Díaz&Rojas (2020) Religión y razón pública

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Religión y razón pública*

JORGE-AURELIO DÍAZ**
ARMANDO ROJAS-CLAROS***

Recibido: 14 de junio de 2019 · Evaluado: 2 de diciembre de 2019 · Aceptado: 3 de diciembre de 2019

Citar como: Díaz, J.-A. y Rojas Claros, A. (2020). Religión y razón pública. Hallazgos, 17(33), 81-102.
DOI : https://doi.org/10.15332/2422409X.5209

* Una versión resumida se presentó en el V Congreso Mundial de la Comiucap (Conférence Mondiale


des Institutions Universitaires Catholiques de Philosophie), que tuvo lugar en la Universidad
Santo Tomás, Sede Bogotá, del 4 al 9 de julio de 2017. El texto ha sido elaborado en el Grupo
de Investigación Philosophia Personae (código Colciencias COL0091564), patrocinado por la
Universidad Católica de Colombia.
** Doctor en Filosofía. Profesor emérito de la Universidad Nacional de Colombia y profesor de la
Facultad de Humanidades de la Universidad Católica de Colombia.
Correo electrónico: jadiaza@ucatolica.edu.co
ORCID : https://orcid.org/0000-0001-8576-0815.
*** Magíster en Ciencias Políticas por la Paz y la Integración de los Pueblos. Profesor de la Universidad
Católica de Colombia.
Correo electrónico: arojas@ucatolica.edu.co
ORCID : https://orcid.org/0000-0003-4530-0878.

HALLAZGOS | ISSN: 1794-3841 | e-ISSN: 2422-409X | Vol. 17, n.º 33 | enero-junio 2020 | pp. 81-102 81
Jorge-Aurelio Díaz Y Armando Rojas-Cl aros

Resumen
En este artículo se busca confrontar el llamado que hizo Alvin Plantinga a los filósofos cristianos para
que asuman los intereses de la comunidad a la que pertenecen con el análisis de Iván Garzón sobre
el lugar de la religión en el ejercicio de la razón pública. El propósito es examinar los cambios que se
han producido, dentro del pensamiento político liberal, en lo que concierne al lugar de la religión
en la organización de la sociedad. Esto le plantea a los creyentes nuevos retos para lograr, desde
sus convicciones religiosas, su participación activa en la organización de sociedades que alcancen el
establecimiento de formas de convivencia pacífica que respeten la creciente diversidad cultural de
los ciudadanos.
Palabras clave: Alwin Plantinga, Iván Garzón, razón pública, religión, política.

Religion and public reason


Abstract
This article seeks to confront Alvin Plantinga’s call to Christian philosophers to assume the interests
of the community to which they belong with Iván Garzón’s analysis of the place of religion in the
exercise of public reason. The purpose is to examine the changes that have taken place, within liberal
political thought, in relation to the place of religion in the organization of society. This raises new
challenges for believers to achieve, from their religious convictions, their active participation in the
organization of societies that accomplish the establishment of forms of peaceful coexistence that
respect the growing cultural diversity of citizens.
Keywords: Alwin Plantinga, Iván Garzón, public reason, religion, politics.

Religião e razão pública


Resumo
Em este artigo busca-se confrontar o chamado que fez Alvin Plantinga aos filósofos cristãos para
que assumam os interesses da comunidade na qual pertencem com a análise do Iván Garzón sobre o
lugar da religião no exercício da razão pública. O propósito é examinar as mudanças que tem se pro-
duzido, dentro do pensamento político liberal, no que concerne ao lugar da religião na organização
da sociedade. Isto apresenta aos crentes novos desafios para lograr, desde suas convicções religiosas,
sua participação ativa na organização das sociedades que atingem o estabelecimento das formas de
convivência pacífica que respeitem a crescente diversidade cultural dos cidadãos.
Palavras-chave: Alwin Plantinga, Iván Garzón, razão pública, religião, política.

