Narowe Cuento 1

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Narowe

Parte 1: Recuerdos de un pasado no vivido

Narowe me llamo, recuerdo de una conversación con mi abuelo en el que me


contaba que antes las personas llevaban apellidos, que eran como nombres
para identificar a toda una familia, creo que eso ya no importa ahora en estos
tiempos. Vivo en una sombra del mundo que una vez fue. Iquitos, la ciudad que
me vio nacer, es ahora un reflejo desvanecido de sus días de gloria. Mi vida
está imbuida de historias que mi abuelo me contó, historias sobre un pasado
que solo puedo imaginar. Cuando cierro los ojos, puedo sentir la electricidad
que alguna vez llenó el aire, y puedo oír el zumbido constante de la tecnología
que ahora yace en silencio.

Mi abuelo, un tesoro viviente de recuerdos, me hablaba de tiempos en que las


calles estaban llenas de motocarros y motos y las casas brillaban con pantallas
iluminadas. Eran los días en que las personas viajaban por el mundo en
cuestión de horas, en lugar de días agotadores de caminata a través de la
selva. Me hablaba de la facilidad con la que las palabras y las imágenes fluían
de una punta del mundo a otra, y cómo la información era accesible al alcance
de un dedo.

Estas historias me parecían tan increíbles como la magia de los brujos de las
leyendas amazónicas. Me hablaba de calles abarrotadas de tanta gente y de
luces que convertían la noche en día. Comparado con eso, el Iquitos que
conozco es un eco tenue, un susurro de una era pasada.

Mis padres, personas que solo conozco a través de fotografías amarillentas,


fueron víctimas de una pandemia que asoló al mundo. Se llevaron consigo una
parte de mi corazón que nunca conoceré. Mi abuelo, convertido en el último
testigo de aquel tiempo, compartió conmigo la historia de su pérdida y la forma
en que lucharon por sobrevivir. Su resistencia, su amor y su dedicación me
moldearon de maneras que no puedo expresar con palabras.

Ahora, aquí me encuentro, solo y sumergido en las historias que mi abuelo me


legó. Su voz resonando en mi mente, el eco de su risa en mi corazón, son todo
lo que tengo. Esas historias son como ventanas a un mundo que se
desvaneció, como las aguas del río que fluyen sin detenerse. Pero incluso
mientras me aferro a esos recuerdos, soy consciente de que él ya no está
conmigo. La muerte lo reclamó, dejándome con la pesada carga de preservar
nuestras historias y esperanzas.

Mis pasos me llevan a través de calles desiertas y paisajes contaminados,


recordándome una y otra vez lo diferente que es mi realidad de la que mi
abuelo vivió. Pero en mi corazón, llevo sus enseñanzas, sus anécdotas y su
amor. Cada paso que doy es un tributo a su memoria y una promesa a un
mundo que podría ser. En medio de este mundo diferente a sus historias, aún
conservo el último vestigio de nuestra conexión con la magia ancestral: un libro,
"Las tres mitades del Ino Modo" de César Calvo, es increíble pensar que fue
una persona que camino por estos espacios siglos atras. En sus relatos
encuentro consuelo, esperanza y la creencia de que quizás, en algún lugar, hay
una manera de cambiar el curso del presente, entre las páginas amarillentas
del libro cuenta como conoce a un antiguo brujo, un banco, un hombre que
podía manipular el tiempo y el espacio, y que podía encontrar el conocimiento
en lo natural. Es cierto que hay muchas cosas de las que se mencionan ahí, y
de las que mi abuelo me contó que no se si ahora existirán, animales, plantas y
demás, pero mantengo la esperanza de que si.

De todas maneras, continuaré contándole al aire estas historias, de mi


presente, del pasado que solo conozco através de cuentos, de mis anhelos,
con la esperanza de que alguien escuche y responda. Mientras tanto, lucho por
preservar la memoria de lo que una vez fue, incluso cuando enfrento los
desafíos de un mundo que apenas puedo entender.

Parte 2: Los Encantos del Destino

Kame. Un nombre que llegó a mí como un susurro del viento, como una
promesa en medio de la desolación. Cuando nuestros caminos se cruzaron en
el corazón de la selva, sentí como si el destino mismo hubiera tejido este
encuentro en el tejido del tiempo. Ella y yo, dos almas perdidas en un mundo
fragmentado, nos encontramos en el momento perfecto.
Ella irradiaba una vitalidad que me cautivó desde el primer momento. Sus ojos,
llenos de asombro y curiosidad, me recordaban los relatos que mi abuelo solía
compartir conmigo. Charlamos durante horas, compartiendo nuestras historias
de antes y después del cataclismo que cambió la faz del mundo, historias que
ni siquiera habíamos vivido, pero conocíamos por los cuentos que nos
contaron. Sus risas llenaban el aire con una energía contagiosa, como un eco
distante de una época más alegre.

A medida que explorábamos los restos de Iquitos, cada esquina se convertía


en una oportunidad para descubrir un pedazo de nuestro pasado. Kame veía
belleza en la decadencia, encontraba significado en lo olvidado y me enseñaba
a apreciar cada momento como si fuera un tesoro. Sus palabras eran como una
melodía que llenaba el aire, guiándome hacia una perspectiva nueva y
esperanzadora.

Juntos, compartimos secretos que solo los corazones jóvenes pueden


entender. Conversaciones que se tejían con risas, confidencias y sueños
compartidos. Kame tenía la habilidad de hacer que el tiempo se detuviera
mientras recorríamos calles vacías y observábamos el cielo que alguna vez
estuvo lleno de luces artificiales. Cada encuentro fortalecía nuestra conexión,
como si nuestras almas hubieran sido amigas en un tiempo anterior.

Mientras explorábamos los ríos y el montes, la magia del mundo natural nos
envolvía. Kame me mostraba cómo sentir el pulso de la tierra bajo mis pies,
cómo escuchar la sinfonía del viento entre las hojas y cómo encontrar consuelo
en la danza de las llamas de una fogata en la noche. Sus ojos brillaban con
pasión mientras compartía sus conocimientos y, en ese momento, supe que
había encontrado algo más allá de una amistad.

A medida que el sol se hundía en el horizonte y la luna emergía en todo su


esplendor, el sentimiento en mi pecho se intensificaba. No eran solo palabras,
ni siquiera un simple afecto; era algo profundo, un lazo que trascendía el
tiempo y el espacio. Cuando nuestras miradas se encontraban, parecía que el
universo mismo se detenía para observar este encuentro.

Esta conexión, este amor naciente, es mi refugio en medio de la devastación


que nos rodea. Kame me ha enseñado a encontrar esperanza en la
desesperanza, a ver la magia en la adversidad y a sentir el latido de la vida en
cada rincón de este mundo cambiado. Ella es mi guía en esta travesía incierta,
y con ella a mi lado, siento que puedo enfrentar cualquier desafío.

Parte 3: La Danza de las Sombras

Kame y yo estábamos explorando más allá de los límites familiares de la selva,


ansiosos por descubrir nuevos horizontes. El sol resplandecía en el cielo,
tejiendo destellos dorados entre las hojas, y nuestras risas llenaban el aire
mientras caminábamos hacia lo desconocido.

Nos detuvimos en un claro rodeado de árboles altos y misterio. La hierba crecía


alta y verde, y los rayos del sol pintaban patrones en el suelo. Nos dejamos
caer sobre el suelo y compartimos historias, nuestros corazones llenos de
emoción por lo que depara el futuro. Kame habló de sus sueños de un mundo
mejor, donde la naturaleza y las personas coexisten en armonía, y su pasión
era contagiosa.

Sin embargo, la tranquilidad se rompió abruptamente cuando escuchamos un


ruido distante. Mis sentidos se agudizaron mientras observábamos la periferia
del claro. Aparecieron sombras entre los árboles, figuras que se movían con
una determinación ominosa. Era un grupo de personas que vivían con el virus,
aquel que había acabado con gran parte de los adultos de nuestro mundo,
aquel que se había llevado a mis padres. Si bien es cierto sobrevivieron, al
nacer quedaron con unas secuelas en sus mentes y corazones, toda esa
maldad habitaba en ellos. Siempre andaban buscando lastimar a aquellos que
corrieron la suerte de no ser tocados por ese mal.

Sus ojos reflejaban un vacío oscuro, y su presencia estaba cargada de


amenaza. A medida que se acercaban, podía sentir la tensión en el aire, como
una tormenta que se avecina. El corazón de Kame latía en sincronía con el mío
mientras nos levantábamos lentamente, alertas ante la posibilidad de peligro.

"¡Váyanse de aquí, forasteros!", vociferó uno de ellos con una risa fría y
retorcida. No había bienvenida en sus palabras, solo hostilidad y malicia.
Sabíamos que estábamos en territorio peligroso, rodeados por aquellos que
habían sido abrazados por la oscuridad que siguió al cataclismo.

Kame y yo intercambiamos miradas silenciosas, nuestras manos apretadas con


firmeza. No había escapatoria fácil, y enfrentar a aquellos que veían el mundo
a través de una lente distorsionada era un riesgo que debíamos tomar. A
medida que el grupo se acercaba, su intención clara en sus miradas, nos
armamos de valor y determinación.

El enfrentamiento fue un torbellino de emociones y acciones. Cada paso que


dábamos estaba lleno de una energía que nos impulsaba hacia adelante. Kame
y yo luchábamos como un equipo, nuestras mentes y cuerpos en sintonía
mientras defendíamos lo que habíamos construido en medio de la adversidad.
La tensión en el aire se rompió con cada golpe, con cada grito de desafío y con
cada intento de intimidación.

En un momento crítico, mientras enfrentábamos la adversidad, un rugido


ensordecedor resonó desde la selva cercana. La tierra tembló bajo nuestros
pies mientras un majestuoso otorongo negro emergía de entre los árboles. Sus
ojos, fijos en los agresores, desprendían una ferocidad imponente. Con su
presencia intimidante, el otorongo se cruzó en nuestro camino, forzando a los
agresores a retroceder y desvanecerse en la oscuridad, justo con el sol que se
ponía y dejando paso a la luna que emergía en todo su esplendor, la lucha
culminó en un momento de silencio agotado. Kame y yo nos miramos, nuestras
respiraciones entrecortadas, nuestros corazones llenos de victoria, pero algo
confundidos por todo lo que pasó. La experiencia, aunque aterradora, nos
recordó la fuerza que reside en nosotros, en nuestra conexión y en la
esperanza que compartimos. Encontrar un ser que nunca habíamos visto
antes, pero que conocíamos de nuestras historias, y el hecho de que haya
aparecido a salvarnos, enfrentar las sombras con un temple inquebrantable. Es
como si nos hubiese estado escuchando y esperando el momento exacto para
ayudarnos.

Sentí que algo había en este ser, era tal cual se describía en el libro que mi
abuelo me dío, como el animal en el que aquel brujo se convertía.
Parte 4: Tejidos en el Aire

Kame y yo nos sentamos bajo la luz suave de la luna, los ecos del
enfrentamiento todavía resonando en el aire. La cercanía de la victoria había
dejado espacio para la calma, y nuestras miradas se encontraron en un silencio
lleno de significado.

"¿Alguna vez has sentido que en el aire, en cada suspiro del viento y en el
murmullo de las hojas, está escrito un destino que aguarda ser descubierto?",
pregunté, mirando a Kame con curiosidad. Era un pensamiento que me había
acompañado desde que mi abuelo me habló de los antiguos brujos y su
conexión con el universo.

Kame sonrió, una sonrisa que contenía la sabiduría de una vida vivida en
armonía con la naturaleza. "Sí, Narowe. Creo que cada hoja, cada río y cada
estrella en el cielo están entrelazados en una red invisible de energía. Los
secretos del universo están ahí para quienes pueden sintonizar con ellos, para
quienes escuchan con el corazón y la mente abiertos."

Asentí, maravillado por las palabras de Kame. Compartimos historias y


conocimientos, dejando que las palabras fluyeran como un río que encuentra
su camino. Hablamos de las antiguas tradiciones de los brujos y de la
posibilidad de que el conocimiento ancestral estuviera todavía enraizado en los
rincones del mundo.

Sin embargo, la calma se vio interrumpida por un cambio en Kame. Su voz, que
había sido fuerte y llena de vida, se volvió más débil, y su mirada se nubló con
una sombra de preocupación. Me di cuenta de que algo estaba mal, algo que
trascendía las palabras que compartíamos.

"Kame, ¿estás bien?", pregunté, notando la diferencia en su energía. Ella


intentó esbozar una sonrisa, pero sus ojos revelaron la verdad que no quería
admitir.

"Narowe, debes escucharme con atención. En el enfrentamiento anterior… fui


herida", susurró, su voz quebrándose ligeramente. "No es solo una herida
física, es algo más. Siento que algo ha cambiado dentro de mí."
El corazón latió en mi pecho con una intensidad desconocida. Kame había sido
contagiada por el virus, algo que habíamos temido desde que enfrentamos a
los sobrevivientes. La realidad se cernió sobre nosotros, oscura y implacable.

"Narowe, tienes que irte. Es peligroso estar conmigo en este momento",


insistió, su voz una mezcla de preocupación y determinación. "No quiero
ponerte en riesgo."

Las palabras cortaron como cuchillas, dejando una herida en mi alma. La idea
de separarme de Kame, de dejarla en este momento de necesidad, era
insoportable. Pero yo sabía que su seguridad era lo primero, tenía que
quedarme junto a ella.

"No, Kame, no puedo dejarte aquí sola", respondí, mi voz cargada de emoción.
"Juntos enfrentamos todo lo que se nos ha presentado. No voy a abandonarte
ahora."

Kame me miró con gratitud y preocupación en sus ojos. Había una batalla
interna en su mirada, una lucha entre el deseo de tenerme a su lado y la
necesidad de protegerme. Finalmente, asintió con una mezcla de resignación y
esperanza.

"Está bien, Narowe. Pero escucha, debes irte y buscar ayuda. Hay alguien, un
anciano que vive en las profundidades de la selva, que puede tener respuestas.
Prométeme que lo encontrarás y que regresarás por mí", dijo, su voz cargada
de urgencia.

Accedí a su petición, prometiéndole que buscaría ayuda y regresaría por ella.


Nos abrazamos con fuerza, nuestras almas entrelazadas en ese momento de
despedida. Luego, con un último vistazo, me alejé de Kame, llevándome su
imagen en mi mente mientras emprendía mi viaje en busca de respuestas y
ayuda.

Parte 5: El Camino Guiado por las Sombras

Mi corazón latía con determinación mientras me adentraba en el espeso manto


de la selva. Siguiendo las indicaciones vagas que Kame me había dado,
buscaba al anciano que tenía las respuestas que necesitábamos. Cada paso
era una lucha contra la vegetación densa y las incertidumbres que habían
invadido mi mente.

El sol se filtraba a través de las hojas, creando un juego de luces y sombras en


el suelo. Pero a medida que avanzaba, la familiaridad del camino comenzó a
desvanecerse. Mis pasos eran inciertos, y la sensación de perderme comenzó
a apoderarse de mí. La desesperación se mezcló con la fría realidad de estar
solo en este vasto laberinto verde.

Fue entonces, en medio de mi confusión y angustia, que vi algo que me hizo


detenerme en seco. Un par de ojos brillantes, negros como la noche, me
observaban desde la oscuridad. El otorongo negro estaba allí, de nuevo,
cruzando mi camino con la imponencia y la gracia que le eran propias. Pero
esta vez, parecía llevar un propósito más allá de su simple presencia.

Los ojos del otorongo se encontraron con los míos, y en su mirada encontré
una especie de guía, una dirección en medio de mi perdición. Mi corazón latía
al ritmo de un llamado silente, y decidí seguir al majestuoso felino, siguiendo su
paso silencioso a través de la selva densa.

A medida que avanzábamos, los acontecimientos parecían tomar forma como


un rompecabezas que finalmente encajaba. El otorongo no era solo un
espectador pasivo, sino un guía en este viaje crucial. Me llevó a través de
lugares que nunca habría descubierto por mi cuenta, sorteando obstáculos con
una destreza asombrosa.

Finalmente, después de una larga y agotadora travesía, llegué a un claro


donde se erguía un tambo antiguo, envuelto en la magia de la historia y el
tiempo. Era el lugar donde el anciano residía, un custodio de conocimientos
antiguos que podrían cambiar el destino de Kame y el mío.

El tambo del anciano parecía un oasis en medio de la selva, sus paredes de


madera resistiendo el paso del tiempo y la naturaleza implacable. Me
encontraba frente a él, mi corazón latiendo con la esperanza de encontrar
respuestas a la amenaza que se cernía sobre Kame. El anciano me recibió con
una mirada serena, y compartí con él la búsqueda que me había llevado a ese
lugar.

Pasamos horas inmersos en una conversación profunda, intercambiando


historias y conocimientos que abarcaban generaciones. El anciano compartió
conmigo la sabiduría de los brujos antiguos, la conexión que tenían con el
universo y la importancia de mantener el equilibrio entre el mundo humano y el
mundo natural.

Sin embargo, cuando mencioné el virus que había afectado a Kame, su


expresión se volvió sombría. "Narowe, entiendo tu angustia, pero debes
entender que no soy un sanador. No tengo el poder de cambiar el destino de
Kame", dijo, sus palabras llevando un peso inesperado.

La frustración burbujeaba dentro de mí mientras luchaba por comprender sus


palabras. ¿Cómo podía ser que después de todos mis esfuerzos, todavía no
pudiera encontrar la solución que buscábamos?

Al final de nuestra conversación, el anciano me miró con ojos llenos de


comprensión. "Narowe, la verdad es que el camino que Kame debe tomar no
es uno que yo pueda guiar. Ella debe encontrar sus propias respuestas, su
propia verdad. Solo entonces podrá enfrentar su destino."

El enojo y la desilusión ardieron en mi pecho mientras me alejaba del tambo,


sintiéndome traicionado por las esperanzas que había albergado. Pero
entonces, la sombra del otorongo negro se interpuso en mi camino, sus ojos
brillando con un entendimiento que trascendía las palabras.

Incluso antes de que pudiera reaccionar, el otorongo se movió, avanzando con


gracia a través de la selva. Mi instinto me llevó a seguirlo, y juntos atravesamos
un laberinto de árboles y sombras. En medio de la confusión, me di cuenta de
que el otorongo estaba guiándome, conduciéndome en una dirección que no
habría imaginado por mi cuenta.

Finalmente, llegamos a un claro en el que me encontré solo. El otorongo se


desvaneció en las sombras, su presencia se había desvanecido como un
sueño fugaz. Sin embargo, había dejado una pista invisible que seguí con
determinación.
Cuando llegué a nuestro lugar de encuentro, no encontré a Kame. En su lugar,
una carta yacía sobre una roca. Temblando, la recogí y abrí, sus palabras
resonando en mi mente como una melodía melancólica.

Querido Narowe,

Si estás leyendo esta carta, significa que nuestras vidas han tomado caminos
diferentes. Desde el momento en que te conocí, supe que estaba destinada a
protegerte, a mantenerte a salvo incluso si eso significaba separarnos.

Siento en el corazón haberte dejado así, pero fue lo único que pude hacer para
mantenerte fuera de peligro. No importa lo que pase, quiero que sepas que
estaré presente en el aire, en cada susurro del viento y en cada rayo de sol. Me
convertiré en parte del todo, en la esperanza y el cambio que compartimos.

