Sangre Con Cuentagotas

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A decir verdad, Rachel ni siquiera se sorprendió cuando encontró la primera gota de

sangre.
En seguida comprendió: el empleado del taller donde había dejado su coche para
aquella reparación debía haberse lastimado con una herramienta, y una gota de sangre
salpicó la portezuela de su coche.

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Lou Carrigan

Sangre con cuentagotas


Bolsilibros: Selección Terror - 610

ePub r1.0
Titivillus 11.07.2019

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Lou Carrigan, 1985

Editor digital: Titivillus


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CAPÍTULO PRIMERO

A decir verdad, Rachel ni siquiera se sorprendió cuando encontró la primera gota de


sangre.
En seguida comprendió: el empleado del taller donde había dejado su coche para
aquella reparación debía haberse lastimado con una herramienta, y una gota de sangre
salpicó la portezuela de su coche.
Todavía, durante un par de minutos, mientras circulaba formando parte del denso
tráfico de Manhattan, Rachel estuvo pensando en la gota de sangre, pero la olvidó
pronto de un modo definitivo. Ya había encontrado la explicación, y asunto resuelto.
Habría estado bueno que ella, doctora en Psiquiatría y Psicología, no hubiese
encontrado una explicación satisfactoria.
Sin embargo, tan sólo dos días más tarde, la doctora Rachel Porter encontró otra
gota de sangre, y esta vez la cosa no tenía tanta lógica, ni se le ocurrió ninguna
explicación.
Rachel tenía un consultorio en Nueva York City, en un edificio sito en la Sexta
Avenida o Avenida de las Américas, haciendo esquina con la West 23th Street. Sin
embargo, prefería vivir fuera de Nueva York, de modo que hacía un tiempo había
comprado una linda casita en Long Island, en la zona residencial de la localidad de
Long Beach, cerca de la playa.
Y aquí, en este lugar tranquilo, privadísimo, encontró Rachel la segunda gota de
sangre.
Al inclinarse sobre la bañera para abrir el grifo del agua caliente, a fin de que
aquélla se fuese llenando mientras se desvestía, vio la gota de sangre. En el fondo,
destacando, perfectamente sobre la blancura impoluta.
De momento, simplemente, quedó sorprendida, pensando que podía ser alguna
pequeña mancha de cualquier cosa que no hubiera sido vista por la asistenta que iba a
la casa tres veces a la semana para mantenerlo todo limpio y en orden. Luego, de
pronto, recordó la gota de sangre que había encontrado en la portezuela de su coche
al ir a recogerlo al taller.
Y acto seguido, en un movimiento impensado que luego incluso la sorprendería,
Rachel se llevó una mano a la nariz. Este gesto, que en principio parecía absurdo,
luego demostró tener una lógica digna de ella, y una rapidez de pensamiento, de
deducción, que realmente la sorprendió. ¿Por qué se había llevado la mano a la nariz?
Pues, porque inconscientemente pensó que aquella gota de sangre podía haber caído
de su propia nariz en aquel momento, lo que, a su vez, explicaría la otra gota de
sangre, la que había visto dos días antes en la portezuela de su coche.

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Sin embargo, no había el menor indicio de sangre en su nariz, ni se podía admitir
que la hubiese habido.
Entonces le llegó a Rachel otro pensamiento que luego ella misma calificaría de
absurdo, pero que de momento la hizo reaccionar en busca de esa posible
explicación: ¿quizá tenía avisos de la llegada de la menstruación? ¿Quizá al salir de
la bañera la tarde anterior le había caído una gotita?
—¡Qué tontería! —dijo en voz alta Rachel.
Pero, cuando dijo esto, ya estaba sentada en el bidet, y se había pasado
cuidadosamente una toallita por el sexo que había mirado con sumo cuidado. No, no
había rastros de sangre. Además, ella era muy regular y fluida, la menstruación le
llegaba puntualísimamente y en abundancia. Y por otra parte, ¿cómo habría de
salpicar una gota de su sangre menstrual en la puerta del coche? Porque lo de la
bañera aún podía admitirse, pero lo otro…
Dejó la toallita, a un lado, e introdujo dos dedos en la vagina.
Más pronto se dio cuenta de lo absurdo de la situación y Rachel retiró los dedos.
Ni rastro de la sangre.
Utilizó de nuevo los dedos para acariciar suavemente el entorno de la entrada
vaginal, recorriendo la tibia carne húmeda en toda su extensión… Al rozar el clítoris
se estremeció. ¡Oh, era un fastidio que aquella noche Truman no hubiese podido salir
con ella…! Por un momento, pensó en masturbarse allí mismo y en aquel instante,
pero recordó la gota de sangre, y tras acariciarse un poquito más el clítoris, volvió a
mirarse los dedos.
No. Ni rastro de sangre.
Se puso en pie, se subió las braguitas, dejó caer la falda, y volvió a mirar la
bañera.
¿Estaba seca la gota de sangre?
Se inclinó a tocarla con un dedo. No, no estaba seca, del mismo modo que no lo
había estado la de la portezuela del coche. Lo que significaba que aquella gota
acababa de caer en la bañera… ¡Qué absurdo! ¿De dónde podía haber caído?
En un gesto que acto seguido la irritaría por su ingenuidad y tontería, Rachel alzó
la cabeza para mirar el blanco techo por encima de la bañera. ¡Claro que no había allí
nada que pudiese gotear sangre! ¡Cielos, qué estupidez!
Reaccionando, Rachel cortó un trozo de papel higiénico y limpió la gota de
sangre. Tiró el papel al inodoro, pulsó el botón de la cisterna, y tras abrir por fin el
grifo del agua caliente de la bañera, abandonó el cuarto de baño. Ya en su dormitorio,
se desnudó completamente, tomó la bata, y acto seguido, pensándolo mejor, la dejó
en su sitio.
Metió los pies en las zapatillas, y regresó al cuarto de baño oyendo el rumor del
agua llenando la bañera. Sabía que tenía tiempo de sobras, de modo que cuando
entró, lo primero que hizo fue colocarse ante el espejo.

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Tenía unos senos preciosos. Altos, turgentes, blancos, con el pezón sonrosado y la
aureola no demasiado grande, de tono ligeramente más oscuro. Truman le decía
siempre que todavía tenía pechos de niña, pese a su convincente tamaño y esplendor.
«Me enloquecen», decía, cuando se le escapaba algún mordisco demasiado fuerte,
y ella protestaba.
Aunque no protestaba con demasiado rigor. Le gustaba, y sabía que su cuerpo era
espléndido. Todo el cuerpo, no solo los pechos. Su cintura era fina, de una esbeltez
increíble, y sus piernas eran largas, también esbeltas, delicadamente torneadas, con
tobillos finos, pies pequeños… Sus caderas eran amplias, pero no demasiado y, por
supuesto, tan turgentes como los pechos y el vientre, hasta cuyo ombligo llegaban, ya
muy diseminados y cada vez más rubios algunos ensortijados ricitos del sexo,
densamente poblado.
Sí, era muy hermosa. Alta, esbelta, hombros perfectos, cuello largo, blanco,
magnífico. Y su rostro, por fortuna, estaba en total armonía con la belleza del cuerpo.
Tenía grandes ojos verdes, la boca discretamente carnosa, la nariz recta, delicada…
Una resplandeciente mata de cabellos rubio oscuro orlaba el bellísimo rostro de
amplia frente, de inteligente expresión. Realmente, a los veintiocho años, la doctora
Rachel Porter no podía quejarse de los dones que había recibido.
—Soy hermosa —dijo en voz alta.
No se oía nada más allí. Desde luego había sido un acierto irse a vivir a Long
Beach en cuanto consiguió dinero suficiente para comprar la casa. Aunque el modo
en que había conseguido tanto dinero… ¡Oh, al demonio los demás, ¿qué
importaban?!
Pero Truman Norris sí le importaba. No era, claro está, su primer amante, pero
cada día estaba más convencida de que realmente lo amaba. Cada día, sus dudas al
respecto eran menores. En cuanto a él, no había duda: solamente un hombre que
amaba locamente a una mujer podía secundar los planes de ésta, aquellos planes que
la habían enriquecido tan rápidamente…
«Si él estuviese aquí ahora —pensó Rachel—, podríamos bañarnos juntos, y
luego…».
Se volvió hacia la bañera, sin dejar de frotar tiernamente su clítoris, moviendo las
caderas, acariciándose un pecho…
Justo entonces, allá en el borde de la bañera, donde tan sólo cuatro o cinco
minutos antes no había habido más que la blancura de la porcelana, Rachel vio otra
gota de sangre fresca y brillante.
Súbitamente, completamente olvidada, de su sexo, retrocedió un paso y lanzó un
alarido tremolante.

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CAPÍTULO II

Truman Norris entró en el «snack» mirando ya hacia la barra, vio enseguida a Rachel,
y se acercó a ella, sonriente. Truman Norris, tenía treinta y dos años, era alto,
apuesto, inteligente, y era un médico que iba abriéndose camino inconteniblemente.
Hacía tres años que había abierto su consultorio privado, y habría sido injusto por su
parte quejarse de su suerte. Todo iba bien, todo iba perfecto. O casi perfecto, porque
había que tener en cuenta aquella… afición de Rachel, aquel sistema de resolver
determinadas situaciones. Bueno, allí estaba ella, eso era lo importante.
—¡Hola! —saludó, llegando a su lado—. ¿Hace mucho que esperas?
—Tres o cuatro minutos —murmuró Rachel.
—No dispongo de mucho tiempo —dijo—. En realidad, si no me hubieses
llamado, hoy no habría venido a almorzar contigo.
—¿Tienes mucho trabajo?
—Más o menos, el de siempre. La Convención de Los Angeles promete ser en
verdad interesante.
—¿Es necesario que vayas?
—¿Necesario? Pues… no. Pero, querida, yo no quiero ser de esos médicos que
terminan de estudiar en el momento en que finalizan la carrera, que se conforman con
lo que han aprendido hasta entonces.
—¿Tanto deseas ser famoso?
—Bueno… ¿quién no? Pero no es sólo la fama. Ya hemos hablado de esto varias
veces, ¿no?
—Sí, es cierto. Pero… me disgusta que te vayas.
—Y eso… ¿qué significa exactamente? Ah, gracias —miró amablemente al
camarero, que acababa de depositar dos platos combinados ante ellos—. ¿Cuál
prefieres?
Rachel atrajo hacia ella un plato y, con la vista fija en su contenido, murmuró:
—¿Cuántos días estarás en Los Angeles?
—No sé exactamente. En principio, la Convención va a durar una semana. Estaba
convencido de que eso no iba a molestarte, Rachel.
—No… Claro que no. Pero no vas a pedirme que me sienta feliz al quedarme
sola, ¿verdad?
—Eso tiene fácil solución: ven conmigo a Los Angeles.
—No puedo ir.
—¿Por qué no? —murmuró Norris—. ¿Acaso tienes algún caso en perspectiva?
—No, no es eso… por ahora.

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—Rachel, ¿te ocurre algo?
—¿Qué habría de ocurrirme?
—Bueno, no sé… Te noto un poco… nerviosa, como preocupada. ¿Algo va mal?
Quizá es por eso que me has pedido que hoy no dejase de venir para almorzar
contigo. ¿Hay algún… contratiempo?
Todavía titubeó Rachel unos cuantos segundos más antes de preguntar:
—¿Me estás gastando una broma, Truman?
—¿Una broma? ¿Yo? —Norris sonrió, desconcertado—. ¿A qué broma te
refieres?
—Es igual, no tiene importancia.
—¿Cómo voy a decidir si tiene o no importancia una cosa que desconozco? ¿De
qué estás hablando?
—De nada. Por favor, dejémoslo.
—Bien… Como quieras. Pero, Rachel, tenías mucho interés en que viniera a
almorzar aquí, como otras veces. ¿Por qué?
—Simplemente quería verte el máximo de tiempo posible, ya que pronto vas a
marcharte y permanecerás fuera no menos de una semana.
—Vaya… ¿Te parece bien que esta noche envíe al demonio todo y nos divirtamos
un poco?
—¡Oh, sí! Por favor, sí… ¿Podrás arreglarlo?
—Lo arreglaré.

***

—¿Y qué más, señora Weber?


La mujer que estaba tendida en el diván abrió los ojos, y se quedó mirando el
techo inexpresivamente. Junto a ella, Rachel la miraba atentamente, sentada en una
cómoda butaquita cerca de la cual una mesita lacada sostenía el equipo de grabación,
mucho más fiel que las ya arcaicas notas taquigráficas. Para un psiquiatra tiene más
valor una exclamación, un cambio en la voz, un tono extraño que la simple
transcripción de las palabras pronunciadas por el paciente.
—Bueno… —murmuró la mujer—, nada más. En realidad, es siempre lo mismo,
¿verdad? Me estoy volviendo un poco loca.
—Vamos, vamos, señora Weber —sonrió Rachel—, eso es una barbaridad. Su
mal es frecuente en muchísimas personas que viven solas en las grandes ciudades.
—¿Eso quiere decir que no tiene remedio? Estas angustias, estas…
—Tiene remedio, y relativamente fácil. Pero depende más de usted que de mí.
—¿De mí? ¡Si dependiera de mí…!
—¿Cuántos años tiene usted?
—Cuarenta y ocho, ya se lo…
—¿Ningún hombre?

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—¿Qué…? ¡Oh, no! ¡Claro que no!
—¿Por qué claro que no? No es usted una anciana, ni mucho menos, y, en mi
sincera opinión, es bastante bonita. ¿Realmente no siente la necesidad de una
compañía masculina?
—Oh, pues… Bueno…
—Espero que no olvide que soy su psiquiatra y que sería una tontería que me
mintiese a mí.
—Bueno, yo… No sé… A veces me siento tan angustiada… Sí, miro a algunos
hombres, pero me parecen tan… tan poco dignos de confianza, tan… tan rufianes…
—La entiendo perfectamente. Por lo general, los hombres andan por ahí buscando
simplemente una compañera de cama… Para pasar el rato, claro, y nada más. Y
algunos de esos hombres se encuentran en un caso parecido al de usted. Quizá podría
encontrar alguien con quien pudiese pasarlo satisfactoriamente.
—¿Quiere usted decir… me está diciendo… que busque un hombre para
acostarme con él?
—El sexo es un buen punto de partida para que dos personas se entiendan, señora
Weber. Pero no lo interprete mal. Digamos que estoy tratando de sugerirle que sea
usted… más asequible.
—Y que me acueste con un hombre.
—¿Le parece tan desagradable?
—Me parece… sucio, hacerlo así, sin… más… Y la verdad, no creo que eso
aliviase mis angustias.
—En primer lugar, no digo que acostarse con un hombre sea la terapia que le
recomiendo. Eso sería el punto de partida para conocer a otra persona, quizás a sus
amigos, relacionarse más con otras personas… ¿Por qué no hace la prueba? Si uno de
los hombres que la miran le gusta a usted… ¿por qué no se lo deja comprender?
—¿Debo hacerle comprender… que él también me gusta a mí?
—Lo considero una buena idea.
—La verdad —parpadeó la señora Weber—, es usted una psiquiatra poco
corriente, doctora Porter.
—Usted no me paga cincuenta dólares cada visita para que yo sea corriente, sino
para que… restablezca su equilibrio, ¿no es así?
—¡Creerán que soy una buscona!
—Claro que no. Los hombres saben distinguir muy bien a esa clase de chicas.
—Bueno, no sé qué decir, pero…
—Tiene que intentarlo. Ya verá…
La que vio, fue ella. Vio, en el reluciente piso de parqué, tres pequeñas manchitas
circulares, relucientes; manchitas líquidas, de tono oscuro, que formaban un triángulo
en el suelo… Tres perfectas gotas de sangre que, ciertamente, no estaban allí antes.
Un lento escalofrío recorrió el cuerpo de Rachel. Lento, profundo, terrible escalofrío
que terminó poniendo de punta el vello de su nuca…

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La voz de la señora Weber le llegó como de muy lejos, y la hizo reaccionar.
—Perdone… —susurró—. ¿Qué decía usted?
—Le decía que al menos estoy dispuesta a… a intentarlo.
—Eso está bien… —asintió Rachel, con voz tenue—. Sí, eso está bien, señora
Weber. La espero la próxima semana, y ojalá que hayamos conseguido algo… No,
no, por aquí, no. ¿Le importaría hacerlo por el otro lado?
—Gracias… Gracias, doctora. ¡Adiós!
—¡Adiós!
Rachel cerró la puerta, y acto seguido corrió hacia donde había visto las tres
manchitas, las tres perfectas gotas de sangre. ¿Y si hubiese sido una alucinación?
Pero no. Allí estaban las tres gotas. Las tocó con las yemas de los dedos. Eran de
sangre sin la menor duda. ¿Quizá la señora Weber tenía la regla y…? ¡Oh, tonterías,
otra vez estaba con esas tonterías! Además, las mujeres no van por ahí dejando caer
gotas de sangre menstrual, ni la señora Weber había estado en el taller de reparación
de automóviles, ni en su cuarto de baño…
El súbito pensamiento que la asaltó la hizo palidecer intensamente. ¿Podía ser
sangre de los muertos que…? Apartó furiosamente este pensamiento. ¡Estaría bueno
que ella, una doctora en psiquiatría y psicología pensase en esas tonterías! Conocía
muy bien lo que era la vida y la muerte… ¿Realmente? El nuevo pensamiento la
aturdió aún más. Realmente… ¿qué sabía ella de la Vida y la Muerte? Bueno, sabía
muchas cosas, pero todas ellas referidas a los términos que tenían explicación. ¿Y
acaso no había cosas que la Ciencia todavía no sabía sobre la Vida… y especialmente
sobre la Muerte?
Se estremeció.
¿Qué tonterías estaba pensando y haciendo?
La puerta que comunicaba su despacho con el de su enfermera se abrió de pronto,
y ésta apareció, ya desprovista de su bata de trabajo.
—Doctora, si no me… ¿Qué le ocurre?
La enfermera se quedó mirándola sorprendida, arrodillada allí, junto al diván.
Rachel se sorprendió del tono tranquilo y natural de su propia voz al contestar:
—Se me ha caído una cosa… ¿Se marcha ya, Susy?
—Si no me necesita para más, sí. La señora Weber era la última paciente de hoy.
—Está bien. No, no la necesito para nada más. Hasta mañana.
—¿Quiere que la ayudé a buscar…?
—No, no, ya lo tengo, gracias.
—Bien. Hasta mañana.
La puerta se cerró. Rachel quedó de nuevo sola en el despacho. Se puso en pie, y
fue hacia el armario empotrado. Recogió el portafolios y el jersey, se puso éste, y
salió del despacho. Estaba esperando el ascensor cuando de pronto recordó que había
quedado con Truman en llamarlo por teléfono antes de pasar a recogerlo… El

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ascensor llegó. Rachel titubeó, pero se decidió de pronto. Se metió en la cabina, y
pulsó el botón de la planta sótano donde tenía el coche.
Un minuto más tarde se sentaba ante el volante. Del portafolio sacó las llaves, y
metió la del encendido en la ranura… Fue entonces cuando vio la otra gota de sangre.
Estaba en el cristal del cuentamillas, deslizándose lenta, densamente. Quedaba en la
parte de arriba un pequeño círculo, que se iba abriendo, deformándose a medida que
la sangre iba resbalando por el cristal…
Rachel cerró los ojos.
No sirvió de nada. Cuando los abrió, la gota de sangre seguía deslizándose por el
circular cristal. Tomó una servilleta de papel, la limpió, y guardó la servilleta en el
portafolios. Lo único que sabía con certeza era que no se trataba de ninguna
alucinación.
Cualquier cosa, pero no alucinaciones.
Puso el coche en marcha.

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CAPÍTULO III

Apenas abrir la puerta de la casa y ver a Truman, Rachel supo que él no tenía nada
que ver con aquello. Había estado pensando que el asunto podía ser una «broma» de
Truman, pero llegó a la conclusión de que Truman no tenía nada que ver con las gotas
de sangre. A fin de cuentas, él era cómplice suyo; era tan culpable de todo como ella
misma, por encubridor. ¿Qué objetivo podía perseguir un hombre que la amaba en
inventar semejante «broma»?
—¿Qué te ocurre? —exclamó enseguida Truman—. ¿Por qué no me has llamado,
ni has pasado a recogerme?
—Pasa —se apartó ella del umbral.
Norris entró en la casa, sin dejar de mirarla. Ella cerró la puerta, y se encaminó
hacia el salón. Truman la siguió, en silencio, pero apenas entraron en el salón la
agarró de un brazo y la hizo girar, para encararla a él.
—Rachel… ¿qué te pasa? ¿Te encuentras mal?
—Claro que no —sonrió ella.
—Pero… No te entiendo. ¡Estás rara! Ya noté algo esta mañana. Almorzamos
juntos, ¿recuerdas? —intentó bromear—. Y quedamos en que me telefonearías antes
de pasar a buscarme. ¿Por qué no lo has hecho?
—Me pareciste tan atareado, querido… Bueno, pensé que quizá sería mejor
dejarte terminar tus preparativos con tranquilidad, y vernos mañana.
—Mañana no podremos vernos —murmuró él, deslizando sus manos hacia su
cintura—. Hemos decidido adelantar el viaje, o sea, que me voy por la mañana.
—¡Oh!
—He pensado que podríamos despedirnos hoy —Truman apretó su bajo vientre
contra el de ella—. Pero si no te encuentras bien…
Rachel notó en su bajo vientre el calor y la presión de él, de su vigorosa erección.
Sonrió, se abrazó a su cintura, y apretó a su vez.
—Me encuentro perfectamente —susurró.
Se besaron. Rachel se sintió inundada de calor cuando la boca de él se apoderó de
la suya, de aquel modo total, absorbente. Le ofreció la lengua y se sintió dichosa
cuando notó la sacudida en su ardiente virilidad. El beso se prolongó, acompañado de
caricias por parte de ambos.
Truman la apartó de pronto, y soltó un bufido.
—¡Bueno…!
—¿Quieres una copa?

