La poesía como instancia de ruptura

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Qué entendemos cuando hablamos de la poesía como instancia de ruptura.

Entramos al
terreno de la rebelión y la revolución. Y al hablar de estas coyunturas estamos ante dos
perfiles que caracterizan la creación literaria: la individualidad y la colectividad. Nos situamos,
de algún modo, ante la soledad y el gregarismo. O mejor dicho, ante la transgresión y el
establecimiento. El rebelde y el revolucionario han atravesado desde tiempos lejanos la
historia de la literatura. Pero es en el siglo XX cuando se han visibilizado en una suerte de
combate publicitado por los medios de comunicación masivos. El rebelde, y aquí resuenan las
palabras de Albert Camus, es el que necesita de una suerte de marginalidad para poder
proyectarse, siempre desde la disidencia, hacia los otros. Y el revolucionario es, por lo general,
quien sistematiza y burocratiza el fresco pero efímero fuego de la rebelión. Es entre estas dos
orillas que se mueve el poeta cuando escribe. En una se siente acogido y cierto. En la otra,
incómodo y extraviado.

Sé que he empezado estas consideraciones refiriéndome a la poesía y no a otro género


literario. Y reconozco que, de entrada, le he otorgado el papel de ser la emisaria de la ruptura.
Lo he hecho porque entiendo que si hay algo que ha resistido los embates de las generaciones
y las modas es la poesía. Lo hago porque, en la dirección de André Breton, creo que la
revelación poética es la portadora de la transgresión. Y también lo digo porque nuestras
democracias neoliberales, y por supuesto los estados comunistas, no han logrado asimilar a la
poesía lo cual le da a ella un atractivo aire de maldita o de instancia poco propicia a la
manipulación espuria. El comunismo, es cierto, enarboló una poesía cuyo objetivo fue errático
por lo ingenuo: hacerle creer a las masas que en el trabajo existía un tipo de felicidad
redentora. La burguesía, por su parte, se siente muchísimo más cómoda con la novela. Hasta
tal punto que esta, en gran medida, ha sido domesticada para el beneplácito del ocio y el
consumo. Como dice Octavio Paz, “la poesía”, y él se refiere a la moderna, “se ha convertido
en el alimento de los desterrados del mundo burgués”. Su presencia, en tanto que ser
obstinado e indomable, ha permanecido intacta. Pensemos en esos casos paradigmáticos que
van desde la locura de Holderlin hasta la ebriedad de Rimbaud, desde el desasosiego de Pessoa
hasta la digna desolación de Ajmatova para concluir que la poesía representa el más
condensado núcleo de la rebelión en ese terreno que llamamos literatura. Rebelión dirigida
hacia todas las formas de la dominación y la afrenta.

Con todo no hay rebelión alguna que no esté enlazada a la tradición. Ruptura de las formas y
respeto por ellas es un fenómeno que se presenta como un vórtice, un torbellino, una espiral
en la que una y otro se abrazan y se han repelido con frecuencia a lo largo de los siglos. La
tradición, eso lo sabemos con cierta claridad ahora, conforma un tejido sinuoso, transparente
a veces, turbio en otras, de las reglas y las normas que han prevalecido. Y esa continuidad, o
esa elongación conservadora que tanto irrita a las nuevas generaciones que se arrojan a la
escritura, es imposible derrumbarla del todo. Sin embargo, se puede fisurar, estremecer, o al
menos hay momentos de la historia de la literatura que nos producen la impresión de que el
sólido edificio de la tradición parece venirse abajo. Piénsese en los primeros románticos de los
que tanto denigró el viejo Goethe, o en las vanguardias poéticas de las primeras décadas del
siglo XX en las que sobresale el canto a la velocidad y a la guerra del futurismo, el revólver
surrealista disparado a cualquier desavisado en medio de la multitud, o en la psicodelia y el
regreso a Oriente y las magias ancestrales de la generación beat. Con todo, esa impresión
saludablemente renovadora es engañosa, y cuando observamos con detenimiento estos
fenómenos constatamos que todos tienen una u otra relación con el pasado. No hay, en
realidad, transgresión importante que no esté afincada en la tradición. Ni ha habido jamás
arrasamiento completo en esa continuidad cuyo fin único pareciera ser el de preservar una
cultura.