No llores por mí, Narowe. Mi amor por ti siempre será eterno, y estaré contigo
en cada paso que des hacia un futuro mejor.

Con todo mi amor,

Kame

Las lágrimas se deslizaron por mis mejillas mientras absorbía sus palabras.
Kame había dejado una parte de sí misma en esa carta, una parte que ahora
viviría en mí. Su sacrificio, su determinación y su amor resonarían en cada
paso que diera en busca de un mundo mejor.

Parte 7: Enfrentando el Destino

Caminaba solo por la selva, sintiendo el peso de la confusión y la tristeza en mi


corazón. Las palabras de Kame resonaban en mi mente, sus últimas
esperanzas y despedidas aún frescas en mis pensamientos. ¿Qué debía
hacer? ¿Cómo podría cumplir la promesa que le había hecho?

Me detuve en medio de un claro, el sol filtrándose a través de las hojas y


bañándome con su cálido resplandor. Cerré los ojos y dejé que los recuerdos
fluyeran, las palabras de Kame, las historias de mi abuelo, todas convergiendo
en un torbellino de pensamientos.
“Tú eres la clave para el cambio… en el aire, como las hojas y los ríos…” Las
palabras de Kame resurgieron en mi mente como un eco persistente. ¿Qué
significaba todo esto? ¿Cómo podría convertirme en la clave para el cambio
que ella deseaba?

Las sombras de la selva parecían abrazarme, envolviéndome en una confusión


abrumadora. Mientras luchaba por encontrar respuestas, el sonido de pisadas
llegó a mis oídos. Los hombres malos habían vuelto, emergiendo de las
sombras con una determinación oscura en sus miradas.

Sin embargo, en lugar de resistir, en lugar de luchar, me paré inmóvil. Sabía


que enfrentarlos no cambiaría nada. Cerré los ojos y respiré profundamente,
aceptando mi destino inexorable. Si este era el final que me esperaba,
entonces lo enfrentaría sin miedo.

El viento susurró su lamento a través de los árboles, y los pasos de aquellos


hombres se acercaron. Esperé en silencio, los latidos de mi corazón resonando
en mis oídos. Pero entonces, un rugido profundo y amenazante resonó a través
del aire, seguido de un silencio repentino.

Abriendo los ojos, me encontré con una escena que me dejó sin aliento. El
otorongo negro estaba allí, sus ojos centelleando con una intensidad feroz
mientras se interponía entre mí y los hombres. Un aura de poder y
majestuosidad lo rodeaba, y los hombres parecían haberse congelado en su
lugar.

Los ojos del otorongo se encontraron con los míos, y en su mirada encontré
una mezcla de advertencia y guía. Sin una palabra, los hombres retrocedieron,
su miedo era palpable en el aire. Luego, uno a uno, desaparecieron en las
sombras, dejando atrás un silencio profundo.

El otorongo negro permaneció en el claro, su mirada fija en mí. El tiempo


pareció detenerse mientras nuestros ojos se encontraban, como si hubiera un
entendimiento que trascendiera las palabras. Su presencia imponente era un
recordatorio de que la naturaleza estaba de mi lado, una fuerza a la que podía
recurrir en tiempos de necesidad.
Parte 8: El Mensaje del Otorongo

El claro estaba lleno de una quietud serena, el sol poniente tiñendo el horizonte
de tonos dorados y naranjas. Me encontraba solo, pero podía sentir la
presencia del otorongo negro a mi alrededor. Su mirada fija en mí había sido
reemplazada por un sentido de anticipación, como si estuviera esperando que
me diera cuenta de algo.

Cerré los ojos por un momento, dejando que el susurro del viento y los sonidos
de la selva llenaran mi mente. Pero entonces, un susurro suave comenzó a
formarse en mi cabeza, palabras que no eran mías, pero que parecían flotar en
el aire a mi alrededor.

"Narowe…"

Abrí los ojos de par en par, mirando a mi alrededor, sorprendido por el hecho
de que estaba escuchando una voz en mi mente. Pero no había nadie más allí,
excepto el otorongo negro que me observaba con una intensidad tranquila.

"No temas, Narowe. Soy el otorongo negro, el guardián de esta selva, el


mensajero entre mundos."

La sorpresa dejó espacio a la maravilla mientras escuchaba las palabras del


otorongo en mi mente. ¿Era posible que estuviera hablando conmigo de esta
manera? Mi corazón latía con anticipación mientras esperaba sus revelaciones.

"Has estado buscando respuestas, Narowe. Has buscado el camino para


cambiar tu realidad, para cumplir la promesa que le hiciste a Kame y a ti
mismo. Pero las respuestas han estado ante ti todo este tiempo."

Mis pensamientos se tambalearon mientras intentaba procesar sus palabras.


¿Había estado ciego ante las respuestas que tanto anhelaba? La voz del
otorongo continuó, llena de una sabiduría ancestral.

"A través de tu abuelo, de Kame y de cada experiencia que has vivido, te he


guiado hacia la comprensión. Tú eres la conexión entre el pasado y el futuro, la
voz que trasciende el tiempo. Has sido bendecido con el conocimiento y la
pasión para cambiar el mundo, para devolver el equilibrio a la naturaleza y a la
humanidad."
La realización comenzó a brillar en mi mente como un faro de luz. Cada historia
que mi abuelo me contó, cada palabra compartida con Kame, todo había sido
un paso en el camino hacia la comprensión y el cambio. Pero había algo más,
algo que el otorongo estaba a punto de revelar.

"Ahora, Narowe, comprende esto: el poder de cambiar el mundo no reside solo


en ti. Tú eres la voz, pero también lo es aquel que te ha estado acompañando
en esta historia. El que ha compartido tus pensamientos y emociones, el que
ha viajado contigo a través de cada desafío y descubrimiento. El que, como tú,
tiene el poder de cambiar la realidad."

La revelación sacudió mi ser. Aquel que había compartido mis pensamientos y


emociones, aquel que conmigo ha viajado?. Las palabras del otorongo
resonaron en mi mente como una verdad innegable.

"Tu historia es una invitación, Narowe. Una invitación para que aquel que te ha
estado acompañando en esta historia se convierta en un agente de cambio. El
poder de transformar este mundo y restablecer el equilibrio está en sus manos.
Así como has encontrado respuestas en el pasado, aquel que te ha estado
acompañando en esta historia tiene el poder de forjar un futuro diferente."

Mis ojos se llenaron de lágrimas mientras asimilaba la magnitud de lo que el


otorongo estaba compartiendo. La conexión entre el pasado, el presente y el
futuro se había vuelto clara. Aquel que me había estado acompañando, como
parte integral de esta historia, tenía el poder de cambiar la realidad que estaba
por venir.

"Narowe, tu viaje aún no ha terminado. Pero ahora comprendes la verdad. Tu


promesa a Kame, tu amor por la naturaleza y tu determinación para crear un
mundo mejor, todo está enraizado en la conexión que compartes con aquel que
te ha estado acompañando en esta historia. Juntos, pueden trascender los
límites del tiempo y dar forma a un futuro donde la armonía y la coexistencia
prevalezcan."

El otorongo se desvaneció en las sombras, dejando atrás una sensación de


profundo entendimiento y propósito en mi corazón. Es que ahora entiendo,
ahora es a ti a quien estoy mirando, aquel que había estado acompañando mi
viaje, aquel que ahora estaba leyendo estas palabras.

"Tú que me estuviste acompañando, escucha estas palabras con atención.


Comprende que tienes el poder de cambiar el curso de los eventos, de forjar un
futuro en armonía con la naturaleza y con la humanidad para todos nosotros,
no es tan tarde ahora que lo pienso, pero depende de que actúes ahora. Tú, al
igual que yo, eres la voz y la acción. Juntos, podemos tejer un nuevo destino
para este mundo. Gracias por ser parte de esta travesía, se que tu mente y
corazón tienen ese espacio para entender, comprender y escucharme. Ahora
confío en ti para ayudarme a hacer de este mundo futuro, y de tu mundo
presente un lugar mucho mejor para ambos, mucho mejor para todos."
El Pomarrosa

Desde lo más profundo de mis raíces, hasta las puntas de mis ramas, mi vida
ha sido una melodía entrelazada con el paso del tiempo. Soy la pomarrosa que
se alza en la esquina de la plaza, una testigo silenciosa de la transformación de
un mundo que avanza implacable.

Mi historia comienza en la cálida y húmeda oscuridad de la tierra, una semilla


que encontró su hogar en el abrazo de la madre naturaleza. Fui cargada por un
humano, y mi viaje comenzó llevado en sus manos y liberada en la plaza de la
ciudad, después de haberse comido el delicioso fruto de otro árbol de
Pomarrosa. Allí, en ese rincón tranquilo y soleado, encontré la luz por primera
vez.

Con el tiempo, mis raíces se hundieron profundamente en la tierra, buscando


nutrientes y anclaje. Mis hojas se desplegaron hacia el cielo, atrapando los
rayos del sol y transformándolos en vida. Vi pasar las estaciones de vaciante y
creciente, épocas que marcan los cambios del río que fluye cercano, y vi cómo
la ciudad cambiaba a su propio ritmo.

Desde mi lugar en la plaza, fui testigo de la vida de la ciudad que me rodeaba.


Vi a los niños corretear a mi alrededor, riendo y jugando. Observé cómo los
enamorados se sentaban bajo mi sombra, compartiendo secretos y sueños.

Recuerdo mi primera etapa especial, mi corona se llenaba de vida y color.


Durante la época de floración, mis ramas se cubrían con una alfombra de
pétalos de color rosa, creando un espectáculo que llenaba la plaza de belleza.
Aquellos días anunciaban la llegada de mis frutos, y la promesa de dulces
delicias se colaba en el aire. Mi corazón latía con alegría cuando veía a las
personas coger los frutos de mis ramas, sus risas resonando mientras
saboreaban entre ácido y dulce la pulpa blanca.

Pero había momentos en los que me sentía un poco molesto. A veces, los
muchachos me lanzaban piedras para coger mis frutos, y aunque entendía sus
deseos, no podía evitar sentir una punzada de tristeza. Sin embargo, esa
molestia pasaba rápido, porque sabía que esos frutos serían apreciados.
Los años pasaron, y las calles vieron el cambio de carros a motos y luego a
motocarros que rugían como fieras por la avenida. Mi tronco se hizo más fuerte
y mis ramas se alzaron más alto, siempre observando, siempre siendo parte de
este mundo en constante transformación. La ciudad crecía, las personas
cambiaban, pero yo permanecía, un guardián tranquilo y silencioso.

Y así, pasaron las décadas. Vi cómo la ciudad se volvía más caótica, cómo las
prisas y el ruido invadían los rincones antes serenos. Mi tronco abrazaba la
nostalgia de épocas más tranquilas, cuando la gente se sentaba a mi sombra y
disfrutaba del momento presente.

Un día, llegó el momento que temía. Escuché el sonido de las sierras y las
hachas acercándose. Sentí cómo mis ramas caían una a una, despojándome
de mi corona verde. Luego, llegó el corte final, el hondo estremecimiento de mi
tronco al ser derribado. Vi cómo mis partes eran arrastradas, cómo mi
presencia se desvanecía de la plaza.

Ahora, en el lugar donde una vez me erguí, solo queda una banca de cemento.
El vacío que dejé atrás parece llenar el aire, una ausencia palpable que parece
contener un eco de susurros y risas que alguna vez fueron. Mi existencia, mi
vida entera, ahora es solo un recuerdo en la memoria de aquellos que alguna
vez se sentaron a mi sombra.

Y mientras el sol se pone en el horizonte, siento una tristeza profunda que me


envuelve. Pero también sé que mi historia, mi tiempo en esta plaza, es solo una
parte de un ciclo mayor. Mi energía volverá a la tierra, nutriendo las raíces de
nuevas formas de vida.

Así, en la quietud de la noche, susurro mi adiós al viento. A aquellos que


alguna vez me vieron, a aquellos que compartieron sus momentos bajo mi
sombra, a aquellos que se sentaron en mi regazo y me convirtieron en parte de
sus vidas. Mi historia se desvanece, pero la esencia de lo que fui permanece,
tejida en el tejido mismo del tiempo.
El amarre inesperado

En un rincón perdido de la selva peruana, donde las creencias en brujerías y


conjuros eran más reales que las hojas en los árboles, vivía Jorge, un joven
con un corazón rebosante de amor por María, la más bonita del pueblo. Pero el
camino al amor verdadero no siempre es un sendero claro, y Jorge estaba a
punto de descubrirlo de la manera más particular.

Un día, mientras charlaba con sus compinches en una sombreada esquina del
centro poblado en donde vivía, Jorge decidió confiarles su dilema: su intención
de conquistar el corazón de María. Uno de sus amigos, con la chispa del
ingenio en los ojos, sugirió algo que sacudió las expectativas de Jorge: un
amarre. Sí, el legendario amarre, un truco ancestral de las artes oscuras que
supuestamente podía cautivar los sentimientos de la persona deseada.

Las palabras del amigo rebotaron en la mente de Jorge como un enjambre


avispas recién azuzados. Esa misma tarde, sin dudarlo, se aventuró en busca
de la tía de su amigo, una misteriosa mujer que todos sabían tenía un pie en el
mundo de lo sobrenatural. La tía, mitad bruja, mitad sabia, lo escuchó
atentamente y, con un guiño travieso, le dio una lista de ingredientes: plumas
de ave de selva, una flor nunca antes vista, una gota de rocío lunar y… el
inesperado requisito: el calzón de María.

Jorge no se amilanó; la pasión lo llevó a recorrer la selva en busca de esos


elementos, sin embargo, enfrentarse al calzón de María fue más complicado
que enfrentarse a la selva misma. Con nervios a flor de piel, decidió que la
única manera de hacerse de ese valioso tesoro era aprovechar un instante de
distracción en la casa de María.

Así, una tarde soleada, se propuso escurrirse sigiloso por la huerta de María
hasta su tendedero. Para su mala suerte justo cuando ya había cruzado a la
huerta su polo se queda atajado en una calamina, lo que hace que están se
caiga y generé un estrepitoso ruido. Los nervios lo traicionaron, y antes de
poder reaccionar, su visión quedó fijada en una prenda tendida que ondeaba al
viento. Sin detenerse a pensar, la tomó y huyó de allí como un jaguar asustado.
En su humilde morada, siguió al pie de la letra las instrucciones de la tía bruja
durante una semana completa. Las noches eran oscuras y enigmáticas, y
Jorge repetía los pasos una y otra vez, esperando ansioso el día en que María
caería rendida a sus pies.

La semana pasó como un río fugaz, y finalmente, lleno de esperanza, Jorge se


dirigió hacia el encuentro con María. Pero la realidad se rió de sus
expectativas. María, ajena a los esfuerzos sobrenaturales de Jorge, le dedicó
apenas un vistazo distraído. Sus ojos no se encontraron, sus palabras no se
cruzaron, y su corazón permaneció inmune.

Pero la historia aún guardaba su última y sorprendente vuelta. Ese amarre que
Jorge realizó con pasión y fe resultó en un lazo que ni siquiera él esperaba: el
amarre funcionó, ¡pero no en María! Quien quedó prendada fue la tía de María,
la señora Carmen, una mujer mayor, algo encorvada y con una pierna
ligeramente chueca.

La selva retumbó con risas cuando la tía, embelesada y confundida, no podía


resistirse a los encantos que creía haber encontrado. Jorge se encontró
atrapado en un enredo que ni en sus sueños más locos habría imaginado.

La tía Carmen, cuyos ojos antes pasaban por alto el mundo, ahora brillaban al
cruzarse con los de Jorge. Cada vez que él aparecía, su voz titubeaba y sus
mejillas se teñían de un carmesí intenso. Los vecinos, percatándose de la
extraña conexión, no pudieron evitar murmurar y chismosear sobre lo que
pasaba, ya la gente sabía que ese muchacho había amarrado a la señora
Carmen, lo que no entendían era la razón de por qué a ella.

La tía de María comenzó a hacerle visitas “casuales” a la casa de Jorge,


llevando rosquitas de yuca, caimitos, guayaba, y todo lo que la señora cogía en
su huerta o preparaba con sus manos y siempre lanzándole miradas cargadas
de significado. Jorge, confundido y desconcertado, intentó mantener la
compostura, y recibía apenado aquellos regalos. Todos los días había una
nueva aventura para Jorge, una aventura que tenía que ver con la señora
Carmen.
Un día mientras la señora intentaba demostrar su destreza para tejidos, terminó
enredada en un ovillo de lana, riendo a carcajadas mientras Jorge luchaba por
desenredarla, durante este en momento empezaron a charlar y encontraron
que tenían muchas cosas en común y que podían compartir, así que Jorge la
invitó a dar un paseo por el monte, en medio de el paseo por la selva, la tía
perdió el equilibrio y, en un alarde de gallardía, Jorge se lanzó a sostenerla en
sus brazos. Poco a poco el nombre de María ya no resonaba en la cabeza de
Jorge.

Los chismes no tardaron en llegar hasta los padres de Jorge, estos


preocupados decidieron que lo enviarían a Iquitos. Pues veían en su hijo
actitudes raras, ya no paraba mucho en casa, ni con su amigos, además la
gente comentaba que lo veían muy juntito a la señora Carmen y seguido.
Estaban preocupados de que su hijo realmente este enamorado de la señora, y
es que en verdad eso estaba pasando, pues Jorge ya compartía muchos
momentos con la señora Carmen. La decisión no se hizo esperar y mandaron a
Jorge a Iquitos a vivir con unos tíos que tenía allá.

Los vecinos comentaban que la señora Carmen duro lloró, desde el día que se
fue su Jorgito. Hasta que un día sin previo aviso la señora Carmen
desapareció, se fue del pueblo, los chismes dicen que se fue en busca de
Jorge a Iquitos. Al parecer ese amarre, al final, fue muy efectivo.
Mi última canción

Desde la penumbra de mi cuarto, rodeada de recuerdos y vestida de


esperanza, siento cómo el eco de "Mi Última Canción" que sale de la radio que
está encima de la repisa se desliza por las paredes y se cuela en mi corazón.
Las notas de esa melodía llevan consigo las historias de toda una vida, las
cuales he amado y atesorado en el rincón más profundo de mi ser.

La música siempre ha sido mi compañera más fiel. Cierro los ojos y retrocedo
en el tiempo, hasta mis primeros días en este mundo. Mi padre me cantaba un
viejo vals para dormir, sus manos acunándome con ternura mientras mis ojitos
adormilados observaban el mundo desde su regazo.

Mi recuerdos me llevan a mi Contamana querida donde todo comenzó. La lluvia


cae en cascada afuera, pero mi corazón está impaciente. Los recuerdos
continúan desfilando como una película en mi mente. Mi hermana y yo
discutimos bajo la lluvia, riendo y retándonos mutuamente mientras nos
enfrentábamos a la tormenta y a la autoridad de mamá. Yo siempre fui la
rebelde, la que desafiaba las órdenes y las convenciones.

Fue en una de esas lluvias que mi destino tomó un giro inesperado. Desafiando
a mi madre, me aventuré a un concurso de canto en la radio local. Canté con
pasión y verdad, y cuando mi voz resonó en el aire, supe que había encontrado
mi lugar. Gané aquel concurso y me premiaron con una canasta y una gallina
regional, pero al llegar a casa, mi madre no se inmutó por mi logro. El castigo
fue inminente, pero mi espíritu no se doblegó.

