Una Voz en La Noche - Silver Kane

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INTRODUCCIÓN

—Nueva York es una ciudad misteriosa y extraña —dijo Jim


Reynols mientras daba un largo trago, extrayendo el jugo de su
botella de whisky.
Su amigo Rudolf, el soltero que celebraba la despedida de los
días felices, porque se casaba la semana próxima, hizo una mueca
mientras bebía su décimo combinado de la noche.
—¿Por qué dices eso?
—Digo también que Nueva York es una ciudad siniestra. Y lo más
siniestro de ella son las ventanas de los rascacielos.
Bebió otro trago, mientras ajustaba el largavista que estaba
acoplado a una de las ventanas del piso de su amigo, y desde el que
éste se entretenía en cazar deshabillés de señoritas a la hora de irse
a dormir, aunque rara vez tenía suerte.
—Mira —dijo.
—No sé si podré. Me parece que…, ¡hum! Creo que he bebido
ya… más de la cuenta.
—Yo también, pero…, ¡uf! Inténtalo.
Rudolf se acercó casi a gatas. Su amigo no estaba mucho mejor
que él. Apenas se sostenía.
—¿Qué he de mirar?
—Está enfocado…, hacia la ventana.
Rudolf miró. Vio la torre, la parte más alta de uno de los
rascacielos más hermosos de Nueva York, destinado exclusivamente
a lujosas oficinas o a apartamientos privados de millonarios. Vio
especialmente una ventana, la que estaba enfocada por el largavista.
De esa ventana colgaba el cuerpo de un hombre espantosamente
quieto, aunque zarandeado por la lluvia que azotaba la ciudad entera.
Aquel hombre estaba colgado de una correa. Muerto.
A su lado, mirándolo, casi colgado del alféizar de la ventana,
estaba también otro hombre.
Todo había empezado pocas horas antes…
CAPÍTULO PRIMERO

Bonita cosa vivir en el punto más alto de la torre de un


rascacielos de Nueva York, con una preciosa vista sobre la ciudad,
las aguas del río y, a lo lejos, el estuario a cuya entrada se alza la
estatua de la Libertad.
Bonita cosa tener un bar con los licores más finos, más selectos y
más caros, traídos de las cinco partes del mundo.
Más bonito aún tener una doncella que antes quiso ser artista de
cine en Hollywood, y que no lo consiguió porque había en ella
demasiadas curvas, cuando en los últimos años se habían puesto de
moda las actrices delgaditas.
Y mucho más bonito aún tener todo eso sin dar golpe, gracias a
la herencia de papá y a unos cuantos negocios de transporte con las
repúblicas sudamericanas, donde los empleados cobran meaos que
un obrero asiático.
Todo eso lo tenía Stephen Laxon.
Fea cosa, en cambio, es tener cincuenta años, cuando las
mujeres no se fijan en uno ni por casualidad. Y si se fijan es en el
corazón, precisamente porque encima del corazón se suele llevar la
cartera.
Fea cosa también es ser medio calvo, tener una papada debajo
de la barbilla y un vientre que los pantalones muy bien cortados a la
medida ya no podían disimular.
Fea cosa que, a pesar de todo eso, las mujeres le gusten a uno
mucho más cada día. Todo eso le ocurría también a Stephen Laxon.
Dio unos pasos, impaciente, por su lujoso apartamento, y
consultó la hora. Pensó que aquella bruja tenía que haberle llamado
ya.
Tomó el teléfono.
—¿Sandra?
—Hola, míster Stephen.
—¿Qué hay de eso? ¿Me va a hacer esperar toda la tarde? He
de salir.
—No, no voy a hacerle esperar, míster Stephen. Todo va
arreglarse. Ella está ya aquí. Stephen Laxon colgó el teléfono.

Al otro lado de Nueva York, en un apartamiento de Jersey City,


una mujer colgó el teléfono también.
Era una mujer todavía joven, elegante, pero que empezaba a
estar marchita. Unas suavísimas bolsas bajo su cuello delataban ya
una primera operación de cirugía estética. Vestía a la última moda
de las tiendas de la Quinta Avenida y fumaba lentamente un cigarrillo
perfumado.
Al colgar el teléfono miró hacia la puerta, en cuyo marco se
recortaba la figura de una mujer.
Aquélla sí que era otra cosa.
Nada de bolsas bajo el cuello ni de indicios de cirugía estética.
Nada de última moda, porque uno, al ver a aquella mujer, no pensaba
en los vestidos que llevaba puestos. Nada de cigarrillos, que hubieran
estorbado para besarla. Nada de nada excepto ella, ella misma, su
cuerpo juvenil y prieto, tenso como un arco, sus labios túrgidos, sus
ojos color miel, sus cabellos donde a uno le hubiera gustado
perderse.
La dama del cigarrillo la miró pensativamente. No dijo nada.
Su silencio pareció reflejar envidia y ese rencor ante algo que las
mujeres no perdonan nunca: la juventud y la belleza de las otras.
—Eres Nora Lane, ¿no? —preguntó suavemente.
—Sí, señora.
—Acércate.
Nora se acercó, sentándose en una de las butacas. Tenía las
rodillas más perfectas que pueda tener una mujer. Sus medias, no
demasiado finas, brillaron tenuemente.
—Ahora mismo —dijo Sandra con la misma suavidad— estaba
hablando con el señor Stephen Laxon.
—Sí, claro… Comprendo.
—El que hayas venido aquí ya es una buena señal. Eso significa
que has accedido. Nora entrelazó los dedos nerviosamente, mientras
hundía la barbilla sobre el pecho.
Su respiración se hizo agitada, casi violenta. Sentía la sangre latir
bruscamente en sus sienes, a impulsos de la tempestad interior que
se había desencadenado dentro de su pecho.
—Ojalá se muriera —jadeó—. Hombres así ni siquiera tendrían
que haber nacido.
—Y mujeres como yo tampoco, ¿verdad? —preguntó Sandra,
mientras expulsaba una bocanada de humo.
—Yo no digo tanto.
—Porque no te atreves, muñeca.
—¡Cállese!
Nora Lane se había clavado las uñas en las palmas de las
manos. Oía, como una cosa muy lejana, el rechinar de sus propios
dientes. Advertía que Sandra, en el fondo, se estaba divirtiendo con
ella.
—¿Se da cuenta de lo que esto significa para mí? ¿No han
pensado que lo que hacen es lo más miserable y rastrero del
mundo?
—La ciudad es una selva —dijo ásperamente Sandra— y el
hombre que puede cazar en ella caza sin detenerse a reflexionar en
el sufrimiento de la víctima. A Stephen Laxon le gustas y está
dispuesto a pagar. Lo demás no importa.
Nora Lane alzó los ojos hacia ella, unos ojos que parecían
hundidos y donde el dolor había dejado su huella profunda.
—¿Y usted qué gana con esto? —susurró.
Sandra avivó la llamita del cigarrillo y por primera vez en sus ojos
pareció brillar una chispita nostálgica. Pero fue solo un momento, y
detrás del humo aquella chispita ni siquiera llegó a verse.
—Yo también fui joven —dijo Sandra—, también fui
endiabladamente bonita, como tú eres ahora, y también me deseó un
hombre poderoso igual que Stephen Laxon. O quizá fue el mismo
Stephen Laxon el que me hizo la proposición, ya no lo recuerdo. El
caso fue que acepté y me acostumbré al lujo. Nueva York es una
ciudad sórdida y horrible, pero si uno la domina con su dinero se
puede convertir en la ciudad más agradable del mundo, porque aquí
todo se compra y se vende. Los años me fueron enseñando que el
dinero lo es todo y que, lo ganes como lo ganes, el dinero siempre
tiene el mismo color. Nadie te pregunta cómo lo has conseguido, y
todo el mundo se inclina ante ti para ver si sueltas alguna moneda…
—Hizo una pequeña pausa y añadió—: Hace ya tiempo que Stephen
Laxon me paga un buen sueldo para que le consiga el amor de
mujeres como tú. Sé que mi oficio tiene un nombre muy feo, pero a
mí no me importa. Sólo sé lo que cobro por él.
Nora Lane sintió náuseas y un violento y salvaje deseo de escupir
en la cara de aquella mujer.
Pero se contuvo.
No estaba en situación de escupir a nadie. Ella no tenía dinero, y
por lo tanto no contaba. Ella, Nora Lane, era de las que se inclinan
para ver si los otros sueltan alguna moneda.
—¿Qué decides? —preguntó Sandra, imperiosa.
—Yo…, yo quiero hablar con míster Stephen Laxon.
—¿Pretendes convencerle para que te ayude
desinteresadamente? No seas estúpida, ni siquiera te escuchará.
Stephen tiene demasiadas horas de vuelo y le interesa tu cuerpo, no
tus palabras. Por eso me hace intervenir a mí en esos asuntos, para
no tener que escuchar las súplicas de la mujer que se niega a
rendirse.
—Nadie puede negarse a ayudar a una mujer cuyo hijo se está
muriendo. Nadie, aunque tenga un corazón de hiena, puede desoír
esa súplica.
—Stephen Laxon sí. Stephen no tiene un corazón de hiena;
simplemente, no tiene corazón.
Depositó su cigarrillo en el cenicero y continuó:
—De todos modos, no puedes acusarle de falta de generosidad.
El trato que te hace es más que razonable. Nadie va a enterarse de
nada, y mucho menos tu hijo. Seguirás siendo una viuda honorable
como hasta este momento. A cambio de que le distraigas un poco,
Stephen te ofrece internar al pequeño en el hospital que tú misma
has elegido, y además en habitación especial; hacerle operar por el
médico que tú has designado, el único en los Estados Unidos que
realiza esas operaciones cerebrales, y encima darte un buen puñado
de dólares para que te lo lleves al campo durante la convalecencia.
—Encendió otro cigarrillo nerviosamente—. No, no puede decirse que
Stephen Laxon no te haga un buen trato. Tiene el defecto de querer
comprar cosas difíciles, pero, cuando compra una cosa la paga bien.
Nora se había clavado ya las uñas en las palmas de las manos
sin darse cuenta.
—Yo no pido tanto… —susurró—. Pido sólo para los gastos de la
operación. Para pagar el resto trabajaré día y noche. Le devolveré a
míster Laxon hasta el último céntimo.
—Ta, ta, ta… —hizo Sandra, como si reprendiera a una niña—.
Cállate, pequeña idiota.
¿Dónde has oído decir tú que trabajando se gane dinero? El
dinero sólo se consigue haciendo trabajar a los demás, y tú no estás
en situación de hacer trabajar a nadie. Sigue mi consejo y accede.
No volverás a tener una oportunidad así.
Nora hundió la cabeza, vencida, mientras a sus ojos asomaban
dos lágrimas.
Fue a sacar un pañuelo del bolso para enjugarse el llanto, y
entonces resbaló una pequeña carterita hasta el suelo. La carterita
quedó abierta por el lugar donde estaba la fotografía de su hijo.
Los ojos de Nora sufrieron como una crispación.
—Cielos… —susurró.
—Acepta, tonta —insistió Sandra, dándose cuenta de que estaba
ante el momento más favorable.
Nora Lane apretó los labios.
—Iré a ver a Stephen Laxon —susurró—, pero no para lo que él
espera. Tendrá que oírme, y si algo de corazón le queda me
ayudará.
—Si él quiere ayudarte desinteresadamente, ya no es asunto
mío.
Y Sandra se puso en pie, con un ademán enérgico, mientras
aplastaba en el cenicero, su cigarrillo apenas empezado.
—¿A qué hora? —preguntó Nora.
—Exactamente a las doce de la noche.
—¿Tan tarde?
—Míster Laxon suele salir todas las noches. Visita los clubs
nocturnos, se distrae un rato y sobre las doce vuelve a su
apartamiento. Tú deberás estar allí a medianoche en punto.
¿Conoces la dirección?
—Sí…
—¿Qué te ocurre?
Nora temblaba porque se daba cuenta de que la hora era muy
poco propicia para pedir favores. Por la tarde hubiera sido distinto.
Pero se calló.
—¿Irás?
—Iré —prometió en un susurro.
Cuando salió a la calle le pareció que todo daba vueltas en torno
suyo. Estaba tan asqueada, tan aturdida, que cuando un autobús
estuvo a punto de arrollarla ella no se apartó. El conductor logró
frenar y le dijo algo grueso a través de la ventanilla.
Nora Lase volvió a su casa, un humilde departamento de una sola
pieza, en el Bronx, y permaneció allí varias horas, sin moverse de
junto al lecho donde descansaba su hijo.
A las once y media le dio una toma de la medicina que le habían
recetado.
A las siete de la madrugada le correspondía otra toma. La
puntualidad era muy importante, tanto que el niño podía morir si no
se le administraba la medicina a su hora, pero Nora estaba segura
de haber regresado ya a las siete de la mañana siguiente.
Procurando qué el niño no la viera llorar, Nora le dio un beso en la
frente y salió de la casa.
El pequeño era muy juicioso y dormiría solo, sin asustarse.
Estaba acostumbrado ya a que su madre, después de la jornada
diurna en un despacho, trabajara por la noche corrigiendo pruebas en
un periódico.
Nora, en el portal, se subió las solapas del modesto abrigo,
mientras miraba al cielo. Hacía una noche de perros.
Por la derecha, hacia Jersey City, brillaban los relámpagos.
Encima de Brooklin y Manhattan el cielo estaba encapotado y
lloviznaba. El viento iba arreciando y se oía mugir el río con la furia
de un animal contenido a duras penas.
No era difícil suponer que aquélla resultaría una de las peores
noches del año.
Nora tomó el último elevado y luego el Metropolitano,
descendiendo cerca de Times Square. Desde allí fue andando hasta
la puerta principal del lujoso rascacielos en cuya cima tenía su
imperio secreto un hombre como Stephen Laxon.
Un conserje parecía estarla aguardando.
Tenía una cara delgada, carcomida, y unos ojos viciosos que
recorrieron a la mujer de punta a punta en menos de unos segundos.
«Debe ser uno de los hombres de confianza de Laxon», pensó Nora
con repugnancia.
Pero ya no podía volverse atrás.
—Supongo que usted desea ver a míster Laxon —dijo el hombre.
—Sí.
—Ha dado orden de que no se le molestase y de que no dejara
subir a persona alguna excepto a usted.
Nora no contestó, limitándose a morderse los labios.
—Yo soy su conserje particular —explicó el hombre—. Estoy al
cargo de su apartamiento, al que sólo puede llegarse por medio de
un ascensor privado. Mire, es éste.
—¿Ha llegado ya míster Laxon? —preguntó Nora.
—Sí. Hace unos minutos.
—Gracias.
Hubiera deseado que nadie la viese, hubiera querido que la tierra
se la tragara. Pero la tierra no se lo traga a uno solo porque uno lo
desee.
Nora Lane se introdujo en el ascensor. El conserje pulsó un botón
y la caja subió como un bólido.
CAPÍTULO II

Mientras subía, Nora ojeó su reloj.