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—No podré quedarme toda la noche, Rachel. Tengo que estar a las diez en el
Kennedy, y no tengo preparado nada de mi equipaje.
—De todos modos, no tenemos por qué precipitarnos. Prepararé algo para cenar
mientras preparas unos tragos. ¿De acuerdo?
—¡Qué remedio! —se resignó él, con gesto tan simpático que Rachel se echó a
reír.
—¿Sabes una cosa?
—¿Qué? —alzó Norris las cejas.
—Me gustaría que antes de cenar nos diéramos un baño juntos.
—¿Un baño? ¡Vaya un capricho!
—Yo creo que será muy agradable. Podemos bañarnos y tomar el whisky en la
bañera.
—Fantástica idea… ¿De verdad no te pasa nada?
—Nada. Como tú bien has dicho se trata sólo de un capricho. Anoche se me
ocurrió, cuando estaba sola en casa… ¡Te extrañé tanto!
—De acuerdo. Pues hoy no vas a extrañarme.
—Prepara el baño también, ¿quieres?
—Claro.
Se separaron. Truman fue hacia el cuarto de baño, y Rachel entró en la cocina,
donde comenzó a preparar una cena rápida por el simple procedimiento de meter unas
bandejas en el horno…
Truman apareció en la puerta de la cocina con un vaso en cada mano.
—El baño estará pronto. Supongo que tienes cubitos.
—Naturalmente. Cógelos tú mismo, ¿quieres?
Norris sacó cubitos del frigorífico, y echó dos en cada vaso. Luego, miró el
horno.
—Sería conveniente que pusieras el automático —sonrió maliciosamente—: el
baño podría prolongarse.
Rachel rió. Evidentemente, él no había encontrado ninguna gota de sangre. Mejor.
Sí, era mejor no decirle nada. Si todo seguía sucediendo, ya se lo diría cuando
volviese de Los Angeles.
—Automático puesto. ¿Alguna cosa más, señor?
—Sí —rió Norris—. Camine hacia el dormitorio y una vez allá desnúdese,
recluta.
—¡A la orden, señor! —saludó de nuevo Rachel riendo.
Se besaron brevemente en la boca, y fueron los dos hacia el dormitorio, donde se
desnudaron completamente. Rachel contempló a Truman, en plena erección, y se
echó a reír.
—Parece que está usted en forma, señor —exclamó.
—Recluta, no abuse de mi paciencia o voy a castigarlo severamente aquí mismo.
—¡Oh! ¿Y de qué modo, señor?

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—¡Ahora verás!
Rachel lanzó un grito cuando notó la presencia de él en su sexo; una presencia
apenas sugerida.
—¿Te das cuenta, recluta? —oyó el murmullo de Truman sobre su espalda—. ¡Si
no te portas bien…!
—Oh, Truman… —gimió ella.
Él quedó un instante inmóvil.
—¿Ya quieres? —susurró.
—Sí, sí… ¡Empecemos ya aquí! Y así, tal como estamos…

***

Habían sido unas horas deliciosas…


Al alzar la mirada, Rachel vio su despertador sobre la mesita de noche, y soltó un
respingo. Puso una mano en el centro de la espalda de Truman, y presionó.
—Truman… ¡Truman!
Él volvió la cabeza, y la miró. Sonrió enseguida.
—¿Otra vez? —inquirió.
—No, no —rió ella—. ¡Tienes que marcharte ya, si no quieres tomar el avión en
calzoncillos!
—¿Qué tal si nos despidiéramos? —propuso.
—¿Otra vez? ¡Eres insaciable!
—¿Tú no?
Rachel se tumbó, y abrió los brazos, para recibirlo una vez más en aquella
noche… que comenzaba a ser madrugada del día siguiente.
Estaba decidido: cuando él volviese de Los Angeles, se casarían.
Casi una hora más tarde, se despedían en la puerta de la casa, con un suave beso
que expresaba la fatiga pero también la satisfacción de ambos.
Entró en el dormitorio, colocó la bata sobre un sillón, y se acercó a la cama.
Dormiría desnuda, tal como estaba. Le gustaba el contacto de las sábanas. Y estando
desnuda podría pensar con más intensidad en la presencia de…
Las sábanas, tanto la de base como la de cobertura, estaban salpicadas de gotas de
sangre. Por lo menos había veinticinco o treinta gotas, esparcidas de cualquier
manera… Parecía una sábana con lunares rojos. Rojos lunares relucientes.
Rachel no acertaba a moverse, no podía reaccionar de ninguna manera. Tenía la
mente en blanco, los ojos desorbitados, fija la mirada en las manchitas de sangre, en
las numerosas gotas rojas.
De pronto, la luz se apagó.
De momento, Rachel no vio nada, quedó en la más completa oscuridad. Casi
enseguida, vio el leve resplandor gris-negro del exterior de la ventana, como un
extraño halo que le pareció niebla. No podía moverse. De pronto, tenía frío y se

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sentía paralizada. Como si estuviese congelada. No pensaba nada, ni podía razonar
nada.
Cuando comenzó a oír la respiración sí pensó. Pensó, por un instante, que era el
susurro del viento afuera, quizá el rumor del cercano mar. Pero no, no era el mar, no
lo habían oído en toda la noche, porque estaba en calma. No era el mar.
La respiración parecía llenarlo todo; sonaba apagada, como ahogada, o como
distante. O quizá no era una respiración… Podía ser el gran fuelle que absorbía y
expelía aire rítmicamente. Era una respiración regular, acompasada, lenta, muy
lenta… Como la de un animal grande y poderoso…
ESSS-ASSS… sonaba la lenta respiración. No parecía llegar de ningún sitio
determinado. Era como si estuviese en todas partes.
¿O quizá lo que estaba oyendo era su propia respiración?
Se dispuso a escuchar atentamente, pero de pronto dejó de oírla.
Ya no oía nada.
Es decir… De súbito, volvió a oír la otra respiración, aquel extraño ESSS-ASSS,
como de animal salvaje y escalofriante.
Y ahora la oía más cerca.
No sabía dónde sonaba, pero sí sabía que la oía más cerca.
Rachel cerró los ojos.
En aquel mismo instante, notó un fuerte zumbido en los oídos, su cabeza pareció
salir disparada de los hombros dando vueltas, lanzada hacia la negrura absoluta.
Rachel Porter emitió un gemido, y cayó de bruces sobre el lecho salpicado de
gotas de sangre, desvanecida.

***

La despertó la claridad del sol.


Estuvo unos segundos sin moverse, mirando la ventana. Se había desmayado. Y
evidentemente, agotada por las horas de pasión con Truman, se había quedado
dormida; había empalmado el desvanecimiento con el sueño natural. Esto le pareció
muy afortunado. Si no se hubiese quedado dormida de ese modo, seguro que no
habría podido dormir en toda la noche.
Dejó de mirar hacia la ventana, y miró la sección de sábana que quedaba frente a
sus ojos. Vio dos o tres gotitas de sangre. Se incorporó vivamente, y quedó sentada en
la cama, rodeada de gotitas de sangre seca. La luz del dormitorio estaba encendida.
«Debió haber un apagón anoche», pensó.
Súbitamente, recordó la respiración que había oído en torno a ella. Pero…
¿realmente había oído una respiración ajena? Su mente lógica comenzaba a
funcionar. No, no debía haber oído nada ajeno a sí misma; sin duda, se asustó al
apagarse de pronto la luz, y lo que oyó fue su respiración agitada…

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No, porque aquella respiración que había oído no era agitada, sino lenta,
acompasada. No había estado oyendo su respiración, por lo tanto. Pero quizá tampoco
era una respiración ajena. Quizá había oído el mar, que comenzaba a picarse debido
al viento.
Salió de la cama, y se quedó mirando las gotas de sangre. Luego, se miró los
pechos, sin saber por qué. Quizás pensó que por haber dormido toda la noche
destapada el frío debía haber causado rigidez en los pezones. Pero no había pasado
frío, porque la calefacción era más que agradable en toda la casa. En seguida supo por
qué se había mirado los pechos: porque temía verlos manchados con aquellas gotas
de sangre sobre las que había caído. Y así era: tenía pequeñas manchitas de sangre en
los pechos. Se miró el vientre y los muslos, también allí se veían manchitas de
sangre. Bueno, esto sí era lógico: si la cama estaba salpicada de sangre y ella caía
sobre la sangre, pues tenía que mancharse. Lógico.
¿Y la luz? ¿Había sido lógico que se apagase, se había tratado de una avería
general, reparada mientras ella dormía?
Salió del dormitorio, todavía desnuda, y descalza. Entró en el cuarto de baño, y
abrió el grifo del agua, caliente de la bañera. Se movía despacio, muy lentamente.
Tenía la impresión de estar flotando. ¿Y si todo fuesen pesadillas? ¿Y si cada vez que
creía haber visto gotas de sangre hubiese sido un sueño, y si todo lo hubiese estado
soñando…?
Lo primero era bañarse.
Cuarenta minutos más tarde, ya bañada, estaba desayunando. La lavadora estaba
en marcha. Hacía un día espléndido; un día hermoso, apto para afrontar alegremente
la vida, bien dispuesto a todo. El sol era la fuente de la vida, y allí estaba, en el
refulgente cielo de un azul maravilloso, limpio, resplandeciente.
Después de desayunar, y mientras terminaban de lavarse las sábanas, sacó otras
dos del armario, hizo la cama y arregló el dormitorio.
Bien, ya estaban limpias. Sólo tenía que tenderlas y…
En efecto, hada un viento salobre, y a su impulso se movían los arbustos de
flores. La mirada de Rachel quedó fija en uno de los rosales, de flores blancas. Sabía
perfectamente que aquel rosal daba flores blancas; exclusivamente blancas. Eran unas
rosas que ella tenía en gran estima. Le encantaban las rosas blancas.
Pero, algunas de aquellas flores no eran blancas, sino…
Rojas.
Aunque no completamente rojas.
Se acercó, como un autómata, al rosal. Las rosas eran blancas, pero algunas de
ellas estaban salpicadas de color rojo. Quizá era alguna peculiaridad de aquel rosal
que ella no había descubierto hasta ese momento.
Deslizó la yema de un dedo por una de las manchas rojas. Se estremeció
violentamente, y le pareció que el resplandeciente cielo se tornaba sombrío,

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tenebroso. Sintió un instante de vértigo. Parecía que la boca se le había secado. Sí,
tenía el interior de la boca como barro seco. Como barro.
Reaccionó de pronto, y volvió a la cocina. Cogió unas tijeras, regresó ante el
rosal, y cortó todas las rosas salpicadas de sangre. Luego, en la pileta de la cocina,
comenzó a lavarlas, pero se estremeció de pronto, y cambió de idea. ¿Cómo iba a
aprovechar aquellas rosas, cómo había pensado siquiera por un segundo en lavarlas y
colocarlas en un jarrón? Lo que tenía que hacer era desprenderse de ellas
inmediatamente. Eso tenía que hacer.
Abrió el triturador de basuras, y comenzó a tirar dentro las rosas. Pero otra idea
llegó a su mente. Se quedó inmóvil, y estuvo así otro minuto largo. Por fin, tiró todas
las rosas al triturador, menos una, que envolvió en un papel de seda que encontró en
un armarito… Después vio el rollo de papel de aluminio, cortó un trozo, y envolvió
todavía mejor la rosa.
Cuando miró su reloj, se sobresaltó. Era ya muy tarde, y Millie podía llegar de un
momento a otro. Y no quería verla; no aquella mañana, desde luego. Además, Susan
debía estar ya en el consultorio, sorprendida de que ella no hubiese llegado… Bien,
no venía de unos minutos.
Desde el teléfono de la salita, y ya preparada para salir, llamó a Susan y le dijo
que se retrasaría aquella mañana por lo menos otra hora. Luego, llamó a la compañía
de la luz. ¿Avería la noche anterior, un apagón…? No, no había habido ninguno en la
zona. Naturalmente que estaban seguros.
Tomó el portafolios, dentro del cual llevaba la rosa blanca salpicada de sangre,
bien envuelta, y salió de la casa. Corrió hacia el coche y se sentó ante el volante. Dio
el encendido, puso las manos en el volante… y en la palma de la derecha notó aquella
sensación de líquido pegajoso. Lanzó un incontenible grito, la retiró, y se miró la
mano, manchada con la gota de sangre que había aplastado.
Rachel Porter ya no pudo más, dejó caer el rostro sobre el volante y rompió a
llorar agudamente, con fuertes estremecimientos.
Aun así, estremecida por el llanto y el terror, recordó una vez más que Millie iba a
llegar de un momento a otro. Se irguió, se limpió de cualquier manera las lágrimas, y
arrancó… Unos setenta metros más allá se cruzó con Millie, a la que vio a través de
las lágrimas, como borrosa. Captó el saludo alegre de la asistenta, y correspondió con
un par de toques de claxon.
La atención que tuvo que poner en la conducción del coche la serenó un poco.
Detuvo el vehículo, se limpió mejor las lágrimas, recompuso su maquillaje, y tras
aspirar hondo, volvió a ponerse en marcha.
Iría a ver a Bob, estaba decidido definitivamente.

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CAPÍTULO IV

Robert Lipold no era tan brillante como Truman, de modo que, hacía ya tiempo,
había decidido aceptar la oferta para quedarse como interno en el Memorial Hospital.
Aunque era lo bastante inteligente y buen médico como para salir adelante sin
ninguna dificultad, sobre todo era una excelente persona que se había alegrado
sinceramente de la prosperidad de su compañero de universidad.
Cuando Truman Norris, en uno de sus encuentros, le presentó a Rachel, Bob
Lipold había puesto mala cara, y había exclamado, en broma:
«¡Hombre, no! ¡Eres un cabronazo insoportable, Truman! ¿No te basta con ser
mejor médico que yo, que también tienes que llevarte la mejor chica? ¡Esto no te lo
aguanto, así que no pararé hasta birlarte la chica!».
Y siguiendo la broma, cuando Lipold vio aparecer aquella mañana a Rachel por
su despacho en el Memorial, se puso de pie de un salto, alzó los brazos, y gritó:
—¡Por fin has abandonado a aquel cretino y vienes a mis brazos, oh, diosa rubia
de mis sueños!
Rachel siguió la broma unos segundos, y acto seguido procedió a exponer el
verdadero motivo de su visita tan inesperada, tan sorprendente: ¿podía Bob analizar
unas gotas de sangre y decirle a qué grupo pertenecían?
—No me digas que aún no conoces tu grupo sanguíneo —se pasmó Lipold—.
¡Esto es increíble!
—Oh, conozco perfectamente todo lo que se refiere a mí, Bob. No se trata de mi
sangre.
—¡Ah! ¿Alguno de tus pacientes?
—Bueno, en cierto modo… Es un asunto un tanto delicado, Bob. Y tengo… tengo
que guardar discreción absoluta.
—De acuerdo. ¿Traes la muestra?
—Si…
—Dámela —pidió Lipold pulsando una tecla del intercomunicador—. Lo
haremos lo más rápidamente posible. Porque supongo que querrás saber el resultado
cuanto antes, a fin de… ¿Qué es eso?
Se quedó mirando el envoltorio de aluminio. Rachel se limitó a descubrir la rosa
blanca de tal modo que el tallo y las espinas quedasen bajo el papel. Cuando miró a
Lipold, éste contemplaba estupefacto la rosa manchada de sangre.
—Te ruego que no hagas preguntas, Bob —murmuró Rachel.
—Mmmm… Bueno, ya sé, ya, pero… ¡Demonios! ¡Vaya una manera de traer
muestras de sangre!

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—¿Eso dificultará el análisis?
—Espero que no… ¿Sólo quieres conocer el grupo y el factor Rh?
—Me basta con eso.
De pronto miró seriamente a Rachel, tras entregar la rosa a una enfermera:
—Tienes algún caso… peculiar, ¿no es cierto? —musitó.
—Así es, Bob.
—Bueno —Lipold movió la cabeza—. En cierto modo, te envidio.
—¿Por qué?
—Porque tu trabajo debe ser apasionante. En el mío, no hay demasiados
secretos… En cambio, tú… ¡Vaya, trabajar con la mente de otras personas no tiene
que ser nada fácil, me parece a mí!
—No, no lo es —murmuró Rachel—. Pero, Bob, si estás dando rodeos para
terminar preguntándome cómo es el caso que me está ocupando ahora, este caso tan
especial, por favor, no lo hagas. Quizá pueda hablarte de él más adelante, pero no
ahora, de ninguna manera… Lo siento.
—Pues esperaré —sonrió Lipold—. Bueno…
Rachel miraba a Lipold, y escuchaba cortésmente. Es decir, parecía que
escuchaba incluso con atención, ya que incluso hizo algunas preguntas a Lipold, con
lo que éste todavía se disparó en más explicaciones sobre su trabajo y sus
proyectos… Pero realmente, Rachel no le escuchaba casi nada. Estaba pensando en
que dentro de pocos minutos la enfermera regresaría con el resultado del análisis.
¿Qué diría? Bueno, no podía decir nada especial: simplemente, cuál era el grupo de
sangre de la rosa manchada, y su factor Rh. ¿Podría servir esto para localizar a la
persona de cuyo cuerpo salía la sangre? Rachel sabía que Truman tenía el tipo O, el
universal. En cuanto a ella, era A con factor Rh positivo. Pero… ¿cuántas personas
había en el mundo con estos tipos de sangre? Millones y millones… Así pues, el
grupo de sangre al que perteneciese la que manchaba la rosa, podía pertenecer
asimismo a millones y millones de personas.
¿Qué pasaba con la sangre de los muertos? ¿Conservaba todavía sus propiedades?
¿Durante cuánto tiempo? Pensó en hacerle la pregunta a Lipold, pero desistió. Esta
pregunta sí que sorprendería al buen amigo. Quizá llegase a pensar que ella se estaba
volviendo loca. Claro que podía enfocar la conversación adecuadamente… No. No,
no, no… Todavía no. Esperaría.
—¿Qué estaba diciendo Bob ahora…?
——Sobreponerse al trauma, ¿no te parece?
Sonrió a Lipold, que se había entusiasmado hablando.
—Sí, desde luego, sí —asintió.
—Exacto. Puestas las cosas así, cabe admirar profundamente tu profesión. Como
he dicho antes, una cosa es operar de apendicitis a un enfermo, y otra es… limpiarle
la cabeza, así por las buenas. La apendicectomía revela el lugar dañado, se extirpa, y

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a otra cosa. Pero extirpar algo invisible que se supone que está en el cerebro, es
mucho más difícil.
—Bueno —consiguió sonreír Rachel, recuperando rápidamente el hilo de la
conversación—, no es tan difícil como parece, Bob. En realidad, sólo se trata de
comprender a las personas.
—Pues hijita, ¡ahí está precisamente lo difícil!
—Sí que lo es —asintió Rachel—. Pero ¿qué ves tú de trastornante en esto?
La puerta del despacho se abrió, y la enfermera entró, portando una tarjeta, que
entregó a Lipold. Este agradeció el servicio, la enfermera se retiró, y el médico echó
un vistazo a la cartulina.
—Nada anormal —aseguró—. Aquí tienes.
Rachel tomó la cartulina. Cuando la colocó ante sus ojos, lo primero que vio, bien
destacado, fue la expresión del grupo de sangre encontrada sobre las rosas blancas: A
con factor Rh positivo.
El grupo de sangre al que pertenecía la suya propia.

***

Cuando sonó el teléfono, todavía estaba recordando el gesto de preocupación de


Lipold al observar su reacción. Desde luego, había palidecido, así que era lógico y
amable por parte de Bob que se preocupase por ella. Pero había sabido salir bien del
paso, y se las había arreglado para despedirse pronto.
Al regresar a casa había encontrado más gotas de sangre, esta vez en el pequeño
espejo con cornucopia del vestíbulo. No estaba seca, sino fresca. ¿Cómo podía haber
sangre en el espejo… si ella había estado fuera todo el día? Porque estaba llegando a
la conclusión de que aquellas gotas de sangre que veía por todas partes eran suyas, no
de sus víctimas. En determinado momento había estado al borde del desquiciamiento.
¿Y si era sonámbula, o algo parecido, y cuando estaba en trance ella misma…?
¡Qué locura! ¡Eso no podía ser!
Y allá estaba la sangre, en el espejo: cuatro gotitas frescas que cuando ella entró
todavía estaban moviéndose, deslizándose espejo abajo, relucientes, tersas. Sangre
A+Rh. Sangre de ella… Oh, no, ¡de ella no! Simplemente sangre de su grupo, eso
era… Solamente eso, y nada más que eso…
Miró el teléfono, que seguía sonando. ¿Quizá era Truman? Poco después de
encontrar la sangre en el espejo, ella le había llamado a su hotel de Los Angeles, pero
el señor Norris no estaba en el hotel.
Descolgó el teléfono, por fin.
—¿Sí? —musitó.
—¿Rachel? ¡Hola, querida! ¿Cómo estás?
—Truman… ¿Eres tú?
—¡Claro que soy yo! ¿Acaso esperas otra llamada?

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—No… No.
—¡Ah! Francamente, no soy celoso, pero hay cosas tan hermosas en la vida que
no quisiera tener que compartirlas con nadie… Ya sabes a qué me refiero.
¿Descansaste bien?
—Sí… Muy bien. ¿Estás en Los Angeles?
—Naturalmente. ¡Qué pregunta tan curiosa!
—¿Cómo van las cosas por ahí?
—Espléndidamente. Aunque la Convención no empieza hasta mañana a las
nueve, ya he conocido…
La conversación duró siete u ocho minutos. Todo iba bien para Truman, estaba en
Los Angeles, la amaba, haría lo posible por regresar cuanto antes… Truman estaba en
Los Angeles.
Aquella noche, Rachel Porter durmió profundamente bajo los efectos de dos
tabletas de un poderoso somnífero. Y cuando despertó, entrada la mañana, no
encontró gotas de sangre en su cama, ni en la bañera, ni en el coche, ni en las rosas
blancas, ni en ninguna parte.

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CAPÍTULO V

La doctora Porter alzó la mirada de la tarjeta que Susan le había pasado.


El hombre se llamaba Byron Mason, y tenía cuarenta años. No era atractivo,
quizá por la expresión hermética de su rostro, casi hosca. Las facciones eran rudas,
fuertes. Su boca era grande, de labios finos… Desagradablemente finos, a juicio de
Rachel.
—Bien, señor Mason… ¿qué puedo hacer por usted? —preguntó por fin Rachel.
—Curarme —gruñó Byron Mason.
—Por supuesto. Por mi parte haré todo lo posible, se lo aseguro. Espero que usted
colabore.
—¿En qué?
—Bueno, lo que quiero decir… ¿Es la primera vez que acude usted a una consulta
psiquiátrica?
—Sí.
—¿Por qué me ha elegido a mí?
—¿Acaso no es usted psiquiatra?
—Desde luego. Puede efectuar todas las comprobaciones que guste al respecto.
—No hace falta. Si consta usted en las páginas amarillas, es que es lo que dice
ser, ¿no?
—¡Ah! ¿Fue así como me seleccionó?
—Sí. ¿Hice mal?
—Por el contrario —sonrió Rachel—. Su elección me dice bien claramente que
no tiene prejuicios machistas. Eso me complace.
—Ya —Mason la miró con cierta ironía—. Pero la verdad es que la elegí a usted
precisamente por ser mujer.
—¿Y eso por qué, señor Mason?
—Bueno, me gustan más las mujeres que los hombres, estoy mejor con ellas…
—Señor Mason: ¿me está empezando a informar de alguna… ligera desviación
sexual que…?
—Tonterías —gruñó Mason—. Nada de eso. Es sólo que hay cosas que jamás le
diría a un hombre.
—¿Qué cosas?
—Cosas. ¿No tengo que tumbarme ahí?
—Será mejor que lo haga si va a sentirse mejor —asintió.
—No sé. Pero me gustaría tumbarme.
—De acuerdo.