Los aplausos de esa noche resonaron en mis oídos mientras subía al escenario
del aniversario de mi pueblo. Canté con fuerza, mi voz se mezcló con la brisa
de la noche, y en cada aplauso sentí la energía del público vibrando en mi
pecho. Fue allí, en ese momento, que la magia de cantar para los demás se
aferró a mí como una promesa.

La música se convirtió en mi pasión, en mi escape y en mi compañera en cada


paso de mi camino. A pesar de las desavenencias con mis padres, decidí
seguir mi corazón y unirme a un conjunto musical. Los desafíos no faltaron, y
con cada paso adelante, sentía a mis padres discutiendo conmigo, debatiendo
si era mejor estudiar o seguir cantando. Yo elegí la música, y con ella, encontré
amor en un compañero de escenario.

El amor me encontró en los pasillos de las melodías y me regaló un hijo. La


vida me puso a prueba, y a pesar de las adversidades, decidí no renunciar a
mis sueños. Viaje a Iquitos y allí trabajé duro, estudié enfermería y cuidé de mi
hijo, enfrentando la vida con valentía y determinación.

Los años pasaron, y la música quedó en silencio en mi vida. Pero hoy, el


mismo anhelo que me hizo cantar por primera vez late en mi pecho con fuerza
renovada. Desde el rincón de mi cuarto, donde los recuerdos se entrelazan con
la emoción, me preparo para mi "última canción".

Salgo del cuarto, adornada como una estrella que vuelve a brillar. Mi familia me
espera, mis hijos, mis nietos, todos con ojos brillantes y sonrisas que
encienden mi alma. En el escenario, las luces me acogen, y cuando la melodía
comienza, mi voz se eleva con pasión.

En cada nota, siento que mi voz trae consigo todos esos momentos que
crearon mi vida. Canto para mis padres, que quizás nunca entendieron mi amor
por la música. Canto para aquellos que amé y que se fueron. Canto para
aquellos que me escuchan, para quienes ven en mí un faro de esperanza.
Canto por mi, por la música, por nuestro encuentro después de las tanto
tiempo.

Y mientras el último acorde se desvanece en el aire, sé que esta no es mi


última canción. La música siempre vivirá en mí, en cada latido de mi corazón.
La magia de cantar para el mundo y para mí misma nunca se desvanecerá.
Hoy, en el escenario, he vuelto a sentir la vibración del aplauso, el eco de los
recuerdos y la certeza de que el amor por la música es una llama que nunca se
apagará.

Y así, en medio de la música y el amor de mi familia, continúo cantando mi


historia y mi legado. No es mi última canción, sino un nuevo comienzo, un
renacimiento de mi pasión y un regalo para todos aquellos que creen en los
sueños, en las historias y en la música que nos une a todos, con el todo.

Juana, mi super mamá

Desde nuestra pequeña casa en la avenida Quiñonez, puedo ver a mi mamá,


Juana, sumergida en su mundo de tareas interminables. Su vida es como una
canción que se repite una y otra vez, con notas de esfuerzo y supervivencia
que nunca cambian.

Las mañanas de mi mamá comienzan antes del amanecer. Sus manos, fuertes
y curtidas, se convierten en herramientas mágicas en la cocina. Ella cocina con
pasión, creando platillos que llenan de sabor y amor los estómagos y los
corazones de quienes los prueban. No importa cuánto trabaje, siempre
encuentra la manera de hacer magia con los ingredientes que tiene.

A lo largo del día, mamá se convierte en la protagonista de su pequeño negocio


de almuerzos caseros. Con la tenacidad de quien enfrenta el sol a pleno
mediodía, sirve comidas deliciosas que son su forma de dar un poco de
felicidad a las personas, una cucharada de esperanza en medio de la rutina.

Pero su vida no es solo la historia que vemos a simple vista. Mi mamá carga
con frustraciones y desafíos que quedan ocultos tras su sonrisa cansada. Las
cuentas que no cierran, las miradas de desaprobación de algunos vecinos, la
falta de tiempo para cuidarse a sí misma. A pesar de todo, nunca se cansa,
sigue adelante con su mirada fija en un futuro mejor.

En la noche, mi mamá se convierte en la barrendera de la avenida Quiñonez y


yo la acompaño. Barriendo desde la entrada de San Lorenzo hasta la
Universidad Científica del Perú, se convierte en la sombra que borra las huellas
de otros. Pero sus pasos, aunque invisibles para muchos, son pasos de
valentía y perseverancia.

Sin embargo, entre los sueños y la rutina, ella esconde un deseo profundo.
Sueña con un futuro en el que mi vida sea diferente, en el que tenga
oportunidades que ella no tuvo. Pero las estrellas en el cielo parecen distantes
y fuera de alcance.

La avenida Quiñonez se extiende frente a nuestra casa, como una línea de


tiempo que se repite una y otra vez. Pero cada día es una oportunidad para mi
mamá, una oportunidad para hacer la diferencia. Sin embargo, en medio de la
monotonía, siempre hay un lugar para los sueños.

En la madrugada, mientras las luces de la ciudad se desvanecen, mi mamá


encuentra su rincón de paz en nuestro pequeño cuarto. Es ahí donde su
imaginación vuela libre y sueña con aventuras lejanas, donde seres mágicos la
llevan lejos de la rutina y la liberan de las cadenas que la atan.

Desde mi lugar como testigo silencioso, veo a mi mamá con admiración y amor.
Sus suspiros y miradas perdidas revelan su deseo de algo más, de una vida
que trascienda la rutina. Las noches eran iguales, y el trabajo de María, en la
avenida Quiñonez parecía una película que repetía sus mismas escenas una y
otra vez. La rutina se enroscaba alrededor de ella, apretando su espíritu con
sus garras monótonas.

Como siempre, el final del recorrido se encontraba en el horizonte: la


Universidad Científica del Perú. Justo allí, al final de su trayecto interminable,
ocurrió lo inesperado. En medio de la acera, brillando en la luz de la luna,
encontró una pulsera. Parecía hecha de piel de otorongo, y su brillo
hipnotizante la hizo detenerse. Vi como un rápidamente cogió la pulsera entre
sus dedos. La magia parecía danzar a su alrededor, un rayo de luz en su
monótona existencia. Sin pensarlo mucho, se la puso en la muñeca, sintiendo
un cosquilleo eléctrico recorrer su piel.

Justo en ese momento, un estruendo resonó en la calle. Un motocarro, cargado


de pasajeros, estaba a punto de ser arrollado por un carro que venía a toda
velocidad. La desesperación se reflejaba en los ojos de quienes observaban la
escena, y el miedo congelaba el tiempo.

Sin pensarlo, sin planearlo, mi mamá en un impulso incontrolable se lanzó


hacia ellos. Sus piernas se movieron por sí solas, la pulsera en su muñeca
parecía latir en sintonía con su corazón. Y entonces, todo cambió.
Con una velocidad asombrosa y una fuerza que desconocía poseer, corrió
hacia el carro que amenazaba con un desastre. Sus músculos respondieron
con una agilidad sobrenatural, y antes de que pudiera procesar lo que estaba
sucediendo, se encontró frente al carro, deteniéndolo con sus manos.

El mundo parecía congelarse en ese momento. Los ojos asombrados de


quienes observaban seguían cada movimiento de mi mamá, que con su acto
heroico había evitado una tragedia. El motocarro, apenas unos centímetros de
distancia del peligro, se quedó suspendido en el tiempo.

Me imagino toda la adrenalina que latía en las venas de mi mamá mientras


sostenía el carro, sí solo yo ya la sentía. Los aplausos y gritos de asombro
llenaron el aire, pero en medio del caos, su mirada se cruzó con la mía. Mi
madre, la barrendera de la avenida Quiñonez, tenía poderes que ni ella misma
podía comprender.

Finalmente, el tiempo comenzó a moverse nuevamente. El carro quedó


detenido, la tragedia evitada. El conductor salió del vehículo con los ojos llenos
de incredulidad, mientras los pasajeros del motocarro miraban a mi mamá con
admiración. Después de un momento que pareció una eternidad, se apartó del
carro y regresó a su ritmo normal. Era como si todo hubiera vuelto a la
normalidad, como si nada hubiera sucedido. Aun así, su pulsera brillaba en su
muñeca como un secreto guardado.

Juntas, regresamos a casa esa noche. El silencio entre nosotras era profundo,
como si ambas supiéramos que habíamos sido testigos de algo extraordinario.
Sin decir una palabra, nos echamos a dormir, llevando con nosotros el asombro
y la incertidumbre de lo que vendría después.

El sol del medio día caía sobre la avenida Quiñonez, y el aroma tentador de la
comida que vendíamos llenaba el aire. Era una rutina familiar, el ritual que nos
conectaba con aquellos que nos rodeaban. Juana y yo, madre e hija,
compartíamos risas y conversaciones mientras servíamos los almuerzos a
nuestros clientes.
Esa tarde, mientras empacábamos las últimas porciones, no pude contenerme
más. Miré a mi madre, sus ojos cansados pero llenos de vida, y finalmente
decidí hablar de lo que había presenciado la noche anterior.

"Mamá," comencé tímidamente, "anoche... anoche te vi hacer algo increíble."

Ella levantó la mirada, sus ojos se encontraron con los míos. En ese momento,
parecía como si una chispa de emoción pasara por su expresión.

"¿De qué estás hablando, hija?" preguntó con una sonrisa, como si no supiera
de lo que estaba hablando.

"Vi cómo detuviste el carro... con tus manos. ¿Cómo lo hiciste?" le pregunté
con intriga.

Dejó escapar una risa nerviosa. "No sé de qué estás hablando, cariño. Debe
haber sido un sueño o algo así."

Aunque sus palabras intentaban negarlo, pude ver en sus ojos que había algo
más. Algo que ella estaba escondiendo, quizás incluso de sí misma.

Esa noche, mientras las calles de Iquitos se sumían en la oscuridad, volví a


plantear el tema. "Mamá, ¿y si pruebas usar esos poderes de nuevo? Quizás
puedas descubrir qué son y cómo los tienes."

Vi como dudó por un momento, mirando la pulsera en su muñeca como si


estuviera meditando la idea. Finalmente, suspiró y asintió. "Está bien, hija. Tal
vez tengas razón."

Así comenzó una noche de exploración. Nos preparamos para salir al turno
nocturno de barrenderos, ella llevando consigo la pulsera que la había
transformado en alguien especial.

Esa noche, mientras barre con su escoba en mano, ella siente la energía de los
poderes fluyendo a través de ella. Cada movimiento es más rápido, más
eficiente. La escoba se convierte en una extensión de su voluntad, y el trabajo
que solía llevar horas se completa en cuestión de minutos.

Una risa escapó de sus labios mientras veía la calle convertirse en un borrón
de movimiento. Era como si finalmente hubiera encontrado una manera de
sacarle provecho a sus habilidades sobrenaturales. Miramos la escoba que fue
testigo de su poder y sus pelos estaban gastados, nos miramos y nos echamos
a reír al instante. Mientras disfrutaba de ese momento de esta nueva libertad,
algo llamó su atención en la distancia. Un motocarro cerraba el paso a una
pareja en una moto, y un hombre armado les apuntaba exigiendo sus
pertenencias.

La adrenalina tomó el control. Con una determinación implacable, mi mamá se


lanzó hacia la escena, sus piernas la llevaban a una velocidad vertiginosa.

El motocarro asaltante apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que mi


madre estuviera frente a él. Con un gesto rápido, desarmó al hombre armado y
lo dejó incapaz de hacer daño.

La fuerza y la velocidad que fluían a través de ella eran asombrosas. Con una
habilidad que ni ella misma sabía que poseía, usó el toldo del motocarro, lo
rompió en pedazos para atar a los delincuentes, rompió el timón del vehículo y
los dejó impotentes en el suelo.

Los gritos de asombro y admiración de la pareja de la moto llenaron el aire. No


podían creer lo que acababan de presenciar: una mujer común había
intervenido y detenido el asalto con una destreza inigualable.

Mi mamá se acercó a la pareja, devolviéndoles sus pertenencias. Les sonrió


con calidez antes de girar sobre sus talones y regresar a casa, mi madre, la
barrendera, la heroína de la noche.

Antes de que la policía llegara al lugar, mi mamá y yo ya estábamos en nuestra


pequeña casa. Miré a mi madre con admiración y orgullo en los ojos.

"Mamá," dije, "eres increíble. No importa cómo o por qué tienes esos poderes,
estás usando lo que tienes para hacer el bien."

Ella sonrió, su mirada se perdió en la distancia. "Cariño, tal vez esta es mi


oportunidad de hacer algo grande, algo que trascienda la rutina y me permita
marcar una diferencia en este mundo."

Esa noche, mientras nos recostábamos en nuestras camas, el misterio de la


pulsera y los poderes que le otorgaba se convirtió en parte de nuestra realidad.
Juana, la barrendera con poderes, mi super mamá, estaba destinada a algo
más grande, y yo estaría a su lado para apoyarla en cada paso del camino.

Entre fotos y seres

En una ciudad en la que el bullicio de la vida cotidiana parecía apagar cualquier


rastro de la naturaleza, vivía un joven apasionado por la fotografía. Desde
temprana edad, sus ojos se maravillaban con las imágenes capturadas por su
tío materno, un hombre que encontró su voz artística en el lente de una
cámara. Crecer bajo la influencia de aquel tío lejano despertó en el joven la
misma chispa de creatividad.

Cada domingo, su tío lo llevaba a su estudio fotográfico, donde las paredes


estaban decoradas con impresionantes fotografías de la exuberante naturaleza
amazónica. Sus relatos sobre sus excursiones en la selva, acompañados por
las imágenes que capturaba, llenaron al joven con la admiración por un mundo
tan desconocido como cautivante.

Sin embargo, un día, la llama que había iluminado sus días se desvaneció. Su
tío, quien siempre había sido valiente en la búsqueda de la imagen perfecta,
desapareció sin dejar rastro en una de sus expediciones. A pesar de los
esfuerzos de búsqueda, el misterio de su desaparición permaneció sin resolver,
dejando al joven con un profundo vacío en el corazón y muchas preguntas sin
respuesta.

A pesar de la tristeza que embargaba al joven, la pasión por la fotografía nunca


se desvaneció. Decidió canalizar su amor por la cámara en otro ámbito:
capturando momentos inolvidables en eventos sociales. Quinceaños, bodas y
celebraciones se convirtieron en su lienzo, donde pintaba con la luz y la
emoción de las personas.
Continuó su carrera de fotógrafo de eventos con éxito, pero en el fondo, una
sensación de que algo faltaba lo acosaba. Era como si la magia que su tío le
había transmitido solo se manifestara a medias en su trabajo. La necesidad de
explorar más allá de los flashes y las sonrisas lo impulsó a abrir la puerta que
llevaba a su pasado, a su tío, y a las historias que alguna vez lo maravillaron.
Cada vez que tomaba una foto en una boda o un quinceaños, sentía que algo
importante se le escapaba, como si su corazón anhelara la conexión más
profunda con la naturaleza y la selva que su tío le había inculcado en su
infancia. A pesar de su éxito en el mundo de la fotografía, sabía que su
verdadera pasión se encontraba en algún lugar más allá de los salones de
eventos y los ropas elegantes.

Un día, mientras visitaba la casa de su abuela en busca de recuerdos


familiares, encontró una caja olvidada en un rincón oscuro del desván. El polvo
y las telarañas cubrían su superficie, pero al abrirla, reveló tesoros de su
pasado familiar. Entre las pertenencias de su tío que yacían en la caja,
encontró algo más: cámaras antiguas, lentes desgastados y otros artefactos de
fotografía que su tío había usado en sus expediciones a la selva. La simple
vista de estas reliquias despertó un nuevo nivel de emoción en el joven. Aquí
estaba la oportunidad de seguir los pasos de su tío y explorar la naturaleza de
una manera que nunca antes había imaginado. Entre las viejas fotografías y
cartas, encontró un libro titulado "Seres de la Selva". Con manos temblorosas,
comenzó a hojearlo.

Las páginas amarillentas mostraban descripciones detalladas y fotografías


asombrosas de criaturas mitológicas de la selva. Había imágenes de la sirena,
el mayantu, la yacumama, la sachamama y muchas otras, todas acompañadas
de relatos y leyendas que hablaban de su misteriosa existencia en las
profundidades de la selva.

Sin embargo, lo que lo intrigaba aún más era el hecho de que, cuando llegó a
la sección dedicada al Chullachaqui en el libro, encontró la página en blanco,
como si alguien hubiera arrancado deliberadamente la información. La sorpresa
y la intriga se mezclaron en su mente, y un pensamiento lo atormentó: ¿Podría
haber una conexión entre la desaparición de su tío y la ausencia de información
sobre el Chullachaqui?
El joven fotógrafo decidió que había llegado el momento de descubrir la verdad.
Empacó su cámara, las reliquias fotográficas y el misterioso libro en su mochila
y se embarcó en una nueva aventura, esta vez hacia la selva amazónica.
Estaba dispuesto a seguir los pasos de su tío y explorar los secretos que la
naturaleza ocultaba.

El joven fotógrafo se aventuró en lo más profundo de la selva amazónica,


siguiendo los pasos de su tío y persiguiendo la promesa de descubrir los
secretos que la naturaleza ocultaba. La selva lo envolvió con su exuberante
vegetación, sus sonidos misteriosos y sus matices de verde inexplorados. Cada
día se adentraba más, dejando atrás la comodidad de su vida anterior y
sumergiéndose en un mundo de aventura y peligro.

Habló con los lugareños, escuchando sus historias sobre criaturas míticas y
leyendas ancestrales. Se adentró en las profundidades del río en busca de
rastros de la Yacumama, exploró las orillas en busca del Bufeo colorado en su
misteriosa transformación, y se aventuró en las zonas más densas del bosque
en busca de cualquier señal de la Sachamama o el Ayaymama.

Sin embargo, lo que más lo obsesionaba era la búsqueda del Chullachaqui.


Cada vez que mencionaba este nombre en las aldeas remotas, las expresiones
en los rostros de los lugareños se volvían sombrías. Nadie parecía querer
hablar de esta criatura o se apresuraba a cambiar de tema.

A medida que continuaba su búsqueda, el joven fotógrafo comenzó a notar


patrones extraños en la selva: árboles que parecían moverse cuando nadie los
tocaba, sonidos que resonaban en la distancia y luego desaparecían, y
sombras que se deslizaban entre los árboles. Su determinación creció, sabía
que estaba cerca de algo grande.

Una noche, mientras acampaba en lo más profundo de la selva, escuchó un


susurro en la oscuridad. Se levantó sigilosamente y siguió el sonido,
adentrándose más en la oscuridad. Entonces, lo vio: una figura misteriosa,
mitad humana y mitad animal, oculta entre las sombras. Era el Chullachaqui,
levantó su cámara, listo para capturar la imagen que su tío nunca había logrado
obtener. Pero antes de que pudiera tomar la foto, la figura se desvaneció en la
selva, dejándolo con la sensación de que había presenciado algo sobrenatural.
La búsqueda del Chullachaqui continuaba, y el joven fotógrafo sabía que se
estaba acercando cada vez más a la verdad detrás de la desaparición de su tío
y la existencia de estas criaturas míticas en la selva amazónica. Siguió la pista
del Chullachaqui en la densa selva, tratando de capturar la imagen que su tío
nunca pudo obtener. Cada paso lo acercaba más al corazón de la selva, donde
los sonidos de la naturaleza se entrelazaban en una sinfonía mágica. Sus
latidos del corazón parecían acompasar el susurro del viento entre los árboles.

