con el dinero?
—No hay que entregarlo hasta la tarde, de modo que saldremos
por la mañana.
—Entonces, tengo tiempo.
—¿De qué?
—De terminar de leer este cuento pornográfico. ¡Oye, es la
monda, de veras! Mira, va una tía que está para morderla
empezando por la grupa, y se tropieza con un individuo chiquitín
que… ¿Qué pasa? ¿No os interesa?
—Barry —movió la cabeza Packard—, de verdad, no sé cómo
demonios te has metido entre nosotros, pero escucha esto si quieres
continuar en este lugar y en este trabajo: deja de hacer el idiota. ¿De
acuerdo?
—Ahora escúchame tú, cara de pedo —dijo Barry, entornando los
párpados—: el día que yo tenga que hacer un trabajo ponte
sombrero de copa para presenciarlo. Mientras tanto, yo hago el
idiota y lo que me da la gana, porque cada cual se divierte como
quiere. ¿Lo has entendido, diarrea?
—Sí.
—Pues celébralo comprándote un orinal.
Y Elton Barry regresó toda su concentrada atención a la lectura
del cuento pomo en el cual una tía que está para morderla
empezando por la grupa se tropieza, con un individuo chiquitín que le
dice…
Capítulo II
—¡ATIZA, qué tía más bestial!
Aldo Packard dirigió una disgustada mirada de reojo a Elton
Barry, que era quien había lanzado la grosera y vulgar exclamación.
No había que extrañarse: Elton Barry era capaz de todo.
Incluso, a veces, y aunque fuese a lo bruto, de decir la verdad.
Porque lo cierto era que la muchacha era algo absolutamente
fuera de serie: alta, elegante, rubia, exquisita, de grandes ojos
azules… Para decirlo finamente, estaba tremenda. Había que mirarla
una docena de veces para creer que existía una chica así. Tal vez
por eso Barry se le había escapado la frase al verla sólo una vez y
sin recibir aviso previo.
En vista del silencio de Packard, Barry le dio un codazo e insistió:
—¿Qué pasa? ¿No te gusta la fulana?
—Me gusta —dijo pacientemente Packard—, pero no hemos
venido aquí a verla a ella, sino a Paper. ¿Recuerdas eso?
—Recuerdo eso —asintió Elton—, pero la memoria no me deja
ciego. Mi madre: ¿has visto qué tía más bestial?
—Maldita sea tu estampa —masculló Packard—. Mira a ver si
ves a Paper. ¿Lo recuerdas? Estuvo hace unos veinte días en la
Tienda, en una subasta.
—Maldita sea tu estampa, no la mía —replicó casi amablemente
Elton Barry—… ¿No recuerdas, pimpollo de primavera, que desde
que me incorporé al negocio me habéis tenido como una mofeta en
observación, manteniéndome alejado mientras se realizaban las
subastas? ¿Cómo demonios voy a recordar a nadie de las subastas
si no he estado presente en ninguna?
—Me das dolor de cabeza, Barry, te lo juro.
—Métete un supositorio de chicle y verás cómo se te pasa. Pero
ten cuidado que el chicle no sea hinchable.
Packard soltó otro gruñido, sin dejar de mirar a todas partes. Él
sí conocía a Paper, apodo que utilizaba el manager Saúl Watkins. Lo
conocía lo suficiente para identificarlo sin lugar a la menor duda en
cuanto lo viera.
Pero no lo veía.
Y eso era lo que Packard, veterano en la recogida de managers,
no comprendía. Él y Barry habían estado esperando a. Paper en el
aeropuerto Foster Dulles, de Washington, conforme a lo convenido,
para pagarle. Con tal fin, se habían tomado la molestia de viajar
desde la Tienda hasta allí, lo que si bien era un paseo que les
permitía distraerse del encierro a que se hallaban sometidos
vigilando los alrededores de Murder’s Shop, tampoco era una
tontería viajar más de cuatrocientos kilómetros cargados con sesenta
mil dólares en efectivo. Claro que, para quitarles a él y a Barry el
dinero, había que ser por lo menos Superman… Total, que Packard
no comprendía que Paper no apareciera.
Todo había sucedido conforme a lo previsto: ellos habían llegado
sin prisas, habían esperado tomando unos cafés (prohibido beber
alcohol en horas de trabajo, aunque sea tan sencillo como pagar), y
finalmente habían oído por los altavoces la llamada que rogaba a los
amigos del señor Watkins que se presentaran en el mostrador de
vuelos de la American Airlines.
Y Watkins no estaba allí. Ni aparecía. Ni se le veía por parte
alguna…
—Yo diría que está impaciente —susurró Elton—… ¡Seguro que
está esperando a alguien!
—¿Quién?
—¡La rubia bestial!
Packard volvió a mirar a la muchacha rubia. En efecto, ella estaba
ante el mostrador de la American Airlines, y no conseguía disimular
un cierto nerviosismo. En el suelo, junto a los pies, tenía una pequeña
maleta y un maletín de viaje. En la mano izquierda sostenía unos
lentes de sol.
Era, en aquel momento, la única persona que esperaba frente al
servicio de la American Airlines.
Y entonces, sólo entonces, tuvo Packard la idea, que era más
bien un presentimiento. Estuvo todavía unos segundos más mirando
a la rubia con suma atención, y entonces dijo:
—Quédate aquí y cúbreme. Si alguien se mete conmigo liquídalo
y salgamos de aquí a toda máquina. ¿Lo entiendes?
—¿Qué es lo que pasa?
—¿Lo entiendes? —insistió Packard.
—¡Claro que lo entiendo! Pero… ¿qué pasa?
—Todavía no lo sé. Luego te lo explicaré. Espabila, ¿eh?
Packard se acercó al mostrador de la American Airlines. Y
apenas hubo comenzado a caminar hacia allí la mirada de la
muchacha rubia cayó sobre él. Simulando no darse cuenta, Packard
llegó ante el mostrador, y atrajo la atención de una de las azafatas
de tierra con un gesto. La muchacha se acercó rápidamente,
sonriente.
—¿Diga, señor?
—Soy amigo del señor Wilkins. Acabo de oír por el servicio de
megafonía que me esperaban aquí.
—Sí señor, esa señorita rubia… Perdone. ¿Wilkins? Se
confunde, señor: se ha llamado al señor Watkins, no Wilkins.
—¡Ah…! Ya me extrañaba, pues lo esperaba más tarde. Gracias.
La azafata sonrió. Packard se volvió para alejarse, y miró un
instante a la rubia, que le estaba mirando abiertamente, sin disimulo
alguno. Era preciosa, tenía unos ojos y una boca para morirse de
éxtasis. Packard le hizo un gesto alzando los ojos y señalando de
modo apenas perceptible hacia una de las salidas con la barbilla. La
muchacha parpadeó, y eso fue todo. Packard se dirigió hacia la
salida.
Unos veinte pasos más allá, Elton Barry, que no había perdido de
vista la escena, había captado el gesto de Packard y el parpadeo de
la rubia. Vio a ésta recoger su maleta y su maletín, y salir tras los
talones de Packard. Elton Barry dejó a la rubia una ventaja de una
docena de pasos, y partió en su pos.
La cosa empezaba a parecerle interesante a Elton Barry. Y si
había en la vida algo que valiera la pena de ver eran las pantorrillas
de la muchacha rubia. Y la cintura. Y las caderas.
«Esta tía no es normal —pensó Elton—. Me apuesto un brazo. Y
si es normal, pues se trata de Miss Universo o algo mejor todavía.
Porque con esos ojos… ¡Vamos, a mí me mira con esos ojos de
serafín celestial y me mata de la emoción!».
Aldo Packard había salido del edificio, y caminaba hacia el
estacionamiento, al cual llegó sin novedad. Buscó el coche en el que
habían hecho el viaje, se metió dentro, y miró a la rubia. Ésta llegó
junto al coche, abrió la portezuela derecha de atrás, colocó en el
asiento la maleta, y, cargada sólo con el maletín, se sentó en el
asiento delantero junto a Packard. Barry llegó por el otro lado del
coche, se sentó atrás junto a la maleta de la rubia, sacó la
automática de la funda auxiliar, y apuntó a la preciosidad, que había
vuelto la cabeza hacia él y le miraba con burlona curiosidad.
—¿Qué pasa contigo, cariño? —preguntó Elton, haciendo
ostentación de la pistola.
El brazo derecho de la rubia pasó por encima del asiento, y en su
mano quedó visible una pequeña pistola cuyo diminuto ojo negro miró
a Elton a la frente.
—¿Te gustaría tener el tercer ojo, como los tibetanos listos, so
avestruz? —preguntó a su vez la rubia.
—Dejaros de tonterías —gruñó Packard—… ¿Quién eres tú?
—Depende de quiénes seáis vosotros —replicó la rubia, sin dejar
de mirar y apuntar a Elton Barry.
—Somos los amigos de Watkins, al que estábamos esperando.
—No vendrá —movió la cabeza la rubia, retirando la mano
armada y desentendiéndose de Barry—: se lo cargaron.
—¿Quién se lo cargó?
—Creo que será mejor que nos vayamos de aquí —dijo la rubia.
—¿Se puede saber por qué me has llamado avestruz? —
preguntó Elton.
—Porque tienes las patas muy largas, fantoche —dijo la rubia sin
mirarle—. ¿A quién querías asustar con una pistola? ¿A mí?
—Tengo otra pistola que quizá te asuste más.
La rubia se volvió, miró socarronamente a Barry, y, de pronto,
soltó una carcajada encantadora. Miró a Packard, que estaba
poniendo el coche en marcha, y preguntó:
—¿Te las entiendes bien con este mico?
—Es nuevo —encogió los hombros Packard—, y es un
especialista en buscar follones y complicaciones. ¡Maldita sea! ¿Qué
es eso de que se cargaron a Paper?
—Pues si yo soy un mico —dijo Elton— necesito una macaca que
me ame. ¿Conoces alguna, corazón?
—Pero… ¿qué o quién es eso que llevamos atrás? —exclamó la
rubia—. ¿De dónde lo habéis sacado?
—Olvídalo. Y tú, Barry, deja de hacer gracias un rato, ¿quieres?
Ya tendrás ocasión cuando las cosas estén claras. Vamos a ver,
nena: ¿tú quién eres?
—Emma Fox.
—Ya.
—¿Te suena?
—Recuerdo que Paper te mencionó alguna vez. Creo que
últimamente eras su primer peón de brega.
—Digamos mejor su reina del juego —rectificó fríamente Emma.
—De acuerdo, por mí no hay problema. Si quieres ser reina, pues
reina. Se comprende que Watkins te había hablado del sistema de
cobro, ¿no es así?
—Así es. Y como me cargué al personaje subastado, el senador
Robert Strasser, pues aquí estoy. Se me ocurrió que, después de lo
sucedido a Saúl, lo más prudente era desaparecer una temporada…
y esas cosas se hacen mejor con dinero. ¿Lo habéis traído?
—Tal vez.
—¿Qué quiere decir «tal vez»? —preguntó gélidamente Emma
Fox.
—No veo la cosa clara. Watkins muere y tú te presentas a
cobrar, como si tal cosa.
—¿Qué querías? ¿Que llegara de luto y llorando?
—Fina respuesta —intervino Elton—. Premio, reina.
—Escucha, monigote —se volvió Emma—, no estoy para bromas,
¿lo entiendes? He tenido dificultades esta vez, se han cargado a
Saúl, y todo lo que quiero es eclipsarme una temporada en un lugar
seguro. De modo que dadme el dinero, dejadme donde pueda tomar
un taxi o alquilar un coche, y ciao. Y si no os creéis que el senador
Strasser la palmó, preguntad al F. B. I.
—Sabemos que el senador fue eliminado —dijo Packard—, pero
no sabemos por qué han matado a Watkins y quién.
—¿No habrás sido tú, por casualidad? —pregunto Barry.
Emma Fox se volvió otra vez a mirarlo. Luego, movió la cabeza.
—Tan alto, tan guapo, tan rubio, tan atractivo e impresionante, y,
muchacho, no eres más que un ladrillo con cabellera. No puedo creer
que un engendro como tú trabaje para Braintrain en la Tienda.
—¿Te habló de todo eso Watkins? —Gruñó Packard.
—No, hombre —replicó irónicamente Emma—: cuando
estábamos en la cama, después de hacerlo, me contaba cuentos de
hadas.
—Atiza —dijo con gran desencanto Elton Barry—… ¡Y yo que
creía que eras virgen!
—Lo fui —aseguró Emma Fox—. ¿Queréis que os cuente mi
vida?
—Pues no estaría mal, para amenizar el viaje hasta la Tienda —
dijo Barry.
—No vamos a la Tienda —negó Packard—. Vamos a ir a algún
sitio donde podamos estar tranquilos y telefonear pidiendo
instrucciones… siempre y cuando tú nos facilites una historia que
contar a quien puede tomar decisiones. Me entiendes, ¿verdad? En
cuanto a la historia, puedes empezar cuando gustes. Debe haber un
motel no muy lejos de aquí.
—¿Nos aceptarán a los tres en una misma cabaña? —preguntó
Elton—. Hace feo, ¿no?
—Cierra la boca —casi gritó Packard—… ¡Maldita sea, cierra la
bocaza de una puta vez, coño!
—Tienes la boca llena de sapos —dijo Elton—: ¡ojalá se te
caguen dentro!
Packard enrojeció. Emma Fox se había vuelto de nuevo a mirar a
Elton, con creciente curiosidad. Por un instante, el rubio asesino
profesional tuvo la sensación de que no era más que un bichito
metido en la platina de un microscopio y sujeto a examen.
—Lo del motel me parece bien —suspiró por fin Emma Fox—…
Tengo ganas de ducharme, cenar bien, y dormir un montón de horas.
Pero me gustaría saber si voy a cobrar o no.
—Cuéntanos qué pasó, consultaremos a la Tienda, y se hará lo
que mejor convenga —dijo Packard—. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. Veamos, Saúl estuvo en la Tienda, adquirió el
contrato del senador Strasser en la subasta, y se fue. Como hacía
últimamente, recurrió a mí para el trabajo, así que me puse a
estudiar el asunto. Finalmente, en menos de diez días, lo tuve
preparado todo, y anteayer por la noche me cargué al senador. Lo
tenía todo bien preparado, pero estaba en mi destino que las cosas
iban a cambiar: me encontré con una rueda del coche pinchada, y
eso me hizo perder un tiempo considerable. Cuando estaba ya a
punto de largarme de la zona, aparecieron unos tipos, no sé si de la
policía, la CIA, el F. B. I, o la Marina, ¡al demonio con ellos!, y me
dijeron que quién era yo y qué hacía por allí…
—Eso de la Marina ha estado bien —dijo Elton—. Empiezas a
gustarme.
—Les dije que estaba de paso y que había pinchado —ignoró
Emma a Elton—, y entonces me pidieron la documentación. Me di
cuenta de que las cosas se me iban a complicar, así que empujé a
dos de aquellos bobos, me metí dentro del coche, y arranqué como
una bala…
—¡Zuuuuuuum! —Hizo Elton, haciendo gestos de velocidad.
—… y me largué. Me acorralaron con dos coches, tuve que
pegar unos cuantos tiros, y mientras se reponían del susto de ver
cómo disparaba la rubita del Dodge averiado, me largué
definitivamente. Esperé a que fuese de noche para ir a reunirme con
Saúl en el motel, y lo encontré muerto en la cabaña que habíamos
alquilado. Así que…
—Pero… ¿quién lo mató? —preguntó Packard—. ¿La policía?
—Hombre, no seas burro —gruñó Elton—: si hubiera sido la
policía se habría quedado allá esperando a nuestra querida Emma.
—Claro —dijo ésta, mirando divertida a Packard—. No fue la
policía, claro que no.
—Pues ¿quién fue?
—¡Y dale! ¿Cómo quieres que lo sepa? ¡Nada más me faltas tú
con tus preguntas tipo policial! Escucha, me encontré a Saúl muerto,
con un balazo en la pantalla pensadora, y…
—¿La qué? —preguntó Elton.
—La frente —se armó de paciencia Emma—. En fin, eso: lo vi
muerto, me dije que no era mi día de la suerte, y me largué a toda
prisa.
—Tampoco era el día de Watkins, ¿verdad? —reflexionó Elton.
—Estoy entre un tonto y un payaso —se disgustó Emma Fox—.
Escuchad, quiero mi dinero y ponerme a salvo, ¿conformes? No sé
qué ni cómo, pero algo ha ido mal, y quiero eclipsarme, es fácil de
entender. ¿Alguna cosa más?
—Sí —dijo Elton Barry—: ¿te gustaría que nos besáramos el
morro?
La rubia se quedó mirándolo irónicamente, miró acto seguido a
Packard, de nuevo a Elton, y dijo:
—Por mí podéis besaros todo cuanto queráis.
—¡Me refería a ti y a mí! —rió Elton.
—El día que tú me beses el morro, so bobo, yo estaré muerta.

Parecía dormir tan profundamente que se la podía dar por


muerta. Desde el umbral del dormitorio, Elton la estuvo contemplando
unos segundos, y luego se acercó sigilosamente hasta la cama Allí,
se quedó de nuevo mirando el rostro de la rubia Emma Fox.
Habían llegado al motel hacia las diez de la noche, recorridas las
tres cuartas partes del camino de regreso a Murder’s Shop, sin
prisas. Desde el motel, Packard había llamado a alguien que a su
vez llamaría a alguien que explicaría el asunto que Packard explicó
encubiertamente pero con claridad. Mientras tanto, Emma Fox se
había duchado, y estaba terminando de cenar cuando Packard
terminó su comunicación. Al terminar de cenar se fumó un cigarrillo,
se metió en el dormitorio pequeño… y allá estaba dormida como un
auténtico angelito.