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Rachel se puso en pie. Byron Mason la imitó. Fue hacia el confortable diván, y se
tendió en él. Rachel se sentó a su lado, y se quedó mirando las grandes manos
velludas, y miró a su cliente.
—¿Qué cosas no le contaría usted a un hombre, señor Mason?
—A un hombre no le contaría nada.
—¿Y a una mujer?
—A una mujer se le pueden contar muchas cosas.
—¿Por ejemplo…?
—Empezando por el asunto del sexo. Nunca me gustó hablar del sexo con
hombres.
—¿Con mujeres sí?
—Sí. Ellas entienden enseguida.
—¿Los hombres no?
—Los hombres son simples y brutales en cuestión de sexo. Toda su conversación
se reduce a decir cómo lo harían con una mujer. Y no crea que me excluyo en eso.
Somos unas malas bestias.
—¿Usted también?
—Sí.
—¿Por qué piensa eso?
—Ahora mismo estoy pensando en tirármela a usted.
Rachel enrojeció violentamente.
—¿Piensa que le he dado motivos para desear eso, señor Mason? —murmuró.
—No. Si se refiere a provocación por su parte, no. Pero es joven y muy bonita. La
miro, me gusta, y enseguida entro en reacción… Vea usted.
Con rápido gesto, Byron Mason descorrió la cremallera de su pantalón, y antes de
que Rachel pudiera reaccionar, extrajo su pene, que mostró, en plena erección,
moviéndolo groseramente. Rachel no consiguió reaccionar.
—¿Le gusta? —preguntó Mason.
—Sea amable y… y esconda eso, señor Mason.
—¿No le gusta?
—Yo no tengo por qué definirme al respecto. Es usted quien ha venido a definirse
ante mí.
—Bueno, éste es un buen modo de definirme ante usted —dijo Mason, agitando
de nuevo su pene—. ¿Quiere que echemos un par de viajes?
—No… No.
—Está bien. Quizá otro día, ¿eh?
—Quizá.
Pacíficamente, Byron Mason escondió su órgano genital, y subió la cremallera.
Se quedó tan tranquilo, mirando el techo, bajo la expectante y cada vez más
interesada mirada de Rachel, que tras unos segundos de pausa, preguntó:
—¿Es ése su problema? ¿El sexo?

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Byron Mason tardó casi un minuto en responder.
De pronto, dijo:
—Nunca he tenido problemas con el sexo.
—¿De ninguna clase?
—De ninguna clase. Ni problemas, ni prejuicios. Un día violé a una chica… Creo
que le hice mucho daño. Cuando terminé con ella le dije que si lo decía a alguien la
buscaría para estrangularla. Y desde entonces, no se lo dijo a nadie. Así que poco
después volví a por ella.
—¿Volvió a violarla?
—Claro. Pero a la tercera vez, a ella empezó a gustarle. Entonces ya no le hice
más caso, y busqué a otra. En seguida me gustó una chica pelirroja, que vivía en una
granja que distaba seis o siete millas de la mía.
—¿Qué pasó?
—Ah, la violé, claro. Me asusté un poco, porque ésta sacó mucha sangre, pero la
ayudé, y la acompañé hasta cerca de su casa. Le dije que le cortaría las manos y la
lengua si le decía a alguien que yo había estado con ella.
—¿Y no lo dijo?
—No.
—¿Le gusta algún tipo especial de mujer?
—Me gustan todas. No tengo problemas.
—¿Y usted? ¿Gusta a las mujeres?
—Ah, sí, casi siempre. Ningún problema, de veras.
—Me alegro mucho —Rachel sentía su propia voz un tanto ronca—. Pero
entonces, señor Mason, si no tiene problemas sexuales, ¿qué problemas tiene?
—Otra clase de problemas.
—Dígame uno, por favor.
Las manos de Byron Mason tuvieron una sacudida. Una corta, breve, seca
sacudida, con crispación de los dedos.
—Soy brutal. A veces… a veces siento… deseos de destrozar.
—Destrozar, ¿qué? ¿Muebles, cristales, cuadros…?
—No… No.
—¿Qué desea destrozar?
De nuevo la sacudida en las manos de Byron Mason.
—Cosas… que se mueven —susurró Mason.
—¿Qué?
—¡Cosas que se mueven!
—Ah. ¿Coches, aviones…?
—No.
—¿Qué destrozaría usted ahora, por ejemplo?
Byron Mason cerró los ojos. Rachel escrutó entonces con más libertad su rostro
fuerte, pétreo. Advirtió la crispación en los labios, la sacudida en la barbilla…

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¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Un minuto, dos, tres…?
Adelantó un dedo y tocó al cliente en un brazo.
—Señor Mason…
Byron Mason abrió los ojos de pronto, y su mirada transparente quedó fija en el
techo. En seguida, los globos oculares se volvieron hacia Rachel.
—¿Ha ocurrido algo? —preguntó con voz ronca.
—No comprendo.
—¿No ha pasado nada?
—No… Claro que no. Estoy esperando su respuesta a qué destrozaría usted
ahora.
Mason parpadeó. Luego, se pasó una mano por la frente. La doctora Porter creyó
ver un destello helado en aquellos inquietantes ojos de cristal.
—¿Cuánto le debo? —preguntó inopinadamente Mason.
—De eso se encargará mi enfermera. Lo que estábamos…
—He terminado. No tengo nada más que decir.
—¿Nada más? —alzó las cejas Rachel—. Yo diría que no ha dicho usted nada.
Mason se sentó en el diván de frente a Rachel.
—Tengo que marcharme —volvió a pasarse la mano por la frente—. Sí, tengo
que marcharme.
—No me ha permitido usted que le ayude mucho, la verdad.
—Es suficiente, gracias.
Byron Mason se puso en pie, y caminó hacia la mesa. Se sentó en la butaca que
había ocupado al principio de la entrevista. Rachel lo miraba en verdad interesada.
Generalmente, sus clientes no eran tan complicados como ellos mismos creían. Todos
tenían algún pequeño trauma, desde luego, pero la mayor parte de las veces eran
cosas que podían solucionarse con una vida serena y amable. Otros necesitaban
verdadera ayuda, y ése había sido, al principio, el lado importante de su profesión…
Rachel fue a sentarse tras su mesa, y se quedó mirando a Mason, que desvió la
mirada.
—Mire, señor Mason, yo gano bastante dinero… Le digo esto para que
comprenda que si insisto es por motivos profesionales, no económicos.
Económicamente, me importa bien poco que usted vuelva o no por aquí.
Profesionalmente, es distinto.
Mason la miró con cierta irritación, y se puso en pie.
—¿Qué quiere decir? —masculló—. ¿Que estoy loco? ¿Quiere decir que yo sí
soy un auténtico loco?
—Vamos, vamos, esa reacción no es consecuente, señor Mason. Los dos somos
adultos. Por este despacho han pasado personas por cuyo equilibrio psíquico me he
preocupado poco, ésa es la verdad. Pero usted me interesa.
—¿Por qué? ¿Qué ve de extraordinario en mí?
—Creo que debería sincerarse conmigo.

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—Sí, ¿en? Bueno, si usted pretende… Pero ¿qué demonios es esto?
Haciendo la última pregunta, Mason alzó la mano derecha, y volvió la palma
hacia arriba, para mirársela. Rachel captó el gesto estupefacto del hombre, y entonces
miró la palma de su mano. Palideció brusca e intensamente: la palma de la mano de
Mason estaba manchada de rojo. La mirada de Rachel bajó velozmente hacia la mesa,
y vio allí la mancha aplastada. Mason había apoyado la mano sobre una o varias sotas
de sangre.
Demudado el rostro, Rachel volvió a mirar el rostro del hombre, que parecía
incapaz de reaccionar. Simplemente, estaba atónito.
Mason bajó la mirada hacia la mesa, y vio la mancha de sangre.
—Me he cortado con algo que tiene usted aquí, pero… no veo nada que…
Rachel se sorprendió una vez más a sí misma con su serena reacción.
—No, no —dijo, con tono aceptablemente jovial—. Tiene que perdonar mi
descuido, señor Mason. Fui yo quien se cortó antes y olvidé limpiar la sangre. Lo
siento de veras.
—Bueno… La verdad es que no he sentido nada…
—Ya le he dicho de qué se trata.
—Sí… Claro.
—Espere, le traeré un…
—No, no hace falta —Mason metió cuidadosamente la mano en un bolsillo del
pantalón, y sacó un pañuelo, con el que se limpió la sangre—. No tiene importancia,
ya está.
—Si prefiere lavarse las manos…
—No, no. Le digo que no importa. Pero escuche esto —Mason se guardó el
pañuelo manchado de sangre—: no pienso dejarme impresionar por nadie, de modo
que si lo que usted pretende es eso, está perdiendo el tiempo.
—Yo no he pretendido presionarle, señor Mason. Ha sido usted quien ha venido a
consultarme. Cuando salga de mi despacho, mi enfermera le presentará una nota por
cincuenta dólares… Creo que tiene derecho a algo, a cambio de ese dinero.
—No quiero nada —gruñó Mason—. Nada.
—A su gusto. ¿Le parece que nos veamos otro día? Sinceramente, pienso que
debería usted pedir hora a mi enfermera.
—No sé… Quizá lo haga. Sí, quizá lo haga. Bien…
—Buenas tardes, señor Mason.
—Sí… Buenas tardes. ¡Adiós!
—¡Adiós!
Mason dio media vuelta, y se encaminó hacia la puerta. Cuando la hubo cerrado,
Rachel se puso en pie, y se inclinó hacia el borde opuesto de la mesa, para mirar de
cerca el manchurrón de sangre. Tocó con dos dedos… Sí por supuesto que era sangre.
¡Y Mason la había visto…! No sólo la había visto, sino que se había manchado con
ella.

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Corrió al aseo instalado dentro de su propio despacho, y regresó con papel
higiénico humedecido. Limpió la sangre, secó la mesa con otro trozo de papel, y lo
tiro todo al inodoro. Apretó el botón que liberaba el agua de la cisterna.
Un súbito pensamiento la sobresaltó.
¿Qué más podía pasar? ¿Qué más? Un cliente se había manchado la mano de
sangre… ¿Qué más podía ocurrir? En cualquier momento, esto podía volver a ocurrir.
Podía ocurrirle en cualquier parte, con cualquier persona, en cualquier circunstancia.
Si iba al salón de belleza podía dar lugar a que allí apareciesen gotas de sangre… Las
podrían ver muchas mujeres. Claro que ella podría simular no saber nada,
comportarse como las demás personas que las viesen…
—¿Doctora?
Rachel casi lanzó un alarido al oír la voz. Por fortuna, su mente recibió
velozmente el informe de que aquella voz era la de Susan. Consiguió retener el grito.
Se miró al espejo, y se vio muy pálida.
—Ah, está aquí. ¿Hago pasar a la señ…? ¿Qué le ocurre? —exclamó Susan—.
¿Se encuentra mal?
Rachel se volvió hacia la muchacha.
—Sí… Sí, no… no me encuentro muy bien…
—No tiene fiebre —dijo Susan—, pero quizá sería conveniente que avisáramos a
un médico. ¿Tiene alguno que…?
—No. No es necesario, no…
—Vamos, no sea niña.
—No, no… Ya me encuentro mejor. Es que… es que tengo la regla, y… Bueno, a
veces me… me ocasiona estas molestias…
—¡Ah! Realmente, no debió usted venir a trabajar hoy.
—No… No debí venir. Pero ya me encuentro mucho mejor. Gracias, Susan.
—De todos modos, le diré a la señora Fenwick que vuelva otro día. No debe usted
atender más visitas hoy.
—Creo que será lo mejor. Pero…
—No se preocupe. Sus pacientes comprenderán.
—¿Ha pedido hora el señor Mason para otra consulta?
—No.
—Bueno… Peor para él.
—Sí —sonrió Susan; pero de pronto frunció el ceño—. Es un hombre raro,
¿verdad?
—¿Raro? ¿Por qué dice eso?
—No sé. Es una persona… inquietante. Es raro.
Rachel asintió.
—Hasta mañana, Susan, y gracias —murmuró, y cerró los ojos.
La enfermera la contempló unos segundos. Por fin, asintió con un gesto, dio la
vuelta, y salió del despacho.

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«¿Y si fuese a Los Angeles? —pensó Rachel—. Quizá todo esto me está
ocurriendo porque continúo aquí, donde están enterrados ellos… Seguramente, es
todo una obsesión mía. Claro que si se trata de ellos de nada servirá que me marche.
Aunque me fuese al otro lado del mundo, todo seguiría sucediendo. No, no puedo ir
allá a inquietar a Traman… Sea lo que sea lo que esté ocurriendo, todo tiene que
seguir ocurriendo aquí, todo tiene que solucionarse aquí. Pero… ¿qué es lo que está
ocurriendo? ¿Qué es exactamente lo que quieren de mí… los muertos?».

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CAPÍTULO VI

A las nueve y media de la noche estaba mucho más tranquila. Desde que el señor
Mason pusiera su mano sobre las gotas de sangre en la mesa de su despacho no había
vuelto a ver más gotas.
Quizá se habían terminado. Quizá a los muertos se les había terminado la
sangre… Pero esto, de por sí, ya era una tontería, porque los muertos no tienen
sangre. Se les hiela.
Pero entonces… ¿de dónde salía aquella sangre? Y ya no podía pensar que eran
alucinaciones; menos que nunca, puesto que el señor Mason la había visto, se había
manchado con ella…
A esta hora, a las nueve y media, la llamó Truman Norris desde Los Angeles.
—Rachel, querida, ¿cómo estás?
—Espléndidamente.
—Los resultados están superando mis previsiones…
—¿Sigues en Los Angeles?
—¡Vaya pregunta! ¡Naturalmente que sigo en Los Angeles! ¿Dónde había de
estar, si no?
—Es que te oigo tan bien… Supongo que eso significa que tardaremos unos
cuantos días más en reunirnos.
—Rachel, lo siento… Espero que comprendas que no puedo desaprovechar esta
oportunidad. Claro que si me necesitas para algo…
—No… No, no.
—Me alegro. Respecto a eso… Bueno, ya hablaremos a mi vuelta. ¿De verdad no
podrías venir a reunirte conmigo aquí?
Por un momento, Rachel estuvo tentada de decir que salía aquella misma noche si
era posible, que iba en busca del primer vuelo hacia Los Angeles.
—De verdad no puedo. Truman.
—Mala suerte… Escucha…
La conversación duró esta noche más de diez minutos.
¡Qué bien había oído la voz de Truman!
Miró el teléfono. Durante dos o tres minutos estuvo así, fija la mirada en el negro
aparato, titubeante. Bruscamente, descolgó el auricular. Iba a llamar al hotel de Los
Angeles donde estaba Truman… Eso iba a hacer.
Y eso hizo.
Oyó la voz de la telefonista. Pidió comunicación con el doctor Norris.

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—Un momento, por favor —la voz de la telefonista también se oía con toda
claridad, y la oyó de nuevo a los pocos segundos—: El doctor Norris no está en su
habitación, señorita.
—Pero él acaba de llamarme…
—Intentaremos localizarlo… No se retire.
—No, no… Gracias.
Apenas medio minuto más tarde, sonó de nuevo la voz de la telefonista:
—El doctor Norris no está en el hotel. Se marchó esta mañana y no ha regresado
en todo el día.
—Pero… ¡no puede ser! ¡Si acaba de llamarme hace apenas cinco minutos!
—Debe haberla llamado desde otro sitio. No tengo ninguna llamada registrada a
nombre del señor Norris. ¿Quiere dejarle algún recado?
—No… No, gracias. ¡Adiós!
—¡Adiós!
Rachel colgó. Y de pronto recordó la diferencia de horario entre Nueva York y
Los Angeles. Tres horas… Sí, estaba segura de que en Los Angeles era tres horas
más temprano que en Nueva York. Lo que significaba que Truman la había llamado a
las seis y media de la tarde según la hora de Los Angeles. Y el otro día, claro,
también la había llamado a una hora más temprano de la que regía para ella en Nueva
York… Pero esto podía tener una explicación muy sencilla: Norris tenía en cuenta la
diferencia de horarios, y la llamaba a esa hora sabiendo que si la llamaba cuando en
Los Angeles eran las nueve o las diez de la noche, en Nueva York era ya tarde, y ella
debía estar acostada.
Era muy delicado por parte de Truman.
Pero la primera vez… sí había recibido el recado en el hotel; la había llamado
desde el hotel. ¿Dónde estaba ahora? ¿Desde dónde la había llamado?
«Estoy pensando tonterías —se dijo—. ¿Dónde ha de estar, sino en Los
Angeles?».
Decidió encender el televisor, y consiguió interesarse medianamente por el
telefilme que encontró ya empezado. Cuando el telefilme terminó, eran las diez y
media. Lo apagó, y quedó de nuevo como sepultada en silencio. Poco a poco, pero de
manera progresiva, sentía cómo sus nervios se iban tensando.
El timbrazo del teléfono la sobresaltó de tal modo que se puso en pie de un salto,
y sus ojos se volvieron desorbitados, hacia el aparato. ¿Podía ser Truman otra vez?
—¿Diga?
—¿Doctora? Soy Susan…
—Ah, Susan —exclamó—. Sí, sí. ¿Ocurre algo?
—¿Se encuentra bien?
—¿Bien? Sí… Sí, sí, naturalmente.
—Me alegro. Como esta tarde…
—Oh, no fue nada… Nada. Estoy perfectamente. Gracias por su interés.

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—Me alegro de que esté bien. Si necesita alguna cosa…
—Hasta mañana… Gracias por llamar.
Colgó. El corazón le latía violentamente. Y por supuesto no había para tanto.
Susan había sido muy amable, eso era todo. Lo que ocurría, simplemente, era que ella
estaba perdiendo los nervios.
Decidió no tomar somnífero alguno. Todo aquello era absurdo, ella no podía
dejarse vencer… No había nada que no tuviera explicación. Nada. Y ella encontraría
la explicación a las gotas de sangre, y a todo.
Diez minutos más tarde terminaba de recogerse el cabello, en el cuarto de baño.
Luego, se acostó, y se dispuso a leer. La lectura siempre la había tranquilizado. Y esta
vez no fue diferente. Poco después de las once comenzó a sentir el dulce sopor del
sueño… Dejó el libro sobre la mesita de noche, apagó la luz de ésta, y se tendió. ¡Qué
silencio!
Insensiblemente se quedó dormida.

***

La despertó el llanto.
No, no era un llanto… Eran varios llantos. Había varias personas llorando allí.
Allí, allí mismo cerca de ella.
La estupefacción que la tenía paralizada fue dejando paso al terror, al pavor.
Alguien lloraba cerca de ella.
No conseguía moverse. Se sentía como si su cuerpo fuera de mármol. Tenía la
mejilla izquierda apoyada en la almohada. Ahora veía el contorno de la mesita de
noche, el tenue brillo del teléfono… Y la esfera luminosa del despertador.
«Son las dos de la madrugada», pensó.
Era un llanto múltiple, abundante, explosivo. Alguien estaba llorando cerca de
ella, pero ella no conseguía moverse. Sí, era como si su cuerpo fuese de mármol.
No podía moverse.
El llanto arreciaba, se oían fuertes sollozos. Era un llanto caudaloso, copioso,
tristísimo. Era… como el borboteo de un manantial.
¡AAAaaAAAaaa… AAAaaAAA… AAAAA…!
Intentó mover una mano, y se sorprendió al conseguirlo. No era de mármol
entonces. Pero estaba fría como si lo fuera. Sentía un frío horrible… Sabía que la
calefacción estaba en marcha, y que estaba tapada, pero sentía un frío espantoso.
Claro que no era un frío que llegaba del exterior, sino un frío que brotaba de su
interior…
Pero había conseguido mover una mano.
Movió la otra. Luego, movió los pies. Sí, podía moverse, a pesar de sentirse
helada.
¡AAAaaaaAAAaaa… AAaaaAAAA… AAAaaaaa…!

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¡Qué llanto tan espantoso! ¡Debía ser terrible llorar así, de aquel modo tan
intenso!
¿Y si estaba soñando? Podía estar sufriendo una pesadilla, desde luego. Quizá
estaba dormida, y estaba soñando aquel frío que le llegaba de su interior, y aquel
llanto que no parecía que fuese a terminar nunca…
No, no, no… No estaba dormida, no estaba soñando. Estaba completamente
despierta.
—¿Quién hay ahí? —gritó.
Los llantos cesaron inmediatamente. Fue como si su voz los hubiese ahogado en
el acto.
Nadie contestó.
Pero aparecieron, brevemente, unas diminutas luces azuladas que parecieron
danzar en el hueco de la puerta del dormitorio… Eran unos diminutos resplandores
grisazulados que se movían velozmente de un lado a otro, algunos desaparecieron
rápidamente, como si jamás hubiesen existido. Como fuegos fatuos. Como
resplandores de almas en pena vagando en la oscuridad. Parecían deslizarse por la
pared del pasillo fuera del dormitorio, y algunos se acercaron, como queriendo entrar
en éste, pero entonces desaparecían súbitamente.
Se oyeron algunos gemidos, le pareció distinguir una voz lejana y luego un
tremolante lamento… En un momento dado, sólo quedó uno de aquellos pequeños
resplandores, como flotando en la puerta del dormitorio. En silencio.
Rachel se estremeció con tal fuerza que oyó el chocar de sus maxilares. Sentía tal
frío que le dolía la piel; como si la tuviera congelada y algo la apretase,
produciéndole un denso dolor penetrante y agudo al mismo tiempo.
Con rígido movimiento giró en la cama, puso los pies en el suelo, y alargó el
brazo hacia la mesita de noche. Encendió la lamparita que había sobre aquélla.
Se puso en pie.
Sus ojos se desorbitaron, su boca se desencajó en un gesto brusco, súbito,
doloroso…
Todo estaba salpicado de gotas de sangre.
Había cientos de gotas de sangre en todas partes. Miles, millones de gotas de
sangre… Allá donde mirase, había gotas de sangre roja y fresca, reluciente. Cientos
de millones de gotas de sangre. ¡Billones… trillones de gotas de sangre!
Rachel Porter emitió un ahogado gemido, y rodó por el suelo desvanecida.

