La Casa Del Alamo - Kazumi Yumoto
La Casa Del Alamo - Kazumi Yumoto
La Casa Del Alamo - Kazumi Yumoto
Revisión: 1.0
29/01/2021
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—¿Qué te pasa? No pareces muy animada. ¿Has cenado ya? Espera,
tengo algo que contarte. Acabo de recibir una llamada de la señorita Sasaki.
Sí, la mujer de la Casa del Álamo.
Mientras escucho a mi madre hablar al otro lado de la línea, se me
vienen a la cabeza los años que viví en ese lugar. Y, de pronto, se me
ocurre: «Ah, eso es que la anciana ha muerto».
Me refiero a la casera del apartamento donde residimos mi madre y yo
durante tres años. Mi padre murió cuando yo tenía seis. Un poco más tarde,
dejamos nuestro hogar y nos mudamos a uno de los tres apartamentos de la
«Casa del Álamo» que la anciana alquilaba. La señorita Sasaki, la mujer
que ha contactado con mi madre, también estaba allí de inquilina.
—Cuando fue a verla por la mañana, no respondió nadie. Parece que
murió mientras dormía.
—¿Por la mañana?
—Sí, esta mañana.
Respiro hondo. Si ha sido esta mañana, aunque su alma hubiera venido
a mi cabecera para despedirse, estaría dormida; no habría advertido su
presencia. Por alguna razón, cuando logro conciliar el sueño gracias a las
pastillas, tengo terribles pesadillas. Anoche soñé que era el cadáver de un
enorme pez que habían arrojado a un suelo de hormigón inundado. Es un
sueño recurrente.
—¿Qué edad tenía? —pregunto.
—Noventa y ocho años. Una buena manera de morirse, ¿verdad?
Lo que significa que tenía ochenta cuando vivíamos allí. Sin embargo,
me prometió, cuando yo tenía siete años, que trataría de mantenerse con
vida hasta que me hiciera mayor. Resulta que ha cumplido fielmente su
palabra.
—… Y la señorita Sasaki me ha dicho que llamaba porque hay unas
cartas.
—¿Unas qué?
—Car-tas —repite en voz baja, marcando las sílabas.
—¿Eso te ha dicho?
—Sí —afirma, pero enseguida cambia de tema—: ¿Quieres que
mandemos flores…?
Tenía diez años cuando mi madre decidió casarse de nuevo y nos
marchamos de la Casa del Álamo. Desde entonces, ninguna volvimos a ver
a la señora, pero le escribimos varias veces, por supuesto, e incluso le
enviamos fotos en alguna ocasión. En cualquier caso, sé con certeza que la
señorita Sasaki no se refería a ese tipo de cartas. Son las que le confié a la
casera cuando tenía siete años, las que guardaba en un cajón de su cómoda
negra. Así que las ha conservado durante todo este tiempo…
—Envía las flores tú, mamá.
—¿Cómo?
—Yo iré al funeral. No tardo nada en avión.
—¿Vas a faltar al hospital? ¿Estás segura?
Hace casi un mes desde que dejé mi trabajo de enfermera; aún no se lo
he contado.
—No te preocupes por eso.
—No estoy preocupada. —Después de un breve silencio, añade—:
Siempre tomas tus propias decisiones sin consultar a nadie…
—Así es.
—Bueno…, dale recuerdos de mi parte a la señorita Sasaki.
—Descuida.
Tras colgar, permanezco ensimismada durante un rato. Me doy cuenta
de la gran distancia que me separa de la casera y de la Casa del Álamo, del
jardín con su gran árbol, de todo lo que me gustaba entonces sin saber por
qué. Es como si aquellos tres años que pasé allí hubieran sido un sueño.
Preparo una maleta con una muda, las cosas de aseo y una bolsa de
papel llena de medicamentos, y cierro la cremallera con brusquedad. Es
absurdo llevarme todos los somníferos para un viaje de uno o dos días,
pero, al mismo tiempo, otra parte de mi cerebro me recuerda: «En realidad,
no debe de ser tan absurdo si no dejas de pensar en eso». Sacudo la cabeza.
No sé qué pasará después, pero sí sé que, al menos esta noche, no me
convertiré en un pez muerto. Y mañana tomaré un avión para despedirme
de ella. Es lo que tengo que hacer.
Me meto en la cama y, despacio, cierro los ojos. Oigo el susurro de las
hojas del álamo, que me proponen: «Hablemos. Hablemos». Es un
agradable sonido de otoño y, de inmediato, me percato de que no viene de
fuera.
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Cuando por fin pasó todo el caos ocasionado por la repentina muerte de
mi padre en un accidente de tráfico, mi madre se ocupó de las tareas
domésticas igual que antes. Y un día, de repente, se fue a dormir. Dormía y
dormía. ¿Cuánto tiempo permaneció así? ¿Una semana? Me parece que fue
más, pero a lo mejor solo pasaron tres o cuatro días. Yo estaba en primero
de primaria. Todo lo que recuerdo es que, sin darme cuenta, habían llegado
las vacaciones de verano y comía salmón enlatado cuando me entraba
hambre mientras ella dormía. Me extraña que no hubiera más que latas de
esas en el armario de la cocina. El salmón de la etiqueta tenía una mirada
inexpresiva y sin duda no se trataba de alguien con quien poder mantener
una conversación. Desde entonces, soy incapaz de comer conservas de
salmón e incluso ahora, al ver un montón de latas apiladas en las tiendas, se
me hielan las plantas de los pies.
Cuando terminé de consumir todas las latas de una vida en cuestión de
días, mi madre se levantó tan de súbito como se durmió. Entonces comenzó
a viajar en tren y me llevaba con ella. No teníamos un rumbo fijo. Solo se
subía, a la aventura, a cualquier tren que llegara, dejaba pasar el tiempo y se
apeaba al azar en cualquier estación. Bajo el sol abrasador del verano,
paseábamos por las calles de una ciudad en la que nunca habíamos estado.
Parábamos a tomar fideos fríos o un granizado y cogíamos otro tren.
Apenas hablábamos durante esa etapa. Era consciente de que ella
evitaba a toda costa hablar de mi padre. En cuanto a mí, la noticia de su
muerte me había inundado de un profundo dolor. Cuando lo vi en el ataúd
con la cabeza vendada, rompí a llorar a gritos. A pesar de todo, en aquellos
días de excursiones, sentía como si tuviera la mente en una nube; ya no era
capaz de recordarlo con claridad cuando estaba vivo. Se me había
contagiado el intenso dolor de mi madre, que le hacía sentir rabia y rechazo
contra el mundo.
Todas las noches regresábamos a casa agotadas, nos desplomábamos en
nuestros futones, que mi madre no se molestaba siquiera en doblar ni
guardar, y caíamos en un sueño profundo. No guardo buenos recuerdos de
esos días. Yo, con seis años, solo esperaba que mi madre sobreviviera
gracias a esa rutina. Con seis años, ese era mi único pensamiento. Por lo
menos, era mejor que comer salmón enlatado a diario.
En cualquier caso, encontramos la Casa del Álamo gracias a esos
trayectos en tren. Aquel día llevábamos ya mucho tiempo montadas en un
cercanías vacío. Nos bajamos, por casualidad, en una estación desde cuyo
andén se veía la ribera de un río. Caminamos entrecerrando los ojos,
deslumbradas por el sol que se reflejaba en el suelo de hormigón, hasta el
extremo del andén. El río, las hierbas, el puente y el suelo polvoriento
estaban expuestos a ese sol implacable. La escasa corriente fluía con
mansedumbre. El cielo parecía inmenso. «¡Oh, qué maravilla!», quise
exclamar, y respiré hondo.
—¿Quieres que salgamos? —propuso mi madre.
Me sorprendí mucho; desde que comenzamos aquellos viajes, no me
había consultado ni una vez, ni me preguntó, por ejemplo: «¿Quieres que
nos subamos a este tren?» o «¿quieres que nos bajemos en esta estación?».
—¿Quieres o no? —insistió.
Alcé los hombros.
—Como tú prefieras.
Luego, con un sentido enorme de la responsabilidad, me puse a caminar
junto a ella, que se apresuraba a la vez que mantenía la mirada al frente.