¿Quién diría que Emma Fox era una asesina profesional?
¡Y tan hermosa! Por lo visto le había dado pereza deshacer el
equipaje sólo para una noche, de modo que ni siquiera se había
puesto una camisita de dormir o un pijama, y dormía completamente
desnuda.
Era una delicia contemplarla, y Elton Barry se tomó su tiempo y
bien a gusto. Emma dormía con la sábana cubriendo parcialmente su
cuerpo. Sólo parcialmente. Por un lado salía, libre y espléndida, una
pierna bronceada; por la parte de arriba, todo un pecho y la mitad
del otro se veían estupendamente.
«La madre que la parió —pensó Elton—, ¡qué tía más
excitante!».
Recordó lo del beso, sonrió, y se inclinó para besar a Emma en la
boca. Así, sí ella se enfadaba, pues no tendría otro remedio que
suicidarse. Bueno, allá ella si prefería estar muerta a ir por la vida
con un beso de Elton Barry en el morro…
Estaba la boca de Elton a pocos centímetros de la de Emma Fox,
cuando ésta suspiró, se movió un poco, abrió los ojos, sonrió… y su
mano, con la pistola en ella, apareció y se colocó ante los ojos de
Elton Barry, que a su vez sonrió y dijo:
—Buenos días, corazón.
—Buenos días, cretino —dijo Emma—… ¿A quién esperabas
sorprender?
—Sólo iba a darle el beso a Blancanieves, para que despertara
de su sueño.
—Amiguito, si tú besaras a Blancanieves terminarías de
matarla… Aparta tus hocicos de mí, ¿quieres?
—Por favor —indicó Elton.
—O apartas tus fauces para que pueda yo respirar aire no
contaminado, o te meto una bala en ellas. ¿Qué dices a esto?
—Que tienes muy mala leche, cariño —gruñó Elton,
incorporándose.
—Ya la tendré mejor si algún día tengo que dar de mamar a un
niño. ¿Qué haces aquí? Quedamos en que vosotros ocuparíais el
otro dormitorio, ¿no es cierto?
—Pensaba violarte, pero ya que te has despertado te diré que
Aldo quiere que te reúnas con nosotros en la salita, a ver la
televisión.
Emma se quedó mirando atónita a Elton. Luego, sin empacho
alguno, salió de la cama, completamente desnuda, se envolvió con la
sábana, y buscó los cigarrillos. Encendió uno, y miró a Elton.
—¿Qué esperamos?
—¡Estás más buenaaa…! —Sacudió una mano Elton.
Emma Fox salió del dormitorio, encantadora con su sábana
utilizada como túnica. Packard estaba sentado frente al televisor
encendido, la miró a ella, y señaló el aparato.
—Las primeras noticias del día —dijo—. He sido avisado de que
debo prestar atención a ellas.
Emma asintió, se sentó, y continuó fumando. En la pantalla
pasaban cosas, pero no parecían interesar en lo más mínimo a la
rubia… ni a Elton, que se dedicaba a devorarla con Tu mirada. Emma
calculó que debían ser las nueve y pico de la mañana. Era un
hermoso día de sol. Y ella había descansado, ciertamente, aunque
con su fino oído bien alerta. Si Packard o Barry hubieran entrado en
su dormitorio a cualquier hora de la noche los habría oído. Aunque no
debía preocuparse por Packard, claro, mientras que Barry…
—Me parece que van a hablar de ello ahora —dijo Packard.
Emma miró la pantalla con indiferencia. Apareció un locutor que
comenzó a hablar de sucesos violentos. Al poco, en la pantalla
apareció la fotografía de Saúl Watkins en estado de muerte; seguía
oyéndose la voz del locutor, ahora informando de que Saúl Watkins,
sujeto dedicado desde hacía tiempo a altas actividades delictivas,
había sido hallado muerto en un motel cerca de Washington; película
del interior del motel. Desde luego, a juzgar por lo que decía el
locutor, el señor Watkins no era precisamente un benefactor de la
Humanidad. Le habían matado de un balazo en la frente. Acto
seguido, apareció la fotografía de otro sujeto, y la voz del locutor
informó que se trataba de un tal Franckie Mondari, sujeto dedicado a
actividades parecidas a las de Watkins, y que, detenido por la policía
en circunstancias poco comprensibles cerca del motel, había
confesado ser el autor de la muerte de Watkins, por motivos de
competencia profesional en actividades ilegales, naturalmente.
Packard miró a Emma, que estaba con la boca abierta por el
pasmo y el cigarrillo a cinco centímetros de ella.
—De modo que fue eso —masculló Packard.
Emma parpadeó y sacudió la cabeza.
—Pero… ¿he oído bien? —exclamó—. ¿Un imbécil como
Mondari es el que ha organizado el lío? ¿Ha sido él quien se ha
cargado a Saúl?
—Así parece —asintió Packard.
—¡Le voy a…!
—No podrás —dijo amablemente Elton Barry—: lo tiene la policía,
cariño. ¿No lo has oído?
—¿Acaso Watkins y ese Mondari se relacionaban en alguno de
los asuntos que pudieran afectar a la Tienda? —preguntó Packard
mirando fijamente a Emma Fox.
—Desde luego que no —rechazó ésta—. Saúl no era tan tonto
como para meter a Mondari en nada de esto. Tendrían otras cosas,
pero no sé cuáles. Es más, yo creía que hacía tiempo que habían
dejado de relacionarse, desde que…
—¿Desde qué?
—Bueno, desde que Saúl le hizo una mala jugada a Mondari.
—Ya Pues la ha pagado. Está claro que Mondari no había
olvidado el asunto. De todos modos, no nos importa; si no está
relacionado con la Tienda, Mondari no podrá decirle nada a la policía
Así que vámonos ya.
—Espera un momento —le miró hoscamente Emma—… ¿Cómo
sabías tú que iban a hablar de lo de Saúl en la tele?
—Ayer expliqué la situación a unas personas, que se han
interesado por el asunto esta noche, y me han llamado temprano. Yo
sabía que ellos indagarían bien. Me han dicho que en efecto a
Watkins se lo cargaron en un motel y que esta mañana hablarían de
ello en televisión.
Emma movió la cabeza con gesto admirativo.
—Estáis muy bien organizados —murmuró.
—¡Huy! —exclamó Elton Barry—. Incluso tenemos
anticonceptivos en la Tienda. Te lo digo por si tú y yo… ¿Eh?
—¿Quieres que te diga lo que puedes hacer con esos
anticonceptivos, cariño? —deslizó fríamente Emma.
—Mejor que no —rió Elton—… ¡Prefiero los chicles… siempre y
cuando no sean hinchables, claro!
—Eres un idiota —masculló Packard—. Bueno, recogedlo todo.
Voy a pagar y nos largamos de aquí.
Veinte minutos más tarde abandonaban el motel donde habían
pasado la noche. Hacia el mediodía, el coche que conducía Packard
llegó, por fin, a Murder’s Shop. Packard detuvo el coche ante uno de
los pabellones, descargó la maleta de Emma, y ésta y Elton se
quedaron también en tierra, mientras aquél se dirigía en coche hacia
la casa.
—¿Y ahora qué? —preguntó Emma.
—Tranquila. Packard volverá con instrucciones definitivas.
—Yo no tenía por qué venir aquí. Hice el trabajo, ¿no es cierto?
Habría bastado que me hubierais pagado y marchar cada cual por su
lado.
—¿A mí qué me cuentas? —Encogió los hombros Elton—. Yo no
soy quien toma las decisiones aquí, ¿sabes?
—Eso tendría gracia —desdeñó Emma—… Y otra cosa: no me
gusta que me espíen.
Elton la miró, y luego, despacio, miró hacia la casa. Pudo ver el
reflejo del sol en las lentes de los prismáticos. Miró a Emma con
nuevo interés.
—Tienes muy buena vista, cariño.
—¿Quién nos está espiando?
—Ni idea. No he conseguido averiguarlo. ¿Tienes apetito?
—Más bien sí.
—Pues voy a llamar a la casa para que nos traigan algo de
comer… Pero antes vamos adentro: te presentaré a Vincent y
Nellman, dos buenos amiguetes del lugar. Y otro que se llama
Jagger, y que no es tan buen amiguete. Me odia.
—¿Por qué?
—Le pegué una patada en los huevos. Se metía demasiado
conmigo, y al final me enfadé. Fui amonestado por hacer la tortilla,
pero ¡lo bien que lo pasé! Pasa, pasa… ¡Como si estuvieras en tu
casa!
Capítulo III
ELTON le había presentado a Emma Fox los tres sujetos llamados
Jagger, Nellman y Vincent, el primero de los cuales, en efecto,
miraba con hostilidad manifiesta a Elton. No parecía que ninguno de
los tres fuese gran cosa en lo intelectual, pero sí en lo físico. Lo que
quería decir bien claramente que si Barry se había desembarazado
de Jagger tan fácilmente en un momento dado de la discusión es
porque Barry era de cuidado.
Packard había regresado de la casa incluso antes de que desde
ésta llegara el almuerzo pedido por Elton Barry, y le dijo a Emma Fox
que por el momento debía quedarse en la Tienda, a la espera de
investigaciones tranquilizadoras con respecto a lo que estaba
ocurriendo con el detenido Mondari. Se le asignó uno de los
pabellones, y allá se fue Emma después de almorzar, se instaló, y
luego se tendió un rato a dormir. A media tarde, cuando estaba
fumando con expresión aburridísima, apareció Elton Barry en el
pabellón.
—¡Salve, cachonda! ¿Te sientes sola?
—¿Qué es lo que quieres ahora? —Le miró malhumorada Emma.
—Pensé que te sentirías sola en este lugar, y venía a hacerte
compañía.
—¿Si? Bueno, escucha esto, ya que estás aquí: ve a decirle a
quien sea que no me gusta el lugar, que lo encuentro aburrido, y que
todo lo que quiero son mis sesenta mil dólares y marcharme una
temporada a Europa. ¿Crees que podrás pasar el mensaje?
—Seguro que si —sonrió Elton.
Y salió del pabellón. Regresó veinte minutos más tarde, con cara
de sorpresa infinita, y cuando entró se quedó mirando cómo todavía
alucinado a Emma, que alzó las cejas inquisitivamente.
—¿Qué pasa?
—Quieren verte en la casa. Y a mí también.
—¿Y qué te sorprende tanto?
—Pues que desde que estoy aquí nunca habían querido hablar
conmigo. Y ahora voy allá, le digo a Angélica que avise que tú
quieres conversar con alguien más importante que yo o Packard, la
nena entra a pasar el mensaje, y sale y me dice que vayamos los
dos dentro de media hora. ¿Qué te parece?
—No me parece nada —encogió Emma los hombros—. Con ir
allá a poner las cosas en claro me conformo.
—¿Y por qué quieres irte a Europa?
—Para comprarme un gigoló italiano y no tener que soportar
tipos tan bastos como tú.
—Pero bueno —se mosqueó Elton—, ¿qué tienes contra mí?
—Que eres un bocazas.
—¿Sabes? —sonrió perversamente Elton, ladeando, la cabeza—.
A Jagger le metí el patadón en la huevera precisamente por
llamarme bocazas.
—Pues cuando tengas narices intenta meterte conmigo y verás
qué pasa.
—¿Qué pasaría? —Ensanchó su sonrisa Elton.
—Tú métete conmigo y ya lo verás.
Elton se quedó mirándola pensativamente, sin perder la sonrisa.
De pronto, dio un paso hacia ella, tendiendo los brazos… y se detuvo
cuando la pistola apareció del escote de Emma y se quedó
apuntándole al rostro, firmemente sujeta entre los delicados dedos
femeninos.
—¡Ay, qué susto! —exclamó Elton.
Acto seguido, como si de pronto le hubieran cercenado las
piernas, desapareció de delante de Emma Fox, dejándose caer con
agilísima flexión sobre sus rodillas: rebotó con fuerte impulso
muscular, y salió disparado hacia el vientre de ella. Se produjo el
choque, ella gritó contenidamente, y ambos rodaron por el suelo
apretados en furioso abrazo en el que Elton llevó la mejor parte, ya
que consiguió sujetar el brazo armado de la asesina profesional, y lo
apartó.
Con una fuerte vuelta, Elton colocó a Emma de espaldas al suelo,
y se colocó a horcajadas sobre su vientre, siempre sujetando la
pistola de modo que el disparo o disparos posibles no le afectarían a
él en absoluto.
—¿Y ahora qué? —sonrió fieramente Elton—. Ya me he metido
contigo. ¿Y qué pasa, cariño?
—Suéltame, cerdo —jadeó ella.
—Cerdo, ¿eh? Pues bueno, ya que me has llamado cerdo voy a
comportarme como tal: ya puedes empezar a gritar, porque voy a
violarte.
—No he gritado en mi vida, y no pienso hacerlo ahora. ¡Y si crees
que vas a poder violarme…!
—¿Tú crees que no? ¡Pues vamos a verlo!
De un tirón, Elton arrancó la pistola de la mano de Emma Fox,
lanzándola lejos de ambos. Luego, sujetó ambos brazos de la rubia
por encima de sus hombros, se tendió sobre ella, y se colocó entre
sus muslos a viva fuerza, sin consideraciones. Acercó la boca a una
de sus preciosas orejas y susurró:
—Ahora, sólo tendría que soltarte una mano, utilizar la mía para
abrir mis pantalones, y… ¡zumba! ¿Comprendes?
Ella intentó zafarse, quiso rodar, pretendió empujarlo… pero al
parecer la empresa era superior a sus fuerzas. Eso sí: no emitió ni
un solo grito, ni una sola queja. Siempre encima de ella, Elton la
agarró fuertemente con un solo brazo, introdujo el otro entre ambos
cuerpos, y subió la falda de ella y abrió su pantalón. Oyó el sofocado
gruñido de rabia de Emma al sentir el contacto, y rió quedamente
junto a su oído.
—¿Lo ves? —deslizó—. ¡Zumba, zumba! ¡Ya eres mía, date por
violada! ¿Te das cuenta, corazón, qué gustoso revolcón? ¿Qué? ¿Te
das cuenta o no?
—Cerdo.
—¡Mira que lo hago de verdad!
—Cerdo.
—¡Que te violo, cariño!
—Bocazas.
—¡La madre que te…! ¡No abuses de mi paciencia ni de mi buen
humor! ¿Es que no te das cuenta de que sólo tengo que hacer un
movimiento y ya estarás violada? ¡Cierra esa boca!
—Fantoche.
—Date por violada —masculló Elton; pero se separó de ella, se
puso en pie rápidamente, y la apuntó con un dedote—… ¡Y da
gracias de que ahora nos están esperando, pues de otro modo te
ibas a enterar de cómo las gasto! Y maldita sea tu estampa, si
tienes narices vuelve a decirme algo que no me guste. ¡Vamos,
vuelve a decirme algo!
Se inclinó, la agarró por las muñecas, y la puso en pie de un tirón,
acercando su rostro agresivamente al de ella… Recibió tal rodillazo
en los testículos que saltó como disparado por un muelle, el rostro
desencajado, los ojos casi fuera de las órbitas, pálido como la
nieve… y cayó encogido y se quedó quieto, paralizado, pero todavía
consciente.
Emma Fox se arrodilló junto a él, y le agarró una oreja.
—¿Y si ahora te la cortase? ¿Eh? ¿Qué pasaría si ahora te la
cortase? ¡Y no me refiero a la oreja!
—Maldita… sea tu… tu estampa, tía… tía buena… —jadeó
Elton.
Ella le retorció la oreja, y dijo:
—Bocazas.
—Esto no quedará… así, te lo… te lo juro…
—¿No? Bueno, de momento hemos ganado un asalto cada uno.
Ya veremos qué pasa en el próximo. Y a ver si te recuperas pronto,
que nos están esperando.
Fue Angélica quien les abrió la puerta, mirando a uno y otra. Su
mirada regresó al rostro de Elton con viveza.
—¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien? ¡Estás pálido!
—Ocúpate de tus asuntos —gruñó Barry—… Pero si lo que
quieres es que cuente mi vida, vamos a la cama.
—¿Tienes sueño? —Le miró Emma—. ¡Porque otra cosa en
estos momentos!
—¿A ti quién te ha metido en esto? —Pareció querer clavarle la
barbilla Elton.
—Tranquilos —intervino Angélica—. Nada de discusiones aquí.
Emma la miró de arriba abajo. Preciosa y escultural Angélica,
joven, alta, morena, de formas generosas y magníficas, largos
cabellos… Una tentación para los hombres. Y estaba claro para
Emma Fox que las relaciones entre la muchacha y Elton Barry
estaban ya encauzadas en un sentido sexual… aunque no podía
saber si se habían completado.
—¿Tú eres quien manda aquí? —preguntó Emma.
—Claro que no.
—Entonces, cierra la boca cuando yo esté delante. A menos que
te venga de gusto que te hunda una navaja donde yo me sé.
—Te advierto que tiene muy mala leche —dijo Elton, sonriendo de
pronto.
Angélica, que había palidecido ligeramente, alzó la barbilla y se
dirigió hacia la puerta de la derecha de la entrada, diciendo con voz
tensa:
—Os están esperando.