***

El conserje del Arrow Motel, sito en el otro lado de Long Island, cerca de Northport,
suavizó su irritada actitud cuando vio los tres billetes de veinte dólares que se
deslizaban hacia él sobre el mostrador, empujados por la blanca mano de la

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muchacha. Los hizo desaparecer rápidamente en un bolsillo del batín que se había
puesto sobre el pijama, y gruñó aunque ya en otro tono:
—De todos modos, siguen siendo las tres y media de la madrugada.
—Lo siento —murmuró ella, con voz audible—. Siento haberle despertado a
estas horas, pero tenía que encontrar un sitio. Por favor, perdóneme.
—De acuerdo —asintió; se pasó las manos por la revuelta cabellera—. ¿Qué clase
de cabaña quiere? ¿Con cocina o sin ella?
—Pues… con cocina. Con cocina, sí.
—¿Estará muchos días?
—No sé… No sé. Quizá una semana.
—Bien… ¿Me permite su documentación?
—Oh, la… la olvidé.
—La olvidó. ¿Permiso de conducir?
—Lo he olvidado todo… Lo siento.
—Bueno, espero que no haya olvidado su nombre. Tengo que llenar una ficha,
¿sabe?
—Sí, lo comprendo… Susan… Susan Mason.
—Susan Mason.
—Sí.
El conserje estuvo tres o cuatro segundos mirando a Susan Mason. ¡Y un cuerno!
¿Creía que él era tonto? Ella se llamaba Susan Mason del mismo modo que él se
llamaba Washington. Desde luego, algo le ocurría a la muchacha. Estaba muy pálida.
Todo en ella era de calidad, él sabía ver la calidad allí donde estuviese.
—Susan Mason —murmuró—. Bueno, creo que no debemos perder más tiempo
en formalidades, esta noche. Mañana llenaré la ficha. Los dos tenemos ganas de ir a
la cama, ¿no es cierto?
—Sí, señor.
El hombre se volvió, tomó una llave de un casillero, y se la tendió a Susan
Mason.
—¿Le importaría que no la acompañase? Sólo tiene que seguir el sendero hacia la
playa, y a unos cien metros verá la cabaña. La treinta y nueve…
—Gracias… ¿Tengo que dejar algún depósito?
—No se preocupe. Tengo buen ojo para la gente.
—Gracias —Susan casi sonrió—. Buenas noches.
—Buenas noches, señorita Mason.
Esta salió de la cabaña-conserjería, se metió en el coche tras recoger de huevo la
maleta, y circuló silenciosamente hasta localizar, en efecto con toda facilidad, la
cabaña treinta y nueve.
Abrió la puerta, encendió la luz y entró. Cerró la puerta y miró a todos lados.
Bueno, una cabaña de motel, eso era todo. Un motel alejado de su casa. No mucho,
pero por algo había que empezar…

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La cabaña era agradable y limpia. Constaba de un recibidor que era a la vez salita
y comedor, un dormitorio, cocina, un cuarto de baño un tanto reducido, pero
aceptable, suficiente.
Poco después se acostó. Cerró los ojos, y en su imaginación apareció su
dormitorio lleno de gotas de sangre. Millie no tenía que ir aquella mañana, así que
tenía tiempo de pensar. La llamaría por teléfono, y le diría que no fuese a la casa
hasta nueva orden. Eso haría. No podía permitir que Millie viese la habitación
salpicada de gotas de sangre.
También tenía que llamar a Susan. La llamaría por la mañana al consultorio, y le
diría que suspendiera todas las visitas, que tenía que marcharse unos días a resolver
un asunto inesperado. Diría que iba lejos. A Los Angeles. No… A Los Angeles no,
porque si Truman la llamaba se sorprendería de que ella hubiese ido a Los Angeles y
no lo hubiera ido a ver al hotel. A Miami. Le diría que había tenido que ir con
urgencia a Miami, y que estaría allí una semana. O dos. O más tiempo… Rachel no se
durmió pese a estar agotada, hasta el amanecer.

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CAPÍTULO VIII

Lo había notado antes, pero ahora lo notó con más intensidad.


Frente a ella la cajera del supermercado de Northport al que había ido a
abastecerse de víveres para algunos días, pulsaba las teclas de la caja, sumando las
cantidades de cada artículo. Artículos que ella había ido echando en un carrito
mientras notaba aquella sensación de sentirse observada fijamente. Había mirado a su
alrededor varias veces, pero no vio a nadie que le prestase especial atención.
—Sesenta y ocho con setenta —cantó la cajera.
Rachel abrió el bolso. No era dinero lo que iba a faltarle, desde luego. Con sus
asesinatos había ganado mucho. Sus asesinatos… ¿Podían ser la causa de todos
aquellos asesinatos tan bien preparados y conseguidos? Todavía ahora se preguntaba
cómo se le había ocurrido la idea, cómo se le había ocurrido la primera vez… En el
fondo, era porque despreciaba a todos sus clientes, y sus estúpidos problemas…
Alzó vivamente la cabeza, al notar de nuevo intensamente aquella sensación de
ser, observada con fijeza. La cajera la estaba mirando, con cierta expectante
curiosidad. Debía notar algo raro en su actitud, desde luego. Pero no era la mirada de
la cajera la que ella notaba de aquel modo inquietante.
—¿Ha dicho usted…?
—Sesenta y ocho con setenta.
Pagó, recogió las dos bolsas con los víveres, y salió del supermercado. Mientras
caminaba hacia donde había dejado el coche volvió a notar la mirada. Sabía con toda
seguridad que alguien la estaba observando fijamente. No era una sospecha, no. Sabía
que la estaban mirando. Pero… ¿quién?
Llegó al coche, alzó el capó, y colocó las dos bolsas en el maletero. Bajó el
capó… La mirada en su nuca fue poco menos que como un impacto. Se volvió
rápidamente.
Nada especial, nadie parecía prestarle atención.
Cuando se metió en el coche miró enseguida las esferas indicadores, y el volante;
por éste pasó un dedo cuidadosamente. No, no había sangre. Desde que llegara al
motel, la noche antepasada, no había vuelto a ver gotas de sangre. Se sentía mucho
más tranquila, y aún lo habría estado más de no haber sido por aquella sensación de
ser observada fijamente… malignamente, perversamente, ésa era la sensación.
Pensó en Truman al poner el coche en marcha. Por supuesto él no había
conseguido localizarla, y ella no había vuelto a llamarle a Los Angeles. Y era curioso
observar que desde que Truman dejó de saber dónde estaba ella no había vuelto a ver
gotas de sangre. Sí, esto era muy curioso… y sospechoso. Pero no tenía sentido. ¿Qué

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podía pretender Truman con todo aquello? A fin de cuentas, él era su cómplice, ya
que había firmado los certificados de defunción de sus víctimas.
¿Y aquel llanto, cuyo recuerdo la estremecía continuamente? ¿Y aquellas luces
grisazuladas que había visto flotando en la puerta de su dormitorio?
«Tonterías —movió la cabeza Rachel, conduciendo en dirección al motel—.
Tonterías».
Sí. Era una tontería pensar que ella había visto los espíritus de las personas a las
que había asesinado, y que habían acudido a llorar a su casa. ¡Tonterías!
Iba tan abstraída en sus pensamientos que se sobresaltó cuando su mente asimiló
el significado de aquel resplandor rojo frente a ella y más elevado. Reaccionó
rápidamente metiendo el pie en el freno, frenando con brusquedad justo en la línea.
Sonrió con un gesto de disculpa cuando un matrimonio de avanzada edad, tomados
del brazo, pasaron frente al coche por el paso de peatones, mirándola con el ceño
fruncido. Bueno, había frenado, ¿no? Si se habían asustado era cosa de ellos…
Alzó la mirada al notar que algo se movía en el cristal parabrisas, casi en el centro
del borde superior. Era algo pequeño, que se deslizaba lentamente por el cristal.
Pero ahora no llovía.
Claro que, aquello que se deslizaba por el cristal parabrisas tampoco era agua…
Era sangre.
El sol la hacía brillar, parecía de un color carmesí precioso.
Tras su coche sonó un claxon y ella lo oyó perfectamente, pero no lo asimiló. No
reaccionó. No podía. Estaba mirando la bonita sangre que se iba deslizando por el
cristal. ¿O no era sangre…?
¡Mooooc-moc-moooooooooccc…!
Parpadeó, desvió la mirada hacia el retrovisor, y vio el coche detenido tras el
suyo. Luego, vio la luz verde. Apretó el acelerador, pasó el semáforo y se detuvo en
cuanto pudo. Salió del coche ya con una servilleta de papel en la mano, y limpió la
sangre. La gota, enorme, había caído en el techo, cerca del borde del parabrisas, y al
frenar, se había deslizado como la lluvia… La limpió bien, volvió al volante, y
reanudó la marcha, tras guardar la servilleta en su bolso.
Cinco minutos más tarde detenía el coche frente a su cabaña del Arrow Motel.
Era inútil intentar escapar de las gotas de sangre. Supo con toda certeza que
seguiría viéndolas allá donde fuera… Y poco después esto quedó confirmado,
cuando, al dejar las bolsas con víveres sobre la cocina, vio las tres gotitas de sangre
en el mármol… Todo era inútil.
Salió a la salita, y se sentó en un sillón.
«¿Y si me suicidase?», pensó.
Fue como si alguien le tirase de los cabellos, produciéndole un dolor de miles de
diminutos pinchazos. ¿Cómo se debía estar muerto? Seguramente, no era tan malo
como la gente cree. Y si estaba muerta y su sangre se secaba, pues… no volvería a
encontrar gotas de sangre.

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Se estremeció una vez más. Ya no sabía si lo que sentía era miedo. Era una…
cosa tan profunda, tan aposentada en ella, que ya ni se atrevía a definirla. Aunque sí,
debía ser miedo; un miedo tal que ya ni la hacía reaccionar. Y esto era malo, muy
malo. Podía perder la razón, lo sabía.
¿Se trataba de eso?
¿Querían hacerle perder la razón?
Ah, desde luego ya no podía pensar en Truman. Nada de eso, él no tenía nada que
ver.
Bueno, una cosa era segura: no iba a pasar la noche en el motel. Pero entonces,
¿dónde? En su casa, no, de ninguna manera: Había dejado el dormitorio salpicado de
sangre. Y fuese adonde fuese, las gotas de sangre seguirían apareciendo…
El consultorio. Podía encerrarse allí. Tenía víveres.
Sí, estaba decidido.
Media hora más tarde el conserje contemplaba con mal reprimido asombro la
marcha de la muchacha que le había dado el nombre de Susan Mason.

***

Recogió del suelo las bolsas con víveres comprados en Northport, entró en el
consultorio y cerró la puerta empujándola con un pie. Se sintió a salvo. Sí, allí era
todo quietud. Todo era sedante en el consultorio psiquiátrico de la doctora Porter.
Estaba pensando esto, mientras dejaba las bolsas en la diminuta cocina, cuando
sonó el timbre de la puerta. Volvió la cabeza, frunció el ceño, hizo un gesto como
negando. El timbre volvió a sonar. No, no abriría. Quizá Susan hubiese olvidado
advertir a algún paciente que ella estaría fuera unos días, e incluso podía ser alguno
nuevo que hubiese visto la placa en el vestíbulo del edificio, o recomendado por
algún otro paciente…
El timbre volvió a sonar.
Y acto seguido la puerta retembló bajo unos fuertes golpes que hicieron respingar
a Rachel.
Bueno, sólo tenía que permanecer en silencio, y…
—Doctora —llegó la voz de Mason, ahogada—, sé que está ahí, la he visto entrar.
Si no abre la puerta, la echaré abajo.
Rachel titubeó. Pero recordó la complexión física de Byron Mason; era un atleta,
un hombre fortísimo, de manos de hierro, enormes, velludas. Debía tener una fuerza
increíble, y aunque no consiguiese echar la puerta abajo iba a armar un escándalo
terrible. ¡Oh, sí, un hombre como él era capaz de hacerlo, sin duda alguna!
Abrió la puerta, pero sólo lo justo para asomar la cabeza.
—El consultorio está cerrado, señor Mason —murmuró.
Rachel captó enseguida el gesto de él, supo que iba a empujar la puerta. Intentó
cerrar rápidamente pero no llegó a tiempo. Una manaza de Mason se apoyó en la

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madera, y, simplemente, empujó. Fue como si Rachel no hubiese estado allí
intentando cerrarla. Mason entró, y cerró la puerta enseguida tras él.
—¡Señor Mason, su actitud…!
La misma mano que había empujado la puerta se movió velozmente hacia el
cuello de Rachel; los largos y fuertes dedos masculinos se cerraron allí como un cepo
de hierro; fue lo mismo que si una argolla acabase de ser colocada en el cuello de
Rachel. Esta palideció, abrió la boca dispuesta a gritar…
—Si intentas gritar, te rompo el cuello —susurró Mason.
La boca de Rachel quedó abierta, el grito murió en su garganta. Pareció que se
hubiese convertido en una pequeña masa tangible que tras rebotar en su paladar
regresase al fondo de su cuerpo, súbitamente congelado.
—Eso es —aprobó—. Calladita estás más guapa, y tienes más posibilidades de
seguir con vida. ¿Lo entiendes?
Rachel notó, con sorpresa, la caricia de un pulgar de Mason en su garganta.
—Eres muy bonita… —susurró Byron—. Ya te dije cómo me gustabas, ¿verdad?
O quizá no fue así cómo lo dije… Me parece que dije que estaba pensando en hacerlo
contigo. ¿Verdad que fue así?
—Sí… Sí.
—Pero no te gustó mi pene.
—Yo… yo… yo…
La idea explotó súbitamente en su cerebro. ¡Mason había ido al consultorio para
violarla! Sí, de eso se trataba. Quería hacer con ella lo mismo que había hecho con
otras.
—No te asustes. No he venido a hacerte daño. Sólo he venido a que me aclares
una cosa… Llevo dos días rondando por aquí, pero no había manera de encontrarte.
Sólo quiero hacerte una pregunta. Sólo una.
—Bueno, puede… puede hacérmela aquí…
—Muy bien —gruñó él, mirándola con estremecedora fijeza—. Dime: ¿tú has
matado a alguien alguna vez…?

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CAPÍTULO VIII

Rachel tuvo la sensación de recibir un golpe en la frente, que la empujó hacia atrás.
Palideció y sus manos subieron hacia su garganta, donde todavía persistía el calor de
los dedos de Byron Mason.
—¿Qué te pasa? —oyó su pregunta.
Rachel se llevó la mano a la frente. Mason la condujo hacia el interior del
consultorio, y cuando Rachel vino a darse cuenta estaba sentada en el diván; frente a
ella, en su silla, Mason la observaba detenidamente. Las posiciones se habían
invertido; parecía que la paciente era ella, y él psiquiatra.
—Lo has hecho, ¿verdad? —preguntó con un tono sorprendentemente amable
Byron Mason—. Has matado a alguien.
—Usted… usted está loco… —jadeó Rachel.
—Es probable —admitió él tranquilamente—. Pero si eso es así, tú también lo
estás, doctora. Para ser más claro, diré que tú me has contagiado alguna especie de
locura… ¡Sí, quizá voy a volverme loco, pero tú tendrás la culpa!
—Se… señor Mason, usted no… no sabe lo que dice, usted…
—Las manchas de sangre… —cortó él—. ¿Puedes decirme por qué estoy
encontrando por todas partes manchas de sangre desde que estuve aquí?
—¿Qué? —preguntó Rachel, mientras le parecía recibir un martillazo en la
cabeza.
—¡Las manchas de sangre! ¿Recuerdas aquellas manchas de sangre que había en
tu mesa?
—Si… Sí, sí, yo me… me había cortado…
—¡No es cierto! No sé lo que pasa contigo, ni lo que pasa conmigo, pero sé que
estás mintiendo… Y te diré por qué: porque en estos dos días estoy encontrando gotas
de sangre por todas partes, y eso no me había ocurrido nunca, hasta que estuve aquí.
Aquí, en esa mesa, me manché de sangre… A partir de entonces, veo sangre por
todas partes. ¡Y tú no estás allí, sangrando por corte alguno! No sé de dónde salen
esas gotas de sangre, ni se me ocurre imaginarlo. Lo que sí sé es que nunca antes me
había ocurrido esto. ¿Se te ocurre alguna explicación?
—No… ¡No!
—Escucha, no quiero ponerme violento contigo. Todo me iba bien, hasta que vine
aquí. Esto debe significar algo, ¿no te parece? ¡Piensa! ¡Busca alguna explicación! Y
quiero que me digas la verdad: ¿te habías cortado? ¡Quiero la verdad o te parto la
cabeza! ¿Te habías cortado?
—No… no, no…

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—Bien; Entonces, la sangre no era tuya.
—No…
—¿Alguna vez Mas matado a alguien?
—¡No!
—Entonces, si no era tuya ni mía… de alguien tenía que ser. ¿Puedes
comprenderlo tú?
—No, no, yo no… no comprendo… nada…
—Yo sí he matado —susurró Mason, y su transparente mirada pareció helarse
mirando a Rachel—. Sí, yo, he matado y más de una vez. ¿Puede ser eso? ¿Puede ser
que la sangre de mis víctimas caiga sobre mi cabeza? ¿Puede ser?
—No… Cla… claro que… que no…
—Entonces, ¿qué ocurre? ¿Qué me ocurre?
—No sé… ¡No lo sé!
—No me crees, ¿verdad? ¡No crees ni una sola palabra de lo que te estoy
contando!
—Bueno, es que…
—Sí, ya sé. Parece cosa de un loco… Un hombre loco, ¿no es cierto? Pero te
aseguro que veo gotas de sangre por todas partes. Aparecen de pronto en cualquier
sitio…
Byron Mason continuó hablando, pero Rachel dejó de oírlo. Es decir, sí oía su
voz, pero no la escuchaba, no podía prestarle atención. Estaba pensando en sí misma,
en las gotas de sangre que iba encontrando ella. ¿Cómo había podido empezar a
ocurrir esto? ¿Y cómo le había ocurrido también a Mason… en cuanto estuvo
relacionado con ella? ¿Era algo contagioso? ¿Se lo había contagiado ella a Mason?
Este había confesado que él sí había matado, y más de una vez. Igual que ella… Ella
había matado, asesinado más de una vez. Y de pronto, había empezado a encontrar
gotas de sangre. ¿Les ocurría o les iba a ocurrir lo mismo a todos los que habían
matado? Porque si esto era así, muy pronto del cielo comenzaría a llover sangre en
una abundancia aterradora, sobre cientos, miles de cabezas…
De pronto tuvo un pensamiento que le pareció revelador: ¿y si Mason estaba
mintiendo?
Poco a poco, Rachel fue apartando de su mente la posibilidad de que a Mason le
ocurría lo mismo que a ella, y afirmándose en la sospecha de que él la estaba
engañando, por lo que fuese. Mason era un hombre raro, muy raro…
Se sobresaltó una vez más al darse cuenta de que él había dejado de hablar y la
contemplaba con aquella fijeza estremecedora. Rachel parpadeó, su mirada regresó a
la realidad.
Mason sonrió torcidamente.
—No me estás creyendo, ¿verdad? —susurró—. No estás creyendo nada de lo
que te digo.
—Bueno, es que…

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—Ya sé que no es fácil de creer. Ni de comprender. Pero todo es cierto… Y
necesito tu ayuda. ¿Cómo podrías ayudarme? Puedes creer o no lo que te digo. ¡Pero
tienes que ayudarme! ¡No puedo pasarme el resto de la vida encontrando manchas de
sangre por todas partes!
—Señor Mason…
—Ya sé lo que haremos —cabeceó él, como convenciéndose a sí mismo—. Vas a
venir conmigo y…
—¡No! ¡No quiero ir con usted!
—Vendrás conmigo a mi casa —dijo él secamente—, ya lo creo que vendrás… o
te partiré el cuello como si fuese una paja para sorber refrescos.
Rachel sólo pudo mover los labios, y luego asentir con la cabeza.
Mason se puso en pie.
—Iremos en mi coche… ¡Vamos, muévete!
La agarró de un brazo y la puso en pie de un tirón. Luego la empujo hacia la
puerta. La cabeza de Rachel daba vueltas y más vueltas… ¡Claro que tenía que creer
a Mason! ¿Cómo no había de creerle, si a ella le estaba ocurriendo lo mismo? No, no
podía ser ningún truco de aquel hombre extraño… que había matado más de una vez.
Les ocurría lo mismo a los dos. Pero… ¿por qué sólo a ellos?
—¡Camina! —oyó junto a ella.
Lo miró.
—Será mejor para ti.
Salieron del consultorio, y Rachel cerró la puerta con llave. Se volvió, se
emparejó con Mason, y caminaron hacia el ascensor… De pronto, Byron Mason se
detuvo. Quedó como clavado al suelo, inmóvil. Rachel todavía dio un paso más, pero
se volvió enseguida a mirarlo. Se dio cuenta de la crispación en el anguloso rostro del
hombre.
—¿Qué le ocurre?
Mason se pasó la lengua por los labios. De pronto, Rachel se sorprendió a sí
misma al sentir deseos de reír. ¡Tenía miedo! ¡El gigantón de las manos enormes tenía
miedo! Aquel gesto, aquella mirada reluciente, la crispación en el rostro, la lengua
deslizándose sobre los labios… ¡Byron Mason tenía tanto miedo como ella misma!
Pero ¿de qué tenía miedo en aquel preciso momento?
Lo supo muy pronto, cuando Mason, lentamente, alzó el pie izquierdo, y mostró
la suela del zapato. Para entonces, Rachel había visto ya la oscura mancha húmeda en
el suelo. Luego, miró el zapato de Mason que lo miraba en silencio, sombrío.
—Quizá sería mejor que la limpiásemos —dijo.
Sin decir palabra, Mason sacó un pañuelo y lo restregó en el suelo, limpiando la
mancha de sangre. Luego, pisó con fuerza dos o tres veces, dejando otras tantas
manchas, cada vez más débiles, que también limpió. Cuando estuvo seguro de que no
quedaba rastro, dobló cuidadosamente el pañuelo, y lo guardo. La pregunta era
inevitable en la mente de Rachel: ¿a qué grupo de sangre pertenecían aquellas

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gotas… al de él o al de ella? ¿Habían aparecido aquellas manchas de sangre por culpa
de él, o por culpa de ella?
Mientras descendían en el ascensor, miró de reojo a Mason. Sí, el hombre estaba
asustado. O al menos, impresionado… Y de pronto, Rachel experimentó algo así
como una marea de júbilo que hizo girar su cabeza, que empapó todo su cuerpo. Un
júbilo intensísimo, que estuvo a punto de hacerla reír. Un júbilo basado en la
comprobación de que junto a ella iba una persona que tenía más miedo todavía. Una
persona a la que, si así le convenía después de estudiarla y analizarla como si fuera
una cobaya, podría matar tranquilamente. ¡Oh, sí, seguro que podría engañar y matar
a Mason!
Y este pensamiento, el de volver a matar, le produjo un denso, maravilloso,
mareante júbilo.