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Religión y razón pública

Introducción

No puede negarse que la doctrina liberal constituyó un aporte muy significativo para
la superación de los conflictos que se derivaron de la ruptura de la unidad religiosa en
Europa, como consecuencia, sobre todo, de la irrupción de la Reforma protestante en
el escenario de la historia. Con el concepto de tolerancia, que inició su camino median-
te el principio cuius regio, eius et religio ‘según la región será la religión’, consagrado
en la llamada Paz de Augsburgo (1555) entre católicos y luteranos, y que se consolidó
luego gracias a los aportes, entre otros, del filósofo inglés John Locke, sobre todo en
su Ensayo y su Carta sobre la tolerancia, se logró establecer un modus vivendi entre las
diversas fracciones en las que se dividió la tradicional unidad cristiana. Tal división
llevó a las llamadas “guerras de religión”. Sin embargo, con la creciente configuración
de sociedades cada vez más heterogéneas en lo concerniente a los principios básicos
sobre los cuales establecer las normas de convivencia, las ideas liberales se han ido
mostrando cada vez más insuficientes para resolver estos conflictos. Han surgido, en-
tonces, propuestas que buscan nuevas maneras de establecer unos acuerdos mínimos
que permitan estructurar el orden social, sin pretender la homogeneización de la so-
ciedad, pero que aseguren una concordia pacífica entre los ciudadanos.
Ahora bien, uno de los puntos más controversiales en esa búsqueda de concordia
lo constituye precisamente el fenómeno religioso, no solo por la variedad de formas
religiosas que compiten de alguna manera entre sí en la determinación de los valores
y del sentido de la vida humana, sino también por la configuración de los Estados
laicos, derivados, justamente, de los aportes de las doctrinas liberales. La pregunta,
entonces, sobre cómo determinar el lugar y el papel de las convicciones religiosas en
el seno de una sociedad democrática organizada en un Estado laico es precisamente
la que se plantea al hablar de las relaciones que cabe establecer entre la religión y la
razón pública. Si se tiene en cuenta que la religión, en sus diversas manifestaciones,
no puede ser desconocida o ignorada, ni tampoco cabe esperar su desaparición, es
necesario entonces determinar con claridad su lugar en el seno de un Estado de de-
recho, así como las condiciones de su participación en la organización de la sociedad1.

1 Como lo ha hecho notar John Gray (2008), “[…] las religiones son expresión de unas necesidades
humanas que ningún cambio en la sociedad puede eliminar, entre ellas, por ejemplo, la necesidad
de aceptar lo que no tiene remedio y de hallar un sentido en los azares de la vida. Tan probable
es que los seres humanos dejen de ser religiosos como que dejen de ser sexuales, juguetones o
violentos” (p. 278).

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Y esto exige, a su vez, confrontar sus pretensiones de aportar a la discusión pública,


con las exigencias que una tal participación tiene que establecer, y que no son otras
que las que plantea el uso público de la razón.
Es precisamente este tema el que ha sido objeto de un cuidadoso estudio por
parte del filósofo Iván Garzón, en su reciente libro La religión en la razón pública, obra
con la que nos proponemos entablar un diálogo que esperamos sea constructivo. Sin
embargo, dado que las propuestas de Garzón abordan el tema desde una perspectiva
claramente cristiana, e incluso católica, nos ha parecido interesante confrontar sus
opiniones con las que dio a conocer en su momento el filósofo norteamericano de
tradición reformada Alvin Plantinga, en una célebre lección inaugural pronunciada
en la Universidad de Notre Dame, en 1983. Esta lección ha sido publicada luego con
el título Advise to Christian Philosophers ‘Consejo a los filósofos cristianos’2, en 1984.

La lección inaugural de Alvin Plantinga

En dicha lección inaugural, su autor se propuso hacer un llamado a los filósofos cre-
yentes para que tomaran conciencia de las funciones que les son propias en razón de
sus convicciones religiosas. Su propósito era doble: por una parte, les señalaba la ne-
cesidad de disponer de una mayor autonomía, tanto en la determinación de aquellas
cuestiones sobre las cuales centran su interés, es decir, la organización de su agenda
académica, como en la forma de tratar dichas cuestiones; por la otra, los instaba a no
tener ningún reato de conciencia en tomar como punto de partida de sus reflexiones
las doctrinas fundamentales de su fe cristiana3.
A este propósito, Plantinga hacía notar cómo en muchas ciencias, y no única-
mente en la filosofía, existen presunciones sobre la naturaleza de estas, sobre los mo-
dos de desarrollarlas y sobre los resultados que se buscan, que no tienen por qué ser
asumidas por los creyentes sin un examen previo. Y esto es así porque, en no pocas
ocasiones, tales supuestos y presunciones no resultan compatibles con las maneras

2 Como el texto es accesible en la red (véase la sección de referencias), no es necesario indicar las
páginas de las citas.
3 Alasdair MacIntyre (2012) sostiene una postura semejante a la de Plantinga en su libro Dios,
filosofía, universidades, al insistir en la necesidad de conocer las grandes obras concernientes a
la fe y hablar abiertamente de las propias convicciones, buscando así impregnar los programas
académicos de las universidades católicas.