Abrió la puerta y se colocó a un lado. Elton y Emma entraron en
la salita, y enseguida vieron al hombre que esperaba sentado en uno
de los sillones, fumando un aromático cigarro. Era regordito, de
aspecto simpático y saludable; parecía un muchacho de cincuenta
años. Miró a Elton y a Emma, y dijo:
—No quisiera molestaros, pero ésta será la última vez que
levantáis la voz en la casa. ¿De acuerdo?
—¿Y usted quién es? —preguntó abruptamente Emma.
—Namaless, el director de la Tienda. Angélica, querida, ¿quieres
traemos algo para beber?
—Enseguida, señor —murmuró la muchacha.
—Vosotros sentaos ahí, delante de mí.
Elton y Emma lo hicieron, y ella murmuró:
—Namaless significa Sin Nombre. ¿Debo entender que es usted
algo así como un manager, como lo era Saúl?
—Namaless es sólo un apodo para no tener que mencionar mi
nombre, en mi caso. Paper habló algunas veces de ti, y parece que
eres un buen elemento. Me pregunto si realmente tienes interés en
marcharte a Europa.
Tanto Emma Fox como Elton Barry examinaban muy atentamente
al sujeto llamado Namaless. Sí, parecía un amable y simpático
muchacho de cincuenta años, sano, despierto, vivaz, pero en sus
oscuros ojos había una expresión de fondo gélida y escrutadora.
—Creo que es lo mejor —dijo por fin Emma.
—Yo no lo creo —negó Namaless—… Tengo pensado algo mejor
que te quedes aquí unos cuantos días. Y no es que no quiera
pagarte, o pretenda impedirte que hagas lo que quieras: es que temo
que si te mueves por carreteras y aeropuertos después de lo del
senador Strasser puedas tener problemas. Tengo entendido que te
vieron varios hombres de la policía.
—Sí… Fue inevitable. Mi coche…
—Ya sé, ya sé: el pinchazo inoportuno. Mira, no sé lo que habrá
podido decirles a la policía ese Mondari sobre Paper y quizá sobre ti,
pero el hecho cierto es que varios policías te vieron, tú te los quitaste
de encima y escapaste. Lógicamente, ellos han comprendido que la
muchacha rubia no era precisamente una chica corriente, así que te
estarán buscando.
—Sí —parpadeó Emma—… Sí, seguramente. Mondari no sabía
nada sobre mí, estoy segura, pero la policía… Sí, puede que me
estén buscando. Pero eso no es problema para mí. Puedo teñirme
de morena, o de pelirroja, y moverme con libertad de un lado a otro
utilizando diferente documentación.
—¿De veras? —Alzó las cejas Namaless.
—Oiga, llevo más de diez años metida en esto, y no he dejado
pasar la ocasión de ir aprendiendo cosas, ¿sabe?
—Eso me gusta —sonrió Namaless—… Y hasta me está
pareciendo que Paper no te hizo justicia cuando hablaba de ti. Lo
hacía elogiosamente, sí, pero creo que no lo suficiente. Creo que
tienes un buen cerebro… y ya te digo que eso me gusta. ¿Qué
harías en Europa?
—Oiga —sonrió inesperadamente Emma—, usted quiere
hacerme una oferta, ¿no es así? Pues hágala, y le diré sí o no y
asunto terminado.
—De acuerdo. ¿Qué dirías si yo te dijera que hay una o varias
personas a las que nadie puede matar? Digamos que son
personas… totalmente inaccesibles.
—Tonterías —entornó los párpados Emma—: no hay nadie
inaccesible.
—¿Ni siquiera el presidente de Estados Unidos, por ejemplo?
—¡Bah! —Movió una mano con desprecio Emma Fox.
Namaless estuvo unos segundos observándola con una extraña
sonrisita en los labios. De pronto, miró a Elton, y preguntó:
—¿Qué dices tú, Barry?
—¿De matar al presidente? —Enarcó el ceño Elton—. Puede
hacerse.
—¿Qué os parece? —sonrió ampliamente Namaless—. ¡Yo
preocupándome, y resulta que tengo aquí gente capaz de cualquier
cosa!
—Sin cachondeos, ¿de acuerdo? —Se mosqueó Elton—. No sé
esta palomita rubia, pero yo hago todo lo que se pueda hacer.
Escuche, llevo aquí el tiempo suficiente protestando del aburrimiento
para que usted se haya enterado de que lo que me gusta es trabajar,
no verle la cara a unos cuantos idiotas… Me gusta trabajar, y luego
volar a mis anchas hasta que llega otro trabajo. No sé si lo entiende.
—Yo sí te entiendo —dijo Emma—, porque eso es precisamente
lo que me gusta a mí. Lo de estar encerrada, aunque sea en un
jardín, no me gusta nada en absoluto.
—Muy bien —asintió Namaless—… Lo del presidente era sólo un
ejemplo de algo que es verdad: tenemos unos cuantos pedidos que
hace tiempo no podemos complacer. Es por eso que yo estoy
buscando alguien que sea capaz de realizar cualquier trabajo.
—A ver si lo entiendo —preguntó Emma—. Usted quiere que
algunos de los contratos que ha ofrecido nadie los ha aceptado, ¿no
es eso?
—Exactamente. ¿Te habló Paper de ellos?
—No… No lo hizo.
—Tal vez no te vio capacitada para ello. Lo cierto es que tenemos
un archivo de… contratos pendientes, y eso nos crea un cierto
desprestigio. En cada subasta se sacan a oferta esos casos
pendientes, pero nadie los acepta.
—Yo le hago lo que usted quiera por cien mil pavos —dijo Elton
—. Y sin fallos.
—Lo mismo digo —informó rápidamente Emma.
La puerta se abrió, y entró Angélica empujando un carrito con
bebidas. Con ella llegaba otra de las muchachas que servían en la
casa, la estilizada Mary Sarah, que dirigió una rápida mirada de reojo
a Barry y se dedicó a ayudar a Angélica. Pareció que Namaless no
veía ni a una ni a otra.
—Tenemos un caso hace tiempo —dijo, sonriendo irónicamente—
que nadie ha querido aceptar por doscientos cincuenta mil dólares.
Habíamos pensado subir a trescientos mil en esta ocasión, en la
próxima subasta.
—¿Trescientos mil dólares por cargarse a un sujeto? —Se pasmó
Elton—. ¿Quién es? ¿El Papa?
—No, no es el Papa. Y no es un hombre, sino una mujer. Me
parece que no os lo creéis.
Emma y Elton, cuando menos, contemplaban con incredulidad a
Namaless. Fue ella quien encogió los hombros y dijo:
—Sea quien sea, yo lo hago.
—Y yo también —aseguró Elton.
—Esta conversación me ha desbordado un poco —dijo
amablemente Namaless—. Yo os había hecho venir para
recomendarte a ti, Barry, que dejes de hacer el tonto en todos los
sentidos. ¿Me entiendes?
—No mucho.
—Que no te metas más con tus compañeros, y que dejes de
fastidiar a Angélica, Mary Sarah y Debbie con tus pretensiones
sexuales. ¿Lo has entendido ahora?
—Sí, señor —gruñó Elton—. Como me aburro, yo…
—Asunto terminado —cortó Namaless; miró a Emma—. Y a ti te
he hecho venir para hacerte ver la conveniencia de que por unos días
no salgas de la Tienda. Pero ya que la conversación nos ha llevado a
tocar un tema que hace tiempo me tiene preocupado no veo por qué
había de desaprovechar la ocasión de solucionarlo. Bien, ¿estamos
de acuerdo?
—No tengo inconveniente en esperar unos cuantos días —dijo
con tono resignado Emma.
—Y yo seré buen niño —sonrió Elton—. Y además, no me haré
pipí en la cama. Pero dígame, señor: ¿qué hay de esos cien mil
pavos?
—Dentro de cuatro días tenemos aquí una subasta —dijo
pensativamente Namaless—, así que nos van a visitar varios
managers. Como siempre, les haremos la oferta de liquidar a esa
persona que nos interesa con cierta urgencia que desaparezca, y si
ellos, es decir, alguno de ellos, aceptan, el caso se dará por
resuelto. Si no se atreve ninguno, como hasta ahora, os daré el
asunto a vosotros.
—¿Y por qué no lo hacemos nosotros ya directamente? —
propuso Emma.
—Eres una vampira chupadora de sangre —la miró Elton.
Mary Sarah rió, y Emma la miró mosqueada. Angélica apretaba
una sonrisa. Ya habían servido las bebidas, y esperaban nuevas
instrucciones de Namaless, que movió la cabeza y dijo:
—Barry, tienes una gran facilidad para fastidiar al prójimo, y me
parece que eso acabará por perjudicarte. Pero allá tú. En cuanto al
asunto, es norma de la Tienda preferir que los trabajos los hagan los
managers con su gente ajenas a nosotros que utilizar directamente
personal nuestro. Por eso es por lo que vamos a esperar. Pero,
claro, si tampoco en la próxima subasta hay nadie que quiera
hacerse cargo del contrato, no tendremos más remedio que recurrir
a vosotros. ¡Salud! —terminó alzando su vaso.
—Y dinero —dijo Emma, alzando el suyo.
—Y amor —dijo Elton Barry, alzando también su vaso—. La vida
es un asco, de veras: cuatro muchachas en una casa y tiene que ser
un tipo como yo quien brinde por el amor. ¡No sé adónde iremos a
parar!
Capítulo IV
COMO siempre, los managers llegaron de noche, y fueron recibidos
frente a la casa por Tryon, una especie de mayordomo, y por las tres
preciosidades llamadas Mary Sarah, Debbie y Angélica. Llegaron en
dos tandas trasladadas por sendos helicópteros, y en total Emma
Fox contó nueve hombres, a los que no pudo distinguir bien dada la
distancia y la oscuridad que las luces de la casa todavía hacía más
confusa.
Se disponía Emma a retirarse al pabellón que ocupaba ella sola
cuando apareció Elton Barry, como una sombra, ocasionando un
sobresalto a la rubia Emma… y acto seguido al propio Elton, pues se
encontró con la boca de la pisto la de Emma en la garganta.
—Maldita sea —jadeó—. ¿Quieres dejar en paz de una vez ese
juguete?
—¿Qué haces aquí? —susurró Emma—. Ya te dije que no me
gusta que me espíen.
—Pero sí te gusta espiar, ¿eh?
—Eso sí —sonrió en la oscuridad Emma—: a mí sí me encanta
espiar. Y por lo que veo, a ti también.
—Bueno, sabía que esta noche iban a venir unos cuantos
managers y quise ver cómo eran. No he visto gran cosa. ¿Y tú?
—Tampoco. Sólo que son nueve. ¿Querías algo de mí?
—Charlar unos minutos.
—Muy bien, ya puedes charlar: te escucho.
—¡Mujer…! ¿Acaso no tienes whisky en tu pabellón?
—Ya lo creo que sí. Y bastante bueno por cierto.
—Pues invítame. Tengo algo bueno que proponerte, y deseo que
hagamos las paces. Durante estos días hemos estado
esquivándonos el uno al otro, pero creo que ha llegado la hora de la
verdad, y estaremos mejor unidos. ¿Qué te parece? —La sonrisa de
Elton Barry resplandeció en la oscuridad—. ¿Amigos?
Tendió la mano, y Emma Fox, tras titubear, se guardó la pistolita
en el escote y aceptó la mano masculina. En el acto, sin perder la
sonrisa, Elton apretó fuertemente. Tenía una fuerza de gorila, y
además, al pillar desprevenida a Emma, le estrujó la mano sin
misericordia alguna. Lo normal habría sido que Emma gritase, se
retorciese, y hasta que cayera de rodillas víctima de la torsión a que
Elton la sometió, pero no sucedió nada de esto.
Sin que su rostro sufriese la menor alteración, y tensando en lo
posible su mano para protegerla del estrujamiento, Emma Fox
soportó la mala jugada de Barry, que la contemplaba incrédulamente.
—Pero… ¿no te hago daño? —exclamó.
—Ahora menos, pero al principio muchísimo. Me has pillado de
sorpresa.
—Pero… ¿no te hago daño, mucho daño, ahora?
—Me estás lastimando, sí.
—¡Pues grita, so témpano!
—No me da la gana.
—Conque no te da la gana, ¿eh? —Gruñó Elton.
Apretó más. Apretó todo cuanto podía apretar su mano grande y
musculada, sin perder de vista el rostro de Emma Fox, que no
mostró alteración alguna. Verdaderamente fastidiado, Elton Barry
unió la mano izquierda a la derecha en el feroz apretón sobre la
diestra de Emma.
Fue entonces cuando ella exclamó:
—Ah, no, eso ya es demasiado, amiguito…
Con su mano izquierda apretó, utilizando sólo dos dedos, en los
cantos de la muñeca izquierda de Elton, que soltó un bufido y retiró
vivamente la mano al sentir el tremendo calambre de dolor que desde
la muñeca subió como un relámpago brazo arriba. Al mismo tiempo,
sin darse cuenta, aflojó la presión de su mano derecha en la misma
de Emma Fox.
Donde las dan las toman.
Emma Fox no aprovechó para retirar su mano, pero si para,
ahora libre de todo dolor, alzar su derecha tirando de la de Elton por
encima de su hombro, mientras giraba dando la espalda al ya
alarmado Elton. La cadera de Emma pareció incrustarse en el bajo
vientre de Elton, su mano izquierda se hizo cargo de la mano derecha
de él, el brazo derecho, ahora libre, pasó bajo la axila masculina…
Un instante más tarde Elton Barry estaba girando en el aire, a
casi dos metros del suelo, desorbitados los ojos, catapultado por la
potente proyección de judo ippon seoi nage.
El batacazo fue escalofriante, y Elton Barry quedó tendido en el
suelo.
Emma Fox se dirigió tranquilamente a su pabellón. Ni ella ni él
habían hecho el menor ruido; ni un grito, ni siquiera un gemido. Nada.
Como dos sombras habían estado atisbando por el jardín, y como
dos sombras continuaron comportándose en el momento crítico
personal. Nadie se había enterado de su presencia en el jardín.
Dentro del pabellón, Emma Fox sirvió whisky en dos vasos, fue a
por cubitos de hielo a la cocina, y cuando regresó se encontró a
Elton en la salita general del pabellón. Ella mostró los cubitos.
—¿Te apetece hielo?
—Bueno. ¿Cómo está tu mano?
—Mejor que tu espalda, seguramente. Eres un bestia.
—¡Pues anda que tú…! Debo haberme roto setecientos huesos.
—No te metas conmigo. Te irá mejor.
—Ya veremos quién gana al final. De momento hemos ganado
dos asaltos cada uno.
Ella movió la cabeza, y dijo:
—Tienes que ser muy fuerte para estar ahora de pie ante mí,
Barry. Normalmente, cuando una persona cae cómo has caído tú ya
no se levanta por sí mismo. Al menos, en un buen rato, a juzgar por
mis experiencias.
—¿A qué te dedicas en tus ratos libres? ¿A profesora de lucha?
—Practico el judo, el karate, y una especie de diabólica mezcla
de ambos a la que podríamos llamar jiu-jitsu. Aunque en realidad el
jiu-jitsu, o ju-jutsu, está compuesto por atemis del judo
especialmente… ¿Te interesa el tema o hablamos de lo que tienes tú
en la cabeza?
Le tendió uno de los vasos en los que había colocado los cubitos
de hielo y escanciado whisky. Elton Barry bebió un sorbo, frunció el
ceño, estuvo pensativo unos segundos, y, por fin, murmuró:
—Quiero hacerte una proposición…

Aquella mañana estaba en servicio de puerta la joven y


encantadora Debbie, que además atendía las posibles llamadas
telefónicas. Angélica y Mary Sarah, bajo la dirección de Tryon,
estaban sirviendo el desayuno a los managers.
Así que era Debbie quien miraba disgustada a Elton Barry, de pie
ante ella, enorme, ocupando el hueco de la puerta.
—Sabes muy bien que no debes venir a la casa si no eres
llamado, Barry —dijo la muchacha.
—Sí, lo sé, pero he querido aclarar una cosa con Namaless antes
de la subasta.
—Él está todavía durmiendo. Dame el recado y se lo pasaré en
cuanto despierte.
—¿Que te dé el recado a ti? —sonrió Elton.
—¿Por qué no? ¿Crees que soy tan tonta que no sabré pasar un
recado? —Se encrespó la preciosa Debbie.
—Mujer, no es eso. Es que…
—O eso, o nada. Elige. ¡Y no me hagas perder más tiempo!
—De acuerdo —sonrió de oreja a oreja Elton—. Dile a Namaless
que Emma y yo hemos llegado a un acuerdo, y que queremos ver
cómo va la subasta en cuestión de ofertas y precios porque no sólo
vamos a quitarle de en medio a la persona de la que nos estuvo
hablando hace unos días, sino que posiblemente aceptemos algunos
contratos más. Es que hemos formado una sociedad Emma y yo,
¿sabes?
—¿Qué clase de sociedad?
—Oye, nena, no te pases. ¡A ver si te asfixio de un beso…!
—¿Significa eso —sonrió Debbie— que esa sociedad vuestra no
incluye las… prestaciones sexuales mutuas? ¿Vas hambriento,
Barry?
—No me provoques.
—De acuerdo. Espera aquí. Voy a decirle eso a Namaless.
—Así me gusta.
Debbie se lanzó escaleras arriba. A los pocos segundos apareció
Namaless en lo alto de la escalera, anudándose el cordón del batín.
Bajó rápidamente, seguido por Debbie, y con una seña atrajo a
Elton, encaminándose ambos hacia la salita donde Namaless
recibiera a Elton y Emma días antes.
—¿Qué clase de sociedad? —murmuró Namaless.