Las doce en punto de la noche. No podrían quejarse de su
puntualidad. Muchos años de trabajar en sórdidos despachos donde
las entradas y salidas se calculaban a la décima de segundo, la
habían enseñado a medir exactamente el tiempo.
Cuando llegó a la torre, eran exactamente las doce y tres
minutos.
El apartamiento de Stephen Laxon debía ocupar toda la parte alta
del edificio, y constaba al menos de tres pisos, pero sólo tenía una
entrada. Una inmensa puerta de metal blanco donde se veían las
iniciales «S. L.» trabajadas en oro.
Nora respiró con angustia, se dijo que tenía que ser fuerte y se
dispuso a pulsar el timbre.
No cedería. Le haría comprender a aquel hombre lo miserable de
su actitud. Nadie puede negar su ayuda a un ser humano que va a
morir, y menos cuando ese ser humano es pobre niño.
Nora confiaba en ello.
Apoyó el pulgar en el timbre, y el timbre no sonó. Volvió a insistir.
Hasta transcurridos un par de minutos no se convenció de que el
timbre debía estar estropeado, cosa increíble en un apartamiento
aislado y donde todos los mecanismos debían funcionar a la
perfección.
Fue a llamar con los nudillos, y entonces se dio cuenta de algo
más increíble aún.
La puerta sólo estaba entornada. Cedió silenciosamente cuando
ella apoyó la mano en su superficie.
Más allá había un gran vestíbulo, lujosamente amueblado, cuyas
luces estaban encendidas.
Nora entró, oyendo en el silencio de la habitación el ruido quedo
de sus propios tacones.
—Míster Laxon —llamó—. Míster Laxon… Nadie le contestó.
Como ya le había ocurrido otras veces, se le nublaba la vista.
«Debe haber despedido al servicio por esta noche —pensó Nora,
mientras, avanzaba poco a poco—. Seguro que es ésa su costumbre
siempre que…»
El pensamiento penetró hasta el fondo de su cerebro como un
hierro al rojo, haciéndole daño. Sintió que sus rodillas flaqueaban y
por un momento tuvo el impulso de salir.
Pero no podía. Le era indispensable conseguir ayuda para su hijo,
y precisamente esta noche. Mañana sería ya demasiado tarde.
—Míster Laxon… —insistió.
Cruzó el vestíbulo, empujó una puerta y se encontró en una
enorme biblioteca cuyas luces también estaban encendidas. Había
miles de volúmenes allí, miles de volúmenes espléndidamente
encuadernados y tan intactos que seguramente nadie los había leído
nunca. Varios butacones tapizados en piel roja estaban diseminados
por la inmensa sala. A través de los amplios ventanales se distinguía
una vista maravillosa de Nueva York, azotada por la tormenta.
Nora contuvo la respiración.
No se oía ningún sonido en la casa. No se veía a nadie.
Atravesó la biblioteca y abrió otra puerta, la primera que encontró
en su camino. Ésta daba a un fantástico dormitorio tallado en caoba
clara, muy bien iluminado y donde había espejos colocados por todas
partes.
Fue uno de esos espejos el que le hizo verlo.
Estaba allí, quieto, sentado en una butaca. La miraba a ella. En
su mano izquierda descansaba un cigarrillo humeante.
La muchacha contuvo la respiración mientras sentía que todo su
valor flaqueaba, que sus rodillas se negaban a sostenerla.
La mirada fija, implacable de aquel hombre indicaba que no
cedería. Pero Nora tenía que hacerlo. Respiró con angustia y se
acercó.
—Míster Laxon… El no se movió.
—Míster Laxon, por favor, escuche…
Las luces de la habitación temblaron cuando un rayo pasó casi
rozando las ventanas, produciendo un resplandor fantasmagórico.
Nora se cubrió los ojos instintivamente mientras lanzaba un grito.
Pero Stephen Laxon no lo hizo. Stephen no se movió.
Nora abrió la boca y la cerró de nuevo lentamente, con una
especie de estupor. El resplandor había sido tan vivo que cualquier
persona hubiera cerrado los ojos instintivamente. Stephen no lo había
hecho. ¿Por qué? ¿Por qué no había movido un músculo siquiera?
Nora se acercó más, temblorosamente, notando que un horrible
presentimiento se le clavaba en el corazón como una garra.
El cigarrillo encendido estaba quemando ya los dedos del
hombre, pero éste no se movía.
Fue entonces, cuando Nora contempló de cerca sus ojos y lanzó
un angustioso grito de terror.
Porque ahora se daba cuenta de que Stephen Laxon no era más
que un cadáver.
CAPÍTULO III

Nora se llevó las manos a la boca, conteniendo su gemido de


horror, mientras un espasmo subía hasta su garganta y parecía
cortarle la respiración.
Sí, Laxon estaba muerto.
Ahora veía ella con claridad sus ojos vidriosos, las manos
demasiado rígidas, la boca torcida en una mueca que era a la vez de
agonía y de horror. Veía también el cigarrillo consumiéndose entre
los dedos del muerto, quemando su piel.
Sintiendo que se ahogaba, notando que las rodillas se negaban a
sostenerla, Nora rodeó la butaca en la cual se hallaba sentado el
cadáver de Laxon.
Un pequeño puñal se encontraba clavado en la nuca de éste. Un
estilete tan fino como un bisturí y tan agudo como un alfiler. Debía
haber causado la muerte instantánea, sin que se derramara no
obstante una sola gota de sangre.
Nora tardó largos minutos en reaccionar. Tres, tal vez cuatro.
Durante ese tiempo, que le pareció interminable, miró el cadáver
con una absoluta expresión de horror.
Luego reaccionó. Lo hizo de una forma frenética, alocada,
mientras sentía que la iba venciendo el pánico. Había que avisar a la
policía cuanto antes. No podía seguir sola ni un minuto más allá.
Tomó el teléfono mientras las ventanas eran iluminadas
tétricamente por un nuevo relámpago.
El rascacielos tenía central propia. Una voz agradable
correspondió a Nora al descolgar ésta el teléfono.
—¿Qué número desea?
—Con el precinto de policía más próximo, por favor.
—¿Es el departamento del señor Laxon?
—Sí… Sí, el del señor Laxon.
Se oyó un timbrazo lento y monótono que, por debajo de Nueva
York, parecía llegar hasta el fondo de la tierra. Después una voz
ronca y algo cansada que preguntaba:
—Precinto de policía número once. ¿Qué desea?
Nora se contempló a sí misma en uno de los espejos del
vestíbulo, con el auricular en la mano. Fue entonces, viéndose
reflejada como una persona extraña, cuando lo pensó. Cuando se
dijo que llamar a la policía podía ser la equivocación más irreparable
de toda su existencia.
En efecto, la primera sospechosa sería ella misma. Llegarían a
procesarla, y la maldita arpía que la había hecho venir allí declararía
en su contra. Bastaría con decir que ella había llegado al
departamento para pedir una ayuda que Laxon no estaba dispuesto a
prestarle sino en determinadas condiciones. Los del jurado pensarían
que Laxon trató de imponerse y que ella lo mató. O que tal vez ya
tenía pensado asesinarle. De un modo u otro significaba la cárcel
para muchos años.
Nora apretó los labios. Su hijo…
¿Qué iba a ser de su hijo si ella era detenida? ¿Quién iba a
salvarle si la condenaban aunque sólo fuera a dos años de cárcel?
Además, si la policía llegaba hasta allí atendiendo a su llamada,
la interrogarían al menos. Le harían preguntas durante largas horas.
Y ella necesitaba estar de regreso antes de las siete de la mañana…
¡Necesitaba hacerlo así o su hijo moriría!
La voz desde el otro lado del cable repitió:
—¿Qué quiere? ¿Quién llama?
—Nada… —balbució Nora—. Nada… Es una equivocación. Colgó
el auricular.
Apenas había terminado de hacerlo, respirando con una infinita
sensación de cansancio, cuando el timbre del teléfono sonó
lentamente.
El sonido repercutió mil veces en el cráneo de Nora, haciéndole
lanzar un gemido de horror.
Su vista se nublaba de nuevo. Descolgó el auricular.
—Diga…
Era la encargada de la centralita.
—¿Ha terminado de comunicar? —preguntó con su voz bien
timbrada—. ¿De veras no necesita que yo dé algún mensaje?
—No… De verdad que no. Gracias. Nora colgó
desmayadamente.
Sabía lo que la encargada de la centralita estaba pensando. No
debía ser la primera mujer que desde aquel departamento, asustada
por las apremiantes exigencias de Laxon, intentaba llamar a la
policía. Luego todas debían pensarlo mejor. Aquella muchacha
invisible que estaba en la centralita durante la noche debía haber sido
testigo lejano de muchas capitulaciones como aquélla.
Desde su puesto, tal vez en los sótanos del edificio, debía pensar
con indiferencia o con pena: «Una más».
Nora miró con horror el teléfono silencioso, pensando que debía
hacer algo inmediatamente.
Y lo único que se le ocurrió fue lo menos eficaz, lo menos
inteligente, pero también lo más primitivo: Huir.
Recogió su bolso mirando a su alrededor para convencerse de
que no dejaba olvidado nada, y abrió la solemne puerta que daba al
descansillo.
Un silencio impresionante, como de tumba, parecía reinar en todo
el edificio.
Pulsó el timbre para llamar al ascensor privado, pero éste no
funcionaba. Tardó bastante en responder a la llamada. Cuando oyó el
ruido de los mecanismos en funcionamiento, Nora exhaló un suspiro
como de liberación, porque quedarse aislada en la torre del
rascacielos hubiera sido tan angustioso como perderse en el
desierto.
Casi cuatro minutos más tarde, el ascensor llegó al último piso,
donde aguardaba Nora. Un loco pensamiento se apoderó del cerebro
de ésta.
«Ahora, cuando abra la puerta del ascensor, el asesino se lanzará
sobre mí. El asesino estará ahí dentro, aguardando…»
Pero dentro de la cabina no había nadie. Los cristales y los
cromados brillaban en el silencio dando una sensación de reposada
riqueza. El silencio en toda la torre del rascacielos seguía siendo
absoluto.
Nora se sintió repentinamente liberada cuando empezó a
descender, como si sólo con alejarse físicamente del cadáver
bastara para que nadie sospechase de ella.
Repentinamente, en la calle, le pareció como si todo hubiera sido
tina extraña y lejana pesadilla.
La gente salía de los espectáculos, tomaba los últimos servicios
del autobús, entraba en los bares aún abiertos y hacía rodar los
coches por el asfalto brillante. Miles de anuncios luminosos guiñaban
su mensaje en la noche sacudida por los relámpagos. Nueva York
vibraba con todo su ímpetu, con toda su incontenible juventud.
Nora llegó a convencerse de que ella no había visto el cadáver de
Laxon, de que todo era como un espantoso y maldito sueño.
Hasta que de pronto notó aquello.
Ya lo había notado otras veces y estaba dispuesta a remediarlo,
pero nunca se sintió tan angustiada como ahora. De pronto todo se
había vuelto borroso, inconcreto, oscuro. No vio que estaba llegando
al borde de la acera y ni tan siquiera vio la luz roja que le impedía
pasar. Lanzó un grito al resbalar y caer al asfalto, mientras un
automóvil conseguía frenar a pocas pulgadas de su cabeza.
El conductor saltó.
Nora sintió que la levantaba en sus brazos, pero no llegó a verle.
La niebla estaba dentro de sus ojos, que le pinchaban horriblemente.
Sabía que aquello cesaría unos instantes después, pero por el
momento no era más que una ciega.
—¿Qué le ocurre?
—¿Se ha hecho daño?
Las voces parecían llegar desde muy lejos, desde el fondo de la
oscuridad. Ante los ojos de Nora titilaban mil extrañas lucecitas, cada
una de las cuales era como un pinchazo en sus pupilas.
—¿Necesita asistencia, señorita?
—No… Gracias. No me ha ocurrido nada. Ha sido sólo un
resbalón.
—¿No ha visto que había luz roja?
—Sí, pero verdaderamente… No me he fijado. Perdón.
—¿La acompaño?
—Sólo hasta el otro lado de la calzada, gracias.
A Nora le daba una vergüenza horrible confesar su defecto físico,
como si con ello hubiera de quedar a merced de todo el mundo. Que
se estaba convirtiendo en una ciega lo sabía desde mucho tiempo
atrás, pero nunca la dolencia había sido tan aguda como esta
horrible noche.
Sintió que la ayudaban a atravesar la calzada. Pero no veía más
que sombras sobre el brillo del asfalto.
—Ya está usted segura. ¿Quiere una copa?
La voz era agradable, bien timbrada, pero denotaba una especie
de ansiedad. «Un conquistador —pensó Nora—. Está esperando que
yo le diga que sí para invitarme a tomarla en su departamento».
Al no ver a los hombres, sospechaba que éstos habían de
aprovecharse de su ceguera.
—Gracias, estoy bien.
Sabía que dentro de unos segundos volvería a encontrarse
perfectamente. Era el repentino flujo de sangre, como le había
pasado otras veces. Luego empezaría a ver las sombras y
terminaría por encontrarse como antes. Musitó:
—Le quedo muy reconocida por su ayuda. Gracias.
—No hay de qué. Buenas noches.
El hombre se alejó, aunque Nora no llegó a verlo. La sensación de
pesadilla en torno a ella se hizo más espesa. Sabía que estaba en
una esquina que hacía pendiente porque los coches cambiaban de
marcha al tomarla, y algunos casi la rozaban. Pero no se atrevía a
moverse para no dar otra vez un paso en falso que la pusiera bajo
las ruedas de un vehículo.
De pronto sonó aquella voz:
—La he estado observando desde lejos.
Nora no contestó. No podía ver al que la hablaba, lo cual ya la
ponía al borde del ataque de nervios, pues jamás un período de
ceguera le había durado tanto. Pero intentó mantenerse serena y
volvió la cabeza hacia otro sitio.
—Ha sido una casualidad, ciertamente —continuó la voz del
hombre—. Yo salía de una visita y…
Ella volvió la cabeza aún más, denotando que cuanto dijera aquel
hombre la tenía sin cuidado.
Pero la voz dijo:
—¿Por qué trata de disimular? Sé perfectamente que no me ve.
Que no ha visto nada desde que ha estado a punto de caer bajo las
ruedas de aquel coche.
Nora se volvió de repente, ahogando un grito de alegría. De
pronto había reconocido aquella voz. De pronto se sintió más a salvo
que si estuviera ya en su habitación, pudiendo ver nuevamente.
—¡Doctor Patrick…! —susurró.
—Sí, soy yo mismo. ¿Cómo no ha reconocido mi voz?
—Doctor Patrick, estoy asustada. Es… es horrible.
—Ha sido como un ataque, ¿verdad?
—Sí, pero… Peor que los otros.
—Me lo temía. Por eso le dije que debíamos operar cuanto
antes. En realidad se trata de eliminar un globulito de sangre, pero
usted ha tenido miedo hasta ahora.
—Doctor, tengo tantas obligaciones… Instintivamente se apoyó
en él, sintiéndose segura.
—Esto no puede continuar así —dijo él roncamente—. ¿No se da
cuenta de que ha podido matarse?
—No esperaba esto.
—Yo tampoco, aunque lo temía. Debe haber sufrido alguna
emoción demasiado fuerte. ¿Qué le ocurre?
—Na… nada.
De pronto Nora lo pensó. En cierto modo el doctor Patrick era la
única persona en la que podía confiar. Desde que tuvo aquella
primera crisis en los ojos, un año antes, él había sido su médico. Le
cobraba una insignificancia, porque había conocido a su esposo.
¿Y si ella le dijera lo que acababa de suceder? Sólo un hombre
como Patrick podría ayudarla.
Pero no se atrevía. ¿Y si Patrick se negaba a creerla? ¿Y si
insistía en avisar a la policía y las cosas se complicaban más aún?
De todos modos se lo diría. Él era en estos momentos el único
apoyo que tenía en Nueva York.
—Oiga… —susurró.
Pero los pensamientos del doctor Patrick parecían ir por otro
camino.
—Necesita usted operarse o esto no tendrá remedio. ¿Y sabe lo
que estoy pensando, Nora? Esto ha sido como una llamada del
Destino. O se opera usted esta noche o no se operará ya nunca.
—¿Esta noche…?
—Mañana salgo de Nueva York. Tengo pasaje reservado en el
«Providence», que zarpa a primera hora. Voy a dar un cursillo de tres
meses en la Facultad de Medicina de París.
—¿Mañana mismo… se marcha?
Nora estaba aturdida ante aquella serie de circunstancias que la
anonadaban, que estaban por encima de su capacidad de
resistencia.
—Pero esto es imposible… —objetó—. Usted no puede
operarme sin una adecuada preparación…
—Lo que no puedo es dejarla así durante tres meses. Se traía de
una urgencia le guste a usted la palabra o no. Sólo yo conozco sus
ojos y me parecería temerario que mañana se pusiera usted en
manos de otro médico.
—Mañana… necesito estar bien. Mi hijo depende de mí,
absolutamente de mí. —Se retorció las manos con angustia—. Está
enfermo, necesito cuidarle y trabajar para él.
—Pues decídase, Nora. Ya hemos retrasado esto demasiado. Lo
de ahora es un aviso que usted no puede desoír.
—¿Cuánto tardaría en estar recuperada?
—En realidad, la intervención es una tontería. Puede introducirse
el instrumento por detrás de los ojos sin extraer ni rasgar el globo
ocular. Mañana mismo puede estar bien.
—¿Mañana…?
A Nora aquella sencilla palabra, «Mañana», le parecía mágica. En
cuanto terminase aquella noche de pesadilla todo sería distinto.
Pensó con horror que, si ahora desoía al médico, la ceguera podía
sobrevenirle otra vez cuando más la necesitase su hijo.
—¿Y qué debería hacer? —musitó.
—Dormir tranquilamente durante toda la noche. Para mayor
precaución se vendará los ojos, como es natural. Mañana a primera
hora le haría, la cura y le retiraría el vendaje un ayudante mío.
El médico vio un gesto de decisión en los labios de la mujer.
—Venga a mi clínica. Tengo el coche aparcado a cien yardas de
aquí. La llevaré.
Pero el gesto de decisión que el médico había visto en los labios
de la muchacha no era sólo porque estuviera ya decidida a sufrir la
intervención.
Era porque también pensaba en enseñar al médico lo que ella
había visto en el piso de Laxon.
Así, sin palabras, sin explicaciones que él tal vez no hubiera
creído, le enfrentaría al hecho consumado y le obligaría a que le
prestase ayuda. Entre los dos decidirían qué era lo que se podía
hacer.
El único detalle horrible consistía en volver al departamento de
Laxon, pero todo le parecía distinto yendo acompañada.
Si ahora se lo explicaba todo, él llamaría a la policía sin dudarlo.
En cambio, dejando que descubriera por sí mismo el muerto, lo
envolvería, por decirlo así, en el conflicto, y él no tendría más
remedio que prestarle ayuda, pero sin complicar las cosas con la
intervención de la Brigada de Homicidios.
—Dice que venía de una visita —susurró mirando hacia Patrick,
aunque no podía verle—. Llevará su maletín, por tanto.
—Siempre lo llevo.
—¿Con todo lo necesario para una intervención de ésa ciase?
—Naturalmente. Incluso los anestésicos.
—Entonces le llevaré a un departamento que he alquilado por
esta noche, y así no tendré que moverme. Es muy cerca. ¿Qué le
parece si me opera allí mismo?
Patrick se encogió de hombros.
—¿Qué más da? No hay que temer ninguna clase, de
complicaciones. Yo he operado muchas veces bajo los obuses, en la
guerra. Eso da una experiencia muy útil, Nora.
Patrick pensaba que, en realidad, ella quería ahorrarse el gasto
de la habitación en la clínica. Le constaba que todo cuanto ganaba
aquella mujer era consumido por la enfermedad de su hijo. Por eso
accedió fácilmente y susurró:
—Vamos. Lléveme adonde usted quiera.
CAPÍTULO IV