Tras atravesar una zona de tiendas, llegamos a un parque de bomberos.
Por delante transcurría un canal y lo seguimos a lo largo por una zona
residencial de lo más corriente. Serían sobre las dos de la tarde. No había
ninguna sombra en la acera que se prolongara al lado del canal, y el sol
abrasaba con tal intensidad que parecía derretir incluso los sonidos. Las
cigarras no cantaban, no había ni rastro de sombra, ni siquiera los pájaros
volaban y, desde hacía mucho, no quedaba ni una gota de agua en mi
cantimplora. Sin darme cuenta, me había separado de mi madre y procuraba
dar un paso tras otro con la vista fija en su espalda.
—Lleguemos hasta allí.
Cuando se detuvo y me habló, yo ya tenía el cerebro paralizado; en
cambio, mis pies no se detuvieron hasta que mi frente, empapada de sudor y
con el flequillo pegado, se chocó contra su blando trasero y frené. Por fin,
dirigí un vago vistazo hacia donde ella señalaba.
—Mira aquel árbol. Es enorme, ¿eh?
—Sí.
La copa de un árbol más alto que un poste eléctrico sobresalía entre los
tejados. No corría ni un soplo de aire, pero las hojas de la parte superior se
mecían de tal manera que se me secó el sudor de todo el cuerpo con solo
mirarlas.
—Acerquémonos a verlo.
—Vale. —Y asentí.
—Chiaki, estás empapada. ¿Y tu cantimplora?
—Ya me la he bebido, pero estoy bien.
De nuevo, sentí el deber de demostrar mi resistencia y comencé a
caminar por delante de ella. Seguimos el mismo trayecto junto al canal y,
cuando lo dejamos atrás y entramos en una calle tan estrecha por la que
apenas podía pasar un coche, fuimos a parar al jardín que cobijaba ese gran
árbol. Era un jardín caótico, aunque no tenía ni una mala hierba ni había
plantas en exceso; no se podía decir que estuviera diseñado con buen gusto
o que fuera de lo más normal. Era obvio que ese aspecto se debía al paso
del tiempo y no al mantenimiento de su propietario. Había un arce de
frondosas hojas verdes, un adelfo que extendía sus ramas de flores rojizas
hacia el tejado del cobertizo de la casa vecina; también un laurel japonés
moteado de follaje brillante, y las coronas de novia se esparcían por todas
partes, los lirios anaranjados se asomaban aquí y allá sin seguir un orden.
Un brasero de porcelana azul reposaba sobre la tierra. Y en el centro se
erguía el gran árbol, que mecía sus hojas de vez en cuando al soplo de una
ligera brisa. Mientras miraba hacia lo alto, me entraron ganas de sentarme
allí mismo y dormir.
—Chiaki, Chiaki. —Mi madre me hizo señas con la mano—. Ya sé qué
árbol es.
—¿Sí? ¿Cuál?
—Es un álamo. Mira. —Apuntó en otra dirección.
En una de las columnas del portón, hechas de bloques de hormigón,
había una placa de porcelana blanca donde se leía; «Apartamentos Álamo».
El nombre me sonó tan peculiar que repetí varias veces: «Apartamentos
Álamo, Apartamentos Álamo».
—No es una casa corriente. Las habitaciones de arriba son
apartamentos… —murmuró para sí misma.
El edificio de madera tenía una escalera exterior en el lado norte que
daba a la calle del canal. En el pasillo exterior de la planta superior había
tres puertas y dos lavadoras junto a dos de ellas. El conjunto no resultaba
demasiado impresionante.
—Chiaki, ¿qué te parecería vivir aquí?
Esta segunda pregunta era tan inesperada que me quedé perpleja una
vez más y sin saber qué responder. Al seguir su mirada, descubrí un cartel
de cartón que colgaba en el portón de hierro, que estaba abierto.
—Se alquila apartamento.
—¿Que se alquila?
—Significa que quieren que alguien se mude aquí.
No me pareció una mala idea. Era vagamente consciente de que, tarde o
temprano, tendríamos que dejar la casa en la que vivíamos, y me encantaba
aquel jardín.
—Está bien, mamá, si tú quieres.
—¿Y a ti qué te parece, Chiaki?
—Estupendo.
Escudriñó mi rostro y luego, decidida, se apresuró al otro lado del
portón.
Por extraño que parezca, no tengo ningún recuerdo del higan de ese
año, el equinoccio de otoño en que se celebran unas ceremonias budistas
especiales en honor a los difuntos. Era el primer equinoccio tras la muerte
de mi padre, por lo que debimos celebrarlo. ¿Acaso me encontraba tan
inquieta como para haber borrado de mi memoria los recuerdos de ese día?
Una mañana de principios de octubre tuve fiebre, algo que tampoco era
de extrañar.
—Si no te baja por la tarde, iremos al hospital, ¿de acuerdo?
—Pero, mamá, ¿no tienes que ir a trabajar?
—No te preocupes. No pasa nada si falto un día.
Por primera vez en mucho tiempo, pude descansar. El sentido de
culpabilidad por haber obligado a mi madre a faltar al trabajo se mitigó por
la fiebre. Todo lo que tenía que hacer era dormir, ponerme el termómetro en
la axila cuando me lo pedía y tomar la cucharada de manzana rallada que
ella me acercaba a la boca, refrescándome la lengua. De vez en cuando me
adormilaba y, al despertar, allí estaba a mi madre, en la mesa, leyendo un
libro del trabajo sobre el protocolo de las ceremonias nupciales
tradicionales. Tan pronto como descubría que tenía los ojos abiertos, se
levantaba y me cambiaba la toalla húmeda de la frente. Si me levantaba
para ir al baño, me cubría los hombros con una chaqueta de punto y
esperaba a que saliera sin apartar la vista de la puerta.
Casi estaba agradecida por mi fiebre. Ni siquiera me importaba
empeorar si podía disfrutar de esa tranquilidad tan agradable.
—¿Mamá?
—Dime.
—Nada. Solo quería llamarte.
Llevaba un rato dormida. Poco a poco, comenzó a mezclarse algo turbio
en mi silencioso y cristalino sueño. Sonaba como el gruñido de un animal.
Me desperté y me di cuenta de que era el ruido de la lavadora que estaba
fuera, al lado de la puerta principal. Mi madre se había quedado
amodorrada en la mesa, con la frente apoyada en el libro abierto. Me senté,
preguntándome cuándo la habría puesto. Extrañada por no haberme
enterado, miré el reloj: era casi mediodía. Había descansado tan bien que
sentía el cuerpo más ligero. Me levanté despacio para no despertarla y me
dirigí de puntillas a la entrada.
Cuando abrí la puerta, me encontré con un joven desconocido, de pie,
delante de la lavadora. Él se quedó tan sorprendido como yo; bajó corriendo
la escalera y por poco se cae. Al haber salido descalza al pasillo, sentí que
mi corazón comenzaba a latir con fuerza y grité. Mi madre salió disparada.
Casi al mismo tiempo se abrió de golpe la puerta contigua y apareció el
señor Nishioka vestido con una sudadera. El olor del sueño y el murmullo
de un rakugo, un monólogo cómico japonés, abandonaban poco a poco su
habitación.
A pesar de que el señor Nishioka era un hombre introvertido, incapaz de
gastar una broma, debía de ver siempre esos monólogos, tal vez en una
cinta, porque a menudo oíamos subir y bajar el volumen de la voz de un
hombre que se colaba a través de la pared. A lo mejor dejaba la grabación
encendida mientras dormía.
Le había tocado el turno de noche y su aspecto era horrible, como si se
acabara de levantar. Tenía los párpados hinchados y su pelo, siempre
despeinado, estaba más revuelto de lo habitual. Además, un mechón largo,
que le caía en un solo lado, colgaba inerte como un alga, dejando al
descubierto las pronunciadas entradas. Asustada por la imagen de ese
hombre tan delgado, que parecía un fugitivo con su sudadera llena de
bolitas, chillé de nuevo.
—Chiaki, ¿qué ocurre? Cálmate. —Mi madre me sacudió por los
hombros; yo no pude hacer más que apuntar con el dedo hacia las escaleras.