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de pensar de un verdadero creyente. De ahí que, cuando la conclusión de alguna cien-


cia choca directamente con doctrinas que pertenecen a la fe, los científicos creyentes
tengan el deber de buscar una alternativa que, como lo expresa el propio Plantinga
(1983), “se ajuste bien con el supernaturalismo cristiano —una alternativa que par-
ta de verdades científicamente seminales, como el hecho de que Dios ha creado a la
humanidad a su propia imagen”— 4. Porque se debe tener en cuenta que en algunas
disciplinas existen presupuestos fundamentales, a menudo tácitos, que las gobier-
nan, y que sin embargo no son religiosamente neutrales; más aún, pueden llegar a ser
incluso antitéticos con respecto a la perspectiva de un creyente cristiano. En esos ca-
sos, y sobre todo en filosofía, corresponde a los creyentes que practican la disciplina
elaborar alternativas cristianas adecuadas.
Ya entonces, el filósofo norteamericano hacía notar el surgimiento de un cre-
ciente interés por los fenómenos religiosos en general y por las religiones en parti-
cular, interés que en años anteriores había sido casi nulo: “La pregunta más popular
de la teología filosófica, en ese tiempo, no era si el cristianismo o el teísmo eran ver-
daderos; la pregunta era si aún tenía sentido decir que hay una persona como Dios”
(Plantinga, 1983). Sin embargo, a pesar de ese renovado interés, el diagnóstico de
Plantinga sobre la situación de la religión en el ámbito de la academia era pesimista,
porque consideraba que la mayoría de las llamadas “ciencias humanas”, así como los
científicos que las practicaban, e incluso la misma teología, se mostraban animados,
en general, por un espíritu ajeno al teísmo cristiano.
De ahí que su propósito haya sido impartirles a los filósofos cristianos tres con-
sejos que consideraba fundamentales para su ejercicio profesional. El primero, como
ya se ha señalado, era llamarlos a practicar una mayor autonomía, es decir, una más
clara independencia con respecto al mundo intelectual de sus colegas; el segundo,
motivarlos a mostrar una mayor integridad, en el sentido de comportarse como per-
sonas “de una sola pieza”; en otras palabras, trabajar de tal manera que sus creen-
cias religiosas y su reflexión filosófica no corrieran por caminos paralelos; y el tercer

4 Considerar la doctrina de la creación del hombre “a imagen y semejanza de Dios” como una
“verdad científica seminal” parece olvidar la advertencia de Juan Duns Escoto al desaprobar
la opinión de los filósofos que niegan la necesidad de una doctrina revelada: “Conste que los
razonamientos contra los filósofos aquí formulados tienen como una de las premisas alguna
verdad creída o probada mediante una verdad creída, que, por lo mismo no son sino persuasiones
teológicas, en las que de una verdad de fe se llega a otra verdad de fe (Persuationes theologicae ex
creditis ad credita)” (Ordinatio I, q. única, B, 12).

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consejo era convocarlos a ejercitar una verdadera audacia, y mostrar una mayor con-
fianza en lo que respecta a sus convicciones más íntimas.
Luego de hacer notar cómo la filosofía es en realidad una “empresa social” cuyo
ejercicio está determinado en buena medida por el entorno dentro del cual se desarro-
lla, llamaba la atención de los filósofos creyentes sobre su pertenencia a una comunidad
particular dentro de la cual viven y a la cual deben estar prestos a servir. Tal comuni-
dad, como es natural, puede tener, y de hecho tiene, sus propios intereses, sus propias
inquietudes, así como sus propias maneras de confrontarlas. Porque no siempre los
parámetros conceptuales dentro de los cuales se mueve una comunidad académica se
muestran compatibles con las exigencias y condiciones de una comunidad creyente.
Para visualizar su propósito, Plantinga (1983) trae a colación el ejemplo del cono-
cido filósofo norteamericano Willard Van Orman Quine, “cuyo empirismo radical, su
lealtad a la ciencia natural, su inclinación al conductismo, su intransigente naturalis-
mo y su gusto por los paisajes desérticos y su parsimonia ontológica”, si bien es cierto
que pueden resultar muy atractivos, suponen “compromisos fundamentales, proyectos
y preocupaciones fundamentales, totalmente diferentes de los de la comunidad cris-
tiana —totalmente diferentes y, en efecto, antitéticos”—5. De ahí que, en casos como
este, Plantinga considere que la pretensión de hacer compatibles tales doctrinas con las
convicciones básicas de la fe cristiana suele tener como consecuencia, bien sea la ter-
giversación de esas doctrinas, bien sea la trivialización de las convicciones religiosas.
Y esto le da pie para sostener su propia visión del problema, según la cual los fi-
lósofos cristianos tienen pleno derecho a partir de puntos de vista y de presunciones
filosóficas propias, que no tienen por qué ser compartidas por sus colegas no cre-
yentes. Se trata de considerar tales presunciones como elementos válidos dentro las
llamadas “creencias básicas”. Esta tesis, discutible sin duda, pero no por ello menos
interesante, defiende el derecho de los creyentes a contar la fe en la existencia de Dios
como parte de sus creencias básicas; creencias que no tienen por qué ser evidentes ni
tampoco demostradas, porque estas son precisamente el fundamento mismo de la
creencia que tenemos tanto del valor de la razón como de la evidencia. Sin embargo,
no es este el lugar para examinar el valor de dicha doctrina6.
Ahora bien, para desarrollar su advertencia, Plantinga acude a tres ejemplos que
giran todos ellos en torno al teísmo, de modo que lo examina primero con relación a

