Narowe Cuento 1
Narowe Cuento 1
Narowe Cuento 1
Estas historias me parecían tan increíbles como la magia de los brujos de las
leyendas amazónicas. Me hablaba de calles abarrotadas de tanta gente y de
luces que convertían la noche en día. Comparado con eso, el Iquitos que
conozco es un eco tenue, un susurro de una era pasada.
Kame. Un nombre que llegó a mí como un susurro del viento, como una
promesa en medio de la desolación. Cuando nuestros caminos se cruzaron en
el corazón de la selva, sentí como si el destino mismo hubiera tejido este
encuentro en el tejido del tiempo. Ella y yo, dos almas perdidas en un mundo
fragmentado, nos encontramos en el momento perfecto.
Ella irradiaba una vitalidad que me cautivó desde el primer momento. Sus ojos,
llenos de asombro y curiosidad, me recordaban los relatos que mi abuelo solía
compartir conmigo. Charlamos durante horas, compartiendo nuestras historias
de antes y después del cataclismo que cambió la faz del mundo, historias que
ni siquiera habíamos vivido, pero conocíamos por los cuentos que nos
contaron. Sus risas llenaban el aire con una energía contagiosa, como un eco
distante de una época más alegre.
Mientras explorábamos los ríos y el montes, la magia del mundo natural nos
envolvía. Kame me mostraba cómo sentir el pulso de la tierra bajo mis pies,
cómo escuchar la sinfonía del viento entre las hojas y cómo encontrar consuelo
en la danza de las llamas de una fogata en la noche. Sus ojos brillaban con
pasión mientras compartía sus conocimientos y, en ese momento, supe que
había encontrado algo más allá de una amistad.
"¡Váyanse de aquí, forasteros!", vociferó uno de ellos con una risa fría y
retorcida. No había bienvenida en sus palabras, solo hostilidad y malicia.
Sabíamos que estábamos en territorio peligroso, rodeados por aquellos que
habían sido abrazados por la oscuridad que siguió al cataclismo.
Sentí que algo había en este ser, era tal cual se describía en el libro que mi
abuelo me dío, como el animal en el que aquel brujo se convertía.
Parte 4: Tejidos en el Aire
Kame y yo nos sentamos bajo la luz suave de la luna, los ecos del
enfrentamiento todavía resonando en el aire. La cercanía de la victoria había
dejado espacio para la calma, y nuestras miradas se encontraron en un silencio
lleno de significado.
"¿Alguna vez has sentido que en el aire, en cada suspiro del viento y en el
murmullo de las hojas, está escrito un destino que aguarda ser descubierto?",
pregunté, mirando a Kame con curiosidad. Era un pensamiento que me había
acompañado desde que mi abuelo me habló de los antiguos brujos y su
conexión con el universo.
Kame sonrió, una sonrisa que contenía la sabiduría de una vida vivida en
armonía con la naturaleza. "Sí, Narowe. Creo que cada hoja, cada río y cada
estrella en el cielo están entrelazados en una red invisible de energía. Los
secretos del universo están ahí para quienes pueden sintonizar con ellos, para
quienes escuchan con el corazón y la mente abiertos."
Sin embargo, la calma se vio interrumpida por un cambio en Kame. Su voz, que
había sido fuerte y llena de vida, se volvió más débil, y su mirada se nubló con
una sombra de preocupación. Me di cuenta de que algo estaba mal, algo que
trascendía las palabras que compartíamos.
Las palabras cortaron como cuchillas, dejando una herida en mi alma. La idea
de separarme de Kame, de dejarla en este momento de necesidad, era
insoportable. Pero yo sabía que su seguridad era lo primero, tenía que
quedarme junto a ella.
"No, Kame, no puedo dejarte aquí sola", respondí, mi voz cargada de emoción.
"Juntos enfrentamos todo lo que se nos ha presentado. No voy a abandonarte
ahora."
Kame me miró con gratitud y preocupación en sus ojos. Había una batalla
interna en su mirada, una lucha entre el deseo de tenerme a su lado y la
necesidad de protegerme. Finalmente, asintió con una mezcla de resignación y
esperanza.
"Está bien, Narowe. Pero escucha, debes irte y buscar ayuda. Hay alguien, un
anciano que vive en las profundidades de la selva, que puede tener respuestas.
Prométeme que lo encontrarás y que regresarás por mí", dijo, su voz cargada
de urgencia.
Los ojos del otorongo se encontraron con los míos, y en su mirada encontré
una especie de guía, una dirección en medio de mi perdición. Mi corazón latía
al ritmo de un llamado silente, y decidí seguir al majestuoso felino, siguiendo su
paso silencioso a través de la selva densa.
Querido Narowe,
Si estás leyendo esta carta, significa que nuestras vidas han tomado caminos
diferentes. Desde el momento en que te conocí, supe que estaba destinada a
protegerte, a mantenerte a salvo incluso si eso significaba separarnos.
Siento en el corazón haberte dejado así, pero fue lo único que pude hacer para
mantenerte fuera de peligro. No importa lo que pase, quiero que sepas que
estaré presente en el aire, en cada susurro del viento y en cada rayo de sol. Me
convertiré en parte del todo, en la esperanza y el cambio que compartimos.
No llores por mí, Narowe. Mi amor por ti siempre será eterno, y estaré contigo
en cada paso que des hacia un futuro mejor.
Kame
Las lágrimas se deslizaron por mis mejillas mientras absorbía sus palabras.
Kame había dejado una parte de sí misma en esa carta, una parte que ahora
viviría en mí. Su sacrificio, su determinación y su amor resonarían en cada
paso que diera en busca de un mundo mejor.
Abriendo los ojos, me encontré con una escena que me dejó sin aliento. El
otorongo negro estaba allí, sus ojos centelleando con una intensidad feroz
mientras se interponía entre mí y los hombres. Un aura de poder y
majestuosidad lo rodeaba, y los hombres parecían haberse congelado en su
lugar.
Los ojos del otorongo se encontraron con los míos, y en su mirada encontré
una mezcla de advertencia y guía. Sin una palabra, los hombres retrocedieron,
su miedo era palpable en el aire. Luego, uno a uno, desaparecieron en las
sombras, dejando atrás un silencio profundo.
El claro estaba lleno de una quietud serena, el sol poniente tiñendo el horizonte
de tonos dorados y naranjas. Me encontraba solo, pero podía sentir la
presencia del otorongo negro a mi alrededor. Su mirada fija en mí había sido
reemplazada por un sentido de anticipación, como si estuviera esperando que
me diera cuenta de algo.
Cerré los ojos por un momento, dejando que el susurro del viento y los sonidos
de la selva llenaran mi mente. Pero entonces, un susurro suave comenzó a
formarse en mi cabeza, palabras que no eran mías, pero que parecían flotar en
el aire a mi alrededor.
