La Casa Del Alamo - Kazumi Yumoto

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Cuando Chiaki se entera de que su antigua casera acaba de

fallecer, decide asistir al funeral. Y esa última visita a la anciana le


devuelve a su infancia a través de unos recuerdos en los que se
entrelazan la muerte de su padre, los viajes sin rumbo de su madre,
una casa protegida por un enorme álamo, un niño que sabe
escuchar, una joven que arroja comida a los gatos desde las
ventanas…
Y sí, la casera: esa mujer huraña con cientos de cartas en un cajón
y el deber de llevárselas a los muertos en cuanto fallezca. La Casa
del Álamo es una sorprendente novela que reconcilia el dolor de la
pérdida con la esperanza de lo venidero.
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Kazumi Yumoto

La casa del Álamo


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Título original: Popura no Aki
Kazumi Yumoto, 1997
Traducción: Rumi Sato, 2017

Revisión: 1.0

29/01/2021

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—¿Qué te pasa? No pareces muy animada. ¿Has cenado ya? Espera,
tengo algo que contarte. Acabo de recibir una llamada de la señorita Sasaki.
Sí, la mujer de la Casa del Álamo.
Mientras escucho a mi madre hablar al otro lado de la línea, se me
vienen a la cabeza los años que viví en ese lugar. Y, de pronto, se me
ocurre: «Ah, eso es que la anciana ha muerto».
Me refiero a la casera del apartamento donde residimos mi madre y yo
durante tres años. Mi padre murió cuando yo tenía seis. Un poco más tarde,
dejamos nuestro hogar y nos mudamos a uno de los tres apartamentos de la
«Casa del Álamo» que la anciana alquilaba. La señorita Sasaki, la mujer
que ha contactado con mi madre, también estaba allí de inquilina.
—Cuando fue a verla por la mañana, no respondió nadie. Parece que
murió mientras dormía.
—¿Por la mañana?
—Sí, esta mañana.
Respiro hondo. Si ha sido esta mañana, aunque su alma hubiera venido
a mi cabecera para despedirse, estaría dormida; no habría advertido su
presencia. Por alguna razón, cuando logro conciliar el sueño gracias a las
pastillas, tengo terribles pesadillas. Anoche soñé que era el cadáver de un
enorme pez que habían arrojado a un suelo de hormigón inundado. Es un
sueño recurrente.
—¿Qué edad tenía? —pregunto.
—Noventa y ocho años. Una buena manera de morirse, ¿verdad?
Lo que significa que tenía ochenta cuando vivíamos allí. Sin embargo,
me prometió, cuando yo tenía siete años, que trataría de mantenerse con
vida hasta que me hiciera mayor. Resulta que ha cumplido fielmente su
palabra.
—… Y la señorita Sasaki me ha dicho que llamaba porque hay unas
cartas.
—¿Unas qué?
—Car-tas —repite en voz baja, marcando las sílabas.
—¿Eso te ha dicho?
—Sí —afirma, pero enseguida cambia de tema—: ¿Quieres que
mandemos flores…?
Tenía diez años cuando mi madre decidió casarse de nuevo y nos
marchamos de la Casa del Álamo. Desde entonces, ninguna volvimos a ver
a la señora, pero le escribimos varias veces, por supuesto, e incluso le
enviamos fotos en alguna ocasión. En cualquier caso, sé con certeza que la
señorita Sasaki no se refería a ese tipo de cartas. Son las que le confié a la
casera cuando tenía siete años, las que guardaba en un cajón de su cómoda
negra. Así que las ha conservado durante todo este tiempo…
—Envía las flores tú, mamá.
—¿Cómo?
—Yo iré al funeral. No tardo nada en avión.
—¿Vas a faltar al hospital? ¿Estás segura?
Hace casi un mes desde que dejé mi trabajo de enfermera; aún no se lo
he contado.
—No te preocupes por eso.
—No estoy preocupada. —Después de un breve silencio, añade—:
Siempre tomas tus propias decisiones sin consultar a nadie…
—Así es.
—Bueno…, dale recuerdos de mi parte a la señorita Sasaki.
—Descuida.
Tras colgar, permanezco ensimismada durante un rato. Me doy cuenta
de la gran distancia que me separa de la casera y de la Casa del Álamo, del
jardín con su gran árbol, de todo lo que me gustaba entonces sin saber por
qué. Es como si aquellos tres años que pasé allí hubieran sido un sueño.
Preparo una maleta con una muda, las cosas de aseo y una bolsa de
papel llena de medicamentos, y cierro la cremallera con brusquedad. Es
absurdo llevarme todos los somníferos para un viaje de uno o dos días,
pero, al mismo tiempo, otra parte de mi cerebro me recuerda: «En realidad,
no debe de ser tan absurdo si no dejas de pensar en eso». Sacudo la cabeza.
No sé qué pasará después, pero sí sé que, al menos esta noche, no me
convertiré en un pez muerto. Y mañana tomaré un avión para despedirme
de ella. Es lo que tengo que hacer.
Me meto en la cama y, despacio, cierro los ojos. Oigo el susurro de las
hojas del álamo, que me proponen: «Hablemos. Hablemos». Es un
agradable sonido de otoño y, de inmediato, me percato de que no viene de
fuera.
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Cuando por fin pasó todo el caos ocasionado por la repentina muerte de
mi padre en un accidente de tráfico, mi madre se ocupó de las tareas
domésticas igual que antes. Y un día, de repente, se fue a dormir. Dormía y
dormía. ¿Cuánto tiempo permaneció así? ¿Una semana? Me parece que fue
más, pero a lo mejor solo pasaron tres o cuatro días. Yo estaba en primero
de primaria. Todo lo que recuerdo es que, sin darme cuenta, habían llegado
las vacaciones de verano y comía salmón enlatado cuando me entraba
hambre mientras ella dormía. Me extraña que no hubiera más que latas de
esas en el armario de la cocina. El salmón de la etiqueta tenía una mirada
inexpresiva y sin duda no se trataba de alguien con quien poder mantener
una conversación. Desde entonces, soy incapaz de comer conservas de
salmón e incluso ahora, al ver un montón de latas apiladas en las tiendas, se
me hielan las plantas de los pies.
Cuando terminé de consumir todas las latas de una vida en cuestión de
días, mi madre se levantó tan de súbito como se durmió. Entonces comenzó
a viajar en tren y me llevaba con ella. No teníamos un rumbo fijo. Solo se
subía, a la aventura, a cualquier tren que llegara, dejaba pasar el tiempo y se
apeaba al azar en cualquier estación. Bajo el sol abrasador del verano,
paseábamos por las calles de una ciudad en la que nunca habíamos estado.
Parábamos a tomar fideos fríos o un granizado y cogíamos otro tren.
Apenas hablábamos durante esa etapa. Era consciente de que ella
evitaba a toda costa hablar de mi padre. En cuanto a mí, la noticia de su
muerte me había inundado de un profundo dolor. Cuando lo vi en el ataúd
con la cabeza vendada, rompí a llorar a gritos. A pesar de todo, en aquellos
días de excursiones, sentía como si tuviera la mente en una nube; ya no era
capaz de recordarlo con claridad cuando estaba vivo. Se me había
contagiado el intenso dolor de mi madre, que le hacía sentir rabia y rechazo
contra el mundo.
Todas las noches regresábamos a casa agotadas, nos desplomábamos en
nuestros futones, que mi madre no se molestaba siquiera en doblar ni
guardar, y caíamos en un sueño profundo. No guardo buenos recuerdos de
esos días. Yo, con seis años, solo esperaba que mi madre sobreviviera
gracias a esa rutina. Con seis años, ese era mi único pensamiento. Por lo
menos, era mejor que comer salmón enlatado a diario.
En cualquier caso, encontramos la Casa del Álamo gracias a esos
trayectos en tren. Aquel día llevábamos ya mucho tiempo montadas en un
cercanías vacío. Nos bajamos, por casualidad, en una estación desde cuyo
andén se veía la ribera de un río. Caminamos entrecerrando los ojos,
deslumbradas por el sol que se reflejaba en el suelo de hormigón, hasta el
extremo del andén. El río, las hierbas, el puente y el suelo polvoriento
estaban expuestos a ese sol implacable. La escasa corriente fluía con
mansedumbre. El cielo parecía inmenso. «¡Oh, qué maravilla!», quise
exclamar, y respiré hondo.
—¿Quieres que salgamos? —propuso mi madre.
Me sorprendí mucho; desde que comenzamos aquellos viajes, no me
había consultado ni una vez, ni me preguntó, por ejemplo: «¿Quieres que
nos subamos a este tren?» o «¿quieres que nos bajemos en esta estación?».
—¿Quieres o no? —insistió.
Alcé los hombros.
—Como tú prefieras.
Luego, con un sentido enorme de la responsabilidad, me puse a caminar
junto a ella, que se apresuraba a la vez que mantenía la mirada al frente.
Tras atravesar una zona de tiendas, llegamos a un parque de bomberos.
Por delante transcurría un canal y lo seguimos a lo largo por una zona
residencial de lo más corriente. Serían sobre las dos de la tarde. No había
ninguna sombra en la acera que se prolongara al lado del canal, y el sol
abrasaba con tal intensidad que parecía derretir incluso los sonidos. Las
cigarras no cantaban, no había ni rastro de sombra, ni siquiera los pájaros
volaban y, desde hacía mucho, no quedaba ni una gota de agua en mi
cantimplora. Sin darme cuenta, me había separado de mi madre y procuraba
dar un paso tras otro con la vista fija en su espalda.
—Lleguemos hasta allí.
Cuando se detuvo y me habló, yo ya tenía el cerebro paralizado; en
cambio, mis pies no se detuvieron hasta que mi frente, empapada de sudor y
con el flequillo pegado, se chocó contra su blando trasero y frené. Por fin,
dirigí un vago vistazo hacia donde ella señalaba.
—Mira aquel árbol. Es enorme, ¿eh?
—Sí.
La copa de un árbol más alto que un poste eléctrico sobresalía entre los
tejados. No corría ni un soplo de aire, pero las hojas de la parte superior se
mecían de tal manera que se me secó el sudor de todo el cuerpo con solo
mirarlas.
—Acerquémonos a verlo.
—Vale. —Y asentí.
—Chiaki, estás empapada. ¿Y tu cantimplora?
—Ya me la he bebido, pero estoy bien.
De nuevo, sentí el deber de demostrar mi resistencia y comencé a
caminar por delante de ella. Seguimos el mismo trayecto junto al canal y,
cuando lo dejamos atrás y entramos en una calle tan estrecha por la que
apenas podía pasar un coche, fuimos a parar al jardín que cobijaba ese gran
árbol. Era un jardín caótico, aunque no tenía ni una mala hierba ni había
plantas en exceso; no se podía decir que estuviera diseñado con buen gusto
o que fuera de lo más normal. Era obvio que ese aspecto se debía al paso
del tiempo y no al mantenimiento de su propietario. Había un arce de
frondosas hojas verdes, un adelfo que extendía sus ramas de flores rojizas
hacia el tejado del cobertizo de la casa vecina; también un laurel japonés
moteado de follaje brillante, y las coronas de novia se esparcían por todas
partes, los lirios anaranjados se asomaban aquí y allá sin seguir un orden.
Un brasero de porcelana azul reposaba sobre la tierra. Y en el centro se
erguía el gran árbol, que mecía sus hojas de vez en cuando al soplo de una
ligera brisa. Mientras miraba hacia lo alto, me entraron ganas de sentarme
allí mismo y dormir.
—Chiaki, Chiaki. —Mi madre me hizo señas con la mano—. Ya sé qué
árbol es.
—¿Sí? ¿Cuál?
—Es un álamo. Mira. —Apuntó en otra dirección.
En una de las columnas del portón, hechas de bloques de hormigón,
había una placa de porcelana blanca donde se leía; «Apartamentos Álamo».
El nombre me sonó tan peculiar que repetí varias veces: «Apartamentos
Álamo, Apartamentos Álamo».
—No es una casa corriente. Las habitaciones de arriba son
apartamentos… —murmuró para sí misma.
El edificio de madera tenía una escalera exterior en el lado norte que
daba a la calle del canal. En el pasillo exterior de la planta superior había
tres puertas y dos lavadoras junto a dos de ellas. El conjunto no resultaba
demasiado impresionante.
—Chiaki, ¿qué te parecería vivir aquí?
Esta segunda pregunta era tan inesperada que me quedé perpleja una
vez más y sin saber qué responder. Al seguir su mirada, descubrí un cartel
de cartón que colgaba en el portón de hierro, que estaba abierto.
—Se alquila apartamento.
—¿Que se alquila?
—Significa que quieren que alguien se mude aquí.
No me pareció una mala idea. Era vagamente consciente de que, tarde o
temprano, tendríamos que dejar la casa en la que vivíamos, y me encantaba
aquel jardín.
—Está bien, mamá, si tú quieres.
—¿Y a ti qué te parece, Chiaki?
—Estupendo.
Escudriñó mi rostro y luego, decidida, se apresuró al otro lado del
portón.

La distribución del apartamento era la típica. Al entrar por la puerta


principal, que daba al norte, estaba la cocina en un lado y el baño en el otro.
A continuación, un pequeño cuarto entarimado y, al fondo, una habitación
de unos diez metros cuadrados con seis tatamis, amarillentos por la luz del
sol, que daba al sur. Nos mudamos con nuestras mínimas pertenencias, que
cupieron en ese limitado espacio. Mi madre se había desprendido de
nuestros enseres sin pesar, excepto de las cosas indispensables. Se encargó
de todo: de elegir la nueva casa, de deshacerse de la anterior y hasta de la
mudanza, con una rapidez impensable para una persona tan tranquila.
En la planta superior solo había tres apartamentos. La señorita Sasaki,
una mujer soltera que trabajaba para una empresa de confección, ocupaba el
del extremo oeste; el señor Nishioka, taxista y también soltero, vivía en el
del medio. Mi madre y yo nos convertimos en las residentes del
apartamento del fondo, donde terminaban las escaleras.
La casera vivía sola en la planta baja. Había reformado la vivienda para
añadir los apartamentos tras el fallecimiento de su esposo, un profesor
universitario de Literatura China. Me enteré, más tarde, de que el nombre
de los apartamentos, «Apartamentos Álamo», había sido idea del agente
inmobiliario que le encontró el primer inquilino. Este nombre le sonaba más
sofisticado que «Casa del Álamo», que era como quería llamar la señora al
nuevo edificio. Sin embargo, cuando nos mudamos allí, los inquilinos, los
vecinos e incluso el cartero lo llamaban «Casa del Álamo».
La casera me resultaba una persona muy inaccesible. Para ser sincera,
sentía algún tipo de fascinación, como la curiosidad al mirar algo macabro,
aunque en realidad el miedo superaba la curiosidad. En cualquier caso, era
aterradora.
Su frente, con esas profundas arrugas, resultaba excesivamente
redondeada y pronunciada. Su barbilla se inclinaba hacia arriba, tal vez
porque solo conservaba los tres dientes delanteros inferiores. No se podía
negar que la combinación de los ojos, la nariz y la boca, amontonados en el
centro de su cara, le hacía asemejarse a Popeye; era idéntica, más bien. Sus
ojos, de mirada aguda, eran prueba suficiente para creer que su verdadera
identidad se correspondía con un Popeye malvado tras haber tomado alguna
poción.
El interior de su casa también era lo bastante lúgubre como para asustar
a cualquier niño. Quizá detestara la luz: solo tenía abierta una de las
contraventanas. El día que llegamos atraídas por el gran álamo, desde la
entrada descubrí que las paredes de la oscura habitación estaban cubiertas
de estanterías repletas de libros antiguos y que un dragón de piedra clavaba
su mirada en nosotras. Un talismán rojo, un rótulo en el que se alineaban
caracteres chinos indescifrables, estaba colgado cerca del techo del
vestíbulo. Era de un color tan vivo que podría aparecer en una pesadilla.
Sin embargo, la verdadera razón por la que temía a la anciana era más
real. Nos avisó desde el primer momento de que no admitía a niños.
Aunque acabó cediendo y nos permitió vivir allí tras los ruegos de mi
madre, yo estaba muy nerviosa por no hacer nada que pudiera disgustarla y
que nos echase. A pesar de tratarse de un simple apartamento, para mí
constituía un lugar tranquilo en el que permanecer por fin, tras esa larga
temporada de latas de salmón e interminables excursiones en tren.
Mi madre salía a buscar trabajo todos los días. Me pasé sola las últimas
semanas de ese verano y no dejaba de observar el gran álamo por la
ventana. Absorta, contemplaba sus ramas mecerse, los pájaros que acudían
a él y las sombras de sus hojas superpuestas que variaban según la
orientación del sol. Me ponía delante del cristal incluso para comerme las
dos bolas de arroz rellenas que mi madre me dejaba para almorzar. Cuando
la casera, con la cabeza cubierta con un pañuelo, salía al jardín al atardecer,
depositaba el incienso repelente de mosquitos a sus pies y se ponía a quitar
las malas hierbas, me retiraba un poco, sin apartar la mirada del gran árbol,
para que no me descubriera. No era que yo hablase con el álamo, pero de
esa manera no me aburría ni me sentía sola. Al volver la vista atrás, me doy
cuenta de que no he disfrutado de un verano tan tranquilo desde entonces.
Ahora mi recuerdo de aquel verano se compone por sombras que se volvían
oscuras y profundas a medida que la luz se intensificaba y también por la
tranquilidad que me daban.

Esos apacibles días llegaron a su fin en septiembre, cuando volví a la


escuela. No a la escuela privada de niñas donde iba antes, sino a la pública
que estaba cerca de la Casa del Álamo. El motivo del cambio era, por
supuesto, la distancia, pero sobre todo que las cuotas mensuales de la
privada eran una carga demasiado grande para mi madre, que acababa de
colocarse en un salón de bodas. Aunque el salario de juez de mi padre
debería haber sido bastante alto, no nos había dejado nada que pudiera
considerarse una herencia. Yo estaba en el primer cuatrimestre de primero,
de abril a julio, cuando murió, por lo que apenas sentía un apego especial
por esa escuela; de hecho, me pareció desconcertante e innecesario que mi
madre se disculpara por el traslado.
Aun así, me costó adaptarme. La multitud de compañeros que se
precipitaba gritando hacia mí, el profesor que rugía vestido de chándal; todo
era muy diferente. En medio de ese bullicio, no pude evitar tener la
sensación de que ya era tarde para hacer amigos. Aunque esos no fueron los
únicos motivos por los que me resultó duro.
Tan pronto como retomé las actividades escolares, no dejé de darle
vueltas. Me preguntaba adonde se habría ido mi padre. Un día, de repente,
se marchó. ¿Qué diablos significaba eso? ¿Cómo podía uno cesar de existir
sin más? Era como si hubiese desaparecido, igual que un personaje
despistado de dibujos animados que se hubiera caído a una alcantarilla…
Asistí a su funeral, claro; me asusté al advertir que su rostro, que
descansaba dentro del ataúd, era diferente al que tenía cuando estaba vivo.
No obstante, eso no quería decir que hubiera asimilado su muerte. ¿Adónde
diablos se había ido?
Durante el verano que pasé con mi madre, e incluso en los momentos en
que me quedaba sola en casa, nunca pensé en eso. No me puse a meditar
sobre su muerte, o tal vez aún no era capaz. Sin embargo, al salir de nuestro
nuevo apartamento, me daba la sensación de que el mundo era muy
peligroso y estaba lleno de alcantarillas abiertas. Mi madre y yo también
podríamos caernos y no regresar, como mi padre. Los compañeros de la
escuela y el profesor eran tan alegres, ruidosos y rebosaban tanta energía
que dudaba que alguno de ellos pudiera imaginarse esos espantosos
agujeros. Me sentía sola. No revelaba mis temores a nadie, ni siquiera a mi
madre.
Ella aún evitaba hablar de mi padre; hasta una niña como yo podía
advertir el fuerte rechazo a aceptar su muerte. Poco después, empezó a
resultarme insoportable su obstinada negación de esa dura realidad y me
enfadé con ella. Pese a reprocharle su actitud cobarde, entendía que no
debía mencionarle a mi padre. Era evidente que sufría. Y en su trabajo no se
lo ponían nada fácil. Se casó con un hombre diez años mayor que ella justo
después de graduarse en una universidad femenina y se dedicó a ser ama de
casa desde antes de que yo naciera, por lo que apenas tenía experiencia
laboral. Yo no podía causarle más preocupaciones, no cuando la veía, tan
tranquila y apacible por lo general, estudiando y tomando notas hasta altas
horas de la noche con expresión hostigada.
Un día me preguntó:
—¿Cómo te va en la escuela? ¿Ya tienes amigos?
—Sí. Es divertido —respondí.
Y a la mañana siguiente, salí de casa con los dientes apretados hacia un
mundo lleno de alcantarillas negras sin fondo que Dios podría haber
olvidado cerrar. Hacía los deberes y nunca me olvidaba nada de la escuela
en casa. Pero todo lo que puedo evocar de esa época es que siempre andaba
nerviosa, intentando no cometer ni un error. Estaba convencida de que no
fallar era la única manera de evitar ser tragada por los oscuros agujeros que
podían aparecer en cualquier lugar, en cualquier momento.
Mi ansiedad iba en aumento. Revisaba el contenido de mi mochila tres
veces antes de irme a la cama y no me sentía segura del todo si no lo
comprobaba una vez más antes de salir por la mañana. Comencé a temer
que el horario de clases pudiera cambiar durante la noche sin que yo me
enterara y llenaba mi mochila con todos los libros y cuadernos; los que no
cabían los metía en una bandolera. Mi espalda, encorvada por cargar tanto
peso yendo y viniendo por el mismo camino todos los días, hacía que
pareciese, sin duda, la anciana avara de los cuentos.
Pero la ansiedad siempre nos persigue: cuando se arranca de raíz una
preocupación, brota otra en su lugar. Así que, cuando casi descarté la
posibilidad de olvidar algo, me asaltó una nueva inquietud. Como mi madre
se iba a trabajar antes, la responsabilidad de cerrar la puerta con llave era
mía. Me detenía de golpe a mitad de camino asaltada por la duda: «¿Habré
echado la llave…?».
Esa nueva inquietud germinó tan deprisa como la habichuela mágica de
Jack. En menos de una semana, ya no podía ir a la escuela sin cumplir antes
una rutina especial. A pesar de ir tan cargada, sentía la necesidad de
regresar a casa tres veces para asegurarme de haber cerrado la puerta con
llave y en cada ocasión me daba la vuelta en un punto diferente del trayecto.
Por supuesto, nunca me la dejé abierta. Tampoco me encontré la casa
envuelta en llamas. Simplemente, si no regresaba a comprobarlo, me
atormentaba el temor de que algo terrible fuera a suceder.
En cuanto a la puerta, bastaba con que verificara al salir si estaba bien
cerrada. Mi siguiente preocupación fue llegar tarde a clase. Vivía a diez
minutos a pie, pero ahora iba cargada con mucho peso, además de volver a
casa tres veces, por lo que no sabía si llegaría a tiempo si no salía con una
hora de antelación. Tenía que madrugar; eso significaba que, si me dormía,
tendría un gran problema.
Cuando llegaba, mi siguiente preocupación era la seguridad de mi
madre. ¿No sufriría un accidente de tráfico como mi padre? ¿No caería
enferma de agotamiento? ¿O no estaría llamándome, pidiendo ayuda en ese
mismo instante…?
Lo peor era la noche. Cuando me metía en la cama y cerraba los ojos, la
tapa de la alcantarilla se agitaba, abriéndose y cerrándose, y su boca negra
comenzaba a amenazarme: «Mientras duermes, me llevaré todo aquello que
más quieres…».
Siempre fingía estar dormida y esperaba a que mi madre se acostara a
mi lado. Y, cuando por fin oía el sonido pausado de su respiración, también
yo me dejaba vencer por el sueño mientras rezaba para no quedarme
dormida a la mañana siguiente.