—Hemos decidido denominarnos Los Reyes de lo Imposible, y…
—Elton, no tengo ganas de bromas tan temprano. ¿Qué clase de
sociedad has tramado con ella? ¿Y cómo ha sido eso?
—Anoche la vi observando la llegada de tas managers —murmuró
Barry—, y me pareció que sería interesante clarificar nuestras
respectivas posiciones. Es una mujer muy peligrosa, eso lo sé de
cierto. Difícil de sorprender en cualquier sentido.
—De acuerdo, de acuerdo. ¿Qué pasó?
—Decidimos asociarnos, y se nos ocurrió que ambos tenemos
suficiente categoría para hacernos cargo de los casos pendientes en
subastas y de los casos corrientes que nos parezcan rentables. De
modo que queremos estar presentes en las subastas.
Namaless arqueó las cejas, y terminó sonriendo.
—Ya —asintió—. ¿Y cuál de vosotros será el manager y cuál
el… profesional?
—Dependerá de los casos. Digamos que los dos seremos el
manager y los dos seremos el profesional, según convenga que el
trabajo fuerte lo haga un hombre o una mujer.
—Entiendo… Gracias, Debbie —tomó la taza de café que Debbie
le tendía—. ¿Realmente crees que podemos confiar en ella? ¿En
todo?
Elton Barry encogió los hombros, y eso fue todo. Namaless tomó
el café lentamente, muy pensativo, observado por Debbie y Elton,
aunque éste dedicaba más atención aparente a los encantos de la
muchacha que a Namaless. Por fin, éste murmuró:
—De acuerdo: podéis asistir a la subasta. Y luego, ya veremos.

Hacia las once de la mañana todos estaban reunidos en el salón


de la casa, que había sido habilitado para la subasta. En un extremo
había un sofá y delante una mesita, sobre la que se veía una carpeta
abultada. Hacia el centro del salón se habían dispuesto dos sofás
más y varios sillones, once asientos en total, que ahora estaban
siendo ocupados por los managers… incluidos provisionalmente en
esta categoría, Emma Fox y Elton Barry. De todos los presentes
solamente un sujeto de unos sesenta años, de rostro pérfido y
modales afeminados, bebía whisky. Los demás tomaban café, y
hasta había uno que había pedido té. Tryon estaba presente, así
como Debbie, Mary Sarah y Angélica, que estaban atentas a
cualquier deseo manifestado por los presentes.
Entre éstos había un cierto recelo, aunque algunos se conocían.
No desconfianza, pues todos sabían que podían perjudicarse unos a
otros enormemente si hablaban, sino recelo profesional. Se
mostraban corteses, divertidamente amables en gente de su calaña,
pero parecían vigilarse unos a otros. Parecía talmente una reunión
de hombres de negocios que hubiera acudido a una subasta normal
de bienes diversos, Acciones, o un contrato con un Ayuntamiento.
—¿Es la primera vez que estás presente? —preguntó Emma.
—Sí, pero sé cómo funciona todo. Tú déjame hacer a mí.
—No empecemos —le miró irritada Emma—. Yo también sé
cómo funciona todo esto. Recuerda que Watkins era mi manager…
—… y que después de hacerlo no te contaba cuentos de hadas
en la cama Vale. —Elton soltó un gruñido—. Me gustaría conocer
antes de morir alguna chica que esté virgen. ¿Puedes recomendarme
a alguien?
—¿Qué te parece tu madre? —sugirió Emma Fox crudamente.
—¡Oye, tú…!
—Hablemos en serio, ¿de acuerdo? Se me ocurre ahora que
deberíamos tener nuestro nombre de manager.
—Ah, es cierto —asintió Elton—. Namaless querrá conocerlo
antes de iniciar la subasta, desde luego. Bueno, ¿qué nombres se te
ocurren?
—Yo voy a ser Pretty. ¿Y tú?
—Pues si tú eres Pretty, yo seré Ugly[1] —rió Elton.
—Me parece apropiadísimo —sonrió Emma.
—Me encanta tu sonrisa —se extasió Elton—. ¡Casi me gusta
tanto como la de Samantha!
—¿Quién es Samantha?
—Una novia que tuve. Una pelirroja preciosa, preciosa,
preciosa… Algo fuera de serie. Boca de beso de amor, cuerpo de
mujer de fuego, unos pechos divinos… ¡Me volví loco por ella en
cuanto la vi!
—Me parece que eso no significa gran cosa. Por el modo en que
miras a Angélica y las otras dos, ¡y no digamos a mí!, no creo que tu
locura avale la belleza de esa Samantha.
—Ya lo creo que sí, porque Samantha es especial. Voy a decirte
algo increíble: cuando la conocí… ¡era virgen!
—¡Qué horror! —exclamó Emma, llevándose las manos a la boca
—. ¡No!
—Cómo te lo cuento —asintió entusiasmado Elton Barry—. ¡Qué
chica tan extraordinaria!
—¿Y cómo sabes que era virgen?
—Mujer, porque después de conocerme a mí dejó de serlo.
—Aaah. Ya entiendo. Y te diré una cosa: cada día me pareces
más bocazas, Elton. ¿Qué te parece si hablamos de cosas serias?
—Tienes razón. Bueno, el tema era serio, pero supongo que has
querido decir de cosas serias actuales, de ahora.
—Exactamente. Por ejemplo: ¿te das cuenta de cómo nos están
mirando los demás managers? Parece como si fuésemos dos bichos
raros.
—Es cierto. —Elton alzó la voz, gruñendo—. ¿Qué pasa con
ustedes? ¿Tenemos Pretty y yo monos en la cara? ¡Y no me salgan
con el chiste de que no, pero que tenemos la cara de mono! A ver:
¿qué pasa?
Un sujeto gordo, alto, fuerte y bronceado, que llevaba camisa de
seda y gemelos de oro, le miró torvamente y murmuró:
—Habla usted demasiado, amigo.
—¿Le parece que hablo demasiado? —Le miró malignamente
Elton—. ¿De veras?
—De veras. Y no sólo lo pienso yo, sino los demás. Y si no, vea
cómo le miran. Nos está usted fastidiando, ¿sabe, amigo? Esto no
es un recreo de un patio de escuela, no sé si lo entiende, amigo.
Emma Fox miraba con apretada sonrisita al sujeto gordo,
esperando la reacción de Elton. Para su sorpresa, Elton no reaccionó
en modo alguno. Se calló, encendió un cigarrillo, y eso fue todo. Tras
unos segundos de estupefacción, Emma se inclinó hacia el oído de
Elton.
—¿Qué te pasa? —susurró—. ¿Te has acobardado?
—No. Es que el gordo tiene razón: esto no es un recreo en el
patio de una escuela… ¡Y ahí llega Namaless!
—Pero solo. Y sabemos que antes llegó alguien más en un
coche, ¿no?
—Siempre pasa igual. Alguien viene, pero al parecer sólo da la
cara Namaless.
—¿Dónde crees que están los que han llegado antes?
Elton Barry reflexionó unos segundos antes de murmurar:
—Si he de decirte la verdad, creo que están en alguna habitación
o despacho escuchando lo que pasa aquí por medio de micrófonos.
Y no me sorprendería nada que incluso lo estuvieran presenciando
utilizando televisión en circuito cerrado.
—Has dado en el blanco —sonrió secamente Emma Fox—: si
miras a tu izquierda verás una ventana; a la izquierda, la librería;
encima de la librería varias cosas, entre ellas lo que parece una
cámara fotográfica dejada ahí como por descuido; no es tal descuido
ni es tal cámara fotográfica, sino un objetivo camuflado de cámara de
televisión.
—¡Caray! —exclamó Elton—. ¡Vaya vista! ¡Si yo tuviera tu
vista…!
Emma se llevó un dedo a los labios, y señaló hacia el sofá en el
que se había sentado Namaless, el cual estaba ahora abriendo la
carpeta, y extendiendo sobre la mesita papeles y fotografías.
Angélica le sirvió café, y Namaless se lo agradeció con una simpática
sonrisa de buen muchacho.
—Bien, caballeros —empezó Namaless, tras encender un
cigarrillo—, ya todos ustedes se conocen, a excepción de dos
nuevos invitados que serán tan amables de presentarse a fin de que
procedamos a la subasta. ¿Por favor?
—Yo soy Ugly —dijo Elton—, y ella es Pretty. Tendría que ser al
revés, pero por cortesía permito que ella sea la linda.
No hubo ni siquiera una sonrisa ante el tontísimo chiste. Sólo
Namaless pareció que lo intentase, aunque sin mucho éxito.
—Evidentemente —deslizó—, el señor Ugly tiene muy buen
humor. Esperamos que eso no altere demasiado el trabajo y el
tiempo de todos. Veamos, en esta ocasión tenemos cuatro contratos
que ofrecer, dejando aparte, claro está, tas habituales pendientes
que ninguno de ustedes se ha decidido a comprar hasta la fecha.
Debo decir que Braintrain tiene ese problema en vías de solución, así
que procedamos a las subastas normales. ¿Alguna pregunta, alguna
sugerencia?
Silencio absoluto. Namaless asintió, tomó un sobre del interior de
una carpeta, y sacó de él varias diapositivas, que proyectó en una
pequeña pantalla a su izquierda. Las miradas de todos fueron hacia
allá, y se posaron en la imagen del rostro de un hombre de unos
cuarenta años, fuerte, hosco, de mirada penetrante y mandíbulas de
perro de presa.
—Capitán Stanley Travers de la policía de Atlantic City. Como
siempre, disponemos de información suficiente para facilitar el
estudio del trabajo de los profesionales a los que ustedes están
representando. En este caso concreto no hay dificultad especial
alguna. El capitán Travers es un hombre de vida metódica, familiar y
nada extravagante. Es facilísimo acceder a él. Su… actitud de
intransigencia le ha granjeado la enemistad de determinadas
personas que ofrecen veinticinco mil dólares por su muerte. ¿Hay
quién acepte menos de veinticinco mil dólares? La diferencia…
—Veinte mil —dijo Elton Barry.
Namaless se quedó mirándolo inexpresivamente.
—Iba a decir —deslizó con voz muy suave— que la diferencia,
como ya saben ustedes, es lo que gana Braintrain haciendo de
intermediario y organizando la subasta. Y por el momento Braintrain
ya está ganando cinco mil dólares, puesto que el señor Ugly ha
ofertado por debajo, en veinte mil. ¿Hay quién acepte menos?
—Diecinueve mil —dijo el gordo y fuerte que se había metido con
Elton Barry.
—Quince mil —dijo en el acto Elton.
El gordo se volvió a mirarlo vivamente, y su rostro se congestionó
por la furia.
—¡Oiga, amigo…!
—Por favor —pidió Namaless—. Realmente, el señor Ugly está
ofertando de un modo muy generoso y de modo muy diferente a lo
habitual, por lo tanto. Sin embargo, está en su derecho, y espero que
el señor Square así lo entienda.
—¿Cómo voy a entender que en una subasta se empiece
rebajando cinco mil dólares sobre veinticinco mil, y que se baje luego
a quince mil? —Gruñó el gordo Square—. ¡Eso es casi el cincuenta
por ciento de rebaja! ¡Nunca ha sucedido una cosa así!
—Es verdad —admitió Namaless—, pero nunca antes el señor
Ugly había asistido a nuestras subastas. Señor Ugly, espero que
entienda perfectamente que cuando alguien acepta aquí un contrato
tiene que cumplirlo.
—He dicho quince mil, ¿no? —masculló Elton Barry.
Namaless asintió, fue mirando los rostros de los demás
managers, y, por fin, murmuró:
—Contrato asignado al señor Ugly por quince mil dólares.
Braintrain obtiene un beneficio de diez mil netos, lo que es muchísimo
considerando la baja cantidad de partida. Gracias, señor Ugly.
Siguiente contrato: Norman D. Riggleman, sesenta años, presidente
de la Long Life Insurance —la diapositiva mostró el rostro de un
hombre de blancos cabellos, muy agradable, frente despejada,
mirada viva e inteligente, facciones hermosas y nobles—. Personas
interesadas en librarse de la perspicacia del señor Riggleman y al
mismo tiempo acceder a la presidencia de la compañía ofrecen
setenta y cinco mil dólares por su muerte… ¿Hay quién acepte
menos?
—Setenta y cuatro mil —dijo Elton Barry.
—Setenta mil —dijo Square, con expresión ya más tranquila y
casi satisfecha.
—Cincuenta mil —dijo Emma Fox.
—¡Cómo cincuenta mil…! —aulló Square.
Emma ni siquiera le miró. Elton Barry sonrió como un niño
travieso. Namaless tenía fruncido el ceño. Los demás managers
miraban a Emma Fox y a Elton Barry de modo concentrado, como
pretendiendo saber qué cosa nueva estaba ocurriendo, qué había en
las mentes de los recién incorporados a la subasta.
Namaless se aclaró la voz y cantó:
—Hay quién acepta cincuenta mil dólares. ¿Alguien acepta
menos?
—¡No se puede preparar ese trabajo por cincuenta mil dólares! —
saltó otro de los managers—. Ese hombre debe tener un par de
guardaespaldas por lo menos, y todo un sistema de desplazamientos
muy bien estudiado, alarmas en su domicilio, en su coche, en sus
oficinas… ¿No es así?
—Así es, señor Sky —asintió Namaless—. Y me atrevo a pensar
que la señorita Pretty ya ha tenido en cuenta esos detalles. ¿Es así,
señorita Pretty?
—Desde luego —asintió Emma—. He dicho cincuenta mil.
—Bien —aprobó Namaless, siempre inexpresivo—. ¿Hay quién
acepte menos?
Nadie contestó.
Veinte minutos más tarde, las cuatro muertes a subasta ofertadas
por Namaless habían sido adjudicadas a Pretty y Ugly, que habían
aceptado siempre menos que los demás. En realidad, después de la
segunda subasta se hizo un extraño silencio en el salón, como si
todos comprendieran que mientras estuvieran allí Emma y Elton no
tenían nada que hacer.
Y así fue, ya que nadie quiso aceptar trabajos como los
presentados a los precios que impusieron los dos nuevos socios.
—Parece que va a haber una revolución de precios en el mercado
del crimen —dijo casi sonriendo Namaless—… siempre y cuando
nuestros nuevos negociantes mantengan lo que prometen.
—Será mejor para ellos —gruñó Square.
—¿Sabe qué le digo, amigo? —Le miró risueño Elton.
—¿Qué? —le contempló fríamente el otro.
—¡Esto! —Le lanzó Elton un corte de mangas ante sus narices.
Square palideció. Se quedó mirando fijamente a Elton. Luego,
desvió la mirada, y eso fue todo.
Namaless atrajo la atención de todos.
—Vamos a pasar a los casos pendientes. Y, dadas las
circunstancias un tanto especiales, sólo expondremos uno, el más
urgente, ya que no queremos sobrecargar más de trabajo a Ugly y
Pretty… si es que son ellos los que adquieren el contrato, cosa que
es de prever. Tenemos un personaje que repetidamente ha sido
rechazado por ustedes debido a sus… especiales circunstancias de
riesgo, más que de dificultad. Me refiero a la actriz y presentadora
de T. V., la señorita Rosalind Rossmayer, de la cadena KSTV. Las
especiales circunstancias de dificultad, como ustedes saben, están
referidas al hecho de que miss Rossmayer está siempre rodeada de
gente… y de cámaras de televisión. Una de esas cámaras podría
presenciar el… incidente de la señorita Rossmayer y filmarlo, claro
está. La posibilidad de encontrarla a solas es prácticamente nula.
Pero es que, además, dadas sus relaciones secretas con cierto
altísimo personaje de la política, suele estar digamos… custodiada
por el servicio secreto. Braintrain había ofrecido hasta ahora
doscientos cincuenta mil dólares por la muerte de la señorita
Rossmayer. Ahora ofrece trescientos mil. ¿Hay quién acepte menos?
La imagen de Rosalind Rossmayer apareció en la pantalla. Era
una mujer de unos treinta años, rubia, bellísima, de grandes ojos
violáceos de expresión diáfana e inteligente. Era una persona de alta
calidad, sin la menor duda; eso se percibía observando desde sus
ojos al menor detalle de su persona.
—Doscientos cincuenta mil —dijo Elton Barry.
Namaless le miró con una irritación que sólo podía ser debida al
hecho de que antes, a solas, los nuevos managers habíanse ofrecido
a efectuar cualquier trabajo de ese tipo por sólo cien mil. Pero la
seriedad en los negocios tenía que prevalecer por encima de todo,
especialmente delante de testigos, de los restantes clientes de la
Tienda.
—Doscientos cincuenta mil —murmuró Namaless—. ¿Alguien
aceptaría menos?
No se oyó ni siquiera una respiración, y la subasta fue cerrada
por aquel día.
Capítulo V
—DADA las especiales circunstancias —dijo Namaless— considero
conveniente que no vayáis solos a realizar esos trabajos,
especialmente el de Rosalind Rossmayer. Será conveniente que
alguien vigile bien, que os apoye. Por eso, Packard y Jagger irán con
vosotros.
—¿Y no podrían venir Angélica y las otras dos monadas? —
protestó Elton Barry.
Angélica, que estaba presente en la salita, miró irónicamente a
Barry.
—¿No te basta tu socia? —Miró un instante a la imperturbable
Emma—. ¿Acaso ella no es lo bastante estimulante para ti?
—Es que una cosa son los negocios y otra cosa es el amor —
sonrió Barry—. Yo, a quien amo, es a vosotras tres. A Emma la
considero… como si fuese un hombre.