"Narowe…"
Abrí los ojos de par en par, mirando a mi alrededor, sorprendido por el hecho
de que estaba escuchando una voz en mi mente. Pero no había nadie más allí,
excepto el otorongo negro que me observaba con una intensidad tranquila.
"Tu historia es una invitación, Narowe. Una invitación para que aquel que te ha
estado acompañando en esta historia se convierta en un agente de cambio. El
poder de transformar este mundo y restablecer el equilibrio está en sus manos.
Así como has encontrado respuestas en el pasado, aquel que te ha estado
acompañando en esta historia tiene el poder de forjar un futuro diferente."
Desde lo más profundo de mis raíces, hasta las puntas de mis ramas, mi vida
ha sido una melodía entrelazada con el paso del tiempo. Soy la pomarrosa que
se alza en la esquina de la plaza, una testigo silenciosa de la transformación de
un mundo que avanza implacable.
Pero había momentos en los que me sentía un poco molesto. A veces, los
muchachos me lanzaban piedras para coger mis frutos, y aunque entendía sus
deseos, no podía evitar sentir una punzada de tristeza. Sin embargo, esa
molestia pasaba rápido, porque sabía que esos frutos serían apreciados.
Los años pasaron, y las calles vieron el cambio de carros a motos y luego a
motocarros que rugían como fieras por la avenida. Mi tronco se hizo más fuerte
y mis ramas se alzaron más alto, siempre observando, siempre siendo parte de
este mundo en constante transformación. La ciudad crecía, las personas
cambiaban, pero yo permanecía, un guardián tranquilo y silencioso.
Y así, pasaron las décadas. Vi cómo la ciudad se volvía más caótica, cómo las
prisas y el ruido invadían los rincones antes serenos. Mi tronco abrazaba la
nostalgia de épocas más tranquilas, cuando la gente se sentaba a mi sombra y
disfrutaba del momento presente.
Un día, llegó el momento que temía. Escuché el sonido de las sierras y las
hachas acercándose. Sentí cómo mis ramas caían una a una, despojándome
de mi corona verde. Luego, llegó el corte final, el hondo estremecimiento de mi
tronco al ser derribado. Vi cómo mis partes eran arrastradas, cómo mi
presencia se desvanecía de la plaza.
Ahora, en el lugar donde una vez me erguí, solo queda una banca de cemento.
El vacío que dejé atrás parece llenar el aire, una ausencia palpable que parece
contener un eco de susurros y risas que alguna vez fueron. Mi existencia, mi
vida entera, ahora es solo un recuerdo en la memoria de aquellos que alguna
vez se sentaron a mi sombra.
Un día, mientras charlaba con sus compinches en una sombreada esquina del
centro poblado en donde vivía, Jorge decidió confiarles su dilema: su intención
de conquistar el corazón de María. Uno de sus amigos, con la chispa del
ingenio en los ojos, sugirió algo que sacudió las expectativas de Jorge: un
amarre. Sí, el legendario amarre, un truco ancestral de las artes oscuras que
supuestamente podía cautivar los sentimientos de la persona deseada.
Así, una tarde soleada, se propuso escurrirse sigiloso por la huerta de María
hasta su tendedero. Para su mala suerte justo cuando ya había cruzado a la
huerta su polo se queda atajado en una calamina, lo que hace que están se
caiga y generé un estrepitoso ruido. Los nervios lo traicionaron, y antes de
poder reaccionar, su visión quedó fijada en una prenda tendida que ondeaba al
viento. Sin detenerse a pensar, la tomó y huyó de allí como un jaguar asustado.
En su humilde morada, siguió al pie de la letra las instrucciones de la tía bruja
durante una semana completa. Las noches eran oscuras y enigmáticas, y
Jorge repetía los pasos una y otra vez, esperando ansioso el día en que María
caería rendida a sus pies.
Pero la historia aún guardaba su última y sorprendente vuelta. Ese amarre que
Jorge realizó con pasión y fe resultó en un lazo que ni siquiera él esperaba: el
amarre funcionó, ¡pero no en María! Quien quedó prendada fue la tía de María,
la señora Carmen, una mujer mayor, algo encorvada y con una pierna
ligeramente chueca.
La tía Carmen, cuyos ojos antes pasaban por alto el mundo, ahora brillaban al
cruzarse con los de Jorge. Cada vez que él aparecía, su voz titubeaba y sus
mejillas se teñían de un carmesí intenso. Los vecinos, percatándose de la
extraña conexión, no pudieron evitar murmurar y chismosear sobre lo que
pasaba, ya la gente sabía que ese muchacho había amarrado a la señora
Carmen, lo que no entendían era la razón de por qué a ella.
Los vecinos comentaban que la señora Carmen duro lloró, desde el día que se
fue su Jorgito. Hasta que un día sin previo aviso la señora Carmen
desapareció, se fue del pueblo, los chismes dicen que se fue en busca de
Jorge a Iquitos. Al parecer ese amarre, al final, fue muy efectivo.
Mi última canción
La música siempre ha sido mi compañera más fiel. Cierro los ojos y retrocedo
en el tiempo, hasta mis primeros días en este mundo. Mi padre me cantaba un
viejo vals para dormir, sus manos acunándome con ternura mientras mis ojitos
adormilados observaban el mundo desde su regazo.
Fue en una de esas lluvias que mi destino tomó un giro inesperado. Desafiando
a mi madre, me aventuré a un concurso de canto en la radio local. Canté con
pasión y verdad, y cuando mi voz resonó en el aire, supe que había encontrado
mi lugar. Gané aquel concurso y me premiaron con una canasta y una gallina
regional, pero al llegar a casa, mi madre no se inmutó por mi logro. El castigo
fue inminente, pero mi espíritu no se doblegó.
Los aplausos de esa noche resonaron en mis oídos mientras subía al escenario
del aniversario de mi pueblo. Canté con fuerza, mi voz se mezcló con la brisa
de la noche, y en cada aplauso sentí la energía del público vibrando en mi
pecho. Fue allí, en ese momento, que la magia de cantar para los demás se
aferró a mí como una promesa.
Salgo del cuarto, adornada como una estrella que vuelve a brillar. Mi familia me
espera, mis hijos, mis nietos, todos con ojos brillantes y sonrisas que
encienden mi alma. En el escenario, las luces me acogen, y cuando la melodía
comienza, mi voz se eleva con pasión.
En cada nota, siento que mi voz trae consigo todos esos momentos que
crearon mi vida. Canto para mis padres, que quizás nunca entendieron mi amor
por la música. Canto para aquellos que amé y que se fueron. Canto para
aquellos que me escuchan, para quienes ven en mí un faro de esperanza.
Canto por mi, por la música, por nuestro encuentro después de las tanto
tiempo.