5 Un buen ejemplo de ello puede verse en Quine (1974).


6 Un ejemplo de la crítica a la llamada epistemología reformada se puede ver en Gericke (2009).

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su verificabilidad, luego a la teoría del conocimiento y finalmente a la persona huma-


na. Examinemos cada ejemplo.

Teísmo y verificabilidad
En cuanto al primer ejemplo, que se refiere a la relación entre el teísmo y su verificabi-
lidad, conviene recordar que en el momento en que el filósofo reformado presenta su
lección inaugural la ola del positivismo y su criterio estricto de verificabilidad empí-
rica estaba comenzando a amainar, de modo que su referencia a este tiene el carácter
de una reflexión sobre lo que había ocurrido, y sobre la forma en que debían haber
reaccionado los filósofos cristianos. En cuanto a lo primero, recuerda cómo Rudolf
Carnap no les otorgaba a las proposiciones religiosas ni siquiera el honor de ser falsas,
ya que las declaraba carentes de sentido. Trae a colación la aseveración del teólogo
Rudolf Bultmann, según la cual la creencia en lo sobrenatural resultaba “imposible
en esta época de la luz eléctrica y la radio”. En este caso, el comentario de Plantinga
(1983) no podría ser más sarcástico: “uno quizás podría imaginar a un escéptico de
pueblo, tiempo atrás, tomando un punto de vista similar, digamos, a propósito de la
vela de sebo y de la imprenta, o quizás de la antorcha de pino y del rollo de papiro”.
Y en lo concerniente a la actitud de los filósofos cristianos frente al positivismo,
hace notar, sin pretender ser más inteligente que sus predecesores, que la reacción
correcta debería haber sido la de no ceder ante el impacto de la moda, y haber mos-
trado “más confianza cristiana en la propia posición; [porque] el teísmo cristiano es
verdadero; si el teísmo cristiano es verdadero, el criterio de verificabilidad es falso;
por lo tanto, el criterio de verificabilidad es falso”. Esta forma dogmática de argu-
mentar excede los límites de la filosofía, aunque no debamos olvidar que su mensaje
iba dirigido a los filósofos creyentes.

Teísmo y teoría del conocimiento


El segundo ejemplo que examina Plantinga tiene que ver con la teoría del conoci-
miento, pero en realidad apunta al conocido problema de la existencia del mal y de su
aparente incompatibilidad con la existencia de un Dios a la vez omnipotente y bon-
dadoso7. Sin embargo, luego de esbozar una vez más, a grandes líneas, su tesis sobre

7 El tema del mal y su relación con la existencia de Dios ha sido tratado por Plantinga en diversas
ocasiones. El texto más explícito al respecto es Good, Freedom and Evil. El argumento, ya clásico
desde Agustín, busca mostrar cómo Dios no hubiera podido crear seres humanos libres y hacer
que solo pudieran obrar de manera correcta.

