QUE ES LA RACIONALIDAD

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¿QUE ES LA RACIONALIDAD?

La racionalidad es una capacidad humana que permite pensar, evaluar


y actuar de acuerdo a ciertos principios de optimidad y consistencia ,
para satisfacer algún objetivo o finalidad. Usando la razón , el ser
humano intenta elegir para conseguir los mayores beneficios, de forma
" económica ", desde las variadas limitaciones del cerebro , y las
limitaciones de acción sobre el entorno. El ejercicio de la racionalidad
está sujeto a principios de optimidad y consistencia. Cualquier
construcción mental llevada a cabo mediante procedimientos racionales
tiene por tanto una estructura lógico-mecánica distinguible.

El ser humano tiene otras formas para tomar decisiones o idear


comportamientos donde la racionalidad no parece el principal factor.
Estas decisiones o comportamientos, adjetivadas a veces como
"irracionales" en realidad esconden frecuentemente aspectos de
racionalidad limitada y aspectos de imitación social otras veces. Algunas
conductas humanas parecen completamente "irracionales" (desde la
perspectiva de la maximización de la satisfacción a corto plazo), y muy
pocas son completamente "racional" (en el sentido de maximizar la
consecueción de un objetivo).

En la filosofía: La racionalidad puede aplicarse a nuestras expectativas,


a nuestras evaluaciones y a nuestras acciones . Puede fundamentarse
en creencias o axiomas . Pero no siempre evaluamos racionalmente.
Dado que la parte racional depende de la educación recibida, la forma
de educar limita en mayor o menor medida el marco de posibilidades a
las cuales poder acudir como parte de las soluciones, por lo que no
siempre evaluamos racionalmente y no siempre actuamos de manera
racional. La causa es que el ser humano no posee el suficiente criterio
como para poder educar a la razón de manera que entienda sus propios
sentimientos , pasiones y emociones de forma que dirijan y moldeen a
la imaginación y facultades de creación . El buen uso de la razón le da
al hombre la voluntad de vivir, perdiendo ésta en el momento que no
encuentra razones que le satisfagan y alivien el sufrimiento . Por ese
motivo no todas nuestras expectativas responden a las exigencias de la
racionalidad, ni tampoco nuestras intenciones a la hora de actuar, ni la
forma como lo hacemos. La racionalidad es, desde este punto de vista,
una aspiración humana, más que una realidad

La ciencia : Desde un punto de vista individual, acepta el mundo de la


forma más compatible con nuestra realidad termodinámica, nos hace
más aptos y con mejores resultados a la hora de adaptarnos. Por lo
tanto, el objetivo en la ciencia es encontrar las explicaciones con
mejores resultados en nuestra red neural. La ciencia consigue que las
personas podamos establecer expectativas realistas con la verdadera
esperanza de poderlas obtener si aplicamos cierto método a nuestra
forma de trabajar

Ciencias sociales : En economía , sociología y ciencia política , una


decisión se califica frecuentemente como racional si es óptima en cierto
sentido . Los individuos u organizaciones se denominan racionales si
tienden a actuar óptimamente con respecto a sus objetivos. El sentido
en que personas u organizaciones son racionales depende del contexto
social en el cual ha de aplicarse en función del problema particular.

En economía, por ejemplo, se habla de asignación racional de recursos


o de estrategia optimizadora racional. En este sentido de "racionalidad"
los objetivos o motivos del individuo u organización se consideran
preestablecidos y no sujetos a criticismo u objeciones éticas. Por tanto,
el concepto económico de racionalidad casi siempre se refiere a
consecución de objetivos preestablecidos de acuerdo con ciertas reglas
igualmente preestablecidas, sean cuales sean los unos y las otras. Por
eso en este sentido a veces la racionalidad se equipara a la conducta
auto-interesada o incluso egoísta
RACIONALIDAD POLÍTICA

La racionalidad política es una racionalidad práctica. Esto significa que


no es una racionalidad externa a la acción, sino que es una racionalidad
propia de la acción humana. Y como tal, sólo es posible en relación a
un agente y a un contexto objetivo. Frente a la racionalidad teórica que
considera "desde fuera" los procesos para aplicarles una técnica o una
normativa que los ordene a un fin estratégico, la racionalidad práctica
considera las posibilidades a obrar "desde dentro" de los contextos de
acción y configura un orden como realización de un ethos, es decir, de
un modo concreto de actualizar la plenitud humana, siempre personal y
siempre social.