Las mañanas de mi mamá comienzan antes del amanecer. Sus manos, fuertes
y curtidas, se convierten en herramientas mágicas en la cocina. Ella cocina con
pasión, creando platillos que llenan de sabor y amor los estómagos y los
corazones de quienes los prueban. No importa cuánto trabaje, siempre
encuentra la manera de hacer magia con los ingredientes que tiene.
Pero su vida no es solo la historia que vemos a simple vista. Mi mamá carga
con frustraciones y desafíos que quedan ocultos tras su sonrisa cansada. Las
cuentas que no cierran, las miradas de desaprobación de algunos vecinos, la
falta de tiempo para cuidarse a sí misma. A pesar de todo, nunca se cansa,
sigue adelante con su mirada fija en un futuro mejor.
Sin embargo, entre los sueños y la rutina, ella esconde un deseo profundo.
Sueña con un futuro en el que mi vida sea diferente, en el que tenga
oportunidades que ella no tuvo. Pero las estrellas en el cielo parecen distantes
y fuera de alcance.
Desde mi lugar como testigo silencioso, veo a mi mamá con admiración y amor.
Sus suspiros y miradas perdidas revelan su deseo de algo más, de una vida
que trascienda la rutina. Las noches eran iguales, y el trabajo de María, en la
avenida Quiñonez parecía una película que repetía sus mismas escenas una y
otra vez. La rutina se enroscaba alrededor de ella, apretando su espíritu con
sus garras monótonas.
Juntas, regresamos a casa esa noche. El silencio entre nosotras era profundo,
como si ambas supiéramos que habíamos sido testigos de algo extraordinario.
Sin decir una palabra, nos echamos a dormir, llevando con nosotros el asombro
y la incertidumbre de lo que vendría después.
El sol del medio día caía sobre la avenida Quiñonez, y el aroma tentador de la
comida que vendíamos llenaba el aire. Era una rutina familiar, el ritual que nos
conectaba con aquellos que nos rodeaban. Juana y yo, madre e hija,
compartíamos risas y conversaciones mientras servíamos los almuerzos a
nuestros clientes.
Esa tarde, mientras empacábamos las últimas porciones, no pude contenerme
más. Miré a mi madre, sus ojos cansados pero llenos de vida, y finalmente
decidí hablar de lo que había presenciado la noche anterior.
Ella levantó la mirada, sus ojos se encontraron con los míos. En ese momento,
parecía como si una chispa de emoción pasara por su expresión.
"¿De qué estás hablando, hija?" preguntó con una sonrisa, como si no supiera
de lo que estaba hablando.
"Vi cómo detuviste el carro... con tus manos. ¿Cómo lo hiciste?" le pregunté
con intriga.
Dejó escapar una risa nerviosa. "No sé de qué estás hablando, cariño. Debe
haber sido un sueño o algo así."
Aunque sus palabras intentaban negarlo, pude ver en sus ojos que había algo
más. Algo que ella estaba escondiendo, quizás incluso de sí misma.
Así comenzó una noche de exploración. Nos preparamos para salir al turno
nocturno de barrenderos, ella llevando consigo la pulsera que la había
transformado en alguien especial.
Esa noche, mientras barre con su escoba en mano, ella siente la energía de los
poderes fluyendo a través de ella. Cada movimiento es más rápido, más
eficiente. La escoba se convierte en una extensión de su voluntad, y el trabajo
que solía llevar horas se completa en cuestión de minutos.
Una risa escapó de sus labios mientras veía la calle convertirse en un borrón
de movimiento. Era como si finalmente hubiera encontrado una manera de
sacarle provecho a sus habilidades sobrenaturales. Miramos la escoba que fue
testigo de su poder y sus pelos estaban gastados, nos miramos y nos echamos
a reír al instante. Mientras disfrutaba de ese momento de esta nueva libertad,
algo llamó su atención en la distancia. Un motocarro cerraba el paso a una
pareja en una moto, y un hombre armado les apuntaba exigiendo sus
pertenencias.
La fuerza y la velocidad que fluían a través de ella eran asombrosas. Con una
habilidad que ni ella misma sabía que poseía, usó el toldo del motocarro, lo
rompió en pedazos para atar a los delincuentes, rompió el timón del vehículo y
los dejó impotentes en el suelo.
"Mamá," dije, "eres increíble. No importa cómo o por qué tienes esos poderes,
estás usando lo que tienes para hacer el bien."
Sin embargo, un día, la llama que había iluminado sus días se desvaneció. Su
tío, quien siempre había sido valiente en la búsqueda de la imagen perfecta,
desapareció sin dejar rastro en una de sus expediciones. A pesar de los
esfuerzos de búsqueda, el misterio de su desaparición permaneció sin resolver,
dejando al joven con un profundo vacío en el corazón y muchas preguntas sin
respuesta.
Sin embargo, lo que lo intrigaba aún más era el hecho de que, cuando llegó a
la sección dedicada al Chullachaqui en el libro, encontró la página en blanco,
como si alguien hubiera arrancado deliberadamente la información. La sorpresa
y la intriga se mezclaron en su mente, y un pensamiento lo atormentó: ¿Podría
haber una conexión entre la desaparición de su tío y la ausencia de información
sobre el Chullachaqui?
El joven fotógrafo decidió que había llegado el momento de descubrir la verdad.
Empacó su cámara, las reliquias fotográficas y el misterioso libro en su mochila
y se embarcó en una nueva aventura, esta vez hacia la selva amazónica.
Estaba dispuesto a seguir los pasos de su tío y explorar los secretos que la
naturaleza ocultaba.
Habló con los lugareños, escuchando sus historias sobre criaturas míticas y
leyendas ancestrales. Se adentró en las profundidades del río en busca de
rastros de la Yacumama, exploró las orillas en busca del Bufeo colorado en su
misteriosa transformación, y se aventuró en las zonas más densas del bosque
en busca de cualquier señal de la Sachamama o el Ayaymama.
"Has llegado hasta aquí por una razón", le dijo su tío, con un brillo de orgullo en
los ojos. "Puedes unirte a nosotros y convertirte en uno de los guardianes de la
selva, o puedes regresar al mundo de los hombres y compartir la belleza de la
naturaleza a través de tu lente. La elección es tuya."
El joven fotógrafo sintió la gravedad de esta decisión. Sabía que cualquiera que
fuera su elección, llevaría consigo un propósito importante. Miró a su tío, a los
Chullachaquis y luego hacia el camino de regreso a casa. El sonido del río y los
susurros de la selva parecían una canción de despedida y bienvenida al mismo
tiempo.