Igor Stravinski, quien fue tal vez el compositor que más transgredió, desde un respeto a la
tradición, el horizonte de la música occidental en las primeras décadas del siglo XX, dice cosas
pertinentes al respecto. Ellas son adaptables, por lo demás, a las coordenadas literarias. En su
Poética musical, Stravinski dice que la tradición no es un hábito y por ello mismo una
adquisición inconsciente, sino una aceptación deliberada. Dice que la tradición no es una
repetición mecánica de lo pasado, sino una realidad que permanece. Dice que la tradición
verdadera no es el simple testimonio de un pasado ya cumplido, sino una fuerza viva capaz de
animar el presente. Afirma, de igual modo, que una tradición es una especie de herencia
familiar que se recibe con la condición de hacerla florecer o fructificar antes de transmitirla a
las generaciones venideras. La cuestión que me parece esencial aquí es que esa transmisión no
vale la pena realizarla, o no podría ser significativa para la evolución del arte, si no es
renovadora, si no se efectúa desde la conciencia de la ruptura. Esa ruptura supone, por
supuesto, el ejercicio de la libertad. Pero, paradójicamente, y esto lo señala Stravinski, solo es
enteramente libre lo que es trabajado y controlado. Es decir, solo aquel que conoce la
tradición puede darse el lujo de transgredirla. “Más nos imponemos límites, anota el autor de
La consagración de la primavera, más nos liberamos de las cadenas que coartan el espíritu”.

Con Stravinski abordamos otro elemento crucial en este asunto de la tradición y la ruptura. El
comportamiento creador que debe confrontarse a sociedades sometidas al peligro de la
alienación. Ante esa constante agresión, es fundamental que el artista se ampare, como ha
sucedido siempre, en la tradición. De la certeza de que estamos pisando los terrenos más o
menos firmes del pasado solo puede brotar lo nuevo. Por tal motivo es equívoco entender la
creación artística como un volver a empezar. Como un surgir de un punto cero que, de hecho,
es simplemente inexistente. Y frente a los momentos de caos provisorio que definen toda
revolución, hay que parapetarse en el arte que, según Stravinski, es básicamente constructivo,
organizado, equilibrado y especulativo.

Ahora bien, en los momentos de mayor ruptura esta referencia al pasado se evidencia, a veces,
con pasmosa claridad. Pensemos, y así entramos en el campo de la literatura colombiana que
es una de las líneas que nos ha convocado en este congreso, en una novela transgresora como
es La vorágine de José Eustasio Rivera. Quizás no haya un libro en toda la historia de nuestra
novelística tan audaz en las maneras de llevar a cabo esa ruptura. Soy de los que piensan que
la novela colombiana se divide en dos no con Cien años de soledad, sino con esa cosa, como
decía el mismo García Márquez, llamada La vorágine. Y resulta aún más atractivo la forma en
que se produjo el paso de un orden asfixiante de la literatura, como era el que primaba en la
generación del Centenario en la Colombia de inicios del siglo XX, a uno que pone en tela de
juicio y astilla ese orden conservador. Del equilibrio parnasiano de Tierra de promisión en el
que los animales y la vegetación del trópico se tornan falazmente marmóreos, Rivera, en
cuestión de tres años, pasó a la insania fragmentada y brutal de su novela. ¿Cómo entender
esta irrupción? Como suele suceder con las obras transgresoras, la primera recepción de La
vorágine no comprendió muy bien de qué se trataba y vio el caos, a la falta de respeto formal y
al mal gusto planear por el prólogo, las tres partes y el epílogo de la novela. Desde entonces,
ha habido muchas hipótesis y los críticos se han referido a un telurismo polifónico, a la novela
de formación de un artista que más parece deformarse que formarse, a la novela fundacional o
novela paternalista; a una narración que visibiliza a una parte del país que vivía en el horror y
la barbarie de los llanos y la selva por la acción de las compañías caucheras y, en fin, a una
obra que empezaba, y esto si no lo vislumbró Rivera quien creía que lo suyo era un canto viril a
la patria colombiana, a cuestionar ese complicado concepto de nación que tantos afanes ha
despertado en la crítica literaria.