***

Finalmente, el viejo coche de Mason, que habían recogido en un estacionamiento


subterráneo cerca del consultorio de Rachel, se detuvo frente a una hilera de casas de
dos o tres pisos nada más. Era ya noche cerrada, pero Rachel sabía perfectamente
dónde se encontraban. Estaban en el Bronx, en la parte alta, prácticamente fuera de
los límites metropolitanos. Muy cerca, vio las luces de algunas embarcaciones que
navegaban por el Hudson River.
El brazo derecho de Byron señaló:
—Es en ese portal.
Mason se quedó mirándola intensamente. Apenas había luz en aquella calle, y,
hasta el momento, Rachel no había visto a nadie por allí.
Mason titubeó. Volvió a señalar.
—Será mejor que entremos ya.
Salieron del coche. Mason lo hizo precipitadamente, como temiendo que Rachel
fuese a echar a correr una vez fuera del vehículo, pero pronto tuvo que comprender
que ella no pensaba hacer tal cosa. Lo esperó al otro lado del coche, y luego
caminaron juntos hacia el portal, cuya oscuridad era increíble.
Mason sacó una pequeña linterna, y la encendió. El haz de luz, que parecía
mojado, se extendió hacia el fondo del vestíbulo. Había un tramo de escalones
ascendentes a la derecha. A la izquierda, un estrecho pasillo, al final del cual había
otro tramo de escalones, pero éste descendente.
La luz apuntó hacia el final Se este tramo.
Rachel se estremeció.
—¿Vive usted ahí abajo? —murmuró.
—Es un sótano. Baja, yo ilumino.
Bajaron los dos. A Rachel le pareció que los peldaños eran como de goma. Por un
instante, tuvo un ramalazo de miedo que la estremeció de nuevo, pero se repuso

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enseguida. Tenía mucho que ganar con aquella situación; sólo tenía que sobreponerse.
Si conservaba la serenidad, sería ella la que acabaría dominando a Mason… después
de obtener de él la información que la ayudaría a conocer lo que le estaba ocurriendo
a sí misma.
Oyó el girar de la cerradura. Supo que la puerta se había abierto al recibir un
contacto frío… ¡Tenía que ser horrible vivir allí!
—Pasa —oyó la voz de Mason—. Encenderemos la luz cuando estemos dentro.
Así nadie sabrá que he regresado.
Entró, oyó cerrarse la puerta. Luego, se encendió la luz. Miró hacia arriba, y vio
una simple bombilla sucia pendiente de un hilo que quizá había sido blanco, pero que
ahora era negro, y que parecía podrido.
Estaba en una pieza cuadrada que servía de recibidor y sala de estar. Los muebles
eran viejos, aunque no se veían demasiado sucios. No había en la pared ni un solo
cuadro, no había adorno alguno en parte alguna. No había libros, ni televisión, ni
radio… No había prácticamente nada de nada, salvo una mesa, algunas sillas, un
desfondado sofá, dos sillones… Oh, sí. ¡Había teléfono! Sorprendente en verdad, en
semejante sitio. Era un teléfono de pared, polvoriento, como olvidado.
—¿Vive usted solo?
La pregunta brotó en ella espontáneamente, sin saber por qué, ya que en todo
momento la impresión que había obtenido de Mason era que se trataba de un lobo
solitario, una persona poco apta para relaciones estables con otras personas. Era una
pregunta tonta, pero ya la había hecho. Bueno, sólo se trataba de esperar a que él
dijese que sí, que vivía solo, y asunto terminado.
—No vivo completamente solo. En cuanto a ti, no eres una visita: te quedarás
para siempre aquí conmigo.

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CAPÍTULO IX

Rachel miró sobresaltada a Byron Mason.


—Te he engañado, doctora.
—¿Me ha engañado? —tembló su voz—. ¿Quiere eso decir que no es cierto que
encuentre gotas de sangre…?
—¡Claro que es cierto! ¿Acaso no lo has visto tú misma? Pero eso ya no me
importa. Hace mucho tiempo que me sucede, y he aprendido a aceptarlo. En la
actualidad, casi me divierte. De todos modos, quiero que estés conmigo hasta que
encuentres una explicación.
—Pe… pero yo… no… no puedo asegurarle que… que encuentre esa
explicación… ¡Y no va a retenerme aquí quizá durante semanas!
—¿Por qué no? Tú también encuentras gotas de sangre, doctora. Lo sé con
seguridad. ¿Y sabes por qué? Pues precisamente porque cuando yo manché de sangre
tu mesa, dijiste que te habías cortado tú antes. Eso sólo podías decirlo para ocultar la
verdad: eras tú quien estabas encontrando manchas de sangre. Estuve dos días
pensando, y finalmente me decidí a volver a por ti: estarás aquí, conmigo, para que
yo te estudie, y así estudiándote a ti, quizá llegue a comprender qué es lo que me pasa
a mí, y por qué.
Rachel volvió a sentir zumbidos en la cabeza. Había pensado engañar a Mason, y
resultaba que él había tenido la misma idea que ella. ¡La había llevado allí para
tenerla en observación…!
Emitió un ahogado grito, dio la vuelta, y se precipitó contra la puerta, intentando
abrirla. Pero Mason no sólo la había cerrado con llave, sino que fue más rápido que
ella. Ni siquiera dejó que diese el segundo paso; la agarró por la cintura con ambas
manos, y giró, manteniéndola en alto, como… como si fuese una muñeca.
—¡No hagas tonterías! —rió, manteniéndola en alto—. ¡Sólo saldrás de aquí
cuando yo quiera! Y será mejor para ti que te comportes dócilmente, o tendré que
castigarte. ¿De acuerdo?
—Señor Mason… ¡Señor Mason, por favor, por favor… déjeme marchar! ¡Por
favor!
—Te estás poniendo histérica… ¿Quieres que te tranquilice con una buena paliza?
Y podrás gritar cuanto quieras, porque nadie te oirá. Así que tú dirás: ¿te tranquilizas
o te tranquilizo yo a golpes?
Rachel cerró los ojos, y su cabeza cayó blandamente sobre el pecho. Sí, él tenía
razón: tenía que serenarse. Porque sólo así, serena, fríamente, encontraría una

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solución para escapar. Si perdía los nervios, o si él le rompía algún hueso de un golpe,
todo sería muchísimo peor.
Abrió los ojos y miró a Mason.
—Está bien —musitó—. Creo que conseguiré… dominarme.
—Eso me gusta más —sonrió él—. Ven, te enseñaré a mis otros invitados.
—¿Invitados…?
—Ven —volvió a reír Mason, tras acabar de quitarle el abrigo.
La tomó de un brazo y la condujo hacia la entrada al pasillo. Allí, encendió una
luz: otra bombilla que pendía solitaria y tenebrosa del techo del pasillo, más o menos
en el centro. A la derecha, todo el pasillo era pared. A la izquierda se veían tres
puertas.
Mason abrió la primera, y señaló hacia dentro tras encender la luz.
—¿Ves?, el dormitorio. Aquí duermo yo.
Cerró la puerta. La idea pasó como un relámpago de miedo por la mente de
Rachel: ¿dónde iba a dormir ella? Bueno, había otros dos cuartos, así que…
Mientras pensaba esto, se dio cuenta de que pasaba de largo frente a la segunda
puerta. Sobreponiéndose, preguntó:
—¿Y esta puerta?
—Olvídala.
—¿No es otro dormitorio?
—Te digo que la olvides. Y no se te ocurra entrar ahí en un descuido mío,
¿entiendes?
—Sí… Sí.
—Bien. Vamos al cuarto de los demás invitados. ¡Ahí es donde paso mis mejores
horas, ya verás!
Llegaron a la última puerta. Mason la empujó, metió un brazo, y la luz se
encendió. Hizo un gesto con la barbilla, y Rachel entró en aquella pieza. Lo primero
que vio quizá por su relativa blancura no poco amarillenta, fue una ducha, y junto a
ella un inodoro; junto a éste, un lavabo, sobre el cual había un sucio espejo
rectangular… Pero no era el cuarto de aseo propiamente dicho, porque era muy
grande… y había otras cosas, además de los servicios higiénicos.
De pronto, a través de los alambres, Rachel vio el par de pequeños ojos como
luminiscentes fijos en ella. Su mirada estaba abarcando de un modo global todo lo
que había frente a ella: mesas, y sobre éstas, varias jaulas de alambrada metálica.
Desde una de las jaulas, aquel par de ojos luminiscentes la estaban mirando…
Y de pronto, tuvo la sensación de que toda su sangre se congelaba, y que sus
cabellos se convertían en alfileres clavados en su cabeza. El repeluzno fue tal que casi
se mareó. Pero su cabeza sólo giró una vez, como envuelta en frío, y sus ojos
recuperaron la visión de aquellos otros que la miraban desde dentro de la jaula. Sentía
el rostro helado, su boca se había desencajado.
Una rata enorme la estaba mirando a ella desde dentro de la jaula de alambres.

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Reaccionando por fin, dio un grito, describió media vuelta, y se precipitó hacia la
puerta. Pero chocó con el pecho de Mason, que la sujetó por los brazos fuertemente.
—¿Qué te pasa? —gruñó—. ¡Es sólo una rata de cloaca! ¿No te gustan las ratas?
Bueno, tengo otros invitados, ya verás… Mira, ¿te gusta más éste? ¡Mira qué lindo
pajarito!
La colocó bruscamente ante otra jaula, dentro de la cual, en efecto, había un
pájaro. Un pájaro vulgar, muy flaco, de plumaje oscuro, como mojado, que
permanecía inmóvil en su barrita de madera. En contraste con su cuerpo, sus ojos
parecían enormes. Eran negrísimos, y parecían espejos… Espejos opacos. Rachel
había visto muchos pajarillos de aquéllos, pero nunca les había prestado atención. Le
habían parecido alegres y simpáticos, simplemente. Sin embargo, el que estaba
mirando ahora le pareció siniestro.
Mason tiró de su brazo, y se encontró delante de otra jaula, dentro de la cual
había… ¡una tortuga! Sí, era una tortuga, que debía estar durmiendo, quizás
aletargada; como era invierno… Luego, se encontró frente a otra jaula, dentro de la
cual había un gato. Un gato escuálido, de sucio pelaje negro y ojos verdosos,
relucientes por la furia, que exteriorizó soltando un bufido e intentando sacar una
zarpa por entre los alambres. Mason rió divertidísimo.
—¡Está enfadado! —exclamó—. ¡Me parece que no le gusta mucho ser invitado
mío! Aunque no es propiamente un invitado… ¡No te puedes imaginar lo que me
costó meterlo en la jaula! Aunque a decir verdad, quienes me han dado más trabajo
han sido las ratas… ¡Quizá por eso me he dedicado más a ellas que a cualquier otro
invitado!
Fue hacia el lavabo, y de allí, del hueco, tomó un enorme cuchillo, que alzó para
examinarlo atentamente. El mango era de madera, grande y sólido, y la hoja debía
medir no menos de cuarenta centímetros.
—Sí, ya está limpio —dijo Mason—: se puede utilizar de nuevo.
Rachel permanecía inmóvil. No podía moverse. Sólo movió la cabeza siguiendo
la marcha de Mason, que se acercó a una jaula de las ocupadas por ratas, colocó
verticalmente el cuchillo, y lo introdujo de pronto, con fuerza, por entre los alambres,
hacia abajo… La punta del cuchillo rozó el cuerpo de la rata, que se desplazó con
velocidad. Byron Mason emitió una risita, sacó el cuchillo de entre el enrejado
metálico, y volvió a meterlo, de nuevo encima del cuerpo de la rata…
¡HHHHIIIIIIIIIIIICCC…!, chilló el animal, volviendo a desplazarse rápidamente
dentro de la reducida jaula.
En el aire quedaron como flotando sólo para los ojos de Rachel Porter los rojos
reflejos de las gotas de sangre que habían brotado del cuerpo de la rata. Mason reía, y
estaba metiendo de nuevo el cuchillo…
¡HIIIIIIIICCCC…!
Hubo más salpicaduras de sangre.

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Eran como rojas luces que se encendiesen y se apagasen enseguida. La rata seguía
chillando, y Mason reía… Una bola como de hielo amargo subió desde el fondo del
estómago de Rachel, llegó a su boca, y allí estalló… No, no debía ser una bola, sino
una burbuja llena de algo amargo que se extendió por la boca de Rachel, y apareció,
deslizándose, por una comisura.
¡HHHIIIIIIIIIIICCC-híiiicccc-híiiiCCCCC…!
—No creas que es fácil matar una rata, aunque esté aquí encerrada, ya ves —le
llegó, remota, la voz de Byron Mason—. Al principio me enfurecía, y comenzaba a
sablazos a toda prisa por entre los alambres, pero pronto me di cuenta de que era más
divertido así matándolas poco a poco… ¡Fíjate cómo intenta escapar, y con qué odio
me mira…!
¡HHHIIIIIIIIIIICCC-híiiicccc-híiiiCCCCC…!
Otra burbuja helada y amarga.
—Je, je… —reía Mason—. ¡Mira, mira, cómo quiere escapar, cómo quiere
romper los alambres con los dientes! ¡Ah, sí escapase ahora seguro que se lanzaría
contra mí…! Pero no escapará. ¡Cada día me gusta más matar, aunque sea ratas! Y
cuando no me parece prudente salir a matar una persona, me distraigo aquí abajo…
¡Mira, mira!
¡HíilICC…!
Esta vez, la burbuja debió ser enorme, porque Rachel la notó ascender con más
dificultad, como si el camino fuese estrecho hasta la boca. Sí, debía ser una burbuja
enorme, pero llegó a la boca, y estalló, como las otras. Rachel emitió un sonido como
de animal, se estremeció bajo el impulso de la violenta arcada, y se inclinó hacia
adelante, lanzando una bocanada de bilis. Luego, lentamente, mientras su cabeza
describía lentísimas vueltas en un ambiente insólitamente helado, Rachel fue cayendo
de rodillas, y por último puso las manos en el suelo, y el rostro sobre ellas,
manchándolas de bilis.
Ni siquiera se dio cuenta de que caía de lado, finalmente.

***

—¡Mira!
La voz llegó de alguna parte lejana. Abrió los ojos del todo, tras otro lento aleteo
de los párpados, y vio ante ellos una mancha oscura… Estiró los párpados, estirando
y bajando el labio superior y bajando la barbilla. La visión se aclaró.
—Conseguí matarla, naturalmente —llegó la voz, ahora de más cerca.
Se quedó mirando la rata muerta. Vio la mano que la sujetaba por la base de la
cola. Una mano grande, poderosa, velluda. La rata tenía los ojos abiertos. Todo el
cuerpo, el áspero y repugnante pelaje, estaba manchado de sangre.
—Bueno, bueno, no te pongas así… ¡Es sólo una rata! ¿Te gustará comértela o
prefieres que la tire?

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Rachel emitió agudos grititos histéricos, encogiéndose más y más, hasta lo
inverosímil. Apretaba los párpados con fuerza, y se arañaba el rostro. En sus uñas
quedaron unas gotitas de sangre. De auténtica sangre propia.
—Me parece que quieres que la tire. De acuerdo. Haz el favor de no ponerte
histérica, ¿quieres? Si no quieres rata, cenaremos cualquier otra cosa. Veré lo que
tengo por ahí.
Se fue calmando. Oía el rumor de Mason yendo de un lado a otro. Lo oyó a su
lado.
—Toma.
No se movió.
—¿No quieres? ¡Te aseguro que no es carne de rata!
Rachel se encogió más, si ello era posible.
—Muy bien, cenaré solo. Si luego tienes hambre, ya me lo dirás.
El sofá se movió. Oyó el sonido de Mason masticando… Eso era todo lo que oía.
Luego, percibió el olor a tabaco. Sintió de nuevo náuseas. Tenía frío el rostro.
—¡Bueno! Vamos a hacerlo ahora, ¿eh?
No entendió.
No, no entendió. ¿Hacerlo? Hacer, ¿qué?
—¿No me has oído?
¿De qué estaba hablando Mason? ¿Qué era lo que quería hacer?
Notó el contacto en un hombro.
—Vamos a la cama. He encendido la estufa…
La cama. La estufa. Vamos a la cama…
Abrió de pronto los ojos, y gritó:
—¡No! ¡No!
Byron Mason la estaba mirando con un gesto de sorpresa. De pronto, frunció el
ceño.
—Mañana empezaremos con tu trabajo para ver qué solución encontramos a lo de
las gotas de sangre. Esta noche ya es suficiente, vamos a descansar.
—¡No!
—Será mejor que no me hagas perder la paciencia, doctora.
—No… No quiero, no quiero… ¡NO QUIERO!
El ceño de Mason se frunció más. De pronto, alargó una mano, asió la ropa que
cubría el pecho de Rachel y dio un tirón. La tela se rasgó, fue arrancada. Rachel lanzo
un grito, y se ocultó con las manos la gran porción de pecho que se veía por el
desgarrón. Entonces, Mason agarró el borde de la falda, y tiró. Tenía una fuerza
descomunal… La ropa fue arrancada, Rachel bajó las manos hacia sus muslos, sin
dejar de gritar. Mason asió los sujetadores, y dio un violentísimo tirón que hizo caer
del sofá a Rachel. Esta quedó de rodillas en el suelo volviendo a ocultar su pecho.
Casi completamente al descubierto ya, sólo con algunos jirones de ropa por los

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hombros… Miró con expresión desorbitada el destrozado sujetador, que colgaba de la
mano de Mason.
Abrió la boca para gritar otra vez, pero Mason saltó sobre ella, y la derribó. Su
boca cayó como un impacto brutal sobre la de Rachel, ahogando el grito, y su cuerpo
aplastó el de la muchacha contra el suelo. Era un beso horrendo, repugnante, horrible,
asqueroso… Rachel tuvo la sensación de que su cabeza era un tambor que sonaba
fortísimamente. Dentro de su boca notó la lengua de Mason, buscando la suya. ¡Oh,
no, no, no…!
Apretó los dientes, atrapando entre ellos la lengua de Mason, y el alarido de éste
estalló dentro de su boca, y pareció extenderse a todo el cuerpo, hinchándolo un
momento como si fuese un globo. Pero mientras experimentaba esta sensación,
Rachel empujó a Mason sabiendo por instinto que era el momento de hacerlo.
Consiguió apartarlo de encima suyo, echarlo a un lado, oyendo sus maldiciones.
Se pusieron los dos en pie casi al mismo tiempo, quizá con una ligera ventaja para
Rachel, que se lanzó hacia la entrada del pasillo, llevando en sus ojos la imagen de
los de Mason, relucientes de furia, y su mano en la boca…
Pero enseguida oyó las pisadas de él acercándose por detrás… Pasó delante de la
puerta del dormitorio, pero a toda prisa, evitando tan siquiera pensar en entrar allí
para encerrarse. ¡No quería entrar en el dormitorio, no, no, no! Llegó ante la segunda
puerta, puso la mano en la manilla, y la movió hacia abajo, pero la manilla no
cedió… En el momento en que comprendía que aquella puerta estaba cerrada con
llave, oía el resoplido de Mason a su lado. Quiso continuar corriendo hacia el fondo
del pasillo, pero las manos de él la agarraron por un brazo y los cabellos, rudamente.
—¡Te gusta jugar, ¿eh?! ¡Pues muy bien, vamos a jugar tú y yo!
La soltó el brazo, y sujetándola por los cabellos como si quisiera tenerla
suspendida, le aplico un tremendo bofetón en pleno rostro.
—¡Ya lo creo que vamos a jugar! ¡Y nos vamos a divertir en grande los dos!
Recibió un golpe en el estómago que casi la dejó sin sentido, y quedó,
efectivamente, colgando de la mano con la que Mason la sujetaba por los cabellos.
Pero ya no estaba de pie sino tumbada… Él la estaba arrastrando por el pasillo, hacia
la última puerta. El zumbido dentro de la cabeza de Rachel se iba atenuando
lentamente…
Mason abrió la puerta del cuarto de los «invitados», y tiró del cuerpo de Rachel,
metiéndolo dentro. Cerró la puerta de un puntapié, y luego aplicó otro puntapié al
costado de Rachel.
—¡Vamos a divertirnos todos! ¡Unos mirando, y los otros haciéndolo!
Cayó de nuevo sobre ella. Rachel se debatió, pero otra vez aquella boca de cepo
se apoderó de la suya, y esta vez no utilizó la lengua. Sólo estaba besando y
mordiendo sus labios. Notaba, las manos de él en su cuerpo, por todas partes…
Byron Mason resoplaba y jadeaba con tal fuerza que de nuevo tuvo Rachel la

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sensación de que era un globo que iba a ser hinchado; el aliento de él entraba en ella
como un viento ardiente y furioso.
Había intentado mantener los muslos juntos, pero era del todo inútil; estaba
luchando con un ser que, por lo menos, la triplicaba en fuerza física. Mason no tuvo
la menor dificultad en colocarse entre sus muslos tras arrancar las braguitas de un
tirón… Rachel abrió la boca para gritar otra vez, pero el grito se ahogó, se convirtió
en un hondo gemido cuando notó la súbita presencia de él en su sexo. Aterrada,
desorbitados los ojos, notó acto seguido, con horripilante potencia, la entrada de él,
con cierta dificultad que le produjo dolor. Recordó súbitamente el pene de él, que
había visto en su consultorio… ¡Aquel enorme pene que él había mostrado agitándolo
groseramente! ¡Aquella enormidad estaba ahora entrando en ella, la estaba
lastimando, la iba a matar…!
¡Estaba siendo brutalmente violada!

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CAPÍTULO X

—No ha sido tan malo, después de todo, ¿verdad?