José vivía en una casa modesta junto a su padre, y ambos se ganaban la vida
pescando en el río. Cada madrugada, antes de que el sol pintara el cielo de
colores dorados, partían en su pequeña embarcación, armados con sus redes y
cañas de pescar. Su jornada era dura, pero juntos enfrentaban los desafíos del
río y la selva, construyendo una vida con los frutos que ofrecía el río.
La vida de José estaba marcada por la rutina de pescar en el río, vender sus
capturas en la bulliciosa ciudad de Iquitos y regresar al hogar que compartía
con su padre. Y esto siguió a lo largo de varios años, una rutina inquebrantable.
Cada madrugada, antes de que el sol asomara sus rayos dorados sobre la
selva amazónica, abordaban su pequeña embarcación y emprendían el viaje
familiar al río, una ruta que habían seguido durante generaciones. El motor
ronroneaba con una familiaridad reconfortante mientras avanzaban río abajo.
José, con el tiempo, había asumido la responsabilidad de guiar la embarcación,
su mirada fija en el horizonte, mientras su padre, con la experiencia de los
años, manejaba las redes y las cañas de pescar con habilidad.
A pesar de la rutina, había un lugar que llamaba la atención de José cada vez
que pasaban cerca. Era un estrecho brazo del río que fluía hacia una sacarita,
un lugar que parecía emerger directamente de una leyenda. Pero cada vez que
José expresaba su deseo de explorar esa misteriosa ruta, su padre lo detenía
con un gesto firme y le advertía que era un lugar peligroso, un camino que no
debían seguir.
José avanzaba por el camino estrecho y cada vez más denso que conducía al
brazo del río prohibido. La vegetación se volvía un obstáculo en su camino,
pero su determinación no disminuía. Cada paso que daba lo acercaba más al
lugar que había inquietado su mente durante años.
Con la misma calma que lo había traído a la laguna, José empujó el bote lejos
de la orilla y hacia dentro de la laguna, prendió el motor y dirigió su salida de
aquel lugar. Nunca se dio cuenta de la sirena que lo había observado desde las
profundidades, pero su indiferencia había despertado en ella un sentimiento de
curiosidad que la haría seguir a este hombre silencioso, el único que había
resistido su canto seductor.
José, al verla tan cerca, quedó embobado por su belleza. La sirena era una
criatura de ensueño, una mezcla de lo humano y lo mágico que capturaba su
corazón. Se miraron el uno al otro, un hombre silencioso y una sirena
misteriosa, como dos seres de mundos diferentes que se habían encontrado en
el umbral de lo desconocido.
Sus labios se encontraron en un beso que pareció durar una eternidad. Fue un
beso suave y apasionado, un beso que trascendió las barreras del silencio y las
diferencias de sus mundos. Sus labios se unieron con una intensidad que solo
el amor verdadero puede traer. Fue un beso que selló su amor y su destino.
José, al regresar a casa esa tarde, no podía quitarse de la mente la sensación
de los labios de la sirena contra los suyos. Cada paso que daba, cada golpe del
motor en el agua, era un eco de ese beso mágico. Su corazón latía al ritmo de
su recuerdo, y el camino de regreso a casa se convirtió en un torbellino de
emociones, de amor y pasión que lo abrazaba como un hechizo.
Pasó cerca de un año desde la última vez que José visitó aquel lugar secreto
en la selva. Una curiosidad irrefrenable lo impulsó a regresar, a buscar un
rastro de la sacarita y la laguna que solía visitar. Pero la fortuna no estaba de
su lado. El río, por esa parte, se había secado, y la entrada al lugar que una
vez fue su refugio se había desvanecido en el tiempo. La laguna se había
marchitado, como si la magia que solía habitarla se hubiera esfumado.
El tiempo no pasó en vano para José. Las canas empezaron a teñir su cabello,
y sus ojos reflejaban la melancolía de los recuerdos perdidos. Un día, como
tantos otros, salió en su bote de pesca. Ese día, sin embargo, ya no regresó.
La gente del pueblo, sus vecinos, se preguntaban qué había sucedido. ¿Se
había encontrado con su antiguo amor, la sirena? ¿O simplemente se había
perdido en la inmensidad de la selva, llevando consigo su tristeza? Las
respuestas eran un misterio, pero en sus corazones, todos sabían que José
había buscado algo más allá de las palabras, algo que solo el amor verdadero
puede ofrecer.
Los "pelacaras" eran seres extraños, la gente comentaba que era extranjeros
que, según la leyenda, acechaban a las personas durante la noche,
despojándolas de sus rostros mientras dormían. La historia era macabra y
espeluznante, justo lo que necesitábamos para nuestro proyecto. Decidimos
explorar esta leyenda en nuestro cortometraje, y el lugar perfecto para
ambientarlo era el complejo zoológico turístico de Quistococha.
Pasaron muchos años y hasta el día de hoy, nadie sabe con certeza qué
sucedió. Las teorías y especulaciones abundan, pero no hay respuestas claras.
Nuestro amigo sigue desaparecido, y su ausencia es una sombra constante en
nuestras vidas.
Decidí seguir las pistas y buscar a cualquier persona que pudiera haber estado
relacionada con el Dr. Rivas o su investigación. Finalmente, después de meses
de búsqueda, encontré a un antiguo colega suyo que aún vivía en la región.
Este colega me contó una historia impactante. El Dr. Rivas había estado
convencido de que la Laguna Quistococha era un punto de contacto con seres
de otros planetas. Había estado realizando experimentos secretos para
comunicarse con ellos, y había descubierto algo que iba más allá de lo que
cualquiera de nosotros habría imaginado.
Fue en ese momento que los extraterrestres con los que el científico había
estado tratando de comunicarse, o seres de esa dimensión, emergieron de la
laguna. Fue aquella noche en la que estuvimos en la laguna, la noche en la que
André desapareció.
Me di cuenta de que la investigación del Dr. Rivas había destapado algo mucho
más grande de lo que cualquiera de nosotros había imaginado. La laguna en
Quistococha no era solo un lugar de leyendas y misterios locales, sino un punto
de acceso a realidades desconocidas y peligrosas.
La madre paiche, con su cría a cuestas, nada con destreza entre las raíces
sumergidas y los misteriosos recovecos del río. Mientras tanto, en una cabaña
a orillas del río, una familia se prepara para honrar una tradición culinaria
ancestral. Los ingredientes frescos se alinean en la mesa de madera tallada:
cebollas moradas, tomates regionales maduros, ajíes dulces y culantro, todos
cosechados en la selva. Es una ceremonia de sabores que celebraba la
abundancia del río y la vida que en él florecía.
Mientras tanto, en la cabaña a orillas del río, la familia agrega trozos de paiche
a la cazuela. El pescado fresco, cortado en pedazos finos y pequeños, se unen
las verduras aromáticas. El aroma que llena la cabaña es un tributo a la riqueza
del río y a la conexión profunda que la comunidad mantiene con la naturaleza.