Finalmente, un día, mientras seguía una pista en el monte, se encontró con un


grupo de Chullachaquis. Eran seres misteriosos, mitad humanos y mitad
espíritus de la selva, con una belleza salvaje en su aspecto. Sus ojos curiosos
y profundos parecían conocer los secretos de la naturaleza.

El joven fotógrafo avanzó lentamente hacia ellos, con la cámara en la mano y el


corazón latiendo con anticipación. Los Chullachaquis lo rodearon, observándolo
con un aire de curiosidad y calma. En ese momento, sintió una extraña
sensación de familiaridad, como si estuviera conectado a ellos de alguna
manera.

Mientras avanzaba tras ellos, uno de los Chullachaquis se cruzó en su camino


y lo detuvo. Cuando se miraron a los ojos, una profunda conexión pareció
establecerse entre ellos. Eran más que extraños en un mundo desconocido;
eran familia en el sentido más profundo de la palabra. Era su tío, y le habló en
un susurro, como si las hojas de los árboles y el fluir del río fueran sus
palabras. Le contó la historia de su transformación y cómo había encontrado
una nueva forma de vida en la selva. Le explicó que las criaturas míticas eran
guardianes de la naturaleza y que él había elegido quedarse para proteger este
mundo especial.

"Has llegado hasta aquí por una razón", le dijo su tío, con un brillo de orgullo en
los ojos. "Puedes unirte a nosotros y convertirte en uno de los guardianes de la
selva, o puedes regresar al mundo de los hombres y compartir la belleza de la
naturaleza a través de tu lente. La elección es tuya."

El joven fotógrafo sintió la gravedad de esta decisión. Sabía que cualquiera que
fuera su elección, llevaría consigo un propósito importante. Miró a su tío, a los
Chullachaquis y luego hacia el camino de regreso a casa. El sonido del río y los
susurros de la selva parecían una canción de despedida y bienvenida al mismo
tiempo.

Finalmente, con un nudo en la garganta, dijo: "Regresaré al mundo de los


hombres, pero compartiré la belleza de la naturaleza a través de mis
fotografías. Honraré lo que has encontrado aquí."

El tío Chullachaqui sonrió con gratitud y le dio su bendición. El joven fotógrafo


regresó al mundo de los hombres, llevando consigo la magia de la selva en su
corazón y la promesa de contar su historia a través de su arte. Cada imagen
que capturaba era un tributo a la belleza de la naturaleza y un recordatorio del
encuentro con su tío, quien se había convertido en parte del espíritu eterno de
la selva.
Una historia de amor

El amor se encuentra a veces en lugares particulares y en seres especiales. En


una pequeña localidad cercana a Iquitos, en la profunda selva amazónica, vivía
un joven pescador llamado José. Desde que era apenas un niño, acompañaba
a su padre en las travesías de pesca diarias, una tradición que había sido
transmitida de generación en generación.

José vivía en una casa modesta junto a su padre, y ambos se ganaban la vida
pescando en el río. Cada madrugada, antes de que el sol pintara el cielo de
colores dorados, partían en su pequeña embarcación, armados con sus redes y
cañas de pescar. Su jornada era dura, pero juntos enfrentaban los desafíos del
río y la selva, construyendo una vida con los frutos que ofrecía el río.

Sin embargo, la vida de José había comenzado con un obstáculo inesperado.


Cuando nació, un problema en el parto le había arrebatado la capacidad de
escuchar. La ausencia de sonidos en su mundo lo había sumido en un silencio
perpetuo desde su primer aliento, pero no había limitado su espíritu ni su
determinación. Aprendió a comunicarse a través de gestos, miradas y el
lenguaje de las manos.

El amor de su madre no pudo acompañarlo durante mucho tiempo. La dificultad


en el parto había cobrado su precio, y ella había partido dejando a José bajo el
cuidado de su padre. Desde entonces, padre e hijo compartieron un vínculo
fuerte y silencioso, entendiendo que las palabras podían ser innecesarias
cuando el amor se manifestaba en acciones y miradas comprensivas.
José, con su cabello oscuro y ojos expresivos, creció en la selva amazónica,
convirtiéndose en un pescador experto. A pesar de la sordera que lo rodeaba
en un mundo de silencio, nunca dejó que eso definiera sus límites. Su
capacidad para comprender la naturaleza del río y sus habitantes superaba
cualquier barrera que pudiera haber impuesto su discapacidad auditiva.

La vida de José estaba marcada por la rutina de pescar en el río, vender sus
capturas en la bulliciosa ciudad de Iquitos y regresar al hogar que compartía
con su padre. Y esto siguió a lo largo de varios años, una rutina inquebrantable.
Cada madrugada, antes de que el sol asomara sus rayos dorados sobre la
selva amazónica, abordaban su pequeña embarcación y emprendían el viaje
familiar al río, una ruta que habían seguido durante generaciones. El motor
ronroneaba con una familiaridad reconfortante mientras avanzaban río abajo.
José, con el tiempo, había asumido la responsabilidad de guiar la embarcación,
su mirada fija en el horizonte, mientras su padre, con la experiencia de los
años, manejaba las redes y las cañas de pescar con habilidad.

A pesar de la rutina, había un lugar que llamaba la atención de José cada vez
que pasaban cerca. Era un estrecho brazo del río que fluía hacia una sacarita,
un lugar que parecía emerger directamente de una leyenda. Pero cada vez que
José expresaba su deseo de explorar esa misteriosa ruta, su padre lo detenía
con un gesto firme y le advertía que era un lugar peligroso, un camino que no
debían seguir.

La curiosidad de José sobre lo que se ocultaba detrás de aquel camino


prohibido nunca desapareció por completo, pero por respeto a su padre, nunca
desobedeció su consejo. Los años pasaron, y su padre envejeció, sus fuerzas
menguaron y su salud se volvió frágil. Aunque su amor por la pesca y el río
nunca disminuyó, llegó un día en que su padre ya no pudo unirse a José en sus
travesías y el peso de la responsabilidad recayó completamente en los
hombros de José. Aquel día, cuando se embarcó solo en su rutina diaria, sus
pensamientos volvieron a aquel lugar prohibido, a la sacarita misteriosa. La
curiosidad que había reprimido durante tanto tiempo volvió a despertar, y esta
vez no tenía a su padre para detenerlo.
La embarcación avanzaba por el río, el viento movía las hojas de los árboles y
el agua susurraba secretos. José tomó una decisión, giró el timón y se dirigió
hacia el brazo del río que siempre había deseado explorar. Con cada golpe del
motor, su corazón latía más rápido, lleno de emoción y una pizca de temor.
Finalmente, estaba siguiendo su propia curiosidad hacia lo desconocido.

José avanzaba por el camino estrecho y cada vez más denso que conducía al
brazo del río prohibido. La vegetación se volvía un obstáculo en su camino,
pero su determinación no disminuía. Cada paso que daba lo acercaba más al
lugar que había inquietado su mente durante años.

Finalmente, después de una larga y ardua travesía, emergió en un rincón


escondido de la selva, una laguna inmensa y tranquila, que al frente guardaba
una hermosa playa de arena blanca, como un oasis perdido en medio de la
selva. El agua reflejaba el cielo, creando un espejo sereno que parecía
inalterado por la mano del hombre. José se quedó allí, asombrado por la
belleza y la serenidad de aquel lugar secreto.

Decidió explorar el espacio de la laguna un poco más y condujo su bote hacia


la orilla. Encallado el bote a la playa apagó su motor y sentó en silencio,
observando la majestuosidad de la naturaleza que lo rodeaba. Cerró los ojos,
sintiendo el suave balanceo del bote y el aire que acariciaba su rostro. Fue
entonces cuando, en la distancia, emergió una figura en el agua. Una sirena,
de aquellas que se cuentan en las historias de los abuelos, mitad mujer y mitad
criatura acuática, apareció en la superficie de la laguna. Sus cabellos largos y
oscuros flotaban en el agua, y su belleza parecía salida de un sueño.

La sirena, alertada por la presencia de un humano en su hogar secreto,


comenzó a cantar. Su voz era hipnotizante, su canto seductor, como si quisiera
hechizar a José o, tal vez, ahogarlo en las profundidades de la laguna. Pero
había algo diferente en esta situación: José, sordo desde su nacimiento, no
podía escuchar su canto.
La sirena, confundida y desorientada al ver que sus encantamientos no tenían
efecto sobre él, continuó cantando, pero con una mezcla de curiosidad y
fascinación en sus ojos. Pasó un buen rato, y José, ajeno a la presencia de la
criatura mítica, decidió que era hora de regresar a casa.

Con la misma calma que lo había traído a la laguna, José empujó el bote lejos
de la orilla y hacia dentro de la laguna, prendió el motor y dirigió su salida de
aquel lugar. Nunca se dio cuenta de la sirena que lo había observado desde las
profundidades, pero su indiferencia había despertado en ella un sentimiento de
curiosidad que la haría seguir a este hombre silencioso, el único que había
resistido su canto seductor.

Las semanas pasaron, y José se convirtió en un visitante asiduo de aquel lugar


secreto en la laguna, organizaba sus tiempos e iba solo algunos días durante la
semana para que su padre no sospechara de sus demoras, pero era en vano
porque él viejo ya ni cuenta se daba de muchas cosas. Cada vez que José y su
bote tocaba la orilla de aquella playa en esa hermosa laguna, la sirena, con su
belleza mágica y sus ojos oscuros llenos de misterio, lo observaba desde las
profundidades del agua. Ella había desarrollado una fascinación por aquel
hombre que parecía inmune a su canto seductor.

Hasta que un día, en medio de la calma de la observación de José, la sirena


decidió dar un paso audaz. Emergió de las aguas justo frente a él, dejando que
la luz del sol diera vida a su piel morena, brillante como el resplandor de la luna
en el agua. Su cabello oscuro caía en cascadas sobre sus hombros, y sus ojos
negros brillaban con una luz propia.

José, al verla tan cerca, quedó embobado por su belleza. La sirena era una
criatura de ensueño, una mezcla de lo humano y lo mágico que capturaba su
corazón. Se miraron el uno al otro, un hombre silencioso y una sirena
misteriosa, como dos seres de mundos diferentes que se habían encontrado en
el umbral de lo desconocido.

La sirena, en un intento de comunicarse, le habló, pero su voz era solo un


susurro en el aire. José, al no poder escucharla, respondió con movimientos de
sus manos, un lenguaje que había perfeccionado a lo largo de los años para
comunicarse con los demás. La sirena se dio cuenta de que él no podía hablar
ni escuchar, y esta revelación despertó una chispa de comprensión en sus
ojos.

Ese día, José decidió quedarse más tiempo de lo debido en compañía de la


sirena. Se sentaron en silencio, contemplándose mutuamente en medio de
aquella pausa que parecía eterna en toda la laguna, dos almas que se habían
encontrado en un rincón secreto de la selva amazónica, donde el mundo
exterior quedaba atrás y solo existían ellos dos. Cuando volvió a casa ese día,
su padre que lo esperaba sentado en la mecedora, pues esta vez si se dio
cuenta de su tardanza, lo miró a los ojos y antes de increparle algo noto su
mirada diferente, una mirada de enamorado que él ya conocía, una mirada que
hace tiempo no veía. A la mente de su padre vinieron tantos recuerdos
pasados de cuando joven conoció a su mamá. Su papá ya no le dijo nada y
solo sonrió y lo dejo seguir su camino a su cuarto.

Las visitas de José a aquel lugar secreto se convirtieron en un ritual diario, un


encuentro que llenaba su corazón de emoción y alegría. No era solo por la paz
o la vista que encontraba allí, sino por la presencia de la sirena que había
cautivado su alma de una manera que nunca antes había experimentado.

Cada día, cuando su bote tocaba la orilla de la playa de la laguna, la emoción


lo embargaba. La sirena emergía con gracia de las aguas, y sus ojos oscuros,
profundos como un río en la noche, se encontraban con los suyos. El corazón
de José latía con fuerza, como un tambor en medio de la selva, mientras
compartían sus pensamientos y emociones en un lenguaje no verbal que solo
ellos entendían. Y entonces, llegó ese día especial, un día que quedó grabado
en la memoria de José como el momento en que su mundo cambió por
completo. Mientras la sirena se acercaba a él, sus miradas se encontraron con
una intensidad que reflejaba la profundidad de sus sentimientos. Se abrazaron
con ternura, y nuevamente, como en su primer encuentro, sentían como si el
mundo exterior se desvaneciera y solo existieran ellos dos.

Sus labios se encontraron en un beso que pareció durar una eternidad. Fue un
beso suave y apasionado, un beso que trascendió las barreras del silencio y las
diferencias de sus mundos. Sus labios se unieron con una intensidad que solo
el amor verdadero puede traer. Fue un beso que selló su amor y su destino.
José, al regresar a casa esa tarde, no podía quitarse de la mente la sensación
de los labios de la sirena contra los suyos. Cada paso que daba, cada golpe del
motor en el agua, era un eco de ese beso mágico. Su corazón latía al ritmo de
su recuerdo, y el camino de regreso a casa se convirtió en un torbellino de
emociones, de amor y pasión que lo abrazaba como un hechizo.

Esa noche, en su cama, con el resplandor de la luna que se filtraba por la


ventana, José cerró los ojos y revivió una y otra vez el momento en que sus
labios se encontraron con los de la sirena. Era un recuerdo que lo llenaba de
alegría y emoción, un recuerdo que sabía que nunca podría olvidar. Pero no
todo dura para siempre, aquella noche, el padre de José, que estaba ya viejo y
algo enfermo, empeoró repentinamente. José, lleno de urgencia, lo llevó a toda
prisa a la ciudad, al hospital más cercano. Pasaron días angustiosos en el
hospital, donde la salud del anciano se deterioraba irremediablemente.
Finalmente, el viejo pescador partió de este mundo, dejando a José solo en su
dolor y tristeza.

Mientras tanto, en el otro rincón secreto de la selva, la sirena regresó al día


siguiente de su encuentro, de su beso, para esperar a José. Pasaron las horas
y el pescador nunca llegó. Los días pasaron, y ella continuó esperando,
sintiendo un profundo pesar en su corazón. Tres días de espera infructuosa la
llenaron de tristeza y desolación. No encontraba respuesta alguna y finalmente,
la sirena, con el corazón roto, decidió marcharse, desvaneciéndose en las
aguas del río sin dejar rastro.

José, al regresar a su casa sin su padre, se hundió en la tristeza. La pérdida de


su padre pesaba sobre él como una carga insoportable, y la ausencia de la
sirena en su vida solo aumentaba su soledad. Tanto así que pasaron un par de
días en los que ni siquiera tuvo la fuerza para salir a pescar o salir en busca de
ella. Y no fue hasta una noche de luna llena en la que José tuvo un sueño. En
ese sueño, revivió el encuentro con la sirena, el momento mágico en que sus
labios se encontraron en un beso apasionado. El sueño fue tan vívido que José
sintió que ella estaba allí, en su corazón, diciéndole adiós con amor y ternura.

Al despertar, José sintió un impulso profundo de volver al lugar donde solía


encontrarse con la sirena. Llegó al rincón secreto de la selva y se posicionó en
el sitio de siempre, las horas pasaron pero ella nunca llegó. Durante la semana
regreso a este lugar par de veces más, hasta que llegó el día que entendio el
sueño de aquella noche de luna llena y tuvo que aceptar la triste realidad: ella
se había ido. El pescador se resignó, con el corazón lleno de recuerdos y un
profundo agradecimiento por haber conocido un amor tan único.

Pasó cerca de un año desde la última vez que José visitó aquel lugar secreto
en la selva. Una curiosidad irrefrenable lo impulsó a regresar, a buscar un
rastro de la sacarita y la laguna que solía visitar. Pero la fortuna no estaba de
su lado. El río, por esa parte, se había secado, y la entrada al lugar que una
vez fue su refugio se había desvanecido en el tiempo. La laguna se había
marchitado, como si la magia que solía habitarla se hubiera esfumado.

Pasaron muchos años, y José envejeció solo, nunca se marchó de aquella


casa en donde creció, el pueblo y la gente cambio y las historias sobre el "viejo
mudo" circulaban de boca entre los vecinos viejos y nuevos, alimentadas por el
misterio de su soledad. La gente murmuraba sobre cómo una sirena lo había
embrujado en su juventud, robándole la voz y dejándolo en un silencio
perpetuo. También inventaban otras historias, pero ninguna capturaba la
verdadera esencia de lo que había vivido.

El tiempo no pasó en vano para José. Las canas empezaron a teñir su cabello,
y sus ojos reflejaban la melancolía de los recuerdos perdidos. Un día, como
tantos otros, salió en su bote de pesca. Ese día, sin embargo, ya no regresó.

La gente del pueblo, sus vecinos, se preguntaban qué había sucedido. ¿Se
había encontrado con su antiguo amor, la sirena? ¿O simplemente se había
perdido en la inmensidad de la selva, llevando consigo su tristeza? Las
respuestas eran un misterio, pero en sus corazones, todos sabían que José
había buscado algo más allá de las palabras, algo que solo el amor verdadero
puede ofrecer.

La historia de José quedó como un enigma en la memoria del pueblo, una


leyenda que hablaba sobre el amor o sobre alguna maldición, todo dependía de
quién lo cuente. La verdad de todo es que solo José conocía su historia, pues
fue el quién la vivió y solo él sabía que el amor se encuentra a veces en
lugares particulares y en seres especiales.
Quistococha la puerta

Todos saben acerca de la leyenda de Quistococha, de por qué lleva el nombre


de "laguna de dificultades," de las leyendas de espíritus que la custodian.
Sobre el Cristo Cocha, hasta de la gran boa que duerme en ella. Pero lo que no
saben es que seres de otros planetas también forman parte de sus enigmas,
como lo que nos pasó aquella vez cuando éramos estudiantes.

Éramos un grupo de cinco estudiantes de la Universidad Científica del Perú,


Luis, Marta, Sebastián, André y yo, todos cursábamos la carrera de Ciencias de
la Comunicación, amigos desde el primer ciclo, cada uno con su propia locura.
Era nuestro sexto ciclo en la carrera y teníamos un proyecto para un curso en
el que teníamos que realizar un cortometraje, nosotros nos decidimos por el
género de terror, es lo que siempre te atrae cuando eres chibolo.

Recuerdo aquel día en el aula, durante una de esas tardes bochornosas de


nuestra ciudad, debatíamos ideas sobre el tema de nuestro cortometraje.
Queríamos algo único, algo que destacara entre los típicos cortometrajes
estudiantiles. Fue entonces cuando uno de nosotros mencionó los "pelacaras",
una leyenda urbana que había cobrado notoriedad en la región de Loreto.