Justo en ese momento, la silueta del hombre que acababa de ver junto a
la lavadora pasó corriendo por la calle, al lado del canal. El señor Nishioka
se precipitó escaleras abajo, como si alguien le hubiera ordenado que fuera
tras él. Nosotras nos quedamos mirando atónitas la colada —calzoncillos,
calcetines, ropa deportiva— que giraba dentro de nuestra lavadora.
—¿Mamá?
—¿Qué?
—¿Es la ropa de aquel hombre?
—Eso parece.
—¿Es que no tiene lavadora?
—Igual no.
—¿Y qué vas a hacer con todo esto?
—Pues…
Incluso después de que la lavadora se detuviese, mi madre seguía
pensándolo. Con miedo, pulsé el botón de vaciado. Tras un fuerte ruido, un
agua turbia y gris comenzó a salir por el desagüe. Mi madre trajo una bolsa
de plástico grande de la cocina y, con el ceño fruncido, echó la ropa dentro,
aún llena de espuma.
El señor Nishioka regresó, jadeando.
—Qué…, qué tipo más miserable. ¿Así que quería ahorrarse la moneda
de la lavandería? —Mantenía la mirada clavada en la bolsa abultada y no
paraba de mover las cejas con nerviosismo, más de lo habitual. Dio otro
suspiro y, con una voz excesivamente aguda para ser un hombre, murmuró
—: Qué miserable, qué miserable.
Yo observaba desde detrás de mi madre y lo saludé:
—Hola.
Él me hizo una leve reverencia, como si tratase con un adulto.
—Eh, lo siento. Se ha escapado… —Y, como si de pronto se hubiera
dado cuenta, se atusó el largo mechón que le colgaba en el lado izquierdo y
se tapó las entradas.
Mi madre me mandó a la cama y volví a la habitación, pero dejé la
puerta entreabierta para oír lo que decían.
—Me temo…, me temo que no es la primera vez que ese tipo hace esto
—comentó el señor Nishioka, lo que me puso los pelos de punta.
—¡Oh, no es posible! —Mi madre levantó la voz, inquieta.
—Sí que lo es, señora, porque la casera vive sola abajo y no hay na…,
nadie en los apartamentos durante el día.
Explicó muy deprisa, tartamudeando de vez en cuando, que él estaba en
casa durante el día porque trabajaba de noche, pero que, por lo general,
dormía a pierna suelta. Ese día se había levantado por casualidad para ir al
baño.
Decidieron que a la mañana siguiente tirarían al contenedor la bolsa con
la colada, pero mi madre insistió en que, hasta entonces, la dejarían fuera
del portón por si el hombre regresaba a por ella. Quería evitar crearse un
enemigo. Recogieron la bolsa y bajaron las escaleras. Mientras yo oía sus
pasos desde la cama, pensé con infantil seriedad que era mi culpa. Era un
castigo del cielo por quedarme en casa y hacer que mi madre faltase al
trabajo. Incluso llegué a pensar que no me importaría empeorar. Si hubiera
ido a la escuela, ella habría ido a trabajar y nadie se habría dado cuenta de
que alguien usaba nuestra lavadora. Todo habría ido bien.
Apreté los ojos con fuerza. Entonces, una tapa de alcantarilla se abrió de
golpe con un sonido metálico y desde el fondo de la tierra subió una voz
desagradable: «No te confíes demasiado. Un pequeño descuido puede
acarrear graves consecuencias. No lo olvides nunca».
«Es verdad —me dije—. A partir de mañana, nunca más faltaré a la
escuela. No me puedo permitir bajar la guardia contra esos oscuros agujeros
ni un momento». Tras tratar de convencerme a mí misma, cerré los ojos con
fuerza de nuevo.
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Sin embargo, cuanto más lo intentaba, más se negaba mi cuerpo a
aceptar mi voluntad. Aunque no tuve mucha fiebre, la temperatura
continuaba subiendo y bajando sin parar, y mi madre ya llevaba una semana
sin ir a trabajar por mi culpa. Durante ese tiempo, tuve una pesadilla en la
que una alcantarilla móvil me perseguía. Cada vez que me despertaba, me
levantaba y, apoyando la cabeza en el armario, mareada y amodorrada,
trataba de vestirme para ir a la escuela. Incluso me llegué a cambiar de ropa
a medianoche y me ponía a pasar lista al contenido de mi mochila: «A ver:
los libros y cuadernos deben de estar en la mochila y en la bandolera, como
siempre. ¿Los lápices con punta? Sí. ¿La goma de borrar? Sí. ¿La ropa de
gimnasia? Sí. ¿Los cubiertos del almuerzo? Sí. ¿La armónica? Sí. ¿Los
lápices de colores? Sí…».
Por fin, el médico dio un diagnóstico sobrecogedor:
—Señora, su hija debe permanecer hospitalizada un tiempo.
Tan pronto como escuché la palabra «hospitalizada», negué con la
cabeza, sacudiéndola con vehemencia. Ni hablar de ser arrojada a otro
entorno desconocido.
—Pero, Chiaki, si ingresas en el hospital, te recuperarás y podrás volver
pronto a la escuela, ¿entiendes? —Trató de convencerme mi madre,
angustiada.
—Eso es mentira.
—No, no lo es.
—No necesito ir al hospital. Mañana mismo vuelvo a clase.
Insistí con tozudez: prefería ir a la escuela a que me ingresaran. Ante mi
firme negativa, el médico recomendó que lo mejor sería guardar reposo en
casa. Ante eso, mi madre se vio en un dilema: si faltaba un día más, corría
el riesgo de perder el empleo, después de todo lo que le había costado
conseguirlo. Y como no sabía qué hacer, la casera se ofreció a cuidarme.
—Es mi responsabilidad como propietaria. Mientras usted esté en el
trabajo, me encargaré de Chiaki. —Creía que mi estado de nervios y
persistente ansiedad era a causa del incidente de la lavadora y se sentía muy
culpable. Insistió en que ella nunca debería haber dejado abierto el portón.
—Chiaki, cuando vaya a trabajar por las mañanas, te bajarás a casa de la
casera, ¿de acuerdo? Me ha dicho que te preparará un futón.
Las palabras de mi madre me produjeron un gran impacto. ¿Me pedía
que me durmiera en aquella lúgubre habitación, llena de libros viejos, con
un extraño rótulo rojo en la entrada y con solo una contraventana medio
abierta? Era obvio que a la casera no le gustaban los niños, ya nos lo había
advertido nada más llegar: «No se admiten niños». ¡Era como enviarme a la
cueva de una bruja!
—¿Y no puede venir la señora a nuestra casa? —pregunté.
—Últimamente tiene problemas de rodillas; le cuesta subir y bajar la
escalera. Además, si vas allí con ella, no tendrá que estar pendiente de ti
todo el rato. —Me sonrió, me apretó la mejilla con un dedo y añadió—:
Será solo durante el día, ya lo sabes.
—Puedo quedarme sola en casa. Me portaré bien.
—Te recogeré en cuanto llegue del trabajo. Venga, no seas cabezota, por
favor.
No podía objetar nada. Y, si no iba a su casa, lo más probable era que la
casera se ofendiese…
—Señora, ¿le gusta la sopa de miso con rábano? —quise saber un día.
—Sí, mucho.
—¿Y por qué?
—¿Cómo que por qué? Uno no necesita razones para que le guste algo.
Seguía sin hablarme mucho, como de costumbre, pero si yo le
preguntaba, me respondía, aunque con cierta indiferencia. Por ejemplo:
—¿Cuántos años tiene, señora?
—Quién sabe.
Otras veces estaba más elocuente. Un día descubrí una calva en la parte
de atrás de su cabeza. Ella era de tez morena, con profundas arrugas, y su
cabello estaba blanco por completo, sin rastro de tono amarillento, y un
poco ondulado, lo que le daba volumen. Lo llevaba corto, a la altura de la
barbilla, como yo, y se peinaba para atrás; no tenía flequillo. Cuando ella
pensaba en algo, solía colocar la palma de la mano un poco más abajo de la
coronilla. Entre sus cabellos blancos, vislumbré el cuero cabelludo, brillante
y liso. No podía creer que fuera la misma piel que recubría su arrugada
cara.