La ruptura es, en el caso de Rivera, como si el delirio de las formas hubiera atravesado una
plácida y simuladora comarca de sonetos. Siempre he pensado que, además de esas
voluntades transgresoras que animan a todo joven escritor -Rivera tenía algo más de 30 años
cuando escribió su novela-, al autor de La vorágine lo estimuló prodigiosamente el paludismo.
Ahora que he leído una vez más la que es, a mi juicio, la novela más importante de Colombia,
que no la más vendida o traducida, no me ha abandonado la impresión de que ella fue escrita
por un hombre sacudido por las fiebres tropicales. Algo parecido sucedió con el Piranesi de las
Cárceles imaginarias. Marguerite Yourcenar, en su ensayo sobre el grabador veneciano, dice
que esas prisiones, que tanto impresionaron a los románticos, los expresionistas y los
surrealistas, “nacieron de un acceso de fiebre, el paludismo del campo romano que favoreció
el genio de Piranesi, liberándolo momentáneamente de elementos (clásicos y barrocos) que
hasta el momento eran controlados en su obra”. Esa liberación de las formas es, sin duda, lo
que se presenta en La vorágine. Y esto se efectúa a través de la fragmentación narrativa, de su
juego de narradores, del acertado rasgo metaficcional, de su ambición demoledora del
Romanticismo, el Modernismo y el Simbolismo sin negar la retórica propia de estos
movimientos. Sí, La vorágine parece un sucedáneo de las Cárceles de Piranesi. En ambos la
fiebre abre un vasto mundo de sensaciones y no el deplorable reino de la confusión. Dos
personalidades, en fin, que agregaron a la tradición de sus épocas el necesario toque irracional
de la ruptura. Lo grotesco y la alucinación abrazados magistralmente, a través de un mosquito
anofeles y su plasmodium, al trazo de la razón y la palabra.

Con todo, lo que quisiera señalar es el punto de la permanencia de una tradición en La


vorágine. Hay muchas, y estas pertenecen al entorno más o menos inmediato que vivió Rivera
en tanto que escritor situado en la decadencia del Modernismo y el surgimiento de las
vanguardias en América Latina. Pero entre todas ellas hay una que me parece llamativa. A
Rivera le preguntaban, cuenta Gutiérrez Girardot en el análisis que hace de la novela, sobre sus
influencias. Y el dandy del Huila respondía, como buen pretencioso que era, no haber recibido
ninguna. Luego recapacitaba para decir con altivez: “en cuando a autores dilectos, mi
preferencia indiscutible, a pesar de los siglos y de las escuelas, está toda por Homero, cuya
Ilíada he leído once veces”. Esta respuesta le permite a Gutiérrez Girardot establecer cómo la
tradición épica griega irriga las páginas frenéticas de La vorágine. Cómo los dioses, el destino y
la violencia de la Antigüedad se retoman para desarrollarse de una manera nueva en la novela
de la selva colombiana. Gutiérrez Girardot es claro cuando dice:
Del mismo modo como Andrés Bello recurrió a Virgilio para cantar la epopeya de la
independencia y a las nuevas Repúblicas, Rivera acude a Homero, pero ya no para entonar un
himno de esperanza sino para describir simbólicamente un estado de destrucción e
incredulidad.