Por extraño que parezca, no tengo ningún recuerdo del higan de ese
año, el equinoccio de otoño en que se celebran unas ceremonias budistas
especiales en honor a los difuntos. Era el primer equinoccio tras la muerte
de mi padre, por lo que debimos celebrarlo. ¿Acaso me encontraba tan
inquieta como para haber borrado de mi memoria los recuerdos de ese día?
Una mañana de principios de octubre tuve fiebre, algo que tampoco era
de extrañar.
—Si no te baja por la tarde, iremos al hospital, ¿de acuerdo?
—Pero, mamá, ¿no tienes que ir a trabajar?
—No te preocupes. No pasa nada si falto un día.
Por primera vez en mucho tiempo, pude descansar. El sentido de
culpabilidad por haber obligado a mi madre a faltar al trabajo se mitigó por
la fiebre. Todo lo que tenía que hacer era dormir, ponerme el termómetro en
la axila cuando me lo pedía y tomar la cucharada de manzana rallada que
ella me acercaba a la boca, refrescándome la lengua. De vez en cuando me
adormilaba y, al despertar, allí estaba a mi madre, en la mesa, leyendo un
libro del trabajo sobre el protocolo de las ceremonias nupciales
tradicionales. Tan pronto como descubría que tenía los ojos abiertos, se
levantaba y me cambiaba la toalla húmeda de la frente. Si me levantaba
para ir al baño, me cubría los hombros con una chaqueta de punto y
esperaba a que saliera sin apartar la vista de la puerta.
Casi estaba agradecida por mi fiebre. Ni siquiera me importaba
empeorar si podía disfrutar de esa tranquilidad tan agradable.
—¿Mamá?
—Dime.
—Nada. Solo quería llamarte.
Llevaba un rato dormida. Poco a poco, comenzó a mezclarse algo turbio
en mi silencioso y cristalino sueño. Sonaba como el gruñido de un animal.
Me desperté y me di cuenta de que era el ruido de la lavadora que estaba
fuera, al lado de la puerta principal. Mi madre se había quedado
amodorrada en la mesa, con la frente apoyada en el libro abierto. Me senté,
preguntándome cuándo la habría puesto. Extrañada por no haberme
enterado, miré el reloj: era casi mediodía. Había descansado tan bien que
sentía el cuerpo más ligero. Me levanté despacio para no despertarla y me
dirigí de puntillas a la entrada.
Cuando abrí la puerta, me encontré con un joven desconocido, de pie,
delante de la lavadora. Él se quedó tan sorprendido como yo; bajó corriendo
la escalera y por poco se cae. Al haber salido descalza al pasillo, sentí que
mi corazón comenzaba a latir con fuerza y grité. Mi madre salió disparada.
Casi al mismo tiempo se abrió de golpe la puerta contigua y apareció el
señor Nishioka vestido con una sudadera. El olor del sueño y el murmullo
de un rakugo, un monólogo cómico japonés, abandonaban poco a poco su
habitación.
A pesar de que el señor Nishioka era un hombre introvertido, incapaz de
gastar una broma, debía de ver siempre esos monólogos, tal vez en una
cinta, porque a menudo oíamos subir y bajar el volumen de la voz de un
hombre que se colaba a través de la pared. A lo mejor dejaba la grabación
encendida mientras dormía.
Le había tocado el turno de noche y su aspecto era horrible, como si se
acabara de levantar. Tenía los párpados hinchados y su pelo, siempre
despeinado, estaba más revuelto de lo habitual. Además, un mechón largo,
que le caía en un solo lado, colgaba inerte como un alga, dejando al
descubierto las pronunciadas entradas. Asustada por la imagen de ese
hombre tan delgado, que parecía un fugitivo con su sudadera llena de
bolitas, chillé de nuevo.
—Chiaki, ¿qué ocurre? Cálmate. —Mi madre me sacudió por los
hombros; yo no pude hacer más que apuntar con el dedo hacia las escaleras.
Justo en ese momento, la silueta del hombre que acababa de ver junto a
la lavadora pasó corriendo por la calle, al lado del canal. El señor Nishioka
se precipitó escaleras abajo, como si alguien le hubiera ordenado que fuera
tras él. Nosotras nos quedamos mirando atónitas la colada —calzoncillos,
calcetines, ropa deportiva— que giraba dentro de nuestra lavadora.
—¿Mamá?
—¿Qué?
—¿Es la ropa de aquel hombre?
—Eso parece.
—¿Es que no tiene lavadora?
—Igual no.
—¿Y qué vas a hacer con todo esto?
—Pues…
Incluso después de que la lavadora se detuviese, mi madre seguía
pensándolo. Con miedo, pulsé el botón de vaciado. Tras un fuerte ruido, un
agua turbia y gris comenzó a salir por el desagüe. Mi madre trajo una bolsa
de plástico grande de la cocina y, con el ceño fruncido, echó la ropa dentro,
aún llena de espuma.
El señor Nishioka regresó, jadeando.
—Qué…, qué tipo más miserable. ¿Así que quería ahorrarse la moneda
de la lavandería? —Mantenía la mirada clavada en la bolsa abultada y no
paraba de mover las cejas con nerviosismo, más de lo habitual. Dio otro
suspiro y, con una voz excesivamente aguda para ser un hombre, murmuró
—: Qué miserable, qué miserable.
Yo observaba desde detrás de mi madre y lo saludé:
—Hola.
Él me hizo una leve reverencia, como si tratase con un adulto.
—Eh, lo siento. Se ha escapado… —Y, como si de pronto se hubiera
dado cuenta, se atusó el largo mechón que le colgaba en el lado izquierdo y
se tapó las entradas.
Mi madre me mandó a la cama y volví a la habitación, pero dejé la
puerta entreabierta para oír lo que decían.
—Me temo…, me temo que no es la primera vez que ese tipo hace esto
—comentó el señor Nishioka, lo que me puso los pelos de punta.
—¡Oh, no es posible! —Mi madre levantó la voz, inquieta.
—Sí que lo es, señora, porque la casera vive sola abajo y no hay na…,
nadie en los apartamentos durante el día.
Explicó muy deprisa, tartamudeando de vez en cuando, que él estaba en
casa durante el día porque trabajaba de noche, pero que, por lo general,
dormía a pierna suelta. Ese día se había levantado por casualidad para ir al
baño.
Decidieron que a la mañana siguiente tirarían al contenedor la bolsa con
la colada, pero mi madre insistió en que, hasta entonces, la dejarían fuera
del portón por si el hombre regresaba a por ella. Quería evitar crearse un
enemigo. Recogieron la bolsa y bajaron las escaleras. Mientras yo oía sus
pasos desde la cama, pensé con infantil seriedad que era mi culpa. Era un
castigo del cielo por quedarme en casa y hacer que mi madre faltase al
trabajo. Incluso llegué a pensar que no me importaría empeorar. Si hubiera
ido a la escuela, ella habría ido a trabajar y nadie se habría dado cuenta de
que alguien usaba nuestra lavadora. Todo habría ido bien.
Apreté los ojos con fuerza. Entonces, una tapa de alcantarilla se abrió de
golpe con un sonido metálico y desde el fondo de la tierra subió una voz
desagradable: «No te confíes demasiado. Un pequeño descuido puede
acarrear graves consecuencias. No lo olvides nunca».
«Es verdad —me dije—. A partir de mañana, nunca más faltaré a la
escuela. No me puedo permitir bajar la guardia contra esos oscuros agujeros
ni un momento». Tras tratar de convencerme a mí misma, cerré los ojos con
fuerza de nuevo.
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Sin embargo, cuanto más lo intentaba, más se negaba mi cuerpo a
aceptar mi voluntad. Aunque no tuve mucha fiebre, la temperatura
continuaba subiendo y bajando sin parar, y mi madre ya llevaba una semana
sin ir a trabajar por mi culpa. Durante ese tiempo, tuve una pesadilla en la
que una alcantarilla móvil me perseguía. Cada vez que me despertaba, me
levantaba y, apoyando la cabeza en el armario, mareada y amodorrada,
trataba de vestirme para ir a la escuela. Incluso me llegué a cambiar de ropa
a medianoche y me ponía a pasar lista al contenido de mi mochila: «A ver:
los libros y cuadernos deben de estar en la mochila y en la bandolera, como
siempre. ¿Los lápices con punta? Sí. ¿La goma de borrar? Sí. ¿La ropa de
gimnasia? Sí. ¿Los cubiertos del almuerzo? Sí. ¿La armónica? Sí. ¿Los
lápices de colores? Sí…».
Por fin, el médico dio un diagnóstico sobrecogedor:
—Señora, su hija debe permanecer hospitalizada un tiempo.
Tan pronto como escuché la palabra «hospitalizada», negué con la
cabeza, sacudiéndola con vehemencia. Ni hablar de ser arrojada a otro
entorno desconocido.
—Pero, Chiaki, si ingresas en el hospital, te recuperarás y podrás volver
pronto a la escuela, ¿entiendes? —Trató de convencerme mi madre,
angustiada.
—Eso es mentira.
—No, no lo es.
—No necesito ir al hospital. Mañana mismo vuelvo a clase.
Insistí con tozudez: prefería ir a la escuela a que me ingresaran. Ante mi
firme negativa, el médico recomendó que lo mejor sería guardar reposo en
casa. Ante eso, mi madre se vio en un dilema: si faltaba un día más, corría
el riesgo de perder el empleo, después de todo lo que le había costado
conseguirlo. Y como no sabía qué hacer, la casera se ofreció a cuidarme.
—Es mi responsabilidad como propietaria. Mientras usted esté en el
trabajo, me encargaré de Chiaki. —Creía que mi estado de nervios y
persistente ansiedad era a causa del incidente de la lavadora y se sentía muy
culpable. Insistió en que ella nunca debería haber dejado abierto el portón.
—Chiaki, cuando vaya a trabajar por las mañanas, te bajarás a casa de la
casera, ¿de acuerdo? Me ha dicho que te preparará un futón.
Las palabras de mi madre me produjeron un gran impacto. ¿Me pedía
que me durmiera en aquella lúgubre habitación, llena de libros viejos, con
un extraño rótulo rojo en la entrada y con solo una contraventana medio
abierta? Era obvio que a la casera no le gustaban los niños, ya nos lo había
advertido nada más llegar: «No se admiten niños». ¡Era como enviarme a la
cueva de una bruja!
—¿Y no puede venir la señora a nuestra casa? —pregunté.
—Últimamente tiene problemas de rodillas; le cuesta subir y bajar la
escalera. Además, si vas allí con ella, no tendrá que estar pendiente de ti
todo el rato. —Me sonrió, me apretó la mejilla con un dedo y añadió—:
Será solo durante el día, ya lo sabes.
—Puedo quedarme sola en casa. Me portaré bien.
—Te recogeré en cuanto llegue del trabajo. Venga, no seas cabezota, por
favor.
No podía objetar nada. Y, si no iba a su casa, lo más probable era que la
casera se ofendiese…

A la mañana siguiente, salí «a trabajar» con mi madre.


La casera me tenía preparado un futón al fondo, en una especie de sala
de estar con tarima contigua a la cocina. Quizás «especie de sala de estar»
sea una descripción extraña, pero sin duda lo era, a pesar de que el suelo
estaba cubierto por una alfombra en lugar de por tatamis; allí era donde
siempre se sentaba mientras tomaba un té, leía el periódico o veía la
televisión, con las piernas metidas en el kotatsu, la mesa baja con un
hornillo eléctrico. Pese a ello, tal como habíamos visto por el pasillo desde
la entrada el primer día, resultaba difícil llamar sala de estar a ese cuarto.
Había una estantería empotrada en la pared que llegaba hasta el techo,
atestada de libros antiguos. Además, estaba decorada con muchos adornos
misteriosos, como el dragón tallado en piedra verde y el rollo de pergamino
colgado en el que se alineaban letras curvadas con formas raras, similares a
los tenues cabellos de un fantasma. Junto a las puertas correderas de cristal
que daban al jardín, había una imponente cómoda negra con tiradores
dorados de metal y mi futón estaba extendido cerca de esta. Me acosté y
miré hacia el lado opuesto de la cómoda. Y, entonces, mis ojos se
encontraron con los de un anciano que posaba en una fotografía antigua
enmarcada sobre el altar budista de la familia. No tenía ni un pelo en la
cabeza, pero su barba nevada casi le cubría el pecho. Aunque su expresión
denotaba timidez, era uno más de los macabros compañeros que me
rodeaban. Para mi alivio, la casera había descorrido las contraventanas por
completo, aunque no supe si era por consideración hacia mí o por el cambio
de estación.
Cada mañana, me pasaba el peine por la corta melena y el flequillo, me
ponía una chaqueta de punto azul de lana gruesa sobre mi mejor pijama con
dibujos de fresas y bajaba a su casa. Tras darle los buenos días, me metía
bajo el pesado edredón relleno de algodón. Los tres primeros días me
asustaba quedarme dormida. Pasaba las horas inmóvil, incapaz de conciliar
el sueño, mientras me concentraba en escuchar el tictac del reloj. Ya fuera
porque creía que estaba dormida o porque no le importaba lo más mínimo,
la casera no me hablaba, excepto cuando me decía: «Es la hora de la
medicina» o «voy a tomarte la temperatura».
Pero no me pasaba el día acostada. Al mediodía, comía las dos bolas de
arroz que mi madre me dejaba preparadas. El menú del almuerzo de la
casera era siempre el mismo: arroz blanco frío, algas guisadas en salsa de
soja y sopa de miso, por lo general con rábano. El rábano medio deshecho
de tanto cocer y el caldo espeso, que me daba después una sed terrible, eran
tan asquerosos que solo ella podía preparar esa sopa. Me servía un poco,
aunque mi madre nunca le añadía rábanos.
Inconsciente de mi repulsión, ella se tomaba hasta la última gota.
Recogía con los palillos las hojas de rábano que se quedaban pegadas en el
fondo del cuenco como si fuesen un manjar y se las llevaba a la boca. Pese
a tener tan solo tres dientes en la parte inferior, era capaz de comer
cualquier cosa, desde encurtidos a galletas saladas duras como una piedra.
A menudo me quedaba absorta contemplándola comer. Pero, justo cuando
sentía que mi alma estaba a punto de ser absorbida por su cavernosa boca,
me echaba una mirada escrutadora y me decía:
—Vaya, ¿es que no tienes apetito?
Entonces, yo devoraba a toda prisa el contenido del cuenco. Si le
comentase a mi madre que no tenía hambre, mi liberación de esa penitencia
podría atrasarse.
Todavía peor que la sopa era la tisana que me obligaba a tomar: una
infusión medicinal de indefinible sabor, algo dulce, amargo y ácido al
mismo tiempo, que ella ingería a diario «para mejorar la circulación
sanguínea». La primera vez que me hizo bebería, me di cuenta de inmediato
de que el peculiar olor que impregnaba su casa se debía a ese brebaje.
—Si quieres ponerte bien, debes tomártela. Te acostumbrarás pronto.
Con lágrimas en los ojos, clavé la mirada en el dibujo de la flor de
ciruelo del fondo de la taza y me bebí la tisana de un trago, aguantando las
ganas de vomitar. Con resignación, pensé que jamás me haría a ese
nauseabundo sabor, ni siquiera cuando fuese tan mayor como ella.
Soporté en silencio aquellos insufribles días de edredón pesado, sopa
infecta y tisana espantosa. No sabía sobre qué conversar con ella y creía que
era mejor permanecer callada que meter la pata por hablar. Me sentía muy
desanimada. Me pregunto qué pensaría ella. Tal vez se habría acabado de
convencer de que no le gustaban nada los niños.
Todavía recuerdo con claridad nuestro primer intercambio de palabras
apto para considerarse conversación.
—Voy al oculista. Volveré pronto.
Era la primera vez que salía de casa desde que empecé a quedarme.
Aunque me sentía incómoda estando a solas con ella, de repente me dije:
«¡Un momento! Eso no es lo acordado». No obstante, me anunció su plan
sin el menor asomo de culpabilidad, como si fuera lo más natural del
mundo, y no tuve más remedio que asentir en silencio. «Ya veo —me dije
—, ella también tiene cosas que hacer. Debo de ser la única persona del
mundo que se pasa el día durmiendo y levantándose de la cama o, como
mucho, leyendo un libro».
Me encontraba desamparada mientras la oía yendo y viniendo por las
habitaciones para cambiarse y comprobar que había cerrado el gas.
Cuando se fue, chispeaba. Más tarde, empezó a llover a cántaros y la
sala de estar se fue quedando más y más oscura. Había asegurado que
volvería pronto, pero ¿cuánto tiempo era «pronto»? Mientras contaba el
paso de los minutos, el tictac del reloj de pared no dejaba de irritarme y le
dediqué una mirada llena de ira. El goteo del agua que caía al suelo por la
rotura del canalón me ponía de los nervios. Sentí que la fiebre me
comenzaba a subir y me giré en el futón varias veces. Al hacerlo, mantuve
los ojos medio abiertos; no sabía si sería mejor cerrarlos para no ver las
cosas lúgubres que me rodeaban —los lomos de los libros descoloridos por
el sol, la fotografía del marido de la casera sobre el altar budista, el rollo de
pergamino amarillento y los colmillos del dragón verde— o mantenerlos
vigilantes.
Debí de quedarme dormida. Cuando me desperté, sobresaltada, la
luminosidad que bañaba la salita era tan intensa que todo aparentaba relucir
como el oro. Aguardé pasmada durante un rato. Comprobé el reloj: era
pasado el mediodía. Habrían transcurrido unas dos horas desde que se había
marchado. «¡Conque volvería pronto!». Por supuesto, no pensaba admitir
que la esperaba ansiosa.
El cambio de tiempo fue tan increíble que la oscuridad de antes parecía
un sueño. Salí de la cama y descorrí la puerta de cristal que daba al jardín.
Creo que fue en ese momento cuando, por primera vez en mi vida,
entendí lo que significa la palabra «frescura». Respiré hondo el frío aire de
otoño, recién purificado por la lluvia, y advertí que era el gran álamo el que
iluminaba y cubría de oro todo a mi alrededor.
Olvidándome del frío, contemplé ese gran árbol que se erguía hacia el
cielo cristalino. La luz transparente se derramaba sobre sus hojas amarillas.
«¿Cuándo han cambiado de color? —me pregunté—. Este verano, no he
dejado de observarlo ni un solo día. ¿En qué he estado tan ocupada todo
este tiempo para no darme cuenta…?».
Luego, el perro de la esquina, tres puertas más allá de la Casa del
Álamo, comenzó a ladrar con furia. Se empeñaba en ladrar en vano. Sin
duda, alguien estaba pasando por delante de su casa. En efecto, cuando miré
hacia el seto, vislumbré un paraguas verde moviéndose. Alguien se
acercaba lentamente con el paraguas abierto, a pesar de que ya no llovía.
Era la casera.
Se balanceaba de derecha a izquierda a cada paso, tal vez porque tenía
la espalda encorvada. La bolsa de tela que llevaba colgada del mismo brazo
con el que sostenía el paraguas, que se entreveía detrás del seto, también se
mecía.
En ese momento, un pájaro algo más pequeño que una paloma salió
disparado de entre las hojas del álamo y la casera se detuvo. Estiró el cuello
como una tortuga y miró al cielo, apoyando el paraguas en su chepa.
«Se mire como se mire, es clavada a Popeye», pensé, aunque en ese
instante su rostro resultaba menos malvado de lo habitual.
Cuando reparó en mí, que estaba de pie en la galería exterior, pareció
algo asombrada. El aire fresco era muy agradable, y me puse de buen
humor por haber sorprendido a alguien tan imperturbable como ella, que ni
siquiera adoptaba un tono zalamero al tratar con niños.
—Ya no llueve, ¿eh? —Le advertí con la voz un poco ronca pero alta.
Me sonrió con malicia. Cuando sonreía de esa manera, su boca se
convertía en una gran arruga hundida bajo su nariz. Sin embargo, no cerró
el paraguas.
Me calcé las sandalias de madera, todavía mojadas, que estaban debajo
de la galería, atravesé el jardín y salí hasta el portón. Chirriaba cada vez que
se movía, pero ahora permanecía cerrado desde el incidente de la lavadora.
Tras abrírselo, intenté aclararle de nuevo:
—Señora, ha dejado de llover.
—Ya lo sé.
Me quedé cortada, sin saber qué más decir. Ella me leyó la mirada y
añadió:
—Estoy secándolo.
—¿Cómo?
—Hay que secar el paraguas cada vez que se usa. Vaya, ¿no lo sabías?
Ante ese tono tan seguro, como diciendo que era absolutamente normal
secar el paraguas mientras paseabas, lo único que pude responder fue:
—Sí, claro.
—Métete ya en casa. Vas a coger frío. —Y antes de concluir de hablar,
ya se dirigía hacia la puerta corredera de cristal.
Tan pronto como dejó el paraguas verde, aún algo húmedo, sobre el
escalón de piedra bajo la galería, entró con un bufido de esfuerzo:
«¡Aúpa!». No se olvidó de llevar sus zapatos y dejarlos en la entrada
principal como es debido. Yo me quedé como un pasmarote allí fuera y
solté un estornudo.
Esa fue la primera y memorable conversación que mantuve con ella. No
mucho más tarde, la vi con su paraguas abierto un día soleado. Cuando le
indiqué que ya estaba seco, me respondió en tono coqueto: «Me sirve de
sombrilla».