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el derecho que tienen los creyentes de considerar la existencia de Dios como una
“creencia básica”, y de mencionar la conocida doctrina de Juan Calvino sobre el sensus
divinitatis que Dios habría implantado en el corazón de los seres humanos, Plantinga
retoma la estrategia ya clásica de la apologética cristiana para señalar cómo, si no se
puede demostrar la imposibilidad de la existencia de Dios, el cristiano está en todo
su derecho de creer en esta por motivos que crea suficientes para fundamentar su fe.
Plantinga no pretende convencernos de la doctrina calvinista según la cual los
seres humanos estamos dotados de un sensus divinitatis, sino defender el derecho, e in-
cluso el deber, que tiene el filósofo cristiano de darle prioridad a los problemas que inte-
resan a la comunidad a la que pertenece, y tomar como punto de partida su creencia en
Dios, aunque no cumpla con los criterios procedimentales establecidos por sus colegas
no creyentes. Les recuerda que su pertenencia primaria es a la comunidad creyente,
de modo que olvidarlo puede conducir al descuido de una parte esencial de su tarea, y
llevarlos a asumir principios o procedimientos incompatibles con sus creencias.

Teísmo y persona humana


El último ejemplo que examina Plantinga —que consideramos el más interesante de
los tres, a la vez que el más problemático— se refiere a la manera de comprender al
ser humano. Comienza señalando que, para el cristiano, Dios es el modelo de persona,
y que él nos ha creado a su imagen y semejanza; de modo que el filósofo cristiano no
está obligado a comenzar por lo que enseña la experiencia o la ciencia, aunque pueda
y deba aprender mucho de estas. Ante la división que existe en la antropología filo-
sófica entre quienes defienden la libertad humana y quienes la niegan por considerar
que estamos sometidos a un estricto determinismo, Plantinga señala que el cristiano
tiene una razón poderosa para defender la libertad, a saber: que Dios nos considera
responsables de nuestras acciones. Se trata del mismo argumento empleado ya por
Agustín en su tratado De libero arbitrio (cf. II , 78 ss.). Los defensores del determinismo,
en cambio, no cuentan con razones poderosas para defender su posición.
Y mi punto aquí es el siguiente. El filósofo cristiano tiene derecho a sostener estas
posiciones [es decir, rechazar la visión determinista y defender un libre albedrío],
logre o no logre convencer al resto del mundo filosófico y sea cual sea el consenso
filosófico actual, si algún consenso.

Se trata, como podemos ver, de una postura un tanto “heroica”, que lo lleva a
luchar denodadamente en contra de la corriente y asumir una férrea defensa de sus
convicciones religiosas.

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La religión en la razón pública de Iván Garzón

Treinta un años después de haberse publicado la lección inaugural del filósofo refor-
mado, sale a la luz el libro del filósofo católico Iván Garzón: La religión en la razón
pública, en el que se propuso analizar dos ofertas que considera particularmente sig-
nificativas en lo que concierne al lugar de las religiones en una sociedad moderna de
carácter laico, así como a las condiciones de su participación en la discusión de los
problemas que atañen a la vida en sociedad. Se trata de las conocidas doctrinas ela-
boradas por el filósofo norteamericano John Rawls (1921-2002) y el filósofo alemán
Jürgen Habermas (1929), respectivamente. Garzón examina primero cada una de es-
tas, y luego en un excursus las confronta, con el propósito de establecer la relación
que cabría encontrar entre las nociones de razón pública y de ley natural, la primera
de raigambre liberal y la segunda de carácter iusnaturalista. Esta relación, a su pare-
cer, podría ofrecer “un nuevo punto de encuentro entre creyentes y agnósticos, que
podría ser potencializado” (Garzón, 2014, p. 6). Finalmente, pasa revista a las nuevas
condiciones bajo las cuales el filósofo cristiano puede participar activamente en las
discusiones sobre los problemas que conciernen a las sociedades democráticas.
Como hemos podido ver, la actitud de Plantinga era en lo fundamental apologéti-
ca, en el sentido de proponerse consolidar la posición de los filósofos cristianos y de su
comunidad para defenderla frente a las amenazas o los peligros que se cernían sobre
esta, provenientes de un ambiente, por lo general, hostil. De ahí que su interés se haya
centrado en la defensa del teísmo como condición básica para todo creyente en el ejerci-
cio de su reflexión: en primer lugar, en lo referente a la exigencia de verificabilidad como
criterio que despojaría de sentido la creencia en la existencia de Dios; luego, en lo que
respecta al conocimiento y la licitud de tomar la existencia de Dios como una “creencia
básica”; y finalmente, en lo que concierne a la idea de libertad humana según la cual
esta puede ser compatible con la existencia de un dios omnipotente y omnisapiente.
La actitud de Garzón, en cambio, es por completo diferente, porque su interés
no es defensivo, ya que se propone examinar las oportunidades que le ofrecen al cre-
yente las propuestas de los dos pensadores liberales, así como las limitaciones que
estas puedan tener. Señala, entonces, que “la gran pregunta a la que pretende res-
ponder su trabajo se formula así: ¿es posible encontrar puntos de acuerdo que posibi-
liten un armisticio entre creyentes y no creyentes?” (Garzón, 2014, p. 4).
De modo que si el filósofo reformado tomaba una actitud beligerante al con-
vocar a los intelectuales creyentes a consolidar su posición y defenderla, el filósofo
católico, en cambio, examina las ofertas de “armisticio” que él cree encontrar en las