Afirma Cruz Prados1 que la racionalidad de la acción sólo es posible


en el seno de un ethos objetivo. No sería posible, entonces, determinar
la racionalidad o no de una acción si no contamos con un contexto de
referencia. Si mi acción pretende ser racional no puede recluirse en
motivaciones idiosincráticas sin posibilidad de señalar elementos
reconocibles por los demás. Sabido es que Habermas atribuye
racionalidad a las acciones susceptibles de fundamentación y crítica2,
pero éstas sólo serán posibles mediante la apelación a un contexto
objetivo, compartido más o menos con otros que puedan evaluar al igual
que nosotros el sentido o la finalidad de las acciones3.

El ethos es una articulación práctica de bienes: es un contexto global


de nuestra acción en la medida en que reconocemos como propios a
los bienes que perseguimos o intentamos realizar, de hecho, junto con
otros. Un ethos tiene el carácter de una totalidad, pero una totalidad
práctica, sólo visible desde la acción. Es decir, este contexto de la
acción es significativo y veritativo y sólo se hace presente ante el que
es sujeto de la acción: el agente. Cuanto más conocimiento teórico se
tenga de la situación, las decisiones podrán ser más acertadas. Pero la
acción no surge de un silogismo deductivo apodíctico, sino de la
consideración de los medios más adecuados para el logro de los fines.
La acción no es ob-jectum sino pro-jectum: es el proyectarse de alguien
hacia su realización plena, y la verdad práctica se alcanzará como una
síntesis de ethos y logos.
Sólo conociendo el ethos objetivo es posible determinar qué ethos
subjetivo es correcto o racional. La comprensión necesaria del ethos
objetivo indica una precedencia de la razón teórica pero al mismo
tiempo su insuficiencia, dado su carácter universal. La razón práctica
atiende a "lo que puede ser de otra manera", a lo contingente, y por eso
su método no es la deducción sino la deliberación, la consideración
atenta de los diversos topoi y sus posibilidades en función del fin que se
quiere lograr. Aristóteles mostró, frente al platonismo y a la sofística,
que la acción (praxis) tiene independencia ontológica y racionalidad
propia4, y que es característico de ésta buscar sus principios y causas
en ámbitos diferentes de los de la razón teórica. El conocimiento de lo
contingente reposa en un conocimiento de los hechos transmitido por
una experiencia secular (tradición diría Zubiri o MacIntyre) depositada
en el nivel semántico del lenguaje cotidiano. Esta experiencia se articula
en determinadas proposiciones -nos recuerda Guariglia-, los éndoxa,
que expresan "un conocimiento no accidental sino general o típico, que
se puede fundamentar argumentativa pero no deductivamente"5.

Ahora bien, el conocimiento de la verdad política práctica se lleva a


cabo a través de la deliberación pública, en la que, a partir de una
posición particular se intenta paulatinamente trascender el punto de
vista de cada uno en torno a aspectos y contextos que son los lugares
(topoi), comunes y propios, que resulten relevantes para la materia en
cuestión. Hannah Arendt ha mostrado la importancia de la comprensión
kantiana del juicio como facultad de "pensamiento ensanchado" o
"pensamiento representativo" (ponerse en el lugar del otro), para
complementar la phrónesis aristotélica en la vida del ciudadano.

Los topoi funcionan en la argumentación como continentes o formas


vacías, en los que el argumentante va situando el tema discutido,
obteniendo de cada una de las posiciones algún material valioso para
la conformación del punto de vista común. "La selección de esos topoi
-dice Cruz Prados- es concomitantemente la búsqueda del topos en el
que ha de situarse, final y definitivamente, todo participante en la
deliberación: el lugar desde el que se adquiere la perspectiva
conveniente del asunto en cuestión, la percepción del problema que nos
capacita para tomar una decisión acertada"6.