—Señora, ¿también hay mujeres calvas? —pregunté de la manera más
diplomática que pude.
Estaba segura de que no se percataría de que me refería a ella, pero lo
captó de inmediato, se tocó la cabeza y dijo:
—Ah, te refieres a esto. —Me quedé de piedra. No parecía molesta y
me contó—: Yo era muy perfeccionista de joven y no me quedaba tranquila
si no hacía todo con meticulosidad. Para hacerme el moño, me tiraba del
pelo con tanta fuerza que me estiraba el cuero cabelludo. Es por eso.
—¿Qué es un moño?
—Un moño es un moño. La gente solía peinarse así en otra época.
—¿Como los que salen en las películas de samuráis de la tele?
—Eso es demasiado antiguo, pero, bueno, algo por el estilo.
—¿Y llevaba kimono?
—Sí. Antes todos iban vestidos con kimono.
—Si una se tira mucho del pelo, ¿se queda calva?
—Sí. Ten cuidado tú también.
—Por supuesto.
Creo que, cuando comencé a soltar las palabras, dejé que el mundo
entrara dentro de mí. Disfruté viendo cómo el álamo perdía sus hojas día a
día. Cuando encontré una fruta roja entre las hojas, cada vez más ralas, me
llené de entusiasmo.
—Eso es calabaza de serpiente —me enseñó la casera—. Sus zarcillos
se enredan en el árbol. Pronto vendrán los pájaros a picotearla.
Creo recordar que fue en esa época cuando reparé en que los gatos
callejeros acudían con frecuencia a su jardín. Al parecer, les resultaba muy
agradable y se quedaban acurrucados entre los arbustos y la maleza, o entre
los lirios, o posados en el borde del brasero de porcelana azul. Empecé a
salir de la casa con un vaso de leche y las bolas de arroz de mi madre. A
pesar de que la casera se quejaba de que los gatos hacían caca en su jardín y
de que espantaban a los pájaros, me dio un plato con el borde roto. Vertí la
leche en él y lo puse bajo el tendedero que estaba al lado de la galería
exterior de la puerta corredera de cristal.
Un día, volví a tener fiebre y la casera sacó el futón de nuevo para que
descansara. Estaba durmiendo cuando la oí hablar fuera:
—¡No empiece otra vez! ¡Pare ahora mismo!
Me levanté y descorrí la puerta de cristal. Aunque era un día claro y
soleado, el aire era gélido. Debía de ser por noviembre.
Ella estaba de pie en el jardín, cubierto de hojas caídas, y oteaba el cielo
con los ojos entrecerrados. A su alrededor se congregaban acurrucados unos
cinco gatos que, en contraste con ella, observaban el suelo, moviendo la
boca con entusiasmo. Intentó gritar otra vez hacia el cielo, pero le salió en
falsete porque su voz anciana ya no tenía fuerza.
—¡Que no, señorita Sasaki! Le tengo dicho que no me importa que
alimente a los gatos, pero deje de arrojarles la comida desde arriba. Baje
como es debido y déjesela siempre en el mismo lugar.
Me asomé por la puerta, saqué medio cuerpo de la galería y miré hacia
arriba. Vi que el rostro pálido de la señorita Sasaki, que parecía recién
levantada, sobresalía por la ventana del apartamento de la izquierda.
La señorita Sasaki trabajaba en una fábrica que confeccionaba el
vestuario para los espectáculos de los parques de atracciones y las obras de
teatro. Siempre iba con un vaquero estrecho y fumaba mientras caminaba.
Nunca la había visto maquillada. Tendría la edad de mi madre, más o
menos, pero aparentaba ser una universitaria.
Una vez, cuando yo estaba dando leche a los gatos en el tendedero, me
habló:
—Tú debes de ser la hija de la señora Hoshino.
Asentí.
—¿Cuántos años tienes?
Le mostré seis dedos. Temía que me regañara por esos gestos infantiles;
ella, sin prestar atención, se agachó junto a mí y me soltó:
—Tengo una pregunta que hacerte. ¿Acaso copias mi corte de pelo?
Era cierto; su corte era igual que el mío: media melena a la altura de la
barbilla y con flequillo. Permanecí inmóvil como una estatua, incapaz
siquiera de negarlo con la cabeza, porque pensaba que estaba disgustada al
ver a una niña como yo con el mismo peinado.
Pero entonces intentó consolarme:
—Eh, no te pongas así. Solo quería decirte que vamos iguales. ¿Es que
no entiendes una broma? —Echó una bocanada de humo, se puso de pie y
se marchó, subiendo despacio por la escalera.
La anciana aún seguía gritando y miraba hacia arriba. Parecía muy
enfadada.
—¡Señorita Sasaki! ¡¿Se ha enterado de lo que le he dicho?! ¡Cuándo dé
de comer a los gatos, hágalo…!
—¡Perdóóón! —Retiró la cara de la ventana y cerró con lentitud.
Sin perder detalle desde mi posición en la galería, me di cuenta de que
en el suelo había un trozo de surimi. Un gato atigrado, el más grande, se
acercó con pasos sigilosos y, raudo, lo atrapó entre las fauces. Los demás
gatos continuaban mirando hacia arriba, a la espera de que llovieran más
manjares del cielo.
—Hay que jorobarse con los animales. No pueden ser más miserables
—rezongó la casera mientras se quitaba las sandalias—. Regresa a la cama;
si no, te volverá a subir la fiebre.
Parecía muy enojada, así que me deslicé con rapidez bajo el edredón.
Dentro del futón se estaba tan calentito y agradable que temblé por el
cambio repentino de temperatura.
—Qué lata con la señorita Sasaki. Cuando está de mal humor, siempre
hace cosas extrañas —continuó murmurando para sí misma tras sentarse al
kotatsu.
—Cuando está de mal humor, ¿les tira comida a los gatos desde arriba?
—pregunté, y asomé solo los ojos por encima del edredón.
—Quién sabe.
—Pero si acaba de decirlo.
—Entonces, así será.
Me quedé pensando un minuto y añadí:
—Se equivoca.
La casera me miró con sorpresa y me preguntó:
—¿Cómo que estoy equivocada?
—Creo que lo hace porque es divertido.
—¿Quieres decir que está jugando a su edad? Menuuuudo disparate.
La forma en que dijo «menuuuudo disparate» me sonó tan graciosa que
solté una risa sofocada. Entonces, ella me miró con ojos amenazantes.
—Ni se te ocurra imitarla, ¿de acuerdo?
La señorita Sasaki, por supuesto, continuó echándoles comida a los
gatos desde la ventana de arriba y enojando a la casera. Sintiéndolo mucho
por ella, esa escena me divertía más que ninguna otra cosa.
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La casera tenía debilidad por los dulces y se compraba la merienda en la
confitería tradicional Nishikawa a la vuelta del oftalmólogo. Siempre traía
lo mismo: cuatro mamedaifuku, unos pastelillos blandos de arroz con
trocitos de guisantes negros y rellenos con pasta dulce de judías.
De esos cuatro, servía siempre dos en platos. Me ofrecía uno a mí y
llevaba el otro al altar budista de la familia. Tras hacer sonar una vez la
campana y juntar las palmas para rezar, retiraba el plato que acababa de
colocar como ofrenda y se comía el mamedaifuku.
—Pero todavía quedan más para dejarlos como ofrenda —me atreví a
decir un día, mirando de reojo los dos pastelillos que seguían en el
recipiente de plástico.
—A mi profesor nunca le gustaron los dulces. La intención es lo que
cuenta —explicó con indiferencia y sin dejar de masticar.
Llamaba así al anciano de la larga barba blanca de la foto enmarcada
sobre el altar: «mi profesor».
Para entonces, yo me encontraba mucho mejor y había convivido con
ella lo suficiente para conocerla, por lo que sabía que aquella excusa,
«nunca le gustaron los dulces», era mentira. Retiraba la ofrenda porque
estaba obsesionada con el orden.