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propuestas de los dos pensadores liberales. Una clara señal del cambio de los tiempos
en lo que respecta a la religión, sobre todo en el seno de la filosofía y, de manera par-
ticular, en la filosofía política. De ahí que, como lo hace notar Luis María Bandieri en
el prólogo al libro, el texto de Garzón haya sido escrito por “un creyente que no quiere
que esa dimensión cardinal de su persona quede destinada al sigilo en las cuestiones
que a todos alcanzan” (Garzón, 2014, p. VI).

La propuesta de John Rawls


Garzón señala cómo la propuesta de Rawls es sin duda una superación de la tradi-
cional visión liberal de un Estado meramente neutral frente a la religión, ya que el
filósofo estadounidense reconoce la importancia de la fe religiosa tanto en el nivel
individual como en el colectivo. Al no proceder de un ambiente laico, como es el caso
de la mayoría de sus colegas liberales, Rawls se hallaba en condiciones de apreciar
mejor esa importancia, así como en la necesidad de que el fenómeno religioso fuera
tenido en cuenta en el momento de pretender organizar una sociedad de convivencia8.
Sin embargo, Garzón considera que se trata de una superación “a medias” (Garzón,
2014, p. 12) de la tradicional desconfianza del liberalismo con respecto a las creencias
religiosas, o con respecto a los creyentes, porque Rawls no logra elaborar un verda-
dero reconocimiento del carácter público de tales creencias, debido a que las sigue
considerando peligrosas para la estabilidad del orden democrático9.
Para determinar de dónde proviene esa desconfianza, Garzón asume como base
la visión de Rawls según la cual “los argumentos filosóficos y las creencias religiosas
forman parte de las doctrinas comprehensivas filosóficas, morales y religiosas, y por
ello su suerte en la esfera pública está ligada a la de estas” (Garzón, 2014, p. 11). En otras

8 Aunque Rawls abandonó sus creencias religiosas como consecuencia de su experiencia en la


guerra y de sus reflexiones sobre el Holocausto, había plasmado en dos escritos sus reflexiones
religiosas y sus conocimientos teológicos: “Sobre mi religión” y la tesis de licenciatura,
encontrada por el profesor Eric Gregory en la Biblioteca de la Universidad de Princeton, titulada
“Consideraciones sobre el significado del pecado y la fe: una interpretación basada en el concepto
de comunidad”. Ambos textos han sido publicados por la editorial Paidós bajo el título: John
Rawls. Consideraciones sobre el significado del pecado y la fe. Sobre mi religión.
9 Dice Rawls (2004): “Refiriéndome a los ciudadanos que profesan tal doctrina religiosa como
ciudadanos de la fe, me pregunto: ¿cómo pueden los ciudadanos de la fe ser miembros de
corazón de una sociedad democrática, aprobar una estructura institucional que satisfaga una
concepción política, liberal, de la justicia, con sus ideales y valores políticos intrínsecos, y que
esta aceptación no sea mero acompañamiento a la vista de la correlación de fuerzas políticas y
sociales?” (p. 94).

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palabras, el carácter radicalmente escéptico con respecto a la metafísica, asumido por