Pero la deliberación nunca es completamente conclusiva o


demostrativa: como dijimos, es el modo de conocer aquello "que puede
ser de otra manera" (Aristóteles). Por eso la deliberación es, de suyo,
infinita: siempre puede ser prolongada, haciendo nuevas
consideraciones y planteando ulteriores pros y contras. Ningún
elemento de la deliberación, ningún razonamiento o argumento -por
acertado que sea- es suficiente para determinar conclusivamente la
acción verdadera, es decir, para cerrar y poner fin a la deliberación. Lo
que pone fin a la deliberación es una decisión: la voluntad corta el
proceso infinito del razonamiento práctico optando por la posibilidad que
hasta entonces el juicio ha mostrado como la más acertada realización
del fin.

Y lo que hay que decidir es cómo queremos vivir en común. ¿Quién


sino nosotros -todos- podemos decidirlo? Y ésta no es una decisión que
se tome de una vez y para siempre. La acción política no es la acción
extraordinaria como creía Carl Schmitt. La acción política es acción
institucionalizadora e institucionalizada. La acción política crea
instituciones. Una institución viene a ser como el órgano que
funcionaliza una idea -un bien, un valor, una aspiración- y la convierte
en un contenido práctico, dotado de regularidad y estabilidad. La polis
se autoconfigura dotándose de las instituciones que dan estabilidad y
forma regular a su misma acción de autoconfigurarse. A su vez, la
institución es mediación de la acción: hace posible la estabilidad y
descarga la responsabilidad directa sobre el todo, desempeñando una
función parcial, accesible a la deliberación y decisión regulares de las
personas. El conjunto de instituciones es el modo articulado en que se
hace posible, con estabilidad y normalidad, la atención a la totalidad de
la polis.

2.

El ejercicio de la racionalidad política como racionalidad práctica


supone, entonces:
- un ethos objetivo -compartido- como contexto significativo y veritativo
de la acción.

- deliberación pública y toma de decisiones mediante argumentaciones


que promuevan la trascendencia del punto de vista individual para
situarse en un topos común.

- referencia a valores o bienes que, como fines de la acción, dan


contenido y perfil a los topoi o lugares que, en principio, son formas
vacías.
- creación de instituciones como configuración habitual del vivir en
común y culminación del proceso de la acción política.

No cuesta mucho advertir la ausencia de estos supuestos en la


política de la Argentina actual. No hay un ethos común que pueda
orientarnos y servir como contexto objetivo para el ejercicio de la
racionalidad política como racionalidad práctica.

Siguiendo un reciente artículo de Manuel Antonio Carretón7 son tres


dimensiones las que han sido afectadas por la crisis de nuestras
sociedades políticas o polis. En primer lugar, la comunidad histórico-
moral: hemos perdido nuestra capacidad de reconocernos en una
misma historia y un destino común, merced a lecturas enfrentadas
irreconciliablemente y a ausencias de proyectos de nación (o de
provincia, o de región). En segundo lugar, la comunidad socio-
económica: hemos perdido el piso estable de nivel de vida y derechos
mínimos, con una exclusión creciente de vastos sectores de la
población hasta llegar a límites de vida-muerte y de deterioro constante
de los niveles de dignidad humana, pero también la pérdida de la
igualdad socio-económica por incapacidad de los núcleos decisorios de
controlar y regular la economía y la voracidad de sus intereses
particulares. En tercer lugar, la comunidad política: hemos perdido al
Estado como garante de la unidad y cohesión sociales, gestor del
desarrollo y del bien común, por encima de los poderes fácticos y los
poderes transnacionalizados, y hemos perdido el espacio de la política
como campo donde se deciden los asuntos que atañen a la comunidad.

En particular, se constata como cara profunda de la crisis la del


vaciamiento institucional. Vaciamiento de sentido y de eficiencia. ¿Para
qué sirven los diputados, senadores, jueces, cámaras, fiscales,
tribunales de cuenta, entes reguladores, defensores del pueblo,
asociaciones de consumidores o de productores, gremios, partidos
políticos, universidades, movimientos campesinos, centros vecinales,
cooperadoras y mutuales? Toda resolución de la crisis parece depender
del buen ojo que tenga el presidente para elegir un ministro de
economía que "acierte" con medidas salvadoras. Toda injerencia de
otros poderes es vista como un "golpe" institucional.