El conserje de noche la miró dubitativamente al verla entrar otra


vez, ahora en compañía de un hombre, pero a él le pagaban por no
hacer comentarios, de modo que los condujo al ascensor del fondo,
que llevaba directamente al apartamiento de Laxon, y oprimió el
botón.
Como antes, el mecanismo tardó en funcionar.
Luego, poco a poco, el ascensor empezó a elevarse, ganando
velocidad. Aun así tardó, como antes, cuatro minutos en llegar a la
cima del rascacielos. Nora notaba con alivio que iba viendo los
objetos un poco mejor a cada momento que transcurría. Cuando
llegaron arriba, pudo distinguir la puerta.
La abrió.
—Esto es muy lujoso —comentó el doctor Patrick—. De lo más
lujoso de Nueva York.
¿Y dice que lo ha alquilado?
Ella hundió la cabeza sobre el pecho.
—Luego le explicaré.
La entrada del apartamiento estaba entornada, tal como ella la
dejó. Seguía imperando en las lujosas habitaciones el más absoluto
silencio. Nora miró hacia la puerta del dormitorio, pensando si hacer
entrar en seguida allí a Patrick, para que viera de lo que se trataba,
o bien aguardar todavía un poco.
El musitó:
—¿Dónde hay un lavabo? He de lavarme bien las manos.
—Pues… supongo que ahí.
—¿No dice que ha alquilado el apartamiento?
—Sí, pero aún no lo conozco bien.
Patrick abrió la puerta que ella le indicaba, y, en efecto, encontró
tras ella un lujoso cuarto de baño. Se lavó las manos
concienzudamente, mientras ella permanecía como atónita en el
umbral, y luego se quitó la americana, poniéndose unos guantes que
llevaba en la maleta, dentro de una funda de plástico. Hecho esto
pidió a Nora:
—Tome usted esta manta de baño y póngasela sobre los
hombros. Servirá.
—Pero…
—Vamos, siéntese. Siéntese aquí mismo.
Le señalaba una silla del vestíbulo, con alto respaldo. Ella
obedeció mecánicamente, sin darse cuenta de lo que aquello
significaba.
Vio avanzar al médico, que pareció dar una especie de salto
hacia ella, y entonces el mundo entero desapareció de sus ojos.
CAPÍTULO V

Tuvo la sensación de que aquello era una trampa, de que no


recobraría el conocimiento jamás. La última expresión de su rostro
fue una muda mueca de horror, mientras el doctor Patrick le aplicaba
hábilmente la mascarilla del anestésico.
Cuando Nora perdió el conocimiento, cosa que ocurrió casi
instantáneamente, el médico desconectó la mascarilla del pequeño
cilindro rojo que llevaba en su maletín, conteniendo gas anestésico
para los casos de urgencia. Elevó un párpado de la mujer,
convenciéndose de que estaba absolutamente dormida. Luego la
levantó en brazos, transportándola de la incómoda silla en que se
encontraba a una butaca extensible donde podía tenderla casi en la
misma postura que en una mesa de operaciones. Arrastró la butaca
hasta colocarla bajo la potente luz central del vestíbulo y luego se
acopló a la frente su lamparilla auxiliar para ver mejor en el momento
crítico de la breve intervención.
Los instrumentos en baño de alcohol fueron extraídos del maletín
y colocados cuidadosamente sobre una gasa esterilizada que
también llevaba a propósito. Patrick, que había sido un gran cirujano
de guerra, era capaz de operar en cualquier sitio con una absoluta
seguridad.
Nora recobró el conocimiento con la sensación de que acababa
de cerrar los ojos y de que no hacía ni diez segundos que estaba
dormida. Pero se dio cuenta de que una venda le oprimía
fuertemente los párpados. Además, casi no podía moverse. Lanzó un
gemido.
—No se inquiete —la voz del doctor Patrick parecía llegar desde
muy lejos—. Todo ha ido bien.
—¿Pero… es que me ha operado ya?
—Claro.
—Si sólo hace unos segundos que me ha dormido…
—Se equivoca. Hace media hora.
—¡No es posible!
Se oyó suavemente la risa del doctor Patrick.
—Siempre ocurre lo mismo. Bajo el sueño anestésico se pierde la
noción del tiempo.
¿Qué tal se siente ahora?
—Muy mareada.
—Intente tragar esta pastilla, por favor. Le hará bien.
Nora sintió que introducían entre sus labios una pequeña pastilla,
que tragó con grandes dificultades.
—Esta venda en los ojos… me aprieta mucho.
—Es necesario que la lleve así. No se la toque. Si cualquier rayo
de luz le entrara en los ojos podría perjudicarla.
—¿Cuándo me la quitarán?
—Mañana por la mañana, para hacerle una cura.
—¿Antes de las siete?
El doctor Patrick consultó su reloj.
—No creo que sea posible. Los ojos tendrán que estar en reposo
absoluto al menos durante diez horas.
—¡Doctor, antes de las siete he de estar de regreso en casa! ¡Mi
hijo necesita una medicina sin la cual puede morir! ¡Debe
comprenderlo! ¡Es absolutamente preciso!
—No habrá inconveniente en que mi ayudante la acompañe a su
casa antes de las siete. Le avisaré en cuanto salga de aquí. Puede
estar tranquila porque es de esos hombres que nunca fallan. Pero
hay algo que no entiendo. Si, tanta prisa tiene por estar de nuevo con
su hijo, ¿por qué ha alquilado este lujoso departamento durante toda
la noche?
Ella se mordió los labios.
No respondió. ¿Qué podía decir? La verdadera historia era lo
bastante trágica y vergonzosa para que ella no quisiera contarla. Lo
único que podía hacer era mostrar al doctor Patrick el cadáver. Sólo
con que él lo viese, sobrarían todas las palabras.
Intentó hacer acopio de serenidad para cuando llegara ese
momento decisivo.
—El departamento es precioso, ¿verdad? —susurró.
—Mucho. Creo que en Nueva York habrá pocos como éste.
—Pues sólo lo ha visto en parte. Lo más notable es el dormitorio.
Es la habitación que tiene al fondo, a la derecha.
—Otro día lo veré —dijo él, con indiferencia.
En el fondo le extrañaba cuanto le decía la mujer, y como
presumía algo turbio no quería insistir.
Pero ella dijo:
—Tengo allí mis cigarrillos. ¿Podría fumar?
—Me extraña que tenga ganas ahora. ¿No nota el mal sabor del
anestésico?
—Es para luego.
El doctor Patrick se encogió de hombros.
—Está bien, se los traeré, pero procure no fumar hasta que haya
pasado al menos una hora. Le sentaría pésimamente.
—Gracias, doctor.
Y Nora apretó los labios, mientras oía los pasos del médico
alejarse lentamente.
Dentro de unos segundos oiría su exclamación de asombro o tal
vez su grito de horror.
Dentro de ese mínimo tiempo todas las palabras sobrarían entre
los dos.
Y ella sabría si podía confiar en el doctor Patrick para salir de
aquel atolladero.
Pero el grito de horror no llegó. Tampoco la menor exclamación
por parte del médico.
«Tiene mucha más serenidad de la que yo suponía… —se dijo
Nora—. Sabe encajar bien las sorpresas».
Oyó los pasos del doctor Patrick que regresaba hacia ella. Eran
unos pasos tranquilos y mesurados, como siempre.
—Sus cigarrillos.
Nora quedó como petrificada, sintiendo que el corazón le latía
desacompasadamente.
—¿Los… ha encontrado?
—Claro que sí. Pero me extraña que usted fume esta marca. Es
un tabaco más bien fuerte.
Le alargó un paquete que pareció quemar los dedos de Nora.
Tenía que ser por fuerza el tabaco de Laxon, el tabaco del muerto.
Durante unos segundos no supo qué decir. La situación le pareció
tan increíble, tan absurda que otra vez tuvo la sensación de estar
viviendo una pesadilla.
—¿No ha encontrado nada más?
—¿Qué iba a encontrar?
«¿Pero es posible que no se haya fijado? —pensó
desesperadamente Nora—. ¿Es posible que pueda pasar inadvertido
un detalle así?».
—¿Qué le han parecido las butacas? —preguntó.
El doctor Patrick debió sorprenderse, porque tardó unos
segundos en responder.
—¿Las butacas…?
—Sí, claro.
—¿Sabe que no la entiendo, Nora? Está usted verdaderamente
rara.
Nora apretó los labios. De modo que estaba rara. De modo que
la loca era ella. Ni media hora antes el cadáver de Laxon estaba allí.
Ahora volvía Patrick del dormitorio y no decía nada, como si no lo
hubiese visto. Y aún se sorprendía de que le hiciesen preguntas.
¿O tal vez Patrick sabía ya algo antes de que ella lo trajese allí?
¿O quizá era todo una conspiración satánica…?
La tranquila voz del médico disipó por un momento sus pesadillas.
—Está algo alterada, Nora. ¿No podría dormir? Eso es lo que
más le conviene en estos momentos.
—¿Cómo quiere que duerma?
Su voz sonó violenta, áspera, sin que ella se diese cuenta.
—¿Pero qué le ocurre, Nora? Nunca la había visto así. La
operación ha sido un éxito, y después de un par de curas ya no
volverá a tener nunca más esas dolencias. Se trata de pasar una
sola noche de inmovilidad, de quietud. ¿Tanto le cuesta eso?
—Doctor Patrick…
—¿Qué?
—¿De veras no ha visto nada en ese dormitorio?
—¿Y qué era lo que tenía que ver?
—Un… hombre…
Iba a añadir: «Muerto», pero él no la dejó. De pronto se oyó su
voz silbante en el silencio de la habitación.
—Yo la tenía en otro concepto, Nora. Por educación no quiero
saber nada con sus problemas… digamos sentimentales. Mi trabajo
ha concluido y sólo me resta decirle qué antes de las seis de la
mañana pasará por aquí mi ayudante. Buenas noches.
Nora, durante los primeros segundos, no supo reaccionar. Estaba
tan aturdida, tan confusa, que incluso recobrar el ritmo normal de la
respiración le costó trabajo. Oyó entonces los pasos del médico que
se alejaba hacia la puerta. Una oleada de horror subió hasta su
garganta de pronto.
—¡Doctor Patrick…!
El abría ya la puerta. Nora fue a seguirle y tropezó con una
mesita baja. No rodó con ella por verdadero milagro. Oyó más allá, a
través de las tinieblas el chasquido de la puerta.
—¡Doctor Patrick…!
El no llegó a oírla. Nora cayó de rodillas, gimiendo, mientras se
apretaba los ojos. Pero el dolor insufrible que notó en ellos le hizo
retirar las manos al instante, como si éstas tuvieran fuego.
El silencio espantoso de la casa pesó sobre ella como una losa
de plomo.
—Dios mío… —susurró—. Dios mío…
El doctor Patrick se había ido con la conciencia bien tranquila,
convencido de que había otro hombre en el departamento y de que
éste la atendería si ella necesitaba algo. La debía considerar,
además, como la aventurera más cínica que había conocido en toda
su existencia.
Lentamente Nora se puso en pie. Ahora estaba mucho peor que
antes, cuando descubrió el cadáver de Laxon, porque se había
transformado durante aquella noche en una ciega. Pero aún estaba
viva, y por consiguiente tenía que luchar. Aún había bastantes
medios a su alcance para que la sacaran de allí sana y salva.
Nueva York no era el desierto de Gobi.
Respiró con fuerza y se dijo que había que tener serenidad, que
no todo estaba perdido.
Lo primero que había que hacer era averiguar si el doctor Patrick
había mentido o no.
Tenía que saber si aquel hombre no había visto realmente el
cadáver.
A tientas, pegada a las paredes, fue avanzando hacia el
dormitorio. Éste se encontraba lejos del vestíbulo, pero la distancia le
pareció inmensa al tener que avanzar a tientas, con la angustia,
además, de saber que en cualquier momento sus manos podían
tropezar con alguien.
Por fin llegó a la puerta que le pareció ser la del dormitorio, y una
vez allí intentó orientarse.
La butaca donde yacía Laxon estaba a la derecha. Sí, a unos
once pasos a la derecha. Nora fue hacia allí con los brazos
extendidos, igual que una sonámbula, mientras contenía la
respiración.
Sus rodillas tropezaron con la butaca.
Se inclinó, tanteándola, sintiendo que la angustia invadía en
oleadas su pecho.
Pero la butaca estaba vacía. El cadáver de Laxon ya no se
encontraba allí. Patrick no la había engañado.
La muchacha lanzó un grito de sorpresa y de horror, mientras se
llevaba ambas manos a la boca.
Fue en ese momento cuando sonó el timbre del teléfono.
CAPÍTULO VI