La abuela, guardiana de las recetas ancestrales, dirige con maestría el proceso
de preparación, transmitiendo su sabiduría a las generaciones más jóvenes.
Mi nombre es Alejandro soy violinista, un oficio raro para esta ciudad tan
caótica y solo él hecho de ser músico ya es un locura. Aprendí a tocar este
bello instrumento gracias a mi padre, un amante de la música. Ahora digo quien
en vida fue un gran músico, porque lamentablemente partió hace unos años.
Una grave enfermedad se lo llevó. Cada que vengo a verlo en el cementerio
traigo el violín y tocó una melodia que a él le encantaba, una de las primeras
que yo también aprendí a tocar cuando comencé. Y es que es una canción que
me conecta a él, nunca supe bien la historia detrás de la canción ni quién la
hizo, hasta un día en particular que la historia llegó sola a mi.
Déjame contarte una historia, una historia de amor que comenzó en los años
50 en Iquitos, una ciudad que aún resonaba con los ecos de la fiebre del
caucho. Todo empezó en el Club Social de Iquitos, un lugar donde la música y
la elegancia se encontraban en una danza cautivadora.
Yo soy Rosa, y él era Manuel. Él, un apasionado músico de piano, y yo, la hija
del gerente del único banco en la ciudad. Nuestras vidas parecían tan
diferentes en ese momento, pero la música actuó como un puente que nos
unió en una noche mágica.
Manuel venía de una familia acomodada que cayó en desgracia. Sus padres
fueron extranjeros que llegaron a Iquitos durante la época del caucho, y
vivieron una vida de riqueza y comodidad hasta un accidente trágico cambió la
vida de Manuel para siempre. Cuando tenía solo 15 años, Manuel se encontró
solo en el mundo, con una pequeña herencia y un talento musical innegable.
La música se convirtió en su refugio y su forma de ganarse la vida.
Yo, por otro lado, vivía en una casa grande y cómoda, rodeada de lujo y
comodidades. Mi padre era respetado en la sociedad de Iquitos como el
gerente del banco, y nuestras vidas parecían predestinadas a seguir caminos
separados.
Pero en esa noche en el Club Social, algo especial sucedió. Manuel tocaba el
piano con una maestría que dejaba a todos sin aliento. Las melodías que
brotaban de sus manos parecían hablar directamente a mi corazón. Me
acerqué al piano y comenzamos a hablar, compartiendo risas y sueños en
medio de la música. La noche pasó volando mientras compartíamos historias y
miradas cómplices. Al final de ese día, el me regaló una rosa roja que
decoraba su piano, recuerdo aquel momento como si hubiese sido ayer.
Sin embargo, el destino tenía otros planes para nosotros. Mi padre se enteró
de lo sucedido y, enfurecido, decidió separarnos. Me mandó de viaje a Brasil,
lejos de Manuel, en un intento por romper nuestra conexión. Fue un acto
impulsivo y autoritario, pero no podía resistir el poder que tenía sobre mi vida
en ese momento.
Pasamos el resto de nuestras vidas juntos, como debía ser. Aunque la vida no
nos bendijo con un hijo propio, tuvimos el amor y la compañía del otro. Manuel
fue el primero en partir, pero su música y su recuerdo siempre vivirán en mi
corazón. En nuestra casa, las melodías llenaban las habitaciones y se
mezclaban con el aroma de las rosas rojas que adornaban la mesa. Manuel
solía tocar aquella canción, "Rosa" se llama la canción, ahora sabes por qué.
Mapacho
Las leyendas en mi tierra sobre las criaturas que la habitan parecen sacadas
de algún sueño, uno no cree hasta que realmente lo vive. Y esto le sucedió a
mi tía, hermana de mi mamá. Ella vivía en una humilde casa de madera junto al
majestuoso río Amazonas, rodeada de selva y misterio. En total, eran seis
hermanas en la familia, y la vida en la selva nos unía y nos llenaba de
asombro.
Mi tía era la tercera de las hermanas, y cada día realizaba su rutina cerca del
río, lavando la ropa y cuidando de nuestras necesidades. Pero un día, mientras
estaba en pleno periodo menstrual, un suceso extraño y mágico cambiaría su
vida para siempre: el encuentro con el bufeo colorado.
La casa de madera, con sus rendijas entre las tablas, se convirtió en el lugar de
encuentro. Mi tía, ajena a la presencia del bufeo en su hogar, seguía con su
vida durante el día. Pero por las noches, el bufeo, ahora en su forma humana,
observaba a mi tía con ojos enamorados.
La leyenda del bufeo colorado, que había tocado nuestras vidas de manera tan
singular, quedó grabada en nuestro recuerdo. Nos recordaba que la selva
amazónica esconde secretos más profundos de lo que jamás podríamos
imaginar.
Sueño del toé
Cada cosa que pasa en mi tierra, recuerdo cuando era muchacho hace algunos
años, en la vieja casa de mis abuelos en la calle Putumayo, vivíamos una
pandilla de hermanos y primos. Éramos como un montón de gatos y perros
revueltos, siempre correteando por ahí. Pero un día, algo extraño comenzó a
ocurrir. Esto es verídico ah.
Fue entonces cuando me acordé del toé, uno de muchacho escucha las
historias de los abuelos y ya las conoce. Dice según la leyenda, esta planta
podía hacer que soñaras lo que quisieras saber. Solo necesitabas ponerla
debajo de tu almohada y listo, tendrías respuestas en sueños. Así que decidí
probar mi suerte con el toé.
Y así fue. Esa noche soñé a mi primo José. En mi sueño, lo vi agarrando mis
cosas y escondiéndolas en su cuarto, todas la cosas que se me perdieron
terminaron con él ¿Qué podría hacer un hermano en esta situación?
Así que, amigos, les cuento que el toé es una verdadera ayuda para descubrir
secretos familiares. Pero, sinceramente, espero que nunca tengan que usarlo
para atrapar a un primo ladrón. ¡Ah, las cosas que pasan en nuestra tierra!
La rama de achiote
Sin embargo, nuestra relación dio un giro inesperado cuando la pandemia del
COVID-19 se apoderó de nuestras vidas. María, siendo consciente de las
complicaciones que surgirían, decidió mudarse a mi casa, donde vivía con mi
madre. Aquello fue un salto a lo desconocido, una aventura que nunca olvidaré.
María y yo, junto con mi madre comenzamos a vivir bajo el mismo techo.
Al principio, todo fue maravilloso. Compartir nuestras vidas de esta manera nos
permitió conocernos aún más. Fue entonces cuando adoptamos a nuestro
primer perro, un travieso cachorro que llenó nuestra casa de alegría. Pero
conforme la vida volvió a la normalidad, los problemas comenzaron a surgir.