Los "pelacaras" eran seres extraños, la gente comentaba que era extranjeros
que, según la leyenda, acechaban a las personas durante la noche,
despojándolas de sus rostros mientras dormían. La historia era macabra y
espeluznante, justo lo que necesitábamos para nuestro proyecto. Decidimos
explorar esta leyenda en nuestro cortometraje, y el lugar perfecto para
ambientarlo era el complejo zoológico turístico de Quistococha.

Con la idea en mente, planificamos meticulosamente nuestra excursión.


Sabíamos que la noche sería crucial para crear la atmósfera adecuada de
terror. Optamos por filmar un martes, un día en que el zoológico estaba menos
concurrido y podríamos trabajar en paz. Lo dificil iba a ser el permiso pero al
final lo conseguimos, gracias a un contacto, el tío de Marta, que trabajaba en
un área relacionada al parque zoológico.

El día llegó, fuimos temprano a Quistococha para prepararnos para la


grabación, teníamos solo un día. Durante la mañana y la tarde, todo transcurrió
sin problemas mientras filmábamos algunas tomas en los ambientes que se
asemejaban a la selva profunda. La noche se acercaba, y la tensión en el aire
comenzaba a aumentar a medida que avanzábamos en la producción.

A medida que el sol se ocultaba y la noche envolvía el complejo de


Quistococho, nos instalamos en la parte de la playa, pusimos nuestras carpas,
una fogata para ambientar la noche, las sombras se alargaban y la oscuridad
se apoderaba del paisaje, la laguna se veía imponente frente a nosotros.
Aprovechamos el momento y armados con nuestras cámaras, comenzamos a
grabar las escenas nocturnas. La iluminación tenue y los sonidos de la selva
creaban una sensación de inquietud perfecta para nuestra cortometraje.

Ya acabada todas la tomas decidimos relajarnos y disfrutar del hermoso y algo


misterioso paisaje que nos ofrecía la laguna. Durante la madrugada algo llamo
nuestra atención, por la parte de los baños, que quedaban hacia atrás de
donde estábamos instalados se empezaron a escuchar ruidos, en la tenue luz
visualizamos sombras a lo lejos, un miedo corrió por nosotros, con una linterna
intentamos averiguar de qué se trataba, para risa de todos nos dimos cuenta
que solo eran unos monos traviesos que salieron de sus espacios de exhibición
y se paseaban por el complejo. Volvimos hacia nuestras carpas y fue allá
cuando, algo inesperado ocurrió. Una luz brillante emergió desde el centro de
la laguna, elevándose lentamente en el cielo nocturno. Era una nave
extraterrestre, un ovni que parecía desafiar toda explicación lógica.
El asombro y el temor se apoderaron de nosotros mientras observábamos el
ovni en silencio. Estábamos paralizados por lo que veíamos, incapaces de
comprender lo que ocurría frente a nosotros. Y entonces, en un instante,
perdimos el conocimiento.

Despertamos al amanecer, todos juntos, pero algo estaba terriblemente mal.


Nos miramos con confusión, tratando de comprender lo que había sucedido.
Nada tenía sentido. La noche anterior parecía un sueño borroso y fragmentado
en nuestra memoria.

Pero lo más aterrador de todo fue la desaparición de que uno de nuestros


amigos, André, el que siempre había sido considerado el "raro" del grupo por
sus historias sobre seres de otros planetas, había desaparecido. Lo único que
se nos ocurrió fue que se lo había llevado la nave extraterrestre, pues no había
rastro de él.

Regresamos a nuestras casas en silencio, con el peso de lo inexplicable sobre


nuestros hombros. Durante dos días, nadie habló de lo que había sucedido.
Pero cuando los padres de nuestro amigo ausente pusieron la denuncia y las
autoridades comenzaron a investigar, supimos que no podíamos seguir
callados por más tiempo.

Las autoridades se involucraron rápidamente en la desaparición de nuestro


amigo. Fueron interrogatorios exhaustivos, investigaciones en el complejo de
Quistococha, entrevistas con todos nosotros, y cada detalle fue
minuciosamente examinado. Pero lo que habíamos vivido esa noche parecía
escapar a toda explicación lógica.

Ninguno de nosotros podía recordar con claridad lo que había sucedido


después de que la nave extraterrestre apareció en la laguna. Nuestros
recuerdos eran borrosos y confusos, como si hubieran sido alterados o
suprimidos de alguna manera. Lo único que teníamos claro era que nuestro
amigo había desaparecido sin dejar rastro.

Las investigaciones no revelaron ninguna evidencia que pudiera explicar su


desaparición. No había señales de lucha ni rastros en el lugar donde lo
habíamos visto por última vez. La nave extraterrestre tampoco dejó rastro
alguno. Buscaron hasta su cuerpo por todo el complejo, exploraron la laguna,
pues nadie creía en nuestra versión sobre lo que pasó aquella noche.

Durante un tiempo, nos mantuvimos unidos como grupo, compartiendo nuestra


confusión y preocupación. Pero a medida que pasaron los meses y no hubo
noticias de nuestro amigo desaparecido, la tensión y la incertidumbre
comenzaron a desgarrarnos.

La comunidad y la prensa local comenzaron a especular sobre lo que


realmente había ocurrido esa noche en Quistococha. Fueron muchas las
teorías que se dijeron, pero nunca quisieron hablar sobre abducción alienígena,
era menos creíble eso a que algún ser natural se lo haya llevado. Nuestro
amigo desaparecido se convirtió en una figura misteriosa en la mente de
quienes habían oído hablar del caso.

Pasaron muchos años y hasta el día de hoy, nadie sabe con certeza qué
sucedió. Las teorías y especulaciones abundan, pero no hay respuestas claras.
Nuestro amigo sigue desaparecido, y su ausencia es una sombra constante en
nuestras vidas.

La historia que te he contado, mi testimonio, es una de esas historias que se


cuentan en susurros en los pasillos de la Universidad Científica del Perú.
Porque aunque todos conocen la leyenda de Quistococha y sus espíritus
custodios, pocos saben que también forma parte de un enigma mucho más
grande, un enigma que abarca la noche en que nuestra realidad se encontró
con lo desconocido.

Años después de la desaparición de nuestro amigo, la vida continuó para cada


uno de nosotros. Nos graduamos, seguimos nuestras carreras y construimos
nuestras propias vidas, pero el misterio de lo que había sucedido en
Quistococha siempre nos persiguió, bueno más que todo a mi.

Un día, mientras yo investigaba archivos antiguos en la universidad como parte


de mi trabajo como periodista, encontré algo que me dejó sin aliento. Era un
artículo de periódico de la época de la desaparición de nuestro amigo, y
hablaba sobre un científico extranjero que había estado investigando
fenómenos inexplicables en la región de Loreto.
El nombre del científico era el Dr. Alejandro Rivas, y según el artículo, él había
estado estudiando avistamientos de ovnis y fenómenos paranormales en la
zona durante años. Al parecer, había recopilado una gran cantidad de datos y
evidencia que apuntaban a la presencia de inteligencia extraterrestre en la
región.

Intrigado, busqué más información sobre el Dr. Rivas y su investigación.


Descubrí que había desaparecido misteriosamente poco después de la noche
en que nuestro amigo se perdió. Nadie sabía qué le había sucedido, y su
investigación quedó en el olvido.

Decidí seguir las pistas y buscar a cualquier persona que pudiera haber estado
relacionada con el Dr. Rivas o su investigación. Finalmente, después de meses
de búsqueda, encontré a un antiguo colega suyo que aún vivía en la región.

Este colega me contó una historia impactante. El Dr. Rivas había estado
convencido de que la Laguna Quistococha era un punto de contacto con seres
de otros planetas. Había estado realizando experimentos secretos para
comunicarse con ellos, y había descubierto algo que iba más allá de lo que
cualquiera de nosotros habría imaginado.

Según su colega, el Doctor había logrado establecer contacto con los


extraterrestres que visitaban Quistococha. Había intercambiado información
con ellos y había logrado entender parte de su tecnología avanzada. Y de un
día para otro despareció, nadie sabía si había abandonado su vida por elección
propia o si los extraterrestres lo habían llevado en contra de su voluntad, pero
su desaparición dejó un vacío en la comunidad científica local.

La conexión entre la desaparición del Dr. Rivas y la noche en que nuestro


amigo desapareció en Quistococha era evidente, pero la verdad detrás de todo
esto seguía siendo un misterio. ¿Qué había descubierto el Dr. Rivas? ¿Qué
papel tenía en todo esto nuestro amigo desaparecido? Mi búsqueda de
respuestas me llevó a un archivo oculto del Doctor donde guardaba detalles de
sus experimentos más audaces. Descubrí que el científico había estado
trabajando en una teoría que sostenía que la laguna en Quistococha era un
punto de acceso a dimensiones paralelas, lo que explicaría los avistamientos
de ovnis y fenómenos inexplicables en la región.
El Dr. Rivas había construido un dispositivo altamente experimental que
pretendía amplificar la comunicación con seres de otras dimensiones. Sus
anotaciones detallaban que, en una de las noches, el dispositivo había
funcionado de manera inesperada y había abierto una brecha a una dimensión
desconocida.

Fue en ese momento que los extraterrestres con los que el científico había
estado tratando de comunicarse, o seres de esa dimensión, emergieron de la
laguna. Fue aquella noche en la que estuvimos en la laguna, la noche en la que
André desapareció.

Me di cuenta de que la investigación del Dr. Rivas había destapado algo mucho
más grande de lo que cualquiera de nosotros había imaginado. La laguna en
Quistococha no era solo un lugar de leyendas y misterios locales, sino un punto
de acceso a realidades desconocidas y peligrosas.

Ahora, mi misión es comprender más a fondo estas dimensiones alternas y el


destino de nuestro amigo desaparecido. ¿Qué secretos ocultos guarda la
laguna Quistococha? ¿Y quiénes son los seres que emergieron de ella esa
noche fatídica?

La historia de Quistococha continúa siendo un enigma, y estoy decidido a


desentrañar cada uno de sus misterios, sin importar las consecuencias.

Este escrito fue encontrado en un diario que perteneció al periodista


Carlos Reátegui Acosta, el cual forma parte de las evidencias recopiladas
para la investigación sobre su desaparición el Miércoles 7 de Julio del
2021.
Picadillo de paiche

En lo profundo de la selva amazónica, donde las aguas del río se entremezclan


con la exuberante vida profunda, nace una historia que abarca la existencia de
un majestuoso pez. Desde sus primeros días, cuando aún es apenas una cría,
el paiche experimenta la protección de su madre, quien la lleva con ternura en
su boca, resguardándolo de los peligros del mundo exterior.

La madre paiche, con su cría a cuestas, nada con destreza entre las raíces
sumergidas y los misteriosos recovecos del río. Mientras tanto, en una cabaña
a orillas del río, una familia se prepara para honrar una tradición culinaria
ancestral. Los ingredientes frescos se alinean en la mesa de madera tallada:
cebollas moradas, tomates regionales maduros, ajíes dulces y culantro, todos
cosechados en la selva. Es una ceremonia de sabores que celebraba la
abundancia del río y la vida que en él florecía.

A medida que el paiche crece, se aventura más allá de la protección de su


madre. En su viaje por las aguas del Amazonas, se encuentra con un sinfín de
desafíos y maravillas. Cruza corrientes turbulentas y se refugia en lagunas
tranquilas. En su paso, comparte hábitat con peces de colores de tierra
deslumbrantes y esquivos delfines rosados. Cada experiencia enriquece su
conocimiento de las aguas que lo rodeaban.

Mientras tanto, en la cabaña a orillas del río, la familia agrega trozos de paiche
a la cazuela. El pescado fresco, cortado en pedazos finos y pequeños, se unen
las verduras aromáticas. El aroma que llena la cabaña es un tributo a la riqueza
del río y a la conexión profunda que la comunidad mantiene con la naturaleza.
La abuela, guardiana de las recetas ancestrales, dirige con maestría el proceso
de preparación, transmitiendo su sabiduría a las generaciones más jóvenes.

A medida que el paiche madura, se convirte en un gigante de las aguas


amazónicas. Sus escamas relucen como armaduras y su presencia impone
respeto. Se convirtió en un símbolo de la majestuosidad de la selva y la
vitalidad del río que lo había criado. Su viaje lo llevó a explorar territorios
lejanos, y sus hazañas se convirtieron en leyendas que los habitantes de la
selva compartían alrededor del fuego.

Finalmente, en la cabaña, el picadillo de paiche está listo. Los sabores se


encuentran fusionados en una sinfonía de colores y aromas. La familia se
reune alrededor de la mesa, agradeciendo a la naturaleza por su generosidad.
El plato de picadillo de paiche es un tributo a la vida que el río les proporciona y
a la historia que comparten con el majestuoso pez. Cada bocado evoca los
secretos del río y la sabiduría transmitida a lo largo de generaciones.
Recordándonos que, en la selva amazónica, la vida fluye en armonía con las
aguas del río y las tradiciones que la sustentan.
Melodía de amor

En el Cementerio General San Miguel Arcángel de Iquitos, la vida y la muerte


se unían en un silencio profundo que solo se interrumpía por el susurro del
viento entre las tumbas y el suave murmullo de los visitantes que honraban a
sus seres queridos. En medio de este tranquilo rincón de recuerdos, con las
tumbas envejecidas y las estatuas de ángeles custodios una historia de amor
perduraba en la memoria del lugar.

Mi nombre es Alejandro soy violinista, un oficio raro para esta ciudad tan
caótica y solo él hecho de ser músico ya es un locura. Aprendí a tocar este
bello instrumento gracias a mi padre, un amante de la música. Ahora digo quien
en vida fue un gran músico, porque lamentablemente partió hace unos años.
Una grave enfermedad se lo llevó. Cada que vengo a verlo en el cementerio
traigo el violín y tocó una melodia que a él le encantaba, una de las primeras
que yo también aprendí a tocar cuando comencé. Y es que es una canción que
me conecta a él, nunca supe bien la historia detrás de la canción ni quién la
hizo, hasta un día en particular que la historia llegó sola a mi.

Rosa, era una anciana de cabellos plateados, visitaba el cementerio cada


semana. En su cesto de mimbre, llevaba un ramo de rosas rojas, las favoritas
de ella y de su difunto esposo, Manuel. Durante más de cincuenta años, habían
compartido risas, lágrimas y momentos inolvidables. Pero cuando Manuel
partió, Rosa prometió que su amor no moriría con él.
Caminando entre las lápidas, Rosa llegaba a la tumba de Manuel. Colocaba las
rosas con cuidado, como si estuviera entregando un regalo personal. Hablaba
con él en voz baja, compartiendo los detalles de su vida, las alegrías y las
penas. Sentía que, de alguna manera, Manuel seguía a su lado,
acompañándola.

Un día, mientras Rosa se acercaba a la tumba de Manuel, notó a un joven


sentado en una lápida cercana. Ese joven era yo, estaba sosteniendo un violín,
y me encontraba tristeza. Rosa se detuvo, escuchando la melodía que
interpretaba con tanto sentimiento. Era la misma canción que Manuel, su
marido, solía tocar en su viejo piano. Intrigada, se acercó a preguntarme de
donde conocía esa melodía, le conté la historia de la pérdida de mi padre,
quien también era un amante de la música, y está era la canción que
conectaba a ambos y como una forma de mantener viva su memoria, venía a
tocarla al cementerio para él. Ella me miró y con una sonrisa en el rostro
compartió conmigo su historia, y ahora te la cuento tal y como ella me la contó:

Déjame contarte una historia, una historia de amor que comenzó en los años
50 en Iquitos, una ciudad que aún resonaba con los ecos de la fiebre del
caucho. Todo empezó en el Club Social de Iquitos, un lugar donde la música y
la elegancia se encontraban en una danza cautivadora.

Yo soy Rosa, y él era Manuel. Él, un apasionado músico de piano, y yo, la hija
del gerente del único banco en la ciudad. Nuestras vidas parecían tan
diferentes en ese momento, pero la música actuó como un puente que nos
unió en una noche mágica.

Manuel venía de una familia acomodada que cayó en desgracia. Sus padres
fueron extranjeros que llegaron a Iquitos durante la época del caucho, y
vivieron una vida de riqueza y comodidad hasta un accidente trágico cambió la
vida de Manuel para siempre. Cuando tenía solo 15 años, Manuel se encontró
solo en el mundo, con una pequeña herencia y un talento musical innegable.
La música se convirtió en su refugio y su forma de ganarse la vida.
Yo, por otro lado, vivía en una casa grande y cómoda, rodeada de lujo y
comodidades. Mi padre era respetado en la sociedad de Iquitos como el
gerente del banco, y nuestras vidas parecían predestinadas a seguir caminos
separados.

Pero en esa noche en el Club Social, algo especial sucedió. Manuel tocaba el
piano con una maestría que dejaba a todos sin aliento. Las melodías que
brotaban de sus manos parecían hablar directamente a mi corazón. Me
acerqué al piano y comenzamos a hablar, compartiendo risas y sueños en
medio de la música. La noche pasó volando mientras compartíamos historias y
miradas cómplices. Al final de ese día, el me regaló una rosa roja que
decoraba su piano, recuerdo aquel momento como si hubiese sido ayer.

Sin embargo, cuando mi padre se enteró de nuestra creciente amistad, su


desaprobación fue evidente. Veía a Manuel como un músico sin futuro y no
quería que su hija se involucrara con alguien de su posición social.

A pesar de las objeciones de mi padre, seguí viéndome con Manuel a


escondidas. Nuestro amor se fortaleció con cada encuentro furtivo, desafiando
las barreras sociales y las expectativas impuestas por la sociedad de la época.

La melodía de nuestro amor resonaba en nuestros corazones como un himno


de esperanza y valentía. En medio de un Iquitos antiguo y cambiante, Manuel y
yo estábamos decididos a escribir nuestra propia historia de amor, una que
desafiaría todas las probabilidades.

Después de aquella noche mágica en el Club Social, nos frecuentamos


muchas veces más, hasta que un día Manuel y yo nos encontramos en una
noche de pasión y amor, donde nuestros corazones y cuerpos se unieron en
un vínculo profundo y apasionado. Fue la primera vez que compartimos un
momento tan íntimo, y en ese instante, supe que había encontrado a mi alma
gemela.

Sin embargo, el destino tenía otros planes para nosotros. Mi padre se enteró
de lo sucedido y, enfurecido, decidió separarnos. Me mandó de viaje a Brasil,
lejos de Manuel, en un intento por romper nuestra conexión. Fue un acto
impulsivo y autoritario, pero no podía resistir el poder que tenía sobre mi vida
en ese momento.

Manuel, devastado por nuestra separación, encontró consuelo en la música.


Compuso una hermosa canción que expresaba la pasión y el amor que
habíamos compartido. Era una melodía llena de emociones, un eco de nuestra
noche juntos, si te hablo de aquella canción que te escuché tocando hoy. Y es
que yo no la escuché hasta muchos años después de que la hizo.

Durante mi tiempo en Brasil, Manuel encontró la manera de llegar a mí. A


través de una amiga en común, averiguó mi dirección y el lugar donde vivía.
Comenzó a escribirme cartas, cada una acompañada de una rosa. Cada rosa
era un recordatorio de nuestro amor, de aquella primera rosa de cuando nos
conocimos. Y es por eso que hoy y cada vez que vengo al cementerio le traigo
rosas rojas. Para que sienta que yo no lo olvido y que mi amor sigue intacto
como aquel primer día.

