83 El viaje a Emaus
83 El viaje a Emaus
83 El viaje a Emaus
Hacia el atardecer del día de la resurrección, dos de los discípulos se hallaban en camino
a Emaús, pequeña ciudad situada a unos doce kilómetros de Jerusalén. Volvían hacía
sus casas hablando de las escenas del juicio y de la crucifixión. Nunca antes habían
estado tan descorazonados. Sin esperanza ni fe, caminaban en la sombra de la cruz.
No habían progresado mucho en su viaje cuando se les unió un extraño, pero estaban tan
absortos en su lobreguez y desaliento, que no le observaron detenidamente. Seguían
hablando de aquellas lecciones que Cristo había dado, pero que seguían sin comprender.
Al caminar con ellos, Jesús anhelaba consolarlos. Veía su pesar y comprendía el pesar
en el que su muerte los había dejado. Sabía que el corazón de ellos estaba vinculado con
él por el amor, y anhelaba enjugar sus lágrimas y llenarlos de gozo y alegría. Pero
primero debía darles lecciones que nunca olvidaran.
Les preguntó: “¿De qué habláis y por qué estáis tan tristes?”. Los discípulos no se lo
podían creer. ¿Sería el único peregrino que viniendo de Jerusalem no supiera lo que
había pasado en la ciudad? Ellos le hablaron del desencanto que habían sufrido respecto
de su Maestro, “el cual fue varón profeta, poderoso en obra y en palabra delante de
Dios y de todo el pueblo,” pero que “los sacerdotes y los príncipes,” lo entregaron “a
condenación de muerte, y le crucificaron.” Sin poder reprimir las lágrimas, aquellos dos
hombres confesaron: “Mas nosotros esperábamos que él era el que había de redimir a
Israel: y ahora sobre todo esto, hoy es el tercer día que esto ha acontecido.”
Era extraño que los discípulos no recordaran lo que Cristo les había dicho ni entendieran
que él ya había anunciado que al tercer día iba a resucitar. Los sacerdotes y príncipes no
la habían olvidado y habían acudido a Pilato para decirle que “el engañador” había
advertido que después de tres días resucitaría. Jesús les dijo: “¡Oh insensatos, y tardos
de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el
Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria?”
Los discípulos miraban al extraño con asombro y una cierta expectativa. Notaban que
sus palabras tocaban sus almas con un fervor, una ternura y una simpatía que les hizo
sentirse extrañamente esperanzados. Jesús podría haberse dado a conocer en ese
momento, pero era necesario que primero entendiesen la Escritura. Su fe debía
establecerse sobre la Palabra. No hizo ningún milagro, sino que explicó las profecías y
símbolos bíblicos demostrando la importancia del Antiguo Testamento como testimonio
de su misión. Muchos de los que profesan ser cristianos ahora, descartan el Antiguo
Testamento y aseveran que ya no tiene utilidad. Pero tal no fue la enseñanza de Cristo
puesto que es su voz la que habla por los patriarcas y los profetas. El Salvador se revela
en el Antiguo Testamento tan claramente como en el Nuevo. Los milagros de Cristo
son una prueba de su divinidad; pero una prueba aun más categórica de que él es el
Redentor del mundo se halla al comparar las profecías del Antiguo Testamento con la
historia del Nuevo.
Jesús mostró a sus seguidores que sus esperanzas de un reino temporal no tenían
fundamento en la Escritura. Su esperanza era errónea y eso los había llevado al
desengaño más absoluto. Cristo debía morir, como todo transgresor de la ley debe
morir si continúa en el pecado. Todo esto había de suceder, pero no terminaba en
derrota, sino en una victoria gloriosa y eterna. Jesús les dijo que debía hacerse todo
esfuerzo posible para salvar al mundo del pecado.
A medida que caminaban, Cristo siguió abriendo el entendimiento de los dos hombres
para que comprendiesen las Escrituras. De los labios del Salvador brotaban palabras de
vida y seguridad. Ellos seguían con los ojos velados sin sospechar quién era realmente
su compañero de viaje y prosiguieron por el camino montañoso, mientras andaba a su
lado Aquel que habría de asumir pronto su puesto a la diestra de Dios.
Llegó la puesta del sol y los viajeros llegaron a su lugar de descanso. El extraño pareció
querer continuar su viaje, pero los discípulos no querían separarse de él y le rogaron que
se quedara con ellos. Si los discípulos no hubiesen insistido en su invitación, no habrían
sabido que su compañero de viaje era el Señor resucitado. Elena White comenta esta
idea con estas palabras: “Cristo no impone nunca su compañía a nadie. Se interesa en
aquellos que le necesitan. Gustosamente entrará en el hogar más humilde y alegrará el
corazón más sencillo. Pero si los hombres son demasiado indiferentes para pensar en
el Huésped celestial o pedirle que more con ellos, pasa de largo. Así muchos sufren
grave pérdida. No conocen a Cristo más de lo que le conocieron los discípulos
mientras andaban con él en el camino.”
Pronto estuvo preparada la sencilla cena de pan. Fué colocada delante del huésped,
que había tomado su asiento a la cabecera de la mesa. Entonces alzó las manos para
bendecir el alimento. Los discípulos retrocedieron asombrados. Su compañero extendía
las manos exactamente como solía hacerlo su Maestro. Vuelven a mirar, y he aquí que
ven en sus manos los rastros de los clavos. Ambos exclaman a la vez: ¡Es el Señor
Jesús! ¡Ha resucitado de los muertos!