María y yo teníamos que regresar al trabajo, y el perrito quedaba solo en casa.
Las tensiones con mi madre aumentaron, y sabíamos que era hora de buscar
nuestro propio espacio.
Sin embargo, a medida que pasaban los días, comenzaron a suceder cosas
extrañas. Puertas que se abrían sin razón aparente, perros que se escondían
en rincones oscuros y una sensación inquietante que a veces llenaba la casa.
Como un escéptico en lo paranormal, yo intentaba encontrar explicaciones
lógicas, pero María, proveniente de una familia con creencias en estas
cuestiones, no podía ignorar los signos.
María decidió buscar ayuda y se acercó a su tía, una mujer sabia en las
prácticas de limpieza energética y las tradiciones de la selva. La tía nos
aconsejó que realizáramos una limpieza con una rama de achiote y sahumerio,
además de colocar ramas de achiote en las puertas. Yo, aunque escéptico,
estaba dispuesto a intentar cualquier cosa para resolver los extraños
problemas en nuestra casa.
Esta tradición, traída del extranjero, ha sido una parte integral del Carnaval de
Iquitos durante generaciones. Los enmascarados se disfrazan de demonios
con máscaras, ropajes y se dice que imitan a criaturas infernales que se unen a
la diversión nocturna durante esta temporada.
La leyenda cuenta la historia de cómo los enmascarados rojos solían ser
simples jóvenes alegres, amantes de la diversión y la camaradería. Durante
una de las noches de Carnaval, cuando el licor fluía sin cesar y la música
llenaba el aire, estos muchachos se encontraban disfrutando de la fiesta.
Así que ten cuidado cuando veas a estos misteriosos enmascarados rojos, con
sus trajes y máscaras carmesíes. Escucha la advertencia de los locales y no te
dejes llevar por su llamado, porque podrías quedarte atrapado en su eterna
pandilla, pandillando por siempre en el Carnaval de Iquitos.
Espíritu del monte
Mi madre era una mujer corriente, pero mi abuela era una espiritista de
renombre. Me contaba historias de mi bisabuelo, un curaca que conocía las
plantas del monte y que dejó una profunda impresión en nuestra familia. Mi
padre, un viracocha, como lo llamaban aquí a los extranjeros, fue un misterio
que nunca resolví. Mi infancia transcurrió entre los susurros de la selva, en una
casita que nos brindaba refugio en medio de la exuberancia del entorno.
Todo cambió cuando tenía nueve años. Mi madre decidió que era hora de
mudarnos a la ciudad de Iquitos. Aquel choque entre dos mundos dejó una
profunda huella en mi alma. A pesar de las diferencias, siempre mantuve un
fuerte lazo con lo natural, como si llevara el espíritu del monte en mi interior.
Este fue el punto de partida de mi camino como chaman del monte. A partir de
entonces, mi vida estuvo entrelazada con los secretos de la selva y el
conocimiento ancestral de mi familia. La selva me abrió las puertas de su
mundo mágico, y yo me convertí en su custodio y protector. Mi poder creció
con el tiempo, y mi conexión con la naturaleza se volvió inquebrantable.
Me vi atrapado en una lucha constante entre el bien y el mal, una batalla que
se libraba en los reinos invisibles de la selva. Aquellos que usaban su don para
herir a otros eran una afrenta a todo lo que representaba como chamán del
monte. No podía quedarme de brazos cruzados mientras el sufrimiento se
extendía entre mi gente.
Fue entonces cuando decidí que debía usar mi conocimiento y poder para
enfrentar a aquellos que causaban daño. Me embarqué en una búsqueda para
descubrir a estos brujos maliciosos y detener sus actos. Mis rituales y
conexiones con la selva se volvieron más intensos, y mi voluntad se fortaleció.
No podía permitir que los males persistieran.
La batalla que siguió fue épica, una lucha de poderes que sacudió los cimientos
de la selva misma. Virote demostró ser un adversario formidable, y durante la
pelea, algunos de mis aprendices y amigos resultaron gravemente heridos. Su
magia oscura parecía invulnerable.
Pero no iba a rendirme tan fácilmente. Con el último aliento que me quedaba,
me arrastré hacia un claro en la selva y me sumergí en una poza de agua
sagrada que había conocido desde mi infancia. Era mi último recurso, un lugar
donde podía buscar la curación y la fortaleza.
Mientras yacía en el agua, sentí una conexión profunda con la selva y sus
espíritus. Mi cuerpo comenzó a sanar, y mi espíritu se llenó de una energía
renovada. Sabía que esta era mi oportunidad de vencerlo de una vez por todas.
Emergí del agua con una determinación feroz. Mi poder se había multiplicado, y
mis conocimientos de la selva se habían profundizado aún más. Fui a buscar al
brujo, y esta vez, no había lugar para la duda ni la compasión.
La batalla final fue desgarradora, pero esta vez, no había tregua. Usé cada
rama de conocimiento que había adquirido a lo largo de mi vida para
enfrentarlo. Mis amigos y aprendices caídos habían sido vengados, y
finalmente, lo derrote.
Me quedé sin palabras ante esta revelación. Mi vida había estado marcada por
una venganza ancestral que yo ni siquiera conocía. Con su cadáver a mis pies,
me enfrenté a una verdad devastadora.
Mi viaje como chamán del monte había llegado a su fin. Había alcanzado un
poder que nunca imaginé posible, pero también había descubierto la verdadera
naturaleza de la magia y sus consecuencias. La selva me había otorgado
dones y revelado secretos, pero también me había enseñado sobre la
responsabilidad y el equilibrio.
Sachamama
Mientras buscaba una forma de volver al grupo, comencé a sentir una extraña
sensación en el aire. El entorno se volvió opresivo, y el murmullo de la selva se
desvaneció en un silencio inquietante. Continué caminando, buscando una
pista, cuando me encontré con algo que me dejó petrificado.
Frente a mí, erguida entre los árboles, estaba la Sachamama. Si esa enorme
boa que me mencionan en los cuentos. Su piel escamosa y brillante se movía
lentamente con un patrón mágico, y su cabeza gigantesca se alzaba por
encima de los árboles. Los ojos profundos y misteriosos de la Sachamama se
encontraron con los míos, y me sentí hipnotizado por su majestuosidad y su
aura aterradora.
El sapo walon
Hace varios años antes que yo naciera, cuando era apenas una jovencita de
unos 19 años, mi madre vivió una experiencia inusual que marcó su vida. En
ese momento, ella estaba con un hombre, que es el papá de mi hermano
mayor, el señor tenía sus aventuras fuera de casa, mi mamá lo sabía y ya
estaba cansada y decidida a terminar con él, pero pronto se enfrento a una
situación que desafiaría sus creencias y le haría cuestionar la existencia misma
del mal.