Alocadamente Nora corrió hacia el lugar donde sonaba el timbre,


sin pensar en nada, diciéndose únicamente que allí podía estar la
salvación que anhelaba.
Dos veces tropezó con la puerta antes de lograr abrirla y otras
dos veces rodó por el suelo, arrastrando muebles consigo. Pero el
sonido del teléfono, perforando las tinieblas, era como una guía que
la impulsaba a avanzar siempre en la misma dirección. Cuando pudo
descolgar el auricular, estaba jadeante y le dolía la garganta de tanto
contener un grito.
Sabía que era la telefonista de antes. Ella era una mujer y la
entendería. ¡Tenía que entenderla! Ahora ya no importaba a Nora
que la policía interviniera en el asunto. Pediría a la telefonista que
llamara al Precinto, y mientras tanto que subiera ella o hiciese subir
al conserje de noche.
Por eso quedó paralizada cuando una voz masculina dijo:
—¿Laxon?
—No… Míster Laxon… no está.
La misma voz, seca y cortante como un cuchillo, dijo:
—Lo sabía.
—¿Qué… qué dice?
Nora estaba completamente desorientada y se sentía otra vez al
borde del ataque de nervios. El no ver nada, el tener aquel muro
negro ante sus ojos, la aterrorizaba.
—Sabía que míster Laxon no estaba por el simple hecho de que
ha muerto. Usted es la mujer que se encuentra en su departamento,
¿no?
—¿Cómo sabe… que ha muerto?
—Sencillamente, porque yo lo he matado.
La voz, al decir aquello, era tan fría e indiferente como si hablara
de los resultados dé una partida de cricket.
—¿Qué clase de locura es ésta? —gimió Nora—. ¿Qué quiere?
Y añadió rápidamente, ahogándose:
—¡Miente! Si fuese verdad no lo diría. Sabe perfectamente que
esta conversación puede captarla la telefonista de turno en el
edificio.
—Es que esta conversación no pasa por la centralita.
—¿Qué dice…?
—La estoy llamando por una línea directa que une esa habitación
con lo que era el estudio fotográfico de Laxon, en la punta más
elevada del edificio.
Ocho o diez yardas por encima de su cabeza… Nora sintió el
escalofrío de horror subiendo por la espina dorsal, hasta su nuca.
Pero intentó mantenerse serena, haciendo un angustioso
esfuerzo.
—Si está ahí oculto se encuentra tan acorralado como yo. Sabe
que corre peligro.
¿Qué pretende?
—Nadie debe saber que Laxon ha muerto.
—¿Por qué?
—Eso es cosa mía.
La voz seguía llegando tan serena como antes, igual que si se
tratara de una conversación de negocios. Eso, en lugar de
tranquilizar a Nora, hacía que el frío del horror se estacionase aún
con más fuerza en su nuca.
—Hagamos un trato —musitó.
—¿Un trato?
—Usted me ha llamado para hacerme una advertencia. Yo le
contesto que seguiré sus instrucciones con una condición.
—¿Cuál?
—Debe ayudarme a salir de aquí.
Una risa tenue, casi silenciosa, sonó al otro lado del cable.
—¿Salir de ahí…? ¿Está loca?
—¿Por qué?
—Ha vuelto por su voluntad.
—No exactamente. He vuelto obligada por las circunstancias,
pero ahora necesito salir de aquí.
—No me crea tan estúpido. En cuanto se viera en la calle, pediría
que la condujesen inmediatamente a un Precinto de Policía.
—Pero si yo no sé quién es usted. No puedo delatarle…
—No es eso lo que temo. ¡Oh, no! A mi personalmente no me
atraparán. Pero no quiero que la muerte de Laxon se conozca antes
de mañana al mediodía.
—¿Por eso ocultó el cadáver?
—Sí.
—Entonces puede entrar y salir de este departamento cuando le
plazca…
Nora hizo esta pregunta sintiendo el frío del horror en su espalda.
Pero aquel horror fue aún mucho más intenso cuando oyó decir al
hombre de la voz metálica:
—Sí.
—Entonces…, si quiere obligarme a guardar silencio, ¿por qué no
me asesina a mí también?
—Está usted con un hombre.
Nora tragó saliva de golpe. Tuvo miedo de que el espasmo de su
garganta se oyera desde el otro lado del cable.
El asesino los había visto entrar a los dos, pero ignoraba aún que
el doctor Patrick acababa de marcharse. En esto radicaba la única
esperanza de salvación de Nora, y a ella se aferró con todas sus
fuerzas.
—Cierto —dijo.
No obstante una de sus frases anteriores podía haber dado que
pensar al asesino. Ella había pedido que la sacase de allí, cosa que
no necesitaría si estuviese acompañada. El cerebro del desconocido,
al otro lado del cable, pareció reflexionar sobre todo aquello.
—¿Por qué no la acompaña él? —preguntó.
El cerebro de Nora también reflexionaba a toda presión, mientras
unas gotas de sudor empezaban a nacer en sus sienes.
—Si salimos los dos, nadie nos garantiza que no intentará algo
contra nosotros. Usted, por lo visto, conoce mejor el edificio y
además va armado. Prefiero llegar a un acuerdo.
—No hay acuerdo, muñeca.
—Le conviene también a usted —dijo Nora, apretando los labios
desesperadamente para no exhalar un gemido.
—Yo tengo mi plan y no voy a modificarlo.
—¿Qué pretende entonces? ¿Por qué me ha llamado?
—Para advertirla. Nada le ocurrirá si se queda en el
departamento, sin intentar ponerse en contacto con alguien. Mañana
a las doce en punto puede llamar a la policía y explicar lo que le
venga en gana. Si lo hace un solo minuto antes… viajará junto a
Laxon.
—Oiga…
—No tengo que decir más. Recuerde en cada momento que
estoy a pocas yardas por encima de su cabeza, y que puedo verla.
—Le conviene oírme antes. ¡No cuelgue! No…
Pero al otro lado del cable acababa de sonar ya el «tlac»
indicativo de que la comunicación había sido cortada.
Ella no pudo evitar ahora su grito de horror, mientras dejaba caer
el auricular a tierra.
CAPÍTULO VII

El doctor Patrick tomó la izquierda al abandonar el soberbio


edificio donde acababa de dejar a Nora, y se encaminó hacia su
coche, un «Pontiac» blanco que brillaba bajo las luces de neón en la
noche neoyorquina.
Lloviznaba ahora, pero la tormenta no se decidía a descargar del
todo. Por el lado de la bahía los relámpagos llegaban más frecuentes
cada vez, llenando la noche de fantasmales reflejos.
Patrick pensó en Nora.
Pensó en el tipo que estaría con ella, en el fulano que debía
haberse escondido cuando él entró. Valiente par de pájaros los dos.
Valiente pájara ella también, infiernos. Nunca hubiera creído que una
viuda reciente como ella se consolase tan pronto.
Y lo peor era que a él le gustaba Nora. Lo peor era que le dolía
pensar que pudiera caer en brazos de otro.
Por todo ello Patrick estaba de un humor de perros cuando
manejó el demarré de su «Pontiac» y arrancó a gran velocidad hacia
su consultorio, situado a la entrada del Puente de Jersey.
Encontró allí a su ayudante, a pesar de lo avanzado de la hora.
Su ayudante tenía veintisiete años, o sea, era diez años más
joven que el doctor Patrick. Sus cabellos eran rubios, sus ojos grises
y su mentón cuadrado. Tenía un aspecto atlético y parecía como si
sus manos hubieran de ser duras y callosas, propias de un boxeador.
Sin embargo Madison tenía manos de joyero. Hacía operaciones en
los ojos tan bien como Patrick, aunque le faltaba su experiencia.
Muchas veces Patrick había pensado que Madison era
demasiado humilde al seguir junto a él. A su lado poco podía
aprender ya. Pero callaba porque le interesaba que Madison no se
fuese. No volvería a encontrar un ayudante como él en toda su vida.
Como siempre que se veían a aquellas horas, Madison tenía
sobre la mesa una jarra llena de café.
—Buenas noches, Patrick. ¿Quieres?
—No me vendrá mal. Hace una noche de perros.
—¿Qué era aquella urgencia?
—Un accidente en un laboratorio químico. Una operaria se ha
quemado los ojos. He tenido que practicarle una intervención allí
mismo, y creo que todo irá bien.
—Pues no pareces de muy buen humor, a pesar de todo.
—No.
La respuesta de Patrick había sido seca, mientras vaciaba
lentamente su taza de café. Madison se acercó a él, encendiendo un
cigarrillo.
—No es ésa la única intervención que he tenido que hacer esta
noche —dijo Patrick—. También he operado a una mujer llamada
Nora. Una cosa tonta pero que le producía grandes trastornos.
Menuda pájara.
—¿Por qué empleas esa palabra? Patrick acabó de vaciar su
taza.
—¡Bah! Una tontería. Olvídalo.
Madison se encogió de hombros, fue hasta la mesa principal del
consultorio y recogió sus cosas para irse, depositándolo todo en un
maletín negro. Cuando estaba haciéndolo cayó al suelo un pequeño
estuche de piel donde sólo llevaba una fotografía. La recogió,
guardándola.
Era la foto de Nora.
El doctor Patrick encendió un cigarrillo y expelió el humo
cansinamente.
—¿Qué es esa foto, Madison?
—Nada, un recuerdo tonto.
—Me ha parecido la foto de una mujer.
—Por eso digo que es un recuerdo tonto. Patrick rió con acritud.
—A ti no se te conocen líos de mujeres, Madison. ¿No crees que
estás perdiendo el tiempo?
—Yo perdí el tiempo una sola vez. No me volverá a ocurrir.
Patrick se llenó otra taza de café y la bebió rápidamente.
—Bueno, vamos a concretar —dijo—. Yo salgo dentro de unas
horas. Además de los casos que ya conoces habrá otro en esta
dirección.
La apuntó para que no la olvidara Madison, quien le miraba por
encima del hombro.
—Es un sitio elegante.
—Es el sitio donde, encontrarás a la pájara de la que hablaba
antes. Tienes que hacerle una cura simple para evitar cualquier
infección externa. Voy a redactarte unas notas para que las tengas
en cuenta.
Apuntó unas cuantas palabras en un bloc y le tendió la hoja a
Madison.
—Hay algo más —dijo—. Tendrás que estar allí antes de las siete
de la mañana. Si son las seis mejor.
—¿Por qué tan temprano?
—A las siete necesita estar con su hijo.
—¡Ah! ¿De modo que tiene un hijo?
—Así es.
Madison apuntó sin interés la hora en su agenda.
—¿Se ha presentado algo mientras yo estaba fuera? —preguntó
Patrick maquinalmente.
—No. Reconozco que he podido estar leyendo el periódico.
—No dirá nada interesante, supongo.
—Sí, dos cosas.
—Si son de guerra no me las digas. Odio esa palabra.
—No son de guerra. En el fondo no tienen interés, después de
todo. El millonario Laxon ha comprado todas las acciones de la
Compañía Sullivan de Navegación. Ese tipo va hacia el monopolio de
una manera descarada, a pesar de las leyes Anti-Trust.
La segunda noticia es que Biskell, el loco homicida, se ha
escapado cuando lo conducían a la cárcel para ingresar en el
pabellón de los condenados a muerte.
—Biskell… —dijo el médico, pensativamente—. Biskell…
—Lo recuerdas, ¿verdad? Tú lo operaste.
—Sí. Tuvo un accidente de coche, cuando todavía no se había
convertido en un asesino, y se le clavaron pedazos de cristal en los
ojos. Ahora lo recuerdo. Fue hace…
—Tres años.
—Eso es, tres años. ¿Y dices que se ha escapado? ¿De modo
que estaba condenado a muerte?
—Iba a terminar en la silla eléctrica dentro de unas semanas.
—Había matado a varias mujeres jóvenes, ¿verdad?
—Sí, ésa es su manía.
El doctor Patrick encendió un segundo cigarrillo con movimientos
nerviosos.
—Ahora recuerdo otro detalle… —musitó—. Ese tipo tenía una
rara costumbre para matar. Sin duda, en su mentalidad primitiva,
creía haber vuelto a los tiempos en que el hombre era un animal más
de la selva. Se descalzaba cuando entraba en una habitación para
cometer un crimen. Andar descalzo era su obsesión, para padecerse
a las fieras.
Madison susurró:
—Así era.
—¿Pero pudo realmente cometer todos los crímenes que se le
achacan? Algunos revelan una gran inteligencia, y a lo que parece
Biskell no la tenía.
Las facciones de Madison se oscurecieron un tanto, sin que
Patrick supiera por qué.
—¿Qué es lo que pretendes decir? —susurró.
—No sé… Es absurdo, pero tal vez Biskell haya cometido el
primer crimen, y los demás los haya cometido otro siguiendo su
misma técnica. Es un modo como otro cualquiera de conseguir la
impunidad.
—Puede… —dijo Madison.
—¿Qué te ocurre?
—Nada… Estoy un poco cansado. Eso es todo.
—Pues vete cuando quieras y descansa unas horas antes de ir a
la cura que te he dicho. Yo también voy a marcharme en seguida.
—¿Cómo se llama la mujer?
—¿Quién…?
—La pájara.
—¡Ah, sí! —dijo Patrick con las facciones contraídas—. Nora.
—Nora…
—¿Conoces a alguna que se llame así?
—No. Conocí a una hace tiempo, pero no tiene importancia.
Estuve enamorado como lo que era, ¿sabes? Como un chiquillo. Es
agua pasada.
Tomó su maletín y se dispuso a salir a la calle. A través de la
ventana brillaban, con más intensidad que nunca, los relámpagos.
—Hace una noche de perros, ¿eh? —preguntó Patrick.
—Una noche para pensar en asesinos.
—¿Como Biskell?
—¿Quién sabe…?
Y Madison salió a la calle.
«Extraño tipo… —pensó Patrick—. Me ha hecho cien favores, es
un gran amigo mío y ni siquiera me da la mano cuando sabe que voy
a estar tres meses ausente. Un tipo extraño, sí, señor…»
Madison, entretanto, había caminado hacia su coche bajo las
primeras ráfagas de lluvia. Las calles iban quedando casi desiertas.
El coche era un «Zodiac» negro, muy discreto. Lo puso en marcha y
consultó, antes de arrancar, la dirección que le había dado Patrick.
Conocía aquel sitio.
No había hecho comentario, pero sabía que allí estaba la
residencia del millonario Laxon, un fulano metido hasta las narices en
cosas de faldas y en negocios de navegación, cuya marcha seguía
desde las columnas de la Bolsa, porque él personalmente quizá ni
había navegado jamás.
Sabía también quién era aquella mujer llamada Nora a la que se
había referido Patrick.
¡Claro que lo sabía, infiernos!
Condujo a poca velocidad por las calles semidesiertas. Los
truenos retumbaban sobre su cabeza, pareciendo perseguirle.
Ráfagas violentas de lluvia azotaban el parabrisas.
Madison detuvo su coche a media manzana del rascacielos, y
luego siguió a pie.
En el inmenso vestíbulo silencioso solo estaba el conserje de
noche. Se veía su cara delgada y granujienta bajo el cono de luz de
una lamparita. Miró a Madison interrogativamente.
—Médico —dijo éste—. Tengo que ver a míster Laxon.
—¿No ha estado usted antes aquí? Madison apretó los labios.
—¿Cuándo?
—Hace unas horas, antes de que subiera la señorita que ahora
se encuentra arriba.
—No —dijo Madison secamente—. Se confunde.
—Tal vez. Perdone.
Le acompañó hasta el ascensor privado, que funcionaba cada vez
peor.
—Parece como si alguien se hubiese entretenido en estropear el
mecanismo —dijo el conserje—. En fin, puede subir.
—Gracias.
Madison subió hasta el último piso, donde estaba el
departamento de Laxon, pero no llamó a la puerta ni hizo nada de lo
que hubiera hecho normalmente cualquier otra persona.
Por el contrario, violentó una de las ventanas que daban a las
terrazas y saltó por ella. Pero antes se quitó los zapatos, caminando
descalzo.
CAPÍTULO VIII