Namaless sonrió, y miró también a Emma, que parecía no oír las
palabras de Elton Barry.
—Bueno, ya que parece gustarte la compañía de los hombres —
dijo con socarronería—, te llevarás a Packard y Jagger, tal como te
he dicho. No se trata de que los comprometáis en el trabajo directo,
sino de que os sirvan de apoyo y vigilancia, eso está bien claro.
¿Alguna pregunta o sugerencia?
Emma Fox movió negativamente la cabeza. Tenían ahora todos
los datos reunidos sobre Rosalind Rossmayer y los demás
sentenciados a muerte. Sólo tenían que estudiarlos, dedicar un par
de días a comprobarlos en cada caso, y hacer el trabajo. Aunque tal
vez el asesinato de la señorita Rossmayer requiriese algo más de
tiempo.
Tampoco Elton Barry tuvo nada más que decir, y Namaless, tras
la espera, se quedó mirando a Emma y dijo:
—Creo que sería mejor que te tiñeras el cabello y que cambiaras
un poco, el estilo de vestir. ¿Tienes alguna documentación
adecuada?
—No hay problema —asintió Emma Fox.
Aquella misma noche, en dos automóviles, Emma Fox y Elton
Barry en uno y Jagger y Packard en otro, los cuatro abandonaron la
Tienda. Emma se había teñido de pelirroja, se había puesto unos
lentes cuyos cristales no tenían graduación alguna pero que
desfiguraban su rostro, y vestía de un modo más vulgar. Parecía una
mujer más baja, gruesa y robusta.
Rosalind Rossmayer residía en Filadelfia, de modo que hacia allá
se encaminaron los empleados de Braintrain, si bien no llegaron a la
ciudad. A unos veinte kilómetros de ésta, en una localidad llamada
Bristol, se aposentaron en un motel llamado Great Key; llegaron por
separado, y los de un coche ocuparon una cabaña y los del otro otra
no muy alejada. Por supuesto, Emma Fox y Elton Barry se
inscribieron en el motel como señor y señora Smith, lo que dejó
indiferente al empleado, pues estaba ya más que harto de parejas
como aquella que iban allá una noche o dos o tres, engañando cada
cual a su cónyuge respectivo. Cosas de la vida.
Desde una ventana de su cabaña, Elton Barry estuvo viendo
cómo llegaban Jagger y Packard tras haberles concedido media hora
de margen. Los vio apearse del coche frente a su cabaña y entrar en
ésta, la 21. Luego, entró en el dormitorio, donde Emma,
completamente desnuda en aquel momento, se disponía a ponerse
un pijama.
—¡Caray! —exclamó Elton.
Ella le miró, y procedió a ponerse el pijama. Eran más de las
once de la noche, y no parecía que Emma Fox tuviese ganas de
bromas. Tras un silencio admirativo, y cuando ella ya había
terminado de ponerse el pijama Elton murmuró:
—Creo que te habría sentado mejor teñirte de morena.
—Ya lo sé, y por eso no lo he hecho. No quiero llamar la atención
más de lo indispensable.
—Eso está bien pensado. Dime una cosa: ¿aceptarás que esta
noche hagamos el amor?
—No.
—¡Mujer…! ¡Vamos a dormir en la misma cama!
—¿Y qué? De niña dormí algunas veces con mi abuela.
—¡Maldita sea mi estampa…! ¿Me estás comparando con tu
abuela?
—Claro que no —se sorprendió Emma—. Mi abuela era una
dama y tú eres carne de horca.
—¿Y qué eres tú? —sonrió Elton.
—Un bocado demasiado exquisito para ti.
—Escucha, cariño, tú y yo sólo somos dos asesinos
profesionales… ¿A qué viene darte tanta importancia?
—Elton, todo lo que quiero es dormir. ¿De acuerdo?
—Voy a decirte algo que te quitará el sueño: creo que Jagger y
Packard han venido con nosotros para liquidarnos cuando hayamos
hecho el trabajo de la Rossmayer. Los otros trabajos no tienen
mayor importancia, puede hacerlos cualquiera, pero el de Rosalind
Rossmayer no. Así que esperarán a que lo hagamos y nos liquidarán
a nosotros.
—¿Por qué motivo?
—Supongo que porque Namaless desconfía de nosotros. Ni tu
posición ni la mía están muy claras dentro de la Tienda. Quizá piensa
que le estamos engañando de alguna manera.
—¿Y no es así por tu parte? —entornó los párpados Emma.
—Claro que no. ¿Y por la tuya?
—Tampoco. Pero no me gusta que me vigilen, y eso si que lo
están haciendo Packard y Jagger.
—Hablando de vigilancia… ¿Descubriste quién de la casa se
pasa el tiempo espiándonos con los prismáticos?
—Sí.
Elton Barry quedó atónito. Sacudió la cabeza y exclamó:
—¿Quién lo hace?
—Una de las chicas. O quizá las tres por turnos… Sé que quien lo
hace es siempre una mujer.
—¿Y cómo has podido saberlo?
Emma Fox titubeó. Luego, abrió su maletín de viaje, del cual sacó
unos pequeños gemelos de teatro que mostró en silencio a Elton.
Tras otros pocos segundos de pasmo, Elton movió la cabeza y
farfulló:
—Eres una tía de recursos, ¿eh? De acuerdo, eso me gusta, ya
que vamos a trabajar juntos. De modo que viste que era una mujer…
¿Por qué demonios crees que nos vigilan?
—No creo que nos vigilen solamente a nosotros —rechazó
Emma, guardando los prismáticos—. Creo que lo vigilan todo,
simplemente.
—Tal vez Namaless les haya dado orden de ejercer
continuamente esa vigilancia ocular directa para avisarle cada vez
que alguien se acerque a la casa. Alguien de nosotros, se entiende.
Pero me pregunto qué gana sabiendo con un minuto de antelación
que alguien va hacia la casa.
—Eso sólo podríamos saberlo entrando en la casa sin que
ninguna de esas chicas tuviera tiempo de avisarle. ¿Nunca has tenido
deseos de echar un vistazo por la casa?
—¡Ya lo creo! Y me parece que tú también. Pero eso no puede
ser.
—¿No? —sonrió Emma.
Elton Barry quedó silencioso. Emma se metió en la cama, y
suspiró. Elton estuvo casi un minuto pensativo. Por fin, se desnudó,
se puso el pijama, y se acostó junto a Emma Fox, que le miró y
bostezó.
—Francamente —dijo Elton—, creí que lo de Jagger y Packard te
quitaría el sueño.
—No hay motivos. ¿No dices que sólo nos liquidarían cuando ya
hayamos matado a la Rossmayer? De todos modos, no me gusta la
idea. Namaless se merecería que le diésemos un susto, ¿no te
parece? Él allí tan ricamente a salvo de todo, nosotros jugándonosla,
y encima, cuando terminemos, que nos liquiden ese par de imbéciles.
—¿Qué susto se te ocurre que podríamos darle a Namaless? —
La miró muy atentamente Elton Barry.
—No sé. Déjame dormir.
Emma le dio la espalda a Elton, evidentemente dispuesta a
conciliar el sueño. De nuevo quedó Elton pensativo unos segundos, y
por fin apretó con la yema de un dedo en la espalda de la ahora
pelirroja Emma Fox, mientras decía:
—Creo que más o menos los dos estamos pensando lo mismo.
—No creo —replicó Emma, sin volverse.
—Pues yo sí. Se me ha ocurrido que tú estás pensando que por
qué has de correr tú los riesgos y que sea otro el que haga el
negocio.
Emma giró, quedó boca arriba y con la mirada vuelta hacia Elton.
—Nosotros también hacemos negocio. Nos pagan por el trabajo,
¿no?
—Sí, nos pagan. Pero, vamos a tomar como ejemplo el caso de
ese capitán de policía, el tal Travers. ¿Crees realmente que a
Braintrain le han ofrecido solamente veinticinco mil dólares por
liquidar al poli? Yo creo que le han ofrecido por lo menos cincuenta
mil, lo que significa que cuando inicia la subasta ya está ganando
veinticinco mil, más las rebajas que le hagan los managers. Es decir,
que en el caso del capitán Travers va a ganar treinta y cinco mil
dólares por no hacer nada, y nosotros quince mil por jugarnos el
pellejo. Y no digamos por lo de la Rossmayer. No me sorprendería
nada que le hubieran ofrecido quinientos mil pavos por quitarla de en
medio, así que Braintrain gana un cuarto de millón y nosotros otro…
pero nosotros nos la jugamos.
—Verdaderamente eso es un poco irritante —admitió Emma—.
¿Se te ocurre algo para solucionarlo?
—Pues no… La única solución sería que nosotros fuéramos los
amos del negocio, y que fuesen otros los que se la jugasen.
De pronto, Emma Fox sonrió ampliamente.
—Elton: ¿me estás tendiendo una trampa? —preguntó.
—No. Simplemente, pienso que es una tontería jugársela por
otros, y que encima esos otros ordenen que después de que te
hayas arriesgado por ellos y les hayas hecho el trabajo por el que
cobrarán seguramente medio millón de dólares, te liquiden a traición.
—Sí, es una tontería Pero mira, a menos que tengas alguna idea
clara en la cabeza, ¿quieres hacer el favor de dejarme dormir?
—¿Y si esos dos vienen y nos liquidan mientras dormimos?
Emma Fox se quedó mirándolo fijamente de nuevo, hasta que
volvió a suspirar, y, sin más comentarios, salió de la cama agarró su
maletín, y se dirigió hacia la puerta del dormitorio.
—¿Qué pasa? —exclamó el desconcertado Elton—. ¿Adónde
vas?
—Ya vuelvo.
Segundos después, Emma Fox salió de la cabaña. La
temperatura era fresca, y bajo la fina tela del pijama de color azul,
casi negro en la oscuridad, la tersa piel de Emma Fox se estremeció.
Miró a derecha e izquierda, y, como era de prever a aquella hora, no
vio a nadie. Resueltamente, se dirigió hacia la cabaña frente a la cual
estaba el coche de Jagger y Packard. Llegó y llamó a la puerta. Al
poco, oyó al otro lado la voz de Jagger:
—¿Quién es?
—Emma Abre, Jagger.
Éste abrió, sin encender la luz del interior de la cabaña. Cerró
cuando Emma entró, y se fue tras ella en dirección al dormitorio. La
cabaña era simétrica a la que ocupaban Emma y Elton, pero en el
dormitorio de la de Packard y Jagger había dos camas gemelas.
Packard estaba en una de ellas, mirando intrigado a la pelirroja
Emma Fox.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Ese bobo de Barry —refunfuñó Emma—. No me deja dormir.
—¿Y vienes a dormir con nosotros? —sonrió lascivamente
Jagger.
—Caramba, no —exclamó Emma, sobresaltada, mientras abría
su maletín—. Precisamente Barry no me deja dormir porque dice que
vosotros tenéis orden de liquidarnos después de que hayamos
matado a la Rossmayer.
Los dos asesinos profesionales de la Tienda se tensaron. Y ya no
tuvieron tiempo de nada más: Emma Fox sacó del maletín la pistolita
que tanto irritaba a Elton Barry, apuntó al corazón de Jagger, y
apretó el gatillo. Acto seguido se volvió hacia Packard, y disparó
velozmente. La bala le dio en la frente a Packard, que se había
sentado vivamente en la cama, y lo derribó de nuevo, dejándolo
confortablemente muerto, bien colocado en la cama, abiertos los ojos
expresando espanto e incredulidad.
Emma miró a Jagger, que todavía estaba de pie, con la boca
abierta y los párpados muy separados. En su pijama aparecía la
manchita de sangre a la altura del corazón. Emma Fox abrió la cama
de Jagger, pasó detrás de éste, le asió por los sobacos, y lo
desplazó hacia la cama, sobre la cual lo empujó. Lo tapó, apagó la
luz del dormitorio, y al poco abandonó la cabaña.
Cuando llegó al dormitorio de la suya, Elton Barry, fumando, la
miró inquisitivamente.
—¿Adónde has ido y a hacer qué?
—No habría podido dormir sabiendo que aquellos dos podrían
liquidarnos, de modo que me los he cargado. Al amanecer los
meteremos en el maletero de su coche y nos los llevaremos de aquí
a cualquier sitio donde tarden días o semanas en fijarse en el coche.
Tú conducirás el de ellos, yo iré detrás, y cuando los dejes te
recogeré. Buenas noches, Elton.
Elton Barry tardó unos segundos en reaccionar. Parpadeó,
sacudió la cabeza, y farfulló:
—Buenas noches, Emma.
—Buenos días, señorita Rossmayer —acudió el conserje a recibir
a la encantadora Rosalind—. Tengo un mensaje para usted que me
han encargado que le entregue con toda la urgencia del mundo.
—Eso es mucha urgencia —sonrió Rosalind—. Luego lo…
—Me han dicho que es cuestión de vida o muerte, señorita
Rossmayer.
—¡Oh, vamos…! Está bien, démelo, lo leeré ahora mismo.
El conserje de la emisora de televisión tendió el sobre a miss
Rossmayer, y ésta lo abrió y sacó el papel que contenía.
Cerca de ella, varios empleados de la KSTV la miraban
embobados de admiración y simpatía. Fuera había más personas
también pendientes de la famosísima actriz y presentadora, así
como algunos amigos que la habían acompañado.
El mensaje decía:
Si usted no habla conmigo será asesinada. La espero en los
lavabos de mujeres para el público. No se trata de una broma ni
debe desconfiar de mí.
Rosalind Rossmayer consiguió mantenerse serena, como si nada
importante estuviese ocurriendo. ¿Matarla? La primera idea fue que
debía tratarse de una broma, en efecto. De mal gusto, pero una
broma Acto seguido pensó que quizá no era una broma pero que la
trampa podía estar precisamente en el lugar de la cita. Y finalmente,
se dijo que era absurdo que quien quería matarla se lo advirtiera y lo
hiciera dentro del edificio de la emisora pudiendo hacerlo por otros
medios mucho más seguros.
En el lavabo de señoras… Entonces, quien la esperaba allí era
una mujer. ¿O un hombre disfrazado…? Absurdo. Rosalind miró al
conserje, y le sonrió.
—Gracias, Aldous. Hasta luego.
—Que tenga buen día señorita Rossmayer.
Ésta sonrió de nuevo, hizo una seña de espera a sus compañeros
que tendrían que trabajar aquella mañana con ella, y se dirigió hacia
los lavabos para el público situados en la planta baja. Entró en el de
señoras, naturalmente, y enseguida vio a las tres mujeres que había
allí: dos chicas jóvenes conversando, y otra mujer, ya no tan joven al
parecer, pelirroja, con lentes, que se estaba pintando los labios
frente a uno de los espejos.
Las dos muchachas salieron, parloteando y riendo. La pelirroja
miró a Rosalind Rossmayer por medio del espejo.
—Ha sido usted muy sensata, señorita Rossmayer. ¡Por favor, no
lo haga!
—¿El qué? —Se sobresaltó Rosalind.
—Preguntar quién soy yo. Confórmese con saber que mis
intenciones son buenas para usted. Si no lo fueran, ya la habría
matado, porque soy la persona a la que encargaron de ello. ¿Está
asustada?
—Francamente, un poco —susurró Rosalind, pálida.
—Pero ya ha comprendido que puede ser cierto eso de que
hayan… decretado su muerte, ¿verdad?
—No veo por qué alguien querría matarme.
—Lo que yo puedo decirle es que se subastó su muerte en una
puja inicial de trescientos mil dólares. ¿Ha oído hablar de Braintrain?
—No.
—¿Murder’s Shop? ¿Namaless?
—No… No, no.
—Tengo entendido que es usted persona… relacionada con un
político de cierta importancia. ¿Qué clase de relación exactamente y
qué político?
Rosalind Rossmayer estaba todavía más pálida. Se llevó una
mano a la frente, y se tambaleó. Emma Fox la asió rápidamente por
un brazo. Miró alrededor, pero no había dónde sentarse. Por suerte,
Rosalind se recuperó, no sin esfuerzo.
—Pero usted —tartamudeó—, usted tiene que decirme quién es,
y cómo sabe todo esto…
—Mire —movió la cabeza la pelirroja—, no tenemos tiempo que
perder en una conversación de lavabo público. Si usted quiere que
las cosas terminen del modo menos malo posible, dígame quién es
ese político. Si no me lo dice, simplemente me marcharé, y allá
usted. Ah, un detalle que para mí es obvio, pero en el que usted
quizá no haya pensado siquiera: quien ha contratado su muerte,
desde luego, ha sido el político en cuestión.
—¡No! ¡No es cierto! —gimió Rosalind.
—Es usted una ingenua. Y yo la voy a desengañar en pocos
segundos. Su amigo puede haber ordenado su muerte por varios
motivos, como por ejemplo, que se haya cansado de usted y quiera
tener ahora otra amiguita, o que tema que sus relaciones se están
poniendo demasiado en evidencia y eso no le convenga, o que
intereses de política o cualquier otra clase aconsejen su muerte
porque alguien teme que sabe demasiadas cosas por su proximidad
al político… Podría ser por muchas cosas, pero le aseguro que su
muerte ha sido subastada. ¿No quiere decirme quién es su amigo?
—¿Por qué? ¿Para qué?
—Bueno, me gustaría charlar un rato con él, eso es todo.
—No, no… Bueno, yo… tengo que pensarlo… ¡No me creo nada
de lo que usted ha dicho!
—La llamaré esta noche a su casa —se resignó Emma—, y
espero que sus reflexiones hayan sido juiciosas. Y otra cosa: si no
quiere complicarse la vida mucho más de lo que ya lo está, no diga
nada de esto a nadie. A nadie, ¿lo entiende?