El hiper-presidencialismo de nuestra democracia se prolonga en las


provincias en hiper-personalismos a la medida de nuestros
desentendimientos de la res-pública. Es la "democracia delegativa"8:
votamos y nos desentendemos, votamos un presidente o un gobernador
para "que él haga" lo mejor que pueda porque "sabe". Y que lo dejen
hacer, que no le "pongan palos en la rueda" los molestos controles
legislativos, judiciales o populares. La responsabilidad del triunfo o del
fracaso es exclusiva de él. Nadie más puede tener iniciativa so pena de
debilitar el poder del ejecutivo.

Por otra parte, cuesta ver la existencia de un ethos compartido y los


debates están lejos de apelar a bienes sentidos como comunes. Uno de
los documentos de la Mesa del Diálogo Argentino9 hablaba del estado
de "humillación, confusión y desesperanza que reina en millones de
hogares", debido a que "se han desdibujado los conceptos
fundamentales de Nación y bien común".

El neoliberalismo imperante en los últimos años nos hizo pensar en


términos de individualismo posesivo, sustrayendo los asuntos que nos
atañen a todos del ámbito público para arrumbarlos en los ámbitos
privados. Lo que verdaderamente importaba era cada uno, cada sector,
cada interés privado en pugna con el de los demás. Privatizamos todo.
Perdimos el sentido de lo público y de lo común.

Y privatizamos también el Estado y la política. Los representantes


representan a sectores, no necesariamente a los que los votaron sino
fundamentalmente a los que aportaron en la campaña y sostienen
financiera o publicitariamente la gestión de gobierno. La política devino
en una "profesión" (en la que se hace "carrera") o en una cualidad
genética (el "político de raza") al servicio de intereses particulares y de
la propia salvación económica. El gobierno se transformó cada vez más
en la implementación de estrategias para ganar las siguientes
elecciones y seguir en el poder. Nadie pensó en lo común. Desde hace
muchos años rige el "sálvese quien pueda y como pueda". Aunque es
cierto que esta consigna pudo haber regido siempre, pero una cosa es
hacerlo en un contexto en el que hay fines compartidos, y otra, hacerlo
en situaciones de descomposición acelerada de la vida en sociedad.

No está demás señalar lo específico de provincias como Santiago


del Estero a modo de ejemplo, donde el delegacionismo infantilista ha
alimentado, desde Ibarra hasta aquí, un caudillismo paternalista que ha
manejado lo público como patrimonio propio mientras que lo común ha
sido reducido al sentimiento de pertenencia a una red clientelar. El
vaciamiento de las instituciones republicanas, por todos conocido,
queda patentizado tragicómicamente en el regreso de los títulos
nobiliarios10 que, creíamos, habían sido definitivamente suprimidos por
la Asamblea de 1813. A lo que hay que sumar en los últimos años, el
agravante de la colonización del Estado, los bienes y la vida de los
ciudadanos por parte de un poder económico concentrado e insaciable.

¿Cómo no suponer que íbamos a terminar como terminamos?


Privatizado lo común y colonizado lo público ¿qué nos define como
argentinos -o como santiagueños- en este "estado de naturaleza" en el
que cada sector o individuo busca salvarse como un "lobo" en la guerra
de todos contra todos? ¿Podemos seguir hablando de un "nosotros"?
Parecida situación en la Inglaterra del siglo XVII llevó a Thomas Hobbes
a proponer un Leviatán -pacto mediante- que monopolice la decisión y
el uso de la fuerza para constituir el estado de civilización. Con lo que
estamos de vuelta al comienzo de la parábola recorrida por el Estado
moderno.

Lo que la filosofía política moderna no vio es que no hay pacto


posible sin la existencia previa de una comunidad, sin algo "en común".
Los individuos agregados son incapaces de pactar nada si no
comparten previamente al menos un lenguaje, reglas básicas de
convivencia, objetivos. Lo que hace el pacto es explicitar lo común que
está supuesto para agregarle validez intersubjetiva o para resolver los
conflictos surgidos del desentendimiento, y ello, mediante un acuerdo
de todos los involucrados. Por eso lo primero que hay que hacer cuando
se buscan acuerdos es revisar si tenemos algo en común que valga la
pena preservar. Aún con el enemigo, un pacto supone el reconocimiento
de algo en común.
Lo común no se opone a lo propio, sino a lo privado. Lo común es lo
que me pertenece como propio pero no en exclusiva, y por ello no están
"privados" los demás de tenerlo también como propio. Poner a la luz lo
que es de todos constituye la esencia de la publicidad. Lo público es lo
que está a disposición de todos, precisamente porque es común. La
confusión pragmática de estos conceptos es el corazón de la
corrupción.