El timbre del teléfono volvió a sonar, pero ahora de una manera


distinta. Fue un solo timbrazo.
Nora, con mano temblorosa, descolgó el auricular.
—¿Lo ha pensado ya bien? —susurró—. ¿Ha comprendido que le
conviene más llegar a un acuerdo?
Una voz desconocida, algo ronca, preguntó:
—¿Qué acuerdo?
—¿No es usted… el que me ha llamado antes?
—¿Yo?
—Perdón, no comprendo.
—Yo soy el conserje. La llamo para advertir a míster Laxon que
alguien va a subir. ¿No puede ponerse?
Nora apretó los labios. Ahora tenía una gran ocasión para pedir
ayuda, pero pensó instantáneamente que aquél era un teléfono de
comunicación interior y que tal vez el asesino la estaba oyendo.
Y el asesino, que se encontraba en el piso superior, llegaría hasta
ella infinitamente antes de que el conserje subiera. Cuando la ayuda
llegase al departamento, ella sería ya una muerta.
El asesino podía lograr incluso que tardaran más de una hora en
llegar hasta allí, simplemente abriendo una de las puertas del
ascensor privado, para que éste no funcionara.
Estaba perdida, cazada en la ratonera si no llegaba a un acuerdo
con el propio criminal.
Desde abajo, la voz preguntó:
—¿Qué le pasa? ¿No está míster Laxon?
—Míster Laxon no puede ponerse ahora.
—Ah, ya comprendo… Bien, entonces me permito advertírselo a
usted. Alguien sube.
Dice que es un médico y que lo ha llamado míster Laxon.
«Mentira —pensó Nora—. Laxon no ha podido llamarle…». Pero
dijo en voz alta:
—Está bien, lo recibiremos. Gracias por la advertencia. Colgó
lentamente.
Fuera quien fuese el que estaba subiendo, y aunque hubiera dicho
una mentira al conserje, se trataba de un hombre que no era el
asesino. Porque el asesino estaba arriba, en el laboratorio
fotográfico. Fuera quien fuera, el desconocido podía significar una
ayuda.
Nora buscó a tientas una butaca y se sentó.
Sabía que estaba cara a la puerta, pues ya se había orientado un
poco por la situación de los muebles. Por allí tenía que llegar el
desconocido, el único hombre que en tocio caso podría ayudarla.
No se oía el ascensor. No se oía nada en ninguno de los rincones
del inmenso edificio.
Transcurrieron cinco minutos, diez.
Nora empezó a entrecruzar nerviosamente los dedos de sus
manos, mientras contenía la respiración y todo su cuerpo se tensaba
como un arco presto a dispararse.
Ella había notado ya que el ascensor tardaba sólo cuatro
minutos. No era posible que estuviese tanto tiempo como el que
había transcurrido desde la llamada del conserje.
¿O tal vez ella no había oído la puerta? Así era.
Nora no había oído a Madison cerrando cuidadosamente la
puerta del ascensor, ni había oído tampoco el levísimo ruido que éste
produjo al violentar la ventana.
No podía ver tampoco lo que estaba sucediendo a su espalda.
No podía ver al hombre que estaba ahora mirándola desde una
de las terrazas, al otro lado del gran ventanal.
Un hombre con los pies descalzos, un hombre al que gustaba
caminar como caminan las ñeras.

—Yo os digo que Biskell empezó a ser un asesino por un


desengaño sentimental. Todos los casos parecidos empiezan así.
¿No os acordáis, por ejemplo, de Jack el Destripador? Todos los que
matan exclusivamente mujeres, los que las odian, han empezado a
ser asesinos por la misma causa.
—Pero es que ése no es un hombre, es una ñera.
—Sus crímenes han sido demasiado horrorosos para tener,
después de todo, una raíz sentimental.
—¿Vosotros qué sabéis?
Les hombres que, discutían, todos ellos bien vestidos y con
detalles que denotaban auténtica riqueza, miraron hacia el único del
grupo que había permanecido silencioso hasta entonces.
—¿Qué dices tú, Bentham?
Bentham, antes de contestar, dirigió su mirada al cadáver.

Sí, porque allí había un cadáver.


Solemne, vestido en su último traje negro, descansaba en un
ataúd de caoba que había costado un porrón de dólares.
Aquella conversación sobre crímenes en una noche de tormenta,
tenía lugar en una habitación donde varios hombres de negocios
estaban velando a otro negociante muerto.
Todos ellos, gruesos y con los ojos brillantes, parecían grandes
buitres esperando en torno a su presa.
A través de la ventana, situada en un alto piso del rascacielos, se
divisaba una fantástica perspectiva de la gran metrópoli iluminada por
los relámpagos, y donde los otros rascacielos parecían dedos
siniestros amenazando a la noche.
Bentham susurró.
—Esta conversación no me gusta.
—¿Por qué? ¿Te da miedo?
—No es eso, pero…
—¿Sabes ya que Biskell ha logrado escaparse? ¿Sabes que
podría estar aquí, cerca de nosotros, tal vez en el piso superior?
—En el piso superior —dijo ahogadamente Bentham— vive
Laxon. Y la persona que está con él no es Biskell, sino una mujer
sensacional. La he visto entrar hace unas horas.
—Lo dices como si tuvieras envidia… Bentham rechinó los
dientes.
—¡Callaos! —gritó—. ¡Idos al infierno!
—¿Pero qué te pasa?
—Nada. Voy a salir a fumar un cigarrillo. Dejadme en paz.
Salió de la habitación y aun del mismo departamento, cuyas
puertas estaban adornadas con crespones negros.
Más allá de las ventanas, la tempestad se había puesto a rugir
como un animal agonizante.
CAPÍTULO IX

Nora aguardó todavía cinco minutos más.


Ella no conseguía verse, pero su rostro estaba espantosamente
blanco. Gruesas gotas de sudor helado resbalaban por sus mejillas.
Estuvo tentada de arrancarse la venda para intentar ver, pero
comprendió que nada conseguiría, salvo estropearse los ojos
definitivamente y tal vez quedar ciega para toda la vida.
Pero era seguro que el hombre cuya llegada le había anunciado
el conserje ya no subiría hasta allí.
Nora ignoraba que aquel hombre estaba a su espalda, mirándola
a través de los cristales del ventanal, e ignoraba también que había
llegado hasta allí saltando de terraza a terraza con los pies
descalzos.
Palpitaba una mirada enigmática y lejana en los ojos de aquel
hombre, una mirada que hubiese hecho temblar a Nora caso de
poder verla.
Cuando los nervios de la mujer no pudieron resistir más, descolgó
el teléfono sabiendo que desde conserjería o desde la centralilla
recogerían la llamada.
Pero nadie contestó.
No se oyó tampoco el sonido característico que produce un
teléfono cuando las condiciones de comunicación son normales. Nora
no percibió más que un silencio absoluto, completo, como si el
auricular estuviera aislado del mundo. Atónita, necesitó casi un largo
minuto para convencerse de que alguien había cortado la línea.
Estaba ciega y sola en aquel rincón de Nueva York. Más sola que
si la hubieran abandonado en una isla desierta.
Desalentada, sin fuerzas, colgó el teléfono.
Fue entonces, al rozarlo, cuando se dio cuenta de que había otro
al lado. Sobre la mesita descansaban dos teléfonos.
Comprendió.
Uno era el general de la casa, desde el que se pedía
comunicación con el exterior por medio de la centralita o de
conserjería. A través de ese teléfono la habían llamado desde
conserjería minutos antes. Y luego estaba el otro, el que sin duda
comunicaba directamente con el laboratorio fotográfico, desde el cual
le había hablado la misteriosa voz.
Ése no se atrevió a descolgarlo, porque sabía de sobras que iba
a hablar con un asesino.
Pero el timbre sonó.
Nora sintió como si el campanillazo repiquetease en su cráneo y
estuvo a punto de lanzar un grito de angustia, mientras sus manos se
crispaban en el aire.
El teléfono estuvo sonando durante casi un largo minuto, mientras
Nora respiraba jadeante.
Por fin lo descolgó.
La misma voz silbante de la ocasión anterior dijo:
—He de hacerle una advertencia. Nora dijo temblorosamente:
—Hágala.
—He cortado la línea telefónica que puede ponerla en
comunicación con el exterior.
—Ya lo he notado.
—¿De modo que ha intentado pedir ayuda?
—¿Le extraña?
El dueño de la voz silbante rió silenciosamente.
—No lo haga, muñeca. Será inútil.
—Puedo pedir socorro de otro modo.
Nora intentaba convencer al desconocido de que aún no estaba
perdida, de que tenía importantes triunfos en su mano, pero el otro
volvió a reír silenciosamente.
—¿Cómo quiere pedir ayuda? ¿Asomándose a las ventanas? No
hay nadie en dos pisos más abajo, y además todo el mundo tiene
cerradas las ventanas a causa de la tempestad. Eso contando con
que el ruido de los truenos permitiese oiría, muñeca.
—Seguro que alguien notará que el teléfono na funciona y lo
arreglarán de algún modo.
—Durante la madrugada no se hacen reparaciones, monada.
Paro además sería completamente inútil. He estropeado también,
después de varios intentos, el ascensor directo hasta ese piso.
Aunque usted pidiera socorro, el que quisiese prestárselo tendría que
subir a pie…, ¡y estaría subiendo más de una hora! ¿Cree que en
ese tiempo no podría asesinarla cien veces? ¿O pretende acaso que
la salven en helicóptero?
Nora intentó no desanimarse y gastó su último cartucho en poner
nervioso a aquel hombre para forzarle a un arreglo que le permitiera
a ella salir de allí.
—Ha cometido un error —musitó.
—¿Sí? ¿Cuál?
—Al estropear el ascensor, el conserje habrá notado algo raro.
Estará sobreaviso. Como un ascensor es indispensable para vivir a
esta altura, ordenará en seguida que vengan a repararlo y se
producirá una investigación. Creo que le conviene no arriesgarse más
y hacer un trato conmigo.
—No hay trato, preciosa. Necesito que esté ahí quieta hasta el
mediodía, y va a estarlo.
Si intenta algo quedará quieta igualmente…, pero para toda la
eternidad.
Nora adivinó que su interlocutor iba a colgar. Dijo con voz ansiosa:
—Se equivoca. ¡Está cometiendo un terrible error! Pero, ya que
no vamos a conocernos, quiero que me aclare algo que no
comprendo.
—Con mucho gusto, muñeca. ¿Qué es?
—¿Por qué ha ocultado el cadáver de Laxon?
—Ya se lo he dicho. No quiero que el crimen sea descubierto
hasta pasado el mediodía.
—Comprendo…
Pero en aquel momento Nora comprendió también algo más.
Estaba cometiendo un terrible error. Ella sí que lo cometía, no el
desconocido de la voz silbante.
No había dicho una palabra acerca del hombre que se suponía
estaba junto a ella. Si el asesino llegaba a darse cuenta de que
estaba sola, la mataría; con toda impunidad.
Fue a decir algo, fue a mentir hablando del supuesto hombre que
estaba junto a ella, pero el asesino pareció adivinar sus
pensamientos a través del cable.
—No se preocupe, preciosa. Sé que está sola. Nora ahogó un
grito de horror.
—Se equivoca… —logró balbucir—. Además, no tiene ningún
medio para saber si estoy o no acompañada.
—Sí, tengo uno. Lo he descubierto un par de minutos antes de
llamarla, y me será de mucha ayuda.
—¿En qué… consiste?
—Laxon tenía un micrófono que ponía en comunicación su piso
con el laboratorio fotográfico. Le he descubierto hace unos instantes.
Se oye todo lo que ocurre ahí abajo, y últimamente no he oído más
pasos que los suyos, muñeca. Sólo su taconeo. Si estuviera algún
hombre ahí, por fuerza hubiese tenido que oír sus pisadas, que son
muy distintas.
Nora comprendió que aquello echaba a rodar definitivamente sus
últimas esperanzas.
No sólo no podía pedir auxilio, sino que, aunque pudiese, el
asesino la oiría en el momento de hacerlo.
Apretó los labios desesperadamente y colgó el aparato. Ahora ya
nada podía hacer.
Lejos estaba de sospechar que a poca distancia de ella, tras los
cristales, un hombre la estaba mirando.
Poco podía sospechar tampoco que abajo, en las profundidades
de la casa, otro hombre se disponía a ayudarla.

El conserje se puso en comunicación con la encargada nocturna


de la centralita.
—Silvia…
—Dígame.
—¿Puedes tú comunicar con el departamento de míster Laxon?
—No sé; déjeme probar.
Transcurrieron unos minutos y luego la voz de la telefonista
informó:
—No puedo comunicar. Y es extraño; parece como si la línea
estuviese cortada.
—Lo mismo me ha parecido a mí. He intentado llamar ya dos
veces.
—¿Qué cree que ocurre?
—No lo sé, pero me parece muy extraño. También se ha
estropeado el ascensor, cosa que no había ocurrido jamás. Es un
mecanismo garantizado y antes de la noche no presentaba ninguna
señal de avería.
La voz de la telefonista tembló imperceptiblemente.
—Sí que es extraño…
—Además, hace poco ha subido un tipo asegurando ser médico y
acudir a una llamada de míster Laxon. Ese tipo no ha bajado aún, lo
cual me parece muy sospechoso.
—Por lo que dice, también me lo parece a mí. ¿Qué piensa
hacer?
—Voy a subir inmediatamente.
—¿Por qué no avisa a la policía?
Los labios del conserje se doblaron en una sonrisa irónica.
—Míster Laxon nunca me lo perdonaría si yo estuviese
equivocado y le metiera la policía en casa —explicó—. Sabes de
sobra cómo es. Tiene asuntos muy sucios en su cuenta. Además,
hay una mujer arriba.
—Lo sé.
—Por lo tanto, lo que haya que hacer lo haré yo solo. No puedo
arriesgarme, míster Laxon da propinas demasiado buenas.
—Y hace insinuaciones demasiado vergonzosas —dijo la
telefonista.
—Eso no es asunto mío.
—¿Pero cómo va a llegar arriba si está estropeado el ascensor?
¿No se da cuenta de que tardará más de una hora?
—No emplearé el ascensor especial, sino otro de los que llegan
cinco pisos más abajo.
—¿Y no será peligroso?
—No te preocupes —rió el conserje lúgubremente—. Tengo una
pistola y sé usarla. La telefonista dijo cansadamente:
—No creo que a estas horas venga nadie, pero le sustituiré
mientras está arriba. Y salió cansadamente de su cuchitril, situado en
los sótanos del inmenso edificio.