Lo señalado por Gutiérrez Girardot torna entonces comprensible aquello de que la tradición
moderna, tal como la entiende Octavio Paz, “borra las oposiciones entre lo antiguo y lo
contemporáneo y entre lo distante y lo próximo”. Y este es un aporte importante que hace, sin
duda, el narrador modernista -porque Rivera fue desde varios puntos de vista un modernista
decadente- al horizonte de nuestra literatura. Demostrar que lo remoto o antiguo no es una
entelequia marchita y solo digna de interés arqueológico, sino la posibilidad de renovación.
Ahora bien, frente a esta senda digamos cosmopolita o en el mejor de los casos universalista
implícita en el Modernismo y que, desde los cuentos de Leopoldo Lugones hasta los de Jorge
Luis Borges, ha sido señalada con pertinencia, en Colombia se ha atendido otro llamado. El que
hizo, desde su púlpito antioqueño, el Tomás Carrasquilla de las Homilías. Carrasquilla
despotricó, a inicios del siglo XX, contra la presencia afeminada y escapista de los modernistas,
extraviados en los jardines de Versalles y en estéticas postizamente culteranas, y dijo que
nuestra obligación en tanto que narradores era ocuparnos de la región. Desde entonces, con
raras pero excelentes excepciones (pensemos en Pedro Gómez Valderrama, en Álvaro Mutis,
en Germán Espinosa) el mapa dominante de la narrativa colombiana ha estado en manos de
los autores que han seguido consciente o inconscientemente el mandato de Carrasquilla. Por
ello mismo veo una línea de continuidad entre lo que escribió Carrasquilla y lo que escribió
García Márquez. La región palpita fresca y vital en ambos universos. Entre Yolombó y Macondo
hay puentes innegables e incluso personajes que son casi hermanos. Lo que pasa es que se nos
ha hecho creer que Macondo logró la universalidad porque se afinca en la literatura
norteamericana de la primera mitad del siglo XX y que Yolombó no, porque sus influencias son
las españolas del siglo XIX y no superó, al contrario de García Márquez, el costumbrismo y las
hablas locales.

Esa continuidad regional es lo que, de alguna manera, ha moldeado, y sin mayores


complicaciones conceptuales, la literatura nacional. Un conglomerado de obras que entablan
entre ellas parentescos y delinean los contornos de una tradición. Aunque es verdad que cada
escritor, al situarse frente a la literatura colombiana que le antecede, ha sacado sus
respectivas conclusiones. García Márquez, por ejemplo, en su conocido texto la “Literatura
colombiana; un fraude a la nación” considera que en varios siglos de historia literaria no hay
ninguna obra robusta y universal y que solo hay dos o tres aciertos. El diagnóstico de García
Márquez es un tanto excesivo y este texto le ha hecho pensar a muchos que, felizmente -gran
consuelo para un pobre e insustancial país en el ámbito del arte, las ciencias y la literatura-, el
primer autor verdaderamente universal que hemos tenido es el propio García Márquez. Hoy
sabemos, empero, que de ser cierta esta consideración, ha sido debido no solo al talento de
García Márquez, sino también a las condiciones del periodismo y al mundo editorial comercial
de la segunda mitad el siglo XX que hicieron del Boom, del cual es figura cimera el autor de
Crónica de una muerte anunciada, un espectáculo masivo de repercusiones internacionales. Es
como si ese pretendido universalismo estuviera, en el caso de García Márquez y las estrellas
del Boom, en relación directamente proporcional con el estado de las ventas, o para mejor
decirlo, con el marketing de la literatura.
Lo que habría que resaltar en el texto de García Márquez es una sus conclusiones categóricas:
“Hablando en términos generales, en tres siglos de literatura colombiana no se ha empezado
todavía a echar las bases de una tradición”. Yo pienso, muy al contrario, que esa tradición ha
estado siempre presente y que sus bases hace tiempo que están echadas. Y que esa tradición
es como un cauce ininterrumpido que ha venido desde Europa, Asia y el mundo africano e
indígena a través de una lengua que, en el mayor de los casos, es la española. Lo que pasa es
que García Márquez pareciera confundir el asunto de la tradición, que es algo más o menos
milenario, con la calidad estética de unas obras literarias de la modernidad. La tradición de una
literatura nacional, y esto vale para la latinoamericana, debería de concebirse, en realidad,
como la existencia de un bosque o una cordillera donde hay muchos árboles y montañas, unos
más elevados que otros. Reducir una cordillera a sus picos más altos es tentador porque
siempre nos atrae la altura y el portento de las nieves. Pero hacerlo es desdeñar los valles, las
hondonadas, los ríos, las mesetas y las otros montes que sostienen las cimas más altas.