Mi madre, una mujer fuerte y llena de energía, de repente comenzó a sentir que
su salud se deterioraba rápidamente. Sus piernas se entumecían, y el dolor se
apoderaba de su cuerpo. Sus síntomas eran inexplicables, y los médicos no
podían darle una respuesta clara. La preocupación y el miedo se apoderaron
de su hogar, ella cada vez se volvía más débil.
Desesperada por encontrar una solución, su madre la llevo donde una médica
bruja, una mujer sabia que tenía un profundo conocimiento de las plantas y la
espiritualidad. Esta médica bruja, después de una exhaustiva observación y
lectura del cigarro mapacho, identificó la causa de la enfermedad de mi madre:
alguien le estaba haciendo daño, y ese daño estaba centrado en la parte de su
cuerpo de la cintura para abajo. Para sorpresa de mi mamá, la médica le dijo
que el daño lo estaba haciendo un mujer, que salía con el papá de mi hermano.
Para este entonces ya mi madre se había alejado de él. Pero al parecer el
señor tenía otra amante aparte, por eso es que la mujer creyendo que mi
mamá estaba de nuevo con él, le mando a hacer el daño.
Los relatos sobre mí se tejían con hilos de miedo y superstición. Los lugareños
decían que era el guardián de un antiguo tesoro escondido en las
profundidades de la selva, y que cualquier intruso que se aventurara a buscarlo
sería devorado por mí. Otros afirmaban que era un espíritu vengativo que
acechaba a quienes se adentraban demasiado en mi territorio. La gente me
llama “Devorador de Almas”
Y así pasan los días, las semanas, los años. Mi existencia es un ciclo
inmutable, un flujo constante de soledad. Pero, como en toda historia, debe
haber un desenlace. Y el mío llegó de la manera más inesperada.
El cazador avanzó decidido, armado con su rifle, sin temor ante la criatura de la
selva. Sabía que era mi momento final, y aunque mi instinto de supervivencia
gritaba en mi interior, decidí no oponer resistencia. Era mi destino encontrarme
con mi supuesto redentor.
El cazador disparó. La bala atravesó mi corazón. Caí al suelo, sintiendo cómo
la vida abandonaba mi cuerpo. Miré a los ojos al cazador moribundo. Me había
equivocado, no era mi redentor, sino mi verdugo.
Taricaya
En una playa de arena cerca del majestuoso río Amazonas, mi madre depositó
con cuidado nuestros huevos en un nido secreto. Los humanos llegaban con
frecuencia en busca de huevos para su alimento, y así comenzó nuestro
desafío por la supervivencia. Éramos pequeñas taricayas, frágiles y
vulnerables, pero la determinación ardía en nuestros pequeños corazones.
Durante noches interminables, mi madre nos contaba historias de nuestros
ancestros que lucharon contra los depredadores y los humanos.
Las noches se volvían días, y finalmente, el sol abrasador rompió la superficie
de la arena. Era el momento de emerger, pero también el comienzo de nuestro
peligroso viaje hacia el río. Nuestra vida, una constante batalla por la
supervivencia.
Emerger de la arena fue un triunfo, pero también el inicio de una prueba aún
más ardua. En nuestro camino hacia el río, nos enfrentamos a amenazas
desde el cielo. Las aves depredadoras, hambrientas de un festín, acechaban
desde lo alto. Mis hermanos y yo corríamos por la playa, nuestras patas torpes
luchando contra la gravedad. Mirábamos al cielo con temor, sabiendo que una
sombra oscura podía ser la última cosa que veríamos. Algunos de nosotros,
desafortunadamente, caían presa de estas criaturas aladas.
Té de hierba luisa
Mi mirada cayó sobre una rama de hierba luisa olvidada en la despensa. Era
todo lo que tenía. Sus hojas verdes y fragantes me llamaron la atención, y
decidí prepararme una taza de té de hierba luisa en su lugar.
Mientras el agua caliente fluía sobre las hojas, un aroma familiar llenó la
cocina. Cerré los ojos y me dejé llevar por ese olor evocador. De repente, me vi
transportada a mi infancia en Contamana, aquel pueblo bello en la selva
peruana donde pasaba las vacaciones con mis abuelos.
Mi té de hierba luisa estaba listo. Tomé una taza caliente entre mis manos y,
antes de dar el primer sorbo, cerré los ojos una vez más. El sabor me envolvió
como un abrazo de nostalgia y alegría. Saboreé cada sorbo, sintiendo cómo los
recuerdos de mi infancia inundaban mi mente y mi corazón.
Con cada recuerdo, la inspiración fluía como un río desbordante. Las palabras
comenzaron a tejerse en mi mente, poesía emergiendo como el resplandor del
sol al amanecer. Tomé mi lápiz y empecé a escribir, dejando que las imágenes
y emociones fluyeran a través de mí y se plasmaran en el papel.
Soy Zui, el guardián de los cocos. En mi mundo, todas las plantas tienen
madres, y mi deber es cuidar de un árbol de coco que se alza majestuoso en la
huerta de una cálida familia. Mi historia comienza con un niño de cinco años
llamado Daniel.
Daniel era un rayo de sol que iluminaba la huerta con su risa y su energía
inagotable. Todos los días, después de sus juegos bajo el ardiente sol, corría
hacia el árbol de coco en busca de aventuras. Era allí, bajo la sombra
protectora del árbol, donde nuestras vidas se cruzaron por primera vez.
Mis primeros encuentros con Daniel fueron distantes. Lo observaba desde las
alturas de la copa del árbol mientras él me señalaba con asombro y le contaba
a su madre sobre el ser que habitaba en el árbol. Su madre solo sonreía y le
decía que tal vez era su madre, pero no le prestaba demasiada atención.
—Soy Zui, el guardián de este cocotal —le respondí con una sonrisa.
Eso dio inicio a una amistad extraordinaria. Daniel me preguntó por qué movía
la tierra alrededor del coco, por qué hablaba con él y muchas otras preguntas
que solo los niños saben hacer.
Le expliqué que mi deber era cuidar del coco, asegurarme de que recibiera los
nutrientes adecuados. También le conté que los árboles también escuchan y
que cuando les hablamos, les damos amor.
Con el paso del tiempo, la amistad entre Daniel y yo creció en torno al árbol de
coco. Daniel se convertía en mi fiel compañero cuando cuidábamos del árbol.
Juntos regábamos la tierra, compartíamos historias y hablábamos con el árbol
como si fuera un antiguo sabio.
Daniel desarrolló un lazo especial con el árbol, le dio un nombre y prometió
cuidarlo siempre. Cada día, después de sus juegos y baños de la tarde, corría
hacia el árbol de coco, y su risa llenaba la huerta.
Pero, a medida que los meses pasaban, comencé a notar cambios en Daniel.