Hacía ya rato que Rachel había dejado de luchar. Su mirada había regresado del
supuesto infinito. El hombre todavía estaba sobre ella y dentro de ella.
Le dolía.
—Esto es sólo el principio —oyó encima de ella la voz de Mason, y notó la
tensión de sus músculos abdominales al hablar—. Tú dirás si prefieres que sigamos
aquí o en la cama. Todo puede ser mejor para ti si te muestras razonable.
Rachel asintió, sin darse cuenta. Por supuesto, sabía ya que era inevitable que él
hiciera lo que quisiera con ella. Entonces, ¿por qué sufrir? ¿Por qué estar allí con las
ratas, si de todos modos no podría evitar nada?
—Sí.
—Muy bien.
Lo notó salir. Fue una sensación terrible, de súbito y gélido vacío espantoso.
Mason la ayudó a ponerse en pie, salieron del cuarto de los «invitados» y fueron al
dormitorio. Él la dejó en pie junto a la cama.
—Será mejor que termines de desnudarte —rió.
—Sí.
Se quitó los jirones de ropa que el frío sudor parecía adherir a su cuerpo. Quedó
completamente desnuda ante él, que la contemplaba con ojos relucientes.
—Qué hermosa eres —susurró—. ¡Qué hermosa eres por fuera, doctora!
Ella no dijo nada. Simplemente, lo miraba. Él también se desnudó
completamente, y Rachel reparó, sin sorpresa alguna, en su magnífico cuerpo de
atleta bien musculado, no demasiado velludo. En circunstancias normales le habría
parecido un ejemplar admirable, un amante formidable, fuerte, tenaz.
—Ahora lo haremos de otro modo —dijo él—. Nos acariciaremos dulcemente.
¿Te parece bien?
—Sí.
Byron Mason se acercó y le acarició los pechos y los hombros. Rachel miró las
velludas manos. Vio que se detenían sobre los pechos, y alzó la mirada. Él la estaba
mirando fijamente.
—Acaríciame tú también a mí —exigió Mason.
Rachel obedeció.
Poco después, comenzó a perder la noción del tiempo. Ya no sabía cuánto tiempo
llevaba en brazos de Byron Mason, complaciéndole en todo cuanto él quiso pedirle.
En todo, absolutamente en todo. Pero ya todo le parecía natural, incluso lo incansable

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del temperamento de él. Una y otra vez, aparte de otras cosas, la poseyó
vigorosamente, la besó, la acarició de todos modos, evidentemente muy satisfecho de
la docilidad, de la obediencia de ella en todos los aspectos. Finalmente, sucedió lo
que parecía que nunca iba a suceder: Mason se dio por satisfecho.
—Dormiremos ahora —dijo—. Te has portado muy bien. ¿Estás cansada?
—Sí… Creo que sí.
—Bueno, ahora descansaremos. Ponte aquí, conmigo… Así. Muy bien. Duerme,
doctora.
Él la había abrazado, la había atraído hacia sí, como cobijándola en su cuerpo
poderoso. La estaba abrazando suavemente, como si quisiera asegurarse de que no
iba a marcharse, a desaparecer. Todavía acarició un poco sus pechos, sus caderas…
De pronto Rachel se dio cuenta de que Byron Mason se había dormido
profundamente, teniéndola abrazada. Ella tenía una mejilla sobre un hombro, y un
pectoral de él. Notaba sus brazos alrededor de su cuerpo. Por encima de su cabeza oía
su lenta, pausada, profunda respiración de animal sano, fuerte, satisfecho. Ante sus
ojos veía el vello del pecho del hombre.
Parpadeó.
Sí, todo debía ser un sueño. Todo desde el principio, esto es., desde que vio la
primera gota de sangre en la portezuela del coche al ir a recogerlo al taller. Un sueño,
eso era. Desde el principio. Seguramente, todavía estaba durmiendo desde que se
acostó la noche anterior al día en que tenía que ir a recoger el coche al taller.
Decididamente, estaba soñando.
Pero era un sueño que duraba ya demasiado.
Demasiado.
Oía el lento latir del corazón de Mason. Tenía un corazón de atleta. Se entretuvo
contando las pulsaciones, pero al no tener un cronómetro a mano no pudo saber a
ciencia cierta cuántas tenía por minuto. De todos modos, no podían ser más de
cincuenta. ¡Cincuenta pulsaciones por minuto! Todo un atleta. Claro que había quien
tenía aún menos, pero no era corriente. Cincuenta pulsaciones era magnífico.
Significaba que el corazón era fuerte, que bombeaba despacio y poderosamente, que
no se fatigaba.
¿Cuántas pulsaciones debía tener ella? Intentó escuchar su propio corazón, pero
no lo consiguió. Solamente oía el de él; era natural, ya que tenía un oído sobre su
pecho. El de él sí lo oía muy bien: bom-bom, bom-bom, bom-bom…
¿Por qué no oía el de ella?
¿Estaba muerta?
¿O estaba soñando?
Bom-bom, bom-bom, bom-bom, bom-bom, bom-bom…

***

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Cuando despertó, se encontró sola en la cama.
Estuvo un par de minutos sin moverse, pensando, recordando.
Se movió, y enseguida notó el dolor en el sexo, y en las ingles.
De nuevo se movió, cautelosamente, para sentarse en la cama. Otra vez notó el
dolor, y otra vez se estremeció al recordar todo lo sucedido con Mason. Consiguió
sentarse en el borde de la cama, y sólo entonces vio las manchitas de sangre en sus
muslos. ¡Aquella bestia salvaje la había lastimado tanto que…!
Pero no.
También vio gotitas de sangre en sus blancos y hermosos pechos erguidos, listo la
sorprendió. Su sensación era de que tenía que estar ya arruinada físicamente, ajada,
blanda, lacia. Sin embargo, sus pechos seguían igual, blancos, hermosos, turgentes.
Los pechos que Mason había tocado, besado, babeado… y en los que ahora veía
gotitas de sangre. También había gotitas de sangre en la cama. Pocas. Se llevó una
mano al sexo y hundió dos deditos en la vagina. Luego, los miró. No, la sangre no
procedía de allí. Bueno, ya sabía de qué iba…
Oyó el leve rumor y a los pocos segundos. Mason apareció en la puerta. Todavía
estaba desnudo. Llevaba en las manos una toalla humedecida.
—Ah, te has despertado —murmuró—. Bueno, mejor. Yo ya me he limpiado.
Parece que ha llovido mientras dormíamos —rió.
Se acercó a ella, y comenzó a frotar con la toalla mojada las gotitas de sangre.
Rachel no se movió. Dejó que él la fuese limpiando. Lo hacía con cuidado,
delicadamente, como temiendo lastimarla. ¡Qué hombre tan curioso…! La noche
anterior (o cuando fuese, porque no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado) la
había violado, luego había usado y abusado de ella a su antojo… y ahora le estaba
limpiando la sangre con delicadeza, casi se diría que afectuosamente…
Quizá fuese éste el camino. Rachel sabía ya que si él no quería ella no saldría de
allí… nunca. En cambio, si se ganaba su confianza, su afecto, quizá sí podría
engañarlo, aunque le llevase tiempo. Eso era lo que tenía que hacer: actuar con
astucia, con inteligencia, sin dejarse llevar por los impulsos.
—¿Tienes apetito? —dijo Mason.
Rachel sintió el barrunto de la burbuja fría y amarga, pero se sobrepuso con un
esfuerzo.
—No demasiado… Esperaré a más tarde. ¿Qué hora es?
—No tengo ni idea; se me ha parado el reloj, o se ha estropeado. Si quieres
lavarte y arreglarte un poco, puedes ir al lavabo.
—¿Acaso no estoy bien así? —preguntó.
—Por mí, sí.
—¿Estaremos desnudos todo el tiempo?
—Puedes hacer lo que gustes. Desde luego, no creo que tus ropas hayan quedado
aprovechables… Pero quizá te las puedas arreglar con algunas mías. Si te interesa,
busca tú misma en el armario. Yo voy a preparar algo de comer. Estaré en la sala.

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—Bueno.
Cuando Rachel apareció en la sala, Mason ya estaba comiendo. Se quedó
mirándola con expresión divertida y amable. Ella llevaba sus zapatos de tacón alto, y,
por toda indumentaria en el cuerpo, una camisa de él, que le llegaba más abajo de la
línea del sexo, de modo que éste quedaba oculto.
—Estás graciosa —sonrió Mason.
—Lo supongo.
Se sentó junto a él en el viejo sofá, y tras mirar la bandeja, tomó uno de los
emparedados. El pan estaba algo seco, pero ya no le importaban los detalles. Tenía
que comer, y actuar con inteligencia, paciencia y astucia en todo. De este modo,
quizás tardase días en poder confiar lo suficiente a Mason para engañarlo, del otro
todo lo que conseguiría sería que él la fuese violando y la vigilase constantemente.
Claro que, en un momento u otro, él tendría que salir, aunque sólo fuese a comprar
víveres, o tabaco…
—¿Cuándo viste las gotas de sangre por primera vez? —preguntó de pronto
Mason.
—Hace unos pocos días —lo miró serenamente—. En la portezuela de mi coche.
¿Y tú?
—Yo hace ya más de tres años que las veo —Mason quedó un instante con la
mirada perdida—. Las primeras las encontré en el espejo del cuarto de bario por la
mañana cuando fui a afeitarme…
—¿Qué pensaste?
—No sé. No recuerdo… Creo que no pensé nada concreto… Seguramente, que el
día anterior me había cortado al afeitarme.
—¿Te afeitas con hoja?
—Sí… Dos días después, encontré una gota en el reloj de pulsera. Estaba
esperando un taxi, tenía prisa… Miré la hora, y vi la mancha roja. Aquella misma
noche, cuando llegué a casa, encontré varias gotas en la puerta…
—¿Vivías solo?
—Sí. Hacía un par de años que me había divorciado.
—¿Por qué?
—Mi mujer no podía… soportar mi manera de ser. Ahora sé que tenía razón. A
mí me gustaba criar palomas, patos… Al principio ella protestó un poco, pero no le
dio más importancia. Empezó a sentirse molesta, cuando yo comencé a matar a los
bichos para comerlos. Me dijo que era un sádico. A partir de aquel momento, las
cosas comenzaron a ir mal entre nosotros… sobre todo, porque yo no estaba
dispuesto a dejar de matar patos. Era divertido —sonrió ceñudamente—. Un día
cuando llegué a casa, ella se había marchado, dejándome una nota en la que me decía
que me enviaría a su abogado para tratar del divorcio. Bueno, al demonio con ella…
—Continuaste matando patos y palomos.

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—Claro. Hasta que no fue suficiente… Cuando vi las primeras gotas de sangre
hacía dos o tres semanas que había matado a una muchacha.
—¿Qué muchacha?
—Una que conocí en un bar. Era pelirroja. Bueno, estuvimos charlando unos
minutos, la invité… Era simpática. Reía mucho. Era verano, y ella llevaba algo así
como una blusa muy abierta, y se le veían casi completamente los pechos; unos
pechos salpicados de pecas, grandes, rotundos, espléndidos. Sus caderas también me
parecieron acogedoras: amplias, sólidas… Bueno, yo hacía tiempo que no iba con
ninguna mujer y la muchacha parecía mirarme con agrado. Quizá tenía dieciocho
años… Yo tenía treinta y seis, así que comprendí que la cosa estaba un poco
desequilibrada. Algunas personas nos miraban, y luego me miraban a mí con cierta…
guasa, o quizá con antipatía. De modo que salí del bar solo, tras despedirme de la
muchacha. Pensé que si la cosa era como yo había pensado, ella no tardaría mucho en
salir.
—¿Y fue así?
Mason asintió. Encendió un cigarrillo, y se quedó mirando el humo durante unos
segundos.
—Salió a los cinco o seis minutos —murmuró—. Yo ya estaba en el coche. La vi
caminar por la acera, me acerqué, y detuve el coche cerca de ella cuando estuvimos lo
suficientemente lejos del bar… La llamé, y en cuanto ella volvió la cara comprendí
que sabía que yo aparecería, y que no le parecía mal en absoluto. Subió al coche
enseguida. Bueno, fuimos a un lugar tranquilo en el campo, y allá hicimos el amor yo
qué sé cuánto rato, muchas veces…
—¿A ella le gustaba?
Mason soltó un bufido.
—Era una gatita caliente —masculló—. Lo pasó incluso mejor que yo. Le gustó
tanto que dijo que teníamos que volver a vernos. Yo le dije que ya estaba bien, y ella
pareció aceptar. Dos días más tardé, al salir de casa, la encontré en la acera… No sé
cómo supo dónde vivía yo, siempre he creído que lo consiguió gracias a la matrícula
de mi coche… Ella llevaba un «mono» blanco, de esos que se ponen las chicas para ir
en moto y cosas así. Cuando llegamos al sitio, se lo quitó, dentro mismo del coche.
No llevaba nada más. Yo no quería complicar las cosas, así que dije que bueno, que
lo haríamos también aquella vez, pero que fin, terminado. Estaba loca de deseos, dijo
que lo había hecho con muchos, pero que ninguno como yo… Cosas así. Bueno, fue
tremendo lo que llegamos a hacer dentro del coche. Cuando nos disponíamos a
regresar, me dijo que la próxima vez podíamos encontrarnos en mi casa, que sería
más confortable, más discreto, etcétera… Yo miré su garganta. Había dejado señales
de mis dientes. Y de pronto, se me ocurrió.
—¿Matarla?
—No sé. De pronto, tuve deseos de ponerle las manos en el cuello. Y lo hice.
Apreté un poco, y ella se echó a reír… Le parecía una broma. Cuando me di cuenta,

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la tenía muerta entre mis manos. Y lo peor era que me había gustado hacerlo.
—¿Qué hiciste con ella?
—La tiré a un lago cercano, con algunas piedras al cuello. Todavía debe estar allí.
Luego, he matado a otras. A algunas, después de violarlas… No puedo resistir que
una mujer se niegue a recibirme.
—¿Sólo has matado mujeres?
—No. También a algunos hombres… Creo que tres. Bueno, me fueron pasando
cosas raras… Lo de la sangre fue lo primero, y no tuve más remedio que dejar de
relacionarme con otras personas, por el temor de que cuando estuviese acompañado
aparecieran las gotas. Esto me llevó a una situación difícil. Había dejado mi empleo,
no tenía dinero… Bueno, un día paré a un tipo en una esquina… Una noche, quiero
decir. Le puse una navaja en el cuello, y le dije que sólo quería su dinero. El pobre
hombre se asustó, y me dio todo lo que llevaba encima. Luego, no sé por qué, en
lugar de dejarlo marchar, le corté el cuello… Me sentí bien, muy bien. ¿A ti te pasa lo
mismo?
—Al principio, no —negó Rachel, sorprendiéndose a sí misma con esta respuesta
—. Pero, realmente, la idea de matar no me desagrada en absoluto.
—¿Cómo lo hiciste? ¿A quién mataste?
—A un hombre. Era el marido de una clienta mía, una mujer irritable, neurótica…
Un caso agudo. Toda su obsesión consistía en odiar a su marido. Se llamaba Mariam
Carter… Me sorprendió que la señora Carter hubiese acudido a mi consultorio. Podía
haber ido a cualquier psiquiatra de más altura, ya que era rica. Llevaba joyas, se veía
que manejaba dinero… Bueno, el rico era su mando. Por lo que ella decía, llegué a la
conclusión de que era un hombre complaciente con ella, y generoso. Y sin embargo,
ella lo odiaba… ¡Vaya si lo odiaba!
—¿Por qué?
—¡Se sentía poseída en cuerpo y alma por el marido!
—¡Qué estupidez!
—Bueno, eso presenta muchos detalles… Pero vamos a dejarlo. Lo que importa
es que ella odiaba a su marido ferozmente. No hablaba de otra cosa, era una obsesión
terrible. Le pregunté si desearía verlo muerto, y eso la llenó de gozo. ¡Oh, si ella
tuviese valor para matar a aquel maldito…! Sin saber de momento por qué, la fui
sonsacando, la obligué a decir cosas terribles… que fueron quedando grabadas, desde
luego. Un día le dije a la señora Carter que se llevase unos polvos a su casa, y que la
tarde que ella y su marido estuvieran a solas, me llamase por teléfono. Me llamó tres
días más tarde, un jueves. Me dijo que ella y él estaban solos, y que tal como
habíamos convenido, me llamaba. ¿Por qué había pedido yo que me llamase en esas
circunstancias? Le dije que tenía que verter los polvos en una bebida: café, whisky,
coca-cola… Lo que fuese, cualquier cosa que ella y su marido fuesen a beber, y que
ella también debía beber. Tenía que dejar abierta la puerta de su casa, antes de beber.
Claro, me preguntó que por qué era todo aquello. Le dije que era una prueba

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psiquiátrica nueva que me disponía a hacer, y que, en todo caso, ella siempre saldría
beneficiada. Me dijo que ella y su mando tomarían un whisky a eso de las seis de la
tarde, cosa que casi siempre hacían y me aseguró que dejaría la puerta de la casa
abierta. Yo llegué, a pie, a eso de las seis y diez. Los encontré a los dos dormidos en
el salón. Le quité al señor Carter la chaqueta, le subí la manga de la camisa, y le
inyecté aire en la vena. Cuando la burbuja llegó al corazón se produjo el paro
cardíaco…
—¿Quieres decir que murió?
—Por supuesto.
Mason movió la cabeza con gesto admirativo.
—¡Vaya, tú sí que eres fina matando, doctora…!
—La violencia no me gusta. Y menos, cuando se utiliza contra mí.
—Ya —rió Mason—. Bueno, ¿qué pasó luego?
—Cuando la señora Cárter despertó, su marido ya comenzaba a estar frío. Yo le
había puesto de nuevo la chaqueta, todo estaba normal, salvo que el señor Carter
había muerto. Para no alargarlo, te diré que convencí a la mujer de que la culpable de
la muerte del marido había sido ella. ¿Por qué no me advirtió que su marido no podía
tomar narcóticos? Le dije que, desde luego, negaría que yo se lo había facilitado, y
que me creerían a mí, no a ella, sobre todo, contando con las cintas grabadas en las
que bien clara se oía su voz una y otra vez diciendo cuánto odiaba a su marido. Yo
podía decir que ella había simulado un accidente tomando menos dosis, pero que
había querido matarlo a él… Bueno, la convencí de que la culpable de la muerte era
ella, y le describí el triste futuro que le esperaba… Aunque, si ella se mostraba
razonable y generosa, podíamos arreglarlo. Y lo arreglamos.
—¿Cómo?
—Llamé a un médico… amigo mío, y le pedí que firmara un certificado de
defunción por colapso cardíaco. Pero antes, hice escribir a la señora Carter una
confesión sobre lo que había hecho. De modo que todos quedamos contentos…
menos el señor Carter, desde luego.
—No comprendo… ¿Qué ganaste con ello?
—La primera vez, es decir, con el caso de la señora Carter, gané dinero, ya que a
los pocos días la cité en mi consultorio para decirle que tenía intenciones de comprar
otro consultorio más… acorde con mi calidad profesional. Pero, claro, un consultorio
de propiedad era demasiado caro. ¿Podía ella «prestarme» doscientos mil dólares?
—¡La chantajeaste! ¿Te dio el dinero?
—Desde luego. Y todavía tengo su confesión, bien guardada.
—¿Utilizaste ese mismo sistema más veces?
—Cinco veces, hasta el momento.
—¿Siempre igual?
—Con ligeras variantes sin importancia. Y bien entendido que no siempre han
muerto hombres. En dos ocasiones los… accidentados han sido mujeres.

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—Y tú seleccionabas a los más adecuados, ponías en marcha el mecanismo… ¡y
luego a cobrar tras obtener la confesión firmada!
—Sí.
—Y tu amigo médico, venga firmar certificados de defunción por colapso.
—Así es.
Mason asintió con la cabeza, y murmuró:
—Debes tener mucho dinero…
—Mucho. A cada uno le he sacado no menos de doscientos mil dólares. Bien, si
necesitas alguna cantidad para salir de algún apuro importante… Por ejemplo, no
tienes que vivir en este lugar por más tiempo.
—¿Quieres decir que me prestarías dinero? —murmuró.
—Ni siquiera sería un préstamo. Los dos estamos en una situación extraordinaria,
Byron, de modo que pienso que a ambos nos será más beneficioso buscar ayuda en el
otro. Pero pienso que lo más importante y urgente es encontrar la respuesta a lo de las
gotas de sangre…
—¿Me regalarías cien mil dólares, por ejemplo? —cortó él, fija su idea en el
dinero.
Rachel tuvo que controlarse, tuvo que hacer un esfuerzo para no lanzar un grito
de alegría. ¡Lo tenía en sus manos, lo iba a tener muy pronto en su poder, y todo
gracias al dinero! ¡Al dinero, del que podría conseguir todo el que quisiera
chantajeando a sus… «clientes» o creando otros nuevos!
—Claro que te los regalaría —dijo, procurando parecer lo más natural posible—.
Pero eso puede…
—¿Cuándo y cómo me los darías?
—No entiendo por qué insistes tanto en eso, Byron, va te he dicho que es más
importante que nos centremos en lo de las apariciones de la sangre. Pero si te vas a
quedar más tranquilo, puedo darte el dinero cuando quieras. Y quizá mejor…
Podríamos marcharnos de aquí, a otro lugar confortable.
—¿Vendrías conmigo?
—Por supuesto.
—Enséñame el dinero. ¿Cómo es posible que yo no lo haya visto? Te he tenido
desnuda y…
—¡Pero qué cosas dices…! No tengo el dinero encima: tendría que extenderte un
cheque. Pero ni siquiera tengo el talonario en el bolso. Tendría que ir al consultorio a
buscarlo.
La expresión de él cambió, de astuta y desconfiada, a despectiva.
—Ya —dijo, sarcástico—. Ya, ya.
—Sé lo que estás pensando —sonrió ella—. Crees que intento engañarte. Pero no
es así: puedes ir tú mismo a buscarlo. Las llaves de mi consultorio sí las tengo. Hay
una pequeña caja fuerte en mi despacho, y dentro está el talonario, y algo de dinero,

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claro. Si quieres ir ahora mismo, te diré cómo se abre la caja. Yo te esperaré aquí.
Puedes dejarme encerrada con llave, si es que desconfías.
Mason se quedó mirando largamente a Rachel.
—Quiero más dinero —dijo de pronto Mason—. Quiero estar seguro de que
estarás conmigo hasta que hayamos conseguido librarnos de las gotas de sangre.
¡Quiero que me des todo el dinero!
—Pero, Byron, eso no es justo…
—¡Lo quiero todo! Cuando los dos nos hayamos liberado, lo repartiremos por
partes iguales. Pero hasta entonces, quiero tener yo todo el dinero. ¿Cuánto tienes?
—Bueno, he tenido gastos. He comprado un consultorio, una casa, un coche
nuevo… Cosas. Creo que me queda algo más de quinientos mil dólares.
—Quiero un cheque por quinientos mil. Y cuando lo tenga… cuando lo tenga
quiero que me lleves al banco, en mi presencia, y digas que has… realizado una
operación financiera, y que deben pagar sin dificultades de ninguna clase esa
cantidad. ¿Lo harás?
—Me dejarás —gimió Rachel—. ¡Sé que luego me dejarás, que te irás con todo
sin…!
—¡Yo no haré semejante cosa! —se puso en pie de un salto Mason—. ¡Es de ti de
quien temo una cosa así! Por eso quiero el dinero. Tú me gustas… Me gustas mucho,
lo hemos pasado muy bien… y seque intentarás curarme, porque de mi curación
dependerá la tuya, ya que a ambos nos ocurre lo mismo. Yo no quiero que nos
separemos hasta que todo esté bien, pero pienso que tú pretendes engañarme.
—No… No, Byron, no. ¡Te lo juro!
—¡Lo juras! —Mason soltó una carcajada—. ¡Qué estupidez! Pon el dinero en
mis manos, y luego yo sabré que puedo confiar plenamente en ti, y nos entenderemos
mejor. ¿Está claro?
—Está bien —se resignó Rachel—. Lo haremos como tú digas.
Byron Mason asintió. De pronto, fue adonde había quedado el abrigo de Rachel
cuando llegaron; buscó en los bolsillos la llave del consultorio, y, con ella colgando
de los dedos, se colocó ante ella.
—Ahora, dime cómo se abre esa pequeña caja fuerte.
La escuchó atentamente. Luego, asintió, con gesto sonriente, un tanto socarrón,
mientras señalaba hacia el pasillo.
—Te voy a dejar encerrada, pero no aquí, sino en el dormitorio, y atada a la cama.
En aquel cuarto, por mucho que grites nadie te oirá. Vamos.
Rachel no replicó. Fueron al dormitorio, y ella se tendió en la cama, a cuyos
barrotes metálicos la ató Mason por tobillos y muñecas utilizando alambre de una
jaula vieja. Antes se cercenaría Rachel las manos y los pies que conseguir soltarse.