R. H. Moreno Durán, por su parte, comprendió la tradición literaria nacional a partir de un


término particular: intermitencia. Intermitencias que él llama momentos y que pueden
entenderse como rupturas. El marco conceptual de Moreno Durán le debe bastante a lo
escrito por Octavio Paz respecto a la modernidad. Paz, y aquí aventuro un resumen escueto,
abordó la tradición poética forjada a partir de una serie de interrupciones. Ellas funcionan
como un comienzo en el que la renovación irrumpe para ser asimilada por la tradición y abrir
espacios para que surja, una vez más, el fenómeno de la ruptura. Para Paz las intermitencias
son las que otorgan un diálogo más intenso con el pasado. De ahí que lo nuevo, según el autor
de Los hijos del limo, sea lo que se opone a lo tradicional para tomar la forma aparente de lo
distinto. Apariencia que en realidad se transparenta cuando verificamos que la ruptura actúa
como una actualización de lo viejo. Más generoso que García Márquez, y casi cuarenta años
después de su balance sobre la fraudulenta literatura nacional, Moreno Durán dibuja, en
Denominación de origen, un recorrido amplio. Parte de El carnero de Rodríguez Freyle y
desemboca en La mansión de Araucaíma de Álvaro Mutis. Para Moreno Durán tradición
significa continuidad, filiación lineal, fecundo proceso. Y esto, según él, no se observa en la
narrativa colombiana. Y agrega algo que lo vincula directamente con García Márquez. Moreno
Durán opina que la tradición debería ser calidad sostenida. Fenómeno que, para desgracia de
quienes piensan que tenemos un gran panteón de escritores y obras, tampoco es observable
en la historia literaria del país. La calidad sería entonces el más idóneo término para establecer
una tradición que en nuestro caso estaría conformada por una serie de excelentes pero pocos
instantes de la narrativa colombiana. Y es como si la exigencia hecha por García Márquez, en el
sentido de que la crítica literaria colombiana en su época no había tomado el necesario camino
de la valoración estética, fuese cumplida por Moreno Durán en Denominación de origen.

En estas dos críticas sobresale, por supuesto, el concepto de literatura nacional. Ambas
miradas no desconocen los límites de esta figura y jamás la ponen en entredicho. Yo, la verdad
sea dicha y en tanto que escritor, tengo demasiados problemas con lo nacional. No con el
concepto en sí y sus múltiples expresiones planteadas por los estudiosos de la literatura, sino
con la manera en que el establecimiento literario colombiano, y por ende el latinoamericano,
lo ha impuesto desde el Romanticismo hasta nuestros días. En el caso colombiano, las
tendencias regionalistas, que son las que han cimentado y justificado el nacionalismo, trazaron
su frente de batalla y cerraron las puertas del país a las mejores influencias del Modernismo
cosmopolita. Colombia, cobijada por su República conservadora, que duró de 1886 hasta 1930,
y de la mano de una Iglesia cerril y una caterva de letrados hispánicos, se negó a la aventura
experimental de las vanguardias por considerarlas libertinas o ateas o comunistas. Y esta casi
total ausencia de un vanguardismo, cuya única excepción serían las crónicas de Luis Tejada y
los primeros poemas de Luis Vidales, está íntimamente relacionada con el precario proceso de
modernización que tuvo Colombia en las primeras décadas del siglo XX. Aunque sé que esta
literatura nacional ha dado buenos frutos, no me abandona la idea de que el respeto
incondicional a sus postulaciones es sospechoso porque está viciado. Lo nacional es más una
traba que un acto de liberación. No creo, ni jamás lo he hecho, que la finalidad de un escritor
sea la de reflejar en su obra la totalidad de una nacionalidad. He sido de la opinión, a veces
estimulado por la intuición del reclamo y a veces por una clara conciencia del rechazo, que
todo nacionalismo es pueril. Pretender en lo que se escribe actos de colombianidad o cosas de
esta índole es como entrar en terrenos similares a los que pregonan los espectáculos
deportivos o los populismos políticos. En realidad, siempre he pensado, y sobre todo en los
tiempos actuales, que el escritor debe escribir no como un exponente nacional sino
simplemente como un escritor.