Rawls, viene a ser el verdadero origen de esa desconfianza frente a la visiones omnicom-
prensivas tanto filosóficas como religiosas. Su propuesta para abrir la doctrina liberal
de cara a la religión viene a ser “escéptica, práctica y procedimental” (p. 13), aunque
busque, sin embargo, no caer en el relativismo de un Richard Rorty. Por consiguiente,
lejos de ser una doctrina elaborada por la “mera razón”, Rawls reflexiona en realidad to-
mando como punto de partida la práctica histórica de la tolerancia liberal que estable-
ce una clara distinción entre lo justo y lo bueno, de modo que aquello que se considera
intersubjetivamente aceptable no tiene por qué coincidir con lo que cada uno estima
que es lo correcto; es decir, el derecho viene entonces a tomar el relevo de la moral.
Como consecuencia de ello, ante el hecho innegable de la pluralidad de visio-
nes comprensivas de la realidad, ya sean filosóficas, religiosas o morales, algunas de
estas incluso incompatibles entre sí, y frente a la imposibilidad por principio de que
tales visiones ofrezcan argumentos para su legitimación política, Rawls saca una
conclusión de carácter normativo, a saber: que no cabe esperar que tales doctrinas
puedan llegar a ser, si es que alguna vez lo fueron, fundamento para la sociedad y
fuente de su cohesión interna. Con ello la cuestión acerca de la verdad y su concepto
se ve suplantada por la cuestión acerca de la razonabilidad y su concepto. En efecto,
si hablamos lógicamente, el concepto de razonabilidad, al tener una menor intensión,
posee una mayor extensión; de modo que si la verdad tiende a ser excluyente, la razo-
nabilidad se muestra más inclusiva.
La crítica de Garzón apunta a un elemento central de la discusión: la compa-
tibilidad entre visiones globales de carácter sustantivo y propuestas de carácter
procedimental que prescinden del valor de dichas visiones, o al menos lo ponen en-
tre paréntesis. Y pareciera que, siguiendo la postura tradicional del catolicismo, no
quisiera perder la esperanza de que pudiera llegar a organizarse una sociedad sobre
el fundamento de las doctrinas religiosas de carácter sustantivo. Dicha esperanza,
como bien lo ha mostrado Juan Pablo Aranda (2014), siguiendo las ideas de Charles
Taylor y de Joseph Ratzinger (pontífice Benedicto XVI), ha sido descartada por buena
parte de la teología católica10.

10 El artículo de Aranda (2014) analiza dos formas de evangelización: por un lado, la llamada
“cristiandad”, que orientó las tareas de la Iglesia católica en América Latina, y, por el otro, la que
llevó a cabo el jesuita Mateo Ricci en la China, para mostrar cómo las ideas de Charles Taylor y de
Joseph Ratzinger vienen a decantarse por esta segunda orientación.

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Ahora bien, determinar el carácter razonable que pueda atribuirse a una vi-
sión comprensiva depende, a su vez, de dos elementos interrelacionados: la civilidad
pública y el equilibrio político. El primero se refiere a la capacidad que deben tener
los individuos para explicar su comportamiento en términos que puedan ser com-
prendidos por los demás; por consiguiente, una visión comprensiva será razonable,
si quienes la comparten están en condiciones de justificar sus conductas de manera
racional, dialogante y pacífica. El segundo elemento, el equilibrio político, se refiere
a la capacidad que tienen las doctrinas de contribuir a sustentar los valores políticos
que suscriben los ciudadanos.
Garzón desarrolla un cuidadoso examen de la propuesta rawlsiana, y salpi-
menta su exposición con agudas críticas puntuales que no es el caso traer a cola-
ción. Hace referencia al “consenso entrecruzado” o “consenso traslapado” como la
idea que, a su parecer, condensa “uno de los grandes objetivos de la teoría política
rawlsiana”, y que consiste en “un acuerdo generalizado de todos los ciudadanos
acerca de cuestiones básicas de la justicia que garantice a su vez la estabilidad po-
lítica de la sociedad democrática” (Garzón, 2014, p. 39)11. Ahora bien, la condición
para dicho acuerdo es la estricta delimitación del ámbito de lo político con res-
pecto a las doctrinas comprensivas, las cuales deben restringirse al campo de lo
individual o lo grupal. Sin embargo, el requisito de la “estipulación” permite que
doctrinas comprensivas, sean o no religiosas, puedan introducirse en el debate pú-
blico, a condición de que ofrezcan razones políticas apropiadas12 .
En cuanto a la crítica más significativa a la propuesta rawlsiana, Garzón la resu-
me en dos puntos: la discontinuidad que establece entre ética y política, y el carácter