—Señora, ¿le gusta la sopa de miso con rábano? —quise saber un día.
—Sí, mucho.
—¿Y por qué?
—¿Cómo que por qué? Uno no necesita razones para que le guste algo.
Seguía sin hablarme mucho, como de costumbre, pero si yo le
preguntaba, me respondía, aunque con cierta indiferencia. Por ejemplo:
—¿Cuántos años tiene, señora?
—Quién sabe.
Otras veces estaba más elocuente. Un día descubrí una calva en la parte
de atrás de su cabeza. Ella era de tez morena, con profundas arrugas, y su
cabello estaba blanco por completo, sin rastro de tono amarillento, y un
poco ondulado, lo que le daba volumen. Lo llevaba corto, a la altura de la
barbilla, como yo, y se peinaba para atrás; no tenía flequillo. Cuando ella
pensaba en algo, solía colocar la palma de la mano un poco más abajo de la
coronilla. Entre sus cabellos blancos, vislumbré el cuero cabelludo, brillante
y liso. No podía creer que fuera la misma piel que recubría su arrugada
cara.
—Señora, ¿también hay mujeres calvas? —pregunté de la manera más
diplomática que pude.
Estaba segura de que no se percataría de que me refería a ella, pero lo
captó de inmediato, se tocó la cabeza y dijo:
—Ah, te refieres a esto. —Me quedé de piedra. No parecía molesta y
me contó—: Yo era muy perfeccionista de joven y no me quedaba tranquila
si no hacía todo con meticulosidad. Para hacerme el moño, me tiraba del
pelo con tanta fuerza que me estiraba el cuero cabelludo. Es por eso.
—¿Qué es un moño?
—Un moño es un moño. La gente solía peinarse así en otra época.
—¿Como los que salen en las películas de samuráis de la tele?
—Eso es demasiado antiguo, pero, bueno, algo por el estilo.
—¿Y llevaba kimono?
—Sí. Antes todos iban vestidos con kimono.
—Si una se tira mucho del pelo, ¿se queda calva?
—Sí. Ten cuidado tú también.
—Por supuesto.
Creo que, cuando comencé a soltar las palabras, dejé que el mundo
entrara dentro de mí. Disfruté viendo cómo el álamo perdía sus hojas día a
día. Cuando encontré una fruta roja entre las hojas, cada vez más ralas, me
llené de entusiasmo.
—Eso es calabaza de serpiente —me enseñó la casera—. Sus zarcillos
se enredan en el árbol. Pronto vendrán los pájaros a picotearla.
Creo recordar que fue en esa época cuando reparé en que los gatos
callejeros acudían con frecuencia a su jardín. Al parecer, les resultaba muy
agradable y se quedaban acurrucados entre los arbustos y la maleza, o entre
los lirios, o posados en el borde del brasero de porcelana azul. Empecé a
salir de la casa con un vaso de leche y las bolas de arroz de mi madre. A
pesar de que la casera se quejaba de que los gatos hacían caca en su jardín y
de que espantaban a los pájaros, me dio un plato con el borde roto. Vertí la
leche en él y lo puse bajo el tendedero que estaba al lado de la galería
exterior de la puerta corredera de cristal.
Un día, volví a tener fiebre y la casera sacó el futón de nuevo para que
descansara. Estaba durmiendo cuando la oí hablar fuera:
—¡No empiece otra vez! ¡Pare ahora mismo!
Me levanté y descorrí la puerta de cristal. Aunque era un día claro y
soleado, el aire era gélido. Debía de ser por noviembre.
Ella estaba de pie en el jardín, cubierto de hojas caídas, y oteaba el cielo
con los ojos entrecerrados. A su alrededor se congregaban acurrucados unos
cinco gatos que, en contraste con ella, observaban el suelo, moviendo la
boca con entusiasmo. Intentó gritar otra vez hacia el cielo, pero le salió en
falsete porque su voz anciana ya no tenía fuerza.
—¡Que no, señorita Sasaki! Le tengo dicho que no me importa que
alimente a los gatos, pero deje de arrojarles la comida desde arriba. Baje
como es debido y déjesela siempre en el mismo lugar.
Me asomé por la puerta, saqué medio cuerpo de la galería y miré hacia
arriba. Vi que el rostro pálido de la señorita Sasaki, que parecía recién
levantada, sobresalía por la ventana del apartamento de la izquierda.
La señorita Sasaki trabajaba en una fábrica que confeccionaba el
vestuario para los espectáculos de los parques de atracciones y las obras de
teatro. Siempre iba con un vaquero estrecho y fumaba mientras caminaba.
Nunca la había visto maquillada. Tendría la edad de mi madre, más o
menos, pero aparentaba ser una universitaria.
Una vez, cuando yo estaba dando leche a los gatos en el tendedero, me
habló:
—Tú debes de ser la hija de la señora Hoshino.
Asentí.
—¿Cuántos años tienes?
Le mostré seis dedos. Temía que me regañara por esos gestos infantiles;
ella, sin prestar atención, se agachó junto a mí y me soltó:
—Tengo una pregunta que hacerte. ¿Acaso copias mi corte de pelo?
Era cierto; su corte era igual que el mío: media melena a la altura de la
barbilla y con flequillo. Permanecí inmóvil como una estatua, incapaz
siquiera de negarlo con la cabeza, porque pensaba que estaba disgustada al
ver a una niña como yo con el mismo peinado.
Pero entonces intentó consolarme:
—Eh, no te pongas así. Solo quería decirte que vamos iguales. ¿Es que
no entiendes una broma? —Echó una bocanada de humo, se puso de pie y
se marchó, subiendo despacio por la escalera.
La anciana aún seguía gritando y miraba hacia arriba. Parecía muy
enfadada.
—¡Señorita Sasaki! ¡¿Se ha enterado de lo que le he dicho?! ¡Cuándo dé
de comer a los gatos, hágalo…!
—¡Perdóóón! —Retiró la cara de la ventana y cerró con lentitud.
Sin perder detalle desde mi posición en la galería, me di cuenta de que
en el suelo había un trozo de surimi. Un gato atigrado, el más grande, se
acercó con pasos sigilosos y, raudo, lo atrapó entre las fauces. Los demás
gatos continuaban mirando hacia arriba, a la espera de que llovieran más
manjares del cielo.
—Hay que jorobarse con los animales. No pueden ser más miserables
—rezongó la casera mientras se quitaba las sandalias—. Regresa a la cama;
si no, te volverá a subir la fiebre.
Parecía muy enojada, así que me deslicé con rapidez bajo el edredón.
Dentro del futón se estaba tan calentito y agradable que temblé por el
cambio repentino de temperatura.
—Qué lata con la señorita Sasaki. Cuando está de mal humor, siempre
hace cosas extrañas —continuó murmurando para sí misma tras sentarse al
kotatsu.
—Cuando está de mal humor, ¿les tira comida a los gatos desde arriba?
—pregunté, y asomé solo los ojos por encima del edredón.
—Quién sabe.
—Pero si acaba de decirlo.
—Entonces, así será.
Me quedé pensando un minuto y añadí:
—Se equivoca.
La casera me miró con sorpresa y me preguntó:
—¿Cómo que estoy equivocada?
—Creo que lo hace porque es divertido.
—¿Quieres decir que está jugando a su edad? Menuuuudo disparate.
La forma en que dijo «menuuuudo disparate» me sonó tan graciosa que
solté una risa sofocada. Entonces, ella me miró con ojos amenazantes.
—Ni se te ocurra imitarla, ¿de acuerdo?
La señorita Sasaki, por supuesto, continuó echándoles comida a los
gatos desde la ventana de arriba y enojando a la casera. Sintiéndolo mucho
por ella, esa escena me divertía más que ninguna otra cosa.
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La casera tenía debilidad por los dulces y se compraba la merienda en la
confitería tradicional Nishikawa a la vuelta del oftalmólogo. Siempre traía
lo mismo: cuatro mamedaifuku, unos pastelillos blandos de arroz con
trocitos de guisantes negros y rellenos con pasta dulce de judías.
De esos cuatro, servía siempre dos en platos. Me ofrecía uno a mí y
llevaba el otro al altar budista de la familia. Tras hacer sonar una vez la
campana y juntar las palmas para rezar, retiraba el plato que acababa de
colocar como ofrenda y se comía el mamedaifuku.
—Pero todavía quedan más para dejarlos como ofrenda —me atreví a
decir un día, mirando de reojo los dos pastelillos que seguían en el
recipiente de plástico.
—A mi profesor nunca le gustaron los dulces. La intención es lo que
cuenta —explicó con indiferencia y sin dejar de masticar.
Llamaba así al anciano de la larga barba blanca de la foto enmarcada
sobre el altar: «mi profesor».
Para entonces, yo me encontraba mucho mejor y había convivido con
ella lo suficiente para conocerla, por lo que sabía que aquella excusa,
«nunca le gustaron los dulces», era mentira. Retiraba la ofrenda porque
estaba obsesionada con el orden.
Le daba pereza poner la lavadora y tender la ropa, y odiaba tanto
cocinar que su cuerpo parecía encorvarse todavía más por el incordio de
estar de pie en la cocina, pero recogiendo las cosas era más rápida que una
centella. Ya se tratara de un cuchillo, un cortaúñas, un bolígrafo o la ropa
recién seca, si no lo estaba usando en ese preciso instante, lo guardaba,
incluso cuando sabía que volvería a necesitarlo en cinco minutos. Hasta que
no dejaba todo bien recogido, estaba nerviosa.
Por eso comprendí que no podía soportar ver un dulce en el altar,
secándose y cogiendo polvo. Además, tras un tintineo de la campana,
retiraba y devolvía a la olla la tacita de arroz recién hecho para la ofrenda
de cada mañana.
En nuestro apartamento también teníamos un altar familiar muy nuevo.
Yo no podía evitar sentirlo como ajeno, al igual que la fotografía de mi
padre que estaba allí colocada. Aunque de vez en cuando mi madre
permanecía sentada justo delante, con aire ausente, daba la impresión de
que, como yo, tampoco terminaba de habituarse a un altar que era
obligatorio tener por costumbre religiosa y que no entrañaba ningún
significado emocional. Las frutas de la ofrenda se quedaban allí durante
mucho tiempo.
—Señora, ¿por qué se molesta en poner ofrendas?
La casera sacó uno de los dos dulces restantes del recipiente de plástico
con las puntas de los dedos.
—Venga, cómete otro también.
Negué con la cabeza.
—¿Por qué se hacen ofrendas? —insistí.
—Humm, pues ¿cómo te diría…?
—Es una tontería. La fruta se pudre, aunque sirva de ofrenda —intenté
aclarar. Ella inclinó un poco la cabeza y yo seguí con mi explicación—: Mi
madre nunca habla de mi padre, pero le deja ofrendas en el altar.
Con mi limitado vocabulario, traté de expresar mis pensamientos. El
hecho de que los plátanos que poníamos en el altar se ennegrecieran, igual
que los plátanos normales del frutero de la mesa, me demostró que mi padre
no se hallaba entre nosotras. Si de verdad nos estaba mirando, tal como me
habían dicho las personas que habían asistido al funeral, ¿por qué ignoraba
nuestras ofrendas? Continué intentando hacerme entender:
—Si él estuviera realmente allí, tendría que ocurrir algo increíble. Por
ejemplo, que la fruta desapareciese de pronto o que no se pudriese nunca…
—Me callé, asaltada por una repentina conmoción. Me acababa de dar
cuenta: aquel día, el día que murió, mi madre y yo, al igual que las frutas
podridas, fuimos abandonadas y éramos incapaces de hacer nada al
respecto…
—Tu padre te está protegiendo —dijo la casera.
—¡Eso es mentira! —negué testarudamente—. Ni siquiera lo conoció.
—Aunque no lo conociese, estoy segura.
—¿Cómo puede saberlo, cuando usted no se ha muerto nunca?
—No he muerto, pero estoy más cerca de la tumba que tú.
—Entonces, ¿por qué no ha fallecido todavía?
—Eso es algo que no podemos controlar nosotros, ¿sabes? —A pesar de
mi desafío irracional, se mantuvo impasible—. Pero, bueno, tampoco soy
un espíritu y algún día me moriré sin poder remediarlo.
—¿Cuándo es algún día?
—Ah, esa es la cuestión. —Cambió de postura en su asiento y esbozó su
maliciosa sonrisa habitual—. No me importa cuándo me muera, pero tengo
una misión que cumplir.
—¿Una misión?
—Exacto.
Al instante se me olvidó el monumental enfado que había sentido hasta
ese momento.
—¿Y de qué misión se trata?
—¿Puedes guardar un secreto?
—Claro.
—En ese caso, te lo voy a contar. —Se lamió la punta del dedo y
comenzó a recoger las motas de harina del pastelillo que se le habían caído
sobre la falda—. Pero antes… ¿me haces el favor de recoger la ropa? —Se
aclaró la escuálida garganta y bebió un sorbo de té.
Cuando me confesó que su misión consistía en entregar cartas, la
imagen de ella montada en un escúter rojo de Correos atravesó mi mente.
—¿Es cartera?
Ella encorvó la espalda aún más y dejó escapar una risita ahogada.
—Sí, pero del otro mundo.
—¿Cómo?
—Me confían cartas para el otro mundo. Cuando me toque ir allí, me
llevaré todas conmigo de este mundo. —Sacó un pañuelo de papel y se
puso a hurgarse la nariz mientras decía—: Como no ha llovido
últimamente…
Arrastré la papelera que estaba a mi lado y la coloqué a su alcance. Me
daba asco que me pidiera tirar el pañuelo usado con sus mocos secos.
—Enviar una carta a alguien del otro mundo es mucho más que solo
pensar que estás conectada con esa persona, aunque creas que lo estás en el
fondo de tu corazón.
—¿Por qué es diferente?
—Porque la carta de verdad llega allí.
Yo aún no entendía muy bien a qué se refería. En mi cabeza, todavía la
veía conduciendo el escúter rojo de Correos, con un triángulo blanco de tela
en la frente, como el que se pone a los muertos en el funeral, mientras se
reía a carcajadas con su boca desdentada abierta.
—Cuando murió mi abuela y yacía en el ataúd —dijo tras estrujar el
pañuelo y dejarlo caer en la papelera—, le pedí que le hiciera llegar mi carta
a mi primo Kōsuke.
—¿Metió la carta en su ataúd?
—Sí, eso es lo que hice.
—¿Era muy mayor su abuela?
—Sí, mucho, aunque igual algo más joven que yo ahora.
—¿Era una niña?
—Sí, tenía nueve años.
Traté de imaginármela con la mochila de la escuela a la espalda, pero mi
mente se quedó en blanco.
—Kōsuke me sacaba varios años, pero solía jugar conmigo y era un
chico simpático.
—¿Se murió? ¿Estaba enfermo?
Ella asintió con la cabeza y continuó:
—Fue el año de los funerales. Primero, mi tío, de la rama principal de la
familia, se cayó al río; después, Kōsuke pilló una gripe, que se complicó, y,
por último, mi abuela…
—¿Qué escribió en su carta?
—Le pedí que viniera a verme una vez más.
Me quedé sin aliento. Me acordé de un libro de miedo que leí en la sala
de espera del dentista. Creo que era una historia famosa adaptada a un
manga para niños. Trataba de un matrimonio que había perdido a su hijo en
la guerra y que conseguía que la mano momificada de un mono le
concediese tres deseos. Una noche de tormenta, su hijo muerto regresaba de
la tumba, con las cavidades de los ojos vacías y la carne descompuesta
asomando por debajo de su ropa hecha jirones…
—¿Resucitó? —pregunté en un susurro.
—No tengas tanta prisa. —Miró de soslayo el último pastelillo y me
preguntó—: ¿Seguro que no lo quieres?
—No, adelante, cómaselo usted.
—Entonces, vale. ¿Me pones otra taza de té?
Se tomó el té, servido con torpeza por mí, y se comió su tercer pastelillo
en un santiamén. Después, carraspeó con insistencia, se sonó la nariz, se
atusó el cabello y me pidió que le preparase otra taza. Justo cuando llegué al
límite de mi paciencia, añadió, como si hubiera estado aguardando ese
momento:
—Ahora empieza lo más interesante. —Y por fin fue al grano—: Tras la
muerte de mi primo Kōsuke, me levantaba dormida y me pasaba toda la
noche caminando.
—¿Caminaba dormida?
—Eso es.
—¡Se lo está inventandooo!
—Qué va. Cada mañana, tanto mi futón como mis pies estaban
manchados de barro. Nadie entendía lo que ocurría. En una ocasión mi
madre me ató el pie al suyo con una cinta de tela, pero no lo hizo con fuerza
para no lastimarme, y me escapé y volví a caminar toda la noche de acá
para allá. Me extraña que nunca me cayera de un lugar alto o me hiciera
daño. —Asintió para sí misma—. Se trata de un trastorno del sueño llamado
sonambulismo, aunque en aquellos tiempos no tenía ese nombre tan
moderno.
—¿Quiere decir que se puso enferma?
—Exacto. —Parecía orgullosa de ello.
—¿Porque estaba muy triste por la muerte de su primo?
—Sí. Pero, además de estar triste, también me daba miedo que alguien
con quien solía jugar y comer hubiera desaparecido de improviso. —
Mantenía los ojos cerrados. Asentí ante sus palabras inconscientemente y
me preguntó, como si me hubiera leído el pensamiento—: ¿Entiendes?
—Sí.
Sin embargo, un segundo después, cambió el rumbo de la conversación,
inadecuado para una niña, y me sacó de ese misterioso mundo de
fantasmas.
—Fue mi primer amooor. —Pestañeó como un gato bajo el sol y luego
dejó escapar un sonido por la nariz—: Fu, fu, fu…
No pude distinguir si se trataba de un resoplido o de una risa ahogada.
Como no me interesaba la historia de su primer amor, continué con mis
preguntas infantiles:
—¿Cómo se recuperó?
Despertó entonces de su embeleso, se dio un golpe en la rodilla y dijo:
—¡De eso se trata! Tan pronto como mi abuela muerta se llevó esa
carta, el sonambulismo desapareció.
—¡¿De verdaaad?!
—Seguro que Kōsuke la leyó y me curó, ¿no te parece? Porque,
además, le escribí que estaba enferma.
—¿En serio piensa eso?
—Por supuesto. Porque eso no es todo: pude encontrarme con él de
nuevo.
Había llegado por fin al meollo de la historia y yo me incliné hacia
delante. «Sin duda, se reunió con un zombi en el cementerio —pensé—. ¡Y
el horror de esa experiencia le dejó así la cara…!».
Extendió despacio el brazo, tembloroso, y señaló algo. Con miedo,
seguí la dirección de su dedo. Entonces, mis ojos se encontraron con los del
anciano con barba de la foto en blanco y negro. Sus ojos eran pequeños y
tímidos, como siempre.
—Cuando conocí a mi profesor…
—¿Sí? —Contuve la respiración.
—Me quedé impresionada. Era clavado a Kōsuke. Fue él quien nos
juntó a mi profesor y a mí.
—¿Se parecían?
—Sí.
—¿Cuánto?
—¿Qué cuánto se parecían? Pues como dos gotas de agua. Su cara, su
estatura, hasta la forma de las uñas. Y aquí, en el cuello… —Levantó la
barbilla y estiró con las puntas de los dedos la piel de su arrugado cuello. Se
le formó un triángulo igual en color, forma y tamaño que una aleta de
calamar seco—. Ambos tenían un lunar justo aquí.
—Humm… —Así que no se trataba de un zombi, después de todo. Me
quedé un poco decepcionada. Miré una vez más la fotografía del anciano y
pregunté—: ¿Su primo era calvo?
—¡No, tonta! Mi profesor tenía mucho pelo cuando era joven.
—Ah.
—Pero, la verdad es que, desde que comenzó a perderlo, no tardó en
quedarse calvo… —Se levantó, resoplando por el esfuerzo. Tras sentarse
delante del altar, tocó la campana y se puso a rezar. Me pareció como si
estuviera orando por el descanso del pelo caído de su profesor y yo también
junté las palmas—. En cualquier caso —se giró hacia mí—, hice bien en
confiar mi carta a la abuela.
—Cuando murió su marido, ¿también le encargó una carta para su
primo?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque está claro que mi profesor se hubiera puesto celoso. Y,
además —se levantó con esfuerzo y se sentó junto a mí de nuevo—, medité:
«Ya no necesito a nadie que entregue mis cartas. Ahora es el turno de
llevarlas yo por los demás». Esa es la misión de la que te he hablado antes.
«Ya veo», pensé, impresionada. No la entendí del todo, pero sus
palabras fueron convincentes.
—A mi edad, el mensajero de Buda puede venir a llevarme al cielo en
cualquier instante. Es el momento de cosechar las ganancias.
—¿Ganancias? ¿Quiere decir que cobra por llevar las cartas?
Sus fosas nasales se dilataron con aire indignado, como exigiendo saber
qué había de malo en ello.
—Para enviar una carta, hay que poner un sello, ¿verdad? Los sellos no
son gratuitos.
—Sí, lo sé, pero…
Al ver que no me quedaba convencida, señaló la cómoda negra de
tiradores dorados junto a la que me acostaba siempre.
—El primer cajón. Está lleno.
—¿Lleno?
—Sí, lleno —asintió con solemnidad.
Mis ojos se quedaron clavados en ese cajón. ¡Los ahorros de toda su
vida! Acumular tanto dinero como para llenar un cajón era algo realmente
increíble. El cajón era tan grande que podrían caber al menos diez jerséis de
lana.
—Mi madre siempre ingresa todo en el banco, hasta mi aguinaldo de
Año Nuevo.
—Eres tonta. Son las cartas lo que guardo ahí. En los veinte años desde
que mi profesor murió, ya he conseguido bastante clientela.
—¿Puedo verlas?
—Por supuesto. Pero, si lo haces, serás tú la que tendrá que llevarlas al
otro mundo.
Horrorizada, aparté la vista de la cómoda.
—¿Quién se las encarga?
Estiró el cuello hacia delante y clavó en mí sus ojos algo turbios,
aunque todavía muy vivos.
—Ahora escucha con atención. No me moriré hasta que el cajón esté tan
lleno que no quepa ni un alfiler. En otras palabras, me moriré cuando el
cajón esté repleto. Así que no puedo aceptar cartas de cualquiera. Por
ejemplo… —Bajó la voz—, el cartero que estuvo aquí hace un rato…
—No le he visto la cara.
—No ha venido por el reparto, sino a dejarme una carta para que se la
lleve… Su mujer murió ahogada en la bañera.
—¿Y?
—No puedo contarte nada más. La identidad de mis clientes es secreta.
—No cerró solo los labios, sino también los ojos, y encorvó la espalda más
de lo habitual, adoptando el aspecto de una antigua figura de terracota.
De repente, me encontré preguntando:
—¿Cuánto cuesta?
La agitación imperceptible de sus fosas nasales no se me pasó por alto.
Sin embargo, ella contestó con naturalidad:
—Bueno, depende del caso. Una carta para alguien que murió hace
mucho tiempo es cara.
—¿Por qué?
—Porque no será fácil encontrar a esa persona en el otro mundo, ¿no te
parece?
¿Cómo podía saberlo si nunca había muerto…?
—Pero, si es para alguien que ha fallecido hace poco, es más barato.
Después de todo, mi abuela lo hizo gratis para mí.
—Entonces, hágamelo gratis a mí también. Voy a escribir.
—¿Y por qué debería? Ni hablar.
—Porque, si no, se lo contaré a todo el mundo.
Me miró a la cara como diciendo: «Ajá, ya veo».
En mi interior, estaba desconcertada por mis propias palabras. Por
supuesto, escribiría a mi padre; nunca se me había ocurrido hacerlo ni tenía
idea de qué contarle. Para ser sincera, solo quería conseguir que la casera
me lo hiciera gratis. Creo que no se trataba de comportarme como una
caprichosa: era un desafío para salirme con la mía.
—Así que ¿no le importa que se lo diga a todo el mundo?
—No sé qué decirte.
—Pues me chivaré.
—Me pregunto si alguien se lo tomará en serio. —Resopló por la nariz
y se bebió el té con una calma imperturbable. Su chata nariz estaba casi por
completo aplanada entre los ojos, pero la punta redondeada se alzaba hacia
la frente.
Mientras la observaba con irritación, experimenté una súbita rabia y
solté:
—¡Es una mentirosa!
—Vaya, ¿crees que te estoy mintiendo?
—Sí. A los mentirosos les cortan la lengua en el infierno, ¿no lo sabía?
—Ya, ya… —Me miró de reojo con malicia—. Entonces, ¿por qué no
echas un vistazo al cajón para comprobar si te estoy mintiendo o no?
Enmudecí de inmediato.
—¿Quieres o no?
—Pero… ha dicho que es un secreto.
—Y lo es.
—Si se trata de un secreto, no debería abrirlo, ¿verdad?
Ella no respondió nada más; se puso de pie, extendió los brazos y agarró
los tiradores, haciendo un crac crac metálico, mientras gruñía: «Oh, cómo
pesa». Aparte de estar encorvada, era muy bajita, por lo que le supuso un
gran esfuerzo tirar del cajón superior de una cómoda tan grande.
En ese momento, me di cuenta de que su secreto estaba a salvo. Porque,
si hubiese mirado en el interior, yo sería la responsable de llevar las cartas a
los muertos. A lo mejor algunas personas ya habían cometido ese error y se
habían visto obligadas a morir. ¿Acaso era ese el secreto de su longevidad?
—¡¡Nooo!! —Ya no podía soportar el miedo de descubrirlo y me tumbé
bocabajo en el suelo, tapándome la cara con las manos.
Mientras me hallaba con la cabeza enterrada en el cojín, el sonido de
cómo lo abría llegó a mis oídos. Percibí cómo removía algo y distinguí su
respiración. Cuando capté en el aire una fragancia que me recordó al
kimono de mi madre, noté que se acercaba hacia mí. Unos papeles crujieron
en mis oídos.
—¿No quieres ver la carta? Es la más reciente que me han dejado, ¿eh?
Las lágrimas me rezumaban por los ojos, que mantenía cerrados. La
casera soltó otra risita ahogada.
—Venga, abre los ojos solo un instante.
Hundí la cara contra el cojín con tanta fuerza que me ahogué y me dio
un ataque de tos. Luego oí que se alejaba y cerraba el cajón.
—Hay que ver, pareces una cría de tortuga con la cabeza ahí escondida.
Alguien que trata de mentirosos a los demás debe mostrar más coraje. —No
obstante, mientras yo, con los ojos enrojecidos, seguía sumida en mi
silencio, me dijo algo inesperado—: Lo haré gratis para ti. Tráeme tu carta.
—No hace falta. —Sacudí la cabeza, enfurruñada—. No pienso escribir
nada.
—Ya lo sabía, niña.
—¿Cómo?
—Sabía que no escribirías. Por eso he dicho que te lo haría gratis. —
Esbozó una sonrisa maliciosa y satisfecha, muy propia de ella, que
transformó su boca en una gran arruga.
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El lunes siguiente volví a la escuela. Ya no tenía miedo de olvidarme las
cosas, de los ladrones o de provocar un incendio. Lo único que temía era
que aquella ansiedad pudiera reapoderarse de mí. Con esa idea en la cabeza,
no me entusiasmaba la perspectiva de regresar, pero parecía que estaba
aprendiendo, aunque fuera poco a poco, a enfrentarme al mundo exterior.
Un día, la niña que se sentaba a mi lado en clase me comentó:
—Hasta ahora pensaba que eras muda.
Me sorprendí al darme cuenta de lo rarita que le había parecido hasta
entonces a la gente, pero me alivió que la niña me lo hubiera dicho con
franqueza. La escuela pasó de ser una tierra sin ley, llena de alcantarillas
abiertas, a un mundo donde podía comunicarme con palabras.
Todos los días, al terminar las clases, salía disparada a la Casa del
Álamo para llevarle a la casera la carta que había escrito la noche anterior.
Cada vez que le entregaba mi sobre donde se leía: «Para mi padre, de
Chiaki», se ponía de pie con un bufido por el esfuerzo, como si le causara
una gran molestia. Tras advertirme que cerrara los ojos, guardaba la carta en
el cajón. No sabía si sería suficiente con cerrar los ojos, así que me los
tapaba con fuerza con ambas manos. Si no, me daba la sensación de que no
podría resistir la tentación de mirar de soslayo. Mientras me presionaba la
fina piel de los párpados, unas manchas rojas y verdes emergían en la
negrura. Incluso después de abrirlos, esas man chitas seguían flotando en el
aire durante un rato.
Me pregunto qué sentiría al escribir esas cartas. Al principio, no
experimentaba un fuerte deseo de hablar con mi padre, aunque en mi
interior tenía la necesidad de escribirle. Para mí, la realidad de su muerte
todavía no tenía relación con las cartas que le escribía. Simplemente me
resultaba divertida la reacción de la casera: «Anda, pero si sabes escribir» o
«así que lo que quieres es que me muera cuanto antes».
Mi primera carta fue así:

Padre:
¿Cómo estás?
Yo estoy bien.
Adiós.

Las tres primeras cartas decían exactamente lo mismo. La razón de que


la cuarta fuera diferente no se debía a que me hubiera dado cuenta de que
las anteriores habían sido demasiado sosas, sino a que esta vez tenía algo
que contar.

Padre:
¿Cómo estás? Hoy he cumplido siete años. Madre me ha
comprado una tarta de cumpleaños. La hemos cortado y le hemos
acercado un pedazo a la casera. Ella llama a la tarta «dulce
occidental». Y después hemos llevado otros trozos a nuestros
vecinos, el señor Nishioka y la señorita Sasaki. Estaba deliciosa.
Madre me ha regalado un libro titulado La aventura de Elmer.
Adiós.

Me vi obligada a dejar de escribir y terminar en ese punto porque mi


madre me mandó a la cama. A partir del día siguiente, empecé a contar lo
que sucedía a mi alrededor, con el estilo propio de una niña de siete años.
Las cartas eran como un diario. Cada día que pasaba estaba más absorta en
mi tarea. En efecto, expresar todo lo que sentía o me ocurría, sin miedo de
preocupar a nadie o de que me riñeran, resultaba sorprendentemente
agradable.
Al inicio de la segunda quincena de noviembre, el álamo comenzó a
quedarse desnudo con rapidez y las calabazas de serpiente que colgaban de
él estaban rojas y maduras. Casi a diario, ayudaba a la casera a barrer las
hojas caídas al salir de clase. La escoba de bambú era mucho más alta que
yo; lo más probable es que pareciera que la escoba me empujaba a mí. Pero
me esforzaba. Cuando la casera comentó: «A los vecinos les va a molestar
que haya tantas hojas en el suelo», no barrí a fondo solo el jardín, sino
también la calle hasta la casa de la esquina del perro ladrador, mientras
soportaba sus ladridos. Aunque sabía muy bien que al día siguiente habría
que hacerlo de nuevo, me había aficionado a esa tarea. Se me levantó la piel
de entre el índice y el pulgar varias veces por agarrar la escoba con fuerza
durante demasiado rato. La casera me untó una pomada, que me escocía
muchísimo, y comentó con ironía:
—Es que eres una niña tan delicada… —En ese momento, sonreía feliz
mientras observaba mi herida y mi rostro contraído por el dolor.
Tiempo atrás, cuando su difunto marido colocó el plantón del álamo en
el jardín, la casa del matrimonio, que parecía una cabaña, estaba rodeada de
campos de cultivo, una pradera cubierta de maleza y algunas granjas. Ese
paraje era como el lugar donde ambos habían crecido. Cuando se instalaron
ahí, la casera se sintió decepcionada y me contó que no paraba de pensar:
«¿Y dejamos nuestro pueblo para trasladarnos a un lugar como este?
Pero mi profesor estaba enamorado de este sitio. Se desencantó cuando
empezó a llenarse de gente. Era mucho mejor antes. No hacía falta barrer
las hojas porque todo era campo». Y resopló por la nariz.
Cuando el montón de hojas se convertía en una montaña, solíamos
hacer una hoguera. El fuego no se encendía solo con las hojas, sino que ella
echaba un poco de queroseno del bidón que tenía en el cobertizo y que traía
en una taza de café vieja y sin asa. Mojaba en él la punta de un periódico
enrollado y lo prendía con una cerilla. Al sostener en la mano el tubo de
periódico, que ardía como una antorcha, se encorvaba más de lo habitual y
esa espantosa imagen se reflejaba en mis ojos. Tras rociar el montículo de
hojas con el queroseno que quedaba en la taza y quemar varios puntos con
el papel enrollado, ella permanecía inmóvil. El fuego, muy tímido al
principio, igual que unas medrosas crías salvajes que miraran furtivamente
fuera del nido, asomando solo los ojos, hacía desaparecer su modestia y se
levantaba una fuerte y resplandeciente llamarada que respiraba de manera
rítmica. Cada vez que esa inesperada calidez llegaba, yo me quedaba
asombrada y la casera, como si de pronto se hubiera liberado de un hechizo,
comenzaba a dar vueltas alrededor de la hoguera.
A menudo me agachaba y contemplaba, conteniendo el aliento, cómo
una hoja o un pedazo de papel se retorcía y cambiaba de forma dentro de las
llamas. Aunque la hoguera me recordaba a cuando vi los huesos de mi
padre en el crematorio, por extraño que parezca, no me inquietaba. Empecé
a pensar en eso cada vez que quemábamos las hojas y, a medida que
evocaba más y de manera incesante la escena, sus huesos se desligaban
poco a poco de otros recuerdos y adoptaban una imagen única y familiar.
Si la señorita Sasaki se encontraba en casa, siempre aparecía cuando
olía el humo. «¡Me voy a comprar unos boniatos!», anunciaba. Entonces se
subía a su bicicleta y salía pedaleando a toda velocidad.
Siguiendo las instrucciones de la casera, envolvíamos los boniatos con
papel de periódico humedecido, después con papel de aluminio y los
metíamos en las brasas para que se asaran despacio. En invierno, cuando
comíamos junto a la hoguera al atardecer, con la cara acalorada por el fuego
y el cuerpo entumecido de frío, esos boniatos tan calientes eran el manjar
más exquisito.
Si pasaba alguien por la calle, aunque fuera un desconocido, la señorita
Sasaki lo llamaba a voz en grito:
—¡¿Quiere un poco de boniato asado?!
Me intrigaba que, cuanto más ardía la hoguera, con más gusto la gente
aceptaba la invitación. Un hombre que paseaba a su perro, una agente de
seguros o un niño con la cara manchada de barro y lágrimas que empujaba
su bicicleta rota; toda esa gente de lo más variopinta se acercaba. No
recuerdo muy bien de qué charlábamos. Tal vez nadie pudiese hablar con la
boca llena. Sin embargo, ese recuerdo, los desconocidos reunidos alrededor
del fuego, compartiendo una sencilla comida en el jardín de la casera, se me
ha quedado grabado como una apacible escena.