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CAPÍTULO XI

Por supuesto, cuando quedó sola intentó soltarse las manos, pero no tardó en
comprender que era imposible. Sólo conseguiría lastimarse profundamente, en efecto.
¡Si hubiera podido soltarse, podría haber llamado a alguien pidiendo ayuda…!
Sí, pero ¿a quién? Truman estaba en Los Angeles… ¡Y debía estar muy
preocupado por ella! Quizá hubiese conseguido comunicarse con él. O podría haber
llamado a Lipold. O a Susan… No, no a ninguno de éstos. No hubiese podido pedir
ayuda, porque, ¿cómo habría explicado aquella situación?
Bueno, era inútil pensar en lo que habría hecho, puesto que nada podía hacer, de
modo que decidió relajarse y tomarse las cosas con calma. Recordó las cosas que
Byron le había explicado, y se estremeció. Era un asesino nato, una persona que
gozaba matando. ¿Le ocurría a ella lo mismo? Bueno, no como a él, pero la verdad es
que se sentía más… completa y realizada cuando disponía de la vida de personas
estúpidas. ¡Eran todos tan grotescamente estúpidos! Incluso Byron, por supuesto. A él
también lo engañarían. Y tenía que hacerlo pronto, porque no quería que le ocurriese
a ella lo mismo que a las mujeres que había matado…
Incluso era posible que el pobre Byron estuviese enfermo. ¡Habría sido un
auténtico paciente, desde luego! Byron sí que precisaba la ayuda de un psiquiatra, y
no aquellos bobos aburridos que acudían a tumbarse en el diván para contar una sarta
de tonterías.
Lo de la sangre.
¿Cómo podría explicarle a él lo de las gotas de sangre? ¿Y cómo podría
explicárselo a sí misma? La idea de seguir junto a Byron hasta encontrar una
explicación fue rechazada por su mente con fuerza. No podría soportar estar mucho
tiempo a su lado, en todo momento estaría temiendo que él le echase las manos al
cuello y la estrangulara.
«Encontraré la explicación —pensó—, pero será sola y para mí sola…».
Se quedó dormida superficialmente, pero tuvo varias pesadillas, en todas las
cuales Byron Mason la maltrataba. En una de ellas la violaba agarrándola por detrás
como hacen los perros. En otra, la estrangulaba con una mano, mientras con la otra le
acariciaba los pechos y el sexo. En otra, la había metido dentro de una jaula, y con un
cuchillo larguísimo la iba pinchando y cortando, y la sangre le brotaba como
pequeños surtidores, como potentes chorros, por distintos puntos del cuerpo. En otra,
Byron la obligaba a someterse a sus caprichos sexuales, y mientras ella estaba de
rodillas ante su vientre, él la iba pinchando con un largo tenedor de veinte púas o
más. En otra, la violaba de nuevo, ahora dentro de un coche cuyo interior estaba

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salpicado por miles de preciosas gotitas de sangre. En otra, la estaba penetrando
salvajemente, mientras una bandada enorme de ratas los observaba, y él decía que
luego se las comerían todas. En otra…
Despertó de pronto, sobresaltada.
Su respiración era agitadísima. Su cuerpo estaba empapado en sudor, la camisa de
Mason se adhería a la carne. Giró los desorbitados ojos alrededor. No, no había
manchas de sangre, ni nada nuevo, nada que pudiese inquietarla.
Cerró de nuevo los ojos, pero ya no se durmió. De cuando en cuando se
estremecía al recordar las pesadillas, y entonces abría los ojos, casi gritando. El sudor
se deslizaba ahora a chorros por su rostro. Hacía demasiado calor allí dentro, con la
estufa encendida. Pero no sudaba sólo debido al calor, sino a la angustia, sabía que
era esto lo que determinaba aquel sudor copioso y más bien frío…
Le pareció oír un golpe. A los pocos segundos, Mason apareció en la puerta.
Llegaba sonriente, muy satisfecho. Se sentó a su lado, en el borde de la cama, y la
miró con amable sorpresa.
—¿Qué te pasa?
—No sé… Estaba… estaba soñando cosas horribles…
—¿Relacionadas conmigo?
—No, no… con… con las ratas…
—Ah. Bueno, he encontrado algo de dinero, y el talonario —sacó todo de un
bolsillo interior de la vieja chaqueta, y algo tintineó. Rachel tuvo que hacer un
esfuerzo para no gritar al comprender de qué se trataba—. También he encontrado
estas llaves. ¿De dónde son?
—Son de… de un compartimento en las cajas de seguridad de mi banco; ya sabes,
una de esas cajas de alquiler en las que guardas cosas personales…
—Sí, sí. ¿Qué guardas tú en ellas?
—Sólo tengo una. Cosas sin importancia, recuerdos… Ya ni lo recuerdo.
Mason miró las llavecitas, asintió, y las guardó en un bolsillo, con gesto
indiferente.
—Bueno, voy a desatarte ahora, para que firmes el cheque, y para que llames al
banco. Iré a cobrar enseguida, y volveré aquí para tomar decisiones. Pensaremos…
Se interrumpió, estremeciéndose. Luego, lentamente, se llevó una mano a la
cabeza, y se tocó cuidadosamente con las yemas de los dedos, que acto seguido se
miró. Rachel también vio la mancha de sangre y miró sobresaltada hacia la cabeza de
Byron Mason. ¿Cómo era posible que…?
—Estoy harto de esto —gruñó él, limpiándose los dedos en la sábana—. Vamos a
hacer todo eso, y en cuanto tengamos el dinero buscaremos un sitio mejor. Doctora, te
lo advierto, como intentes jugarme una mala pasada… Bueno, ya me entiendes.
La desató, y luego le quitó la camisa empapada en sudor, y le entregó otra seca
que sacó del armario, aprovechando la ocasión para lanzar un lúbrico vistazo a su

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cuerpo blanco y turgente. Pero evidentemente, la mente de Mason estaba ocupada en
otras cosas bien distintas al sexo en aquellos momentos.
Fueron a la sala, y allá, Rachel firmó el cheque por quinientos mil dólares. Luego,
siguiendo las indicaciones de Byron, llamó a su banco, y pidió hablar directamente
con el director, al que puso al corriente de su decisión de retirar momentáneamente
casi todo su dinero para realizar una inversión especial sobre la cual había tenido una
información de primera mano pero, desde luego, en cuanto hubiese realizado la
operación iría a visitarlo para que él se encargara de la última parte de las
negociaciones…
Cuando Rachel colgó, Mason asintió, satisfecho y convencido.
—Lo has hecho muy bien, sobre todo la parte en que has insistido en que la
persona que irá a retirar el dinero goza de toda tu confianza, y que deben atenderle
enseguida y discretamente. Estoy seguro de que cuando llegue allí ya tendrán
preparado el dinero. Bueno, esta vez no voy a atarte a la cama, ni nada de eso. Me
limitaré a cerrar la puerta con llave. ¿Contenta?
—Estaré mejor que antes —sonrió Rachel.
—No sé si debería confiar en ti… Te advierto que es inútil que grites: nadie te
oirá, en este sótano.
—No gritaré, Byron. Te estaré esperando con el dinero, eso es todo. Y cuanto
antes vuelvas, antes podremos marcharnos los dos de aquí, a un sitio mejor, donde
buscaremos una explicación razonable a lo que nos sucede.
Mason la miraba todavía dubitativo, fijos sus ojos claros, como transparentes. De
pronto, miró hacia el teléfono, mostró otro leve titubeo, y acto seguido se acercó al
aparato, cuyo cordón arrancó de un fuerte tirón.
—Eso no era necesario —murmuró Rachel.
—Confiaré plenamente en ti cuando ya tenga el dinero. Lo siento.
Segundos después, Byron Mason abandonaba el sótano. Rachel oyó el crujiente
girar de la cerradura, accionada por él desde fuera. Luego, el silencio total.
Durante un par de minutos, estuvo inmóvil. Debía ser de día, puesto que Mason
iba al banco a retirar el dinero. No importaba si eran las diez de la mañana, o las dos
de la tarde. Tenía este margen de orientación. En cuanto a Mason, sabía que volvería.
Sí, iba a volver, estaba segurísima de ello, pues de otro modo, él no tenía que mostrar
tanta preocupación por lo que ella pudiera hacer, ni cerrar con llave ni arrancar el
teléfono. Le habría bastado estrangularla. Si la había dejado viva era porque tenía
intención de regresar.
Muy bien.
«Puedo encontrar la explicación de las gotas de sangre por mí misma, sin ayuda
de él, y para mí sola —pensó Rachel—. No podría soportar vivir con él, compartir su
vida aunque sólo fuese por unos días o unas semanas».
Se dirigió hacia el fondo del pasillo. Al pasar por delante de la puerta cerrada se
detuvo, y se quedó mirándola. ¿Qué debía haber allí dentro? Probó de nuevo la

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manilla, pero la puerta continuaba cerrada con llave; llave que, evidentemente, tenía
Byron Mason y que debía llevar siempre encima. ¿Qué podía haber allí dentro, en
aquella habitación?
Bueno, ya lo averiguaría. Ahora tenía cosas más importantes que hacer.
Continuó caminando hacia el fondo del pasillo. Se detuvo ante la puerta del
cuarto de los «invitados», vacilante. No le hacía ninguna gracia entrar allí, pero tenía
que hacerlo. Tenía que hacerlo.
Abrió la puerta, encendió la luz, y entró.
Su mirada fue directa hacia el lavabo. Rígidamente directa, evitando mirar las
jaulas. Se dirigió hacia allí, y se quedó mirando el gran cuchillo lavado. Era enorme,
realmente enorme. Lo tocó con un dedo, y se estremeció. Una cosa era clavar una
aguja en un brazo y otra cosa era clavar aquel cuchillo en un cuerpo… vivo y fuerte.
Pero, ciertamente, de ninguna manera iba a compartir con Mason el dinero que ella
había ganado. Podía hacerlo con Truman Norris, al que amaba, pero no con Mason.
Oh, sí, amaba a Truman, ahora estaba ya completamente segura. Ahora que de un
modo definitivo sabía que nada de lo que estaba ocurriendo en los últimos días tenía
que ver con Truman, y que éste, realmente, estaba en Los Angeles ignorante de todo,
lo amaba. Y no iba a perderlo por culpa de lo que pudiera hacer un sujeto como
Byron Mason…
Asió el cuchillo por el mango. Pesaba bastante, pero por supuesto que podría
manejarlo.
Sí, podría nacerlo.
Sabía que podría.
Con el cuchillo en una mano, se dirigió hacia la puerta. Al pasar esta vez junto a
las jaulas no pudo evitar echar una mirada. Vio el gato y las ratas… La tortuga seguía
igual, escondida en su caparazón, invernando o muerta. El pajarillo estaba caído en el
fondo de la jaula, como un diminuto y patético guiñapo. Se acercó, y se quedó
mirándolo. Ahora no le parecía siniestro… Patético, eso era. ¡Pobre animalito!
Rachel abrió la jaula, metió la mano dentro, y sacó el pajarillo. Estaba frío. Pensó
que debía haber muerto de hambre, pero no debía ser así, porque tenía comida y agua.
Se dio cuenta entonces de que una de las patitas del animal estaba entablillada con
hilo fino y una sección de mondadientes de plástico. Chocante. Chocante en verdad.
Por un momento se le ocurrió la idea de que Mason había encontrado al pajarillo con
la pata rota, caído en tierra, bajo la lluvia, y que lo había recogido para curarlo y
cuidarlo. Movió la cabeza. ¡Absurdo, simplemente absurdo! ¿Cómo podía hacer
semejante cosa un hombre como él? Absurdo.
Dejó al pajarillo en la jaula, recuperó de sobre ésta el cuchillo, y se dirigió de
nuevo hacia la puerta, observada con especial atención por el raquítico gato negro de
perversa mirada, pero que parecía tranquilo. También tenía restos de comida y agua
en la jaula… Chocante.

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Las ratas, no. Las ratas no tenían comida ni agua… ¡Qué tipo tan curioso el tal
Mason!
Salió del cuarto de los «invitados», y regresó a la sala echando otra mirada
intrigada y un tanto irritada a la puerta cerrada. Al demonio con ella.
Ya en la sala, dejó el enorme cuchillo sobre el sofá, y alzó la mirada hacia la
bombilla. Siguió lentamente el hilo eléctrico, hasta que éste se perdió en el techo. La
instalación era empotrada. Vaya, una pequeña complicación. Buscó por las paredes,
pero no lo encontró. Sí, estaba empotrado. De modo que se colocó frente al
interruptor, y se quedó mirándolo especulativamente.
—Me parece que sí podré hacerlo —dijo en voz alta.
Buscó su bolso, y revolvió en él hasta encontrar la pequeña lima para uñas, cuya
punta miró esperanzada. Sí, podría… Seguramente podría hacerlo.
Regresó ante el interruptor, y colocó la punta de la lima en la ranura de la cabeza
del tornillo, y entonces quedó inmóvil. Un enchufe. Tenía que haber algún enchufe
por allí, era lógico, casi inevitable…
Lo encontró medio minuto más tarde, en un rincón, a unos veinticinco
centímetros del suelo. Muy bien. Fue en busca del cuchillo, y comenzó a escarbar con
él, en la pared, junto al enchufe, hasta desprenderlo. Tiró de él, cada vez con más
fuerza, hasta arrancarlo. Era una lástima que la caja de los fusibles no estuviese
dentro del sótano. Se habría ahorrado mucho trabajo. Pero, en fin. Fue tirando con
fuerza del tubo «Bergman» en cuanto éste apareció. ¡Qué instalación más antigua! La
húmeda pared cedía fácilmente, caían trozos de yeso arrancados por sus tirones del
conducto eléctrico. Y fue así como llegó hasta la conexión con la sección de hilo que
iba hacia el techo. Perfecto.
Rompió el tubo «Bergman» dejando al descubierto el doble hilo forrado de negro.
Separó bien ambos hilos, y luego, con el cuchillo, peló bien unos diez centímetros de
uno, y acto seguido del otro, procurando no tocar ambos a la vez, ni que se tocasen
entre ellos una vez el cobre al descubierto. Finalmente, dos secciones de unos diez
centímetros de cada hilo quedaron al descubierto. Envolvió uno con un trozo de su
vestido arrancado por Mason, y dobló el otro, puso allí el filo de un cuchillo, y dio un
tirón. El hilo fue cortado. La luz se apagó en el sótano. ¡Qué tontería, ni siquiera tenía
por qué haber pelado los dos hilos, habría bastado que lo hiciese con uno…! Bueno, a
fin de cuentas ella no era electricista. Aunque lo estaba haciendo bien.
Tanteó con cuidado, encontró el hilo partido, y unió las puntas cortadas. La luz se
encendió. Separó las puntas, y la luz se apagó. Volvió a juntarlas, y la luz se
encendió. ¿No era fantástico? ¿Cómo habría inventado el hombre la electricidad?
Bueno, de inventar nada: la electricidad ya estaba en el universo quizá antes que el
Hombre. ¿Cómo la había des cubierto éste? ¿Qué era la electricidad?
Dejó en contacto los extremos del hilo, y fue a sentarse en el sofá. No tenía por
qué permanecer a oscuras mientras esperaba. Disponía de tiempo. Por lo menos, de

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una hora. No era probable que Mason invirtiese menos tiempo en ir al banco, cobrar,
y regresar.
Una hora.

***

Hacía quizás diez minutos que había apagado la luz y que esperaba de pie junto a la
puerta, cuando oyó el tintineo de unas llaves que luego sonaron en la cerradura.
Apretó con fuerza el mango del cuchillo con la mano derecha.
La cerradura giró.
Rachel alzó el cuchillo por encima de su cabeza.
La puerta se abrió. Rachel vislumbró la silueta masculina, y oyó el roce de una
mano en la pared, por supuesto buscando el interruptor de la luz.
Entonces, lanzó el primer golpe, hacia el centro del torso del hombre.
Todo su brazo tembló, le dolieron los dedos, su mano casi resbaló por el mango
de madera… mientras sonaba el sofocado alarido humano. El hombre chocó contra la
pared, y Rachel retiró el cuchillo y lo alzó de nuevo:
—Rach…
No quería oír más. Asestó otra tremenda cuchillada, y esta vez supo que lo había
acertado bien. Un extraño murmullo brotó de la boca del hombre, y Rachel vislumbró
su cuerpo girando. Asestó otra cuchillada empujando al hombre contra la pared.
Luego, cayó pesadamente al suelo, y chocó con sus piernas. Rachel se arrodilló
velozmente, alzo el cuchillo, y de nuevo lo bajó fuertemente. Oyó el rasgar de la
carne, y se estremeció, pero de nuevo utilizó el cuchillo. Un ronco y fuerte estertor
que se cortó bruscamente, le reveló que el hombre había dejado de existir… Todavía
quedaba en el aire, como flotando, un leve suspiro de muerte, cuando Rachel Porter
volvió a hundir el cuchillo en el cuerpo ya sin vida. Y todavía lo hizo otra vez.
Luego, quedó junto al cadáver, jadeante, notando un frío sudor en la frente y en la
mano que empuñaba el cuchillo. Lo dejó caer y con ambas manos empujo la puerta,
desplazando el cadáver unos centímetros. La puerta quedó cerrada, la incierta y lejana
luz procedente del portal desapareció. ¡A nadie le importaba lo que estaba ocurriendo
allí dentro!
A gatas, Rachel se desplazó hacia el rincón donde había dejado cortado el hilo.
Estuvo tanteando durante unos segundos, con todo cuidado, hasta encontrarlo. Lo
siguió, tocó el trozo de ropa que cubría la parte no cortada. Luego, tocó el otro,
localizó también el otro extremo, y los fue acercando, con sumo cuidado.
La luz se encendió.
Enganchó bien los dos extremos, uniendo los ganchitos que había dejado ya
preparados, se puso en pie, y se dirigió hacia el cadáver. Recogería el dinero, se
pondría el abrigo, y saldría de allí, y jamás nadie sabría que la doctora Porter había
estado en aquel asqueroso sótano lleno de ratas y donde…

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El hombre yacía boca arriba, con los ojos desorbitados.
Y al ver aquellos grandes y aterrados ojos ya sin vida, Rachel experimentó un
súbito mareo acompañado de un breve e intenso zumbido. Su mirada clavada en las
facciones del hombre muerto.
—No —gimió—. ¡No! ¡NO!
Llegó corriendo junto al cadáver, y se dejó caer de rodillas, fija su mirada en
aquellas facciones.
—Oh, no —volvió a gemir—. ¡No! ¡Truman! ¡Truman!
Agitó el cuerpo de Truman Norris, pero, ciertamente, éste no podía responder.
Tenía el cuerpo lleno de sangre, que, por cierto, había salpicado a Rachel.
Rachel miraba aquel rostro amado, la sangre que brotaba de las heridas. Y la
sangre que manchaba la camisa que le había prestado Byron Mason… ¡Otra vez
aparecían gotas de sangre, otra vez aparecían…!
Rachel lanzó un alarido, y se desvaneció.

***

La primera sensación que tuvo al recobrar el conocimiento, fue de dolor.


Sentía dolor en una pierna, y en la cara.
Movió una mano hacia la cara, hacia el punto donde sentía aquel dolor agudo,
lacerante, y tocó algo que la hizo estremecer, algo áspero, que se movió junto a ella.
Notó el tirón en aquel lado de la cara, y volvió la cabeza, respingando. Se quedó
mirando la rata que había junto a ella, a escasos centímetros de sus ojos, mirándola a
su vez con aquellos ojos luminiscentes. Por una milésima de segundo, la sorpresa
impidió la reacción de Rachel. Luego, lanzó un alarido espantoso y se sentó,
alejándose de la rata. Entonces, vio a la otra rata, la que estaba mordiendo una de sus
piernas. Por rápida asociación de ideas, Rachel se llevó vivamente una mano a la
cara, y gritó de nuevo al tocar la carne viva.
La revelación de lo que había estado ocurriendo fue un cañonazo recibido en
plena frente: ¡las ratas la habían estado mordiendo, se la habían estado comiendo…!
—¡AAAaaa AAAAaa AAAAA…!
El alarido hizo vibrar todo su cuerpo, tensó su cuello, le causó un vivísimo dolor
en la parte mordida del rostro. Se puso en pie de un salto, y entonces vio a Truman
Norris, caído ante la puerta, con los ojos desorbitados, fríos ya como bolas de cristal.
Tres ratas estaban mordiendo su cara, y otra mordía una de sus manos.
—¡AaaaAAAAAAAAA…!
Rachel dio la vuelta, y corrió hacia el pasillo, pensando únicamente en alejarse de
las ratas. Nebulosamente, comprendía que éstas habían escapado de sus jaulas, y que
por tanto ya no podían estar en el cuarto de los «invitados», puesto que estaban ante
la puerta…
La puerta.