El hombre que estaba tras los cristales del ventanal, mirando


hacia el interior de la pieza, sintió que las ráfagas de lluvia, cada vez
más furiosas, llegaban ya hasta su espalda.
La mujer, después de colgado el teléfono, estaba quieta junto a
una de las butacas, de rodillas en el suelo, y parecía llorar
silenciosamente.
Nora se sentía más sola, más perdida y más desesperada que
nunca. El hombre decidió entrar.
El sonido casi continuo de los truenos hubiera permitido que por
allí pasase un regimiento de caballería sin que nadie se diera cuenta.
Por eso el hombre, que además iba descalzo, no podía tener el más
mínimo temor de ser oído.
De todos modos quería hacer las cosas bien. Sabía que un cristal
roto o una ventana violentada suelen ser excelentes pistas. Por eso
fue tanteando todas las puertas de cristal y las ventanas que daban a
la terraza, buscando una que estuviese abierta.
No la había.
Extrajo entonces un pequeño pedazo de diamante y se dispuso a
cortar el cristal de una de las puertas junto a la cerradura.
Estaba haciendo eso cuando vio a su espalda una sombra.
CAPÍTULO X

El hombre estaba apenas a quince pasos de él, y acababa de


llegar saltando por las terrazas. Madison lo vio a la luz de un
relámpago tan claramente como si fuese de día.
El conserje también lo vio a él.
Y no fue eso solo, sino que se fijó en un detalle que le hizo
estremecer. Aquel hombre, que se había presentado como médico,
estaba descalzo. Era exactamente igual que Biskell, el fugitivo.
Cien relatos de horror leídos en los periódicos, cuando se vio el
juicio contra Biskell y éste fue condenado a muerte, acudieron en un
solo instante a la memoria del conserje.
—Per… pero… —balbució.
Madison se movió con la velocidad de un animal de la selva,
salvando en sólo dos saltos la distancia que le separaba del
conserje.
Éste no vaciló ni un segundo más. Abrió fuego.
El estampido se confundió con el bramido de un trueno, cuando el
rayo pasaba entre las torres de dos rascacielos.
Madison se arrojó al suelo porque adivinó la intención de su
adversario. Sabía que éste iba a apretar el gatillo. La bala pareció
resbalar en los charcos de la terraza y se perdió con una especie de
chapotea Siniestro junto a una de las barandillas. Madison dio dos
vueltas sobre sí mismo mientras el conserje disparaba otra vez, no
extinguidos aún del todo los fragores del trueno.
A Norma, desde dentro, le pareció oír el segundo estampido,
pero no estuvo segura.
El conserje fue a disparar otra vez, pero ahora fa oscuridad era
casi completa. Después del relámpago, parecía como si las tinieblas
más espesas se hubieran desplomado sobre el rascacielos. Madison
desapareció como un gato mientras el otro intentaba ver.
Sólo acertó a distinguir, atónito, una parte de la espalda del
fugitivo, que se perdía saltando entre las terrazas como un auténtico
felino.
El conserje lanzó un grito gutural y corrió en su persecución,
mientras levantaba la pistola de nuevo.
No llegó a usarla.
De pronto una mano brotó de las tinieblas, cuando pasaba junto a
la barandilla, y con un aullido infrahumano el conserje del edificio fue
lanzado hacia los abismos.
CAPÍTULO XI

Treinta metros más abajo, había una segunda terraza desde la


cual también se divisaba una soberbia perspectiva de Manhattan.
Pero aquel hombre no llegaría a verla nunca. Su cuerpo se
estrelló contra el suelo, su cabeza produjo un estallido, e
instantáneamente el agua que caía sobre él empezó a teñirse de
rojo.
Quedó allí quieto, muerto, como un muñeco desarticulado.
El piso al cual correspondía aquella terraza estaba dedicado a
oficinas, y no había nadie a aquella hora de la madrugada. El
chasquido del cuerpo al caer no produjo la menor alarma.
A Nora le pareció oír aquel grito mezclado con el fragor del
trueno, pero tampoco estuvo segura de no haber sido engañada por
sus sentidos.
Toda la ciudad parecía temblar, iluminada tétricamente por los
relámpagos, y resultaba casi imposible distinguir los ruidos
mezclados al fragor de la tormenta.
Pero casi estaba segura de que había sido un grito humano. Un
grito de agonía y de horror.
Con una loca esperanza haciéndole saltar el corazón, asió de
nuevo el teléfono.
—Óigame… Óigame…
Nadie le contestaba desde arriba, desde el laboratorio fotográfico
donde debía encontrarse el asesino.
Las esperanzas de Nora se confirmaron. Contuve la respiración,
esperando que alguien contestase.
El timbre automático, arriba, sonó de una manera insistente e
inútil. Nadie descolgó el auricular.
Nora exhaló un suspiro. Era horrible alegrarse de una cosa así,
pero no podía evitarlo. Ahora estaba libre y ya no corría ningún
peligro. El asesino se había precipitado hacia los abismos al hacer
cualquier movimiento imprudente.
Ya no la amenazaría más.
Ahora sólo se trataba de esperar hasta el amanecer, a que
llegara el ayudante del doctor Patrick.
Recobrando la agilidad casi de pronto, se puso en pie y caminó
hacia donde creía haber visto un mueble bar cuando entró en la
casa.
Lo encontró.
Era una magnífica pieza de plata y caoba, que se abría
oprimiendo un resorte. Nora tuvo la suerte de encontrarlo pronto,
porque se sentía desfallecida.
Destapó varias botellas, oliendo su contenido, hasta dar con una
que contenía brandy.
En contra de su costumbre bebió a chorro, abrasándose la
garganta y manchándose las ropas. Pero al terminar se sintió mucho
más fuerte y animada que antes.
Pensó que tenía que salir de allí.
Ahora que no corría peligro, podía descender por las escaleras,
sujetándose a la barandilla y tanteándolas una a una. ¿Qué
importaba si se pasaba así toda la noche? Tenía tiempo. Aguardaría
en el vestíbulo al ayudante del doctor Patrick. Allí, junto al conserje,
se sentiría completamente segura.
Tanteó, buscando su bolso.
¿Dónde lo había dejado?
Con las manos por delante, como una sonámbula, fue al sitio
donde estaba antes. Tampoco. Empezó a pensar entonces si el
doctor Patrick no se lo habría llevado al dormitorio.
Tuvo miedo.
¿Pero por qué vacilar? Ahora el cadáver de Laxon no estaba en
la butaca. Podía palparlo todo con completa tranquilidad. Ninguna
sorpresa le aguardaba en la gran casa vacía.
Avanzó, tanteando.
Una puerta, dos… El silencio parecía poder palparse, como si
fuera también una cosa física. Llegó a lo que calculaba era el
dormitorio. Se desvió, avanzando unos pasos hacia la derecha.
La butaca.
La tanteó con el pie, mientras se inclinaba, antes de depositar sus
manos en ella. Y de pronto el horror.
El horror como una cosa cálida, viscosa, penetrante, que
resbalara poco a poco por su espalda.
Porque acababa de palpar el delgado estilete clavado en la nuca
de Laxon. Y, junto al estilete, todo lo demás.
El cadáver de Laxon, al ser empujado involuntariamente por la
ciega, cayó blandamente a tierra.
CAPÍTULO XII

—¿No os parece que ese cadáver se ha movido?


—¿Pero qué dices, loco?
—Tú ves visiones. ¡Si está más muerto que Noé! ¡Si van a
enterrarlo dentro de unas horas!
Los hombres que rodeaban el féretro se miraron estupefactos.
Una extraña, una inquietante mueca flotaba en sus rostros.
Fue Bentham el primero en reaccionar.
—Ha sido el relámpago —dijo.
—¿Qué relámpago ni que…?
—La luz de un rayo proyecta sombras a través de las ventanas
—susurró—, y hace que las cosas parezcan moverse. No me extraña
que en el rostro del, muerto haya aparecido lo que podía confundirse
con una mueca.
El que había hablado antes dejó caer el periódico a sus pies. El
periódico estaba abierto por las noticias de Bolsa.
—No es sólo eso —musitó.
—¿No?…
—Antes me ha parecido oír un grito de agonía. Bentham rió
silenciosamente.
—Bueno, no creerás que ese grito lo ha lanzado el cadáver que
estamos velando —susurró.
—Ese cadáver ha estado mucho tiempo solo.
—¿Qué pretendes decir?
—Que…, que a veces salimos a tomar el aire fresco y…
Bentham volvió a reír.
—¿Y piensas que, al quedarse solo, el muerto se levanta y
empieza a lanzar gritos de agonía?, ¿no?
—Ya comprendo que es absurdo, pero…
Pero el hombre no podía estar tranquilo, eso era evidente. Se
acercó al cadáver y le puso las manos en las sienes.
El frío que a través de aquella piel se transmitió a sus manos, fue
sencillamente espantoso.
—¿Dudabas de que está realmente muerto? —preguntó
burlonamente Bentham.
—Perdonad. Ya sé que es ridículo, pero…, ¡pero no puedo
resistirlo!
Bentham se puso en pie y caminó unos pasos a lo largo de la
espaciosa sala, con las manos unidas tras la espalda.
—Esto es ridículo —musitó—. Todos nosotros somos financieros,
hombres acostumbrados a las jugadas de Bolsa y habituados a las
emociones más fuertes que puede sentir un hombre, que son las de
ganar o perder una fortuna en una sola mañana. Sin embargo,
estamos poniéndonos nerviosos por la simple presencia de un
muerto, una persona, además, a la que todos conocíamos bien.
Estamos aquí velándole y cumpliendo el último deber de amistad. ¿A
qué viene toda esta comedia? ¿Por qué hemos llegado a pensar que
el pobre puede levantarse, o tonterías por el estilo?
Hizo un ademán y añadió:
—Le hemos dejado solo muchos ratos, cierto, pero ¿es que los
muertos se levantan cuando uno no los ve?
—No lo sabemos —dijo lúgubremente el del periódico—.
Precisamente en los momentos en que nadie, los ve, nadie sabe lo
que hacen.
—¿Pero de qué tonterías estás hablando?
—¿Quién nos habla del reino de los muertos? Nosotros decimos:
«Esto es absurdo», o «Aquello no es posible», sin darnos cuenta de
que nos referimos siempre a la vida, pero no a la muerte. Nadie ha
entrado en el reino del Más Allá y ha vuelto después. ¡Nadie, nadie
absolutamente! ¿Por qué hemos de suponer que hay cosas que
nunca suceden?
—Porque nunca suceden —dijo calmosamente Bentham.
—¡Tú qué sabes! Tú dices eso porque tienes nervios fríos como
el hielo, pero en realidad…
—Al menos —susurró Bentham—, reconocerás que entre los
muertos y nosotros no puede existir comunicación. Es decir, entra en
lo posible que ellos hagan esto o aquello, pero nosotros no lo
sabemos, Cuanto hacen los muertos, si es que hacen algo, resulta
invisible para nosotros.
—Excepto en determinados momentos —dijo el del periódico
temerosamente—. Reconocerás que esta noche se ha juntado todo
para dar una impresión de pesadilla.
—Es cierto.
Los que velaban el cadáver quedaron silenciosos un momento.
—Pero, en fin —dijo Bentham—, ¿para qué hablar más de eso?
Vamos a ocupamos de cosas más interesantes, puesto que
estaremos aquí durante toda la noche. ¿Tú, Pierce, no estabas
leyendo en ese periódico la sección de Bolsa? He visto que cuando
se te ha caído estaba abierto justo por esa página.
—¿Sí?… Te fijas mucho. ¿Y qué?
—Nada, hombre, no estés tan nervioso. ¿Dice el periódico alguna
cosa interesante?
—En las páginas de Bolsa da una noticia extraordinaria. Laxon ha
comprado acciones de una importante compañía naviera. Parece
mentira. No se ocupa de nada, excepto de perseguir mujeres, y sin
embargo el volumen de sus negocios aumenta cada día.
—Es una cuestión de confianza —dijo Bentham.
—¿Qué quieres decir?
—La gente tiene confianza en él, y por eso las acciones de sus
empresas se mantienen en la Bolsa y no pierden puntos, aunque de
vez en cuando los dividendos no sean satisfactorios. Los accionistas
piensan que Laxon entiende de negocios marítimos y que siempre
triunfará. Saben también que no tiene escrúpulos, y eso inspira
mucha confianza en el mundo de los negocios.
—¿Escrúpulos? Ninguno de nosotros los tenemos —dijo otro de
los financieros que se encontraban allí.
—Ni el muerto los tenía —añadió otro.
—Laxon menos que nadie —dijo Bentham.
—¿Menos que tú?
Bentham se mordió los labios.
Todos estaban allí velando al muerto, pero en el fondo todos eran
rivales y enemigos.
A poco que la conversación continuara por aquel camino, el
velatorio terminaría en una pelea.
Por eso cambió ligeramente de tema.
—Es raro que Laxon no haya venido —dijo—. Conocía al difunto.
—Y vive arriba, ¿verdad?
—Sí. Realmente no le costaba demasiado trabajo descolgarse
por aquí a hacernos compañía un rato.
—Seguro que está con una mujer.
—Eso es lo que pensamos todos.
Bentham se encogió de hombros y musitó:
—Bueno…, ¿a nosotros qué nos importa? Lo que haga Laxon no
es asunto nuestro. Voy a salir fuera a tomar un rato el aire fresco.
Aquí me ahogo.
Salió de la habitación.

Esta vez Nora no pudo evitar el grito, un grito de horror que


normalmente se hubiera oído en los otros pisos, pero que fue
ahogado, como tantos otros sonidos, por el fragor impresionante del
trueno.
La tempestad aumentaba su furia a cada momento, y a través de
las ventanas no se veía nada a causa de la espesa cortina de agua
que se desplomaba entre los rascacielos.
Claro que eso a Nora no le importaba, porque ni siquiera podía
ver lo que tenía a sus pies.
Moviéndose, rozó con el muerto.
Retrocedió poco a poco, moviéndose en el mar de tinieblas a que
la había condenado la venda en los ojos. Cuando su espalda chocó
contra una de las paredes, se detuvo jadeante, como si hubiera
estado realizando un terrible esfuerzo.
Angustiosamente, intentó pensar.
La presencia del cadáver allí significaba que el asesino se movía
con libertad dentro del departamento. Había ocultado el cadáver y
luego lo había vuelto a colocar en la butaca. Eso significaba que ya
sabía que estaba sola. Eso significaba que podía matarla en
cualquier momento, con sólo molestarse en acercarse a dos pasos
de ella y clavarle el estilete donde más le gustara.
¿Por dónde entraba el asesino?
Nora no podía saberlo, pero era fácil que hubiese en el
departamento una entrada de servicio. Es más, lógicamente tenía
que haberla. Y el asesino se movería a través de ella con la mayor
libertad.
Siendo así, ¿por qué no la mataba?
¿Por qué no eliminaba aquel estorbo de una vez? ¿Qué satánico
juego era aquel de ocultar y mostrar el cadáver?
De pronto Nora oyó un ruido.
Un ruido que sonaba frente a ella, en la oscuridad, como si
alguien se acercase poco a poco.
Alguien que caminaba igual que un gato… Nora retrocedió,
palpando las paredes.
El sonido se reprodujo. Oía una respiración anhelante que se
aproximaba a ella.
¡El asesino! ¡El asesino estaba allí!
Nora pensó en su hijo, en su pobre hijo que ya no recibiría ayuda
cuando más la necesitaba.
Fue a caer de rodillas, gimiendo, cuando en ese momento
llamaron a la puerta.
CAPÍTULO XIII