Le daba pereza poner la lavadora y tender la ropa, y odiaba tanto
cocinar que su cuerpo parecía encorvarse todavía más por el incordio de
estar de pie en la cocina, pero recogiendo las cosas era más rápida que una
centella. Ya se tratara de un cuchillo, un cortaúñas, un bolígrafo o la ropa
recién seca, si no lo estaba usando en ese preciso instante, lo guardaba,
incluso cuando sabía que volvería a necesitarlo en cinco minutos. Hasta que
no dejaba todo bien recogido, estaba nerviosa.
Por eso comprendí que no podía soportar ver un dulce en el altar,
secándose y cogiendo polvo. Además, tras un tintineo de la campana,
retiraba y devolvía a la olla la tacita de arroz recién hecho para la ofrenda
de cada mañana.
En nuestro apartamento también teníamos un altar familiar muy nuevo.
Yo no podía evitar sentirlo como ajeno, al igual que la fotografía de mi
padre que estaba allí colocada. Aunque de vez en cuando mi madre
permanecía sentada justo delante, con aire ausente, daba la impresión de
que, como yo, tampoco terminaba de habituarse a un altar que era
obligatorio tener por costumbre religiosa y que no entrañaba ningún
significado emocional. Las frutas de la ofrenda se quedaban allí durante
mucho tiempo.
—Señora, ¿por qué se molesta en poner ofrendas?
La casera sacó uno de los dos dulces restantes del recipiente de plástico
con las puntas de los dedos.
—Venga, cómete otro también.
Negué con la cabeza.
—¿Por qué se hacen ofrendas? —insistí.
—Humm, pues ¿cómo te diría…?
—Es una tontería. La fruta se pudre, aunque sirva de ofrenda —intenté
aclarar. Ella inclinó un poco la cabeza y yo seguí con mi explicación—: Mi
madre nunca habla de mi padre, pero le deja ofrendas en el altar.
Con mi limitado vocabulario, traté de expresar mis pensamientos. El
hecho de que los plátanos que poníamos en el altar se ennegrecieran, igual
que los plátanos normales del frutero de la mesa, me demostró que mi padre
no se hallaba entre nosotras. Si de verdad nos estaba mirando, tal como me
habían dicho las personas que habían asistido al funeral, ¿por qué ignoraba
nuestras ofrendas? Continué intentando hacerme entender:
—Si él estuviera realmente allí, tendría que ocurrir algo increíble. Por
ejemplo, que la fruta desapareciese de pronto o que no se pudriese nunca…
—Me callé, asaltada por una repentina conmoción. Me acababa de dar
cuenta: aquel día, el día que murió, mi madre y yo, al igual que las frutas
podridas, fuimos abandonadas y éramos incapaces de hacer nada al
respecto…
—Tu padre te está protegiendo —dijo la casera.
—¡Eso es mentira! —negué testarudamente—. Ni siquiera lo conoció.
—Aunque no lo conociese, estoy segura.
—¿Cómo puede saberlo, cuando usted no se ha muerto nunca?
—No he muerto, pero estoy más cerca de la tumba que tú.
—Entonces, ¿por qué no ha fallecido todavía?
—Eso es algo que no podemos controlar nosotros, ¿sabes? —A pesar de
mi desafío irracional, se mantuvo impasible—. Pero, bueno, tampoco soy
un espíritu y algún día me moriré sin poder remediarlo.
—¿Cuándo es algún día?
—Ah, esa es la cuestión. —Cambió de postura en su asiento y esbozó su
maliciosa sonrisa habitual—. No me importa cuándo me muera, pero tengo
una misión que cumplir.
—¿Una misión?
—Exacto.
Al instante se me olvidó el monumental enfado que había sentido hasta
ese momento.
—¿Y de qué misión se trata?
—¿Puedes guardar un secreto?
—Claro.
—En ese caso, te lo voy a contar. —Se lamió la punta del dedo y
comenzó a recoger las motas de harina del pastelillo que se le habían caído
sobre la falda—. Pero antes… ¿me haces el favor de recoger la ropa? —Se
aclaró la escuálida garganta y bebió un sorbo de té.
Cuando me confesó que su misión consistía en entregar cartas, la
imagen de ella montada en un escúter rojo de Correos atravesó mi mente.
—¿Es cartera?
Ella encorvó la espalda aún más y dejó escapar una risita ahogada.
—Sí, pero del otro mundo.
—¿Cómo?
—Me confían cartas para el otro mundo. Cuando me toque ir allí, me
llevaré todas conmigo de este mundo. —Sacó un pañuelo de papel y se
puso a hurgarse la nariz mientras decía—: Como no ha llovido
últimamente…
Arrastré la papelera que estaba a mi lado y la coloqué a su alcance. Me
daba asco que me pidiera tirar el pañuelo usado con sus mocos secos.
—Enviar una carta a alguien del otro mundo es mucho más que solo
pensar que estás conectada con esa persona, aunque creas que lo estás en el
fondo de tu corazón.
—¿Por qué es diferente?
—Porque la carta de verdad llega allí.
Yo aún no entendía muy bien a qué se refería. En mi cabeza, todavía la
veía conduciendo el escúter rojo de Correos, con un triángulo blanco de tela
en la frente, como el que se pone a los muertos en el funeral, mientras se
reía a carcajadas con su boca desdentada abierta.
—Cuando murió mi abuela y yacía en el ataúd —dijo tras estrujar el
pañuelo y dejarlo caer en la papelera—, le pedí que le hiciera llegar mi carta
a mi primo Kōsuke.
—¿Metió la carta en su ataúd?
—Sí, eso es lo que hice.
—¿Era muy mayor su abuela?
—Sí, mucho, aunque igual algo más joven que yo ahora.
—¿Era una niña?
—Sí, tenía nueve años.
Traté de imaginármela con la mochila de la escuela a la espalda, pero mi
mente se quedó en blanco.
—Kōsuke me sacaba varios años, pero solía jugar conmigo y era un
chico simpático.
—¿Se murió? ¿Estaba enfermo?
Ella asintió con la cabeza y continuó:
—Fue el año de los funerales. Primero, mi tío, de la rama principal de la
familia, se cayó al río; después, Kōsuke pilló una gripe, que se complicó, y,
por último, mi abuela…
—¿Qué escribió en su carta?
—Le pedí que viniera a verme una vez más.
Me quedé sin aliento. Me acordé de un libro de miedo que leí en la sala
de espera del dentista. Creo que era una historia famosa adaptada a un
manga para niños. Trataba de un matrimonio que había perdido a su hijo en
la guerra y que conseguía que la mano momificada de un mono le
concediese tres deseos. Una noche de tormenta, su hijo muerto regresaba de
la tumba, con las cavidades de los ojos vacías y la carne descompuesta
asomando por debajo de su ropa hecha jirones…
—¿Resucitó? —pregunté en un susurro.
—No tengas tanta prisa. —Miró de soslayo el último pastelillo y me
preguntó—: ¿Seguro que no lo quieres?
—No, adelante, cómaselo usted.
—Entonces, vale. ¿Me pones otra taza de té?
Se tomó el té, servido con torpeza por mí, y se comió su tercer pastelillo
en un santiamén. Después, carraspeó con insistencia, se sonó la nariz, se
atusó el cabello y me pidió que le preparase otra taza. Justo cuando llegué al
límite de mi paciencia, añadió, como si hubiera estado aguardando ese
momento:
—Ahora empieza lo más interesante. —Y por fin fue al grano—: Tras la
muerte de mi primo Kōsuke, me levantaba dormida y me pasaba toda la
noche caminando.
—¿Caminaba dormida?
—Eso es.
—¡Se lo está inventandooo!
—Qué va. Cada mañana, tanto mi futón como mis pies estaban
manchados de barro. Nadie entendía lo que ocurría. En una ocasión mi
madre me ató el pie al suyo con una cinta de tela, pero no lo hizo con fuerza
para no lastimarme, y me escapé y volví a caminar toda la noche de acá
para allá. Me extraña que nunca me cayera de un lugar alto o me hiciera
daño. —Asintió para sí misma—. Se trata de un trastorno del sueño llamado
sonambulismo, aunque en aquellos tiempos no tenía ese nombre tan
moderno.
—¿Quiere decir que se puso enferma?
—Exacto. —Parecía orgullosa de ello.