La pelirroja agarró su maletín y se dirigió hacia la puerta de los
lavabos. Cuando Rosalind Rossmayer salió, a los pocos segundos,
no quedaba ni rastro de Emma Fox.
Dos minutos más tarde, al otro lado de la manzana, Elton Barry
recogía a Emma en el coche, en brevísima parada, y continuó
circulando, alejándose de la zona. Miró el rostro de Emma, frunció el
ceño, y masculló:
—No la has convencido, ¿eh?
—No. Y lo primero que hará será avisar al senador, seguro.
—¿Qué senador? —exclamó Elton—. ¿Te ha dicho ella que se
trata de un senador?
—No. Ha sido una tontería mía… No sé por qué tengo la idea fija
de que el amigo de la Rossmayer es un senador.
—Ya Una idea fija. Bueno, estés en lo cierto o no, lo seguro es
que no has conseguido nada hablando con la Rossmayer. Aunque
todavía no he entendido bien qué esperabas conseguir exactamente.
—La información suficiente para amenazar a Braintrain con hablar
si nos molestaban.
—Y como no hemos conseguido esa información, tendremos que
hacer las cosas de otra manera. Ahora ya estamos en el baile, y
tenemos que seguir bailando.
—Apuesto a que era eso lo que tú querías —le miró sonriente
Emma Fox—: volver a la Tienda, cargarte a quien haga falta,
apoderarte de las riendas del negocio, y de aquí en adelante ser tú
quien organice las subastas, llenarte de dinero los bolsillos… ¡y que
sean otros los que se la jueguen matando gente por ahí!
Elton Barry estuvo unos segundos meditando mientras conducía.
Soltó de pronto un gruñido y miró a Emma.
—¿Cómo sabes qué es eso lo que yo quería desde el principio?
—Es muy fácil: cuando un negocio es bueno, todos lo queremos.
—Ajá, ¡de modo que tú también! Bueno, pero para eso
tendríamos que cargarnos a un montón de gente de la Tienda.
—¿Y cuál es el problema? —preguntó fríamente Emma Fox.
Capítulo VI
HABÍAN alquilado un helicóptero en Filadelfia, para ahorrar el máximo
de tiempo posible, pues tenían por seguro que Rosalind Rossmayer
habría avisado a su amigo político y éste a Braintrain. Tras cubrir la
distancia velozmente por el aire, dejaron el helicóptero a una milla
escasa del lugar donde estaba la Tienda, y, hábilmente, delante de
un parador, Elton Barry robó una motocicleta, con la que recorrieron
el resto del camino hasta llegar a la zona donde estaba la Murder’s
Shop.
Allí, dejaron la motocicleta escondida entre pinos, descargaron el
paquete que contenía las armas que habían reunido, es decir, las de
Jagger y Packard y las de ellos propios, y tras asegurarse de que
iban a funcionar se acercaron por entre los pinos hacia la zona
despejada en cuyo fondo se veía la casa. A la izquierda de ésta, los
pabellones y el cobertizo.
Emma Fox dejó su maletín en el suelo, sacó los gemelos, y miró
hacia la casa y sus alrededores. Luego, entregó los gemelos a Elton,
que hizo lo mismo y murmuró:
—Parece que todo está normal… ¿Qué opinas tú?
—No puedo opinar nada sin saber si Rosalind Rossmayer ha
avisado o no a su amigo político. Si lo ha avisado, esta normalidad
puede ser una trampa; si no lo ha avisado, tampoco tenemos fácil
llegar a la casa sin ser vistos.
—Desde luego que no. Hay vigilancia electrónica. En cuanto nos
acerquemos a una distancia que ellos consideren preocupante
seremos detectados, si han cambiado el sistema que yo conozco. En
cualquier caso, tenemos mucha gente delante: están Nellman,
Vincent, Troy, el otro criado, el jardinero, los tres de la cocina…
Bueno, y Namaless. Nueve hombres.
—Te olvidas de las chicas.
—¡Bah! Maldita sea, no serán ellas las que nos impidan
apoderarnos del negocio. Emma: no me gustaría que me estuvieras
tomando el pelo, ¿sabes?
—Ya hablamos de eso, ¿no? —refunfuñó Emma Fox—. Ya que
han querido jugar sucio con nosotros nos los vamos a cargar a todos
y nos quedaremos con el negocio de las subastas. Es muy simple…
si hacemos las cosas bien. Y me pareció que mi plan te gustaba y
que no desconfiabas de él.
—En cierto modo es parecido al mío —asintió Elton—. Nos
cargamos a esa gente y buscamos el archivo o lo que sea que
Namaless debe tener sobre sus clientes y sus managers, a los que
comunicaremos oportunamente que el negocio se renueva, que ha…
cambiado de gerencia.
Dicho esto, Elton Barry se echó a reír. Emma le miró un poco
mosqueada, pero terminó por reír también. ¿No era una estupenda
jugada de ambos? De asesinos mal pagados a propietarios de un
negocio de muertes en subasta, y que trabajasen otros.
—Y ya que tú eres una frígida —dijo Elton—, y me quedaré con
los tres bomboncitos de la casa: Mary Sarah, Debbie y Angélica.
¿De acuerdo?
Emma encogió los hombros, y señaló hacia la casa:
—Primero tenemos que entrar ahí y conseguir lo que queremos.
Lo de las chicas me tiene sin cuidado.
—Muy bien. Tomemos una decisión: ¿atacamos o no? Porque
cuanto más esperemos más difícil lo tendremos.
—Quizá no. Podrían pensar que nos hemos escapado, que
estamos poniendo tierra de por medio, después de matar a Jagger y
Packard y haber intentado conseguir información de la Rossmayer
para tener algo con qué presionarlos. Y si piensan que nos estamos
alejando, eso nos favorece. Y todavía nos favorecerá más si
esperamos a la noche.
—¿Esperar a la noche? —exclamó Elton—. ¡Pero si apenas son
las once de la mañana!
—Si tienes alguna idea mejor, exponía.
Elton Barry reflexionó y optó por permanecer callado.
Al anochecer, ambos habían llegado a una conclusión que no
parecía admitir muchas controversias, dada la calma y normalidad
que estuvieron observando durante todo el día en la casa y
alrededores: Rosalind Rossmayer no había avisado a su amigo el
político de lo sucedido entre ella y Emma Fox. Lo que podía significar
que estaba esperando en su casa la llamada telefónica que Emma le
había anunciado.
—Pero ya ¿qué importa? —desdeñó Elton—. Si ella no ha dicho
nada significa que vamos a poder apoderamos de la Tienda, pues los
pillaremos por sorpresa. Y pronto sabremos todo lo que haga falta
saber, incluido el nombre del amigo de la Rossmayer. ¿Para qué
llamarla?
—Por dos motivos —murmuró Emma—. Uno, que si ha decidido
hablar conmigo puede decirme algo que nos sea útil o nos facilite las
cosas dándonos alguna idea nueva. Dos, que si no la llamo quizá se
decida entonces a llamar a su amigo y éste a Braintrain. De modo
que antes de ir hacia la casa, yo voy a buscar un teléfono para llamar
a miss Rossmayer.
—¿Y dónde esperas encontrar un teléfono?
—En cualquier sitio —se sorprendió Emma.
—No hay ningún sitio con teléfono a menos de dos o tres millas
de aquí… salvo la casa.
—¿Y qué? En tres minutos estoy allá, con la motocicleta.
—¿Sabes ir en motocicleta? ¿También eso?
—Eres un cretino —sonrió Emma Fox.
Un minuto más tarde, ya casi completamente de noche, partía
con la motocicleta, llevándose su maletín. Al cabo de un cuarto de
hora estaba de vuelta. Llegó con las luces de la motocicleta
apagadas, y se detuvo a unos cuarenta metros de donde estaba
Elton, que apercibió sus armas, intentando ver en la oscuridad.
—Soy yo —le llegó la voz de Emma—. Tranquilo.
Apareció a los pocos segundos, y se dejó caer junto a él,
entregándole un pequeño paquete.
—¿Qué es esto? —preguntó Elton.
—Unos bocadillos para ti. Yo ya he comido algo… y he hablado
con miss Rossmayer.
—¿Estaba esperando tu llamada? ¡Bien! ¿Qué te ha dicho?
—Me ha citado en un chalé cerca de Filadelfia, en un lugar
llamado Hatboro. Me ha facilitado toda clase de detalles para
localizarlo. Me espera a las diez de la noche.
—¿Y qué le has dicho?
—Que iré, naturalmente.
—No vamos a tener tiempo de llegar allá a esa hora.
—Es que no pienso ir.
—No te fías de ella, ¿verdad?
—Francamente, no. Además, he notado su voz tensa y
embustera.
—Su voz tensa y embustera —repitió Elton, soltando una risita a
continuación—. Cariño, ¡eres sorprendente! ¿Cómo es una voz tensa
y embustera?
—Pues la voz de una persona que está asustada y que está
mintiendo. En cualquier caso, ella ya habrá informado de que yo voy
a ir al chalé, así que en breve los de aquí comprenderán que no
deben temer nada, por el momento.
—Lo que significa —sonrió Elton en la oscuridad, masticando
ferozmente— que precisamente vamos a atacar la madriguera para
quedamos con ella. Y que si luego alguien pretende molestamos,
como tendremos todos los datos de los implicados de muchas
maneras en el negocio de las muertes a subasta, los podremos
mantener a raya… y seguir con el negocio después de…
reorganizarlo a nuestro gusto.
—Nunca se dijo tanto con tan pocas palabras —sonrió Emma
Fox.
—Je, je. —Elton se metió en la boca el último trozo de bocadillo y
se frotó las manos—. ¡Je, je, je! ¡Somos la leche, vamos!
—Vamos a darles quince minutos para que los de aquí reciban la
llamada de que nos están esperando en Hatboro, y entonces
intentaremos llegar a la casa. Y, Elton, ¿puedo confiar en que vas a
tomártelo en serio, cariño?
—Lo juro —dijo Elton Barry, con la boca llena de bocadillo de
jamón de York con huevo duro.

De los hombres de servicio doméstico, dos de ellos habían


suplido a Jagger y Packard en la vigilancia exterior, así que eran
cuatro los hombres que custodiaban la zona alrededor de la casa. Y,
aunque Vincent y Nellman sin duda eran más peligrosos, no había
que descuidar a los otros dos.
Los asesinos profesionales Elton y Emma lo enfocaron de un
modo muy inteligente: primero había que cargarse a Nellman y
Vincent, precisamente. Si conseguían quitar de en medio a estos
dos, los otros dos caerían más fácilmente, y, una vez controlado el
exterior, la casa sería, al menos en teoría, fácil de ocupar.
No parecía que Emma y Elton fuesen a tener problemas, salvo
los que pudiera depararles la vigilancia electrónica. Es decir, ninguno,
porque Elton Barry, que conocía perfectamente el sistema, sabía
cómo burlarlo desconectando uno de los puntos de alarma. As pues,
sin percance alguno, Emma y Elton traspasaron la barrera de
vigilancia electrónica y se fueron acercando a la casa reptando y con
las armas siempre a punto para ser utilizadas. Ambos podían
disparar silenciosamente, y salvo que los vigilantes se agrupasen
para un ataque masivo tenían todas las de ganar.
A unos setenta metros de la casa, ambos se detuvieron, pegados
al suelo, fundiéndose en las sombras. Desde las proximidades de la
casa, un hombre se acercaba, caminando despaciosamente. Los dos
lo identificaron en el acto, recortada su silueta en la luz que llegaba
desde la casa: Nellman. Iba de un lado a otro, como inquieto, tal vez
porque pese al aviso de que Emma, y por tanto se suponía que
también Elton, estaba lejos de allí, recordaba que ambos, sobre todo
Elton, conocía bien el lugar y podía haber estudiado con anterioridad
el modo de anular las alarmas.
Relativamente cerca de ellos, Nellman cambió de dirección,
alejándose. Esperaron inmóviles, y cuando Nellman estuvo lejos
reanudaron la marcha hacia la casa… La alta y maciza figura de
Vincent apareció a unos cincuenta metros. Se detuvieron de nuevo,
dispuestos a esperar. Vincent llevaba un rifle, y caminaba
decididamente hacia donde estaban ellos justamente. Se detuvo de
pronto, colocó el rifle en guardia, y llamó:
—¿Nellman?
Emma se ladeó hacia Elton, y le susurró al oído:
—Nos ha visto… Ha visto algo por aquí. Mi pistola no alcanza.
Elton asintió, extendió el brazo, y apuntó a Vincent. Éste acababa
de encender una linterna tras pasarse el rifle a la mano derecha…
Elton Barry disparó dos veces en menos de tres segundos. La
primera bala alcanzó a Vincent en la frente, y lo derribó brutalmente
como si fuese un saco. La segunda bala acertó la linterna, y la
apagó.
En el aire quedó vibrando el grito de Vincent súbitamente
interrumpido.
Se oyó la voz de Nellman:
—¿Qué ocurre? ¡Vincent! ¡Pakson!
Un individuo apareció corriendo por la izquierda del lugar donde
había caído Vincent.
—Si no llegamos a la casa enseguida, no llegaremos —dijo
Emma Fox.
Se puso en pie y echó a correr convergiendo con el sujeto que
acudía en busca de Vincent. El hombre vio aquella sombra corriendo
hacia él, se detuvo, titubeó, y alzó el rifle… Sin dejar de correr,
Emma Fox disparó una sola vez contra el hombre, que lanzó un
alarido y cayó girando para quedar de bruces, inmóvil.
A unos doce metros a la derecha de Emma, Elton Barry corría
también hacia la casa. Más a su derecha apareció Nellman, y detrás
de éste la figura de otro hombre. Nellman iba gritando algo que Elton
no entendió. Ni le importaba. Simplemente, disparó contra Nellman al
mismo tiempo que éste lo hacía contra él. El trallazo del rifle pareció
partir la noche en mil pedazos, Y Elton oyó el seco crujido de la bala
perforando el aire por encima de su cabeza… mientras Nellman,
alcanzado en el vientre por su bala, daba un traspié soltando el rifle y
llevándose las manos al lugar de la herida, para finalmente caer de
bruces.
El otro hombre se había detenido apenas a media docena de
metros de él, se echó el rifle al hombro, y disparó. Elton Barry tuvo la
sensación de que una garra de fuego se llevaba un trozo de su
cuerpo a la altura de la cintura, se tragó el grito de dolor, y,
completamente extendido el brazo, disparó contra el otro.
El chasquido apenas se oyó. Brotó la levísima llamarada, y la
bala impactó en el centro del pecho del hombre que había herido a
Elton, lanzándolo de espaldas con violencia, con los pies más altos
que la cabeza…
—¡Elton! —llamó Emma.
—¡Estoy bien! ¡Corre!
Él lo hizo a su vez, directo hacia la casa. Afuera no quedaba
vigilancia, así que no debían temer nada por ahí. Pero dentro
quedaban cinco hombres, y si los veían llegar y se parapetaban todo
habría fracasado… Para evitar esto, Elton Barry tuvo que recordar lo
de «a grandes males grandes remedios» y ponerlo en práctica: llegó
corriendo a la casa, y, sin pensárselo dos veces, se lanzó contra una
de las ventanas mientras giraba en el aire de modo que fue su
espalda la que reventó la cristalera, con gran estruendo.
Rodó por el suelo, se puso rápidamente de rodillas mirando a
todos lados, y vio a uno de los servidores domésticos de pie en el
centro del vestíbulo, muy abiertos los ojos, apuntándole con una
pistola… En ese mismo instante, el hombre bizqueó, como mirándose
el diminuto agujero que apareció en su frente, y al mismo tiempo
soltó la pistola y cayó de rodillas.
Elton miró hacia el hueco de la ventana, y vio a Emma allí,
todavía apuntando al hombre que acababa de matar. Ella señaló
enseguida la escalinata.
—¡Arriba! —gritó—. ¡Encárgate de la parte alta, yo me ocupo de
la planta baja!
—¡Estoy herido! —Notificó Elton.
—¡Pues te aguantas!
Emma saltó al interior de la casa por el hueco dejado por Elton, y
éste, dejando goterones de sangre, se lanzó escaleras arriba… en el
momento en que otro hombre aparecía en el fondo del vestíbulo
procedente sin duda de la cocina y armado con un rifle, fijos sus ojos
dilatados en Emma…
—¡Eh, Hickson! —llamó Elton.
El hombre alzó la mirada, sobresaltadísimo, y su gesto pareció
retorcerse de rabia al ver a Barry. Recordó entonces a la mujer
contra la que había estado a punto de disparar, y al mismo tiempo
veía la pistola en la mano de Elton Barry… Un chillido de rabia brotó
de la boca del hombre, que, mirando de Elton a Emma, y de ésta a
aquél, finalmente no hizo nada… salvo morir, pues fue alcanzado casi
al mismo tiempo por los disparos efectuados por Emma y Elton.
Éste se volvió, hizo una inclinación a Emma, y continuó corriendo
escaleras arriba. Emma miró hacia la salita donde al parecer solía
estar habitualmente Namaless, titubeó, y optó por seguir su impulso.
Fue hacia la puerta, se colocó a un lado, y la empujó, presintiendo
los disparos que iban a producirse.