Determinar la línea que divide lo público-común de lo privado es una


decisión política. Los modos y los sujetos de esta decisión definen a un
"régimen". Podrá ser decidido por uno solo, por pocos, por muchos, por
tecnócratas o por legítimos representantes, mediante consenso o no,
pero es una decisión política. No es una distinción natural o pre-
establecida. Por lo que la pregunta acerca de quiénes y cómo decidieron
nuestras muchas privatizaciones pone en el centro de la crisis al modo
de hacer política. Pues lo que está en crisis no es la política como tal
sino el tipo y la calidad de la representación política. O mejor, el régimen
político.

La Mesa del Diálogo tuvo muy en claro que no habrá cambio por
fuera de la democracia ni por fuera de la política: "no se trata de debilitar
la representatividad ni las estructuras que necesita todo estado
moderno para cumplir con su mandato -dice el documento-, sino de
fortalecer la profesionalidad de las administraciones".

3.

Es necesario, entonces, recuperar el sentido de lo público y de lo


común si pretendemos alguna racionalidad en nuestra política. Pero la
misma racionalidad política debe ser reconstruida, creo, atendiendo a
toda la complejidad de sus principios y mediaciones, pues no pocos
desencuentros son debidos a la unilateralización reduccionista que ha
caracterizado históricamente a nuestros debates.

Sin entrar a discutir en detalle la propuesta, postulo con Enrique


Dussel11 la existencia de al menos tres principios universales que guían
la ratio política y constituyen los marcos normativos dentro de los cuales
cobra legitimidad toda decisión, norma, institución, acto o subsistema.
Dussel propone un principio material universal con pretensión de verdad
práctico-política, que consiste en afirmar el deber de toda política de
"producir, reproducir y desarrollar la vida humana en comunidad, en
última instancia de la humanidad, en el largo plazo"12. Este principio es
tan obvio que ha quedado oculto detrás de toda la filosofía política
occidental, aunque es posible rastrear su presencia en los principales
pensadores. Hablamos aquí de la razón política práctico-material.

En segundo lugar, un principio formal discursivo con pretensión de


validez política universal, que consiste en afirmar el deber de toda
política de "alcanzar legitimidad formal por la participación pública,
efectiva, libre y simétrica de los afectados, los ciudadanos como sujetos
autónomos, en ejercicio de la plena autonomía de la comunidad de
comunicación política -comunidad intersubjetiva de la soberanía
popular, fuente y destino del derecho"13-. Dussel incorpora aquí, en lo
que llama el "Principio-Democracia" los aportes de las éticas discursivas
y las teorías procedimentales, sobre todo, en lo que respecta a la
construcción de legitimidad a través de la opinión pública y el proceso
de legitimación dentro del "Estado de Derecho", en las formulaciones
de Apel y Habermas. Hablamos aquí de la razón política práctico-
discursiva.

En tercer lugar, un principio de factibilidad con pretensión de eficacia


o éxito político, que consiste en afirmar el deber de toda política de
"obrar teniendo en cuenta las condiciones lógicas, empíricas,
ecológicas, económicas, sociales, históricas, etc., de la posibilidad real
de la efectuación concreta"14 de la acción a realizar. Hablamos aquí de
la razón política práctico-estratégica y hasta instrumental. No hay
problema ético político con el momento estratégico de la razón siempre
que se dé enmarcado por las exigencias de los otros dos principios
enunciados.