—¿Porque estaba muy triste por la muerte de su primo?
—Sí. Pero, además de estar triste, también me daba miedo que alguien
con quien solía jugar y comer hubiera desaparecido de improviso. —
Mantenía los ojos cerrados. Asentí ante sus palabras inconscientemente y
me preguntó, como si me hubiera leído el pensamiento—: ¿Entiendes?
—Sí.
Sin embargo, un segundo después, cambió el rumbo de la conversación,
inadecuado para una niña, y me sacó de ese misterioso mundo de
fantasmas.
—Fue mi primer amooor. —Pestañeó como un gato bajo el sol y luego
dejó escapar un sonido por la nariz—: Fu, fu, fu…
No pude distinguir si se trataba de un resoplido o de una risa ahogada.
Como no me interesaba la historia de su primer amor, continué con mis
preguntas infantiles:
—¿Cómo se recuperó?
Despertó entonces de su embeleso, se dio un golpe en la rodilla y dijo:
—¡De eso se trata! Tan pronto como mi abuela muerta se llevó esa
carta, el sonambulismo desapareció.
—¡¿De verdaaad?!
—Seguro que Kōsuke la leyó y me curó, ¿no te parece? Porque,
además, le escribí que estaba enferma.
—¿En serio piensa eso?
—Por supuesto. Porque eso no es todo: pude encontrarme con él de
nuevo.
Había llegado por fin al meollo de la historia y yo me incliné hacia
delante. «Sin duda, se reunió con un zombi en el cementerio —pensé—. ¡Y
el horror de esa experiencia le dejó así la cara…!».
Extendió despacio el brazo, tembloroso, y señaló algo. Con miedo,
seguí la dirección de su dedo. Entonces, mis ojos se encontraron con los del
anciano con barba de la foto en blanco y negro. Sus ojos eran pequeños y
tímidos, como siempre.
—Cuando conocí a mi profesor…
—¿Sí? —Contuve la respiración.
—Me quedé impresionada. Era clavado a Kōsuke. Fue él quien nos
juntó a mi profesor y a mí.
—¿Se parecían?
—Sí.
—¿Cuánto?
—¿Qué cuánto se parecían? Pues como dos gotas de agua. Su cara, su
estatura, hasta la forma de las uñas. Y aquí, en el cuello… —Levantó la
barbilla y estiró con las puntas de los dedos la piel de su arrugado cuello. Se
le formó un triángulo igual en color, forma y tamaño que una aleta de
calamar seco—. Ambos tenían un lunar justo aquí.
—Humm… —Así que no se trataba de un zombi, después de todo. Me
quedé un poco decepcionada. Miré una vez más la fotografía del anciano y
pregunté—: ¿Su primo era calvo?
—¡No, tonta! Mi profesor tenía mucho pelo cuando era joven.
—Ah.
—Pero, la verdad es que, desde que comenzó a perderlo, no tardó en
quedarse calvo… —Se levantó, resoplando por el esfuerzo. Tras sentarse
delante del altar, tocó la campana y se puso a rezar. Me pareció como si
estuviera orando por el descanso del pelo caído de su profesor y yo también
junté las palmas—. En cualquier caso —se giró hacia mí—, hice bien en
confiar mi carta a la abuela.
—Cuando murió su marido, ¿también le encargó una carta para su
primo?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque está claro que mi profesor se hubiera puesto celoso. Y,
además —se levantó con esfuerzo y se sentó junto a mí de nuevo—, medité:
«Ya no necesito a nadie que entregue mis cartas. Ahora es el turno de
llevarlas yo por los demás». Esa es la misión de la que te he hablado antes.
«Ya veo», pensé, impresionada. No la entendí del todo, pero sus
palabras fueron convincentes.
—A mi edad, el mensajero de Buda puede venir a llevarme al cielo en
cualquier instante. Es el momento de cosechar las ganancias.
—¿Ganancias? ¿Quiere decir que cobra por llevar las cartas?
Sus fosas nasales se dilataron con aire indignado, como exigiendo saber
qué había de malo en ello.
—Para enviar una carta, hay que poner un sello, ¿verdad? Los sellos no
son gratuitos.
—Sí, lo sé, pero…
Al ver que no me quedaba convencida, señaló la cómoda negra de
tiradores dorados junto a la que me acostaba siempre.
—El primer cajón. Está lleno.
—¿Lleno?
—Sí, lleno —asintió con solemnidad.
Mis ojos se quedaron clavados en ese cajón. ¡Los ahorros de toda su
vida! Acumular tanto dinero como para llenar un cajón era algo realmente
increíble. El cajón era tan grande que podrían caber al menos diez jerséis de
lana.
—Mi madre siempre ingresa todo en el banco, hasta mi aguinaldo de
Año Nuevo.
—Eres tonta. Son las cartas lo que guardo ahí. En los veinte años desde
que mi profesor murió, ya he conseguido bastante clientela.
—¿Puedo verlas?
—Por supuesto. Pero, si lo haces, serás tú la que tendrá que llevarlas al
otro mundo.
Horrorizada, aparté la vista de la cómoda.
—¿Quién se las encarga?
Estiró el cuello hacia delante y clavó en mí sus ojos algo turbios,
aunque todavía muy vivos.
—Ahora escucha con atención. No me moriré hasta que el cajón esté tan
lleno que no quepa ni un alfiler. En otras palabras, me moriré cuando el
cajón esté repleto. Así que no puedo aceptar cartas de cualquiera. Por
ejemplo… —Bajó la voz—, el cartero que estuvo aquí hace un rato…
—No le he visto la cara.
—No ha venido por el reparto, sino a dejarme una carta para que se la
lleve… Su mujer murió ahogada en la bañera.
—¿Y?
—No puedo contarte nada más. La identidad de mis clientes es secreta.
—No cerró solo los labios, sino también los ojos, y encorvó la espalda más
de lo habitual, adoptando el aspecto de una antigua figura de terracota.
De repente, me encontré preguntando:
—¿Cuánto cuesta?
La agitación imperceptible de sus fosas nasales no se me pasó por alto.
Sin embargo, ella contestó con naturalidad:
—Bueno, depende del caso. Una carta para alguien que murió hace
mucho tiempo es cara.
—¿Por qué?
—Porque no será fácil encontrar a esa persona en el otro mundo, ¿no te
parece?
¿Cómo podía saberlo si nunca había muerto…?
—Pero, si es para alguien que ha fallecido hace poco, es más barato.
Después de todo, mi abuela lo hizo gratis para mí.
—Entonces, hágamelo gratis a mí también. Voy a escribir.
—¿Y por qué debería? Ni hablar.
—Porque, si no, se lo contaré a todo el mundo.
Me miró a la cara como diciendo: «Ajá, ya veo».
En mi interior, estaba desconcertada por mis propias palabras. Por
supuesto, escribiría a mi padre; nunca se me había ocurrido hacerlo ni tenía
idea de qué contarle. Para ser sincera, solo quería conseguir que la casera
me lo hiciera gratis. Creo que no se trataba de comportarme como una
caprichosa: era un desafío para salirme con la mía.
—Así que ¿no le importa que se lo diga a todo el mundo?
—No sé qué decirte.
—Pues me chivaré.
—Me pregunto si alguien se lo tomará en serio. —Resopló por la nariz
y se bebió el té con una calma imperturbable. Su chata nariz estaba casi por
completo aplanada entre los ojos, pero la punta redondeada se alzaba hacia
la frente.
Mientras la observaba con irritación, experimenté una súbita rabia y
solté:
—¡Es una mentirosa!
—Vaya, ¿crees que te estoy mintiendo?
—Sí. A los mentirosos les cortan la lengua en el infierno, ¿no lo sabía?
—Ya, ya… —Me miró de reojo con malicia—. Entonces, ¿por qué no
echas un vistazo al cajón para comprobar si te estoy mintiendo o no?
Enmudecí de inmediato.
—¿Quieres o no?
—Pero… ha dicho que es un secreto.
—Y lo es.
—Si se trata de un secreto, no debería abrirlo, ¿verdad?