Pasaron los años, y finalmente, la vida me permitió regresar a Iquitos. Me


convertí en una mujer adulta, pero mi corazón seguía latiendo por Manuel. Nos
encontramos nuevamente, y al mirarnos a los ojos, supimos que nuestro amor
había perdurado a pesar de los años y la distancia. Recuerdo muy bien el día,
en el que estábamos abrazados en una tarde hermosa justo como esta,
Manuel me dijo que tenía una sorpresa que durante tanto tiempo había
guardado, se sentó frente a su piano y empezó a acariciar cada tecla con sus
dedos, en aquella melodía sentía cada caricia en mi piel. Era la canción de
nuestro amor, la canción de nuestra historia. Y que al parecer también forma
parte de la tuya y de tu papá.

Pasamos el resto de nuestras vidas juntos, como debía ser. Aunque la vida no
nos bendijo con un hijo propio, tuvimos el amor y la compañía del otro. Manuel
fue el primero en partir, pero su música y su recuerdo siempre vivirán en mi
corazón. En nuestra casa, las melodías llenaban las habitaciones y se
mezclaban con el aroma de las rosas rojas que adornaban la mesa. Manuel
solía tocar aquella canción, "Rosa" se llama la canción, ahora sabes por qué.

Y es así como conocí a la señora Rosa, su canción y la historia de la canción.


Aquella que por mi parte también tenía otra historia, una que me conectaba con
mi padre. Fue tiempo después que encontré otra conexión mágica con todo,
había entablado una amistad con la señora Rosa, durante una visita que le hice
en su casa, me mostró un álbum de fotos de ella y de Manuel, su amor, fue ahi
que reconocí al señor Manuel. Mi papá guardaba una foto con su maestro
musical, que curiosamente era Manuel, el esposo de la señora Rosa. Aquel
Manuel que compuso la melodía que hoy nos une a todos.

Ya hace unos meses, la señora Rosa se unión junto a su amor, están en el


mismo lugar los dos en el Cementerio General San Miguel Arcángel de Iquitos,
un lugar que por fin comprendí que no solo es un sitio de tristeza, sino que se
convirtió en un lugar donde las almas conectan a través del amor y la música,
donde dos corazones se encontraron a pesar del tiempo y las circunstancias. Y
esta es la historia que quiero compartir contigo, la historia de cómo el amor y la
melodía se unieron en el lugar más inesperado, creando una armonía eterna
que perdura en mi corazón. Y ahora cada vez que visitó el cementerio no solo
toco aquella melodía para mi papá, si no también para los dueños de esta
canción, de esta historia. Para la señora Rosa y su amor el señor Manuel.

Mapacho

Cuando era solo un niño, crecí en un rincón mágico de la selva amazónica,


donde las historias parecían danzar en las hojas de los árboles y se escondían
en el río que fluía cercano. En aquel lugar, vivía mi abuelo, un hombre sabio y
tranquilo, conocido por sus habilidades para crear los cigarros de mapacho
más especiales de toda la región.

Mi abuelo comenzaba su proceso temprano en la mañana, cuando el sol aún


se asomaba entre los árboles. Cautelosamente, recogía las hojas de tabaco
más maduras y las colgaba al sol. Yo solía observarlo, maravillado por su
destreza y paciencia. Pero lo que hacía que estos cigarros fueran tan
especiales, era el proceso que venía a continuación. Después de que las hojas
se secaban al sol, mi abuelo las sumergía en aguardiente de caña, un licor
casero que él mismo preparaba con clavos y canela. Me impresionaba ver
cómo con paciencia y precisión pintaba cada hoja, una a una, con este elixir
aromático. Luego, las hojas se enrollaban y se dejaban reposar en grandes
tacones sellados.

Semanas después, llegaba el momento crucial. Mi abuelo sacaba los tacones y


con un machete afilado como el filo de una navaja, cortaba el tabaco en tiras
finas y uniformes. Era un proceso que requería precisión y maestría, y yo
observaba con admiración.

Finalmente, el tabaco se empaquetaba en pequeñas bolsas, listo para


convertirse en los apreciados cigarros de tabaco. Pero mi curiosidad infantil a
veces me llevaba más allá.

Un día, mientras merodeaba por el almacén secreto de mi abuelo, encontré


uno de los tacones. La tentación de probar ese tabaco tan especial fue
irresistible. Sin pensarlo dos veces, desgarré una porción del mapacho y me
aventuré al monte. Encendí el cigarro improvisado y le di una larga y decidida
calada. En un instante, experimenté un torbellino de sabores y fragancias llenar
mi boca. El ardor en la garganta me hizo toser violentamente, mientras mi
rostro palidecía por la intensidad del sabor y el humo.

Con la cabeza girando y la presión descendiendo, arrojé el cigarro al suelo.


Aquel pequeño acto de rebeldía me enseñó una lección importante sobre la
sabiduría y la paciencia de mi abuelo. Los cigarros de tabaco eran mucho más
que un simple pasatiempo; eran una tradición que requería respeto y aprecio
por la artesanía de mi abuelo.

A medida que crecí, aprendí a valorar la herencia de mi abuelo y la riqueza de


la tradición que él compartió conmigo. Cada cigarro de tabaco llevaba consigo
la historia de nuestra familia y la magia de la selva amazónica. Con el tiempo,
me convertí en el guardián de esta antigua tradición, compartiéndola con las
generaciones futuras y transmitiendo la importancia de respetar y honrar
nuestro legado.
Encuentro nocturno

Las leyendas en mi tierra sobre las criaturas que la habitan parecen sacadas
de algún sueño, uno no cree hasta que realmente lo vive. Y esto le sucedió a
mi tía, hermana de mi mamá. Ella vivía en una humilde casa de madera junto al
majestuoso río Amazonas, rodeada de selva y misterio. En total, eran seis
hermanas en la familia, y la vida en la selva nos unía y nos llenaba de
asombro.

Mi tía era la tercera de las hermanas, y cada día realizaba su rutina cerca del
río, lavando la ropa y cuidando de nuestras necesidades. Pero un día, mientras
estaba en pleno periodo menstrual, un suceso extraño y mágico cambiaría su
vida para siempre: el encuentro con el bufeo colorado.

El bufeo, un delfín rosado de aguas amazónicas, se sintió atraído por el aroma


que mi tía desprendía. Su vínculo comenzó cuando el bufeo, curioso y
fascinado por esta joven de la selva, decidió explorar más allá de su mundo
acuático. Transformándose en un apuesto hombre durante las noches, el bufeo
comenzó a visitar a mi tía.

La casa de madera, con sus rendijas entre las tablas, se convirtió en el lugar de
encuentro. Mi tía, ajena a la presencia del bufeo en su hogar, seguía con su
vida durante el día. Pero por las noches, el bufeo, ahora en su forma humana,
observaba a mi tía con ojos enamorados.

El bufeo, cautivado por la belleza de mi tía y su esencia, no podía evitar


suspirar suavemente en la oscuridad. Sus suspiros, melodiosos como el canto
del río, llenaban la casa de un aura mágica. Mi tía, en sus sueños, sentía una
llamada profunda y misteriosa.

La situación se volvió tan intrigante que mi abuela, preocupada por la


somnolencia de su hija durante el día, comenzó a amarrarla suavemente para
evitar que se levantara en busca de su misterioso amante nocturno.

Finalmente, el bufeo y mi tía se encontraron en la oscuridad de una noche sin


luna, bajo el influjo de la magia de la selva. Su amor fue apasionado, como una
melodía dulce y profunda. Sin embargo, lo que ocurrió a continuación fue aún
más sorprendente.

El embarazo de mi tía avanzó a un ritmo inusualmente rápido. En tan solo dos


meses, dio a luz a dos criaturas, mitad humanas y mitad delfines, que parecían
saltar de las aguas del Amazonas. Los doctores de la zona se quedaron
perplejos y decidieron llevarse a los inusuales seres para su estudio.

La noticia se esparció como fuego en la selva, y la vida de mi familia cambió


para siempre. La casa en la que crecimos, rodeada de secretos y leyendas,
tuvo que ser vendida, y nos mudamos a la ciudad de Iquitos en busca de un
nuevo comienzo.

La leyenda del bufeo colorado, que había tocado nuestras vidas de manera tan
singular, quedó grabada en nuestro recuerdo. Nos recordaba que la selva
amazónica esconde secretos más profundos de lo que jamás podríamos
imaginar.
Sueño del toé

Cada cosa que pasa en mi tierra, recuerdo cuando era muchacho hace algunos
años, en la vieja casa de mis abuelos en la calle Putumayo, vivíamos una
pandilla de hermanos y primos. Éramos como un montón de gatos y perros
revueltos, siempre correteando por ahí. Pero un día, algo extraño comenzó a
ocurrir. Esto es verídico ah.

Mi cuarto, que estaba al fondo de la casa, se convirtió en el escenario de un


misterioso enigma. Las cosas empezaron a desaparecer como por arte de
magia: un día fue un perfume, luego otro día un polo, y así hasta que un día
noté que me faltaban 100 soles de mi lata de ahorros. Algo tenía que hacer al
respecto, pero ¿cómo descubrir al ladrón en una casa llena de gente? Yo algo
ya sospechaba. Mi primo José tenía una fama de haragán y misio, pero esa
semana que se perdió mis 100 soles, bien que lo veían tomando en la esquina
con sus amigos, haciéndose el bacán, además siempre que yo salía a
chambear, lo encontraba en la huerta, cerca a mi cuarto. Necesitaba descubrir
si era el, o de una vez saber quién era el ladronzuelo.

Fue entonces cuando me acordé del toé, uno de muchacho escucha las
historias de los abuelos y ya las conoce. Dice según la leyenda, esta planta
podía hacer que soñaras lo que quisieras saber. Solo necesitabas ponerla
debajo de tu almohada y listo, tendrías respuestas en sueños. Así que decidí
probar mi suerte con el toé.

Esa noche, me aventuré por la calle en busca de un árbol de toé. Un vecino me


señaló uno, y sin recordar si debían ser hojas o flores, agarré ambas. La noche
siguiente, coloqué ese revoltijo toéico bajo mi almohada y me dormí como un
bebé que sabe que está a punto de tener el sueño más raro de su vida.

Y así fue. Esa noche soñé a mi primo José. En mi sueño, lo vi agarrando mis
cosas y escondiéndolas en su cuarto, todas la cosas que se me perdieron
terminaron con él ¿Qué podría hacer un hermano en esta situación?

Al día siguiente, confronté a José. Y, oh sorpresa, el tipo se hizo el


desentendido, como si nunca hubiera visto una botella de perfume en su vida,
hasta se amargó. Frustrado y decidido a sacar la verdad a la luz, compartí mi
descubrimiento con mi abuelita.

La abuelita, con su sabiduría ancestral, ideó un plan maestro. Me escondí bajo


mi cama y esperé, mientras ella le decía a José que no estaba en casa. ¿Y
adivinen qué hizo José? ¡Fue directo a mi cuarto como un ratón a un queso!

Ese fue el momento en que salí de mi escondite, como un ninja sorprendiendo


a su presa. Lo atrapé justo cuando estaba a punto de abrir mi latita de ahorros.
Y sí, ese día lo palearon con ishanga, bien ishangueado para que aprenda a no
estar robando.

Así que, amigos, les cuento que el toé es una verdadera ayuda para descubrir
secretos familiares. Pero, sinceramente, espero que nunca tengan que usarlo
para atrapar a un primo ladrón. ¡Ah, las cosas que pasan en nuestra tierra!
La rama de achiote

Desde el momento en que nos conocimos en la universidad, supe que María


era alguien especial. Su sonrisa radiante y su entusiasmo por la vida eran
contagiosos. Los dos compartíamos una pasión por las artes, y nuestras
conversaciones interminables sobre libros, música y películas nos unieron aún
más. No pasó mucho tiempo antes de que nos convirtiéramos en inseparables.

Sin embargo, nuestra relación dio un giro inesperado cuando la pandemia del
COVID-19 se apoderó de nuestras vidas. María, siendo consciente de las
complicaciones que surgirían, decidió mudarse a mi casa, donde vivía con mi
madre. Aquello fue un salto a lo desconocido, una aventura que nunca olvidaré.
María y yo, junto con mi madre comenzamos a vivir bajo el mismo techo.

Al principio, todo fue maravilloso. Compartir nuestras vidas de esta manera nos
permitió conocernos aún más. Fue entonces cuando adoptamos a nuestro
primer perro, un travieso cachorro que llenó nuestra casa de alegría. Pero
conforme la vida volvió a la normalidad, los problemas comenzaron a surgir.
María y yo teníamos que regresar al trabajo, y el perrito quedaba solo en casa.
Las tensiones con mi madre aumentaron, y sabíamos que era hora de buscar
nuestro propio espacio.

Decidimos mudarnos juntos, y fue entonces cuando encontramos la casa en


alquiler de la tía de María en el distrito de San Juan, al fondo de la plaza
Quiñonez. Aunque estaba alejada del centro, era amplia y perfecta para
nosotros y para nuestros tres perros y dos gatos. Nuestra familia creció, y la
casa se llenó de vida.

Sin embargo, a medida que pasaban los días, comenzaron a suceder cosas
extrañas. Puertas que se abrían sin razón aparente, perros que se escondían
en rincones oscuros y una sensación inquietante que a veces llenaba la casa.
Como un escéptico en lo paranormal, yo intentaba encontrar explicaciones
lógicas, pero María, proveniente de una familia con creencias en estas
cuestiones, no podía ignorar los signos.

María decidió buscar ayuda y se acercó a su tía, una mujer sabia en las
prácticas de limpieza energética y las tradiciones de la selva. La tía nos
aconsejó que realizáramos una limpieza con una rama de achiote y sahumerio,
además de colocar ramas de achiote en las puertas. Yo, aunque escéptico,
estaba dispuesto a intentar cualquier cosa para resolver los extraños
problemas en nuestra casa.

El efecto fue asombroso. Las molestias desaparecieron y la casa pareció


purificarse. María me introdujo en el mundo místico de la selva, compartiendo
conmigo sus rituales de baños con toronja y otras prácticas espirituales.
Aprendí que, a veces, el misterio y la magia pueden ser la solución a lo
inexplicable.

Nuestra nueva casa se convirtió en un refugio de amor y espiritualidad.


Aprendimos a respetar las creencias y prácticas de cada uno, y eso enriqueció
nuestra relación. Además aprendimos que la selva tenía mucho que
enseñarnos.
Los enmascarados rojos

En el bullicioso Carnaval de Iquitos, una festividad llena de color, música y


diversión desenfrenada, existe una leyenda que se cuenta de boca en boca,
especialmente en las noches de celebración. Se trata de los enmascarados
rojos, un grupo de misteriosos mascarados que salen a las calles en busca de
humishas, música y licor.

Esta tradición, traída del extranjero, ha sido una parte integral del Carnaval de
Iquitos durante generaciones. Los enmascarados se disfrazan de demonios
con máscaras, ropajes y se dice que imitan a criaturas infernales que se unen a
la diversión nocturna durante esta temporada.
La leyenda cuenta la historia de cómo los enmascarados rojos solían ser
simples jóvenes alegres, amantes de la diversión y la camaradería. Durante
una de las noches de Carnaval, cuando el licor fluía sin cesar y la música
llenaba el aire, estos muchachos se encontraban disfrutando de la fiesta.

Sin embargo, llegó un momento en que la bebida escaseó, y su deseo de


seguir celebrando era insaciable. Fue entonces cuando un personaje
inesperado apareció en medio de la algarabía: el diablo en persona. Con una
sonrisa malévola, ofreció a los jóvenes la posibilidad de beber toda la noche si
prometían bailar con él y salir todos los años durante el Carnaval.

Empujados por la emoción y sin medir las consecuencias, los muchachos


aceptaron el trato del diablo. Sin embargo, pronto se dieron cuenta de su
terrible error. En un abrir y cerrar de ojos, sus trajes se volvieron rojos, sus
máscaras se fusionaron con sus rostros y quedaron atrapados en esta forma
demoníaca para siempre.

Desde entonces, los enmascarados rojos, como seres en pena, emergen en


cada Carnaval de Iquitos. Su apetito insaciable por la diversión y el licor los
impulsa a recorrer los barrios en busca de humishas y celebración. Se dice
que, si alguien acepta seguirlos, también quedará atrapado en su pandilla para
siempre, condenado a la eterna fiesta del Carnaval.

La ciudad se ilumina con luces parpadeantes, y la música llena las calles


mientras los enmascarados rojos irrumpen en cada humisha. Los lugareños los
reconocen por sus trajes y máscaras carmesíes y les dan la bienvenida,
aunque con precaución. La leyenda de los enmascarados rojos ha perdurado
durante generaciones, y su historia se ha mezclado con la mística del Carnaval
de Iquitos.

Así que ten cuidado cuando veas a estos misteriosos enmascarados rojos, con
sus trajes y máscaras carmesíes. Escucha la advertencia de los locales y no te
dejes llevar por su llamado, porque podrías quedarte atrapado en su eterna
pandilla, pandillando por siempre en el Carnaval de Iquitos.
Espíritu del monte

Viví la mayor parte de mi infancia en una casita en medio del monte


amazónico, junto a mi abuela y mi madre. La conexión con la naturaleza se
forjó en mi ser desde el principio, y mi abuela, quien provenía de una familia
profundamente arraigada en el mundo espiritual, fue mi guía en este viaje.

Mi madre era una mujer corriente, pero mi abuela era una espiritista de
renombre. Me contaba historias de mi bisabuelo, un curaca que conocía las
plantas del monte y que dejó una profunda impresión en nuestra familia. Mi
padre, un viracocha, como lo llamaban aquí a los extranjeros, fue un misterio
que nunca resolví. Mi infancia transcurrió entre los susurros de la selva, en una
casita que nos brindaba refugio en medio de la exuberancia del entorno.
Todo cambió cuando tenía nueve años. Mi madre decidió que era hora de
mudarnos a la ciudad de Iquitos. Aquel choque entre dos mundos dejó una
profunda huella en mi alma. A pesar de las diferencias, siempre mantuve un
fuerte lazo con lo natural, como si llevara el espíritu del monte en mi interior.

Fue a los trece años cuando el destino me llamó. Mi abuela, la chamán de la


familia, falleció en una pelea con otro curandero mientras intentaba curar a una
paciente. Su muerte me dejó atónito, pero también desencadenó algo profundo
en mí. Sentí un llamado que no podía ignorar.

Una noche, en medio de la tristeza y el pesar, vi a mi abuela parada afuera de


la casa. Su figura era etérea, y su mirada me atrajo hacia el bosque. Como en
un trance, la seguí y me adentré en el monte, sin saber que estaba a punto de
embarcarme en una experiencia que cambiaría mi vida.

Estuve perdido durante una semana, en una especie de refugio en el corazón


de la selva. Mi abuela me alimentó con el jugo del toé y plátanos sancochados.
Me rodeaban seres mitad humanos, mitad animales, en una comunión mística
que solo puedo describir como un renacimiento.

Regresé a la casa de mi madre y, para sorpresa de todos, yo estaba a salvo y


transformado. Como si el monte me hubiera parido de nuevo. Mis sentidos se
amplificaron de una manera inexplicable. Veía lo que otros no podían ver, olía
los matices de la selva, sentía el pulso de la naturaleza y sabía cosas que
antes me eran ajenas.

