La poesía como instancia de ruptura
La poesía como instancia de ruptura
La poesía como instancia de ruptura
Entramos al
terreno de la rebelión y la revolución. Y al hablar de estas coyunturas estamos ante dos
perfiles que caracterizan la creación literaria: la individualidad y la colectividad. Nos situamos,
de algún modo, ante la soledad y el gregarismo. O mejor dicho, ante la transgresión y el
establecimiento. El rebelde y el revolucionario han atravesado desde tiempos lejanos la
historia de la literatura. Pero es en el siglo XX cuando se han visibilizado en una suerte de
combate publicitado por los medios de comunicación masivos. El rebelde, y aquí resuenan las
palabras de Albert Camus, es el que necesita de una suerte de marginalidad para poder
proyectarse, siempre desde la disidencia, hacia los otros. Y el revolucionario es, por lo general,
quien sistematiza y burocratiza el fresco pero efímero fuego de la rebelión. Es entre estas dos
orillas que se mueve el poeta cuando escribe. En una se siente acogido y cierto. En la otra,
incómodo y extraviado.
Con todo no hay rebelión alguna que no esté enlazada a la tradición. Ruptura de las formas y
respeto por ellas es un fenómeno que se presenta como un vórtice, un torbellino, una espiral
en la que una y otro se abrazan y se han repelido con frecuencia a lo largo de los siglos. La
tradición, eso lo sabemos con cierta claridad ahora, conforma un tejido sinuoso, transparente
a veces, turbio en otras, de las reglas y las normas que han prevalecido. Y esa continuidad, o
esa elongación conservadora que tanto irrita a las nuevas generaciones que se arrojan a la
escritura, es imposible derrumbarla del todo. Sin embargo, se puede fisurar, estremecer, o al
menos hay momentos de la historia de la literatura que nos producen la impresión de que el
sólido edificio de la tradición parece venirse abajo. Piénsese en los primeros románticos de los
que tanto denigró el viejo Goethe, o en las vanguardias poéticas de las primeras décadas del
siglo XX en las que sobresale el canto a la velocidad y a la guerra del futurismo, el revólver
surrealista disparado a cualquier desavisado en medio de la multitud, o en la psicodelia y el
regreso a Oriente y las magias ancestrales de la generación beat. Con todo, esa impresión
saludablemente renovadora es engañosa, y cuando observamos con detenimiento estos
fenómenos constatamos que todos tienen una u otra relación con el pasado. No hay, en
realidad, transgresión importante que no esté afincada en la tradición. Ni ha habido jamás
arrasamiento completo en esa continuidad cuyo fin único pareciera ser el de preservar una
cultura.
Igor Stravinski, quien fue tal vez el compositor que más transgredió, desde un respeto a la
tradición, el horizonte de la música occidental en las primeras décadas del siglo XX, dice cosas
pertinentes al respecto. Ellas son adaptables, por lo demás, a las coordenadas literarias. En su
Poética musical, Stravinski dice que la tradición no es un hábito y por ello mismo una
adquisición inconsciente, sino una aceptación deliberada. Dice que la tradición no es una
repetición mecánica de lo pasado, sino una realidad que permanece. Dice que la tradición
verdadera no es el simple testimonio de un pasado ya cumplido, sino una fuerza viva capaz de
animar el presente. Afirma, de igual modo, que una tradición es una especie de herencia
familiar que se recibe con la condición de hacerla florecer o fructificar antes de transmitirla a
las generaciones venideras. La cuestión que me parece esencial aquí es que esa transmisión no
vale la pena realizarla, o no podría ser significativa para la evolución del arte, si no es
renovadora, si no se efectúa desde la conciencia de la ruptura. Esa ruptura supone, por
supuesto, el ejercicio de la libertad. Pero, paradójicamente, y esto lo señala Stravinski, solo es
enteramente libre lo que es trabajado y controlado. Es decir, solo aquel que conoce la
tradición puede darse el lujo de transgredirla. “Más nos imponemos límites, anota el autor de
La consagración de la primavera, más nos liberamos de las cadenas que coartan el espíritu”.