—¡Abran! ¡Policía!
Nora sintió que se doblaban sus rodillas y cayó a tierra. ¡La
policía estaba allí! ¡Era un milagro! ¡Se había salvado!
Sollozando, avanzando de rodillas a través de la habitación, llegó
hasta la puerta del vestíbulo.
Durante unos segundos oyó aún la respiración jadeante tras ella y
pensó desesperadamente que el asesino iba a alcanzarla, pero
pronto aquella respiración se perdió en las tinieblas.
Hizo girar el pomo de la puerta. Aunque no pudo verlos, presintió
que había varios hombres frente a ella.
—Policía —repitió uno de ellos.
—Gracias… a Dios.
Varios hombres entraron. Cuatro en total. Eran agentes
uniformados de la Metropolitana y llevaban las manos descansando
sobre las fundas de sus pistolas.
—¿Quién es usted? —preguntó uno de ellos.
Nora no podía verle, pero aquel hombre era Malcomb, un
sargento de patrulleros.
—Me llamo Nora…
—¿Es la inquilina de este apartamiento?
—No… Claro que no.
—¿Dónde está míster Laxon? Nora suspiró:
—Muerto…
—¿Qué dice?
—Lo he explicado antes al doctor Patrick, médico, pero tampoco
ha querido creerme. El sargento Malcomb gruñó:
—Muchachos, registrar el apartamiento.
Mientras los demás obedecían, él se quedó junto a Nora.
—¿Tiene usted algún documento de identidad, señorita?
—Señora —rectificó ella suavemente—. Soy viuda.
—Confieso que no lo parece. Pocas mujeres se ven con un
aspecto tan juvenil como el suyo. ¿Qué le ocurre en los ojos?
—Acaban de operarme. Una intervención sin demasiada
importancia, pero tengo que llevar los ojos vendados por lo menos
hasta la primera cura. En cuanto a los documentos de identidad…,
se los mostraré en cuanto sus hombres encuentren mi bolso.
—¿Dice que la ha operado un doctor llamado Patrick?
—Sí.
—¿Tiene su número de teléfono? Sin duda lo recordará. Nora lo
recordaba, en efecto.
El sargento descolgó el auricular.
—Será inútil, han cortado la línea —se apresuró a decir Nora, al
oír el sonido.
—Lo sé, pero hemos hecho una conexión. Nos ha llamado la
telefonista temiendo que al conserje pudiera haberle ocurrido algo.
Por cierto, ¿lo ha visto usted por aquí?
Se fijó entonces de nuevo en los ojos vendados de la mujer y
susurró:
—Perdone…
Se había establecido ya la comunicación. A pesar de lo avanzado
de la hora, el doctor Patrick no tardó en responder.
—Dígame.
—Le habla el sargento Malcomb, de la policía Metropolitana. ¿Ha
operado usted hoy a una cliente suya llamada Nora?
—Sí. ¿Ocurre algo?
La voz de Patrick reflejaba alarma.
—No. A ella no, por supuesto. Pero se encuentra en un
apartamiento que no es suyo, y dice que hay un muerto en él.
¿Puede usted orientarnos con relación a eso?
Se oyó el suspiro de cansancio del doctor Patrick.
—Ya dijo antes algo parecido, pero es una tontería. Habla de un
hombre, aunque no muerto. Por descontado, no hay ningún cadáver
ahí. ¿Algo más?
—Nada, gracias.
El sargento Malcomb colgó, dirigiendo una mirada de soslayo a
Nora. En aquel momento regresaban sus hombres.
—Nada, jefe.
—Ni hablar de muertos.
—¿No hay sangre?
—Ni una mancha.
Nora estaba atónita, crispada, pensando que no pudieran creerla.
Pero se hubiera inquietado mucho más aún caso de llegar a ver la
mirada burlona que flotaba en los ojos del sargento Malcomb.
—¿Habéis mirado las terrazas? —preguntó.
—Es inútil… —susurró Nora—. El cadáver estaba dentro.
—Sí, claro.
—¿Es que… no van a creerme?
—Por descontado que sí, señora. Todas sus manifestaciones
tienen para nosotros el mayor interés. Mirad por las terrazas,
muchachos. Lo siento, pero habrá que mojarse.
Los agentes salieron, y el sargento quedó otra vez a solas con
Nora.
—Perdone —susurró—. ¿Hace mucho que es viuda?
—Dos años.
—¿Amaba a su marido?
—¿Por qué… me pregunta eso?
—Es una tontería, pero contésteme.
—Le quería…, le quería porque me acostumbré a él. Mis padres
consideraron que era el esposo ideal y nos casamos. Pera durante
años mi corazón perteneció a otro. Eso… no tiene ahora demasiada
importancia.
—Lo comprendo.
—¿Por qué me ha hecho una pregunta tan extraña?
El sargento pensó: «Para encontrar una explicación al
desequilibrio nervioso que sin duda sufres», Pero como no se atrevió
a decir eso en voz alta, explicó tan sólo:
—No tiene importancia. A veces los policías hacemos esas
preguntas tan extrañas por pura rutina. ¿Quién era el muerto, según
usted?
—Laxon.
—¿Lo ha visto?
—Claro que lo he visto. Antes de que me operara el doctor
Patrick.
—Y él, en cambio, no lo ha visto, ¿verdad?
—¿Qué pretende decir? El sargento sonrió.
—Nada.
En aquel momento, los agentes inspeccionabais metódicamente
las terrazas.
Uno de ellos, a la luz de un relámpago, vio el cadáver
descoyuntado del conserje varios pisos más abajo.
CAPÍTULO XIV

El agente que había hecho el macabro descubrimiento volvió


empapado al vestíbulo para llamar:
—¡Sargento Malcomb!
—¿Qué ocurre?
—Ya hemos descubierto ese cadáver. La mujer no mentía del
todo. Está unos pisos más abajo, en una terraza.
Nora lanzó un suspiro.
—De modo que lo han hallado al fin…
—Es el conserje o vigilante nocturno de la casa —informó el
mismo policía—, o al menos así lo parece por el uniforme.
Nora abrió la boca con expresión de angustia.
—No es ése.
—¿Qué quiere decir?
—El cadáver de que yo hablo es el de Laxon, el inquilino de este
apartamiento. No tiene ningún parecido con el vigilante de noche.
Además, le habían clavado un estilete muy fino en la nuca, y por eso
no se había derramado una gota de sangre.
—¿Cómo puede afirmar eso con tanta seguridad si de momento
está usted ciega? —preguntó Malcomb.
—He tropezado con ese cadáver hace unos momentos —susurró
Nora.
Malcomb se encogió de hombros, mientras hacía un gesto de
resignación mirando a su agente.
Nora lo adivinó.
—¿Es que no me creen? —preguntó en un susurro.
—¡Oh, claro que la creemos! Usted nos ha hablado de un
cadáver, y el cadáver está abajo. Es más que probable que lo hayan
lanzado desde aquí, pero usted no ha oído nada, ¿verdad?
—Nada… Claro que no. Es decir, no estoy segura.
—Sin embargo, sí que está segura de que el muerto era otro. En
fin, todo se aclarará. Y entre otras cosas aclararemos por qué está
usted aquí, no se preocupe. Ahora vamos abajo.
—Por Dios… —musitó Nora.
—¿Qué ocurre?
—Llévenme con ustedes. No me dejen aquí.
—¿Por qué?
—¿Es que no se dan cuenta? ¡El asesino puede estar aún aquí!
¡Me matará si me dejan sola!
—Acabamos de registrar el apartamiento —dijo abruptamente
Malcomb—. Donde puede estar el asesino es abajo, y no voy a
correr riesgos inútiles. Quédese aquí hasta que subamos dentro de
unos minutos.
—¡Pero no pueden hacer eso! ¡No pueden dejarme sola!
Nora se retorció las manos angustiosamente, dándose cuenta de
que no la creían.
—¡El asesino está aquí! ¡Tienen que darse cuenta!
—No vamos demasiado lejos —susurró Malcomb—, pero para
que esté tranquila dejaremos a un agente de guardia en la puerta.
Nora suspiró.
—Está bien. Con eso es bastante, gracias…
Los hombres salieron. Uno de los agentes fue a quedarse junto a
la puerta, pero Malcomb le hizo un gesto.
—No te quedes —cuchicheó—. ¿No ves que está medio
trastornada? Todo lo confunde. Hay que registrar a toda prisa el
apartamiento de abajo y os necesitaré.
¡Vamos!
La puerta se cerró.
Nora se sintió más tranquila, al pensar que había un agente de
guardia a pocas yardas de allí, y se dejó caer sobre una de las
butacas, después de palparla.
Se llevó la mano derecha a la frente, que le ardía, y extendió el
brazo izquierdo hacia un lado del sillón.
Fue entonces cuando sus dedos tocaron algo. Algo mojado,
viscoso, espantosamente frío.
La mano de un hombre.

Nora no tuvo fuerzas esta vez ni para lanzar un grito. Quedó


paralizada, rígida, sin aliento, sintiendo que la angustia subía y
bajaba a través de su pecho como una cosa física.
La mano que tocaba estaba fría, y bastaba rozarla para
comprender que se trataba de la mano de un cadáver.
Estaba mojada. Las gotas de agua resbalaban por ella.
Instantáneamente, Nora comprendió.
El asesino lo había colgado del exterior cuando entraron los
policías. Hubo de obrar con una gran rapidez, pero de todos modos
le había quedado tiempo. Abrir una de las ventanas y colgar el
cadáver por el cuello valiéndose de un cinturón, como si fuese un
ahorcado. El otro extremo del cinturón podía asegurarse en cualquier
sitio no demasiado visible. Ninguno de los policías había abierto las
ventanas, porque a ninguno de ellos se le ocurrió que pudiera haber
alguien colgado del exterior, a aquella altura.
De haber mirado, habrían encontrado sin duda al asesino y la
víctima. La víctima colgada por el cuello; el asesino pegado al borde
de la ventana, soportando impávido las ráfagas de lluvia.
Era lo mismo que, a mucha distancia de allí, habían visto dos
borrachos sin que ella lo supiera.
Y ahora el asesino había vuelto a entrar. Ahora estaba allí.
Nora se puso en pie lentamente, muy lentamente, sintiendo como
si sus nervios crujieran.
Aguardó en cualquier momento la puñalada o las manos que la
estrangularían sabiamente, pero nada de eso llegó.
A su alrededor flotaba el silencio.
Locamente pensó que podía llegar a la puerta y llamar al agente
que estaba de guardia allí. Pero no. El asesino no le daría esa
oportunidad.
Respiró jadeante.
Sabía dónde estaba la puerta. Sabía que ésta se hallaba solo a
unos once pasos a la izquierda.
Poco a poco avanzó a través de las tinieblas. Nadie la molestó.
Cuando llegó a tocar el pomo de la puerta, casi no podía creerlo.
Tal vez el asesino no quería causarle daño. Tal vez, después de
todo, había sentido lástima de ella. Abrió la puerta y susurró:
—Gracias a Dios… Venga, por favor, agente. Nadie le contestó.
Atónita, Nora palpó la pared del vestíbulo, sin encontrar a nadie.
Fue entonces cuando se dio cuenta, con horror, de que todos los
policías habían bajado a registrar el otro apartamiento. Ella estaba
tan sola como antes, tan sola otra vez como en una isla desierta.
En aquel momento se puso a repiquetear insistentemente, dentro
de la habitación el timbre del teléfono.
CAPÍTULO XV

Podía ser una ayuda.


Nora no se sentía capaz de descender a ciegas por las
escaleras, sin saber siquiera dónde estaba el departamento al que
habían bajado los policías. Además en las escaleras cualquiera
podía empujarla, y el asesinato parecería un accidente.
¿Gritar?
No. Gritar sería inútil porque todo el inmenso rascacielos parecía
sacudido por los truenos, en una de las tempestades más violentas
que ella recordaba. Una persona con visión normal hubiera podido
gritar aprovechando el momento en que no hubiese ningún trueno,
pero Nora no estaba en situación de hacerlo.
Mientras, el sonido del timbre seguía llegando hasta ella, en los
breves intervalos que permitía el fragor de la tormenta.
Nora avanzó hacia allí, guiándose por el sonido como otras veces,
y recogió el auricular.
—¿Qué quiere ahora? —preguntó nerviosamente—. ¿Se da
cuenta de que jugamos al gato y al ratón? Aún tiene una oportunidad
de escapar, si es que no se ha vuelto loco.
Una voz desconocida susurró:
—¿Qué dices?
Aquella voz no la recordaba Nora, pero, sin embargo trajo a su
memoria extrañas resonancias.
—¿Quién… eres?
—¿No te ha recordado nada mi voz, Nora?
—No sabría decirte. Es…, es como algo que perteneciese a otro
tiempo. Pero no puedo recordar…
—Fred Madison.
Nora lanzó un ahogado gemido, mientras se llevaba una mano a
los labios.
—¡Madison!…
De pronto pensó que tenía que ser él el asesino. Sintió un lento
estremecimiento.
—Fred… ¿Qué haces aquí?
El no contestó directamente. Su voz pareció llegar desde muy
lejos cuando susurró:
—Debes pensar que ha pasado demasiado tiempo, Nora.
—Yo…, creo que me porté mal contigo, Fred. Creo que te dejé
sin una explicación, sin una palabra. Obedecí a mis padres porque
pensé que éstos tenían razón, y traté de olvidarte con todas las
fuerzas de mi vida. No estoy segura de haberlo conseguido siempre.
Era extraño, pero le parecía como si sólo al hablar con Madison
ya no hubiera de correr ningún peligro. Como si el cadáver de Laxon,
que tenía a pocos pasos de ella no hubiera existido nunca.
—Yo tampoco estoy seguro de haberte olvidado —musitó él—, y
la prueba es que no me he casado ni he querido jamás a otra mujer.
Pero eso ahora carece de importancia.
—Sí —dijo ella, apretando los labios y queriendo mantenerse
serena—. Carece de importancia.
Añadió con voz silbante:
—¿Cómo estás ahí?
—No he querido que me viese la policía. Esto es un laboratorio
fotográfico muy bien montado. Un escondite magnífico.
—Fred…, ¿por qué no quieres que la policía te encuentre?
—Pueden acusarme de ser yo el hombre que mató al vigilante de
noche lanzándolo desde una de las terrazas.
—¿Es que estabas ya aquí?
—He llegado hace mucho rato.
—Fred… ¿Por qué? Comprende que no entiendo nada de todo
esto. Mi única y angustiosa pregunta ha de ser: ¿POR QUE?
—No comprendes por qué he venido, ¿verdad?
—Ésa es una de las muchas cosas que no comprendo. Sólo una
de ellas.
—He venido porque soy el primer ayudante del doctor Patrick.
—El doctor Patrick… Pero él me dijo que vendrías a las seis…
—También fue eso lo que me dijo a mí, pero no pude evitar llegar
antes al escuchar tu nombre.
—¿Cómo has entrado?
—No he entrado, Nora. Ella tembló.
—No comprendo…
—He saltado a través de las terrazas —dijo él suavemente—,
pero no he tenido ocasión de entrar.
—¿Saltar a través de las terrazas? ¿Te has dado cuenta del
peligro que corrías?
Fue una frase impulsiva, que no pudo evitar, y que la sorprendió a
ella misma porque le delató bruscamente la existencia de algo en lo
que ya no quería creer.
—Tengo práctica —dijo él—, y además me he descalzado. No
corría ningún peligro.
—Fred… Entonces…
—Vas a decirme que entonces debo haber visto al asesino,
¿verdad?
Ella se mordió los labios angustiosamente, pero no se atrevió a
pronunciar la palabra «asesino» por si lo tenía a su espalda.
—Eso es lo que iba a decir —jadeó.
—Lo he visto.
—¿Todo?
—Todo.
—Fred…
—Habla, Nora. Y no estés tan asustada. Se te nota el
nerviosismo en la voz. Intenta calmarte y piensa que yo estoy aquí
para ayudarte; que haré lo que sea.
—Entonces baja, Fred.
—Bajaré en seguida. ¿Dónde estás? En el vestíbulo, supongo.
Ahí se encuentran los teléfonos, ¿verdad?
—Sí.
—No te muevas.
—No lo haré, Fred.
Colgó el teléfono, mientras una loca esperanza anidaba en su
debilitado corazón.
Ni por un momento se le ocurrió pensar que podía haber dado
una cita al propio asesino.