No hubo disparo alguno, no ocurrió nada. En el piso de arriba oyó
un grito de dolor. Miró vivamente hacia allí, y vio a Troy aparecer en
lo alto de la escalera, dando tropezones, y detrás de él a Elton, que
volvió a empujarlo a puntapiés. Troy llegó al borde de la escalinata,
braceó, volvió a gritar, y perdió el equilibrio por fin, cayendo rodando
y rebotando escalón tras escalón…
—¿Hay alguien ahí? —preguntó Elton, mirando a Emma y
moviendo la barbilla hacia la puerta de la salita.
Ella encogió los hombros, y él bajó rápidamente y se colocó al
otro lado de la puerta, tras comprobar que Troy se había roto el
cuello, lo que pareció maravillarlo.
—No hay nadie más en la casa —dijo—. He visto a un sujeto
saltando por una ventana, y Troy estaba a punto de hacerlo cuando
lo he agarrado por el fondillo de los pantalones. Sólo nos falta
Namaless.
—Ése debe haber escapado antes que nadie —sugirió Emma—.
Estás sangrando como un cerdo.
—Eso es lo que soy, ¿no? Bueno, ¿entras tú o entro yo?
—Yo lo haré.
Emma se lanzó al interior de la salita deslizándose por el suelo,
preparada su pistolita, y buscando algo o alguien contra quien
disparar; pero no había nada ni nadie allí que pareciera representar
peligro. Emma se incorporó, y llamó a Elton, que entró mascullando
palabrotas.
—Tendríamos que encontrar vendas, o hacerlas con alguna
sábana —dijo de mal talante—: no me gusta ir dejando un rastro de
sangre, como las bestias heridas.
—Ya te he dicho que pareces un cerdo.
—¡Deja de insultarme! Somos socios, ¿no es así?
—Tranquilízate —sonrió Emma—. Siéntate y descansa mientras
yo busco algo para vendarte. Y por favor, ¡no llores!
—¿Quién está llorando aquí? —gritó Elton.
Ella movió la cabeza, y salió de la salita. Quince minutos más
tarde, Elton Barry estaba vendado y limpio, poniéndose ropa que
Emma había encontrado en el piso de arriba, y bebiendo cortos
tragos de una botella de whisky que él mismo se había procurado.
—Bueno —masculló—, parece que nada ha servido de nada.
Todo lo que hemos tomado por asalto es una fortaleza vacía, en la
que no hay nada que valga la pena: Namaless se largó llevándose a
mis tres amores, así de simple. Y naturalmente, si había aquí un
archivo o algo parecido también se lo llevó.
—Eso parece —asintió Emma—. Vamos a echar un vistazo antes
de marcharnos.
Otros diez minutos más tarde lo único que mereció la atención de
ambos fue la caja fuerte que encontraron en el despacho. Una caja
fuerte grande, sólida, en un despacho de mobiliario anticuado,
sombrío. Había gruesas cortinas en las ventanas. La caja fuerte, casi
tan alta como una persona, parecía a prueba de cañonazos, dinamita
y hasta artefactos nucleares.
Emma y Elton se miraron, y él dijo:
—De todos modos, si se han largado no creo que hayan dejado
ahí dentro nada, que valga la pena.
—Nunca se sabe. ¿La abres tú o la abro yo?
—¿Sabrías abrirla? —La miró con incrédula ironía Elton.
—¿Y tú?
—Yo sí, pero tú no. ¡Menos fanfarronadas, cariño!
Emma se colocó ante la caja, se guardó la pistolita, y comenzó a
manipular en los mandos. A pocos pasos de ella, todavía un poco
pálido por la herida que, por fortuna para él, sólo le había interesado
piel y carne, Elton Barry la contemplaba socarronamente, echando
traguitos de whisky.
—Ya está —dijo Emma.
Elton se atragantó, y luego tosió, lanzando un surtidor pulverizado
de whisky.
—¡Cómo que ya está! —pudo gritar acto seguido.
Emma movió el volante de la enorme puerta de acero, y tiró de
ella suavemente. La puerta se abrió. La boca de Elton Barry se
abrió… Y un instante más tarde, los ojos de Barry se abrieron
desmesuradamente.
—¡Coño! —exclamó, como alucinado.
Namaless estaba dentro de la caja fuerte, empotrado en forma
de cuatro, con la cara vuelta hacia la puerta. Elton a pocos pasos y
Emma delante mismo, se quedaron mirando el rostro frío y crispado
de Namaless, en cuyo pecho se veían tres manchas oscuras y
secas. Tenía los ojos abiertos, y en su boca, siguiendo más o menos
el contorno normal, había sido pintada otra boca utilizando pintura
roja o rosa; una boca más grande, formando una sonrisa, como las
que se pintan los payasos.
El efecto era impresionante. Un muerto a balazos, con los ojos
desorbitados y las facciones crispadas, pero con una gran boca roja
y sonriente. Era impresionante, tétrico y macabro.
—Por todos los demonios —jadeó Elton, de pronto—. ¡Salgamos
de aquí! ¡Corre!
Se lanzaron los dos a todo correr hacia la puerta del despacho,
aparecieron en el vestíbulo, que cruzaron disparados, y salieron de la
casa no menos disparados, dirigiéndose hacia el punto donde habían
dejado la motocicleta robada…
Todavía no habían llegado cuando la casa reventó con un
estruendo tremendo acompañado de un resplandor que hizo temer
que se hubieran escapado por alguna grieta todos los fuegos del
infierno.
Capítulo VII
—¿QUÉ hora es? —preguntó Emma.
Sentado junto a ella en los asientos delanteros del helicóptero que
pilotaba Emma Elton Barry miró su reloj de pulsera a la luz de los
instrumentos del tablier.
—Las diez menos cinco.
—Imposible llegar allá a las diez.
—Si ella está jugando limpio te esperará. Si es una trampa, no
tenemos prisa por caer en ella. ¿O sí?
—Yo no —le miró sonriente Emma—. ¿Cómo va eso?
—Sobreviviré. Maldita sea, en estos momentos podríamos ser
dueños de todo, y en cambio no tenemos nada de nada.
—Tengo la impresión de que lo que más encuentras a faltar son
tus tres encantadoras novias: Debbie, Angélica y Sarah Mary… ¿O
es Mary Sarah?
—Es Mary Sarah —gruñó Elton—. ¿Qué crees que ha pasado
realmente en la casa?
—No creo nada. Se diría que los dos amigos de Namaless que
nunca pudimos ver han hecho la liquidación total del negocio. Se lo
han llevado todo: cámaras de televisión, los receptores, los archivos,
y, puestos a llevarse, se diría que se han llevado también a las
chicas. Pero me pregunto: ¿por qué… para qué? Pero sobre todo, lo
inquietante es: ¿quién les avisó? Porque si fue Rosalind Rossmayer
ahora estamos volando hacia otra trampa, ¿no?
—O sea, que lo de la Tienda ha sido una trampa.
—¡Hombre, Elton…!
—De acuerdo, de acuerdo; más que trampa ha sido trampaza.
Vale. Y yo no les avisé. Tú tampoco. Sólo queda Rosalind
Rossmayer, ¿no?
—Sí. Pero también nos queda otra posibilidad, y no debemos
desdeñarla, pues significaría que todavía podríamos conseguir
nuestro objetivo. Supongamos que Namaless hubiera convenido con
Jagger y Packard que le irían llamando cada determinado número de
horas, o cada mañana, o cada cuando sea… Al no llamar ellos,
Namaless ha tenido que comprender que les había ocurrido algo, y lo
ha comunicado a los otros dos de Braintrain…
—¿Y esos dos se han cargado a su socio y se han largado
dejándolo con la risa de carmín en la bocaza y la caja fuerte llena de
dinamita con un mecanismo de explosión? ¡Menuda filigrana!
—Tienes razón: no encaja demasiado… ¿Por qué matarlo? Eran
socios, estaban en el mismo negocio, les iba bien juntos… Y
realmente, eso de utilizar carmín de las chicas para pintarle la
sonrisa de burla hacia quien lo encontrara es… una filigrana
maquiavélica.
—¿A qué darle tantas vueltas? —Encogió los hombros Elton—.
Sólo tenemos una pista, que es ese chalé en el que te citó Rosalind
Rossmayer. ¿No es así?
—Es así.
—Pues bueno, vamos allá o no vamos allá, pero no nos
calentemos más la cabeza. Ahora bien, si me preguntas mi opinión…
—No te la pregunto.
—De todos modos te la voy a dar.
—No hace falta.
—¡Pues a mí me da la gana de dártela!
—No grites, Elton.
—¡Me estás cabreando!
—Está bien: ¿cuál es tu opinión?
—¡Ahora no me da la gana de decirla!
—Pues la diré yo: en tu opinión sí debemos ir allá. Y ello porque
si no vamos perdemos para siempre la ocasión de apoderarnos de
un negocio con la clientela ya hecha y con los trabajadores bien
entrenados. ¿Estamos de acuerdo?
—¡Maldita sea mi estampa!
—¿Qué hora es?
—Las… ¡Acabas de preguntármelo!
—¿Qué hora es?
—Las diez menos… dos minutos.
—Con un poco de suerte podríamos estar allí alrededor de las
diez y media. Y me gustaría llegar a tiempo, para arreglar el asunto
a mi manera.
¿Qué quieres decir?
—Pues que me gustaría hacerme cargo de la Tienda, claro.
—Ah. De modo que conduces coches, motocicletas, helicópteros,
eres una fiera pegando palos y disparando… ¡Apuesto a que sabrías
llevar también un submarino!
—No te lo vas a creer —le miró sonriente Emma Fox—, pero
incluso he viajado en una cápsula espacial.
—¡Cómo que no me lo creo! ¡Vaya que sí! —Elton se echó a reír,
y palmeó un muslo de Emma—. ¡Cariño, tú y yo, juntos, podremos
llegar a la Luna si nos da la gana!
—De momento me conformaría con llegar a tiempo a ese chalé…

—¿Qué hora es? —preguntó el senador James Blackburn.


—Las diez y dos minutos —informó uno de los dos sujetos.
Blackburn asintió, como dando la razón a su propio reloj, del cual
evidentemente, había desconfiado. Estaba de pie frente al sofá en el
que se hallaba sentada Rosalind Rossmayer, mirándole de un modo
extraño. Ya ni siquiera estaba asustada, sólo decepcionada y
humillada. Y triste. Blackburn la miró, pero desvió rápidamente la
mirada, tal vez abochornado. Tal vez.
Sentados en sendos sillones estaban los dos amigos de
Namaless, a los que James Blackburn se había dirigido en varias
ocasiones llamándolos B-l y B-2, aunque Rosalind ignoraba todo,
absolutamente todo, excepto una cosa: había sido la amante de
James Blackburn por amor, y ahora estaba ocurriendo algo que iba a
terminar con todo aquello.
No sabía el qué, pero algo estaba ocurriendo, y algo iba a
terminar, de un modo u otro.
En cierta manera, B-l y B-2 se parecían a James Blackburn,
aunque tenían menos estilo y eran menos guapos. Blackburn, a sus
cuarenta y dos años, era un senador joven, dinámico, de gran
atractivo físico y emocional. Había cautivado a Rosalind un año y
medio atrás, hasta el punto de que, pese a que el senador estaba
casado, ella… Bueno, se había enamorado de él en aquella
entrevista en televisión, luego él le envió flores, ella se hizo la
encontradiza una semana más tarde en un cocktail… Sucedió lo
inevitable y que ella deseaba: se convirtió en la amante de James
Blackburn. Y ahora… ¿Qué iba a pasar ahora?
Desde luego, nada bueno. Al principio había creído que la culpa
de la nueva actitud de Blackburn era debida a alguna de las tres
encantadoras muchachas que habían llegado con B-l y B-2, o de una
de ellas. Pero no, no parecía en modo alguno que hubiera relaciones
de ese tipo entre ellas y James. Simplemente, ellas estaban
sentadas en el sofá de enfrente, y, como todos, esperaban.
Pero esperaban… ¿qué?
Había sido una tonta, eso sí. Se las había arreglado para
despistar a los amigos de siempre y a los agentes del servicio
secreto que la vigilaban. Es decir, ella había creído que eran del
servicio secreto que habían descubierto sus relaciones con James,
pero no… No. Si no había entendido luego mal la conversación entre
James y B-l y B-2 resultaba que los dos hombres que la vigilaban
eran amigos del propio James… No lo entendía.
El senador Blackburn volvió a mirar su reloj, y por lo visto se fió
de él.
—Son las diez y diez —dijo—: si no ha venido aquí es porque
está en la Tienda.
—En cuyo caso, Namaless se habrá encargado de ella y de su
amigo Elton Barry —dijo B-2—. ¡Debimos poner antes a prueba a
Barry!
—Lo que debimos hacer —gruñó B-l— es no confiar en él ni un
segundo. Pero Namaless prefirió estudiarlo, saber qué pretendía, por
si era de la policía o algo así y qué había descubierto… ¡Debimos
hacerlo pedazos entonces! Y en cuanto a ella…
No dije nada más. Los dos estaban tan sombríos y preocupados
como Blackburn. Rosalind Rossmayer sabía que se refería a la mujer
que había dicho ser amiga suya, y que al parecer había dicho la
verdad. ¡Y ella había sido tan tonta de llamar a James para decirle lo
de aquella mujer que se llamaba Emma Fox! Y luego había aceptado
las instrucciones de él para tenderle una trampa a Emma Fox y al
otro, el tal Elton Barry…
Al poco, Blackburn dijo:
—Son las diez y cuarto. Si no ha venido es que ya no vendrá. Lo
que significa que ha muerto en la Tienda.
B-l dijo:
—No entiendo por qué no podemos llamar allá por teléfono para
preguntarle a B-3, con lo sencillo que es.
Blackburn lo miró fríamente, y dijo:
—Esperemos un poco más a Emma Fox y Elton Barry por si
acaso.
—No pretendo hacerme pesado —dijo B-l—, pero si queremos
saber lo que ha ocurrido allá basta una llamada telefónica. B-3, es
decir, Namaless, nos dirá cómo están las cosas.
—Nada de llamadas.
B-l y B-2 se miraron. No, no lo entendían. ¿Por qué el senador se
oponía a que uno de ellos llamase por teléfono a Namaless a la
Tienda? ¡Era tan sencillo! Una simple llamada y sabrían con toda
certeza cómo estaban las cosas en Murder’s Shop. La pregunta
comenzó a barrenar en las mentes de B-l y B-2: ¿por qué no quería
Blackburn que ellos llamasen a Namaless?
Rosalind Rossmayer tragó saliva y murmuró:
—Yo creo… que esa Emma Fox ya no vendrá, James. Quisiera…
irme a casa.
Lo dijo con la íntima certeza de que no la dejarían marchar, pero
lo dijo. Lo intentó. B-2 la miró todavía entre pensativo e irritado, y
dijo, con malos modales:
—Cierra la boca, putita.
Rosalind enrojeció, y miró a Blackburn, que había fruncido el ceño
y miraba hoscamente a B-2.
—Controle su lengua, ¿quiere? —Gruñó.
—¿Qué importancia tiene que la llame putita? —Gruñó también
B-2—. Lo es, ¿verdad? Usted le gustó, y se apresuró a meterse en
su cama, sabiendo que está casado. Una putita… que últimamente le
estaba complicando la vida, eso es todo.
James Blackburn volvió a fruncir el ceño, y permaneció en
silencio. Rosalind le miraba entre asustada e incrédula.
—¿Yo te estaba complicando la vida? —preguntó—. ¿De qué
modo?
—Déjalo estar, Rosalind.
—¡No quiero dejarlo estar! —Se soliviantó ella—. Nunca he
pretendido complicarte la vida, y si algo he hecho ha sido porque me
enamoré de ti, no porque sea una… una putita.
—Te digo que lo dejes correr —se impacientó Blackburn.
—¡No! Si lo que quieres es terminar con lo nuestro, pues muy
bien, pero nunca habría creído que permitieras que nadie me llamara
putita y que… ¡James! ¡Te estoy hablando!
James Blackburn, que tras soltar un bufido se había dirigido hacia
la puerta de la sala, salió sin tan siquiera volver la cabeza. Rosalind
quedó como petrificada, pálida de rabia y humillación.
—Va a mear —dijo B-l—. ¿Usted no tiene ganas?
Rosalind miró a los dos hombres, con gesto ahora fríamente
altivo. Luego miró a Angélica, Debbie y Mary Sarah, que la
contemplaban apaciblemente, y que no parecían ni intrigadas, ni
asustadas, ni tan siquiera preocupadas. Simplemente, estaban allí.
—¿De manera que no sabe usted que le está complicando la vida
al senador? —insistió B-2—. Pues lo está haciendo, guapa. ¡Y de
qué modo! Porque al principio todo fue bien, pero luego él se dio
cuenta de que la CIA los había descubierto, y eso le preocupó. De
pronto, la CIA dejó de vigilarlos, y eso le preocupó más, hasta que
comprendió que se habían desinteresado de ustedes porque ya
sabían lo que tenían que saber y, simplemente, se guardaban la
información de que el senador Blackburn tenía una amante, por si en
algún momento la CIA se veía obligada a presionarle. En cualquier
caso, y por si usted era una agente de la CIA que le habían colocado
en el camino, él puso a su vez a algunos de nuestros amigos a
seguirla, turnándose en ello, por si averiguaban que usted se veía
con alguien de la CIA.
—Ustedes deben estar locos —murmuró Rosalind—. ¡Yo de la
CIA!
—Podría ser, ¿no? Eso es lo que temió el senador: que usted
fuese de la CIA, y que se la hubiesen puesto en la cama para que
descubriese sus manejos…
—¿Qué manejos?