Un día, aguardaba en el jardín a que regresara la casera. Me preguntaba


si habría ido al oculista. Ya había pasado bastante tiempo desde que volví
de la escuela. El álamo estaba casi desnudo después de que le hubiera
sacudido durante toda la noche un vendaval. «Cuando se caiga la última
hoja, ya no podremos encender más hogueras», pensé mientras barría las
hojas amarillas. Me di cuenta por primera vez de que mi tarea de recogerlas,
que parecía interminable, también llegaba a su fin. Sin saber por qué, me
sentí desamparada y agarré con fuerza el mango de bambú. Tras amontonar
las hojas, me acurruqué a la espera, ya que, por supuesto, no sabía ni me
estaba permitido encender sola el fuego. Si bien el viento había amainado,
era un día frío y gris. Comencé a perder la sensibilidad en las piernas, que
mantenía dobladas, y sentí que la temperatura de mi cuerpo bajaba poco a
poco.
—¡Eeeh, eeeh…!
Oí una voz que me llamaba desde lejos y abrí los ojos. Sin darme
cuenta, me había dormido al estar agachada. Se me habían quedado
marcadas las rodillas de apoyar los dientes y tenía las piernas adormecidas.
Ya había oscurecido casi del todo.
—¿Te habías dormido?
Sobresaltada, alcé la vista y me topé con la cabeza de un enorme conejo
ante mí. Iba vestido con un pantalón vaquero y me saludó agitando la mano
mientras lo miraba, estupefacta, en cuclillas.
—¿Eres la señorita Sasaki? —pregunté, atónita.
—Vaya, me has pillado. —Se quitó la cabeza de conejo y apareció ella.
Al retirársela, su cabello revoloteó un momento hacia arriba y pensé: «Qué
guapa»—. Es un disfraz de mi empresa. Me dijeron que ya no lo
necesitaríamos. —Me ofreció la enorme cabeza—. Así que pensé que te
gustaría.
Me puse de pie tambaleándome, porque aún tenía las piernas dormidas,
y me la probé.
—No veo nada. Y huele mal. —Me retorcí dentro de una completa
oscuridad.
—No es de tu talla; los agujeros de los ojos están hechos para adultos.
—Me retiró la cabeza del roedor y dijo—: La próxima vez te traeré una
para niños.
Aunque no tenía ningún deseo de transformarme en conejo, le di las
gracias.
—¿Y la vieja? —A veces llamaba así a la casera.
—No está.
—¿Y adónde habrá ido?
—Creo que al oculista.
—¿Ah, sí? ¿Tiene problemas con la vista?
—Me ha dicho que va para que le quiten las pestañas. —Expliqué
textualmente lo que la casera me había dicho una vez: desde que empezó a
hacerse mayor, las pestañas se le retorcían hacia dentro; si no se las quitaba
cada cierto tiempo, podrían dañarle los globos oculares.
—Debe de ser porque la piel de los párpados se vuelve flácida —
observó la señorita Sasaki, y se apretó con los dedos las sienes, estirándose
los ojos para arriba como un zorro.
Pronto nos quedamos sin tema de conversación. La oscuridad de
aquellos días tan cortos de invierno, hecha como de tinta negra, comenzaba
a envolvernos.
—Está tardando mucho, ¿a que sí? —murmuró, como si lo dijera para sí
misma—. Pues he comprado boniatos…
Me inquieté. Si había ido al oftalmólogo, tardaba demasiado en volver y
nunca antes se había demorado tanto. A lo mejor…, a lo mejor la razón por
la que aún no había regresado…
—Señorita Sasaki, una vez me contaste que los gatos se van y se
esconden cuando saben que van a morir, ¿verdad?
—Pues sí.
—Tenemos que ir a buscarla.
—¿Cómo?
—Me dijo que se moriría cuando el cajón estuviera lleno.
—¿Cajón? ¿Qué cajón?
¡¿Cómo había podido ser tan estúpida?! Día tras día había estado
llevando mis cartas para que la casera las guardase, pero nunca se me había
ocurrido que el cajón se llenaría tan pronto.
—¿Qué te pasa? ¡Explícate!
Tal vez su voz llegó a la habitación del señor Nishioka, porque la
ventana del centro se descorrió con un sonoro crujido. Las risas de alguna
comedia se esparcieron por el jardín y recobré un poco el sentido de la
realidad.
—¿Qué ocurre? —El señor Nishioka, vestido con una tradicional
chaqueta acolchada, asomó medio cuerpo por la ventana.
—Esta niña, que anda preocupada porque la casera no ha regresado
todavía.
Me irritó el tono de la señorita Sasaki, como diciendo que no sabía qué
hacer conmigo en lugar de mostrarse preocupada por la casera.
—Podría estar muerta —solté.
Aunque no alcancé a ver el rostro del señor Nishioka porque la luz de su
habitación quedaba a su espalda, parecía haberse sobrecogido por mis
palabras. Entonces oímos pasos por la escalera exterior y él apareció en el
jardín mientras se atusaba el largo mechón del lado izquierdo para taparse la
calva.
—Chi-Chiaki, ¿por qué piensas que ha muerto? —me preguntó de
forma atropellada, como de costumbre.
Me entraron ganas de contar lo de las cartas, pero me remordió la
conciencia por haberle entregado tantas.
—Porque no regresa —me limité a contestar. En ese instante, me
sacudió la culpa: me había convertido en una mentirosa y, para mi sorpresa,
unas gruesas lágrimas me brotaron de los ojos y se deslizaron por mis
mejillas.
El efecto de las lágrimas fue impactante: el señor Nishioka se turbó
tanto que me sentí responsable y comenzó a agitar los pies, nervioso. La
señorita Sasaki dio un suspiro y me cubrió la cabeza con la del conejo.
—En cualquier caso, será mejor que vayamos a buscarla. Las coco-
corazonadas de los niños a menudo son ciertas, se dice —comentó él
tartamudeando.
Atrapada en la oscuridad maloliente de la cabeza del conejo, me
estremecí por su voz aprensiva. «¡Oh, no! ¡Mi presentimiento podría ser
cierto!», grité en mi interior.
—Quizá se haya perdido por el camino o algo por el estilo… —
continuó él.
—Venga ya… —El tono irónico de la señorita Sasaki sonó como si
quisiera añadir: «Precisamente, no creo que una vieja tan espabilada…».
—Nunca se sabe. Es posible que haya sufrido un súbito ataque de
demencia senil.
—¿Cómo?
—De todos modos, deberíamos intentarlo, aunque se-sea…
—Pero ¿por dónde quieres que la busquemos?
Mientras los vecinos se enzarzaban en esa discusión, yo luchaba con
desesperación por quitarme la cabeza de conejo. Por fin, me combé hacia
atrás y me caí de espaldas al suelo.
—Voy al oculista —le anuncié a la señorita Sasaki, que me retiró aquel
estorbo de la cabeza. Menos mal.
—Entonces, yo buscaré por la estación de tren… —El señor Nishioka,
con la chaqueta de estar por casa, se alejó con pasos acelerados.
La clínica del oftalmólogo ya estaba cerrada y nadie respondió a
nuestros insistentes timbrazos. La señorita Sasaki y yo recorrimos las calles
ya completamente a oscuras, y yo no paraba de mirar a nuestro alrededor
por si la casera estuviese desplomada en alguna parte.
—No te preocupes. Seguro que ya está de vuelta en casa —trató de
tranquilizarme. Fumaba mientras caminábamos.
De repente, me vino un olor familiar.
—Algo huele muy bien.
La señorita Sasaki se detuvo un instante y olfateó.
—Alguien está preparando curry en algún sitio.
Reconocí esa mezcolanza: el aire fresco y limpio de una noche de
principios de invierno, el aroma a curry que salía de alguna casa y el humo
de tabaco. Había experimentado algo parecido antes. Una noche, caminaba
por la calle con mi padre, también olía a curry y él fumaba. Recordé que
aquella noche había luna llena, blanca y reluciente, y miré al cielo.
—¡La luna! —grité, alborozada.
—Sí, luna llena —respondió la señorita Sasaki, echando lentamente un
vaho blanquecino.
—¿De verdad crees que la casera ha vuelto a casa? —pregunté otra vez.
Me agarró de la mano sin decir nada y me la apretó con fuerza.
Cuando regresamos a la Casa del Álamo, mi madre, con aire
preocupado, esperaba de pie ante el portón. Pareció algo sorprendida de
verme aparecer con la señorita Sasaki.
—Mamá, ¿y la casera? ¿No ha vuelto todavía?
—No. ¿Ha pasado algo?
Me quedé tan decepcionada que la señorita Sasaki le explicó la
situación por mí y añadió al final:
—Después de todo, me siento algo culpable. Le conté a Chiaki que los
gatos desaparecen para morir y parece que eso le ha causado mucha
impresión.
Mi madre me miró con cierta lástima, pero respondió de inmediato:
—Para nada. Ya son más de las siete. Es razonable estar preocupada. —
Y me dio una palmadita en la espalda para sacarme de mi abatimiento.
—Cuando se fue a un viaje de la tercera edad a un balneario, al menos
avisó de que se iba. —La señorita Sasaki también comenzó a ponerse
nerviosa, tal vez porque se percató de la hora que era, y se quedó mirando la
calle que corría a lo largo del canal.
—¿Tiene algún familiar? —le preguntó mi madre.
La señorita Sasaki inclinó la cabeza, dudando, y comentó:
—Creo que no tuvieron hijos. Una vez oí que ella era su segunda
esposa.
Nos quedamos allí paradas, junto al portón, preguntándonos qué hacer
mientras suspirábamos y echábamos un aliento blanco. Y en eso regresó el
señor Nishioka.
—¡Nada de nada! ¡Que no hay manera de encontrarla! —Agitaba los
brazos de un modo exagerado, como si acabara de cumplir una gran misión
por nosotras—. Esperé a la salida de la estación mucho tiempo, pero al final
me pareció inútil, así que pregunté al guardia. Después, recorrí las calles
comerciales y me detuve en la comisaría… —En ese momento se dio
cuenta de la presencia de mi madre y la saludó con la voz más serena
posible—: Ah, hola… —E hizo una reverencia.
—¿Qué hacías en la comisaría? —inquirió la señorita Sasaki.
Las cejas del señor Nishioka se convulsionaron y reanudó su
explicación más rápido de lo habitual:
—Na-na-nada, solo he preguntado.
—¿Y?
—¿Y? Bueno, no me he atrevido a denunciar su desaparición… Ah,
pero me han dicho que no han encontrado a nadie que se pareciese a ella.
Justo en ese instante, surgió una silueta negra en la calle del canal.
—¿Señora?
La imagen de la casera emergió a la luz de la luna.
—Anda, ¿por qué están todos aquí reunidos? —Su voz llegó hasta
nosotros.
Me quedé patidifusa por la sorpresa y la confusión.
Iba vestida con un kimono negro de luto. Como no solía llevar kimonos,
resultaba extraño, aunque eso no fue lo que más me llamó la atención. Fue
su rostro. Cuando la conocí, sospeché que la razón por la que su cara
parecía la de un Popeye malvado era porque se había tomado una poción
sospechosa. Ahora estaba convencida.
Su cara, que normalmente estaba arrugada, parecía muy alargada. Al
observarla bien, me di cuenta de que en realidad solo la mitad inferior era
más larga; sus mejillas estaban más abultadas y sus arrugas, más lisas. Casi
daba la impresión de ser más joven. «Ya veo, ha tomado un brebaje mágico
para rejuvenecer…», pensé. Sin embargo, le faltaba su habitual vivacidad
que la hacía ser tan ingeniosa. Incluso su voz había cambiado y sonaba más
sorda.
—Ay, qué cansada estoy. No es plato de buen gusto ir a un velatorio.
Venga, toma… —Abrió su bolso negro, sacó la llave y me la tendió.
Me acerqué a ella con timidez y la cogí. Mis ojos estuvieron clavados
en su cara todo el tiempo.
—¿Qué estas mirando? Ábreme la puerta, vamos —me urgió.
—Señora…, ¡le han salido dientes! —grité entonces.
Ella se puso algo malhumorada y se calló. Luego dijo deliberadamente:
—Claro que me he puesto la dentadura; se trataba de una ocasión
formal. —Cerró la boca con firmeza y las fosas nasales se le dilataron.
Impulsada por el deseo de observar mejor sus bonitos dientes, hasta se
me olvidó parpadear. En ese instante sonó un extraño silbido. La señorita
Sasaki se tapaba los ojos con ambas manos y parecía gemir de dolor. Junto
a ella, mi madre sacudía los hombros, cabizbaja.
Al principio pensé que estaban llorando, pero en realidad se estaban
desternillando. No entendía qué era lo que les hacía tanta gracia y miré al
señor Nishioka. Sus pequeños ojos se movían inquietos bajo las cejas, que
se convulsionaban con energía. La casera entró en la casa y cerró la puerta
de un golpe.
Después de la cena, los adultos me llevaron ante ella y me hicieron
pedirle perdón, aunque no tenía ni la menor idea de por qué estaba tan
molesta. Para entonces, ya sabía que llevaba dentadura postiza. «Oh, ¿eso
es todo?». En cualquier caso, me quedé aliviada al saber que se encontraba
bien. Pensé que, al fin y al cabo, tenía mejor aspecto sin dentadura; luego
me sentí contrariada, como si yo hubiera perdido algo. ¡Me había
preocupado tanto para nada! Estaba tan agotada que dormí toda la noche de
un tirón, sin soñar nada.
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Padre:
¿Cómo estás? Ayer fui al oculista a buscar a la casera. De
camino a casa, pensé en ti. Recordé el día que fui al zoo con mi
amigo Yuta y su madre, y viniste a recogerme a la estación de tren.
Me agarraste de la mano mientras fumabas y me contaste una
historia sobre un conejo que vivía en la luna. La gente estaba
hambrienta y los animales les llevaron comida. Pero el conejo era
tan debilucho que no pudo ofrecer nada, así que se lanzó a la
hoguera para que se lo comieran a él. Me dijiste que el conejo
muerto se elevó a la luna. Después de que me contaras ese cuento, le
di vueltas cuando estaba en la cama. Y lloré un poco. No me gustan
demasiado las historias tristes. Anoche pensé que tal vez estés con
el conejo en la luna y lloré mucho más. Será muy solitario estar solo
con el conejo en la luna.
Padre, cuando el cajón de la casera se llene del todo, morirá. Por
eso he decidido no escribirte todos los días. Y cuando lo haga, será
con letra pequeña. Afilaré el lápiz y escribiré mucho.
Adiós, por ahora.

A pesar de haberme espantado tanto el día que la casera acudió al


velatorio, creyendo que se había muerto, continué escribiendo a mi padre y
con más ganas que antes. La idea de que la señora pudiese morir en
cualquier momento volvió mi escritura más apremiante. Lo que comenzó
como un simple juego se convirtió poco a poco en un hábito. En mis cartas,
por fin empecé a dirigirme de verdad a mi padre.
A lo mejor había conseguido superar su pérdida y ya podía recordarlo
sin dolor. O más bien trataba de descifrar algo incomprensible. Incluso
ahora que soy adulta, cada vez que ocurren cosas que me hacen sentir que
algo no encaja, no puedo dejar de analizar el problema, por insignificante
que sea, hasta haber encontrado su causa, aunque a veces eso abra viejas
heridas. Como cuando uno de los botones de la camisa está abrochado en el
ojal equivocado. Tal vez este carácter sea la causa de que mi corazón se
estuviera alejando de mi madre cuando volvió a casarse y trató de rehacer
su vida.
Por algún motivo, un día escribí esto:

Padre:
¿Cómo estás? Mis uñas de los pies son muy parecidas a las
tuyas. Lo sé porque me lo comentaste una vez. Miré entonces las
tuyas y pensé que es verdad que se parecen. Madre me las ha
cortado después de bañarme. Mientras me las miraba, he tenido una
extraña sensación. Yo tengo uñas, pero tú ya no. Tus uñas no están,
pero las mías son como las tuyas. Antes, estábamos tú y madre y yo.
¿Por qué eres el único que se ha ido y madre y yo seguimos aquí?
Pero, cuando pienso mucho en esto, en mi cabeza se me forma un
torbellino que no para de girar.
Mientras madre me las cortaba, estaba muy seria, con el ceño
fruncido. ¿Qué cara ponías tú cuando me las cortabas?, pensé. Pero
no lo recuerdo. Lo más probable es que sea porque estabas mirando
hacia abajo todo el tiempo. Me gustaba más cuando me las cortabas
tú. ¿Por qué? Porque lo hacías muy despacio y no me hacías
cosquillas.
Adiós, por ahora.

Al entrar en la segunda quincena de diciembre, llegaron las vacaciones


de invierno. El último día del segundo trimestre, regresé corriendo de la
escuela bajo los claros rayos del sol. Cuando subí a toda prisa las escaleras
de la casa, me encontré con un niño desconocido de pie, delante de la
lavadora del señor Nishioka. Parecía un espárrago con gafas. Aparentaba
ser mayor que yo y estaba metiendo un montón de ropa en la máquina.
Lo primero que se me vino a la mente fue el incidente de la lavadora.
Me costaba creer que sucediera lo mismo de nuevo, así que vacilé antes de
abrir la puerta de casa y me quedé mirándolo fijamente.
—Hola —me saludó con una voz ronca pero alegre.
Sin responder, abrí la puerta, aturdida, y me metí dentro. Recogí las
bolas de arroz que me había dejado mi madre para el almuerzo y me puse a
espiar por la rendija de la puerta. El chico delgaducho cargaba la lavadora
como si estuviera acostumbrado a ello. Salí y cerré, evitando mirarlo a los
ojos, y bajé disparada por la escalera.
—Señora, arriba hay un niño desconocido.
La casera no tenía dificultades en leer las pequeñas letras del periódico
con sus gafas, y uno de sus placeres diarios era leerlo de arriba abajo. Ese
día, ella también estaba sentada con el periódico abierto y con las piernas
metidas en el kotatsu.
—¿Un niño desconocido? —Me miró por encima de las gafas a medio
caer y arrugó mucho la frente.
—Sí. Un niño con gafas. Está haciendo la colada en la lavadora del
señor Nishioka.
Asintió como si hubiera caído en la cuenta.
—Es el hijo del señor Nishioka —aclaró mientras doblaba el periódico.
—¿El señor Nishioka tiene hijos?
—Sí, tiene uno.
—Pero…
—Vive con su madre. —Se puso de rodillas y recogió el periódico,
golpeándolo contra la mesa para alisarlo.
Como me dio a entender que no quería oír más preguntas, me callé.
Después de almorzar, cuando estaba en el tendedero dando de comer a
los gatos un poco de pescado que había sobrado de la cena de la noche
anterior, oí unos pasos ligeros que bajaban por la escalera. Atravesé por el
jardín, me acerqué a la puerta principal de la casera y me encontré, como
era de esperar, con el mismo niño.
—¿Está la señora en casa? —me preguntó.
Asentí y me siguió hasta el jardín. A través de la puerta corredera de
cristal, le entregó a la casera una caja con una etiqueta donde se leía:
«Gelatina de nísperos».
—Acepte este humilde regalo, por favor —dijo como si fuera un adulto
mientras le tendía el paquete.
—Oh, muchas gracias —respondió ella con cortesía, e hizo una
pronunciada reverencia—. Ah, por cierto, ella es Chiaki, tu vecina de al
lado. Está en primero. —Luego se volvió hacia mí y me explicó que se
llamaba Osamu y que iba a cuarto. Me pareció pequeño para ser de cuarto
—. Se quedará aquí durante las vacaciones, así que llévate bien con él, ¿de
acuerdo?
En lugar de decir que sí, miré a Osamu y vi que apretaba los labios para
ocultar sus grandes dientes delanteros, como si estuviera conteniendo la
risa. Me comentó que iba a comprar los ingredientes para preparar un curry
y decidí acompañarlo. Caminamos por la calle paralela al canal mientras le
pegábamos patadas a una piedra por turnos. Su delgadez y su modo de
caminar, con la espalda algo encorvada y meciendo la cabeza, se parecían
mucho a los andares del señor Nishioka.
—Soy muy bueno cocinando curry, ¿sabes?
—¿De veras? ¿Lo preparas tú solo?
—Sí. Y también el estofado y la tortilla.
Aquello me impresionó, aunque supuse que los alumnos de cuarto
serían capaces de cocinar esas cosas.
—¿Te lo ha enseñado tu madre?
—Sí, pero, por lo general, aprendo de un libro o de la televisión. Mi
madre es profesora en una academia privada, por lo que siempre está muy
ocupada.
—Mi madre trabaja en un salón de bodas. Puede ver novias todos los
días. Muchísimas.
—¿Ah, sí?
—¿Te gustan las novias?
Lo sopesó por un momento y luego respondió:
—No mucho.
—¿Por qué?
—Son un poco espantosas. Ya sabes, con todas esas cosas raras que
llevan puestas.
Osamu hizo la compra con mucha desenvoltura en un supermercado de
la zona de tiendas y volvimos a pie por el mismo camino, a lo largo del
canal. Todavía recuerdo que parloteé sobre la casera y que le conté que la
señorita Sasaki les tiraba comida a los gatos desde la ventana, olvidándome
por completo de mi habitual timidez con los desconocidos. Él se reía
mientras me escuchaba o, cuando no se me ocurría qué más decir,
enseguida me hacía alguna pregunta. Para tratarse de un niño de cuarto, era
un oyente estupendo.
—Cuando esté listo el curry, ¿te gustaría cenar con nosotros? —me
preguntó al llegar al pasillo exterior de nuestros apartamentos.
«¡Sí!», quise exclamar, pero decidí no hacerlo. Pensé que no estaría bien
no pedirle primero permiso a mi madre.
—Entonces, ¿qué te parece si vamos a la iglesia esta noche?
—¿A la iglesia?
—Para la misa de Nochebuena.
No es que no supiera qué era la Nochebuena. Siempre que me
encontraba a un hombre disfrazado de Papá Noel repartiendo publicidad en
la zona comercial, no podía evitar alejarme a toda pastilla porque ya sabía
que en realidad Papá Noel era mi padre. Por lo tanto, estaba resignada: a
partir de ese año, no volvería a celebrar la Navidad. Para mi sorpresa, ese
año mi madre trajo a casa un pastel con nata adornado de fresas. Puse dos
trozos en un plato y llamé a la puerta del señor Nishioka. Dentro, él y
Osamu, sentados frente a frente en una pequeña mesa plegable, estaban
cenando el curry.
El señor Nishioka aceptó el pastel y me dio las gracias.
—Chiaki, ¿qué te ha dicho tu madre? —me preguntó—. ¿Puedes venir
con nosotros a la iglesia?
—Mi madre también quiere ir. ¿Puede?
—¡Por supuesto que sí! Iremos todos juntos.
Osamu me miró y sonrió, sujetando una cucharada de curry. Por su
gesto triunfante, supuse que le había salido muy rico.
—En ese caso, es mejor que duermas un poco antes, Chiaki.
Regresaremos muy tarde.
Pese a la recomendación del señor Nishioka, estaba demasiado nerviosa
por la perspectiva de salir a medianoche y, aunque me acosté, me fue
imposible dormir.
—Mamá, el señor Nishioka y Osamu estaban cenando curry.
—Ah, ¿sí?
—Era como ir de acampada.
—¿De acampada?
—No hacían más que comer en silencio, frente a frente.
—Chiaki.
—¿Qué?
—Es de mala educación mirar fijamente a las personas cuando están
comiendo.
—Sí, lo sé. Pero es que era como acampar.
—Vale, vale.
Lo que quería decir era que había algo encantador en aquella escena,
ellos dos comiendo juntos, pero no se me ocurría otra manera de describirlo
mejor. Ir de acampada, para mí, era algo que veía de vez en cuando en la
tele. El suave resplandor de la luz de la fogata en la oscuridad, la gente
silenciosa que toma una comida caliente y sencilla, el ulular de las aves
nocturnas, el cielo bañado de estrellas… De repente, me di cuenta de que,
por una vez, no se oía la cinta cómica del señor Nishioka.
Salimos de la Casa del Álamo muy tarde. El cielo nocturno estaba
despejado y las estrellas titilaban en lo alto, como ojos de seres vivos. Mi
madre me vistió con un jersey grueso, me enfundó en el abrigo, me enrolló
una bufanda en el cuello y hasta me puso el gorro de lana. Debía de parecer
un peluche con las costuras a punto de estallar.
—¿Es cristiano, señor Nishioka? —quiso saber mi madre.
—No, yo no —respondió con rapidez, y añadió—: Pero mi hijo está
bautizado porque su madre es cristiana. —Y posó la palma de la mano
sobre la cabeza de Osamu—. Ella insistió en que me convirtiera antes de
casarnos, pero me alegro de no haberlo hecho.
—¿Por qué?
Pareció sorprendido de que mi madre le hiciera una pregunta de forma
tan directa y sin mala intención.
—Porque, bueno, ya sabe… Los católicos no pueden di-divorciarse.
—Oh…
—Me pedía que me hiciera católico y fue ella la que me dejó —dijo
como para sí mismo, y se rio en silencio—. Pero, bueno, es agua pasada. —
Su voz recuperó la velocidad habitual.
La iglesia se encontraba en lo alto de una cuesta, justo donde terminaba
el camino que bordeaba el canal, cerca del parque de bomberos que caía en
el lado opuesto de la zona comercial. Al mirar hacia atrás desde lo alto,
distinguí las luces de neón alrededor de la estación, que se reflejaban en la
negrura del gran río. Un tren, abarrotado de hombres trajeados, cruzaba el
puente como un frágil hilo. Mi madre se quedó contemplándolo
distraídamente hasta que le tiré de la mano.
Estábamos en un área residencial mucho más lujosa que la nuestra y las
casas, con sus majestuosas puertas, se hallaban oscuras y sumidas en el
silencio. El jardín de la iglesia se mantenía en la penumbra de las extensas
ramas de un único roble, pero, al abrir las pesadas puertas de madera, la luz
y la música brotaron con tanta intensidad que mi madre y yo contuvimos el
aliento al mismo tiempo.
En el interior se estaba calentito y todo el mundo cantaba de pie. Osamu
hundió la punta de un dedo en lo que parecía una palangana tallada en
piedra blanca e hizo la señal de la cruz. Me miró como diciéndome que
hiciera lo mismo. El agua estaba fría. Me tomó de la mano y me ayudó
hacer la señal.
Las canciones, la música del órgano, las oraciones del sacerdote; todo
resultaba agradable al oído. El techo era muy alto; parecía la caja de una
tarta llena de resonantes sonidos. Durante un rato, imité lo que hacían todos
—me ponía de pie, de rodillas y me volvía a sentar—, como si hubiera
perdido mi propia voluntad, pero poco a poco a mis ojos les atrajo la cruz
del fondo, que colgaba frente a nosotros.
—¿Quién es? —le susurré a Osamu.
—Jesucristo. —Su aliento olía a pasta de dientes.
—¿Por qué está desnudo?
Osamu se encogió de hombros.
—¿Está muerto?
—Bueno, sí…
—¿Por qué?
—Murió para salvarnos.
El órgano comenzó a resonar de nuevo y la gente se puso a cantar.
Osamu tenía una expresión solemne y cantaba con la misma voz que
cuando hablaba, alta y algo ronca. El señor Nishioka mantenía la vista fija
en el himnario de cuero negro y apenas movía los labios. Cuando miré a mi
madre, tenía los ojos humedecidos como los de alguien ebrio.
Sentí compasión por ese hombre llamado Jesucristo, con su cuerpo
demacrado y su rostro lleno de sufrimiento. Pensé que no debía de ser plato
de buen gusto estar expuesto desnudo delante de toda esa gente. Entonces,
recordé el conejo del cuento que mi padre me había relatado. El conejo
murió por un dios que se le había aparecido en forma de hombre
hambriento y Osamu dijo que Jesucristo había muerto por nosotros.
«Cuando alguien muere, ¿es siempre para ayudar a otra persona? —me
pregunté—. ¿Con qué fin murió mi padre? ¿Para alimentar a alguien que
tenía hambre? ¿Por la gente? ¿Por mi madre? ¿O acaso por mí?».
Luego, el sacerdote comenzó su sermón y enseguida me entró sueño.
Cuando mi madre me sacudió y me desperté, apenas quedaba gente. La
mujer que había tocado el órgano estaba recogiendo las partituras. La
brillante caja de tarta parecía ahora una mera sala de reuniones.
El aire de fuera era tan gélido que me escocían los ojos. Me volví una
vez más hacia las puertas abiertas para ver a Jesucristo en la cruz.
«¿Me dejas aquí y te vas?», me preguntó.
«Volveré otro día», le susurré, y seguí mi camino.