Ella no respondió nada más; se puso de pie, extendió los brazos y agarró
los tiradores, haciendo un crac crac metálico, mientras gruñía: «Oh, cómo
pesa». Aparte de estar encorvada, era muy bajita, por lo que le supuso un
gran esfuerzo tirar del cajón superior de una cómoda tan grande.
En ese momento, me di cuenta de que su secreto estaba a salvo. Porque,
si hubiese mirado en el interior, yo sería la responsable de llevar las cartas a
los muertos. A lo mejor algunas personas ya habían cometido ese error y se
habían visto obligadas a morir. ¿Acaso era ese el secreto de su longevidad?
—¡¡Nooo!! —Ya no podía soportar el miedo de descubrirlo y me tumbé
bocabajo en el suelo, tapándome la cara con las manos.
Mientras me hallaba con la cabeza enterrada en el cojín, el sonido de
cómo lo abría llegó a mis oídos. Percibí cómo removía algo y distinguí su
respiración. Cuando capté en el aire una fragancia que me recordó al
kimono de mi madre, noté que se acercaba hacia mí. Unos papeles crujieron
en mis oídos.
—¿No quieres ver la carta? Es la más reciente que me han dejado, ¿eh?
Las lágrimas me rezumaban por los ojos, que mantenía cerrados. La
casera soltó otra risita ahogada.
—Venga, abre los ojos solo un instante.
Hundí la cara contra el cojín con tanta fuerza que me ahogué y me dio
un ataque de tos. Luego oí que se alejaba y cerraba el cajón.
—Hay que ver, pareces una cría de tortuga con la cabeza ahí escondida.
Alguien que trata de mentirosos a los demás debe mostrar más coraje. —No
obstante, mientras yo, con los ojos enrojecidos, seguía sumida en mi
silencio, me dijo algo inesperado—: Lo haré gratis para ti. Tráeme tu carta.
—No hace falta. —Sacudí la cabeza, enfurruñada—. No pienso escribir
nada.
—Ya lo sabía, niña.
—¿Cómo?
—Sabía que no escribirías. Por eso he dicho que te lo haría gratis. —
Esbozó una sonrisa maliciosa y satisfecha, muy propia de ella, que
transformó su boca en una gran arruga.
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El lunes siguiente volví a la escuela. Ya no tenía miedo de olvidarme las
cosas, de los ladrones o de provocar un incendio. Lo único que temía era
que aquella ansiedad pudiera reapoderarse de mí. Con esa idea en la cabeza,
no me entusiasmaba la perspectiva de regresar, pero parecía que estaba
aprendiendo, aunque fuera poco a poco, a enfrentarme al mundo exterior.
Un día, la niña que se sentaba a mi lado en clase me comentó:
—Hasta ahora pensaba que eras muda.
Me sorprendí al darme cuenta de lo rarita que le había parecido hasta
entonces a la gente, pero me alivió que la niña me lo hubiera dicho con
franqueza. La escuela pasó de ser una tierra sin ley, llena de alcantarillas
abiertas, a un mundo donde podía comunicarme con palabras.
Todos los días, al terminar las clases, salía disparada a la Casa del
Álamo para llevarle a la casera la carta que había escrito la noche anterior.
Cada vez que le entregaba mi sobre donde se leía: «Para mi padre, de
Chiaki», se ponía de pie con un bufido por el esfuerzo, como si le causara
una gran molestia. Tras advertirme que cerrara los ojos, guardaba la carta en
el cajón. No sabía si sería suficiente con cerrar los ojos, así que me los
tapaba con fuerza con ambas manos. Si no, me daba la sensación de que no
podría resistir la tentación de mirar de soslayo. Mientras me presionaba la
fina piel de los párpados, unas manchas rojas y verdes emergían en la
negrura. Incluso después de abrirlos, esas man chitas seguían flotando en el
aire durante un rato.
Me pregunto qué sentiría al escribir esas cartas. Al principio, no
experimentaba un fuerte deseo de hablar con mi padre, aunque en mi
interior tenía la necesidad de escribirle. Para mí, la realidad de su muerte
todavía no tenía relación con las cartas que le escribía. Simplemente me
resultaba divertida la reacción de la casera: «Anda, pero si sabes escribir» o
«así que lo que quieres es que me muera cuanto antes».
Mi primera carta fue así:
Padre:
¿Cómo estás?
Yo estoy bien.
Adiós.
Padre:
¿Cómo estás? Hoy he cumplido siete años. Madre me ha
comprado una tarta de cumpleaños. La hemos cortado y le hemos
acercado un pedazo a la casera. Ella llama a la tarta «dulce
occidental». Y después hemos llevado otros trozos a nuestros
vecinos, el señor Nishioka y la señorita Sasaki. Estaba deliciosa.
Madre me ha regalado un libro titulado La aventura de Elmer.
Adiós.
Padre:
¿Cómo estás? Mis uñas de los pies son muy parecidas a las
tuyas. Lo sé porque me lo comentaste una vez. Miré entonces las
tuyas y pensé que es verdad que se parecen. Madre me las ha
cortado después de bañarme. Mientras me las miraba, he tenido una
extraña sensación. Yo tengo uñas, pero tú ya no. Tus uñas no están,
pero las mías son como las tuyas. Antes, estábamos tú y madre y yo.
¿Por qué eres el único que se ha ido y madre y yo seguimos aquí?
Pero, cuando pienso mucho en esto, en mi cabeza se me forma un
torbellino que no para de girar.
Mientras madre me las cortaba, estaba muy seria, con el ceño
fruncido. ¿Qué cara ponías tú cuando me las cortabas?, pensé. Pero
no lo recuerdo. Lo más probable es que sea porque estabas mirando
hacia abajo todo el tiempo. Me gustaba más cuando me las cortabas
tú. ¿Por qué? Porque lo hacías muy despacio y no me hacías
cosquillas.
Adiós, por ahora.
Padre:
¿Cómo estás? Hoy he ido con Osamu y su padre a la orilla del
río y hemos hecho volar una cometa. Su padre corría mucho y
nuestra cometa ha volado muy alto. El viento del río era muy frío,
pero estábamos acalorados de tanto correr.
El señor Nishioka se ha cortado el pelo. Ahora se le puede ver la
calva que tiene justo encima de la frente, pero parece mucho más
joven que antes.
Osamu me ha contado que le dijo que quiere quedarse aquí con
él. Y su padre le respondió que de acuerdo. Además, Osamu me ha
explicado: «No puedo hacerlo enseguida; tengo que volver a casa
primero. Me mudaré durante las vacaciones de primavera». Me he
puesto tan contenta que lo he agarrado de la mano y le he hecho
girar con todas mis fuerzas, y así hemos recorrido la orilla.
Después de volar la cometa, hemos ido a la iglesia. Encontré un
bonito broche en el parque al que fui con la abuela cuando nos
alojamos en casa del tío Hiroyuki. Se lo he dado a Jesús. El pasador
estaba roto, pero tenía una preciosa piedra roja y brillante, y era
muy bonito. Mi corazón latía con fuerza porque he pensado que
Jesús se pondría contento al verlo, pero parecía que estaba pensando
en otra cosa. «¿En qué estás pensando?», le he preguntado, pero no
me ha respondido. «Odio a Jesús», le he dicho a Osamu de camino a
casa. Él se ha enfadado y me ha reñido: «¿Cómo puedes decir
eso?». «No sé. Tal vez porque está muerto», le he contestado. «No
está muerto», ha rechistado Osamu. Luego le he pegado. Osamu no
se ha defendido, pero ha dejado de hablarme.
Por la noche, he ido a visitarle para disculparme. «No estoy
enfadado», me ha asegurado Osamu, y me he sentido aliviada.
Después hemos jugado a piedra, papel o tijera en la escalera
exterior. Me encanta estar allí por la noche porque la luz está
encendida; solo está iluminada esta parte de la casa y todo lo demás
está oscuro. Mientras jugábamos, la señorita Sasaki ha vuelto con
una maleta muy grande. Nos ha contado que ha estado en Hawái.
Nos ha traído bombones de recuerdo. Nos los hemos comido juntos,
uno cada vez. Estaban deliciosos.
Adiós, por ahora.