Esta suerte de equívoco es lo que, por lo demás, ha llevado a los centros del mundo
económico a considerarnos como escritores latinoamericanos, esto es, algo así como criaturas
exóticas y partícipes de un gueto, esa tan cacareada latinoamericanidad hecha de patriotismos
ridículos y de nostalgias por grandezas que jamás tuvieron lugar, y en donde las poéticas se
suceden unas a otras. Primero fue el realismo telúrico, luego el realismo indigenista, después
el realismo maravilloso, más tarde el realismo mágico y ahora los diversos realismos sucios y
criminales. Tales tendencias, lo sé, conforman una red de supuestas tradiciones y rupturas que
seguimos estudiando con ahínco: pero no ignoro también que hay algo extraño, por no decir
descompuesto, que huele en la atmósfera del continente. Se ha etiquetado a los escritores
colombianos porque escriben sobre un tema recurrente que, según algunos, es propiamente
colombiano. En París alguna vez me buscó una editorial para que le recomendara autores
colombianos. Antes de hacer cualquier elección, fui prevenido: queremos obras que sean,
esencialmente, colombianas. El adverbio me sonó como un trompetazo. Y ante esa expresión,
“esencialmente colombianas” asumí la actitud del gato frente al perro. El editor de marras
pretendió tranquilizarme al referirme la esencia de la literatura colombiana: la violencia. Yo
traté, a mi vez, de explicarle que la violencia era, como en todas partes del mundo, uno de los
modos, y quizás el más turbio, de avanzar en la historia. Entonces, sin necesidad de divagar
demasiado sobre el tema, el hombre me puso en su lugar de editor colonizador: queremos
novelas sobre sicarios, sobre narcos, sobre guerrilleros, sobre paramilitares, o sobre sus
posibles sucedáneos. No me cuesta trabajo creer que, en tiempos del furor del realismo
mágico, lo propiamente colombiano para esos europeos miopes eran ángeles extraviados en
barrios populares, apariciones sobrenaturales en medio de cenas o conversaciones divertidas
en las tardes, militares en quienes la locura, la muerte y el sueño son como una misma cosa.

Sí, lo nacional es reprochable por su dudosa carga determinista. Porque se es escritor no por el
lugar en que se nace, sino por la singularidad del trabajo con las palabras. Ya lo decía Holderlin:
“A través del progreso de la cultura el elemento propiamente nacional será siempre el de
menor provecho”. Y el mismo Juan José Saer, en esta dirección, dice algo que es definitivo: “De
todos los niveles que componen la realidad, el de la especificidad nacional es el que primero
debe cuestionarse, porque es justamente el primero que, sostenido por razones políticas y
morales, aparenta ser indiscutible”. Este cuestionamiento, por fortuna, se ha venido dando
progresivamente en la literatura colombiana. Y podría afirmarse que si ha habido un impulso
de ruptura voluntario en la última narrativa, es ese que tiene que ver con la demolición de lo
nacional.

Incluso si hacemos una mirada rápida a las novelas canónicas colombianas, los gérmenes de tal
controversia ya palpitan con fuerza. La vorágine, volvamos otra vez a ella, habla de las regiones
periféricas de un país que se creía desde su centro grande y culto. Un país que, en la novela de
Rivera, no es más que una precaria colcha de retazos pegados por la baba de una
administración mezquina. A una nación que se amparaba en el Sagrado Corazón de Jesús y en
una gramática grandilocuente y mentirosa, Rivera opone una selva anómala donde los dioses,
hasta los de los indígenas que atraviesan sus páginas, han sido expulsados. Esta intensión que
arremete contra la nación podría iluminarse con una consideración de Lukács que después
haría carrera en los sociólogos de la literatura. La novela moderna, según el crítico marxista, es
el espacio de la renovación en tanto que ella es escrita por un individuo, el burgués, ese
representante de la decadencia y la alienación desde el Romanticismo hasta nuestros días.