Como el señor Nishioka solía tener turno de noche, Osamu se encargaba


de hacer la compra por la tarde y preparaba la cena temprano. Yo lo
acompañaba casi a diario: a veces, le ayudaba a cargar; otras, a lavar las
verduras. Osamu parecía una verdadera ama de casa: de pie en la pequeña
cocina, con el delantal puesto y con un cazo en la mano derecha mientras
sacaba del armario una botella de salsa de soja con la otra. Por mucho que
me frotara los ojos para comprobar si era un espejismo, no podía dejar de
verlo de esa manera, como cuando me despertaba y advertía la forma
abultada de la manta con la que me tapaba, que me recordaba a un
cocodrilo. Y estar en la cocina con ese amo de casa me resultaba muy
divertido y tranquilizador.
Creo que estaba relacionado con que nunca me sentí cómoda
contemplando a mi madre mientras trabajaba en la cocina. Aunque sé que
es injusto para ella, que se afanaba por prepararme la comida cada día, me
acometía una sensación de ahogo; sentía ansiedad porque trabajaba
demasiado y volvía muy cansada. Podría desaparecer un día, como mi
padre, dejándome a mí sola. Aprendí a poner la lavadora y a doblar la ropa,
y me ofrecí a comprar la leche todos los días. Hacía todo lo que se podía
esperar de una niña de primero, pero no podía evitar inquietarme por la
posibilidad de quedarme sola cada vez que veía su espalda mientras
trajinaba en el fregadero. La mejor descripción que podría hacer de mi
madre durante aquella época era la de alguien que estaba preso de sus
propias angustias.
No obstante, Osamu tampoco se encargaba de la cocina por el simple
placer de hacerlo.
—¿Por qué no te quedas aquí para siempre? —le propuse un día, a la
vuelta de la compra.
—Umm, no es mala idea.
Como no esperaba una respuesta tan positiva, me puse como loca de
contenta.
—Por favor, ¡quédate, quédate!
—Después de todo, sé cocinar mejor que mi padre.
—¡Eso, eso!
—Y cuando nazca el bebé, mi madre estará muy ocupada.
—¿Va a tener un bebé?
—Sí. Sale de cuentas el tres de enero.
—Ah, ¿sí?
—Mi madre está un poco delicada y ya está ingresada en el hospital.
«Por eso ha venido aquí». Ahora entendía el verdadero motivo de su
estancia en la Casa del Álamo.
—¿Por qué no vas a visitarla en Año Nuevo? —sugerí.
—Está muy lejos.
—Pero estará sola.
—Mi padre está con ella.
—¿Cómo?
—Mi nuevo padre, quiero decir; no el de aquí.
—Ah… —farfullé como una tonta. Caminé en silencio mientras trataba
de ordenar las ideas en mi cabeza—. ¿Tu nuevo padre se porta mal contigo?
—No —se limitó a contestar, y negó con la cabeza.
Sentí un gran alivio, como si se tratara de mí misma, porque se me
habían venido a la mente las madrastras malvadas de los cuentos. Sin
embargo, no me quedé tranquila del todo.
—¿Sabes?, me gusta nuestro apartamento —comentó Osamu de
repente, abriendo mucho sus rasgados ojos tras las gafas—. La casera se
parece a mi abuela. Cuando era pequeño, me quedé en su casa una vez.
Hace mucho que no la veo.
—¿De veras? —No podía creer que su abuela tuviese una cara tan
malvada.
—Tal vez es porque la casera también me habla con un tono amable, no
sé… «Osamu, los melocotones están bien maduros y frescos, ¿te
apetecen?», así me decía mi abuela en verano, por ejemplo. Era muy
cariñosa conmigo. —Mantenía la vista fija en un punto a unos tres metros
por delante de sus pies mientras se daba unos golpecitos con el dedo índice
contra sus enormes dientes delanteros.
—Osamu, ¿se ha muerto algún conocido tuyo?
—No. ¿Por qué?
—No, por nada.
Me entraron ganas de contarle lo del cajón de las cartas. Como no
conocía a nadie que hubiese fallecido, me pareció que lo más apropiado
sería mantener el secreto entre la anciana y yo. Sentí una mezcla extraña de
decepción y alivio, y di un puntapié al aire. Los zapatos se me estaban
quedando pequeños.
Padre:
¿Cómo estás? Hoy Osamu me ha dicho: «Voy a recoger una
calabaza de serpiente para ti». Ha intentado subir al álamo. Pero no
hay ramas en la parte de abajo y se ha quedado allí de pie, sin saber
qué hacer, y entonces la casera le ha preguntado: «¿Qué estás
haciendo?». Osamu le ha respondido: «Quiero alcanzar una
calabaza de serpiente, pero no consigo subir». Poco después, ella se
acercó al cobertizo y trajo unas tijeras de podar bastante pesadas y
con mangos muy largos. «Mi profesor se las compró a un
jardinero», nos ha explicado. Osamu se ha subido sobre un tonel
para encurtidos puesto bocabajo. Luego ha gritado: «¡Aúpa!», y ha
levantado las tijeras, que han llegado justo a la calabaza que colgaba
más abajo. Sus brazos temblaban mucho. Por fin, la ha cortado y yo
la he atrapado cuando se iba a caer. «¡Bien hecho!», ha gritado
Osamu. Me he puesto muy contenta. Después, las tijeras eran tan
pesadas que Osamu se ha combado hacia atrás y se ha caído al
suelo.
La calabaza de serpiente era lisa y brillante. Pensaba que era
blanda como un tomate, pero no es así. «¿Se puede comer?», le he
preguntado a la casera, y ella me ha dicho: «No lo sé, ¿por qué no la
pruebas?». Cuando iba a darle un bocado, Osamu me ha advertido:
«Chiaki, es mejor que no lo hagas», y por eso me detuve. La dueña
ha dicho: «Pero ¿pensabas comértela de verdad?», y eso me ha
enfadado.
Luego le dije a Osamu: «Como la calabaza es tan bonita, ¿por
qué no la llevamos a la iglesia y se la damos al hombre de la cruz?».
Él me respondió que era una buena idea. He sentido un poco de
miedo al entrar en la iglesia cuando no había nadie más. Osamu ha
comentado: «Cuando alguien se muere, va al país de Dios. Tú irás
allí, Chiaki, y yo también». Me ha contado, además, que Dios era
pastor y las personas, sus ovejas. He tratado de imaginarte a ti,
padre, convertido en una, pero no he podido. No me gusta
imaginarte a solas con el conejo en la luna, pero tampoco quiero que
seas una oveja. Si te transformas en oveja, no podré distinguirte de
los demás.
Jesús estaba solo y desnudo. Parecía aburrido. He dejado la
calabaza de serpiente debajo de la cruz y he salido corriendo. Una
vez fuera, he pensado que Jesús se parece un poco a ti. Se parece
más a ti que la foto tuya que hay en el altar de casa. Es una idea
absurda.
«La próxima vez le llevaremos flores», ha dicho Osamu. Me
parece bien volver allí, aunque yo preferiría que me llevaran una
calabaza que unas flores. Si te preguntaran a ti, me imagino que
dirías también que es mejor la calabaza de serpiente.
Adiós, por ahora.
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Los días siguientes, la dueña, Osamu y yo pasamos el tiempo ajenos al
alboroto que nos rodeaba, mientras que la ciudad estaba sumida en el
ajetreo de los preparativos de Año Nuevo: la música inundaba las calles
atestadas de gente y de coches apresurados.
Osamu y yo estábamos inmersos en frecuentar la iglesia para dejar
ofrendas al pie de la cruz, como hojas de árboles de bonitos colores, piñas,
el dibujo de un avión hecho por él, el botón de un traje de mi madre,
parecido a un caramelo, que ya no se ponía y cosas por el estilo. En
ocasiones, el Cristo tallado en madera se reflejaba en mis ojos como si fuera
alguien que acabara de padecer un pequeño percance —por ejemplo, que
hubiera perdido la cartera o hubiera pisado un excremento de perro—,
alguien que sufría. Atraída por el misterio de su expresión, que aparentaba
ser diferente cada vez que lo miraba, subía la larga cuesta que conducía a la
iglesia dos o tres veces al día y le pedía a Osamu que me acompañara.
Cuando le preguntaba: «¿Por qué no vamos?», él siempre me respondía:
«Está bien», y yo me ponía muy contenta. Quizás fuera por su aprobación
que aquel juego me entretenía tanto.
La casera no tenía ninguna prisa en empezar con los preparativos de
Año Nuevo. Pasaba los días recogiendo los excrementos de los gatos en el
jardín. Estos, por lo general, hacían sus necesidades en un rincón y las
cubrían escrupulosamente con tierra, pero, al parecer, había uno que no lo
hacía y en ocasiones había restos esparcidos en medio del jardín. La casera,
que era una obsesa del orden, no podía soportar dejar las heces de gato ahí.
Se ponía los guantes de trabajo y, armada con una bolsa de papel y una
paleta, deambulaba mientras le brillaban los ojos y dilataba las fosas
nasales. Nos llamó cuando estábamos a punto de salir y nos plantó la bolsa
justo delante: «Mirad». Cuando torcimos la cara por el terrible olor, se
quedó satisfecha: «Ajá, tal y como pensaba». Osamu y yo nos miramos el
uno al otro, desconcertados, y la dueña acercó tanto la nariz como si fuera a
meter la cabeza de cabellos blancos dentro de la bolsa y asintió,
murmurando: «Sí, vaya si huele. Mi nariz todavía funciona». Supuse que
estaba perdiendo el olfato.
Mi madre y yo no escribimos felicitaciones de Año Nuevo porque
estábamos de luto, pero pasamos la Nochevieja y el día de Año Nuevo en
casa del hermano mayor de mi madre, Hiroyuki. Mi tío vivía con mi tía
Toshiko, mis dos primas y mi abuela, que se había trasladado hacía poco
con ellos. Mi madre apenas visitaba a ese hermano. No es que se llevaran
mal, pero tampoco acababan de congeniar. Pese a ello, mi tío había insistido
en que debíamos ir a visitar a mi abuela, al menos ese día. El viaje de tres
horas con varios transbordos era demasiado largo para ir y volver en un día
y nos quedamos esa noche en su casa. Como él había advertido, hacía
mucho tiempo que no veíamos a mi abuela. Ella ni siquiera había podido
asistir al funeral de mi padre porque estaba hospitalizada por una
enfermedad hepática.
Mi madre y su hermano mantenían una conversación insustancial
mientras veían un programa especial de Nochevieja y bebían cerveza. Mis
dos primas adolescentes montaban un gran alboroto: cantaban y bailaban
delante de la televisión, imitando a los artistas del programa de variedades.
Y yo me quedé adormilada en el kotatsu, preguntándome qué estaría
haciendo Osamu.
Mi tía cuidaba de mi abuela como si fuera un bebé.
—Veeenga, abuelita, come un poco de melóóón —le propuso con un
tono exagerado y empalagoso.
Aunque todavía era capaz de comer sola, mi tía le sirvió una tajada de
melón cortado en trozos del tamaño de un bocado. Mi abuela, vestida con
un jersey de angora suave y esponjoso que favorecía mucho a su tez blanca,
se veía muy pequeña. Resultaba encantadora con esa sonrisa vacía en el
rostro. Parecía que, cuanto más la trataba mi tía como a un bebé, más se
convertía ella en uno. Mientras yo la miraba, sin saber por qué, me acordé
de la casera: llevaba un delantal inmaculado, se ponía de pie con cierta
desgana, recalentaba la repugnante sopa de miso y la sorbía.
—Mamá… —empecé después de habernos acostado. No conseguía
conciliar el sueño; en aquella ocasión, la almidonada funda del futón estaba
demasiado rígida—. ¿A qué hora nos vamos mañana?
Mi madre se dio la vuelta y me miró.
—¿Quieres volver a casa?
—No, no es eso.
—No es eso, pero quieres volver a casa, ¿no?
—Sí.
—Yo también.
—¿En serio?
Mi madre asintió. Hacía mucho tiempo que no hablábamos con esa
intimidad y me puse contenta.
—Qué mayor se ha hecho la abuela, ¿eh? —comentó como para sí
misma—. Todo el mundo se aleja de mí —murmuró, me dio la espalda y
rompió a llorar.
Salí de mi futón, me introduje en el suyo y me tumbé con la espalda
pegada a la suya. Desde que empecé a ir al jardín de infancia, mi madre
apenas me dejaba dormir con ella, pero esa noche era diferente. El calor de
su cuerpo se filtraba poco a poco en el mío y, de repente, en el fondo de mis
ojos bien cerrados vi el rostro de mi padre. Tenía los ojos cerrados y parecía
pensativo. Es verdad, mi padre los cerraba así mientras firmaba o escuchaba
música, sumido en sus pensamientos. Yo siempre quería saber en qué
pensaba, pero, cada vez que me acercaba, él los abría de golpe y me
levantaba. Me hacía muy feliz. No obstante, jamás pude penetrar en sus
pensamientos…
—Perdóname. —Mientras se frotaba los ojos lacrimosos como una niña,
mi madre se volvió hacia mí—. ¿Te he asustado?
Negué con la cabeza.
—Mamá, yo…
—Dime.
—He estado escribiendo cartas… a padre.
Ella guardó silencio por un momento y luego declaró:
—Ya veo… Así que le escribes.
—Alguien le hace llegar mis cartas, ¿sabes?
Si me hubiera preguntado quién, le habría contado toda la historia, pero
no dijo nada; se quedó mirando las puntas de mis dedos entrelazados con
los suyos.
—¿Y qué le escribes?
—Humm…
—¿Tus secretos?
—Algunos. También sobre Osamu y cosas así.
Se rio un poco.
—Mamá, papá nunca se enfadaba, ¿verdad?
—Lo cierto es que no… —Su voz sonaba algo ausente.
—Cuando le escribo, me siento extraña.
—¿Por qué?
—Pienso que mi padre ha muerto, que ha muerto de verdad, pero ya no
me da miedo.
—¿Antes te asustaba?
—Sí.
Nos quedamos calladas un rato.
—¿Quieres escribirle tú también, mamá?
—Quizás algún día.
—Cuando lo hagas, dímelo. Pediré que le entreguen tu carta.
Cerré los ojos con rapidez; tenía la esperanza de quedarme dormida
antes de que ella me obligase a volver a mi futón, aunque no hizo amago de
pedírmelo. Presionó la nariz contra mi pelo recién cortado y se quedó
inmóvil durante un largo rato. Y mientras fingía estar dormida, me sumí en
un profundo sueño.

El día de Año Nuevo, mi madre y yo acompañamos a mi abuela a dar


un paseo. Pasear después del desayuno era parte de su rutina diaria, y ella
no quiso alterar su costumbre aunque fuera Año Nuevo. Mi tía, que iba con
ella siempre, estaba un poco atontada por el efecto del sake que se había
tomado esa mañana. Mi tío no se molestó más que en urgir a su mujer:
«Date prisa y llévala a pasear, ¿quieres?», como si mi abuela fuera una
mascota de la que tuviera que encargarse. Mis dos primas habían salido con
sus respectivas amigas para hacer la tradicional visita al templo.
Nos dirigimos a un parque cercano, acompasando los pasos al lento
caminar de mi abuela. El pueblo estaba envuelto en la tranquilidad propia
de Año Nuevo. El aire era gélido en armonía con el despejado cielo de
invierno. Mi abuela no decía nada. Cuando mi madre le preguntaba:
«Madre, ¿tienes frío?» o «¿es por aquí por donde sueles ir?», se limitaba a
negar o asentir con la cabeza. Yo dudaba de que nos reconociera. No nos
había llamado por nuestros nombres ni una sola vez desde que llegamos el
día anterior.
Nos sentamos en un banco, al sol. Un gato abrió un agujero en el
arenero delante de nosotras e hizo sus cosas.
—Mira, madre. Ahí hay un gato, un gato —le indicó mi madre a mi
abuela.
Contagiada por mi tía, también le hablaba como si se tratara de una
niña, pero la reacción de mi abuela nos dejó heladas:
—Deja eso, por favor. —Resopló por la nariz, como dando a entender
que estaba harta.
—¿Dejar qué? —preguntó mi madre, pestañeando por la sorpresa.
—Cuando escucho ese tono adulador, se me acorta la poca vida que me
queda.
Nos quedamos boquiabiertas. ¿Adónde se había ido la dulce abuelita
que estaba allí hacía un minuto?
—¿Qué edad tienes? —Como mi madre seguía atónita, le repitió la
pregunta—: ¿Qué edad tienes?
—Treinta y siete.
Ella asintió. Palpó el interior de la bolsa de nailon que yacía en su
regazo, sacó un sobre grueso y se lo entregó a ella.
—¿Qué es esto? —preguntó ella. Echó un vistazo al contenido y
exclamó—: Pero ¡si es dinero!
—He pensado que, si esperaba a morirme, no te quedaría mucho.
—Pero ¿qué pasa con mis hermanos?
—De eso me encargo yo, no te preocupes. —Su voz se volvió más
firme y clara—. Necesitas dinero, ¿sí o no?
—Sí, por supuesto, pero… Gracias. Muchas gracias. Es de gran ayuda.
Además del dinero, el sobre contenía un grueso anillo de oro.
—Lo compré antes de que nacieras. Hace más de cuarenta años.
Mi madre se lo probó. Le quedaba perfecto en el dedo corazón.
—Tenías cuarenta y dos años cuando me tuviste, ¿no? Admirable. —
Tomó asiento mientras escrutaba el anillo en su mano.
Mi abuela no le respondió, sino que la observó como si la estuviera
inspeccionando.
—Al llegar a esta edad, ¿no te sientes como si ya te hubieras hecho
mayor?
Mi madre se rio un poco y contestó con vaguedad:
—Sí, supongo.
—Bueno, tal vez en mis tiempos era diferente, pero eso es lo que sentí.
Me notaba deprimida. A tu padre le iba bien en la empresa y, seguro de sí
mismo, no hacía más que presumir. Tú no habías nacido aún, pero él
tenía… otra mujer.
—¿Otra mujer…? ¿Mi padre?
—Sí.
—No es posible. Siempre apagaba la televisión cuando salía una escena
de amor.
—Aun así, tenía una amante. En cuanto a mí, sentía que mi vida había
terminado. Para levantarme el ánimo de alguna manera, me compré algo
para mí por primera vez sin decirle nada. Me sentó de maravilla… Esto es
lo que compré, el anillo.
Mi madre tenía la mirada clavada en él. Yo no entendía con exactitud de
lo que hablaban, pero no podía dejar de observar el rostro de mi abuela. Sus
ojos, su boca e incluso su nariz parecían dos veces más grandes que cuando
estaba en casa.
—Desde ese momento, las cosas mejoraron, y naciste tú. Así que es un
anillo de la buena suerte, digamos. —Se volvió hacia mí—. Es bonito,
¿verdad? —me dijo mi abuela. Me guiñó un ojo y añadió—: Cuando seas
mayor, tu madre te lo entregará a ti.
Mi madre me tendió la mano. Pude ver mi cara reflejada a lo ancho de
la lisa superficie de oro.
—Sé que estás pasando una época muy dura… —le dijo mi abuela a mi
madre, y carraspeó un poco—, pero tienes toda una vida por delante, que es
lo que importa. No la desperdicies. Procura no arrepentirte en el futuro
cuando vuelvas la vista atrás y te des cuenta de que todavía eras joven y
podrías haber hecho algo más.
Mi madre asintió varias veces, como si quisiera aclarar que ya lo sabía.
—Estaré bien —contestó.
—¿De verdad? Cuando te vi ayer vestida con ese traje tan viejo, me
quedé horrorizada.
Mi madre soltó una carcajada. Fue una sorpresa para mí el enterarme de
que no le gustaba su traje de cuadros. Era mi favorito.
—Me lo puse a propósito. Después de todo, estoy de luto. Ya sabes que
Hiroyuki es muy particular.
—Uf, ese chico. Es muy serio. Un cabezota empedernido. —Frunció el
ceño de forma exagerada—. No me queda más remedio que desempeñar el
papel de anciana. Si no lo hiciera, las cosas no nos irían bien.
—Madre… —comenzó a protestar mi madre, pero ella la frenó
sacudiendo la cabeza.
—Todo el mundo sabe cómo soy en realidad: una vieja charlatana. Mi
peluquera, el doctor Naganuma, el señor Tashiro de Correos, la señora
Yoshizawa de la Asociación de la Tercera Edad, la señora Tamiya… Pero
ellos son muy comprensivos. Delante de Toshiko no dicen nada de que
estoy fingiendo. Son todos muy buena gente. —Fue mi abuela quien se
levantó primero y propuso—: Bueno, entonces, ¿nos vamos yendo?
Todavía ahora recuerdo su rostro, que cambió en cuanto atravesamos la
puerta de la casa de mi tío, como si se hubiera puesto una careta: los ojos se
le hundieron y frunció los labios. Nada más regresar del paseo, nos
sirvieron un té. Mi abuela picoteó como un pájaro los ridículos trozos de
yōkan, la gelatina espesa de judías dulces, que mi tía había cortado para
ella.

Padre:
¿Cómo estás? Hoy he ido con Osamu y su padre a la orilla del
río y hemos hecho volar una cometa. Su padre corría mucho y
nuestra cometa ha volado muy alto. El viento del río era muy frío,
pero estábamos acalorados de tanto correr.
El señor Nishioka se ha cortado el pelo. Ahora se le puede ver la
calva que tiene justo encima de la frente, pero parece mucho más
joven que antes.
Osamu me ha contado que le dijo que quiere quedarse aquí con
él. Y su padre le respondió que de acuerdo. Además, Osamu me ha
explicado: «No puedo hacerlo enseguida; tengo que volver a casa
primero. Me mudaré durante las vacaciones de primavera». Me he
puesto tan contenta que lo he agarrado de la mano y le he hecho
girar con todas mis fuerzas, y así hemos recorrido la orilla.
Después de volar la cometa, hemos ido a la iglesia. Encontré un
bonito broche en el parque al que fui con la abuela cuando nos
alojamos en casa del tío Hiroyuki. Se lo he dado a Jesús. El pasador
estaba roto, pero tenía una preciosa piedra roja y brillante, y era
muy bonito. Mi corazón latía con fuerza porque he pensado que
Jesús se pondría contento al verlo, pero parecía que estaba pensando
en otra cosa. «¿En qué estás pensando?», le he preguntado, pero no
me ha respondido. «Odio a Jesús», le he dicho a Osamu de camino a
casa. Él se ha enfadado y me ha reñido: «¿Cómo puedes decir
eso?». «No sé. Tal vez porque está muerto», le he contestado. «No
está muerto», ha rechistado Osamu. Luego le he pegado. Osamu no
se ha defendido, pero ha dejado de hablarme.
Por la noche, he ido a visitarle para disculparme. «No estoy
enfadado», me ha asegurado Osamu, y me he sentido aliviada.
Después hemos jugado a piedra, papel o tijera en la escalera
exterior. Me encanta estar allí por la noche porque la luz está
encendida; solo está iluminada esta parte de la casa y todo lo demás
está oscuro. Mientras jugábamos, la señorita Sasaki ha vuelto con
una maleta muy grande. Nos ha contado que ha estado en Hawái.
Nos ha traído bombones de recuerdo. Nos los hemos comido juntos,
uno cada vez. Estaban deliciosos.
Adiós, por ahora.

El día anterior al comienzo de las clases, Osamu cogió su maleta de


mano y regresó a su casa. Yo quería acompañarlo con el señor Nishioka,
pero tuve que despedirme en el portón de los apartamentos porque después
su padre se iba directo al trabajo. Solo podía pensaren que Osamu regresaría
en primavera, se quedaría a vivir con el señor Nishioka y podría jugar
conmigo todos los días.
El día que se anunció en las noticias la llegada de la peor ola de frío del
año, encontré una carta suya en nuestro buzón al volver de la escuela.

23 de enero

Querida Chiaki:
¿Cómo estás? Yo estoy bien, pero esta carta no va a ser
demasiado buena. Al principio pensaba que era mejor no escribir,
pero lo haré igualmente porque quiero contarte algo.
Mi madre por fin ha salido del hospital, pero el bebé ha muerto.
El parto fue bien, pero sus pulmones no estaban desarrollados del
todo y falleció poco después.
Mi madre llora todos los días. Mi padre (me refiero al de aquí)
también está muy afectado, pero tiene que trabajar, así que no puede
quedarse mucho con ella.
Yo le preparo un suave arroz caldoso todos los días. Solo come
un poco. Cuando le acerco una cucharada a los labios, me da las
gracias y traga un poco mientras llora. Últimamente habla a menudo
de su niñez. Habla durante una hora, o incluso dos, y luego se queda
dormida como si estuviera agotada.
Chiaki, te prometí que me iría a vivir allí en primavera, pero no
puedo cumplir esa promesa. No puedo dejar a mi madre.
Ahora que ha perdido al bebé, se quedará muy triste si yo
también me marcho de su lado. Lo siento. Mi padre (el de la Casa
del Álamo) me ha dicho: «Quédate con tu madre. Estoy
acostumbrado a estar solo. Estaré bien». Pero sé que se siente
desamparado, y estoy algo preocupado. Chiaki, por favor, cuida de
él por mí.
Te escribiré. Me gustaría ir contigo a la iglesia de nuevo. Te pido
perdón, de veras, por no poder cumplir mi promesa.