—Pero finalmente, el senador comprendió que usted no era de la
CIA, y entonces ya no supo qué hacer, hasta que tomó una decisión:
había que quitarla de en medio, pues él no quería líos que pudieran
interferirse en sus manejos. Así que nos encargó que la quitásemos
de en medio, y fue entonces cuando nos dimos cuenta de que,
mucho más discretamente que antes, La CIA seguía controlándola a
usted, tal vez temiendo precisamente todo lo contrario, es decir, que
fuese usted una espía que quisiera obtener algo del senador.
—¡No entiendo nada de lo que están diciendo! ¿Y de qué
manejos de James están hablando?
—¿Usted no ha comprendido todavía que el senador se pone
pálido cada vez que nombramos a la CIA? Es por eso que cuando
usted le llamó para contarle todo eso de Emma Fox él le dio tan
detalladas instrucciones para que burlarse su vigilancia y viniese aquí
después de esperar la llamada de Emma Fox. Y usted fue tan tonta
que le obedeció, y ahora está desconectada de la CIA. ¡El enigma
que tendrán cuando encuentren su cadáver!
—¿Mi… cadáver? —tartamudeó Rosalind.
—¿Acaso cree que va a salir viva de aquí? —se sorprendió B-l.
Desorbitados los ojos, Rosalind miró a las tres lindas muchachas,
que la ignoraban completamente. Angélica encendía un cigarrillo en
aquel momento, y parecía que el humo era lo único importante del
mundo.
—¿Qué necesidad tenías de asustarla tanto? —dijo B-2.
—Es que no sé si es tonta de verdad o se lo está haciendo. —B-l
movió la cabeza—. ¿De verdad no sabe usted nada de nada del
senador, de sus planes, de sus proyectos políticos?
Rosalind tragó saliva una vez más, y movió la cabeza
negativamente.
—Pues es muy sencillo: el senador, y otros altos políticos
norteamericanos, tienen en marcha hace tiempo una conspiración a
nivel nacional para apoderarse de los puntos claves de gobierno del
país y conseguir que su grupo sea el que ostente el mando en todos
los sentidos a partir de las próximas elecciones. No ha sido fácil
organizar esa conspiración, e incluso de cuando en cuando, alguno
de los que han recibido la propuesta de incorporarse a ella se han
negado, y entonces ha habido que eliminarles. Naturalmente, siempre
gente importante, como senadores… Último caso, por ejemplo: el
senador Robert Strasser, de quien se encargó precisamente Emma
Fox cuando todavía no se había vuelto loca. ¡Cualquiera sabe qué
está tramando ahora esa asesina!
—Quizá quiera el negocio —rió B-1.
—Pues se llevaría una sorpresa —rió también B-2—, porque si
cree que es una organización cualquiera de asesinatos por encargo,
una más, está muy equivocada. ¿Y sabe por qué, señorita
Rossmayer?
Rosalind movió negativamente la cabeza.
—Pues porque la Braintrain o Murder’s Shop no es una
organización criminal cualquiera, ni mucho menos, sino una…
tapadera de asesinatos políticos, todos ellos relacionados con la
actual conspiración que encabeza prácticamente el senador
Blackburn. Así, la Braintrain es a todos los efectos una organización
criminal cualquiera, que opera con gente de esa línea y que,
consecuentemente, acepta encargos de asesinatos diversos. Pero,
su verdadero cometido es el asesinato político de senadores como
Robert Strasser y otros que también se negaron a colaborar, y
también de algunos militares y gentes influyentes en determinadas
esferas. ¿Y por qué la Braintrain se ha disfrazado de organización
criminal corriente? Pues muy sencillo: si alguna vez la CIA o el FBI
capturasen a alguno de los que trabajan para nosotros NUNCA
sospecharían la mucho más importante verdad que se escondía tras
una organización criminal cualquiera, es decir, que NUNCA se
pondrían tras la pista de una conspiración. Destruirían la Braintrain y
sus cuatro absurdos criminales, pero sin sospechar que, por otro
lado, la organización rebrotaría y que la conspiración seguiría
siempre adelante. ¿Lo ha entendido ahora?
—Dios mío…
—Ya veo que sí. ¿Se da cuenta de la importancia que tiene esto
para el senador y los demás conspiradores? En ese caso,
comprenderá que no estén dispuestos a que por causa de usted se
cometa el menor fallo. Usted no sabe nada, pero quizá en alguna
ocasión oyó algo, leyó algo, el senador dijo algo que no debía
decir… y presionada por la CIA, o sometida a drogas o hipnosis,
usted tal vez diría algo que podría perjudicar a los conspiradores. Es
por eso que el senador nos sorprendió al encargarnos de la muerte
de su propia amante. ¿Quiere saber algo más?
Rosalind ocultó el rostro entre las manos, y estuvo así hasta que
oyó el regreso de Blackburn, al cual miró con expresión desorbitada.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
—Ellos se lo han explicado todo —dijo Angélica.
—¿Qué tiene de malo? —Encogió los hombros B-l—. Y además,
ya no vamos a esperar más. Voy a llamar a Namaless…
—Es inútil —dijo Blackburn, sonriendo fríamente—: no
contestará.
—¿Cómo lo sabe?
—Es que está muerto —dijo Angélica.
B-l y B-2 la miraron vivamente.
—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó ahora B-2.
—Nosotras tres lo matamos —sonrió la muchacha—. Ustedes
todavía no se han dado cuenta de la gran cantidad de precauciones
que han tomado el senador y los demás conspiradores. Ustedes, la
Braintrain, han estado haciendo y dirigiendo el trabajo sucio, y
nosotras tres fuimos colocadas en la casa para resolver cualquier
problema especial al senador en un momento dado. Namaless, a
quien ya conocían la Fox y Barry, era un peligro, de modo que lo
matamos, lo metimos en la caja fuerte con una sonrisa de despedida
de la vida para todos, y nos fuimos de allá en un coche llevándonos
en el maletero todos los archivos y datos de interés. Así que ya lo
saben: Namaless está muerto… y Emma Fox, Elton Barry y todos los
demás también. Si Emma y Elton no han venido es porque entraron
en la casa. Y si entraron, o fueron vencidos o vencieron ellos. Si
fueron vencidos, están muertos. Si vencieron y abrieron la caja…
¡PUUUMMMM…!, todos por el aire. ¡Todos!
Los dos Braintrain miraron a Blackburn incrédulamente. Todavía
no acababan de asimilar bien el conjunto de seguridades y
canalladas adoptadas por James Blackburn y el grupo de
conspiradores, pero poco a poco la idea se fue asentando en sus
cerebros. Es decir, que Namaless había sido asesinado por las
privadísimas asesinas de la conspiración colocadas allí como…
chicas de servicio.
Namaless había sido asesinado.
Entonces… ¿qué suerte les esperaba a ellos?
Sobresaltados, ambos miraron a la vez hacia Angélica y las otras
dos. Quedaron como paralizados al ver las armas que empuñaban
las tres muchachas.
—La misma suerte que a Namaless —le adivinó el pensamiento
Angélica.
Dispararon las tres a la vez, repetidamente, implacablemente.
Rosalind Rossmayer se tapó el rostro con las manos y comenzó a
gritar, encogiéndose en el asiento. En sus sillones, B-l y B-2 se
estremecían a cada balazo que recibían. Por fin las tres bellas
muchachas dejaron de dispararles, y quedaron inmóviles, convertidos
en dos pingajos sangrientos, en dos grotescos, espeluznantes
muñecos manchados de sangre por todas partes.
Angélica, Mary Sarah y Debbie miraron a Blackburn, que asintió y
señaló a Rosalind con la barbilla. Estaba lívido, pero dijo:
—Ella también.
Rosalind Rossmayer seguía gritando. Gritaba tanto que no se
enteró de nada.
No vio cómo los cristales de la ventana reventaban y en el hueco
aparecían los rostros de Emma Fox y Elton Barry, ambos
empuñando una pistola. Ambos dispararon contra las tres
encantadoras muchachas de la Murder’s Shop. Sin ensañamiento, ni
siquiera repetidamente. Tan sólo fueron disparados tres tiros, dos
por Elton Barry y uno por Emma Fox.
Y los tres tiros fueron suficientes para interrumpir definitivamente
las vidas de las tres superasesinas profesionales de altísimo nivel.
Luego, se oyó la seca voz de Elton Barry ordenando:
—Y ahora, amigo, abra la puerta.
Pálido y demudado como un cadáver, James Blackburn acertó
por fin a volverse hacia la ventana, y vio el rostro de Emma Fox y el
de Elton Barry. Éste desapareció enseguida, y Emma se quedó
apuntando al senador. Como un autómata, Blackburn fue hacia la
puerta y abrió. Elton apareció ante él y le empujó, siguiéndole hacia
el vestíbulo-estar del chalé, seguido a su vez por Emma Fox.
El espectáculo era terrible allá dentro. En el sofá, Rosalind
Rossmayer seguía presa de un tremendo ataque de histeria. Emma
Fox se acercó al senador, y lo cacheó rápidamente. Elton soltó un
gruñido.
—Es un senador, no un pistolero —dijo—. Un canalla, eso sí,
pero no un pistolero. ¿No sabes distinguir?
—Deja de meterte conmigo, Elton.
—Está bien, tranquila. Bueno, ya lo tengo todo… Todo lo que
quería ¡Demonios, no salgo de mi asombro! ¡Esto no se lo creerá ni
siquiera Samantha! ¿Te das cuenta de hasta dónde hemos llegado?
—No sé si te entiendo.
—¿Que no me entiendes? Bueno, cariño, tenemos todo lo de la
Murder’s Shop, ¿no comprendes? Tenemos a sus directivos visibles
y ocultos, tenemos al senador y todo su formidable tinglado… ¡y lo
tenemos a él! ¡Maldita sea mi estampa, jamás creí que lo
conseguiría!
—¿Qué es lo que has conseguido? ¿Apoderarte de la Murder’s
Shop? Te recuerdo que somos socios, Elton.
Elton Barry estuvo unos segundos mirándola, perplejo. Luego,
quiso rascarse la coronilla, y casi se golpeó con la pistola en la
cabeza. Chasqueó la lengua, se guardó la pistola, y se rascó la
coronilla, por fin…
—¿Cómo te lo diría? —murmuró—. Bueno, vamos a ver, cariño…
Tú lo que quieres, es quedarte con el negocio de las subastas y
perpetuarlo, ¿correcto?
—Correcto. ¡Claro que es eso lo que quiero… lo que queremos!
Escucha, yo me metí en esto porque quería el dinero del último
trabajo, y, si hacía falta, ayuda para salir del país. Las cosas
rodaron de otra manera, me puse en esa órbita, y la idea cada
momento me parece más agradable. ¡Quiero ser la directora de la
Tienda! Y convinimos en que…
—Es que, verás, cariño… Yo no soy propiamente un asesino
profesional como tú. Soy un detective privado medio muerto de
hambre que, siguiendo la pista de un amigo mío asesinado, me fui
metiendo en esto, y finalmente tuve la oportunidad de colarme en la
Tienda diciendo que llegaba de parte de otro que había trabajado
con ellos… Bueno, un lío, pero los tenía bastante bien engañados.
En fin, cariño, que no soy un asesino, sino un detective privado. ¿Lo
entiendes? Y claro, lo que voy a hacer ahora es llamar por teléfono a
la policía y decirles: señores, yo, Elton Barry, detective privado, de
treinta y dos años, casado, he descubierto…
—¿Casado? —exclamó Emma Fox—. ¡Hijoputa de mierda…!
La pequeña y silenciosa pistola de Emma Fox apuntó al vientre de
Elton, pero éste reaccionó a una velocidad carente de piedad y
consideraciones, aplicando a Emma un puntapié en el vientre que la
derribó. Pero, para su sorpresa, Emma ni se desmayó ni perdió la
pistola, sino que, ahora a un par de metros, tendida en el suelo, le
apuntó de nuevo con la pistola, mientras sus ojos lanzaban
llamaradas y su boca escupía:
—¡Cerdo asqueroso, te voy a…!
—¡Leñe ya, con tu pistolita, coño! —rugió Elton Barry, sacando
velozmente la suya.
Los dos disparos sonaron apagadamente a la vez. Emma Fox
pegó un brinco formidable, como si hubiera recibido una descarga de
cien mil voltios, y enseguida cayó inerte, desorbitados los ojos,
crispada la boca en la última maldición de su vida.
Elton Barry no se movió. Estuvo unos segundos mirando a Emma,
y luego miró a Rosalind Rossmayer, que, ahora muda, le
contemplaba con los ojos casi fuera de las órbitas. El color iba
desapareciendo del rostro de Barry. No se movía ni un centímetro
mientras la sangre comenzaba a empapar su pantalón por la zona de
la bragueta.
—Señorita Rossmayer —susurró de pronto—: ¿será tan amable
de avisar a la policía? Y una ambulancia, por favor. Es que Emma
me ha metido una bala en los huevos, ¿sabe…?
ÉSTE ES EL FINAL
METIÓ el llavín en la cerradura, la abrió, empujó la puerta, y entró en
la casa.
Se fue directo a la cocina, donde ella estaba vuelta hacia la
puerta con cara de sorpresa, de incredulidad más bien. Era preciosa.
Era una muchacha sensacional, de grandes ojos y espesa cabellera
resplandeciente. Su figura era no apta para cardiacos.
—Hola, mi vida —dijo Elton Barry.
—Pero… ¿ya estás aquí? —Reaccionó por fin ella—. ¡Decías
que tenías por lo menos para una semana más en el hospital! ¡No
tengo preparada cena para dos, ni nada…!
—Yo he comprado todo un banquete —sonrió maliciosamente
Elton—. Incluido champán. Está todo en el coche.
—Ah… ¡De modo que te han dejado marchar ya! Vaya, pues qué
bien. ¡Ya tenemos de nuevo en casa al detective privado más famoso
de Estados Unidos, la gran celebridad! ¡Viva el gran Elton Barry!
Pero ¿sabes?: ¡yo estuve a punto de quedarme sin marido!
—Ya ves que estoy aquí —murmuró Elton.
—¡Sí, estás aquí, pero después de haberme dejado sola más de
un mes metiéndote en esa Tienda o como se llame, y luego, encima,
la estancia en el hospital…! ¡Y encima…! Bueno… ¿Cómo… cómo
está… están… cómo está tu herida, o sea los… quiero decir…?
—Los tengo.
—Tienes… ¿qué?
—Mujer, los huevos. Fue una broma, no me dio ahí, sino en el
muslo cerca de la ingle. Y como su pistola era tan pequeña, y las
balas tan diminutas, pues… como si nada. ¡Aquí me tienes otra vez,
dispuesto a todo!
—Dios mío… Elton, ¿quieres decir que… que estás bien… del
todo y en todo? ¡Me alegro tanto por ti!
—¿Cómo por mí? —Gruñó el detective—. ¿Y por ti no?
—Oh, bueno —se sonrojó ella—, sí, claro, pe-pero yo… Quiero
decir que aunque… aunque te hubieras quedado sin… aunque no
hubieras podido… O sea, que de todos modos, yo te… te habría…
seguido amando…
—Seguramente. Pero… ¿a que me prefieres normal? ¡Confiesa!
La truculencia teatral de Elton hizo sonreír a la muchacha. Luego,
rió. Y por último, con toda lógica femenina, se echó a llorar, y se
abrazó fuertemente a Elton Barry, que la acarició mientras
murmuraba:
—Tranquila, mi amor… Ya pasó todo, estoy entero, te amo,
tendremos un montón de niños, seremos ricos… No llores. Por favor,
Samantha, mi vida, no llores… Te amo, Samantha…

FIN
Lou Carrigan es el seudónimo de Antonio Miguel de los Ángeles
Custodios Vera Ramírez.
Nacido en Barcelona en 1934, finalizó en 1953 sus estudios de
Peritaje Mercantil, ingresando acto seguido en la banca. En 1958
comenzó a escribir novelas de aventuras, sacrificando el tiempo y los
días libres que le dejaba su empleo. El primer western, titulado Un
hombre busca a otro hombre, apareció en marzo de 1959; a final de
1959 había escrito 6 novelas del Oeste.
Tras el éxito de sus primeras ediciones, en 1962 abandonó su trabajo
en el Banesto para dedicarse en cuerpo y alma a la redacción de
novelas de género: aventuras, western, artes marciales, terror…
pronto se convirtió en uno de los adalides de aquella generación de
autores de «bolsilibros» que teñían sus raíces con barniz anglosajón,
aplicado al nombre principalmente: Silver Kane (Francisco González
Ledesma), Curtis Garland (Juan Gallardo Muñoz), Joseph Berna
(José Luis Bernabeu López)…
Especialmente, la vertiente policíaca y de espionaje han sido las que
han conferido a Lou Carrigan mayor reputación entre sus miles de
fans, permitiéndole trabajar para editoriales punteras en aquellos
días como Rollán, Bruguera, Petronio, Producciones Editoriales,
etcétera.
También ha producido medio millar de títulos protagonizados por un
mismo personaje, la letal espía Baby, éxito de masas en la América
hispana y sobre todo en tierras brasileñas.
En 2004 el propio autor cifraba en más de 1.100 los libros
realizados, algunos reeditados hasta cinco veces, y con numerosas
ediciones pirata.
Ha utilizado otros seudónimos como Angelo Antonioni, Crowley
Farber, Mortimer Cody, Lou Flanagan, Anthony Hamilton, Sol
Harrison, Anthony Michaels, Anthony W. Rawer, Angela Windsor y
Giselle…
Notas
[1] Ugly significa Feo, y Pretty, linda, bonita. <<

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