La presencia de una personalidad individual, decadente y alienada, ciertamente narcisista y


escéptica, que aborda la crisis de la nación aparece con mayor contundencia en los novelistas
colombianos nacidos en las décadas del 30 y del 40. Darío Ruiz Gómez, Fernando Vallejo,
Fernando Cruz Kronfly y el mismo R. H. Moreno Durán, son algunos de esos casos
emblemáticos. En sus libros hay una lucha por desnacionalizar la literatura realizada desde
varios flancos. Desde formas estructurales desvertebradas y fragmentadas, desde la ironía y la
diatriba, desde contenidos que muestran una comunidad desarticulada y hastiada de los
discursos que el Estado, la Iglesia, los medios de comunicación y la institución militar pregonan
sobre una supuesta identidad colombiana. En esta dirección, sobresale la narrativa escrita por
mujeres que, desde muchos puntos de vista, representa la que es una de las líneas
transgresoras más fuertes de la literatura del país de la segunda mitad del siglo XX. Tres
nombres bastan para demostrarlo: Helena Araujo, Marvel Moreno y Albalucía Ángel. Tres
escritoras valientes que cuestionaron, tanto en sus vidas como en sus obras, los valores de una
nación como la colombiana profundamente conservadora, misógina, machista y falocrática. De
igual guisa, algunas voces actuales han trasladado la acción de sus tramas a otras fronteras. Y
esta extraterritorialidad, como herencia del Modernismo, da nuevas energías a un panorama
literario que se ve agobiado por una tradición atrapada en la violencia criminal, en formatos
periodísticos y audiovisuales vacuos y propensos a una frívola mediatización de la literatura.
Una vez más resuena, actual y preciso, lo dicho por Borges frente al tema de la herencia
nacional: ya es hora de que nuestra tradición supere este escollo y sepa que lo suyo es
también la cultura occidental y, todavía más, las culturas del mundo y el cosmos. Y no quisiera,
por supuesto, dejar pasar de largo las tentativas indígenas y afrodescendientes que se hacen
en estos tiempos multiculturales. Oralidad y escritura confabuladas que recogen una tradición
mítica ancestral y que, en el fondo y en la superficie, es una controversia más que se le plantea
al muy carcomido edificio de la literatura nacional, dirigida por los centros de un poder que
sigue siendo blanco, católico y masculino.
Como se han dado cuenta, he tratado de articular estas reflexiones sobre tradición y ruptura a
partir de tres ejes: la revelación poética como fuerza de renovación, la vuelta al pasado para
lograr un avance en la propuesta literaria y el cuestionamiento de la literatura nacional como
una necesaria transgresión a nuestro panorama narrativo actual. Y digo “narrativo” porque
considero que el horizonte de la poesía en el país ha sido diferente. Como por una orden, que
también viene desde bien atrás, los poetas colombianos de las últimas generaciones, o al
menos desde la irrupción de la revista Mito, el Nadaísmo y la Generación Desencantada, no se
han preocupado demasiado por ser nacionales. Tal vez por esto, por el voluntario
desprendimiento de estas pautas, me seducen más los poetas de Colombia que sus
narradores. Y esta articulación la he propuesto así porque quisiera, con todo respeto, terminar
esta conferencia con una referencia a mi obra. En primer lugar, trátese de mis cuentos, mis
poemas en prosa o mis novelas, el motor fundamental que mueve esta escritura es la poesía.
Esta certeza la aprendí, hasta donde creo entenderlo, en los modernistas o en los herederos de
ellos -José Antonio Ramos Sucre, Jorge Luis Borges, Álvaro Mutis- que se sintieron ciudadanos
del mundo y por ello fueron mal vistos por la sacrosanta tendencia regional. Pero decir
modernismo, o al menos en mi caso, es hablar de literatura francesa. Y decir escritores
franceses que han forjado el abrazo de la poesía y la prosa es hablar de Baudelaire, Marcel
Schowb, Julien Gracq y Pascal Quignard. Y referirse a ellos es partir hacia las lejanas comarcas
del Oriente y la latinidad. Hace unos años escribí una novela sobre el exilio del poeta romano
Ovidio. Lo hice pensando que si acudía a una figura central del exilio literario, como lo fue el
autor de El arte de amar y Las metamorfosis, podía recrear la vida de un viejo poeta que me
seguía pareciendo actual en lo que se refiere a las heridas producidas por la extrañeza y el
desamparo ocasionados por el destierro. Intenté, hasta donde me fue posible, borrar las
oposiciones entre lo remoto y lo contemporáneo y entre lo distante y lo cercano. Como
muchos escritores que han esculcado el pasado, he creído que ir hacia él no es escapar del
presente o posar de culto o esteta, sino dar un paso hacia delante. Recuerdo que en esos días
en que no sabía muy bien cómo empezar la novela, estaba en Nuquí pasando unas vacaciones.
El poder recorrer en total soledad las playas del Pacífico, con un mar impetuoso al frente,
detrás una selva espesa y lluviosa y arriba un cielo de matices grises, me lanzaron a la
convicción de que el desconocido Puerto de Tomos, en las orillas del Ponto Euxino en donde
Ovidio había sido relegado, eran semejantes a las playas del Chocó. Recuerdo que una tarde vi
a centenares de cangrejos hacer una rara escritura en la arena. Hacían lo suyo con rigor y
minuciosidad desde hacía miles de años. Consideré que no había mejor reflejo de lo que se
escribe en el destierro que esas líneas inmensas que serían borradas en unas pocas horas por
el mar y el viento. Entonces eso fue suficiente para que tomara mi libreta de apuntes y ese
mismo día empezara a escribir Lejos de Roma.