Este fue el punto de partida de mi camino como chaman del monte. A partir de
entonces, mi vida estuvo entrelazada con los secretos de la selva y el
conocimiento ancestral de mi familia. La selva me abrió las puertas de su
mundo mágico, y yo me convertí en su custodio y protector. Mi poder creció
con el tiempo, y mi conexión con la naturaleza se volvió inquebrantable.

A medida que crecía en sabiduría y poder como chamán, me encontré cada


vez más inmerso en el papel de médico brujo. La gente de la región venía a mí
en busca de curación, y yo no podía darles la espalda. Mis conocimientos se
habían vuelto profundos, y mi conexión con la naturaleza era mi guía en la
búsqueda de soluciones a sus males.
No solo curaba enfermedades físicas, sino que también trabajaba en la
sanación del espíritu y el alma. Muchos venían a mí con heridas invisibles,
males que habían sido infligidos por otros brujos maliciosos que abusaban de
su poder. Fue en esos momentos cuando comencé a cuestionar el uso de la
magia para hacer el mal.

Me vi atrapado en una lucha constante entre el bien y el mal, una batalla que
se libraba en los reinos invisibles de la selva. Aquellos que usaban su don para
herir a otros eran una afrenta a todo lo que representaba como chamán del
monte. No podía quedarme de brazos cruzados mientras el sufrimiento se
extendía entre mi gente.

Fue entonces cuando decidí que debía usar mi conocimiento y poder para
enfrentar a aquellos que causaban daño. Me embarqué en una búsqueda para
descubrir a estos brujos maliciosos y detener sus actos. Mis rituales y
conexiones con la selva se volvieron más intensos, y mi voluntad se fortaleció.
No podía permitir que los males persistieran.

Con el tiempo, reuní un grupo de seguidores que compartían mi visión y mi


deseo de proteger a nuestra gente. Juntos, emprendimos la misión de enfrentar
a los brujos malvados y liberar a sus víctimas. Cada día era una batalla en la
guerra entre la luz y la oscuridad.

Pero a medida que profundizaba en esta lucha, no podía evitar cuestionar la


naturaleza misma del poder que poseíamos. ¿Era correcto utilizar la magia
para imponer nuestra voluntad sobre otros, incluso si nuestro propósito era
noble? La línea entre el bien y el mal comenzó a difuminarse, y me di cuenta de
que debía encontrar un equilibrio en medio de la lucha.

Mi vida se convirtió en un constante acto de discernimiento y responsabilidad.


Aunque había decidido enfrentar a los brujos maliciosos, también sabía que
debía mantener mi integridad y no caer en la misma oscuridad que combatía.
La selva y sus secretos me guiaban en este viaje, y yo estaba decidido a
encontrar la manera de proteger a mi gente sin comprometer mi propia
alma.Sin embargo, la más feroz de mis pruebas aún estaba por venir. Un rumor
llegó a mis oídos sobre un brujo poderoso, uno cuyo maléfico poder rivalizaba
con el de cualquier otro que hubiera enfrentado antes. Este brujo, conocido
como Virote, tenía una reputación temible. Se decía que su magia era oscura y
despiadada, y que no tenía piedad por sus víctimas.

Decidí confrontarlo, convencido de que no podía dejar que su tiranía


continuara. Reuní a mis compañeros y nos preparamos para el enfrentamiento.
Virote y yo nos encontramos en medio de la selva, en un lugar donde la
vegetación era densa y el aire estaba cargado de electricidad. Cada uno
convertido en anima.

La batalla que siguió fue épica, una lucha de poderes que sacudió los cimientos
de la selva misma. Virote demostró ser un adversario formidable, y durante la
pelea, algunos de mis aprendices y amigos resultaron gravemente heridos. Su
magia oscura parecía invulnerable.

Finalmente, Virote lanzó un ataque devastador que me alcanzó, hiriéndome de


gravedad. Caí al suelo, debilitado y exhausto, mientras él se burlaba de mi
derrota inminente.

Pero no iba a rendirme tan fácilmente. Con el último aliento que me quedaba,
me arrastré hacia un claro en la selva y me sumergí en una poza de agua
sagrada que había conocido desde mi infancia. Era mi último recurso, un lugar
donde podía buscar la curación y la fortaleza.

Mientras yacía en el agua, sentí una conexión profunda con la selva y sus
espíritus. Mi cuerpo comenzó a sanar, y mi espíritu se llenó de una energía
renovada. Sabía que esta era mi oportunidad de vencerlo de una vez por todas.

Emergí del agua con una determinación feroz. Mi poder se había multiplicado, y
mis conocimientos de la selva se habían profundizado aún más. Fui a buscar al
brujo, y esta vez, no había lugar para la duda ni la compasión.

La batalla final fue desgarradora, pero esta vez, no había tregua. Usé cada
rama de conocimiento que había adquirido a lo largo de mi vida para
enfrentarlo. Mis amigos y aprendices caídos habían sido vengados, y
finalmente, lo derrote.

Sin embargo, en el último aliento de su vida, el brujo malvado me reveló un


oscuro secreto: él había sido el responsable de la muerte de mi abuela. Había
estado buscando venganza contra mi familia durante generaciones, y yo era el
último en su lista.

Me quedé sin palabras ante esta revelación. Mi vida había estado marcada por
una venganza ancestral que yo ni siquiera conocía. Con su cadáver a mis pies,
me enfrenté a una verdad devastadora.

Mi viaje como chamán del monte había llegado a su fin. Había alcanzado un
poder que nunca imaginé posible, pero también había descubierto la verdadera
naturaleza de la magia y sus consecuencias. La selva me había otorgado
dones y revelado secretos, pero también me había enseñado sobre la
responsabilidad y el equilibrio.

Juré que mi legado sería diferente. Usaría mi conocimiento y poder para


proteger y sanar, en lugar de buscar venganza. Mi vida como médico brujo
había llegado a una encrucijada, y estaba decidido a forjar un camino de luz en
lugar de oscuridad.

Con ese compromiso en mi corazón, regresé al monte, donde aprendería a


canalizar mi poder de una manera nueva y más sabia. La selva me rodeaba,
lista para enseñarme sus secretos más profundos y guiar mi camino hacia un
futuro incierto pero lleno de propósito.

Sachamama

Tengo grabado el recuerdo de mi encuentro con aquella majestuosa criatura.


Decidí estudiar biología por mi papá, que también es biólogo, desde niño veía
el trabajo que él hacía, cuando me llevaba al centro de investigación donde
trabajaba y observaba, en este pequeño espacio de la basta Amazonía toda la
vida que existía. Decidí entrar a la UNAP para estudiar la carrera. Recuerdo
muy bien este día del encuentro, estaba por la mitad de mis estudios, había un
momento que estaba indeciso si quería seguir estudiando biología. Pero fue
durante un trabajo en el campo para un curso de investigación, que hizo que mi
objetivo sea más firme. Estábamos junto con mi equipo, mis compañeros y nos
adentramos en la selva, ansiosos por estudiar la biodiversidad de la región.
Un día, mientras seguía los rastros de una especie de rana endémica, me
extravié del grupo. La densa vegetación pronto me rodeó por completo, y
pronto me di cuenta de que estaba completamente solo en medio de la selva.

Mientras buscaba una forma de volver al grupo, comencé a sentir una extraña
sensación en el aire. El entorno se volvió opresivo, y el murmullo de la selva se
desvaneció en un silencio inquietante. Continué caminando, buscando una
pista, cuando me encontré con algo que me dejó petrificado.

Frente a mí, erguida entre los árboles, estaba la Sachamama. Si esa enorme
boa que me mencionan en los cuentos. Su piel escamosa y brillante se movía
lentamente con un patrón mágico, y su cabeza gigantesca se alzaba por
encima de los árboles. Los ojos profundos y misteriosos de la Sachamama se
encontraron con los míos, y me sentí hipnotizado por su majestuosidad y su
aura aterradora.

La criatura mitológica se mantuvo inmóvil, observándome sin hostilidad.


Parecía una fuerza de la naturaleza, un espíritu protector de la selva. Mientras
estaba atrapado en su mirada, la Sachamama emitió un sonido profundo y
resonante, como un canto ancestral que vibraba en mi corazón.

Sentí una extraña conexión con la Sachamama, como si compartiera conmigo


la sabiduría de la selva. La visión de esta entidad mitológica me llenó de
humildad y respeto por la inmensidad de la naturaleza que me rodeaba.

Cuando finalmente pude apartar la vista de la Sachamama, noté que había


marcado un camino en el suelo, como si la criatura me estuviera guiando de
regreso a mi grupo. Siguiendo las huellas en el suelo, encontré a mis
compañeros de equipo, quienes habían estado buscándome incansablemente.

Nunca hablé de mi encuentro con la Sachamama, ya que sabía que mi


experiencia era única y sagrada. Pero llevé conmigo un profundo respeto por la
selva y sus misterios, así como la certeza de que en el corazón de la
Amazonía, la Sachamama seguía vigilante, protectora de la naturaleza y de
aquellos que la respetaban.

Mi encuentro con la Sachamama marcó mi vida para siempre, convirtiéndome


en un defensor apasionado de la selva y su preservación. Ahora, más que
nunca, estoy decidido a terminar mi carrera de biología para continuar
explorando y estudiando los misterios de esta asombrosa selva, y con la
esperanza de encontrar nuevamente a la Sachamama para agradecerle por la
experiencia que cambió mi vida.

El sapo walon

Hace varios años antes que yo naciera, cuando era apenas una jovencita de
unos 19 años, mi madre vivió una experiencia inusual que marcó su vida. En
ese momento, ella estaba con un hombre, que es el papá de mi hermano
mayor, el señor tenía sus aventuras fuera de casa, mi mamá lo sabía y ya
estaba cansada y decidida a terminar con él, pero pronto se enfrento a una
situación que desafiaría sus creencias y le haría cuestionar la existencia misma
del mal.

Mi madre, una mujer fuerte y llena de energía, de repente comenzó a sentir que
su salud se deterioraba rápidamente. Sus piernas se entumecían, y el dolor se
apoderaba de su cuerpo. Sus síntomas eran inexplicables, y los médicos no
podían darle una respuesta clara. La preocupación y el miedo se apoderaron
de su hogar, ella cada vez se volvía más débil.

Desesperada por encontrar una solución, su madre la llevo donde una médica
bruja, una mujer sabia que tenía un profundo conocimiento de las plantas y la
espiritualidad. Esta médica bruja, después de una exhaustiva observación y
lectura del cigarro mapacho, identificó la causa de la enfermedad de mi madre:
alguien le estaba haciendo daño, y ese daño estaba centrado en la parte de su
cuerpo de la cintura para abajo. Para sorpresa de mi mamá, la médica le dijo
que el daño lo estaba haciendo un mujer, que salía con el papá de mi hermano.
Para este entonces ya mi madre se había alejado de él. Pero al parecer el
señor tenía otra amante aparte, por eso es que la mujer creyendo que mi
mamá estaba de nuevo con él, le mando a hacer el daño.

La médica bruja, con su conocimiento ancestral y sus rituales misteriosos,


propuso un tratamiento de limpieza utilizando a un sapo walon, una criatura de
la selva conocida por su capacidad para absorber y eliminar la negatividad, ese
sapo que también la gente lo consume para comerlo. En una ceremonia le
pasaron el sapo por todo el cuerpo de mi mamá, el sapo se empezó a hinchar,
absorbiendo el mal que la afligía. Los días siguientes, el tratamiento continuó, y
gradualmente, mi madre se liberó completamente de la enfermedad.

La médica bruja, sabiendo quién estaba detrás del maleficio, le ofreció a mi


madre la posibilidad de devolver el daño a la persona que lo había enviado. Sin
embargo, mi madre, a pesar de todo lo que había sufrido, eligió no vengarse y
en su lugar optó por cortar definitivamente la relación con su pareja, quien
estaba involucrado en esta trama oscura.

La salud de mi madre se restableció, pero su visión del mundo había cambiado


para siempre. Fue que me enseño que el mal y el bien coexisten en la vida, y
que la fuerza interior y la sabiduría de las personas pueden superar cualquier
adversidad. Mi madre tomó una decisión valiente y noble al elegir no vengarse,
demostrando que el amor y la compasión pueden prevalecer incluso en las
situaciones más oscuras.
La casa del Yanapuma

En el corazón de la selva amazónica, me encontraba yo, una criatura singular e


incomprendida. Mis ojos amarillos brillaban con inteligencia en la penumbra, y
mi pelaje oscuro se camuflaba perfectamente en el entorno. Pero, a pesar de
mi majestuosa apariencia, era un ser marginado por las leyendas locales que
me estigmatizaban como una criatura peligrosa y malévola.

Los relatos sobre mí se tejían con hilos de miedo y superstición. Los lugareños
decían que era el guardián de un antiguo tesoro escondido en las
profundidades de la selva, y que cualquier intruso que se aventurara a buscarlo
sería devorado por mí. Otros afirmaban que era un espíritu vengativo que
acechaba a quienes se adentraban demasiado en mi territorio. La gente me
llama “Devorador de Almas”

Pero la realidad era muy diferente. Yo era un ser solitario, un guardián de mi


hogar natural. A lo largo de los años, había observado cómo la selva sufría el
impacto del hombre, cómo mis hermanos de la fauna eran cazados sin piedad
y cómo los árboles ancestrales caían ante las motosierras. Yo, en mi soledad,
buscaba preservar lo que quedaba de mi mundo, sin mostrar hostilidad hacia
nadie que no me amenazara.

Caminando entre las sombras de mi vasto dominio, me pregunto si algún día


alguien me entenderá, si podré encontrar algún alma comprensiva que vea más
allá de mi apariencia feroz. Mis ojos dorados vigilan cada movimiento en la
selva, esperando una señal de redención.

He vivido aquí desde siempre, explorando cada rincón de esta selva,


encontrando refugio en las profundidades de sus entramados, he creado mi
propio mundo, lleno de misterios y secretos, donde cada recodo es un refugio
seguro. Mi hogar es un laberinto intrincado de frondosa vegetación, donde cada
rincón es una parte de mí mismo.

Y así pasan los días, las semanas, los años. Mi existencia es un ciclo
inmutable, un flujo constante de soledad. Pero, como en toda historia, debe
haber un desenlace. Y el mío llegó de la manera más inesperada.

Un día, mientras deambulaba por mi laberinto, detecté la presencia de un


intruso. Era un cazador, un ser humano con la intención de enfrentarme. No me
sorprendió, la gente me teme y cree que matándome logrará hazañas de
valentía.

El cazador avanzó decidido, armado con su rifle, sin temor ante la criatura de la
selva. Sabía que era mi momento final, y aunque mi instinto de supervivencia
gritaba en mi interior, decidí no oponer resistencia. Era mi destino encontrarme
con mi supuesto redentor.
El cazador disparó. La bala atravesó mi corazón. Caí al suelo, sintiendo cómo
la vida abandonaba mi cuerpo. Miré a los ojos al cazador moribundo. Me había
equivocado, no era mi redentor, sino mi verdugo.

En mis últimos momentos, pensé en cómo había esperado comprensión y en


cambio había encontrado la muerte. El cazador se acercó, mirándome con
cierta pena. “Lo creerás”, susurró, “el Yanapuma apenas se defendió”.

Así, el cazador y yo compartimos un último momento de comprensión, antes de


que mi vida se desvaneciera, y mi laberinto interior yaciera en silencio una vez
más.

Taricaya

En una playa de arena cerca del majestuoso río Amazonas, mi madre depositó
con cuidado nuestros huevos en un nido secreto. Los humanos llegaban con
frecuencia en busca de huevos para su alimento, y así comenzó nuestro
desafío por la supervivencia. Éramos pequeñas taricayas, frágiles y
vulnerables, pero la determinación ardía en nuestros pequeños corazones.
Durante noches interminables, mi madre nos contaba historias de nuestros
ancestros que lucharon contra los depredadores y los humanos.
Las noches se volvían días, y finalmente, el sol abrasador rompió la superficie
de la arena. Era el momento de emerger, pero también el comienzo de nuestro
peligroso viaje hacia el río. Nuestra vida, una constante batalla por la
supervivencia.

Bajo la cálida arena, esperamos en la oscuridad. Sabíamos que debíamos


secarnos completamente antes de emerger y enfrentar el mundo exterior.
Compartíamos historias y anhelábamos el día en que finalmente veríamos la
luz. Las conversaciones se volvían nuestra compañía en medio de la
incertidumbre. Mis hermanos y yo compartíamos sueños de aventuras en el río
y nos consolábamos durante las noches frías. Pero también sabíamos que no
todos nosotros lograríamos ver la luz del día.

Finalmente, después de una eternidad que parecía nunca acabar, sentimos


una llamada interior, un instinto ancestral que nos impulsó a salir. Rompimos la
superficie de la arena, pequeñas criaturas emergiendo hacia la vida, hacia un
mundo lleno de desafíos y peligros.

Emerger de la arena fue un triunfo, pero también el inicio de una prueba aún
más ardua. En nuestro camino hacia el río, nos enfrentamos a amenazas
desde el cielo. Las aves depredadoras, hambrientas de un festín, acechaban
desde lo alto. Mis hermanos y yo corríamos por la playa, nuestras patas torpes
luchando contra la gravedad. Mirábamos al cielo con temor, sabiendo que una
sombra oscura podía ser la última cosa que veríamos. Algunos de nosotros,
desafortunadamente, caían presa de estas criaturas aladas.

A medida que avanzábamos, aprendí a confiar en mis instintos, a escuchar el


viento y el murmullo del río para anticipar el peligro. La supervivencia dependía
de ello. Y aunque la pérdida de mis hermanos me pesaba, continué mi marcha,
determinada a llegar al río y abrazar el próximo desafío, finalmente, llegamos al
río Amazonas, el destino que tanto anhelábamos. Pero nuestra lucha por la
supervivencia estaba lejos de terminar. El río estaba lleno de peligros, grandes
criaturas que habitan en el.
Me sumergí en las aguas turbias, mis patas aleteando con fuerza para
mantenerme a flote. Observé con temor cómo algunos de mis hermanos eran
arrastrados por la corriente o desaparecían bajo las fauces de los
depredadores acuáticos. La vida en el río era implacable y despiadada.

A medida que pasaba el tiempo, aprendí a nadar con destreza y a esconderme


entre las raíces de los árboles sumergidos. Desarrollé mi astucia y
adaptabilidad, pero el precio de la supervivencia era alto, y el recuerdo de mis
hermanos perdidos siempre estaba presente.

Fui creciendo y me fortalecía en las aguas del Amazonas, reflexionaba sobre


los desafíos que había enfrentado. Había perdido a muchos de mis hermanos
en el camino, y sus memorias me acompañaban como un peso en el corazón.
La vida en el río era una lucha constante. Debía estar alerta en todo momento,
esquivando a los depredadores y buscando comida. Mis días estaban llenos de
giros y vueltas, momentos de peligro y momentos de calma. Pero yo seguía
adelante, determinada a sobrevivir y crecer.

A pesar de las pérdidas, nunca perdí la esperanza. Sabía que mi existencia


tenía un propósito, que debía continuar la lucha por la supervivencia, no solo
por mí, sino también por mi especie y por el río que era nuestro hogar. El río
Amazonas era una maravilla de la naturaleza, y yo era parte de su tejido
mismo.