Abajo, el sargento Malcomb y los policías estaban quietos bajo el


diluvio, mirando el cadáver.
—No presenta señales externas de violencia —dijo Malcomb—.
Lo que le ha causado la muerte ha sido caer desde la terraza
superior.
—¿Lo volvemos?
—No. Que nadie lo toque. Eso lo dejaremos para el forense.
—Se va a poner hecho una sopa, el tío. Malcomb gruñó:
—Me alegro. Que se pudra.
Entró de nuevo en el apartamiento destinado a oficinas, cuya
puerta habían tenido que violentar, y descolgó uno de los teléfonos,
poniéndose en comunicación con la Brigada de Homicidios.
—Malcomb. Ponme con el teniente Sidney.
Unos minutos después, el sargento de patrulleros había dado el
informe. Sabía que dentro de muy poco tiempo aquello sería un
hervidero. Cuando él descolgó el teléfono, debían estar ya sacando
al forense de la cama. Que se pudriera, cuerno.
Uno de los agentes se acercó a él.
—¿Y ahora qué? —preguntó.
—Registrad el departamento. El culpable, sea quien sea, puede
haberse escondido aquí. Es el mejor sitio.
—¿Qué piensa de la chica que hay arriba?
—Que está así.
E hizo una expresiva seña con las dos manos, dibujando unas
imaginarias curvas en el aire.
—Que está así ya se ve, pero me refiero a la cabeza. ¿Cree que
miente o que está loca?
—Lo sabré cuando haya verificado la llamada al doctor Patrick.
Antes me ha dado el número ella. Ahora veré si es auténtico. Una
comprobación obligada, claro.
Tomó la guía telefónica de uno de los estantes, copiando el
número y llamando a continuación. Le cito testó el mismo doctor
Patrick. La verificación era correcta.
—Gracias —dijo Malcomb, colgando.
—¿Sí?… —preguntó el agente.
—El vendaje que lleva es auténtico. No parece sospechosa, por
lo tanto, pero creo que está equivocada en lo del segundo muerto. La
sacaremos de aquí en cuanto hayan llegado los otros. Ahora es
necesario registrar todo esto. ¡Rápido!
Con la pistola en la mano, para prevenir cualquier posible
sorpresa, los agentes obedecieron. Hasta casi quince minutos
después no regresaron junto a Malcomb, que había estado
registrando las terrazas.
—¿Nada?
—Nada, sargento.
Malcomb se acarició la barbilla.
—Es extraño. Seguro que el asesino está aquí, y además en los
pisos superiores. Ha podido salir después de asesinar al conserje,
pero no es probable, entre otras cosas porque hubiéramos visto
huellas de pies mojados en el vestíbulo.
—Las había.
—Pero yendo desde la puerta a los ascensores, no desde los
ascensores hasta la puerta.
—Cierto —susurró el agente.
—Por tanto el asesino tiene que estar aquí.
—¿Pero dónde?
Malcomb volvió a acariciarse la mandíbula.
—La lástima es que no dispongamos de un plano de este maldito
rascacielos. Ni siquiera tenemos una lista de inquilinos.
—Cargue ese trabajito al teniente cuando venga, sargento.
—Sí, pero me gustaría que el asesino no pudiera escapar
mientras tanto. ¿Dijiste a Burton que no se moviese del automóvil y
que vigilara la puerta del edificio?
—Claro que sí, sargento. Y Burton no quitará ojo, se lo aseguro.
Es un buitre.
—Baja tú para más seguridad. Quiero que te quedes de plantón
en el ascensor que hemos empleado, y que subas y bajes con él si
alguien lo llama. Al tipo que agarres empleándolo, me lo enchironas
en el coche patrullero hasta que yo vuelva.
—De acuerdo, jefe.
—Los otros que se distribuyan en la escalera y que sujeten
también a cualquiera que se mueva a estas horas. Jackson que se
quede conmigo para subir a la torre, al apartamiento de Laxon. Si no
fuera porque Riskell ha sido capturado hace muy poco, diría que el
asesino es él, de tan escurridizo como parece.
—Sí, jefe.
El sargento volvió a acariciarse la barbilla pensativamente,
mientras el agente desaparecía.
Gruñó, hablando consigo mismo:
—Lo más curioso es que el asesino tiene que estar en la parte
superior del rascacielos y ha encontrado además un pretexto para
moverse por él sin llamar la atención. No lo entiendo pero tiene que
estar aquí…
Malcomb no sabía hasta qué punto tenía razón.
El asesino estaba allí, a unas yardas por encima de su cabeza.
Nora lo estaba tocando.
CAPÍTULO XVI

Nora había avanzado a través de las tinieblas, buscando cerrar la


puerta mejor, después de creer haber oído un ruido en ésta.
Tanteó una silla que hasta entonces le había servido de
referencia.
No se dio cuenta de que aquella silla acababa de ser cambiada
de sitio, para así desviar en parte a Nora del camino que hubiera
seguido normalmente. No se dio cuenta tampoco de que así no
caminaba hacia la puerta, sino hacia un gran diván que ocupaba todo
un panel de pared, bajo una alegre sucesión de cuadros
impresionistas.
El asesino estaba allí.
Estaba allí mojado, quieto, chorreando sus ropas aún el agua que
habían tenido que soportar durante los largos minutos que pasó en el
exterior, a un lado de la ventana.
Tenía los ojos entrecerrados.
Sólo las manos del asesino se movían en aquella absoluta
quietud, acariciándose los largos dedos que iban a matar.
De pronto Nora percibió en su rostro una fuerte, una repentina
corriente de aire.
No se dio cuenta de que una ventana, junto al diván, estaba
abierta. Acababa de ser abierta por el asesino que descansaba junto
a ella. Desde aquella ventana se veía la calle a una altura inmensa,
come en el fondo de un pozo casi insondable.
Cualquiera que fuese arrojado desde allí moriría mucho antes de
tocar el suelo, donde quedaría materialmente deshecho.
Y Nora caminaba en línea recta hacia aquella ventana, pero ella
no podía verlo. El asesino se movió.
Sus ojos se dilataron un poco, mientras se ponía silenciosamente
en pie y crispaba las manos.
Todo iba a ser muy sencillo. En su fuero interno el asesino
pensaba que iba a ser asquerosamente sencillo.
En aquel momento Nora tendió la mano derecha, creyendo sujetar
el pomo de la puerta, y tocó la cintura del hombre.
—Fred… —dijo—. Fred…
Sus labios se iluminaron en una sonrisa de esperanza mientras
musitaba:
—¿Ya estás aquí?
El hombre no contestó. Se apartó sólo un poco, muy poco, para
que ella quedase frente a la ventana.
Nora palpó suavemente con su mano derecha el traje mojado,
cosa muy natural, porque el mismo Fred Madison le acababa de
decir que había tenido que estar fuera todo el tiempo. Aquella mano
fue ascendiendo unas pulgadas, y de pronto se paralizó.
Una mueca de estupor se dibujó en los labios de Nora.
Hacía muchos años que no veía a Fred Madison, pero le parecía
imposible que él pudiese tener ahora aquel vientre tan abultado, tan
de buen vividor. Y no sólo era eso.
Más extraño le parecía que Fred Madison hubiera disminuido de
estatura. Cuando ella le conoció, Fred era un hombre muy alto, casi
atlético, y éste, en cambio, tenía el estómago casi sosteniéndole el
corto pecho, lo que indicaba un tipo más bien bajo, sedentario, uno
de esos hombres que se pasan la existencia sentados en una silla.
El que tenía frente a ella no era Fred Madison. Y, si no lo era,
entonces sólo podía tratarse de…
Nora contuvo la respiración, mientras el grito de angustia pugnaba
por brotar de su garganta.
… —¡Del asesino!
Sintió que unas manos ávidas se acercaban en tomo a su cuerpo,
mientras era estrujada. Aquel buitre la acarició, palpó
miserablemente su hermoso cuerpo antes de matarla. De pronto
Nora fue empujada un paso hacia adelante, y se dio cuenta de que
ante ella sólo tenía el vacío. Sus rodillas chocaron coa el alféizar bajo
de una ventana.
Una ráfaga de lluvia chocó contra su rostro.
Abajo se oía el rumor del tráfico como una cosa lejana, casi
insensible, lo que indicaba que desde aquella ventana se caía
verticalmente sobre la calle, desde una inconmensurable altura.
Y entonces reconoció la voz, aquella voz que había oído por
teléfono en las ocasiones anteriores.
—Vas a caer, nena… Va a ser una muerte dulce, después de
todo… Te desplomarás sin ver el vacío y sólo sentirás que te falta la
respiración, que te ahogas… Cuando llegues abajo ya no habrá
sensaciones, nena… Todo habrá terminado en realidad mucho antes
de que mueras.
—¿Por qué? —gimió ella—. ¿Qué daño he hecho yo? ¿Por
qué?…
Las manos ansiosas del asesino, mientras la empujaban contra la
ventana, seguían acariciando su cuerpo.
—Es necesario matarte, muñeca… Ya has sido un estorbo
durante demasiado tiempo. Por tu causa se me han complicado las
cosas más de lo previsto. En realidad al matar a Laxon yo calculaba
que nadie se acercaría aquí durante toda la noche…
Nora se sujetó ansiosamente al alféizar, cara al vacío, mientras él
seguía empujándola.
—¿Por qué mató a Laxon? —susurró, intentando ganar tiempo,
aunque sabía que era inútil.
—Cuestión de intereses. Eso no te importa a ti, muñeca.
Teníamos puntos de vista distintos y no me quedó más remedio que
matarlo. El fin de su carrera significaba para mí cerca de un millón de
dólares.
—Cielos…
Ahora ella ya sentía las ráfagas de lluvia en la cara, en el cuello.
Sabía que si él la empujaba por las piernas la haría caer sin remedio.
Pero el hombre que tenía a su espalda lo confiaba todo a la fuerza
en lugar de a la habilidad, y el forcejeo trágico de los dos podía durar
varios minutos más… o nao durar nada.
—Pero yo nada tengo que ver con esto —susurró Nora—. Yo ni
siquiera sabía a qué se dedicaba Laxon…
—Tú descubriste el cadáver de Laxos mucho antes de lo que
convenía. Me interesa que nadie, absolutamente nadie, conozca lo
de su muerte antes de mañana al mediodía, cuando se cierre la
Bolsa de Wall Street.
—No lo entiendo…
—No lo entiendes porque no sabes lo que es la Bolsa, muñeca…
Tú solo sabes si una combinación de nylon es bonita o si unas
medias van a durar… ¡Deliciosa sabiduría! Pero los hombres
tenemos que ocuparnos de cosas mucho más sórdidas y concretas.
Por ejemplo, el dinero… —lanzó una risita nerviosa, mientras
apretaba a la mujer—. Si mañana al abrir la Bolsa se conoce lo de la
muerte de Laxon, sus acciones bajarán verticalmente y yo perderé
una fortuna. Tengo todo mi dinero invertido en las malditas empresas
de Laxon… En cambio, si nada se sabe hasta la hora del cierre, yo
habré tenido tiempo de vender mis acciones al precio de cotización.
Como esos valores están en alza, me producirán una bonita
fortuna… ¿No comprendes, preciosa? Mi gusto sería compartir esa
fortuna contigo, solos los dos en mi chalet de Long Island, pero no
puede arriesgarme. Con tu muerte, la atención de la policía se
dispersará. No se dedicarán a buscar el cuerpo de Laxon por ninguna
parte.
—Al contrario. Se equivoca, se equivoca completamente… Mi
muerte complicará las cosas más aún. Se darán cuenta de que hay
aquí un asesino…
—¿Por qué han de darse cuenta? Simplemente Emprenderán que
tú estás loca. ¿Por qué crees que, después de ocultar el cadáver, lo
he puesto ante tus manos otras veces? Para que sólo tú conocieses
su presencia. Entiéndeme… Sólo tú y no los otros. Tu médico creyó
que estabas trastornada, y lo mismo creerá la policía. ¡Al ver tu
cuerpo destrozado en la calle creerán que se ha matado
voluntariamente una visionaria, una loca!
Nora lanzó un gemido ronco, ahogado, dándose cuenta de que
estaba perdida, de que nada podría hacer por salvarse, de que iba a
morir.
El hecho de ser ella una ciega favorecía aún más al asesino. Los
que no creyeran en el suicidio, pensarían sin duda alguna que había
caído casualmente por una de las ventanas.
Y aquello desplazaría, en efecto, la atención de la policía.
Durante bastantes horas nadie se preocuparía de Laxon, un hombre
que, por otra parte, tenía fama de pasar noches enteras en los
camerinos de algunas artistas. Y al mediodía siguiente el asesino
habría sellado su fortuna. Era un crimen casi perfecto, un crimen sin
problemas.
Quiso gritar, y las fuerzas le fallaron.
La venda cayó de sus ojos, pero tampoco vio nada. Los cerró con
una mueca de dolor, al sentir como un pinchazo en su fondo.
El asesino la sujetó por las piernas, levantándolas. Era el fin.
Lo que más lamentó en este trágico momento fue no ver al
asesino cobarde, blando y repugnante, a aquel ser viscoso que aún
se atrevía a acariciarla antes de enviarla a los abismos.
Pensó en su hijo, que tal vez moriría al amanecer por falta de
cuidados, y sus fuerzas se centuplicaron. Se sujetó al alféizar y luego
a los costados de la ventana. La lluvia le daba en el rostro con tanta
fuerza que cortaba su respiración. Todo fue inútil.
Con un alarido, sabiendo que su cadáver quedaría irreconocible,
Nora sintió que ya no podía sujetarse a ninguna parte, que sus
fuerzas cedían, y fue arrojada al abismo.
CAPÍTULO XVII

Mezclado a su propio grito de angustia, Nora oyó otro más largo,


más penetrante y más ronco. ¡El grito de rabia de un hombre que
estaba aullando junto a su cabeza!
Esta sensación fue instantánea, duró apenas dos segundos. ¡De
pronto alguien la sujetó! ¡Sus ropas fueron rasgadas cuando una
mano de hierro la prendió por el vestido para que no cayera!
Fred Madison tiró de ella y la introdujo de nuevo en la habitación.
Para hacer aquello con una sola mano se necesitaba una fuerza
hercúlea, pero Fred Madison la tenía. Con la otra mano dio un
empujón al asesino, que mientras aullaba cayó por tierra.
Nora cayó por tierra también, convertida en una bola suave
cubierta de nylon, de prendas íntimas, de ajustadas medias que la
hubieran hecho apta para la portada de una revista galante. Pero
ninguno de los dos hombres que ahora luchaban a muerte junto a ella
tenía tiempo para ocuparse de esas cosas.
Madison gritó:
—¡Has aparecido demasiadas veces retratado en las revistas
financieras, cochino destripador, para que no te conozca! ¡Eres
Bentham, uno de los viejos socios de Laxon!
¡Claro que tenías un buen escondite para rehuir a la policía! ¡No
sólo el laboratorio fotográfico del piso superior, sino el velatorio de
uno de tus amigos! ¿Quién iba a sospechar de Bentham, el honesto
financiero que además estaba velando a un cadáver?
Bentham, ciego de rabia, se lanzó hacia él, empuñando un
delgado estilete como el que le había servido para matar a Laxon.
Logró rasgar todo el brazo derecho de Madison, pero éste le retorció
la muñeca salvajemente, obligándole a soltar el estilete mientras
lanzaba un aullido. La clave de judo aplicada por Madison fue cruel,
implacable, pero ni él mismo se dio cuenta de lo cerca que estaban
ambos de la ventana fatídica. Cuando Bentham salió proyectado
hacia atrás, Madison se dio cuenta de lo que aquello significaba por
el aullido inhumano de su enemigo. Luego nada. Luego sólo aquella
ventana negra, alucinante, por la que Bentham caía aullando y
haciéndose más pequeño cada vez…
Fred Madison, sudoroso y jadeante, levantó a la mujer tomándola
en sus brazos.
Abajo, en la escalera, se oían muy lejanas las pisadas de los
policías, que subían a todo tren.
Pero aún tardarían en llegar al menos cuatro minutos.
¡Cuatro minutos, diablos!
Cuando Nora y Madison cayeron uno en brazos del otro, se ve
que ambos habían pensado esto a la vez.
EPÍLOGO

Jim, uno de los borrachos, se levantó poco a poco, vacilando,


todavía con una botella en la mano, y echó un último trago antes de
acercarse de nuevo al largavistas enfocado hacia el rascacielos.
Rudolf, desde la alfombra, donde perseguía una botella aún a
medio consumir, levantó la cabeza.
—¡La maldita! Pues no ha ido rodando hasta debajo de una
butaca… ¿Todavía se ve a aquel tipo colgado?
Jim aplicó su ojo derecho al cristal del largavista.
—No… Oye, yo no entiendo eso. El tipo aquel ya no está. Pero lo
raro es que parecen estarlo celebrando.
—¿Quiénes?
—Un hombre y una mujer. Ahora se están besando, aunque muy
suavemente por cierto…
Levantó una mano, como para exigir atención, y añadió:
—¡Diantre! Ahora ya no se besan con suavidad… ¡Ahora se
besan los dos como fieras!
—¿Y qué habrán hecho con el muerto?
—Vete a saber —dijo Jim, mientras se pasaba la lengua por los
labios—. A lo mejor lo han tirado abajo porque estorbaba.
—Es que la gente no tiene formalidad —gruñó Rudolf, mientras
agarraba por fin la botella—. La mayoría de los que están levantados
a estas horas es porque son unos borrachos.
—Seguro —dijo Jim.
Y volvió a caer sobre la alfombra él también, adentras pensaba
melancólicamente en los que se besaban más allá de la lluvia, por
encima de las miserias de Nueva York, a través de la distancia.
—¿No bebes? —le preguntó Rudolf.
—Lo siento, ya no tengo ganas.
Lo que tenía era envidia. Envidia del hombre y la mujer que a
aquellas horas de la madrugada aún tenían aquellas ganas de
besarse.
Y no era para menos, diantre.
Cuando Malcomb y sus pajarracos entraron en el departamento,
tuvieron envidia también.

FIN

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