Con Stravinski abordamos otro elemento crucial en este asunto de la tradición y la ruptura. El
comportamiento creador que debe confrontarse a sociedades sometidas al peligro de la
alienación. Ante esa constante agresión, es fundamental que el artista se ampare, como ha
sucedido siempre, en la tradición. De la certeza de que estamos pisando los terrenos más o
menos firmes del pasado solo puede brotar lo nuevo. Por tal motivo es equívoco entender la
creación artística como un volver a empezar. Como un surgir de un punto cero que, de hecho,
es simplemente inexistente. Y frente a los momentos de caos provisorio que definen toda
revolución, hay que parapetarse en el arte que, según Stravinski, es básicamente constructivo,
organizado, equilibrado y especulativo.
Ahora bien, en los momentos de mayor ruptura esta referencia al pasado se evidencia, a veces,
con pasmosa claridad. Pensemos, y así entramos en el campo de la literatura colombiana que
es una de las líneas que nos ha convocado en este congreso, en una novela transgresora como
es La vorágine de José Eustasio Rivera. Quizás no haya un libro en toda la historia de nuestra
novelística tan audaz en las maneras de llevar a cabo esa ruptura. Soy de los que piensan que
la novela colombiana se divide en dos no con Cien años de soledad, sino con esa cosa, como
decía el mismo García Márquez, llamada La vorágine. Y resulta aún más atractivo la forma en
que se produjo el paso de un orden asfixiante de la literatura, como era el que primaba en la
generación del Centenario en la Colombia de inicios del siglo XX, a uno que pone en tela de
juicio y astilla ese orden conservador. Del equilibrio parnasiano de Tierra de promisión en el
que los animales y la vegetación del trópico se tornan falazmente marmóreos, Rivera, en
cuestión de tres años, pasó a la insania fragmentada y brutal de su novela. ¿Cómo entender
esta irrupción? Como suele suceder con las obras transgresoras, la primera recepción de La
vorágine no comprendió muy bien de qué se trataba y vio el caos, a la falta de respeto formal y
al mal gusto planear por el prólogo, las tres partes y el epílogo de la novela. Desde entonces,
ha habido muchas hipótesis y los críticos se han referido a un telurismo polifónico, a la novela
de formación de un artista que más parece deformarse que formarse, a la novela fundacional o
novela paternalista; a una narración que visibiliza a una parte del país que vivía en el horror y
la barbarie de los llanos y la selva por la acción de las compañías caucheras y, en fin, a una
obra que empezaba, y esto si no lo vislumbró Rivera quien creía que lo suyo era un canto viril a
la patria colombiana, a cuestionar ese complicado concepto de nación que tantos afanes ha
despertado en la crítica literaria.
La ruptura es, en el caso de Rivera, como si el delirio de las formas hubiera atravesado una
plácida y simuladora comarca de sonetos. Siempre he pensado que, además de esas
voluntades transgresoras que animan a todo joven escritor -Rivera tenía algo más de 30 años
cuando escribió su novela-, al autor de La vorágine lo estimuló prodigiosamente el paludismo.
Ahora que he leído una vez más la que es, a mi juicio, la novela más importante de Colombia,
que no la más vendida o traducida, no me ha abandonado la impresión de que ella fue escrita
por un hombre sacudido por las fiebres tropicales. Algo parecido sucedió con el Piranesi de las
Cárceles imaginarias. Marguerite Yourcenar, en su ensayo sobre el grabador veneciano, dice
que esas prisiones, que tanto impresionaron a los románticos, los expresionistas y los
surrealistas, “nacieron de un acceso de fiebre, el paludismo del campo romano que favoreció
el genio de Piranesi, liberándolo momentáneamente de elementos (clásicos y barrocos) que
hasta el momento eran controlados en su obra”. Esa liberación de las formas es, sin duda, lo
que se presenta en La vorágine. Y esto se efectúa a través de la fragmentación narrativa, de su
juego de narradores, del acertado rasgo metaficcional, de su ambición demoledora del
Romanticismo, el Modernismo y el Simbolismo sin negar la retórica propia de estos
movimientos. Sí, La vorágine parece un sucedáneo de las Cárceles de Piranesi. En ambos la
fiebre abre un vasto mundo de sensaciones y no el deplorable reino de la confusión. Dos
personalidades, en fin, que agregaron a la tradición de sus épocas el necesario toque irracional
de la ruptura. Lo grotesco y la alucinación abrazados magistralmente, a través de un mosquito
anofeles y su plasmodium, al trazo de la razón y la palabra.