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La segunda puerta estaba abierta, de par en par, y había luz dentro de la
habitación.
Dirigió su desorbitada mirada hacia el interior, y se detuvo en seco, giró, se quedó
mirando… Sus manos subieron hasta la boca, y fueron mordidas fuertemente…
Frente a ella, colgando del techo por medio de una cuerda, había un cuerpo
suspendido por el cuello. Un cuerpo de mujer. La cabeza estaba grotescamente
torcida hacia un lado; la lengua, de color tan violáceo que casi era negro, sobresalía
de la boca, hinchada, enorme; los ojos estaban prácticamente fuera de las órbitas, y
parecían de cristal, frías prótesis… Había un sobre de color azulado prendido en las
ropas del pecho de la mujer ahorcada, pero Rachel no podía prestar atención a este
detalle. Sólo veía el horrible conjunto de la mujer colgada por el cuello…
—AAaaa… AaaAAaAA… ¡AAaaAAAaaaAAA…! —gritó de nuevo Rachel.
Sin dejar de gritar, retrocedió, hasta que su espalda tocó la otra pared del pasillo.
Miró a derecha e izquierda, acorralada, aterrada, fuera de sí. Sus propios gritos la
ensordecían, hacían resonar su cabeza, parecían hundirse en su cuerpo… A su
derecha, al fondo, vio la sala, la puerta… ¡La puerta!
Corrió hacia allí, enloquecida. Sus altos tacones resonaban fuertemente, la camisa
que llevaba por toda indumentaria se adhería a su cuerpo debido al frío sudor y a las
grandes manchas de sangre que la habían salpicado desde el cuerpo acuchillado de
Truman Norris, sobre el cual, las ratas seguían comiendo. Pero se asustaron del susto
de Rachel, y saltaron del cadáver de Norris cuando la doctora llegó allí, asió la
manilla de la puerta, y tiró con todas sus fuerzas, pues en su subconsciente persistía el
conocimiento de que aquella puerta siempre había estado cerrada.
Pero no lo estaba esta vez.
La puerta se abrió, y con un grito de tremolante alegría en los labios, Rachel se
lanzó fuera del sótano, y subió a toda velocidad el tramo de escalones, que no sabía
cuánto tiempo antes le habían parecido de goma…
Ahora eran sólo escalones, fuesen de lo que fuesen, y los subió en menos de tres
segundos, sin dejar de gritar.
Gritaba, gritaba, gritaba… mientras intentaba protegerse los ojos del radiante sol
de aquel mediodía invernal.

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CAPÍTULO XII

—¿Cómo está? —preguntó el capitán John Rimmer, de la Sección de Homicidios del


Police Department.
El sargento de detectives Howard Neel terminó de entrar en el despacho de su
jefe, se dejó caer en una silla frente a la mesa, y movió la cabeza, lanzando un
suspiro.
—Parece que está bien, señor. Al menos de los mordiscos de las ratas, que no
tenían que portar necesariamente la rabia. Eso es lo que me han dicho en el hospital.
—¿Y mentalmente?
Neel movió de nuevo la cabeza.
—Bueno… Parece que tiene momentos de todo. La mayor parte del tiempo
está… normal, digamos, lúcida, y entonces se queda mirando el vacío como
hipnotizada. No es fácil conversar con ella.
—¿Pero ha podido hacerlo?
—Sí —asintió Neel—. He podido atraparla en momentos de lucidez. Era sólo
cuestión de paciencia.
Rimmer asintió, y dirigió la mirada hacia el expediente mecanografiado
directamente de la grabación obtenida en el primer interrogatorio a que pudieron
someter, tres días antes, a Rachel Porter. Era el expediente más asombroso y
estremecedor que Rimmer recordaba en toda su larga carrera policial. Tan asombroso,
que todos habían pensado que cuando Rachel Porter habló para que lo grabasen,
seguía inmersa en el tremendo shock en que había sido finalmente detenida por un
policía uniformado, de servicio en el Bronx.
—¿Ha vuelto a decir lo mismo? —señaló Rimmer el expediente.
—Sí, señor, exactamente lo mismo.
—¿Todo?
—Todo, señor. Lo de las gotas de sangre, lo de las ratas, lo del tipo llamado
Byron Mason, lo de las luces que parecían almas en pena en su dormitorio, el llanto
de esas almas en pena, lo de sus asesinatos… Todo, señor.
—Pero no está loca.
—No, señor. Tiene momentos de trastorno, pero no está loca. Bueno, eso ya lo
decidirán los psiquiatras, sus colegas, para que en el juicio se dicte la sentencia
adecuada. ¡Demonios, no quisiera estar en el pellejo de esa mujer…! Si queda
completamente restablecida de su desquiciamiento, irá a la cárcel para toda la vida. Y
si no se restablece, pues… quedará loca más pronto o más tarde. Pero ahora no está

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loca, no señor. Además, lo que me ha dicho a mí hace una hora concuerda
exactamente con lo que grabamos. Todo es cierto.
Rimmer frunció el ceño.
—Vamos, Howard, vamos… —gruñó.
—Bueno, señor, quiero decir que ella ha dicho la verdad, eso es seguro.
—Su verdad —corrigió Rimmer—. Pero nosotros tenemos que enfocar el asunto
por el lado lógico y sensato.
—Por supuesto, señor. Imagino que usted ha tenido tiempo para reflexionar sobre
el caso. ¿A qué conclusiones ha llegado?
Rimmer ofreció un cigarrillo a Neel, y ya fumando los dos, dirigió una mirada al
sobre color azulado que estaba junto al expediente.
—Tenemos en ese sobre —lo señaló— las confesiones de cinco personas que
asesinaron a sus cónyuges. Por orden de fechas, son: Marian Carter, Oscar Nevin,
Charles Nadelman, Edith Merrill e Irving Crooks. Cada una de estas personas
confiesan por escrito que mataron a sus respectivos cónyuges. Sin embargo, al ser
detenidas, han confirmado…
—A excepción de la señora Nevin, señor.
—Hombre, por supuesto —gruñó Rimmer—. ¿Cómo demonios habíamos de
detener a la señora Nevin si esta apareció ahorcada en aquel maldito sótano? Me
refería, claro, a los otros cuatro. Como decía, esas cuatro personas, al ser detenidas,
han confirmado sus… crímenes. Ahora bien, según la confesión de la doctora Porter,
esos crímenes fueron cometidos por ella utilizando una jeringuilla… Bueno, ya
sabemos cómo. Y sabemos, también, que ella hizo firmar esas confesiones para
someterlos luego a todos a chantaje. Confesiones que tuvimos la suerte de encontrar
en ese sobre prendido en el cuerpo de la ahorcada señora Nevin, y dentro del cual,
estaban también las llaves de un compartimento de alquiler del banco de la doctora
Porter. Está claro, pues, que ella tenía las confesiones en ese compartimento de
alquiler, y que alguien las retiró de allí, las metió en el sobre azulado junto con las
llavecitas, y lo prendió en el cuerpo de la ahorcada. La pregunta es: ¿quién hizo eso?
—¿Truman Norris, señor? —sugirió Neel.
—Podría ser. Veamos… Truman Norris se fue a Los Angeles, y estuvo allí hasta
que recibió un misterioso telegrama que le impulsó a regresar inmediatamente a
Nueva York. Lo siguiente que sabemos de la mañana en que fue acuchillado, es que
había estado antes en el banco de la doctora Porter, y había cobrado un cheque de ésta
por quinientos mil dólares. Sin embargo, el dinero no ha aparecido, y en cambio,
Truman Norris fue acuchillado por la doctora Porter cuando ésta lo confundió con
Byron Mason al entrar en el sótano que ella misma había dejado a oscuras… ¿Qué le
dice a usted todo esto, Howard?
—Francamente, señor… No sé qué decirle.
—Entonces, seguiré yo. Desde luego, Truman Norris ha sido identificado como el
hombre que fue a cobrar los quinientos mil dólares al banco de la doctora. En mi

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opinión, Norris regresó de Los Angeles porque, en el telegrama, alguien se lo pidió
así, en tales términos que Norris no pudo negarse a dejar esa convención y volver a
Nueva York. Ese alguien, quien envió el telegrama, no pudo ser otro que Byron
Mason, el cual, a su vez, tenía que ser cómplice de Norris.
—¿Cómo, cómo, cómo…? —saltó Neel.
—Norris se fue de Nueva York, pero dejando a Mason encargado de asustar a la
doctora, a fin de sacarle todo el dinero conseguido con sus asesinatos…
—Pero si eran cómplices…
Rimmer movió la cabeza.
—Es evidente que Truman Norris acabó por asustarse de los crímenes de su
amiga, y comprendió que, tarde o temprano, la cosa terminaría mal, de modo que
decidió cortar por lo sano. Primero, el dinero y luego la muerte de Rachel Porter. De
este modo, él quedaba en óptima situación económica, y se libraba del peligro que
significaba una mujer asesina que acabaría por echarlo todo a perder. ¿Razonable?
—Bueno, no sé… ¿Y Mason?
—Ese hombre es la clave del asunto. Evidentemente, existe, y tiene el dinero.
Mientras Truman Norris hacía su propio plan, Mason preparó el suyo, a su vez. En
principio, siguió todas las instrucciones de Norris. Pero, cuando éste estuvo en Nueva
York, y una vez hubo cobrado el dinero de la doctora, Mason puso en marcha su plan.
Fíjese bien, Howard… Norris sale del banco con el dinero, y Mason con las
confesiones de esas personas que decían haber asesinado a sus respectivos cónyuges.
Lejos del banco, se reúnen. Byron Mason, más fuerte y peligroso que Norris, le quita
el dinero a éste y, vamos a imaginarlo así, lo saca a patadas del coche, y se va con el
dinero. ¿Qué hace entonces Truman Norris? Pues, se va al sótano donde está
encerrada la doctora, no sabemos si para matarla o para dárselas de salvador… ¿Qué
sucede mientras ella está desmayada?
—No sé —gruñó Neel.
—Sucede que entra Byron Mason, coloca el sobre azulado en el cadáver de la
señora Nevin, deja sueltas a las ratas, y se va. Ya ha terminado. A partir de ese
momento, ya no le interesa el asunto.
—Si yo fuese Mason, habría matado a la doctora, señor. ¿Por qué arriesgarse a
que las ratas no hagan ese trabajo… como así ha sucedido?
—He pensado mucho sobre eso —admitió Rimmer, enfurruñado—. Es evidente
que quien ahorcó a la señora Nevin fue Byron Mason. Pero no mató a la doctora.
¿Por qué? Yo pienso que fue porque le complacía más la idea de que ella sobreviviera
y fuese encarcelada para toda la vida… cosa que va a suceder, en efecto. Y eso es lo
que me tiene más intrigado, Howard… ¿Por qué ese ensañamiento con la doctora? ¿Y
por qué ahorcar precisamente a la señora Nevin? Byron Mason podía haber ahorcado
a cualquier otro «cliente» de la doctora. Pero no. Ahorcó a la señora Nevin. Eso me
intriga. Sobre todo cuando me pregunto: ¿por qué y para qué? ¿Por qué ahorcar

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precisamente a la señora Nevin y por qué ese ensañamiento con la doctora Porter?
¿Qué necesidad tenía Byron Mason de ahorcar a la señora Nevin?
—Quizá la odiaba tanto como a la doctora.
—¿Y si no hubiese sido por odio? ¿Y si hubiese sido por conveniencia?
—No comprendo, señor. ¿Qué ventaja podía reportarle a Mason ahorcar a la
señora Nevin?
—Se me ha ocurrido que quizá la señora Nevin y Mason ya se conocían de antes.
Supongamos que así era, que la señora Nevin y Mason eran amantes, y que fue eso lo
que impulsó a la señora Nevin a acumular contra su marido tanto odio que necesitó
recurrir a un psiquiatra. ¡Y mira por dónde ese psiquiatra le resuelve el problema de
un marido al que no amaba y que quizá no quería concederle el divorcio, al menos en
condiciones ventajosas! La señora Nevin cae en las garras de la doctora Porter, pero
se lo dice a Mason, su amante. Y éste se pone en contacto con Truman Norris. Los
dos se entienden a la perfección, cada uno va a desembarazarse de una mujer que le
ha puesto en aprietos: Norris quiere terminar con eso de firmar certificados de
defunción, y Mason ha hecho sus propias cuentas, o sea, eliminar luego a Norris y
quedarse con todo. Y así ha sido.
—¡Caray…! —bufó Neel—. ¡A eso le llamo yo pensar, señor!
—No pasa de ser una teoría. Aceptable, creíble, no exenta de lógica… pero una
teoría. Y mucho me temo que nunca podremos estar seguros de eso, en cuyo caso, el
expediente será archivado así.
—Pero… ¡tenemos a Mason!
—¿Lo tenemos? —lo miró irónicamente Rimmer—. ¿Dónde?
—Bueno, tenemos su descripción, los muchachos lo están buscando… ¡Lo
encontraremos! No tengo la menor duda al respecto.
—Yo las tengo todas. Y no sé por qué, francamente.
—Lo encontraremos. Y entonces, quizá nos pueda explicar lo de la sangre y todo
eso… ¡Porque nadie va a hacerme creer a mí que llueve sangre!
—Por supuesto que no. Yo he pensado que Mason pudo muy bien montar todo
ese asunto. Se enteró del grupo de sangre a que pertenece la doctora Porter, adquirió
una buena cantidad por cualquier medio, o quizá sea la suya propia, y se dedicó a
asustarla. Estoy seguro de que quería asustarla, torturarla, aterrorizarla… lo que
concuerda con su ensañamiento con ella con todo eso de las ratas… La odia, eso es
todo. Respecto a las manchas de sangre, pudo él mismo ir echándolas al paso de la
doctora. Incluso dentro de su casa. Para un tipo así, frío y metódico, conseguir una
llave o el modo de entrar en la casa de la doctora, no es ningún problema.
—Pero… Bueno, aquello de la respiración, el apagón de la luz, los llantos… ¡Y la
doctora también encontró sangre cuando se marchó de su casa, cuando estaba en el
motel!
—Mason no la perdió de vista en ningún momento. Y tengo la certeza de que
deambulaba por el interior de la casa de la doctora incluso cuando ésta se hallaba

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dentro. Salía y entraba como quería y cuando le daba la gana, podía seguir la a todas
partes… En cuanto a las luces de «almas en pena», pudo utilizar cualquier truco con
una linterna. ¡Y no digamos el llanto! Eso, como la respiración que oyó la doctora,
podía ser una grabación cuyo volumen él podía controlar. Desde luego, tiene que
odiar mucho a Rachel Porter, pero no sé por qué.
—Francamente, señor, no me imagino a nadie yendo de un lado a otro con una
botella llena de sangre.
—¿Por qué una botella? Se puede llevar en un… pulverizador, por ejemplo.
—Cielos, eso ya es maquiavelismo puro.
—O, simplemente, odio. En fin, salvo que encontremos a ese Byron Mason me
temo que tendremos que conformarnos con esto… Y mucho me temo que no será
nada fácil encontrar a Byron Mason…

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EL CUENTAGOTAS

El atractivo sujeto de más de metro ochenta, hombros anchos, manos fuertes y


velludas, y ojos y cabello oscuros, se detuvo frente a uno de los bancos del Central
Park, y se quedó mirando a la mujer que sostenía una revista de modas.
—¿Qué tal, señora Weber? —saludó jovialmente.
La mujer alzó la cabeza, y miró con gesto de alarma a derecha e izquierda.
—¡No me llames así, Mike! ¡Pueden oírte!
—Claro que no —el hombre se sentó junto a la mujer, y le sonrió cariñosamente
—. Pero, de todos modos, ¿qué tiene de malo llamarse señora Weber? A fin de
cuentas, tu aspecto no es el mismo que cuando visitabas como cliente a la asesina.
—Ya lo sé, pero… ¿Has leído los periódicos? Están buscando a Byron Mason.
—¿Por qué me cuentas eso? Yo me llamo Mike Nevin, ¿no es cierto? Ni siquiera
tengo el aspecto de ese fugitivo; según dicen, sus cabellos son claros, y sus ojos
también. ¿Yo soy así, Rose?
Rose Wells movió negativamente la cabeza.
—No, pero…
—Tranquilízate —Mike Nevin le dio una palmadita en la rodilla—. Los dos nos
disfrazamos bien, con los teñidos de cabello, las lentillas de contacto… Olvídalo, no
vamos a tener problemas.
—Según la prensa, la Policía no está muy lejos de la verdad, Mike.
—Ya lo he leído. Todo eso del pulverizador, el maquiavelismo de Byron Mason,
la complicidad de Norris con Mason… Bueno, la Policía acierta unas cosas y falla en
otras. Los dos sabremos muy bien que Norris y nosotros no estábamos en
complicidad. Te agradezco mucho que me hayas ayudado a vengar a mi hermano,
Rose. Lo has hecho todo muy bien. Supongo que no te resultó difícil lo del telegrama,
y convencer a Norris de que debía acompañarte cuando llegó desde Los Angeles en
avión.
—No… No me resultó difícil. Amaba mucho a la doctora Porter, estaba
asustado…
—Sí, ya lo noté cuando me reuní con vosotros para pedirle que entrase a por el
dinero si no quería que le cortase el cuello a su adorada asesina. ¿Persona de
confianza? Bueno, pues allá estaba el novio de la doctora. ¿Qué más podían pedir en
el banco?
—Mike… Mike ¿cómo sabías que ella… estaría esperando con aquel cuchillo
enorme?

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—Psicología pura y simple. Lo que menos me ha gustado de todo esto ha sido lo
de cazar y matar ratas. ¡Y aquel pobre pajarillo que encontré con una pata rota y
medio muerto de frío…! Al final, murió. El gato, no. El gato famélico se largó de allí
en cuanto le abrí la jaula, algo más grueso y supongo que un poco cabreado conmigo
por haberlo tenido en una jaula… aunque le diese de comer. Bueno, pobrecillos…
—¡Mike! ¡Ahorcaste a la mujer de tu hermano! Y… y estuviste aterrorizando a la
doctora, permitiste que asesinase al doctor Norris…
—Bueno, Rose, quizá has olvidado todo el asunto —Mike Nevin miró a Rose
ceñudamente—. La mujer de mi hermano Oscar era una cretina que lo odiaba, y que
dio lugar a que la doctora interviniese y lo matase. De ese modo, yo me quedé sin mi
único hermano, y tú sin el hombre que amabas en silencio, y al que estabas
esperando, pues sabías que acabaría por divorciarse de su mujer, aquella estúpida
egoísta… Por culpa de ella mató Rachel Porter a Oscar, ¿no es cierto? Vaya, no hace
falta que me contestes: yo obligué a mi cuñada a decirme la verdad de lo sucedido
cuando le apreté las clavijas… ¿Mi hermano un colapso? ¿Un colapso un hombre de
cuarenta y dos años que toda su vida había sido un deportista consumado, que llevaba
una vida inteligente, sin agobios, que tenía dinero, serenidad…? ¡Vamos…! Ella tuvo
que decirme la verdad. Y fue entonces cuando, devorado por el odio, me dije que no
era suficiente denunciar a la doctora Porter… ¡Oh, no, no era suficiente! Y tú
estuviste de acuerdo. Lo hemos, hecho los dos: la señora Weber y Byron Mason… a
quienes la policía jamás encontrará, porque no existen. Dime, Rose: ¿estás
arrepentida?
Rose apretó los labios. Luego, dijo con firmeza:
—No.
—Estupendo. Bueno, tengo escondidos los quinientos mil dólares de la doctora, y
oportunamente dispondremos de ellos. Yo soy partidario de hacer algo importante
con ese dinero. No sé… Alguna obra de beneficencia será digna de crédito, ¿no te
parece?
—Sí, Mike. Lo que tú digas.
—Ya pensaremos algo. Pero de momento bien está donde está. Bueno, yo tengo
que regresar a mi lugar, por si la Policía decidiera finalmente avisar al cuñado de la
pobre señora Nevin; la ahorcada… Sí, no tardarán en localizar a Mike Nevin. Claro.
De modo que no puedo quedarme más días en Nueva York. ¿Qué piensas hacer tú?
—No lo sé, Mike.
—Si quieres, puedes venirte conmigo. Entiéndelo bien: como amiga amada, casi
como hermana.
—Lo sé. Y te lo agradezco, Mike, pero… no. No. Me quedaré aquí.
—Rose —Mike Nevin apretó una rodilla de Rose—, siempre te agradeceré qué
amases a mi hermano de ese modo, que todavía lo ames. A los dos se nos pasará el
dolor de su ausencia, ya verás… Mientras tanto, si necesitas algo de mí, ya sabes
dónde encontrarme.

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—Sí, lo sé. Gracias de nuevo, Mike.
—Oh, me olvidaba —sonrió Mike, metió la mano en un bolsillo interior de su
elegante chaqueta, y sacó un pequeño envoltorio—. ¿Te gustaría conservarlo como
recuerdo?
Había desenvuelto el pequeño paquete, dejando visible un cuentagotas que
todavía tenía una cierta tonalidad rojiza.
—¡Mike! —se sobresaltó Rose—. ¡Tendrías que haberte desprendido ya de eso!
—¿Tú tiraste ya el tuyo?
—¡Claro que sí!
—Nos hemos convertido en expertos del cuentagotas, ¿eh? ¡Tendrías que haber
visto la cara de la doctora cuando me llevé la mano a la cabeza y la retiré manchada
de sangre! ¡Ya fue el colmo…! Pero tienes razón: lo tiraré a una cloaca en cuanto nos
separemos. En fin, creo que eso es todo, Rose. Buena suerte.
—Lo mismo te deseo, Mike.
Mike Nevin tomó la barbilla de Rose, la hizo girar, y la besó suavemente en los
labios.
—¡Adiós, señora Weber!
—¡Adiós, señor Mason!

FIN

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