La novela se publicó en 2008 en un medio literario vapuleado por la “novedad” de la literatura


de la violencia colombiana plagada de malandros de todo tipo, o por libros testimoniales que
han demostrado que en el dolor por un asesinado célebre de nuestro entorno también
establecemos lazos insoslayables de identidad nacional. Uno de esos exponentes de lo regional
cuando supo que yo había escrito una novela sobre un poeta latino me espetó sin ninguna
vergüenza: Hombre Montoya, ¿y qué tiene que ver Ovidio con Medellín? Opiniones de este
talante me han llegado continuamente cuando he escrito sobre trashumantes de otros lados,
sobre compositores de esa música que mal llamamos clásica, sobre los inicios de la fotografía
erótica en el París del Segundo Imperio, o cuando escribí sobre la vida de Francisco de Asís
visto por Giotto, o cuando narré los avatares de tres pintores europeos protestantes del siglo
XVI y su vínculo con las guerras de religión y la conquista de América. Con mi libro Viajeros
tuve, en principio, reproches porque su propuesta de poema no formaba parte de la tradición
colombiana, cuando sabemos que hay poemas en prosa en José Asunción Silva, León de Greiff
y Rafael Maya. Mis cuentos musicales no fueron premiados en uno de los concursos de
Colcultura, y eso lo escribió uno de los jurados, porque su temática y sus personajes -
estudiantes de música, compositores, luthiers e instrumentos musicales- no tenían mucho que
ver con las problemáticas de nuestra popular y vertiginosa realidad nacional. Una editora, de
aquellas que deciden que va o no va en las editoriales palaciegas de Colombia, rechazó La sed
del ojo porque, según su criterio, y la verdad es que nos reímos los dos cuando lo dijo, era tan
exquisita y sensual que no se le podía dar caviar a un público acostumbrado a comer lentejas y
fríjoles. Rara avis, escritor que ignora su entorno más cercano, demasiado refinado e
intelectual y excesivamente poético como para ser considerado un típico exponente de las
letras colombianas. Con todo, Lejos de Roma, y esas son las paradojas que ofrece la literatura,
ha sido estudiada por psicoanalistas, sociólogos y críticos literarios para entender los
problemas del desplazamiento y no tanto del exilio sino del inxilio colombiano. En un país de
más de seis millones de desplazados, en una nación que a diario nos hace sentir extraños y
anormales en su geografía, en una tierra destrozada por sus ejércitos intemperantes y de la
que se nos despoja sistemáticamente del paisaje y la lengua que nos queda está tan horadada
y sometida, Lejos de Roma tiene algo que decir. De tal manera que el escritor argentino Noé
Jitrik, al leerla, me dictaminó sin vacilaciones: tu libro sobre Ovidio y el exilio es un interesante
tour de force. Una novela así solo la pudo haber escrito un colombiano.

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