Osamu Endo

Fui corriendo adonde la casera y le tendí la carta con brusquedad


mientras planchaba.
—La madre de Osamu le dijo que no lo necesitaba porque iba a tener un
nuevo bebé, ¿verdad? Pero el bebé ha muerto y ha cambiado de opinión. No
es justo. ¡Pobre Osamu! —Hundí la cara en su delantal, que olía a jabón y a
la tisana, y lo empapé de lágrimas, moqueo nasal y saliva.
No sé cuánto tiempo permanecí así. En cuanto levanté la cara de su
regazo, me dio de comer un yōkan, la gelatina dulce, con castañas. Cuando
el agradable sabor dulce bajó por mi garganta atascada de lágrimas y
mocos, sentí hambre.
La casera, sin apenas sonreír y en silencio, cortó con un pequeño
cuchillo otro trozo de la gelatina y se lo comió. Cortó otro trozo más y me
lo dio a mí. Su avidez por los dulces siempre me dejaba asombrada, pero
esa vez yo no me quedé atrás, aunque sabía que esa gelatina era tan especial
que se la había encargado a un conocido. Nos zampamos una barra entera
en un abrir y cerrar de ojos, y la mayor parte de la segunda. Mientras tanto,
no hablamos.
Cuando me hallaba suficientemente intoxicada de azúcar, la casera
asintió y dijo: «Está bien». Yo no tenía la menor idea de qué era lo que
estaba bien, pero, contagiada de alguna manera por su seguridad, le solté
con entusiasmo:
—¡Señora, voy a responder a Osamu! Voy a escribirle que jugaremos
otra vez juntos.
—Sí, hazlo. Chiaki, no hay muchos chicos tan buenos como Osamu,
¿sabes?
Osamu no volvió a la Casa del Álamo durante el tiempo que estuve allí,
y nuestra correspondencia, que era, al fin y al cabo, entre niños, no duró
mucho. Sin embargo, aún recuerdo fragmentos de las sinceras frases de sus
cartas. En una ocasión me envió una foto. Era de una excursión escolar en
la que posaba muy tenso al lado de un osezno, haciendo el gesto de victoria
mientras trataba de sonreír. Me gustó porque parecía muy fiel al carácter de
Osamu.
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—¿Hay un médico a bordo?
Aunque estoy dormida, una voz baja pero penetrante llega a mis oídos.
Tardo un momento en darme cuenta de que se trata de una azafata. Echo un
vistazo a mi reloj de pulsera y advierto que han pasado cuarenta minutos
desde el despegue. He debido de sumirme en un profundo sueño. Tras la
llamada de mi madre anoche, por la que me enteré de la muerte de la
anciana, un torrente de recuerdos se ha agolpado en mi mente y me ha
mantenido en vela.
—Disculpe, yo soy enfermera. —Nada más decirlo, me arrepiento.
Cierto, lo era, pero he dejado mi trabajo. ¿Y si la situación me sobrepasa?
—¿Puede acompañarme, por favor? Una pasajera tiene un agudo dolor
de estómago —me cuenta la azafata, que se ha acercado por el pasillo y está
plegando con pericia la mesa de mi asiento, que he dejado abierta. Parece
no reparar en mi incertidumbre.
Cruzamos la cortinilla que separa la parte delantera del avión. Los
asientos aquí son mucho más espaciosos, y en uno, que está tumbado por
completo, descansa una muchacha de unos quince años. Tan pronto como
veo su delgado cuerpo, envuelto en una manta y muy rígido por el dolor, mi
temor se disipa.
La azafata me informa de que viaja sola. Cuando la chica se entera de
que soy enfermera, relaja un poco su expresión.
—¿Me puedes decir qué te ocurre? ¿Puedes hablar? —pregunto.
—De repente, me ha empezado a doler de una manera terrible el
estómago… y he vomitado.
—¿Dónde te duele? —inquiero, y levanto la manta.
Ella coloca la mano en la parte superior del abdomen y señala:
—Aquí.
Le desabrocho el cinturón del vaquero y exploro la zona, palpando su
piel, algo húmeda por el sudor.
—¿Aquí?
—Ajá…
Entonces, pruebo a presionar con un poco de fuerza la parte inferior
derecha por donde me ha indicado.
—¡Ay!
—¿Cómo era el vómito?
—Vomité en el inodoro…
—¿Viste si había sangre mezclada?
—Creo que no. Era blanco.
Doy un suspiro de alivio. Le pido el número telefónico de su casa y, por
suerte, parece que el prefijo es de una zona próxima a nuestro destino.
De forma discreta, la azafata me comenta que tiene medicinas para el
estómago y analgésicos, pero niego con la cabeza.
—Quizá sea apendicitis. ¿Pueden solicitar que una ambulancia nos
espere en el aeropuerto?
Sus ojos, refinadamente maquillados, se fijan con firmeza en los míos,
como diciéndome: «Confío en usted y usted también puede confiar en mí».
—Sí, claro. Me pondré en contacto con ellos ahora mismo. ¿Necesita
algo más?
—Este es el número de su casa. Ah, si tienen un termómetro y más
mantas, tráigalos, por favor.
—Enseguida.
La muchacha, gimiendo de dolor, me mira con inquietud.
—Te pondrás bien. Aterrizaremos en unos treinta minutos —la intento
calmar. Me arrodillo en el pasillo y tomo su mano.
—¿Cree que es apendicitis?
—Sí, aunque no lo sabremos con seguridad hasta que te hagan pruebas
en el hospital.
—Si se trata de eso, no tengo miedo. Mi madre también la tuvo. Pero no
me gustaría que se me quedase la cicatriz.
—A lo mejor no es necesario que te operen. Lo primero es que te vea un
médico.
Ella asiente. Me quedo allí, sosteniendo su mano, y hablo para intentar
distraerla. Me cuenta entre gemidos que ha ido a visitar a su padre, que vive
lejos de la familia porque su empresa lo ha trasladado. Me pregunto si le ha
sucedido algo a su padre para que ella haya tenido que ir a verlo sin que las
clases hayan terminado. Aunque intento animarla, no puedo evitar pensar
en esas cosas.
La primera vez que deseé ser enfermera tenía la edad de esta muchacha.
Había ido al hospital a visitar a mi abuela, que se estaba muriendo, y me
quedé fascinada por una de las enfermeras.
Aún recuerdo su esbelta figura vestida con el uniforme blanco. Nunca
había sido capaz de imaginarme como adulta antes de conocerla y fue ella
la que me dio por fin algo parecido a una visión de futuro. Su aplomo y
dedicación, sus precisos movimientos, la agradable sensación de vitalidad
que desprendían sus humildes palabras…, todo eso solo lo podía poseer
alguien que creyese en sí mismo; así lo pensé confusamente a mis quince
años. Ese encuentro fue decisivo, porque estaba segura de que nunca podría
encontrar esa confianza, a pesar de que siempre sacaba las mejores notas de
clase casi sin estudiar y me atrevía a experimentar —ya me maquillaba y
montaba de paquete en la moto de un chico de un curso superior—. Ahora
que miro atrás, esa enfermera tenía vocación de verdad. Se encargaba del
arduo trabajo de girar a mi abuela, que se mantenía postrada en cama, con
más frecuencia y cuidado que cualquier otra compañera. Cada vez que
entraba en la habitación, mi abuela sonreía con un profundo alivio y
comenzaba a hablar de su juventud, historias que ni siquiera yo, su propia
nieta, había oído antes; por ejemplo, que había sido mecanógrafa, una
ocupación muy moderna en su día.
Aun así, mi encuentro con esa enfermera no fue la única razón por la
que decidí que esto era a lo que quería dedicarme. En esa época, quería
marcharme de casa tan pronto como fuera posible. Sentía que me asfixiaría
si no lo hacía cuanto antes debido a los sentimientos encontrados que tenía
hacia mi madre. Siempre que sacaba el tema de la muerte de mi padre,
aunque ella hablaba de recuerdos inocuos, percibía que su corazón se
cerraba en banda y eso me molestaba mucho. Justo después, cuando me
remordía la conciencia y se apoderaba de mí la voluntad de morir por ella,
me daba cuenta de que la quería más que a mi propia vida. «Mi pobre y
tierna madre ha sufrido y trabajado tanto que ahora ni siquiera puede tomar
una sola decisión por sí misma y confía en mi padrastro para todo». Acto
seguido, me atormentaba de nuevo la irritación que sentía hacia ella, que
había engordado después de casarse como si ya no tuviera nada que hacer
en esta vida. «Mamá, ¿eres feliz? ¿No estás fingiendo?», me preguntaba sin
cesar.
A pesar de que no tuve la menor idea de qué clase de adulta quería ser
hasta que no visité a mi abuela, no descartaba la posibilidad de marcharme
cuanto antes, así que esa profesión me pareció perfecta. ¿Acaso ahora estoy
siendo castigada por todo lo que he hecho mal? ¿Es porque mis deseos de
quinceañera eran tan ilícitos como para terminar dejando mi trabajo en el
hospital y verme atrapada en un callejón sin salida?
Nos anuncian que nos preparemos para el aterrizaje y la mano sudorosa
de la muchacha aprieta con fuerza la mía.
—Ya falta poco para llegar —trato de calmarla.
Coloco mi mano en su delgado abdomen una vez más. Tengo la
sensación de que su dolor penetra en mí y me asusto por un instante. Está
sufriendo mucho más de que lo que pensaba.
—Por favor, deje la mano ahí —susurra sin abrir los ojos.
De eso se trata: aunque he trabajado el doble y con más entusiasmo que
nadie, nunca he sido una enfermera particularmente buena. A veces, incluso
mientras trataba de animar a hombres que lloraban de miedo ante una
operación sencilla como la de apendicitis, los miraba con desprecio en mi
interior… Entonces, ¿por qué ahora siento el sufrimiento de esta muchacha
de forma tan real? ¿Por qué ahora, cuando he jurado no volver a ejercer la
enfermería?
Todavía después de que la chica desaparezca dentro de la ambulancia,
persiste su ardiente dolor en mi mano. En medio del enorme reformado
vestíbulo del aeropuerto, me detengo un momento y finjo consultar el
monitor de información mientras sigo apretando esa mano dentro del
bolsillo.
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Poco después de haber recibido la carta de Osamu, alrededor del día de
Setsubun, la fiesta tradicional de cambio de estación que se celebra el 3 de
febrero, el señor Nishioka protagonizó un altercado.
Se reunió con un amigo y salieron a beber. Ese amigo, que era cocinero,
había conocido al señor Nishioka cuando trabajó de taxista de forma
temporal, y ahora acababa de retomar su oficio en un restaurante. Sin
embargo, el mal hábito de faltar al trabajo lo traicionó y lo despidieron. Se
quejó al señor Nishioka y hasta lloró delante de él, asegurándole que tenía
la firme intención de reconducir su vida lo mejor posible, pero lo habían
despedido y no podía hacerlo en un mundo tan cruel.
El señor Nishioka era un hombre generoso por naturaleza. «Voy a hablar
con ellos por ti», afirmó, impulsado por el efecto del alcohol, y fue al
restaurante del que habían echado a su amigo. Al principio, adoptó una
actitud humilde; incluso estaba dispuesto a arrodillarse para rogar que le
readmitieran. La propietaria del establecimiento no solo lo rechazó con
frialdad, sino que le dirigió unas palabras tan despectivas que este montó en
cólera y armó un jaleo monumental. Él nunca se había comportado de esa
manera por algo así y sospecho que en el fondo se desahogaba por el asunto
de Osamu.
Hasta el día siguiente, la policía no se puso en contacto con la casera. El
señor Nishioka había llamado en primer lugar a la compañía de taxis en la
que trabajaba, pero la empresa se mostró indiferente a su comprometida
situación. Como la señorita Sasaki tenía el día libre, la casera le pidió que la
acompañara a la comisaría. La señora sacó un kimono que olía a alcanfor y
se vistió, y dudó por un momento si ponerse la dentadura postiza o no. Al
final, salió sin ella.
—Cuida de la casa en mi ausencia, ¿de acuerdo? —me pidió.
Pronto volvieron con el señor Nishioka. Él, con el rostro completamente
pálido, subió tambaleándose por la escalera como si se tratara de un
espectro.
—Tiene una resaca terrible —comentó la señorita Sasaki con el ceño
fruncido mientras seguía con la mirada la espalda del señor Nishioka.
Me enteré en detalle de las circunstancias por la conversación que
escuché entre la casera y la señorita Sasaki. Ya fuera porque la señorita
Sasaki se comportó de manera inesperadamente solícita o porque la
moviera la curiosidad, el caso es que se encargó de hacer unas llamadas,
siguiendo las instrucciones de la casera. No se le notaba mucho, pero la
casera era dura de oído y por eso no le gustaba hablar por teléfono.
Catorce platos, ocho fuentes, treinta y cinco vasos, una jarra de
cerámica, una caja de cervezas de veinte botellines, quince botellas de
whisky, cuatro paneles de cristal de un aparador vitrina, una bombilla…
Tras ojear el listado de los destrozos que el restaurante había presentado,
ambas suspiraron casi con admiración.
—¿De dónde diablos ha podido sacar tanta fuerza este enclenque? —
inquirió la señorita Sasaki.
—Bueno, es toda una hazaña para tratarse de él —comentó la dueña.
Se enzarzaron en un debate sobre si el importe calculado por el
establecimiento era exorbitante; al final, se quedaron convencidas de que
era una suerte haber llegado a un acuerdo amistoso y de que había que
dejarlo en manos de un viejo conocido de la casera que era abogado. Aun
así, siguieron mirando absortas el listado.
La casera incluso se presentó en la compañía de taxis. A pesar de que le
había dado la espalda al señor Nishioka, acudió varias veces y llevó una
caja de dulces de regalo para rogarles que no lo despidieran. El director, que
en realidad estaba buscando cualquier excusa para reducir personal, no
sabía cómo proceder con esa anciana que se presentaba todos los días,
aunque hiciese frío, vestida con un antiguo kimono que despedía olor a
alcanfor.
Mi madre, tras escuchar mi superficial e insuficiente explicación del
altercado, cogió una compota de boniato con limón y se fue a visitar a la
dueña para comprobar cómo llevaba el asunto. El señor Nishioka también
se encontraba allí. Al final del oscuro pasillo, se veía su espalda encogida;
se hallaba sentado junto al kotatsu. Mi madre y yo les dimos la compota en
la entrada. Estábamos a punto de irnos cuando la señorita Sasaki regresó del
trabajo. Sin saber que el señor Nishioka estaba allí, entró por la puerta, que
seguía abierta, y comenzó a preguntarle a la casera:
—¿Ha acudido a la compañía de taxis también hoy? ¿Salvará el pellejo
nuestro idiota?
En ese momento, apareció el señor Nishioka.
—Siento haberles causado tantas molestias… —balbuceó, y bajó la
cabeza.
—Ah, está aquí.
—Sí. Gracias a ustedes, he podido conservar mi trabajo.
—Esa es una noticia estupenda —dijo la señorita Sasaki sin sonreír
siquiera, y subió corriendo la escalera, dejándonos a todos perplejos e
incómodos. Volvió con dos botellas grandes de cerveza en cada mano—.
Después de todo, bien está lo que bien acaba. Echemos un trago.
La celebración se prolongó hasta muy tarde en la sala de estar de la
casera. Durante los tres años que viví en la Casa del Álamo, fue la primera
y última vez que todos los residentes se reunieron para beber. Tras haber
tomado solo la mitad de la cerveza, a la casera le entró hipo, tal vez porque
el alcohol le activaba la circulación. Se levantó para revolver en el armario
y sacó una caja de galletas saladas caducadas. La señorita Sasaki y mi
madre llenaban los vasos diciendo: «Venga, venga» o «no, ya no puedo
más», pero los vaciaban cada vez más rápido. El señor Nishioka se abrazó a
un viejo laúd japonés llamado biwa, que no sé de dónde sacó, y se dispuso a
puntear una melodía medio deprimente, medio estúpida. De pronto, soltó un
gemido y empezó a llorar.
—Ay, madre… —dijo la señorita Sasaki con un pequeño suspiro.
Mi madre se quedó mirándole con la mano que sostenía el vaso
congelada en el aire. La casera trató de consolarlo:
—Sé que lo estás pasando mal… —Sus sinceras palabras de ánimo
fueron interrumpidas por otro ataque de hipo.
Y yo estaba desesperada, sin saber qué hacer con ese gran trozo de
galleta salada que me estorbaba en la boca.
El señor Nishioka se mantenía cabizbajo, sin parar de sollozar.
Entonces, se puso de pie con brusquedad. Tenía la cara ruborizada hasta las
orejas. Los hombros no paraban de temblarle de forma exagerada. La
señorita Sasaki, mi madre y yo, e incluso la casera, que por lo general tenía
la espalda encorvada, nos levantamos al unísono.
—Señor Nishioka… —lo llamó mi madre mientras dirigía una mirada
preocupada a la señorita Sasaki y a la casera.
—Oiga, ¿por qué no se sienta? Beber de pie hará que el alcohol se le
suba más rápido. —La señorita Sasaki trató de calmarlo a su manera.
Él, estuviera escuchando o no, dio una gran zancada hacia delante y
deslizó el pie sobre la colcha que cubría el kotatsu. Su rígido cuerpo, similar
a un espantapájaros, se inclinó demasiado. Consiguió enderezarse a duras
penas, se acercó con pasos bruscos hasta el fregadero de la cocina y abrió el
grifo de golpe. Pensé que iba a lavarse la cara, pero llenó un vaso con agua
y regresó.
—Para el hipo. Beber agua le ayudará a quitárselo.
La casera, muy cortés, cogió el vaso que le ofrecía, aunque parecía que
el hipo se le había pasado con el susto.
No sé cuántas veces la señorita Sasaki se fue y volvió de su apartamento
a casa de la casera para traer más cervezas. Obligado por la ya borracha
señorita Sasaki, el señor Nishioka interpretó un monólogo rakugo titulado
«Gran Tambor». Mi madre fue la única que se echó a reír. Él parecía
satisfecho y no dejaba de repetir a cada trago la misma frase: «No seas tan
tonto como para hacer pis sentado». Sin darme cuenta, me metí bajo la
colcha del kotatsu y me quedé dormida mientras escuchaba cantar a la
casera una canción popular japonesa de amor con un tedioso tono
monocorde que sonaba como un himno budista.

A medida que pasaban los días, unas hojitas verdes aparecieron en las
ramas desnudas del álamo. El aroma de la hierba y de los árboles se
intensificaba. Una gata callejera parió detrás del cobertizo. La madre,
amenazante, enseñaba sus colmillos para que nadie se acercara a su camada,
aunque a diario les ponía un plato de leche al lado del cobertizo.
Entonces yo estaba pasando por un periodo de rebeldía. Al observar la
espalda de mi madre cuando trabajaba en la cocina, se apoderaba de mí una
intensa irritación; estaba convencida de que no era sincera y no me decía
algo que debía contarme. Me fijaba de manera obsesiva en los detalles más
triviales, en los más insignificantes —su apatía al darme las buenas noches
o cuando estaba más pendiente del programa de televisión que de
escucharme— y cualquier excusa era buena para enrabietarme con ella. Me
convertí en una niña que buscaba pelea. Cuanto más me comportaba así,
más difícil era de entender su corazón, y a mí me remordía la conciencia.
Dejé de escribir a mi padre. Había perdido el control; no sabía cómo
transformar mi frustración en palabras, ni siquiera sabía si era admisible
hacerlo.
Por consiguiente, fue una gran sorpresa cuando un día mi madre me
entregó un sobre. El nombre de mi padre estaba escrito en él.
—Es una carta para tu padre. Me dijiste que alguien podía hacérsela
llegar, ¿verdad?
Me acordé de la noche que hablé con ella, la Nochevieja en casa de mi
tío.
—Sí, claro.
—¿Puedes dársela a esa persona, entonces?
Asentí y cogí la carta. En el liso sobre de color crema estaba escrito con
su inconfundible letra: «Para el señor Shunzo Hoshino, de Tsukasa». El
sobre, que por supuesto iba sellado, se quedó posado en la palma de mi
mano.
Me alegré de que hubiese aceptado mi oferta. Al día siguiente, tan
pronto como regresé de la escuela, fui directa a ver a la casera y le entregué
la carta, que había guardado cuidadosamente en mi mochila.
—No he roto mi promesa de mantenerlo en secreto. Nunca he desvelado
que usted es la mensajera del más allá.
—Bueno, supongo que será verdad —dijo, y la agarró—. Pero, a
cambio, tienes que quitar las malas hierbas del jardín, ¿de acuerdo?
¿En qué pensaba mi madre cuando me entregó la carta? ¿Acaso tenía
algo que decirle a mi padre o solo trataba de aplacarme a mí, que seguía
mosqueada? Fuera por el motivo que fuese, la rabia que sentía hacia ella se
calmó durante un tiempo, como si nunca hubiera existido.
Cuando llegaron las vacaciones de primavera, me pasé todos los días
persiguiendo a los gatitos por el jardín. A menudo, la casera y yo
quitábamos las malas hierbas. Cada una llevaba una bolsa y competíamos
por ver quién la llenaba más rápido. Sobre la tierra negra, que había estado
cubierta de escarcha durante el invierno, brotaban por todas partes unas
hierbas que nunca antes había visto. Mi trabajo avanzaba muy despacio
porque con frecuencia tenía que consultarle a la casera. «¿Arranco esta?», le
preguntaba, y ella me contestaba: «Es una violeta» o «eso es menta». Pero
ella, de vez en cuando, metía algo de lo que había arrancado en mi bolsa sin
que me diera cuenta.
Esa primavera, yo ya calzaba un treinta y tres, y mi madre me compró
una falda celeste porque la roja se me había quedado pequeña. Los
monstruos de las alcantarillas, que tanto miedo me daban antes, habían
desaparecido por completo y casi me había olvidado de su existencia.
Era un día ventoso a principios de abril.
—No abras la ventana, que entra mucho polvo, ¿vale? —me advirtió mi
madre antes de irse a trabajar.
Por eso yo contemplaba el álamo a través del cristal, que seguía de pie,
inamovible, mientras cada ráfaga parecía arrancarle las hojas recién
brotadas. En ocasiones, el viento golpeaba el cristal en el que tenía pegada
la nariz y me sobresaltaba, sacándome de mi ensimismamiento.
Las grises nubes corrían con ímpetu por el cielo. Cuando bajé la mirada,
descubrí a la casera en el jardín. Su cabello blanco, revuelto por el aire,
estaba de punta, y sus piernas, cubiertas por una doble capa de calcetines
que le asomaban por debajo de la falda de tubo, se aferraban al suelo,
resistiendo para que no la arrastrara la corriente. «¿Qué diablos estará
haciendo fuera un día como este?», me pregunté.
No tardé en comprender su objetivo. La maceta de un pequeño ficus que
se había olvidado en el tendedero se había volcado por el viento. Se acercó
a la planta con pasos inseguros, como si avanzara dentro del agua, acumuló
todas sus fuerzas en su encorvada espalda y enderezó la enorme maceta. A
continuación, retrocedió hacia la puerta corredera de cristal paso a paso,
tirando del macetón con paciencia. «Si quiere meterlo en casa, tengo que
ayudarla», pensé. Justo cuando iba a apartarme de la ventana, rugió una
enorme ráfaga. Sobrecogida, miré abajo de nuevo y descubrí que la espalda
de la casera, que se había mantenido rígida por la tensión, estaba inmóvil.
Ella se hallaba desplomada en el suelo, abrazada al ficus.
Por desgracia, ni la señorita Sasaki ni el señor Nishioka se encontraban
allí. Corrí al jardín. En medio del viento que rugía con violencia y del
ladrido enloquecido del perro de la esquina, el espacio que la envolvía
parecía inundado por un silencio letal. Corrí hasta la casa vecina y, llorando,
llamé a la puerta.

Fui a visitar a la casera al hospital con mi madre en su día libre. Creo


recordar que fue unos tres días después de que se cayera. Le habían puesto
una máscara de oxígeno y dormía. Sus ojos, bajo su prominente frente, que
siempre escrutaban con una mirada aguda su alrededor, estaban cerrados y
la blanca colcha apenas parecía abultada. Era como si hubiese menguado de
repente. Su aspecto débil me impactó. Se trataba de otra clase de impacto al
que sentí cuando la encontré desplomada; era como si algo frío penetrase en
mí.
—¿Se va a morir? —le pregunté a mi madre ya de regreso a casa.
—Se pondrá bien —me respondió, pero sospechaba que en el fondo no
estaba tranquila.
Una vez más, vi la alcantarilla, esperándome con su negra boca abierta.
«No. Vete», murmuré, pero solo dejó escapar unas risas lúgubres.
Al atardecer, mi madre abrió la puerta de la casera. Ella y la señorita
Sasaki habían decidido llevarle una muda en sus días libres, y guardaban la
llave de su casa por turnos. Mi madre quería volver a pasar por el hospital a
la mañana siguiente, camino del trabajo, para dejarle más ropa.
Al escuchar sus pasos bajando por la escalera exterior, me puse a pensar
en el cajón de las cartas. ¿Acaso esa visión de la casera como una muñeca
de madera medio rota era síntoma de que el cajón se había llenado por
completo? Sin embargo, aún estaba a tiempo de salvarla. Si iba a hacerlo
antes de que ese agujero negro la tragara, era mi única oportunidad, ya que
no estaba echada la llave de su casa…
Sigilosa, bajé la escalera detrás de mi madre. Por fortuna, había dejado
abierta la puerta mientras hurgaba en el ropero, enfrente del dormitorio. De
puntillas, me atreví a pasar justo por delante hasta llegar al cuarto de estar,
que conocía como la palma de mi mano. Oía a mi madre tararear. No se
había percatado de mi presencia.
Acerqué un taburete de la cocina, lo coloqué frente a la cómoda negra y
me subí a él. Alcancé la altura necesaria para examinar el interior del cajón
superior. Bastaba con echar un vistazo rápido. A fin de cuentas, ¿no me
había advertido la casera que la persona que mirase sería la encargada de
llevar las cartas al otro mundo?
No tenía la heroica idea de morir en su lugar. Era cierto que sospechaba
que, en algún rincón de mi mente, podría superar el miedo a que una
alcantarilla abierta me tragara si veía lo que contenía el cajón. Sin embargo,
incluso eso era secundario en ese momento. Simplemente no podía soportar
la idea de que la casera se muriera. Quería que viviese.
Me mantuve de pie y estable sobre el taburete y, con todas mis fuerzas,
tiré de las asas. Aunque pesaba una tonelada, se abrió con un movimiento
sorprendentemente suave y silencioso. Una agradable fragancia como de
incienso flotó en el aire al instante y cerré los ojos sin querer. Me puse de
puntillas. «Venga —me dije—, abre los ojos, Chiaki. Así, la casera no
morirá. ¡Vamos, ábrelos, rápido!».
Sin embargo, continuaron cerrados y las puntas de los pies empezaron a
temblarme.
—¿Qué estás haciendo?
Me giré, sorprendida por la voz inesperada, y mis ojos se encontraron
con los de mi madre. Fue cuestión de un minuto. Estaba tan tensa que me
había olvidado de que se encontraba allí. Me quedé desconcertada al verla.
—Pero ¿qué te crees que haces, abriendo la cómoda de alguien sin su
permiso? —Empujó el cajón con una mano y este se cerró como atraído por
un imán.
Salté del taburete con un golpe seco. Se acabó. Mi madre le entregaría
la llave a la señorita Sasaki esa noche. Mi oportunidad se había desvanecido
porque no había abierto los ojos a tiempo.
Escribí a mi padre esa noche. No me importaba si le podría entregar la
carta a la casera o no. Quería que alguien la salvase y, si tenía que pedírselo
a alguien, sería a mi padre, antes que a Jesús o cualquier otra persona.
Curiosamente, mientras escribía la carta, se me venían sin parar y con total
nitidez diversas imágenes de mi padre, una tras otra, y recuerdos de su voz
flotaban en mi mente y se desvanecían de nuevo: como cuando comía en
silencio; la forma en que cerraba la puerta cuando se iba a trabajar o cuando
regresaba y anunciaba: «Ya estoy en casa»; los gestos de sus manos al
quitarse el abrigo, colmado por el aire frío y el olor del tabaco; su voz
cuando pronunciaba mi nombre.
Coloqué la carta debajo de la almohada y me acosté. Al instante, me di
cuenta de que no podría conciliar el sueño. Me arrepentí de la cobardía que
me había impedido mirar en el cajón aquella tarde y me sentí muy
avergonzada.
Aún seguía con los ojos abiertos cuando el resplandor de la luz de la
luna penetró por la ventana a medianoche. Mi madre respiraba con
tranquilidad a mi lado. Me sentía como si fuera la única persona del mundo
que continuaba despierta y noté en ese momento que mi almohada se
hallaba caliente y húmeda. No dejaba de rondarme el mismo pensamiento:
«Si pudiera retroceder en el tiempo, no dudaría en volver al momento en
que descorrí el cajón y esta vez sí que miraría con valor…».
Entonces, sonó el teléfono. El volumen estaba bajado. Mi madre debía
de estar muy cansada, pues dormía profundamente. Me levanté, fui a la
cocina y descolgué.
No se oía ninguna voz, solo un sonido seco como el del viento o como
el de una llamada a larga distancia desde algún lugar muy lejano.
—¿Papá? —pregunté sin pararme a pensar.
¿Acaso no sonaban parecidas las interferencias al otro lado de la línea
cuando mi padre llamó hacía tanto desde Inglaterra? Tu-tu-tu. Otro ruido se
superpuso y se cortó. Tras colgar, me quedé un rato de pie, distraída. El
sonido seguía aún en mis oídos.
Luego, un presentimiento surgió poco a poco desde el fondo de mi
cuerpo. «La casera sobrevivirá. Esta llamada ha debido de ser de mi padre
en respuesta a mi carta de auxilio. ¡Por fin ha sucedido “lo increíble” que he
estado esperando tanto tiempo! Las frutas del altar no dejan de pudrirse,
pero mi padre me protege de verdad…».
Me lo creí sin ningún asomo de duda. Cuando regresé a la habitación, la
luz de la luna, que hasta entonces no había dejado de brillar sin piedad,
ahora parecía bañar la estancia de un modo suave y familiar, como si se
tratase de un amigo que compartiera un secreto. Y el Álamo, que sabía todo
de principio a fin, era el testigo más fiable. Volví de puntillas a mi futón,
olvidándome de los amargos remordimientos que me habían atormentado, y
me quedé dormida al instante.