Los tres principios orientan la acción política en un nivel universal y


abstracto, y sólo la norma, ley, acción, institución o sistema que cumpla
con ellos podrá tener pretensión de justicia política dentro del orden
establecido. Se habla de pretensión de justicia porque se presupone la
finitud de la acción humana y por lo tanto inevitablemente efectos
negativos, tanto a nivel ecológico como humano. Dussel pasa entonces
a un segundo momento de la racionalidad política, cuando se tienen en
cuenta, precisamente esos efectos negativos de las acciones políticas
a mediano y a largo plazo.
Se trata ahora de la razón política crítica, que asume la
responsabilidad por los efectos no-intencionales negativos de las
decisiones, leyes, acciones o instituciones, y lucha por el
reconocimiento político de las víctimas de acciones políticas, pasadas o
presentes, con la pretensión de establecer la no-verdad, la no-validez y
la no-eficacia de la decisión, norma, institución u orden político vigente
e injusto desde el punto de vista de la víctima o del excluido. De manera
tal que el momento crítico de la racionalidad política permite mantener
abierto el sistema a nuevos derechos, nuevos sujetos y nuevas
decisiones que, respetando asimismo los tres principios universales
enunciados, tendrán pretensión creciente de justicia política, tanto en la
crítica o des-trucción de los aspectos negativos como en las
transformaciones posibles para la creación de un nuevo orden político.

Uno de los problemas recurrentes en nuestra historia política ha sido


el intento de pasar directamente de los principios a la acción,
desconociendo mediaciones y niveles. De allí la radicalidad de los
enfrentamientos y la imposibilidad de construir consensos. Pues bien,
estos principios enunciados por Dussel en el nivel de la universalidad
(Parte A15) necesitan aún ser mediados en el nivel de la particularidad a
través de mediaciones hermenéuticas e institucionales (Parte B) y en el
nivel de la singularidad a través de la acción concreta del o los agentes
que sintetizan los momentos y niveles anteriores (Parte C).

Los tres principios se entrecruzan y constituyen mutuamente sus


propias mediaciones deliberativas en el nivel de la particularidad cultural
de cada pueblo o comunidad histórica. La verdad práctico material se
descubre mediada por la discursividad válida, esto es, no hay verdad
sin consenso válido previo. Pero el consenso se logra argumentando
discursivamente sobre un contenido de verdad que permite que su
ejercicio no sea vacío. Afirma Dussel "la verdad condiciona
materialmente a la validez, y la validez determina formalmente a la
verdad"16. Por otra parte, lo verdadero-válido debe ser posible o factible.
Las posibilidades fácticas son des-cubiertas por la razón estratégica o
instrumental, pero siempre en función de los fines establecidos
deliberativamente en los momentos anteriores, de manera tal que se
logre enunciar una máxima de una acción verdadera-válida-posible17.
Este es el nivel propiamente "deliberativo" de los clásicos o discursivo
argumentativo de los ciudadanos pero también de los científicos, peritos
o especialistas, quienes en reuniones, asambleas, congresos,
instituciones intermedias, etc., aplican los principios universales a una
situación particular interpretando qué significa aquí y ahora la
producción, reproducción y desarrollo de la vida humana en comunidad
(principio material), cómo se tienen en cuenta a los intereses y las voces
de todos los afectados (principio formal) y cuáles son las instituciones o
medidas factibles para implementarlos (principio de factibilidad).

Finalmente, en el nivel de la singularidad, la acción sintetiza en


concreto lo deliberado y decidido a la luz de los principios universales y
de las mediaciones hermenéuticas e institucionales. La singularización
de la acción amplía aún más el margen de diferencias que se abre al
"bajar" de lo universal a lo particular. Los mismos principios y las mismas
tradiciones interpretativas pueden dar lugar a diferentes acciones
concretas: es el espacio de lo contingente que es determinado por la
decisión libre y configuradora del agente. Claro que no se trata de una
decisión arbitraria o ciega, sino inclinada por el proceso deliberativo y
enmarcada por los límites de los momentos anteriores de la
racionalidad.

En el nivel particular, se da una lucha por la hegemonía de una


interpretación. Ernesto Laclau ha señalado la importancia de los
significantes vacíos para la política, como significantes de una falta, de
una "plenitud ausente", que toma en préstamo alguna forma de
representación particular para hacerse objetiva y constituirse en
hegemónica18. Señalamos antes cómo los topoi funcionan en la
argumentación como lugares vacíos que van tomando prestado
elementos valiosos para la conformación de un punto de vista común,
no siempre logrado por consenso si nos atenemos a las observaciones
de Laclau. En todo caso, se puede hablar de un nivel de consenso en
torno a lo que se considera valioso y da contenido al significante vacío
para un nosotros cuya identidad se afirma precisamente en la diferencia
con un ellos, y con quien establece una lucha estratégica por la
hegemonía del significado. Chantal Mouffe ha insistido, por su parte, en
que "la cuestión decisiva de una política democrática no reside en llegar
a un consenso sin exclusión [.], sino en llegar a establecer la
discriminación nosotros/ellos de tal modo que resulte compatible con el
pluralismo"19, esto es, convertir el antagonismo en agonismo.