Lo señalado por Gutiérrez Girardot torna entonces comprensible aquello de que la tradición
moderna, tal como la entiende Octavio Paz, “borra las oposiciones entre lo antiguo y lo
contemporáneo y entre lo distante y lo próximo”. Y este es un aporte importante que hace, sin
duda, el narrador modernista -porque Rivera fue desde varios puntos de vista un modernista
decadente- al horizonte de nuestra literatura. Demostrar que lo remoto o antiguo no es una
entelequia marchita y solo digna de interés arqueológico, sino la posibilidad de renovación.
Ahora bien, frente a esta senda digamos cosmopolita o en el mejor de los casos universalista
implícita en el Modernismo y que, desde los cuentos de Leopoldo Lugones hasta los de Jorge
Luis Borges, ha sido señalada con pertinencia, en Colombia se ha atendido otro llamado. El que
hizo, desde su púlpito antioqueño, el Tomás Carrasquilla de las Homilías. Carrasquilla
despotricó, a inicios del siglo XX, contra la presencia afeminada y escapista de los modernistas,
extraviados en los jardines de Versalles y en estéticas postizamente culteranas, y dijo que
nuestra obligación en tanto que narradores era ocuparnos de la región. Desde entonces, con
raras pero excelentes excepciones (pensemos en Pedro Gómez Valderrama, en Álvaro Mutis,
en Germán Espinosa) el mapa dominante de la narrativa colombiana ha estado en manos de
los autores que han seguido consciente o inconscientemente el mandato de Carrasquilla. Por
ello mismo veo una línea de continuidad entre lo que escribió Carrasquilla y lo que escribió
García Márquez. La región palpita fresca y vital en ambos universos. Entre Yolombó y Macondo
hay puentes innegables e incluso personajes que son casi hermanos. Lo que pasa es que se nos
ha hecho creer que Macondo logró la universalidad porque se afinca en la literatura
norteamericana de la primera mitad del siglo XX y que Yolombó no, porque sus influencias son
las españolas del siglo XIX y no superó, al contrario de García Márquez, el costumbrismo y las
hablas locales.
En estas dos críticas sobresale, por supuesto, el concepto de literatura nacional. Ambas
miradas no desconocen los límites de esta figura y jamás la ponen en entredicho. Yo, la verdad
sea dicha y en tanto que escritor, tengo demasiados problemas con lo nacional. No con el
concepto en sí y sus múltiples expresiones planteadas por los estudiosos de la literatura, sino
con la manera en que el establecimiento literario colombiano, y por ende el latinoamericano,
lo ha impuesto desde el Romanticismo hasta nuestros días. En el caso colombiano, las
tendencias regionalistas, que son las que han cimentado y justificado el nacionalismo, trazaron
su frente de batalla y cerraron las puertas del país a las mejores influencias del Modernismo
cosmopolita. Colombia, cobijada por su República conservadora, que duró de 1886 hasta 1930,
y de la mano de una Iglesia cerril y una caterva de letrados hispánicos, se negó a la aventura
experimental de las vanguardias por considerarlas libertinas o ateas o comunistas. Y esta casi
total ausencia de un vanguardismo, cuya única excepción serían las crónicas de Luis Tejada y
los primeros poemas de Luis Vidales, está íntimamente relacionada con el precario proceso de
modernización que tuvo Colombia en las primeras décadas del siglo XX. Aunque sé que esta
literatura nacional ha dado buenos frutos, no me abandona la idea de que el respeto
incondicional a sus postulaciones es sospechoso porque está viciado. Lo nacional es más una
traba que un acto de liberación. No creo, ni jamás lo he hecho, que la finalidad de un escritor
sea la de reflejar en su obra la totalidad de una nacionalidad. He sido de la opinión, a veces
estimulado por la intuición del reclamo y a veces por una clara conciencia del rechazo, que
todo nacionalismo es pueril. Pretender en lo que se escribe actos de colombianidad o cosas de
esta índole es como entrar en terrenos similares a los que pregonan los espectáculos
deportivos o los populismos políticos. En realidad, siempre he pensado, y sobre todo en los
tiempos actuales, que el escritor debe escribir no como un exponente nacional sino
simplemente como un escritor.