Quizás aquella llamada telefónica solo fuese una equivocación o una


broma, solía decirme después. Aun así, aunque no hubiera sido más que
eso, no me importaba porque ahora podía creer que había sido mi padre. Me
serené por haber encontrado al fin una pieza del rompecabezas en mi larga
búsqueda y por asegurarme de que ya no volvería a perderlo.
La casera manifestó una recuperación sorprendente para una mujer de
su edad y, una semana después de la llamada, ya podía incorporarse y
comer un mamedaifuku que le compré en la confitería Nishikawa. Me
pasaba por el hospital a verla todos los días de regreso de la escuela. Solo
quería echar otro vistazo a «lo increíble» que había ocurrido ante mis ojos.
Le dieron el alta el primer fin de semana de mayo. Tras volver a casa en
el taxi del señor Nishioka, lo primero que hizo fue detenerse a contemplar
el álamo, que mecía sus hojas verdes contra el despejado cielo azul.
Mientras parpadeaba por el destello de la luz, resopló por la nariz de
manera ruidosa: «¡Hum! ¡Hum!». Luego, entró en casa, rezó ante la
fotografía de su marido en el altar y recorrió despacio con la mirada el
interior de la estancia. Una vez instalada de nuevo en la sala de estar, la
figura del dragón, los libros antiguos, el rollo de pergamino y todas las
demás cosas que tanto repelús me habían causado parecían armonizar con
ese espacio.
Un futón estaba extendido en el mismo lugar donde yo había
convalecido cuando estuve enferma. Posiblemente mi madre y la señorita
Sasaki lo habían puesto allí porque ese cuarto tenía televisión y era más
grande que el dormitorio.
—Cuando la señora se haya cambiado y se haya acostado, te vienes
enseguida, ¿de acuerdo? —me había dicho mi madre.
Sin duda, mi madre y la señorita Sasaki consideraron que se sentiría
más cómoda si la atendía yo, en vez de un adulto.
Sin embargo, ella se tomó su tiempo; no parecía tener intención de
acostarse. Fue a la cocina, abrió los armarios, revolvió en un pequeño cajón
al lado del altar y sacó una lima de uñas. Dio unas palmaditas en el respaldo
de una silla sin patas mientras murmuraba algo para sí misma. Yo la
observaba con cierta impaciencia.
Estiró el brazo y deslizó un dedo por la parte superior de la cómoda
negra. Luego se giró como inclinando hacia delante su frente, algo más
pálida desde su estancia en el hospital, y sus ojos se posaron en los míos. Yo
también la miraba, sentada en el tatami. Noté cómo me ruborizaba. Parecía
que su mirada podía atravesar cualquier cosa. No obstante, desvió la vista
de improviso y comenzó a cambiarse. Como es de mala educación mirar
fijamente a alguien mientras se desnuda, agaché la cabeza.
—El cajón aún no está lleno, ¿eh? Todavía no voy a morirme, por
desgracia —me dijo.
—¡¿De verdad?! —Levanté la cabeza al instante.
Ella se erguía con dignidad, vestida solo con ropa interior de color beis,
un conjunto de camiseta de manga corta y pantalón corto hasta la rodilla.
—Claro que es verdad —afirmó.
Yo esperaba que se pusiera el pijama, pero se estaba vistiendo con la
falda de tubo gris que solía llevar en casa.
—¿Cuánto tiempo es todavía?
—Pueees… todavía es todavía.
—¿Hasta que yo me haga mayor?
—Uuuy, aún queda mucho tiempo para eso, ¿no? —Y no añadió nada
más.
Despacio, se fue abrochando uno a uno, y de arriba abajo, los botones
de su jersey burdeos de siempre. A continuación, tomamos una sopa
instantánea de judías dulces con pastelitos de arroz que quedaba en el
armario de la cocina.
—Ah, qué gusto. Es muy agradable estar así en casa, a mis anchas.
Dormir cuando quiera, levantarme cuando quiera y comer lo que quiera. —
Mientras tomaba la sopa harinosa, frunció aún más su rostro, que ya era de
por sí arrugado. Yo aún estaba inquieta. Ella se percató de mi desánimo y
acabó por preguntarme—: Eh, niña, ¿anduviste husmeando dentro del
cajón?
Me hubiera gustado decir que sí, pero fui incapaz de mentir:
—Lo intenté, pero no me atreví a abrir los ojos.
Al oírlo, se echó a reír. Encorvó aún más la espalda y rio sin parar,
como si aquello fuera tan gracioso que no pudiera contenerse. Por una
mezcla de rabia y vergüenza, deseé poder desaparecer de la sala. Después
de haberme preocupado tanto…, ¡allá ella!
—Solo de pensar en seguir con vida hasta que te hagas mayor, me dan
retortijones. Pero, bueno, ¿por qué no intentarlo? —comentó entonces.
Una brisilla entró por la ventana abierta de par en par. Ella cerró los
ojos, concentrándose en el rumor de las hojas del álamo.

Padre:
¿Cómo estás? La casera ha vuelto hoy del hospital. Ha
acariciado todas las cosas de la casa y se la veía muy feliz. Eso era
un problema, porque no quería irse a la cama, aunque se supone que
debe seguir guardando reposo. Pero cuando por fin se iba a acostar,
me ha enseñado un encantamiento para dormir bien. Dice así:

«Dormir es lo más sencillo del mundo,


pero los necios humanos se levantan y trabajan».

Me ha contado que se ha recuperado tan rápido porque siempre


recita este encantamiento antes de dormir. Y yo le he hablado de ti.
Le he dicho que, cuando te recé para que se curara, me llamaste por
teléfono, y ha respondido: «Oh, en ese caso, tengo que decirle lo
mucho que se lo agradezco».
Me he acercado a la iglesia al atardecer. El otro día me encontré
un bonito mechero dorado, aunque no funciona, y fui a dárselo a
Jesús. En el poco tiempo que no lo he visto, ha dejado de parecerse
a ti. Le he preguntado: «¿Qué te ha pasado? Esto no está bien».
Parecía mareado, como de ir en coche, y no me contestó nada.
En cambio, estos días pienso en ti a menudo. Es extraño, porque
antes no podía recordarte. Papá, no estás con el conejo en la luna ni
te has convertido en oveja, ¿verdad? Estás en algún lugar fumando
tranquilamente, leyendo y trabajando, igual que antes, ¿a que sí?
Quiero llamarte, pero, como no me sé tu número, marco el del
pronóstico automático del tiempo. Es divertido escuchar la
previsión. En ocasiones, pienso que seguro que costará mucho
dinero llamar desde donde estás. No puedes llamarme a menos que
sea una ocasión muy especial, como el otro día.
Ayer, mi compañera Hashiguchi se puso mala en la escuela, así
que la llevé a la enfermería. Soy la encargada de la gente enferma de
nuestra clase. Eramos las únicas que caminábamos por el pasillo. Yo
estaba muy preocupada. En ese momento, oí una canción
procedente del aula de música. Era una que escuchabas antes. Y se
me pasó un poco la inquietud. «Está bien. Puedes vomitar si tienes
ganas», le dije. Ella se sorprendió un poco y luego me contestó:
«Gracias, Chiaki». Me contó que había tomado unos donuts para
desayunar. «Los donuts son demasiado pesados. Déjalos para
merendar», le advirtió su madre, pero ella se los comió de todas
formas. Por eso se puso mala. A Hashiguchi le había preocupado
que su hermano pequeño se los comiera mientras ella estaba en la
escuela. «Habría sido mejor compartirlos con él más tarde», se
arrepintió. Me apeteció hacerme su amiga. Y me alegré de ser la
encargada de llevar a la gente a la enfermería.
Papá, voy a dejar de escribirte un tiempo porque, si lo hago, me
temo que tendré ganas de entregarle las cartas a la casera. Y
ocuparía mucho espacio en su cajón. No sería justo, ya que su
misión es guardar las cartas de muchas personas. Y, además, voy a
estar bien porque sé que tú me proteges.
He decidido escribirte en mi corazón. Voy a escribirte mucho
más que antes. Pero si te sientes solo, llámame otra vez, por favor.
Incluso si es muy tarde.
Adiós, por ahora.
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Cuando doblo la esquina del parque de bomberos y empiezo a caminar
por la calle paralela al canal, me embarga la sensación de que nunca, ni por
un instante, me fui de este lugar. Percibo en el ambiente el mismo aroma de
entonces. Pese a que han construido un gran centro comercial enfrente de la
estación y la zona de tiendas ha cambiado en gran medida, la confitería
Nishikawa, donde venden el pastelillo favorito de la dueña, el
mamedaifuku, sigue intacta, así que compro unos cuantos y sigo caminando
con el paquete de dulces colgado de la muñeca.
El canal está bañado por la luz transparente de otoño y la superficie del
agua refleja mi silueta; destacan mis huesudos hombros, que hacen que mi
madre me exclame cada vez que nos vemos: «¡Estás demasiado delgada!».
Las plantas acuáticas oscilan con languidez en el fondo. Me pregunto si el
agua de este estrecho canal, en el que solían flotar unas jabonosas burbujas
cuando era niña, se encuentra más limpia ahora.
La casera me contó lo de las cartas del otro mundo un día otoñal como
este. Le gustaba hacer aquello y, ahora que lo pienso, esa fue la manera
perfecta de levantarle el ánimo a una niña de seis años. Nadie puede negar
que gracias a esas cartas fui capaz de librarme de la ansiedad o que pude
creer que una silenciosa llamada en medio de la noche era de mi padre. Y,
además, la casera las ha conservado durante todo este tiempo y deben de ser
unas cuantas.
«Gracias a usted, ahora soy feliz», me gustaría decirle, si pudiera. Pero
tan pronto como se me ocurre, me asalta esa desagradable y conocida
sensación que me oprime el pecho y tengo que detenerme en el camino.
¿Qué diablos he hecho con mi vida? Me enamoré de un hombre
introvertido e impenetrable. Era un técnico del laboratorio de mi hospital.
Él siempre se mostraba tranquilo, como un niño acostumbrado a jugar solo.
Con el tiempo, comenzó a venir a mi apartamento, pero nunca hacía nada
por iniciativa propia (por ejemplo, avisarme de cuándo vendría la próxima
vez); aceptaba, sumiso, todo lo que yo proponía o decía.
Fue ridículo enamorarme de alguien a quien no entendía. Aun así, me
sentía a gusto cuando estaba con él, un hombre encerrado dentro de un duro
caparazón. El caso es que me encuentro más incómoda con alguien
elocuente y sociable. A pesar de añorar en el fondo una compañía, termino
evitándola porque me siento tímida y asustada.
Es probable que esa faceta de mi personalidad tenga una conexión con
el recuerdo que guardo de mi padre. En mi interior, la soledad que sentía
por no poder acceder a su silencio y su calidez por aliviarme ese vacío son
inseparables. Será que soy incapaz de sentir afecto o aceptar el calor
humano sin evitar experimentar esa plácida soledad que sentía con mi
padre.
Últimamente, cuando pienso en él, me domina una especie de
resentimiento. Debería haber hablado más conmigo. En tal caso, no hubiera
sido como soy ahora, ávida de palabras, atraída por ellas, pero en el fondo
temerosa. Sé que es una acusación absurda, aunque no del todo
injustificada. Tratar de explicar que mi personalidad está marcada por un
hombre que murió hace casi veinte años es como afirmar que lo único que
se me concedió al nacer fue un padre reservado que murió joven.
Es injusto culparlo de mi desafecto. «Debería olvidarlo. Me equivoqué
de persona. Eso es todo». Pero, por mucho que intento convencerme, me
persigue un sueño recurrente. Me llevan al quirófano entre sollozos. «Lo
siento, es demasiado tarde», anuncia el médico. Me inyecta la anestesia y,
mientras me mira fijamente, me pide que repita: «Uuuno, dooos, treees…».
A medida que pronuncia los números, el rostro del anestesista se transforma
en el suyo. «¿No podemos hablar de casarnos en otro momento? Ha sido
cosa del destino que hayas tenido un aborto…». Eso fue todo lo que dijo.
Habría preferido que hubiese permanecido en silencio, sin comentar nada,
antes que oír esas palabras.
He dejado mi trabajo porque me resulta doloroso trabajar en el mismo
sitio que él. Pero, si esa hubiera sido la única razón, habría bastado con
cambiarme de hospital. He perdido la confianza en mí misma como
enfermera. En fin, que me he acobardado. Por el afán de alejarme lo
máximo posible del espantoso y desagradable recuerdo que guardo como
paciente sobre la mesa de operaciones, he acabado huyendo con el rabo
entre las piernas.
La bolsa de papel llena de medicamentos continúa en el pequeño bolso
de viaje que llevo en la mano derecha. Sería mejor tomármelos de una vez
por todas. Ese pensamiento está de manera constante en mi cabeza; si no lo
he hecho, es porque soy una cobarde. Por extraño que parezca, la sobredosis
es una alternativa que me ayuda a seguir un día y otro más. He podido
sobrellevar estas últimas semanas porque sé que puedo tomarme las
pastillas cuando lo considere oportuno, igual que cuando se aplaza algo
especial para disfrutarlo con más intensidad. No sé si se puede llamar a esto
una perspectiva de futuro.
Ya es hora de dejar de engañarme. Estoy nerviosa e impaciente, como si
fuera alguien que, en un país extraño, hace solo la cola en la taquilla de los
trenes de larga distancia, atestada de gente. Tengo que darme prisa, tomar
una decisión de una vez por todas y determinar mi destino… Pero ¿adónde
debería dirigirme?
Levanto la mirada de manera inconsciente y descubro allí el
inconfundible álamo, que se ha mantenido derecho, bañado por la luz del
sol de la tarde y mecido por el susurro de sus doradas hojas. No es ni el
pasado ni el futuro, tampoco un sueño ni un espejismo. Es tan real que, por
un instante, se me queda la mente en blanco. El álamo nunca se inmuta por
no tener un lugar adonde ir. Se limita a estar ahí. Y yo también estoy aquí.
Respiro hondo y reanudo el camino, siguiendo con la mirada el árbol,
que me atrae igual que cuando llegué por primera vez a casa de la anciana.

—Eres Chiaki, ¿no? ¡Bienvenida! —La señorita Sasaki me recibe con


un entusiasmo impropio en una situación fúnebre, a pesar de que lleva ropa
de luto para cumplir con el protocolo.
—Cuánto tiempo, señorita Sasaki.
—Es verdad, sí. Ya eres toda una mujer, pero te he reconocido
enseguida, ¿eh?
Debe de tener al menos cincuenta años. Lleva el mismo corte de pelo de
antes y, aunque tiene patas de gallo en los rabillos de los ojos, su cutis sin
maquillar resulta aún refrescante.
—No ha cambiado nada en este sitio, ¿verdad?
—La verdad es que no, en absoluto.
El portón, el jardín, la penumbra del vestíbulo y este olor, todo sigue
exactamente igual, a excepción de los numerosos zapatos desperdigados por
la entrada, señal, para mi sorpresa, de que hay una multitud de personas en
el interior.
El anciano de la tímida mirada y de barba blanca que la casera llamaba
«mi profesor» abandonó a su esposa e hijos cuando era joven y se fugó con
su amante, con ella, que entonces era maestra de primaria. No tuvieron hijos
y, desde que se fueron a vivir juntos, cortaron la relación con sus familias.
Me enteré cuando la casera se cayó por culpa del viento. Estaba convencida
de que su funeral sería poco concurrido.
Me quedo perpleja en la entrada y la señorita Sasaki me anima a pasar:
—Venga, pasa ya. Todos son compañeros tuyos.
Me pregunto intrigada qué quiere decir con eso de «compañeros». Al
entrar, me encuentro la casa atestada de gente. Hombres y mujeres están
sentados y charlan en la sala contigua al vestíbulo, la que usaba de
dormitorio; también están en el cuarto de estar e incluso en la cocina. La
mayoría de esas personas, tanto hombres como mujeres, son de edad
avanzada. Ninguno se muestra inquieto ni circunspecto, actitudes habituales
en este tipo de tesituras. Nadie llora ni se lamenta. Las ventanas están
abiertas de par en par y la luz dorada que inunda la habitación a través de
las hojas amarillas del álamo tiñe el interior. En medio de ese ambiente,
todo el mundo toma un té con aire relajado.
En la sala de estar, al otro lado de la cómoda negra que me es tan
familiar y delante de la estantería empotrada, han instalado un pequeño altar
y junto a él está colocado el ataúd. Tras depositar el consabido sobre de
donativo para el difunto y el paquete de mamedaifuku como ofrenda, me
dispongo a asomarme para ver su cara a través del pequeño cristal. En ese
momento, un hombre se acerca y levanta la tapa del ataúd para mí. Un
agradable aroma muy familiar brota con suavidad desde el interior. El
mismo olor que percibí cuando abrí aquel cajón.
—¡Oh…! —Contengo el aliento, asombrada.
—Es increíble. Impresionante, ¿verdad? —El hombre que ha abierto la
tapa me mira sonriente. Tendrá unos sesenta años y lleva peinado hacia
atrás su abundante cabello blanco. Tiene un rostro redondo pero refinado—.
Bueno, yo también me he sorprendido, en realidad; nunca imaginé que
habría tantas. —La casera, vestida con un hermoso kimono de color malva
claro, está rodeada de centenares de cartas. Él extiende con dulzura la
palma de la mano sobre sus pies—. Me he tomado la libertad de meter la
mía por aquí.
—¿Quiere decir que…? —No me atrevo a terminar la pregunta («¿usted
también?») y enmudezco, perpleja.
—Sí, eso es… —Asiente mientras su digno rostro, que evoca la luna
llena, revela la timidez de un niño indefenso—. He olvidado presentarme.
Me llamo Yamane, de la funeraria Yamashina.
Me quedo atónita; estaba convencida de que la historia de la entrega de
cartas al otro mundo era una invención suya para mí, que era una cría.
La cara de la casera se ha empequeñecido, pero su ancha frente, que
tanto he echado de menos, sigue tal cual. Tiene los ojos cerrados y las
comisuras de la boca, que solía apretar con firmeza, están algo combadas
hacia arriba, como si sonriese. Duerme con ese rostro de Popeye malvado
transformado en el de un apacible bebé. Mientras la miro, me brotan, de
repente, las lágrimas. Es cierto que, cuando mi madre volvió a casarse, nos
mudamos lejos, pero ¿por qué nunca he venido a visitarla? Después de
hacerme mayor, era libre de venir cuando quisiera.
—Toma, estas son tuyas. —La señorita Sasaki coloca un grueso fajo de
cartas en mi regazo.
«Para mi padre, de Chiaki», anuncia mi letra infantil. La mayoría de los
sobres son de color marrón claro y de calidad tosca, pero el de arriba, que
venía de regalo con una revista, tiene dibujados unos narcisos. Percibo las
marcas de una goma de borrar en una parte de mi nombre, donde volví a
escribir.
Con una mezcolanza de sentimientos, me agacho para colocar el manojo
de sobres a sus pies, pero el señor Yamane me lo impide cariñosamente y lo
pone justo por debajo del pecho de ella. Luego, con movimientos elegantes,
baja la tapa del ataúd y la cierra.
—Conocí a esta señora en un funeral —comienza mientras toma el té
que la señorita Sasaki le ha servido—. El difunto era un discípulo de su
marido. Era un erudito, pero, cuando surgieron problemas con los gastos del
funeral, la señora me pidió que fuera a verla y me habló de las cartas. Me
dijo que, cuando se muriera, llevaría mis cartas y las entregaría a alguien
del otro mundo, por lo que me pedía que le rebajase el presupuesto. Fue
algo descabellado.
—Apuesto a que le contó la historia de su primo, que murió cuando ella
era pequeña, ¿verdad? —lo interrumpo.
—No, me habló de su difunta hermana. Una anécdota conmovedora. —
Sonríe ante mi perplejidad y continúa—: Al principio, no me cayó nada
bien. Yo acababa de perder a mi único hijo en un accidente y no podía dejar
de sentir amargura mientras seguía con mi vida. Después de haberlo sufrido
en carne propia, debería haber comprendido el dolor ajeno, pero tenía
miedo de entenderlo. Incluso bromeaba con mis compañeros de trabajo
sobre que los muertos eran una estupenda fuente de ingresos y me divertía
escandalizándolos. Me siento despreciable, pero así era yo. —Hace una
pausa; luego reanuda su relato—: Pero sí que escribí una carta. De alguna
manera, ella me motivó a hacerlo y, además, no solo no le rebajé el precio
del funeral, sino que se lo hice gratis. Y escribí la carta de un tirón esa
misma noche. Escribí todas las cosas que quería decirle a mi hijo: lo mucho
que sentía lo ocurrido, la rabia que me atormentaba como padre, los planes
que pensaba haber compartido con él. Lo más doloroso fue encarar el
futuro. También escribí sobre ese futuro. «Si mi hijo estuviera vivo…», no
había manera de quitarme esa idea de la cabeza y tampoco podía detener la
irremediable cólera que hervía dentro de mí. Escribí y escribí, puse el punto
final, me vine aquí con un sobre abultado y se lo entregué a la señora. Pero
en menos de tres días, volví a sufrir, pasé toda la noche escribiendo y le
traje la siguiente carta. No sé cuántas veces repetí ese ritual. Hasta que un
día oí una voz que me dijo: «Ya está bien. Basta de sufrir». —Baja la
mirada y aprieta los labios con firmeza. Entonces, me dice—: Todos los que
se han reunido hoy aquí le confiaron sus cartas. Todos recibieron su ayuda.
Como arrastrada por él, miro a mi alrededor. ¿La dueña se acercó a
todas esas personas, que ahora están sentadas hablando tan tranquilamente?
¿Les habló una a una conforme las iba encontrando, tal vez llorando o con
la mirada perdida o con la expresión tensa o inexpresiva por sufrir
demasiado? ¿Se encontró con una madre incapaz de prestar atención
siquiera al llanto de su niño, a individuos que tenían miedo? ¿Se las fue
encontrando en la calle o en la sala de espera del oftalmólogo, delante de la
confitería Nishikawa, o en el tren, en el funeral de alguien o en un banco del
parque, en la azotea de los grandes almacenes o en un puente?
Una ráfaga de viento mece las ramas del álamo. Las hojas amarillas se
arremolinan hacia arriba y la luz dorada que baña todo alrededor se mueve
con ellas.
El señor Yamane prosigue:
—Ha mencionado antes que la señora le habló de su primo muerto, ¿no?
—En su voz se mezclan un suspiro y un deje de ironía.
Asiento con la cabeza.
—Y a usted, señor Yamane, de una hermana…
—En efecto. A todos nos contó una historia diferente.
—¿A todos?
—Sí. Parece que comenzaba siempre hablando de ella misma, pero el
contenido del relato era diferente. La persona fallecida era su padre, o una
niña de su edad, incluso su hermano pequeño, que era capaz de leer con
apenas tres años.
—¿En serio?
—Estoy aquí desde ayer; he oído a mucha gente y no coincide ninguna
versión. A lo mejor es simple suposición mía, pero no dejo de pensar que
ella vivió una experiencia tan desgarradora que era incapaz de contar la
verdad. —¿Sería así en realidad? El señor Yamane, hasta entonces
cabizbajo, alza la vista y añade, como si no quisiera darme tiempo a pensar
—: Pero, ya sabe, es inútil especular sobre eso. Además, es muy probable
que disfrutase inventando historias para motivar a la gente. Porque esto casa
mejor con el tipo de persona que era, ¿no cree?
En mi mente, la casera sonríe con malicia, como si dijera: «Hay que ver
las cosas absurdas que está soltando. Qué pocas luces tiene este tipo de las
pompas fúnebres».
—Sí, yo también pienso lo mismo. Ella sería capaz de hacerlo, desde
luego.
El señor Yamane respira, aliviado por mi respuesta, y sonríe
contrayendo mucho los ojos.
A medida que oscurece, no deja de llegar gente. La señorita Sasaki y yo
llamamos varias veces al restaurante de sushi y a la tienda de licores para
hacer pedidos a domicilio. Trabajamos sin parar, cociendo el arroz,
preparando las bolas rellenas y sirviendo el té. No obstante, las mujeres de
avanzada edad, que hasta este momento han estado tomando el té con
tranquilidad, son todas amas de casa tan veteranas que ni la señorita Sasaki
ni yo les llegamos a la suela de los zapatos. Una vez dispuestas con sus
inmaculados delantales o sus elegantes mandiles de luto ribeteados de
encaje que se ha traído cada una, despliegan una actividad colectiva con una
eficiencia admirable, como si se tratara de un equipo que lleva funcionando
durante décadas. La señorita Sasaki se queda maravillada y exclama: «¡No
podemos competir con ellas!», y me entrega el bolso negro y grande de la
casera, haciéndome responsable de la contabilidad. Ahora ella se encarga de
la provisión de víveres, obedeciendo las órdenes de esas dignas patronas,
yendo y viniendo del supermercado a la Casa del Álamo para reponer los
suministros de encurtidos, algas, frutas, té, papel higiénico y todo lo
necesario.
Cuando se acaba el recital de sutras budistas, instalamos en el jardín una
mesa plegable que ha facilitado el señor Yamane porque la casa es
demasiado pequeña para albergar a todos los presentes. La estufa de
queroseno, colocada en la zona del tendedero, está al rojo vivo y los platos
de sushi, pollo frito, encurtidos y bolas de arroz se alinean sobre la mesa. La
señorita Sasaki y yo corremos de la cocina al jardín para servir sake
caliente. Quien lo calienta es un anciano con cuarenta años de experiencia,
un hombre bajo que apenas me llega a la altura de los hombros. Su piel está
brillante, ya sea porque ha bebido una gran cantidad de alcohol o porque
está sudando por el vapor. Su mirada, mientras observa las jarritas de sake
cociendo, es como la de un abuelo que presencia con cariño el baño de sus
nietos. Trabajó durante años en un restaurante con salas de reuniones y es
capaz de medir el tiempo exacto para obtener la temperatura óptima de la
bebida, sin dejarla calentar demasiado; tampoco hace esperar a los
presentes, adaptándose al número de personas, al tipo de reunión y al menú.
Maldigo mi torpeza al servir el sake, pero todos se alegran por lo bueno que
está: «Delicioso, es de muy buena calidad, ¿verdad?».
Bajo el cielo estrellado, los asistentes, que ya han entrado en calor,
empiezan a retirarse en grupos de tres o cinco. Unas diez personas mayores
que se quedan a recoger y limpiar hasta el último momento parecen haber
venido con la intención de velar a la casera toda la noche. Algunos, sin
embargo, están aquí desde ayer, por lo que la señorita Sasaki y yo
extendemos los llamativos futones alquilados por las habitaciones de los
dos apartamentos libres del piso de arriba. La señorita Sasaki es la única
inquilina ahora.
El apartamento donde mi madre y yo vivíamos, lejos de resultarme
familiar, provoca que me lleve una sorpresa. ¿Llegamos a vivir en un
espacio tan reducido y con un techo tan bajo…? No obstante, cuando abro
las contraventanas, que traquetean, el álamo está allí, mirándome como de
costumbre, y entonces lo veo: me descubro a mí misma acurrucada, con mi
pequeño trasero posado en el alféizar, y a mi madre sentada a la mesa de la
cocina, escribiendo.
—Este apartamento lleva desocupado unos dos años. Ya estaba
deteriorado y nadie quiso alquilarlo. Luego, el año pasado, el de al lado
también… Oh, sí, tienes razón, Chiaki. En aquellos tiempos vivía aquí
también el señor Nishioka. Cómo te acuerdas de él, ¿eh? Pues cuando el
otro apartamento también se quedó vacío, la casera dijo que ya no tenía
intención de alquilarlo de nuevo. Me pregunto si ya intuía lo que le iba a
ocurrir. —La señorita Sasaki me cuenta aquello mientras se esfuerza por
extender las almidonadas sábanas—. ¿Sabes?, van a donar este lugar a una
asociación… No recuerdo el nombre, pero se dedica al estudio de la
literatura china; es una asociación que ayudó al marido de la casera hace
mucho tiempo. Ella estaba muy contenta porque iban a crear un premio con
el nombre de su marido. —Y murmura como para sí misma—: Ahora que
me tengo que ir de aquí por obligación, sé que no voy a encontrar otro lugar
tan agradable. Incluso preferiría volver a mi ciudad natal. —Al asegurar
esto, sus manos se mueven aún más afanosamente.
A medianoche, cuando hacemos un alto en nuestras tareas, nos
preparamos un té bien caliente y comemos mamedaifuku. Los demás
invitados deben de estar cansados, pues casi todos duermen, aún vestidos,
en los futones. Dos ancianos que han estado hablando en voz baja hasta
hace poco dan cabezadas junto al ataúd, y la señorita Sasaki y yo, sentadas
a la mesa de la cocina frente a frente, somos las únicas despiertas.
—Ah, qué paliza nos hemos dado hoy. Si no hubieras venido, Chiaki,
no sé cómo me las habría apañado. —Tras terminar el pastelillo y apurar el
té hasta la última gota, se enciende un cigarrillo—. A este ritmo, el funeral
de mañana va a ser aún peor.
—¿Fue usted la que contactó con todo el mundo?
—Uf, solo el telefonear acarreaba mucho trabajo —asiente, riendo—.
No me pidió que avisara, pero, después de todo, cuidó de mí en varias
ocasiones y pensé que debería hacer todo lo que pudiera por ella. Llevaba
una libreta con las direcciones de las personas que le confiaban las cartas.
—¿De verdad?
—Era asombrosa. Anotaba la fecha en que las recibía y apuntaba
observaciones en cada columna, como: «Un salmón en salazón» o «una
manta de lana». Se supone que son las cosas que recibía a cambio. Qué
aguda.
—¿Usted…? —Tras vacilar un momento, me atrevo a preguntar—:
¿También le dejó alguna carta?
Niega con la cabeza y aplasta el cigarrillo encendido en el cenicero,
dejando más de la mitad sin fumar y sin partirlo en dos.
—La primera vez que oí hablar de eso fue hace medio año, más o
menos. Claro que me quedé anonadada, parece una locura. «Cuando me
muera», me pidió, «quiero que me vistas con este kimono y que metas en el
ataúd todas las cartas que están en este cajón». Y me regaló un collar de
jade de cuentas muy grandes. Le aseguré que no era necesario, pero insistió:
«Te lo doy, no se hable más, y estoy segura de que harás todo lo que esté en
tu mano, a pesar de ser como eres». Qué impertinente y directa era, ¿eh?
Después, me cuenta con más detalle cosas sobre la casera de la época
anterior a su muerte. Se las arregló ella sólita y estuvo sana hasta el final,
pero fue perdiendo el apetito, hasta que solo comía ciruelas encurtidas y
legumbres cocidas. En los últimos dos o tres años, su vista empezó a fallarle
y ya no podía leer el periódico, como tanto le gustaba. Lo que más me
angustia oír es que ella siempre decía casi por costumbre: «La vida de una
persona se acaba cuando comienza a ser sucia. Es una señal de que pronto
el mensajero de Buda puede venir a llevársela al cielo». Así que se bañaba
cada tres días, incluso cuando se encontraba desganada, y, con brío, se
frotaba el cuerpo con agua caliente cuando estaba resfriada. Puede que se
comportara así en parte por la cabezonería de una persona mayor; sin
embargo, no dejo de culparme por no haber venido a visitarla, a ella, que
luchó para tener una larga vida por mí.
Yo tenía diez años cuando mi madre decidió volver a casarse y
abandonamos la Casa del Álamo. Creo que fue unos días antes de
mudarnos, yo no podía confesarle a nadie que no quería irme de aquí,
cuando la casera me contó:
—Chiaki, ese gato gordinflón al que siempre das leche… No sé qué ves
en él; es demasiado flojo para pelear, glotón y de maullido ronco. Pero si te
gusta, bueno, no importa adonde vayas, si te gusta, es tuyo, ¿entiendes? No
tienes por qué renunciar a ese capricho tuyo de quedarte con ese viejo y
desgraciado gato.
—Es una foto graciosa, ¿no crees?
Levanto la cabeza al oír a la señorita Sasaki. Está mirando la fotografía
de la casera que han colocado en el altar.
—Ella misma la preparó. Se puso un kimono y fue al estudio. No hacía
falta que se hubiera puesto la dentadura, pero…
—Pero… se trataba de una ocasión formal —termino yo, y enseguida
prorrumpimos en risas a la vez.
Reprimimos nuestros gritos de júbilo y miramos hacia el ataúd. Aunque
los dos ancianos siguen dormidos, la casera parece mosqueada en la foto.
—Chiaki, ¿a qué te dedicas? Yo sigo confeccionando disfraces de
animales y vestidos de princesas. Es todo lo que hago.
Apremiada para que le responda, le cuento que soy enfermera, pero que
estoy en paro.
—Lo has dejado, ¿no?
—Sí, más o menos —asiento de una manera vaga.
Se enciende otro cigarro.
—Parece que tu madre se encuentra bien.
—Sí.
—Su voz por teléfono no ha cambiado. Y esa manera serena de
hablar… Volvió a casarse, ¿verdad?
—Sí, justo después de marcharnos de aquí. Mi padrastro administra una
constructora. —Me quedo en silencio. Me siento culpable cuando pienso en
mi padrastro, mi hermanastra y mi hermanastro. Son buenas personas, me
tratan bien, pero nunca me he sentido parte de esa familia.
Uno de los ancianos que han estado dando cabezadas se golpea la frente
contra el cristal de una ventana y suena un ruido sordo. La señorita Sasaki
se levanta, trae unas mantas de la habitación contigua y le entrega una al
anciano del coscorrón, que sonríe avergonzado y le dice: «Hace más frío,
¿eh?». La señorita Sasaki cubre con la otra manta los hombros del otro, que
sigue dormido con la cara hundida en el pecho. Luego abre un cajón del
armario lleno de paños de cocina sin estrenar y saca un sobre.
—Tu madre me pidió que te la entregase para que la leyeras.
Mis ojos se fijan en el sobre. Conozco esa letra: se trata de la carta, la
única que mi madre le escribió a mi padre, la que le entregué a la casera
hace tanto tiempo.
—Ayer, un rato después de colgar, me llamó otra vez.
—¿Para decirle que me la diera?
—Sí.
Así que mi madre sabía que yo había confiado su carta a la casera…
¿Qué quiere decirme? ¿Y por qué ahora?
La señorita Sasaki me da un golpecito en el hombro mientras sigo
abstraída.
—¿Por qué no le pides mañana al señor Yamane que la meta en el ataúd
cuando la leas? —Entonces, sale mientras dice que se va arriba a descansar
un par de horas.
Permanezco ensimismada un largo rato con el sobre de color crema en
la mano. No tengo ni la menor idea de lo que está escrito ni de cómo
prepararme para averiguarlo. Desde luego, esta es la forma en que mi madre
siempre hace las cosas. Parece que nunca me presta atención y, de repente,
se centra en mí.
Pronto me entra irritabilidad hacia el sobre, aunque ya he perdido esa
batalla, y abro el cajón del que la señorita Sasaki lo ha sacado. Tal como
esperaba, el interior no ha cambiado desde mi infancia. Las cintas y cuerdas
cuidadosamente enrolladas están ahí guardadas y, en una caja de galletas,
hay pegamento, cinta métrica, celo y unas tijeras. Ya algo más calmada,
cojo esas tijeras que no cortan bien y abro la carta de mi madre.
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Para el señor Shunzo Hoshino:
Ha pasado medio año desde tu muerte. Vendí la casa, me mudé y
encontré un trabajo. Muchas cosas han ocurrido en tan solo medio
año, pero ahora que miro atrás, me siento como si hubiera estado
durmiendo todo este tiempo. Como bien sabes, soy una despistada y
últimamente me he vuelto más distraída de lo habitual. El otro día se
me olvidó remendar la costura del chándal que Chiaki me había
pedido que le arreglara hace tiempo. La pobre llevaba dos semanas
yendo con la ropa descosida.
Soy consciente de que mi estado actual se debe a estar sometida
a demasiada tensión. Aun así, cuando bajo la guardia, me veo
arrastrada por un terrible remordimiento y un insoportable
sentimiento de culpabilidad. Debería haberte dado más cariño o
quizás, si hubiera reaccionado cuando me diste la espalda, todo
habría sido diferente. No paro de darle vueltas sin llegar a ninguna
conclusión.
Llegué a pensar que, si pudiera, te borraría de mi memoria de
una vez por todas. Sin embargo, cuanto más deseaba olvidar, más
ansiosa se ponía Chiaki, y yo no podía hacer nada al respecto…
Supongo que me desquicié un poco. Cuando me enteré de que
estaba escribiéndote cartas en secreto y se las llevaba a la casera, fui
a verla y me quejé. Le dije que no debía animar a una niña a hacer
algo que podría alterar su estado emocional. Descargué mi ira de
una forma irracional contra ella. Pero la casera, con mucha
tranquilidad, me invitó a pasar a su casa, a pesar de que yo estaba
llena de una rabia sorda, y me dejó leer las cartas. En sus cartas,
Chiaki trataba de recuperarte, a ti, que habías desaparecido. Lo
intentaba con todas las fuerzas de su pequeño cuerpo, con toda su
alma. Ante su valor, no pude evitar llorar a lágrima viva,
olvidándome de que la señora estaba delante. No obstante, además
de eso, me di cuenta de un hecho importante que no puedo ignorar
como madre.
Chiaki es clavada a ti. Me convencí al leer sus cartas. Ella no es
como yo, que me conformo con salir del paso, sin reparar en lo que
sucede a mi alrededor, siempre y cuando las cosas sigan su rumbo
habitual. Chiaki acabará enterándose algún día de que le he mentido
sobre tu muerte y esa idea me estremece.
A medida que crezca, se parecerá más a ti. Igual que tú, a pesar
de ser introvertida, será sensible al dolor ajeno y, por eso, buscará la
soledad, pero no podrá evitar ayudar a los demás. Este es el tipo de
persona que llegará ser. También su mal humor se agudizará con el
tiempo. Cuanto más se asemeje a ti, con más ahínco te buscará.
Todo esto, por supuesto, si continúa con vida.
Tengo la intención de seguir contándole que falleciste en un
accidente. Es lógico tratar de ocultarle a una hija el suicidio de su
padre, pero creo que, en nuestro caso, debo guardar este secreto por
muchos más motivos. Te arrojaste desde una gran altura, pero tu
cuerpo se conservó intacto de un modo milagroso. No puedo evitar
pensar que, si Chiaki se entera de la verdad, eso la conducirá en la
misma dirección. Ha heredado tu espíritu, después de todo.
Mucha gente cree que estoy haciendo esfuerzos inútiles,
alegando que no hay diferencia entre conocer o no los hechos. Al
igual que la luna atrae al mar y sube la marea, el poder que guía a un
corazón humano es incontrolable. Otros, más sensatos, tal vez
opinen que ocultar la verdad es peor. Ojalá pudiera confesárselo
todo, revelar lo que guardo en mi corazón, vomitar mi
resentimiento, convencerla de que no se suicide, atarla de pies y
manos… Pero, al fin y al cabo, no puedo hacerlo. Porque la carga
será demasiado para ella y, si no hay ninguna garantía de que cuide
de sí misma por más que trate de persuadirla, lo único que puedo
hacer es seguir manteniendo el secreto de tu muerte. No me queda
otra opción. Lo más probable es que se enfade conmigo y se rebele
mientras yo siga con esta actitud. Y eso me preocupa de verdad…
Todavía me resulta demasiado doloroso escribir mis recuerdos.
No puedo evitar estar resentida contigo para protegerme de la
desesperación; aún no soy capaz de quitarme esta coraza. Abrazado
a tu propia angustia, moriste sin contarme nada. Fingiste que salías
un rato, como si fueras a dar tu paseo de siempre antes de dictar una
difícil sentencia en el tribunal, y te suicidaste tras dejarle una carta a
tu antigua novia…, obviando lo mucho que me atormentarían tus
acciones.
La casera tuvo la amabilidad de decirme que, si te escribía una
carta, podría traérsela. Me contó que una carta libera el corazón de
quien la escribe, siempre y cuando sea entregada al destinatario, ya
sea mediante un cartero o en una botella lanzada al mar. Suena
como un consuelo infantil, pero, por extraño que te parezca, cuando
me lo ofreció, sentí que la angustia que me asfixiaba el corazón se
aflojaba en contra de mi voluntad. Pienso confiarle esta carta a
Chiaki para que se la entregue, porque sé que hará feliz a nuestra
hija.
A partir de ahora, no dejaré de escribirte. Probablemente,
decenas o centenares de cartas, y no podré parar. Las guardaré
conmigo hasta el final. ¿Por qué tuviste que morir? No dejaré de
pensar en ello, releeré de vez en cuando lo que haya escrito y,
mientras, seguiré viviendo con esa pregunta que tal vez nunca
tendrá respuesta. Porque este es mi modo de mantenerme unida a ti.
Al fin y al cabo, no renunciaré a nuestro vínculo. Si no puedo huir
de ti ni olvidarte, no hay nada más que pueda hacer.
Algún día, cuando Chiaki sea mayor y haya encontrado su
propio camino, y yo esté segura de que puede enfrentarse a la vida
por sí misma, quiero que conozca la verdad. Para entonces, imagino
que yo también estaré preparada para contárselo todo, tanto los
recuerdos alegres como los tristes.
Hasta ese día, protégela, te lo ruego. Aunque no puedo asimilar
lo que hiciste, estoy segura de que ya te he perdonado: te conocí, te
amé y tengo a Chiaki, cuyo corazón es muy parecido al tuyo.