Creo que los aportes de Laclau y Mouffe se sitúan principalmente en


los niveles de la particularidad y de la singularidad, que es propiamente
el del espacio político como el lugar de la "lógica de la contingencia" y
de la "lucha por la hegemonía" concreta, histórica, situada. Y creo, con
Dussel, que es de suma importancia el enfrentamiento de Laclau con
los dogmatismos esencialistas de izquierda, los fundacionalismos
fixistas y el economicismo del marxismo estándar. Sin embargo, siendo
la 'hegemonía' una mediación formal estratégica del contenido material
de la política, se corre el riesgo de reducir una vez más la racionalidad
política a un momento formal: no ya el discursivo sino el de la lógica
política de lo estratégico. Ambos reduccionismos formalistas no tienen
suficientemente en cuenta la lógica material de la reproducción de la
vida y sus necesidades, negando de hecho el nivel económico a favor
exclusivo de lo político como horizonte cuasi autónomo de la acción
humana.

El "proceso significante" que va llenando los "significantes vacíos"


solamente desde los "antagonismos", puede resultar a su vez vaciado
de sentido si lo único que mueve a los antagonistas es una pura
voluntad de hegemonía. De allí que sea inevitable la referencia a los
contenidos de las luchas por la hegemonía, que son los que constituyen
las motivaciones reales de la "lógica de lo contingente", el momento
material de esa lógica. El cumplimiento de necesidades tales como el
comer, vestirse, tener casa, etc., o "paz, pan y trabajo", es decir, la
reproducción de la vida de los participantes de la lucha hegemónica es
"condición de posibilidad absoluta insubvertible" de la misma
hegemonía. Dussel apunta que "toda acción humana estratégica,
política, contingente [.], queda inevitablemente "en-marcada" dentro de
ciertos límites de posibilidad. Más allá de dichos límites está la
imposibilidad"20. Esos marcos, límites o criterios de referencia para la
acción estratégica, están dados por los principios universales que
hemos ubicado en el Nivel A de la racionalidad política: el principio-vida,
el principio-democracia y el principio-factibilidad. Dentro de esos
marcos, aún está todo por decidir y en ese sentido se puede decir que
los significantes son "vacíos".

Cuando Chantal Mouffe dice que hay que convertir el antagonismo


en agonismo, de alguna manera reconoce un límite irrebasable del
conflicto: "no está permitido matar al antagonista político". Se establece
así un marco-última-instancia que delimita lo posible, dentro de cuyo
horizonte se puede vivir "de muchas maneras" (un universal vacío),
negando lo imposible (el matar). Sobre dicha restricción se construye el
horizonte donde la lucha política es posible. Cuando "Sendero
Luminoso" intentaba la toma del poder desde la simple eliminación física
del contrario, destruía la política21: ningún orden político se puede
construir sobre la negación de la vida. Lo no permitido o imposible
posibilita el espacio de la lucha política por la hegemonía.

Pero como ha observado Gramsci la "hegemonía" se torna


"dominación" cuando pierde el consenso, la legitimidad, la plausibilidad
en las mayorías, por lo que hay un segundo marco de posibilidad: para
que el llenado de los significantes vacíos pueda ser llamado político y
sostenible a largo plazo, debe ser fruto de decisiones, mediaciones,
normas, instituciones que hayan sido decididas por procedimientos que
de alguna manera garanticen cierta simetría en la participación de los
afectados, y no como efecto de la pura violencia física. Dussel habla
aquí del "marco democrático" de gestión como nueva frontera de
imposibilidad procedimental normativa22.

Finalmente, existe lo que Hinkelammert llama "marco de


factibilidad"23 como marco propiamente estratégico o instrumental: en
efecto, no pueden efectuarse elección de normas, practicarse acciones,
organizarse instituciones, etc., que sean lógica, empírica, técnica,
económica, histórica o culturalmente imposibles. Intentar lo no factible
no puede dar como resultado una acción política que pretenda la
hegemonía.