Esta suerte de equívoco es lo que, por lo demás, ha llevado a los centros del mundo
económico a considerarnos como escritores latinoamericanos, esto es, algo así como criaturas
exóticas y partícipes de un gueto, esa tan cacareada latinoamericanidad hecha de patriotismos
ridículos y de nostalgias por grandezas que jamás tuvieron lugar, y en donde las poéticas se
suceden unas a otras. Primero fue el realismo telúrico, luego el realismo indigenista, después
el realismo maravilloso, más tarde el realismo mágico y ahora los diversos realismos sucios y
criminales. Tales tendencias, lo sé, conforman una red de supuestas tradiciones y rupturas que
seguimos estudiando con ahínco: pero no ignoro también que hay algo extraño, por no decir
descompuesto, que huele en la atmósfera del continente. Se ha etiquetado a los escritores
colombianos porque escriben sobre un tema recurrente que, según algunos, es propiamente
colombiano. En París alguna vez me buscó una editorial para que le recomendara autores
colombianos. Antes de hacer cualquier elección, fui prevenido: queremos obras que sean,
esencialmente, colombianas. El adverbio me sonó como un trompetazo. Y ante esa expresión,
“esencialmente colombianas” asumí la actitud del gato frente al perro. El editor de marras
pretendió tranquilizarme al referirme la esencia de la literatura colombiana: la violencia. Yo
traté, a mi vez, de explicarle que la violencia era, como en todas partes del mundo, uno de los
modos, y quizás el más turbio, de avanzar en la historia. Entonces, sin necesidad de divagar
demasiado sobre el tema, el hombre me puso en su lugar de editor colonizador: queremos
novelas sobre sicarios, sobre narcos, sobre guerrilleros, sobre paramilitares, o sobre sus
posibles sucedáneos. No me cuesta trabajo creer que, en tiempos del furor del realismo
mágico, lo propiamente colombiano para esos europeos miopes eran ángeles extraviados en
barrios populares, apariciones sobrenaturales en medio de cenas o conversaciones divertidas
en las tardes, militares en quienes la locura, la muerte y el sueño son como una misma cosa.
Sí, lo nacional es reprochable por su dudosa carga determinista. Porque se es escritor no por el
lugar en que se nace, sino por la singularidad del trabajo con las palabras. Ya lo decía Holderlin:
“A través del progreso de la cultura el elemento propiamente nacional será siempre el de
menor provecho”. Y el mismo Juan José Saer, en esta dirección, dice algo que es definitivo: “De
todos los niveles que componen la realidad, el de la especificidad nacional es el que primero
debe cuestionarse, porque es justamente el primero que, sostenido por razones políticas y
morales, aparenta ser indiscutible”. Este cuestionamiento, por fortuna, se ha venido dando
progresivamente en la literatura colombiana. Y podría afirmarse que si ha habido un impulso
de ruptura voluntario en la última narrativa, es ese que tiene que ver con la demolición de lo
nacional.
Incluso si hacemos una mirada rápida a las novelas canónicas colombianas, los gérmenes de tal
controversia ya palpitan con fuerza. La vorágine, volvamos otra vez a ella, habla de las regiones
periféricas de un país que se creía desde su centro grande y culto. Un país que, en la novela de
Rivera, no es más que una precaria colcha de retazos pegados por la baba de una
administración mezquina. A una nación que se amparaba en el Sagrado Corazón de Jesús y en
una gramática grandilocuente y mentirosa, Rivera opone una selva anómala donde los dioses,
hasta los de los indígenas que atraviesan sus páginas, han sido expulsados. Esta intensión que
arremete contra la nación podría iluminarse con una consideración de Lukács que después
haría carrera en los sociólogos de la literatura. La novela moderna, según el crítico marxista, es
el espacio de la renovación en tanto que ella es escrita por un individuo, el burgués, ese
representante de la decadencia y la alienación desde el Romanticismo hasta nuestros días.