Tsukasa

Me quedo inmóvil, reflexionando. Mi padre eligió su muerte, y no hay


vuelta atrás. Ya ha pasado el tiempo suficiente. Y quien me ha dado ese
tiempo para encajarlo todo ha sido… mi madre.
Tal y como ella había previsto, mi anhelo de la figura paterna ausente se
disparó de manera incontrolable, sobre todo en mi adolescencia, cuando
estaba en secundaria. Una vez me regañó porque mis notas habían bajado
un poco. «¿Te das cuenta de cómo vives? ¿No sientes lástima por padre?»,
le solté entonces. Esa fue la primera y única vez que le reproché algo así.
Todavía ahora lo recuerdo. Mi madre no se enfadó ni lloró. Tampoco me
contó la verdad. «Te pareces tanto a él…», se limitó a comentar, triste, con
voz serena y penetrante.
«¡¿En qué diablos me parezco a mi padre?!», inquirí más tarde varias
veces. Sin embargo, ella se limitaba a contestar: «Tienes un carácter difícil»
o «eres introvertida. Es difícil saber lo que estás pensando», respuestas
vagas, aunque no eran mentiras. Por mucho que la presionase, era inútil,
porque ella terminaba sellando los labios. En ocasiones, es mejor dejar las
cosas que no se entienden como están. Yo era incapaz de hacerlo. Me
empeñaba en interpretar al pie de la letra sus palabras, tratando de
convencerme de que mi madre me odiaba porque soy como mi padre.
Ese modo de pensar no solo me asignaba la agridulce idea de que yo era
la única que podía consolar el alma de mi difunto padre, sino que también
me aliviaba a mí misma en cierto sentido. En el fondo, si mi madre me
rechazaba porque era «como mi padre», podía quedarme tranquila porque la
felicidad de su segundo matrimonio era auténtica, porque mi padrastro es
un buen hombre, competente y activo y, obviamente, tanto su aspecto como
su carácter son muy diferentes a los de mi padre. Mi madre había
recuperado su natural optimismo junto a su nueva familia y, además, mi
padrastro nos trataba a ambas con cariño. Ahora me pregunto si mi rechazo
a la elección de mi madre, interpretándola de manera retorcida, se debía al
secreto que me ocultaba. Lo que guardaba en el fondo de mi corazón era un
mero deseo obstinado. Al mismo tiempo que echaba de menos a mi padre,
quería que mi madre disfrutara de una felicidad plena, una felicidad tan
perfecta como deslumbrante. Ese anhelo era tan intenso y obsesivo que a
veces incluso me acababa atormentando.
«Te pareces tanto a él…». Quizá cuando me dijo aquello tenía encerrada
bajo siete llaves su propia pena a fin de no perderme, y volcaba su corazón
con el único objetivo de mantenerme a su lado. Nunca sabré con qué
intensidad se aferraba a ese deseo ella también.
Puede que mi madre sepa que yo estoy pasando momentos duros y
piense que, si no comparte ahora esta carta conmigo, nunca será capaz de
contarme la verdad. O… ¿acaso cree que ya me he convertido en una adulta
independiente, dueña de su propia vida?
Me limpio con insistencia las mejillas mojadas con los dedos hasta
secármelas por completo. Mientras lo hago, dejo escapar una risa. Si piensa
que me he hecho lo bastante mayor, está gravemente equivocada. Ay, esta
madre mía.
Al guardar la carta en el sobre, acaricio con un dedo su letra tan
femenina y murmuro: «Gracias, mamá».
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A la mañana siguiente, parece que hay algún acontecimiento deportivo
cerca, pues desde bastante temprano se ha oído varias veces el estruendo de
fuegos artificiales en el cielo despejado, como si celebraran el funeral de la
casera. Muchas personas que parecen haber sido estudiantes de su marido
llegan a la ceremonia; hasta el jardín se desborda de gente que escucha la
lectura de los sutras. En ocasiones se oye algún intercambio de palabras en
susurros: «Qué bueno hace hoy, ¿verdad?», «sí, es cierto», «parece mentira,
con lo que ha llovido estos santos días», «ni que lo diga», «estoy tan mal de
las rodillas que no puedo salir de casa si no es un día agradable como hoy»,
«yo también. Desde luego, siendo esta señora como era, apuesto a que hizo
un pacto con el dios del sol»…
Escucho el recital junto al álamo. Entre las hojas dispersas distingo tres
calabazas de serpiente algo coloradas y también un nido de pájaros. Recojo
una de las hojas caídas y me dispongo a guardármela en el bolsillo de la
falda, pero me detengo de inmediato. Si derriban el edificio de
apartamentos, no se sabe lo que pasará con el álamo. Jamás me olvidaré de
este árbol y eso es suficiente.
Llega la hora de la partida del cortejo fúnebre y me llevo una gran
sorpresa al salir a la calle. Un enorme y reluciente autobús pintado por
completo de flores de cerezo está aparcado en la avenida que recorre el
canal.
—¡Por favor, dense prisa, súbanse al autobús! Estamos bloqueando la
calle, así que rápido, por favooor. —El chófer, vestido de luto y con los
guantes blancos puestos, no para de gritar mientras ayuda a subir a los
pasajeros mayores.
—¡Señor Nishioka!
—¿Eh…?
—Soy Chiaki, Chiaki Hoshino.
—¿Chi… Chiaki? —El señor Nishioka ha ganado un poco de peso y el
blanco de su pelo destaca aún más, pero su tímido rostro y su voz de tenor
balbuciente que enseguida hace falsete no han cambiado en absoluto—.
¡Guauuu! ¡Cómo has crecido! ¡Te has convertido en toda una mujer!
No me esperaba encontrármelo aquí. Se marchó de la Casa del Álamo
antes que nosotras por un particular motivo, aunque en realidad no era más
que mi suposición. Unos tres meses antes de mudarse, invitó a la señorita
Sasaki cuando ella bajaba por las escaleras: «¿Le…, le gustaría ir al recital
del maestro Shinchō co… co… conmigo?». Ella lo rehusó: «A mí no me
interesa el rakugo». Yo estaba dentro de la casa de cartón, mi juego
favorito, debajo de las escaleras, y pude oír con claridad hasta el enorme
suspiro de él.
El señor Nishioka habla moviendo las cejas con nerviosismo, como de
costumbre. Me explica que comenzó a regentar, junto a sus compañeros, un
negocio de taxis hace diez años.
—Todavía somos una empresa pequeña. Ojalá pudiéramos tener un
magnífico autobús como este, pero es prestado. La señorita Sasaki me pidió
que trajera el más grande y alegre. —Con su mano enguantada da unas
palmaditas a la parte delantera del autocar.
La señorita Sasaki cierra el portón de hierro con un chillido exagerado y
corre hacia nosotros.
—¡Dejad la cháchara para más tarde! Me voy con la casera, así que os
encargáis del resto, ¿vale? —Y se mete a toda prisa en el coche fúnebre.
—Ah, es increíble —murmura el señor Nishioka, fascinado, mientras
sigue con la mirada el vehículo, que se aleja a toda velocidad—. Durante
quince… o dieciséis años, quizás, hemos estado intercambiando postales;
nada más. Así estábamos cuando, de pronto, me llamó, y ahora me deja con
este panorama. —Sin dejar de mirar en la dirección del coche fúnebre,
sonríe con alegría. Luego baja la voz para que no lo oigan los ancianos que
suben al autobús y me pregunta—: Chiaki, ¿qué relación tiene esta gente
con la casera? ¿Son familiares? ¿Amigos?
—Huum, bueno…, digamos que son amigos. —¿Todos?
—Sí, todos.
Él asiente varias veces para sí mismo.
—Como me lo imaginaba, ella no era una persona común y corriente.
El autobús, bañado por la luz otoñal, se dirige al crematorio, ubicado en
lo alto de la colina. Los asientos son mullidos y reclinables.
—Oh, esto es una maravilla. Qué cómodo. Así hasta podemos irnos al
cielo —comentan las ancianas que se encuentran cerca del señor Yamane
con la voz alborozada. Es como si fuéramos de excursión con la escuela.
—¿Cómo está Osamu? —Me inclino hacia delante desde el primer
asiento para hablar con el señor Nishioka, que está conduciendo.
—Bien, muy bien, pero ese chico está obsesionado.
—¿A qué se refiere?
—Está enamorado de las montañas.
—¿Escala montañas?
No puedo imaginarme al flaco Osamu como alpinista.
—Sí, y hace fotos. Independientemente del dinero que pueda ganar, es
peligroso. Sigo insistiéndole en que no vaya solo, pero ya es mayor para
escuchar a su padre.
Pienso un rato en él. En Osamu, que escala una montaña solo, enciende
una fogata y prepara su propia comida; que trabaja sin compañía, rodeado
de nubes, de la luz y de cumbres que yo nunca he visto.
—Me gustaría ver sus fotos.
—¿De verdad? Se va a alegrar. Le diré que se ponga en contacto
contigo.
Percibo, incluso de espaldas, que está sonriendo. Me hundo en el
asiento. Una infinita estela blanca de avión se extiende en el profundo cielo
azul. No sería mala idea hacer un pequeño viaje con mi madre cuando
regrese. Después, buscaré un buen hospital y me pondré a trabajar. Sin
duda, vendrán días mejores. Porque, después de todo, aún sigo viva.
Mientras me sumerjo en estos pensamientos, me entra sueño; no dormí
nada la noche anterior y el traqueteo del autobús es muy agradable. De
repente, escucho una voz en mi oído; «Pero antes, hazme el favor de barrer
las hojas, niña. Si las dejo esparcidas por todas partes, me siento en deuda
con los vecinos».
Me despierto sobresaltada y miro al cielo, donde aún permanece la
estela del avión. En el asiento de al lado, una anciana con el cabello teñido
de color púrpura está roncando ligeramente. El sonido del motor continúa
suave e ininterrumpidamente.
«Voy a barrer las hojas, encender la hoguera y después asaré muchos
boniatos, envueltos con papel de periódico humedecido y, por encima, con
papel de aluminio. Así será perfecto, ¿verdad, señora?».
—¡Casi hemos llegado!
El señor Nishioka hace sonar el claxon con alegría. Pronto, la estela del
avión desaparece como derritiéndose; aun así, sigo mirando a lo más alto
del cielo.
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Yo fui una niña medrosa.
Probablemente había varios motivos para serlo, pero hay uno principal.
Cuando yo aún iba a la guardería, murió mi bisabuela materna. Como no la
conocí, para mí era como una anciana de una familia ajena que ya no
estaba. Sin embargo, me influyó mucho el siguiente comentario que les
escuché a los adultos el día de su funeral: «Si no se hubiese fugado con su
novio, habría podido vivir mucho más…».
Mi bisabuela, que nació en una familia acomodada de un comerciante
de kimonos y creció entre algodones como una señorita de la buena
sociedad, se enamoró de un empleado de la casa. No consintieron que los
dos enamorados se casaran y se fugaron.
El matrimonio se instaló en un pueblo minero de la región de Kyūshū,
en el sur de Japón, y llevó una vida humilde y llena de dificultades. A pesar
de que consiguieron reunir una considerable fortuna en sus últimos años,
estaban acostumbrados a llevar una vida frugal. Mi bisabuela, como nunca
tiraba las sobras de la comida, un día se comió un arroz cocido que ya
estaba pasado y cayó enferma. Nunca se recuperó y pasó lo que le quedaba
de vida postrada en la cama.
No se puede decir que hubiera tenido una vida corta: falleció cuando
acababa de cumplir ochenta y ocho años, por lo que las palabras que oí de
los adultos el día de su funeral («Si no se hubiese fugado con su novio…»)
manifestaban el deseo de todos los suyos de que se hubiera quedado más
tiempo entre nosotros. Ahora que lo pienso, más allá de que mi bisabuela se
fugase con su enamorado y desobedeciese la voluntad de sus padres, o de
que hubiera vivido en la pobreza, o de que hubiera comido arroz en mal
estado, la verdadera causa de su muerte fue que había perdido el olfato. Me
gustaría creer que nunca se lo hubiera comido sabiendo que olía raro…
Pero quizás mi deseo es el de una persona de nuestra generación, porque,
cuando yo iba a la guardería, era una época de expansión económica y se
había perdido la mentalidad de no tirar la comida sobrante; esa costumbre
era un recuerdo de la miseria del pasado.
Era imposible que a esa edad pudiera reflexionar sobre todo esto, pero
lo cierto es que el comentario que oí en el funeral sobre la fuga de los dos
amantes y el derecho a vivir con libertad se quedó grabado en mi
subconsciente como un terrible comportamiento que arruina la vida de las
personas. Cuando me enteré de que me pusieron el nombre de mi bisabuela,
me convencí de que algún día yo también me escaparía con mi amante y me
moriría por comer arroz en mal estado. Me horroricé y me juré que no debía
bajar la guardia. Ahora que lo pienso, era una niña rara para mi edad.
Más tarde, la niña medrosa se convirtió en una adulta medrosa. Acaso
mi firme juramento surtió afecto (o no): el amor fatal seguía sin llegarme y
me preguntaba si me haría mayor sin sobresaltos.
Un día, mi abuela me dijo: «Me he arrepentido muchas veces al mirar
atrás y darme cuenta de que, cuando aún era joven, podría haber hecho algo
más. Por eso te digo que tú disfrutes de la vida y que la vivas a tu antojo».
Me sorprendió el tono melancólico de mi abuela; por lo general, era una
persona envidiosa y tenía una lengua viperina. La hija de mi bisabuela. Se
casó con el hombre que eligió su madre y crio a sus cuatro hijos; sin
embargo, es probable que estuviera arrepentida por no haber tenido valor
para vivir una vida diferente. Entonces tuve que admitir que yo sentía un
pánico enorme a vivir y por eso dejaba pasar el tiempo sin atreverme a
hacer lo que en el fondo deseaba.
Cuando mi abuela enfermó y se fue de este mundo tan de improviso, me
di cuenta por primera vez de la profundidad con la que habían arraigado en
mi corazón sus palabras: «Por eso te digo que tú disfrutes de la vida y que
la vivas a tu antojo». En el dedo corazón de mi mano izquierda brilla el
anillo que me regaló. En él está depositado su deseo secreto. Ahora está en
el cielo y desde allí no deja de animarme a que disfrute de la vida.
Estoy agradecida a mis amigos (no son muchos, pero todos excelentes)
y a mi familia. En esta ocasión, Koji Nakatani, amigo desde la universidad,
me ha apoyado especialmente. Muchas gracias, como siempre, y espero
contar también contigo, lector, de aquí en adelante.
Quiero darle las gracias también a Kota Wakai, mi editor. Su agudeza
sin par y sus preciosos consejos me devolvían al camino correcto cada vez
que me entraban ganas de tirar la toalla. Gracias; por fin lo hemos
conseguido, ¿verdad?

Kazumi Yumoto
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KAZUMI YUMOTO (Tokio, 1959). En 1992 publicó su primera novela, Los
amigos (Nocturna, 2015), que fue un éxito de ventas y premios tanto en
Japón (donde se llevó al cine dos años después) como en el resto del
mundo.
Desde entonces ha publicado varias novelas más, entre ellas La Casa del
Álamo (1997; Nocturna, 2017), llevada al cine en 2015, y Viaje a la costa
(2010; Nocturna, 2016), cuya adaptación cinematográfica, a cargo de
Kiyoshi Kurosawa, recibió en 2015 §1 premio Un Certain Regará a la
Mejor Dirección en el Festival de Cannes.
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