Con el tiempo, crecí y me convertí en una taricaya fuerte y resiliente. Mis


experiencias en el río me habían moldeado, y aunque había perdido a muchos
de mis hermanos en el camino, había sobrevivido contra viento y marea.

Mirando atrás, reflexioné sobre mi viaje, lleno de desafíos y pérdidas. Pero


también había aprendido valiosas lecciones de supervivencia y perseverancia.
Comprendí que mi existencia estaba intrínsecamente ligada a la fragilidad y la
belleza del ecosistema amazónico.

Con el río como mi hogar y los misterios de la selva como mi entorno, me di


cuenta de la importancia de proteger este lugar único. Muchos de mis
hermanos no habían llegado tan lejos, y su pérdida era un recordatorio
constante de la necesidad de conservar nuestro hábitat.
Así que, mientras nadaba en las aguas del Amazonas, prometí que seguiría
luchando por la supervivencia de mi especie y por la preservación de esta
asombrosa selva que había llegado a amar.

Té de hierba luisa

Estaba sentada frente a mi escritorio, la mirada fija en la hoja en blanco y una


tormenta de palabras revoloteando en mi mente. La ciudad de Lima zumbaba
afuera de mi ventana, pero yo me encontraba atrapada en un bloqueo mental
que parecía infranqueable. Mi poesía se resistía a fluir, y mi frustración crecía
con cada minuto que pasaba.
Decidí tomar un breve respiro. Me levanté de mi silla y me dirigí a la cocina en
busca de un reconfortante café. Pero cuando abrí el tarro de café, me encontré
con la desagradable sorpresa de que se había agotado. ¿Cómo podía escribir
sin mi taza de café matutina? La idea de salir a comprar más me parecía una
molestia.

Mi mirada cayó sobre una rama de hierba luisa olvidada en la despensa. Era
todo lo que tenía. Sus hojas verdes y fragantes me llamaron la atención, y
decidí prepararme una taza de té de hierba luisa en su lugar.

Mientras el agua caliente fluía sobre las hojas, un aroma familiar llenó la
cocina. Cerré los ojos y me dejé llevar por ese olor evocador. De repente, me vi
transportada a mi infancia en Contamana, aquel pueblo bello en la selva
peruana donde pasaba las vacaciones con mis abuelos.

Recordé la casita de madera de mis abuelos, rodeada de exuberante


vegetación y árboles frutales. Era un paraíso de verde y vida. Mi mente viajó a
los días de juegos interminables con mis primos, trepando al árbol de mangua y
riendo a carcajadas mientras jugábamos en el río.

Pero lo que más recordaba era el cuidado amoroso de mi abuela. Ella


preparaba nuestras comidas con lo que recolectaban en su propia chacra, y su
cocina siempre estaba llena de aromas tentadores. El té de hierba luisa,
recolectada fresca de su jardín, era mi favorito. Cada sorbo era un regalo, y el
sabor me transportaba a esos días llenos de magia en la selva.

Mi té de hierba luisa estaba listo. Tomé una taza caliente entre mis manos y,
antes de dar el primer sorbo, cerré los ojos una vez más. El sabor me envolvió
como un abrazo de nostalgia y alegría. Saboreé cada sorbo, sintiendo cómo los
recuerdos de mi infancia inundaban mi mente y mi corazón.

La casita de mis abuelos en Contamana, que parecía tan pequeña y acogedora


en medio de la inmensidad del verde. La voz suave de mi abuela, contándome
historias mientras me mecía en su hamaca. El río cercano, sus aguas frescas y
misteriosas, donde explorábamos con inocencia de niños.

Mi mente se llenó de imágenes de mi abuela recogiendo la hierba luisa, sus


manos expertas separando las hojas para preparar la infusión. Recordé cómo
me contaba historias de la selva, de sus propios días de niñez, y cómo cada
sorbo de té se sentía como un puente hacia las generaciones pasadas.

Con cada recuerdo, la inspiración fluía como un río desbordante. Las palabras
comenzaron a tejerse en mi mente, poesía emergiendo como el resplandor del
sol al amanecer. Tomé mi lápiz y empecé a escribir, dejando que las imágenes
y emociones fluyeran a través de mí y se plasmaran en el papel.

La noche avanzaba, pero yo estaba perdida en mi propia creación, en un


mundo donde el pasado y el presente se entrelazaban de manera hermosa. Mi
escritura tomó vida, como las historias que mi abuela solía contarme bajo el
dosel de la selva. Las palabras fluían de mi lápiz como un río en crecida. Cada
verso, cada estrofa, era un homenaje a esos días mágicos en Contamana, a mi
abuela y a la selva que había dejado una huella indeleble en mi corazón. Mi
poesía era una celebración de la naturaleza y de la conexión profunda que
sentía con ella.

A medida que escribía, la tormenta afuera seguía rugiendo, pero yo me


encontraba en mi propio mundo, un lugar de belleza y evocación. No sabía
cuánto tiempo había pasado, pero cuando finalmente dejé de escribir y miré por
la ventana, el cielo se iluminaba con los primeros destellos de la madrugada.

Mi corazón latía con emoción y gratitud. Había encontrado la inspiración que


había estado buscando, y había vuelto a conectar con mis raíces de una
manera profunda y conmovedora. Guardé mi poesía con cuidado, sabiendo
que había capturado algo especial. Esa noche, el bloqueo mental se había
disipado por completo, reemplazado por una corriente constante de creatividad
que fluía como el río de mis recuerdos. Me sentí agradecida por la hierba luisa,
por mi abuela, por la selva y por la poesía que siempre había estado dentro de
mí, esperando ser liberada.

Zui, el guardián del coco

Soy Zui, el guardián de los cocos. En mi mundo, todas las plantas tienen
madres, y mi deber es cuidar de un árbol de coco que se alza majestuoso en la
huerta de una cálida familia. Mi historia comienza con un niño de cinco años
llamado Daniel.

Daniel era un rayo de sol que iluminaba la huerta con su risa y su energía
inagotable. Todos los días, después de sus juegos bajo el ardiente sol, corría
hacia el árbol de coco en busca de aventuras. Era allí, bajo la sombra
protectora del árbol, donde nuestras vidas se cruzaron por primera vez.

Mis primeros encuentros con Daniel fueron distantes. Lo observaba desde las
alturas de la copa del árbol mientras él me señalaba con asombro y le contaba
a su madre sobre el ser que habitaba en el árbol. Su madre solo sonreía y le
decía que tal vez era su madre, pero no le prestaba demasiada atención.

Sin embargo, Daniel no me ignoraba. Poco a poco, nuestros encuentros se


hicieron más frecuentes. Me veía cuidar del árbol, mover su tierra, regarlo y
hablarle. Hasta que un día, valiente y con la inocencia que solo los niños
poseen, Daniel se acercó y comenzó a hacerme preguntas.

—¿Quién eres? —preguntó, sus ojos curiosos como luceros.

—Soy Zui, el guardián de este cocotal —le respondí con una sonrisa.

Eso dio inicio a una amistad extraordinaria. Daniel me preguntó por qué movía
la tierra alrededor del coco, por qué hablaba con él y muchas otras preguntas
que solo los niños saben hacer.

Le expliqué que mi deber era cuidar del coco, asegurarme de que recibiera los
nutrientes adecuados. También le conté que los árboles también escuchan y
que cuando les hablamos, les damos amor.

Daniel asintió, con un brillo en sus ojos que reflejaba su comprensión y


aceptación. Desde ese día, él se unió a mí en la tarea de cuidar del árbol de
coco. Juntos, regábamos la tierra, hablábamos con el árbol y le dedicábamos
tiempo y cariño.

Con el paso del tiempo, la amistad entre Daniel y yo creció en torno al árbol de
coco. Daniel se convertía en mi fiel compañero cuando cuidábamos del árbol.
Juntos regábamos la tierra, compartíamos historias y hablábamos con el árbol
como si fuera un antiguo sabio.
Daniel desarrolló un lazo especial con el árbol, le dio un nombre y prometió
cuidarlo siempre. Cada día, después de sus juegos y baños de la tarde, corría
hacia el árbol de coco, y su risa llenaba la huerta.

Pero, a medida que los meses pasaban, comencé a notar cambios en Daniel.
Su energía disminuía, su risa se volvía menos frecuente y su salud se
deterioraba rápidamente. Se había vuelto más pálido y débil, y su madre se
preocupaba constantemente.

Mis propias preocupaciones se acentuaban a medida que observaba a Daniel.


Sabía que algo no estaba bien, pero no podía entender por qué el niño se
estaba debilitando. Sin embargo, seguía cuidando del árbol de coco, esperando
que nuestra amistad y el poder de la naturaleza pudieran ayudar a Daniel a
recuperarse.

Un día, mientras conversaba con el árbol, noté algo alarmante. El árbol, que
siempre había sido un símbolo de fortaleza y vitalidad, mostraba señales de
enfermedad. Sus hojas se habían vuelto amarillentas y marchitas, y su tronco
estaba perdiendo su robustez.

Fue en ese momento cuando comprendí que la salud de Daniel y la del árbol
estaban entrelazadas de alguna manera misteriosa. Algo oscuro se cernía
sobre ellos, algo que iba más allá de mi comprensión.

Mi preocupación creció día a día mientras veía a Daniel luchar por su vida y al
árbol de coco marchitarse lentamente. Sabía que tenía que hacer algo, pero
¿qué podía hacer yo, un ser que pertenecía al mundo de la selva?

Los días se volvieron largos y angustiosos mientras Daniel luchaba por su vida
en el hospital. Sus padres, desesperados y agotados, lo acompañaban día y
noche. La huerta, una vez llena de risas y juegos, se volvió silenciosa y
sombría.

Mis ojos, desde las alturas del árbol de coco, veían el sufrimiento de la familia
de Daniel. Sabía que algo malévolo se cernía sobre ellos, pero estaba
impotente para ayudar.

Un día, cuando el sol brillaba con una tristeza irónica en el cielo, los padres de
Daniel regresaron a casa, pero sus rostros estaban bañados en lágrimas.
Escuché sus sollozos desde mi refugio en las alturas y sentí un nudo en mi
garganta.

Descubrí que Daniel había partido, dejando un vacío imposible de llenar. Su


partida fue como un eco de tristeza que resonó en toda la huerta y en mi
corazón.

Fue entonces cuando observé al árbol de coco, mi amigo fiel que había
compartido nuestra amistad. Su salud se deterioraba rápidamente. Sus hojas
se habían vuelto marrones y quebradizas, y su tronco estaba marchitándose.
Era como si el espíritu del árbol estuviera vinculado al de Daniel, y su partida lo
hubiera dejado sin vida.

Mis esfuerzos por salvar al árbol fueron en vano. A pesar de mis cuidados y
cariño, su copa seca se alzó tristemente contra el cielo, una última reverencia a
la vida que alguna vez tuvo.

La tristeza se apoderó de mí mientras observaba la partida de Daniel y del


árbol de coco. Sentí que mi mundo se desmoronaba, y que no podía evitar la
trágica cadena de acontecimientos que habían llevado a esta pérdida.

Con el corazón pesado, supe que mi tiempo en la huerta había llegado a su fin.
Había cumplido mi deber como guardián, pero mi conexión con Daniel y el
árbol sería un recuerdo eterno en mi corazón.

Regresé al monte profundo, al lugar donde siempre pertenecí. Mi deber como


guardián de la selva me llamaba, y aunque la amistad con Daniel y el árbol
había llegado a su fin, su recuerdo siempre viviría en mí.

Y así, entre el verdor de la selva y el canto de los pájaros, continué cuidando


de la naturaleza que me rodeaba, recordando siempre a aquel niño especial y
al árbol que habían tocado mi vida de manera tan profunda.

Espina de toronja

Mira pues, tu ahora me ves todo pituco, pero déjame contarte sobre esa vez,
cuando todavía era un chibolo y me salió un angochupo…Ay no, pero así de
verdad ¿Quién puede decir que nunca tuvo uno? Y si alguien dice que no,
créeme, te está engañando.

Recuerdo que era un chibolito y todo iba de maravilla hasta que, de repente,
comencé a sentir un dolor en mi sobaco. Me puse a revisar y, ¡zas!, allí estaba,
una bolita debajo de mi piel, dura como una piedra, pero me dolía como si fuera
un monstruo. Y, claro, le veo asomar una puntita. Rápidamente le enseñé a mi
mamá y ella me dijo: “Eso es un angochupo, hijo”.

Esa fue la primera vez que supe cómo realmente era un angochupo, fue la
primera vez que lo vi. Siempre había escuchado a mis amigos quejarse de eso
y molestarse con eso, pero hasta ese momento, yo no tenía ni idea de qué se
trataba.

Mi mamá, como toda madre experta, fue y compró una pomada de belladona
para, según ella, “hacerlo madurar”. Le puso la pomada y recuerdo que ese
bulto creció y el puntito se hizo más grande. Durante unos tres largos días,
estuve con un dolor que no me dejaba bajar el brazo. Hasta que mi madre dijo
que era hora de tomar medidas drásticas, ya el angochupo había madurado.

Recuerdo que fue a pedirle a la vecina una espina de su árbol de toronja que
tenía en su huerta. Volvió con la espina y, bueno, comenzó el procedimiento.
Me pinchó justo en el lugar del puntito y, ¡boom!, parecía un volcán. Del
angochupo comenzó a brotar un líquido espeso y bien amarillito, uy…y dolía
como el mismísimo diablo. Yo gritaba esperando que todo terminara. Le
pregunté si ya había terminado y me dijo que no, que aún faltaba sacarle “su
casa”.

Sí, “su casa”. Es la parte dura del angochupo, su centro, y si no se le saca se


dice que vuelve crecer. Mi mamá siguió apretando y finalmente, después de
unos minutos que se sintieron como una eternidad, salió una bola dura. ¡La
casa del angochupo!

El procedimiento terminó, para mi suerte. Ya había salido toda su “casa” del


angochupo, pero me quedó una especie de hueco en el sobaco. Hasta el día
de hoy, tengo esa marca de donde estaba ese monstruito. Pero por suerte, no
me ha vuelto a salir otro, ¡hasta hoy!
Solo que hoy, siento un dolor en la otra axila y hay una bolita dura. Espero con
todas mis fuerzas que no sea otro angochupo.

Bijao para el juane


Era un caluroso día de junio en nuestro pequeño pueblo, y la emoción de la
Fiesta de San Juan llenaba el aire. Este año, mi madre decidió que era hora de
que yo, su joven hijo, participara en la preparación de nuestros juanes. Estaba
emocionado, pero también nervioso por mi primera vez ayudando.

Todo estaba listo: teníamos arroz, la gallina, huevos, aceituna, todo el menjunje
y las preciosas hojas de bijao que darían forma a nuestros deliciosos juanes. Mi
madre era toda una experta en la cocina, y estaba decidida a enseñarme todos
sus secretos culinarios.

Con una mirada seria y una voz tranquila, me dijo: “Hijo, tu tarea será
amortiguar las hojas de bijao”. Asentí con determinación, pensando que era
una tarea sencilla. Me entregó una hoja de bijao y me mando a la candela,
explicándome que debía pasar la hoja cuidadosamente sobre la llama para
suavizarla y que luego sería el envoltorio perfecto para nuestro juane.

Con la confianza de un aventurero culinario, sostuve la hoja de bijao sobre el


fuego. Pero el tiempo pasó volando mientras me sumía en mis pensamientos.
De repente, un olor a quemado me despertó de mi ensimismamiento. Miré
horrorizado hacia abajo y, para mi sorpresa, ¡todas las hojas de bijao estaban
completamente carbonizadas!

Mi madre, al darse cuenta del desastre, no pudo evitar soltar una risa, aunque
sus ojos revelaban una pizca de preocupación. “Hijo mío, parece que tenemos
un aventurero del bijao perdido en casa”, bromeó mientras señalaba las hojas
negras y crujientes.

Sin embargo, la risa de mi madre no disipó el problema. Necesitábamos hojas


de bijao frescas y suaves para preparar los juanes. Así que, con una mezcla de
vergüenza y determinación, me envió en una misión urgente.

Recorrí las calles de nuestro barrio, yendo de casa en casa, pidiendo a los
vecinos si podían regalarme hojas de bijao. Algunos me miraron con sorpresa,
otros con diversión, pero todos fueron generosos y me ayudaron en mi
búsqueda. Incluso entré en las huertas de algunos vecinos para recolectar
hojas frescas.
Finalmente, después de una odisea de hojas de bijao, regresé a casa con
suficiente suministro para terminar los juanes. Mi madre se rió de nuevo al
verme llegar con las hojas frescas y me abrazó con cariño.

Juntos, mi madre y yo terminamos la preparación de los juanes, y cuando llegó


la Fiesta de San Juan, nuestra mesa estaba llena de delicias. Aunque había
comenzado como un aventurero del bijao perdido, terminé siendo el héroe de la
fiesta, y disfrutamos de la rica sazón de mi madre hasta altas horas de la
noche.

Esa noche, mientras nos reíamos y compartíamos historias, entendí que la


Fiesta de San Juan no se trataba solo de la comida, sino de la alegría y el
cariño que compartimos con nuestra comunidad y nuestras familias.
La lupuna

En mi comunidad, cerca no más, se alza majestuosa la lupuna, un árbol


gigante cuyo tronco robusto pareciera tocar el cielo. La lupuna, con sus raíces
profundamente arraigadas en la tierra, es un guardián silencioso de la selva,
testigo de siglos de historias y secretos que susurran en sus hojas. A uno de
sus costados, la formación de su tronco talla la forma de un enorme corazón,
su corazón. Todos en el pueblo le tiene mucho amor y respeto a este gigante
ser.

Cuenta la leyenda que, hace mucho tiempo cuando el pueblo era aún más
chico y recién habitado, un joven llamado Pablo se aventuró solo en la selva en
busca de una planta medicinal para curar a su madre enferma. Pablo conocía
los peligros de la selva, pero la necesidad y el amor por su madre lo impulsaron
a adentrarse en lo desconocido.

Después de días de caminar, Pablo se encontró bajo la sombra protectora de la


lupuna. Miró hacia arriba y quedó asombrado por la magnificencia del árbol.
Sintió una profunda conexión con la naturaleza a su alrededor. Cuando la
noche cayó, se acurrucó al pie de la lupuna y, cansado, cayó en un sueño
profundo. En su sueño, la lupuna cobró vida y le habló. Le reveló los secretos
de las plantas curativas y le indicó dónde encontrar la que necesitaba para su
madre.

Al despertar, Pablo siguió las indicaciones del árbol y encontró la planta que
curaría a su madre. Lleno de gratitud, regresó al pueblo y sanó a su madre,
compartiendo la historia de su encuentro con la lupuna.

A lo largo de los años, la historia de Pablo y la lupuna se transmitió de


generación en generación. La lupuna se convirtió en un símbolo de protección
y sabiduría en nuestra comunidad, y la gente aprendió a respetar y cuidar de
este árbol gigante.

Los vecinos aún creen que la lupuna tiene el poder de conectar a las personas
con la esencia misma de la selva, y que aquellos que descansan bajo su
sombra pueden recibir sabiduría y orientación. La selva y la lupuna se
convirtieron en aliados inseparables para la comunidad, recordándoles la
importancia de vivir en armonía con la naturaleza.

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