Su energía disminuía, su risa se volvía menos frecuente y su salud se
deterioraba rápidamente. Se había vuelto más pálido y débil, y su madre se
preocupaba constantemente.
Un día, mientras conversaba con el árbol, noté algo alarmante. El árbol, que
siempre había sido un símbolo de fortaleza y vitalidad, mostraba señales de
enfermedad. Sus hojas se habían vuelto amarillentas y marchitas, y su tronco
estaba perdiendo su robustez.
Fue en ese momento cuando comprendí que la salud de Daniel y la del árbol
estaban entrelazadas de alguna manera misteriosa. Algo oscuro se cernía
sobre ellos, algo que iba más allá de mi comprensión.
Mi preocupación creció día a día mientras veía a Daniel luchar por su vida y al
árbol de coco marchitarse lentamente. Sabía que tenía que hacer algo, pero
¿qué podía hacer yo, un ser que pertenecía al mundo de la selva?
Los días se volvieron largos y angustiosos mientras Daniel luchaba por su vida
en el hospital. Sus padres, desesperados y agotados, lo acompañaban día y
noche. La huerta, una vez llena de risas y juegos, se volvió silenciosa y
sombría.
Mis ojos, desde las alturas del árbol de coco, veían el sufrimiento de la familia
de Daniel. Sabía que algo malévolo se cernía sobre ellos, pero estaba
impotente para ayudar.
Un día, cuando el sol brillaba con una tristeza irónica en el cielo, los padres de
Daniel regresaron a casa, pero sus rostros estaban bañados en lágrimas.
Escuché sus sollozos desde mi refugio en las alturas y sentí un nudo en mi
garganta.
Fue entonces cuando observé al árbol de coco, mi amigo fiel que había
compartido nuestra amistad. Su salud se deterioraba rápidamente. Sus hojas
se habían vuelto marrones y quebradizas, y su tronco estaba marchitándose.
Era como si el espíritu del árbol estuviera vinculado al de Daniel, y su partida lo
hubiera dejado sin vida.
Mis esfuerzos por salvar al árbol fueron en vano. A pesar de mis cuidados y
cariño, su copa seca se alzó tristemente contra el cielo, una última reverencia a
la vida que alguna vez tuvo.
Con el corazón pesado, supe que mi tiempo en la huerta había llegado a su fin.
Había cumplido mi deber como guardián, pero mi conexión con Daniel y el
árbol sería un recuerdo eterno en mi corazón.
Espina de toronja
Mira pues, tu ahora me ves todo pituco, pero déjame contarte sobre esa vez,
cuando todavía era un chibolo y me salió un angochupo…Ay no, pero así de
verdad ¿Quién puede decir que nunca tuvo uno? Y si alguien dice que no,
créeme, te está engañando.
Recuerdo que era un chibolito y todo iba de maravilla hasta que, de repente,
comencé a sentir un dolor en mi sobaco. Me puse a revisar y, ¡zas!, allí estaba,
una bolita debajo de mi piel, dura como una piedra, pero me dolía como si fuera
un monstruo. Y, claro, le veo asomar una puntita. Rápidamente le enseñé a mi
mamá y ella me dijo: “Eso es un angochupo, hijo”.
Esa fue la primera vez que supe cómo realmente era un angochupo, fue la
primera vez que lo vi. Siempre había escuchado a mis amigos quejarse de eso
y molestarse con eso, pero hasta ese momento, yo no tenía ni idea de qué se
trataba.
Mi mamá, como toda madre experta, fue y compró una pomada de belladona
para, según ella, “hacerlo madurar”. Le puso la pomada y recuerdo que ese
bulto creció y el puntito se hizo más grande. Durante unos tres largos días,
estuve con un dolor que no me dejaba bajar el brazo. Hasta que mi madre dijo
que era hora de tomar medidas drásticas, ya el angochupo había madurado.
Recuerdo que fue a pedirle a la vecina una espina de su árbol de toronja que
tenía en su huerta. Volvió con la espina y, bueno, comenzó el procedimiento.
Me pinchó justo en el lugar del puntito y, ¡boom!, parecía un volcán. Del
angochupo comenzó a brotar un líquido espeso y bien amarillito, uy…y dolía
como el mismísimo diablo. Yo gritaba esperando que todo terminara. Le
pregunté si ya había terminado y me dijo que no, que aún faltaba sacarle “su
casa”.
Todo estaba listo: teníamos arroz, la gallina, huevos, aceituna, todo el menjunje
y las preciosas hojas de bijao que darían forma a nuestros deliciosos juanes. Mi
madre era toda una experta en la cocina, y estaba decidida a enseñarme todos
sus secretos culinarios.
Con una mirada seria y una voz tranquila, me dijo: “Hijo, tu tarea será
amortiguar las hojas de bijao”. Asentí con determinación, pensando que era
una tarea sencilla. Me entregó una hoja de bijao y me mando a la candela,
explicándome que debía pasar la hoja cuidadosamente sobre la llama para
suavizarla y que luego sería el envoltorio perfecto para nuestro juane.
Mi madre, al darse cuenta del desastre, no pudo evitar soltar una risa, aunque
sus ojos revelaban una pizca de preocupación. “Hijo mío, parece que tenemos
un aventurero del bijao perdido en casa”, bromeó mientras señalaba las hojas
negras y crujientes.
Recorrí las calles de nuestro barrio, yendo de casa en casa, pidiendo a los
vecinos si podían regalarme hojas de bijao. Algunos me miraron con sorpresa,
otros con diversión, pero todos fueron generosos y me ayudaron en mi
búsqueda. Incluso entré en las huertas de algunos vecinos para recolectar
hojas frescas.
Finalmente, después de una odisea de hojas de bijao, regresé a casa con
suficiente suministro para terminar los juanes. Mi madre se rió de nuevo al
verme llegar con las hojas frescas y me abrazó con cariño.
Cuenta la leyenda que, hace mucho tiempo cuando el pueblo era aún más
chico y recién habitado, un joven llamado Pablo se aventuró solo en la selva en
busca de una planta medicinal para curar a su madre enferma. Pablo conocía
los peligros de la selva, pero la necesidad y el amor por su madre lo impulsaron
a adentrarse en lo desconocido.
Al despertar, Pablo siguió las indicaciones del árbol y encontró la planta que
curaría a su madre. Lleno de gratitud, regresó al pueblo y sanó a su madre,
compartiendo la historia de su encuentro con la lupuna.
Los vecinos aún creen que la lupuna tiene el poder de conectar a las personas
con la esencia misma de la selva, y que aquellos que descansan bajo su
sombra pueden recibir sabiduría y orientación. La selva y la lupuna se
convirtieron en aliados inseparables para la comunidad, recordándoles la
importancia de vivir en armonía con la naturaleza.