Los significantes en una lucha por la hegemonía son "vacíos" pero


dentro de los límites impuestos a la acción política. Es decir, dichos
marcos de imposibilidad/posibilidad delimitan espacios vacíos que la
acción singular crítico-estratégica "llenará" pero cumpliendo los
principios que valen para toda situación coyuntural en el mantenimiento
o en la construcción de hegemonía.

4.

Reconstruir la racionalidad política como racionalidad práctica, en la


integralidad de sus niveles y mediaciones, sin reduccionismos, no es
una tarea intelectual. Es una tarea propiamente política que pasa
fundamentalmente por la acción. Es en la acción configuradora del
ethos político en donde opera la racionalidad política en sus diferentes
modos. De allí que la reconstrucción de la racionalidad política no sea
posible sin una recuperación de la acción política como tal. Pero, a su
vez, la acción no será propiamente política si no está enmarcada por los
criterios o principios universales que hemos enunciado, y si éstos no
son constantemente interpretados y mediados institucionalmente en
cada situación particular.

Nos preguntamos si en las asambleas populares y las


organizaciones de base se ha comenzado a recuperar el espacio
político para el reconocimiento de lo común y para la interpretación de
los significantes vacíos en esta coyuntura particular. Nos preguntamos
si los cacerolazos han superado el nivel de la reacción emocional para
convertirse en deliberación y toma de decisiones en común. Nos
preguntamos si anida allí la esperanza de la fundación de un nuevo
régimen político, más democrático, más legítimo.

Lo nuevo no surge de la nada. La experiencia vivida en Santiago a


partir del 16 de diciembre de 1993 -el "santiagueñazo"- muestra que no
hay cambios mágicos e inmediatos, pero también muestra la
emergencia de nuevas formas de hacer política, de nuevas formas de
representación, de nuevos tipos de liderazgo y de participación, que
permiten alumbrar la esperanza de una sociedad distinta24. Una política
nueva, con proyectos y dirigentes nuevos, no se improvisa de la noche
a la mañana, sino que es fruto de un largo esfuerzo y una clara
determinación.

Manuel Garretón nos señala tres modelos posibles para salir de la


crisis, "una vez superadas la simple constatación y contemplación
autocompasiva que espera una solución surgida mágicamente del
hecho de 'tocar fondo'. El primero, es la ilusión "tocquevilliana", que
centra todas sus esperanzas en la sociedad civil y la recomposición del
tejido social a través de nuevas formas de asociatividad y organización
que rechaza la política. El segundo es la ilusión "cesarista", que centra
toda la esperanza en un líder o en la política tecnocrática cupular,
ambos de tendencia autoritaria, y que desconfía absolutamente de la
sociedad"25. La tercera salida consiste en "aprovechar la crisis como
una oportunidad de refundar la polis", reconstituyendo la legitimidad de
las instituciones democráticas y fortaleciendo la capacidad de acción
política -en el sentido en el que hemos expuesto aquí- de los actores
sociales y políticos.
Constituir un "espacio" público en el que se pueda dar libremente el
debate de ideas, la argumentación racional, el respeto por los
mecanismos democráticos para la toma de decisiones, puede ser el
primer paso para salir de la crisis. Porque allí nos reconocemos como
sujeto político. Allí va cobrando un perfil determinado ese bien que es
propio pero superior al bien individual, el bien común.

Desde el reconocimiento de lo común -aunque más no sean los


problemas comunes, los que unen al piquetero con el cacerolero-, pero
también desde el reconocimiento de los marcos irrebasables de
imposibilidad/posibilidad, se buscan y se recuperan formas
institucionales para dotar de eficacia y permanencia a las decisiones
tomadas acerca de los bienes que hay que preservar o re-conquistar.
Sólo recreando espacios institucionales podremos contar con
condiciones de posibilidad para el ejercicio de una racionalidad política
reconstruida en su integralidad. Devolviendo el sentido y función propios
de cada institución, esto es, rescatándola de la corrupción, es como
podremos recuperar el sentido de la política como acción ciudadana de
configuración del vivir en común. De lo contrario, seguiremos oscilando
entre la credulidad ilusionada y la decepción frustrante, o peor, entre el
principismo dogmático que conduce al "terrorismo de la virtud" y el
cinismo pragmático del sálvese quien pueda.

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