23 de enero
Querida Chiaki:
¿Cómo estás? Yo estoy bien, pero esta carta no va a ser
demasiado buena. Al principio pensaba que era mejor no escribir,
pero lo haré igualmente porque quiero contarte algo.
Mi madre por fin ha salido del hospital, pero el bebé ha muerto.
El parto fue bien, pero sus pulmones no estaban desarrollados del
todo y falleció poco después.
Mi madre llora todos los días. Mi padre (me refiero al de aquí)
también está muy afectado, pero tiene que trabajar, así que no puede
quedarse mucho con ella.
Yo le preparo un suave arroz caldoso todos los días. Solo come
un poco. Cuando le acerco una cucharada a los labios, me da las
gracias y traga un poco mientras llora. Últimamente habla a menudo
de su niñez. Habla durante una hora, o incluso dos, y luego se queda
dormida como si estuviera agotada.
Chiaki, te prometí que me iría a vivir allí en primavera, pero no
puedo cumplir esa promesa. No puedo dejar a mi madre.
Ahora que ha perdido al bebé, se quedará muy triste si yo
también me marcho de su lado. Lo siento. Mi padre (el de la Casa
del Álamo) me ha dicho: «Quédate con tu madre. Estoy
acostumbrado a estar solo. Estaré bien». Pero sé que se siente
desamparado, y estoy algo preocupado. Chiaki, por favor, cuida de
él por mí.
Te escribiré. Me gustaría ir contigo a la iglesia de nuevo. Te pido
perdón, de veras, por no poder cumplir mi promesa.
Osamu Endo
A medida que pasaban los días, unas hojitas verdes aparecieron en las
ramas desnudas del álamo. El aroma de la hierba y de los árboles se
intensificaba. Una gata callejera parió detrás del cobertizo. La madre,
amenazante, enseñaba sus colmillos para que nadie se acercara a su camada,
aunque a diario les ponía un plato de leche al lado del cobertizo.
Entonces yo estaba pasando por un periodo de rebeldía. Al observar la
espalda de mi madre cuando trabajaba en la cocina, se apoderaba de mí una
intensa irritación; estaba convencida de que no era sincera y no me decía
algo que debía contarme. Me fijaba de manera obsesiva en los detalles más
triviales, en los más insignificantes —su apatía al darme las buenas noches
o cuando estaba más pendiente del programa de televisión que de
escucharme— y cualquier excusa era buena para enrabietarme con ella. Me
convertí en una niña que buscaba pelea. Cuanto más me comportaba así,
más difícil era de entender su corazón, y a mí me remordía la conciencia.
Dejé de escribir a mi padre. Había perdido el control; no sabía cómo
transformar mi frustración en palabras, ni siquiera sabía si era admisible
hacerlo.
Por consiguiente, fue una gran sorpresa cuando un día mi madre me
entregó un sobre. El nombre de mi padre estaba escrito en él.
—Es una carta para tu padre. Me dijiste que alguien podía hacérsela
llegar, ¿verdad?
Me acordé de la noche que hablé con ella, la Nochevieja en casa de mi
tío.
—Sí, claro.
—¿Puedes dársela a esa persona, entonces?
Asentí y cogí la carta. En el liso sobre de color crema estaba escrito con
su inconfundible letra: «Para el señor Shunzo Hoshino, de Tsukasa». El
sobre, que por supuesto iba sellado, se quedó posado en la palma de mi
mano.
Me alegré de que hubiese aceptado mi oferta. Al día siguiente, tan
pronto como regresé de la escuela, fui directa a ver a la casera y le entregué
la carta, que había guardado cuidadosamente en mi mochila.
—No he roto mi promesa de mantenerlo en secreto. Nunca he desvelado
que usted es la mensajera del más allá.
—Bueno, supongo que será verdad —dijo, y la agarró—. Pero, a
cambio, tienes que quitar las malas hierbas del jardín, ¿de acuerdo?
¿En qué pensaba mi madre cuando me entregó la carta? ¿Acaso tenía
algo que decirle a mi padre o solo trataba de aplacarme a mí, que seguía
mosqueada? Fuera por el motivo que fuese, la rabia que sentía hacia ella se
calmó durante un tiempo, como si nunca hubiera existido.
Cuando llegaron las vacaciones de primavera, me pasé todos los días
persiguiendo a los gatitos por el jardín. A menudo, la casera y yo
quitábamos las malas hierbas. Cada una llevaba una bolsa y competíamos
por ver quién la llenaba más rápido. Sobre la tierra negra, que había estado
cubierta de escarcha durante el invierno, brotaban por todas partes unas
hierbas que nunca antes había visto. Mi trabajo avanzaba muy despacio
porque con frecuencia tenía que consultarle a la casera. «¿Arranco esta?», le
preguntaba, y ella me contestaba: «Es una violeta» o «eso es menta». Pero
ella, de vez en cuando, metía algo de lo que había arrancado en mi bolsa sin
que me diera cuenta.
Esa primavera, yo ya calzaba un treinta y tres, y mi madre me compró
una falda celeste porque la roja se me había quedado pequeña. Los
monstruos de las alcantarillas, que tanto miedo me daban antes, habían
desaparecido por completo y casi me había olvidado de su existencia.
Era un día ventoso a principios de abril.
—No abras la ventana, que entra mucho polvo, ¿vale? —me advirtió mi
madre antes de irse a trabajar.
Por eso yo contemplaba el álamo a través del cristal, que seguía de pie,
inamovible, mientras cada ráfaga parecía arrancarle las hojas recién
brotadas. En ocasiones, el viento golpeaba el cristal en el que tenía pegada
la nariz y me sobresaltaba, sacándome de mi ensimismamiento.
Las grises nubes corrían con ímpetu por el cielo. Cuando bajé la mirada,
descubrí a la casera en el jardín. Su cabello blanco, revuelto por el aire,
estaba de punta, y sus piernas, cubiertas por una doble capa de calcetines
que le asomaban por debajo de la falda de tubo, se aferraban al suelo,
resistiendo para que no la arrastrara la corriente. «¿Qué diablos estará
haciendo fuera un día como este?», me pregunté.
No tardé en comprender su objetivo. La maceta de un pequeño ficus que
se había olvidado en el tendedero se había volcado por el viento. Se acercó
a la planta con pasos inseguros, como si avanzara dentro del agua, acumuló
todas sus fuerzas en su encorvada espalda y enderezó la enorme maceta. A
continuación, retrocedió hacia la puerta corredera de cristal paso a paso,
tirando del macetón con paciencia. «Si quiere meterlo en casa, tengo que
ayudarla», pensé. Justo cuando iba a apartarme de la ventana, rugió una
enorme ráfaga. Sobrecogida, miré abajo de nuevo y descubrí que la espalda
de la casera, que se había mantenido rígida por la tensión, estaba inmóvil.
Ella se hallaba desplomada en el suelo, abrazada al ficus.
Por desgracia, ni la señorita Sasaki ni el señor Nishioka se encontraban
allí. Corrí al jardín. En medio del viento que rugía con violencia y del
ladrido enloquecido del perro de la esquina, el espacio que la envolvía
parecía inundado por un silencio letal. Corrí hasta la casa vecina y, llorando,
llamé a la puerta.
Padre:
¿Cómo estás? La casera ha vuelto hoy del hospital. Ha
acariciado todas las cosas de la casa y se la veía muy feliz. Eso era
un problema, porque no quería irse a la cama, aunque se supone que
debe seguir guardando reposo. Pero cuando por fin se iba a acostar,
me ha enseñado un encantamiento para dormir bien. Dice así:
Tsukasa
Kazumi Yumoto
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KAZUMI YUMOTO (Tokio, 1959). En 1992 publicó su primera novela, Los
amigos (Nocturna, 2015), que fue un éxito de ventas y premios tanto en
Japón (donde se llevó al cine dos años después) como en el resto del
mundo.
Desde entonces ha publicado varias novelas más, entre ellas La Casa del
Álamo (1997; Nocturna, 2017), llevada al cine en 2015, y Viaje a la costa
(2010; Nocturna, 2016), cuya adaptación cinematográfica, a cargo de
Kiyoshi Kurosawa, recibió en 2015 §1 premio Un Certain Regará a la
Mejor Dirección en el Festival de Cannes.
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