11 “[…] un régimen constitucional no puede durar mucho si sus ciudadanos no participan desde el
primer momento en la política democrática con unas concepciones y unos ideales que respalden
y refuercen sus instituciones políticas básicas” (Rawls, 2009, pp. 32-33); “En tal consenso, las
doctrinas razonables suscriben la concepción política, cada una desde su punto de vista. La
unidad social se basa en un consenso sobre la concepción política; y la estabilidad es posible
cuando las doctrinas que forman el consenso son afirmadas por los ciudadanos políticamente
activos, y cuando los requisitos de la justicia no entran demasiado en conflicto con los intereses
esenciales de los ciudadanos, según se forman y promueven mediante sus acuerdos sociales”
(Rawls, 2006, p. 137).
12 Garzón (2014, p. 42, nota 99) cita a Rawls: “[…] en el debate político público se pueden introducir,
en cualquier momento, doctrinas generales razonables, religiosas o no religiosas, siempre que
se ofrezcan razones políticas apropiadas —y no solo razones derivadas de las doctrinas— para
sustentar lo que proponen ellas. Este requisito es lo que sugiero denominar la estipulación, y se
refiere a la distinción entre la cultura política pública y la cultura de base” (Rawls, 2001, p. 177).

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Religión y razón pública

finalmente antipolítico de su versión del liberalismo. En el primer caso, al establecer


la política como el único ámbito de legitimidad, se condena a los creyentes a una
actitud de abnegación o de hipocresía con respecto a sus convicciones más íntimas; y
en cuanto a su carácter antipolítico, se debe, dice Garzón (2014), a que “no hay en él
una reflexión sobre el conflicto, sobre el ejercicio del poder político, sobre los actores
de la política, o sobre la necesidad de la negociación, entre otros” (p. 88). El problema
consiste en que la teoría
[…] se sitúa dentro de los márgenes de las doctrinas razonables que conducen a un
pluralismo razonable. Pero desconoce que una de las fuentes de conflictos políti-
cos es el pluralismo irrazonable, es decir, el pluralismo que enfrenta concepcio-
nes irreductibles y no modulares. Para este tipo de conflictos no ofrece soluciones,
pero además no ofrece la posibilidad de que sean formulados teóricamente, pues
ni siquiera se contempla su ocurrencia. (p. 89)

La propuesta de Jürgen Habermas


En lo que concierne a la doctrina de Jürgen Habermas, Garzón encuentra que su pro-
puesta ofrece mejores perspectivas para comprender la función de las creencias reli-
giosas y de los creyentes en el seno de una sociedad democrática pluralista. En efecto,
la interpretación habermasiana del fenómeno de la secularización y la idea de una
sociedad postsecular plantean la necesidad de revisar fenómenos medulares de lo pú-
blico, como son la modernización, el laicismo, el pluralismo y la misma perspectiva
liberal-agnóstica del Estado. En realidad, la doctrina del filósofo alemán se ve enri-
quecida por lo que cabría llamar el sesgo sociológico de sus reflexiones, en las que se
trasluce el origen marxista de su formación académica.
Al pasar de la sospecha frente a las creencias religiosas en el seno de una socie-
dad democrática a una relación de mutuo aprendizaje, Habermas plantea la nece-
sidad de que los creyentes “traduzcan” sus convicciones, así como los argumentos
para sostenerlas, a un lenguaje que pueda ser entendido por los no creyentes. Esta
exigencia corresponde a la “estipulación” señalada por Rawls. Para ello, se anali-
zan en detalle las condiciones de dicha “traducción”, y se hace notar que esta con-
fronta dos importantes dificultades, una concerniente al traductor y otra referida
a la traducción como tal. En cuanto al traductor, es necesario que conozca muy
bien ambos lenguajes, tanto el de la religión como el de la razón pública, de modo
que debe ser un “creyente ilustrado” (Garzón, 2014, p. 179) o, en otras palabras, un
traductor competente; y en cuanto a la traducción misma, esta no puede reducirse

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meramente a elaborar una argumentación comprensible, “marginando con ello


otras experiencias religiosas que no pueden ser argumentadas de esta manera,
pero cuya importancia vital y existencial es sobresaliente” (p. 181). Y es aquí, sin
duda, donde se encuentra el punto más controversial del asunto: ¿cómo lograr que
la traducción de las visiones comprensivas no pierdan buena parte de su sentido
vital al ser traducidas al lenguaje de la razón pública con pretensiones de universa-
lidad? Volveremos sobre ello más adelante.

Razón pública y ley natural


Una vez examinadas las dos propuestas para abrir un espacio a la religión en la discu-
sión pública, Garzón procede, en el excursus, a confrontar lo que considera común a am-
bas, a saber: la idea de razón pública, con el concepto tradicional de ley natural. Y lo hace
porque considera que la ley natural se propone como una suerte de “lenguaje universal”
que podría, tal vez, servir de lugar para el diálogo entre creyentes y no creyentes. Para
ello, comienza por recordar la afirmación de Joseph Ratzinger, quien había señalado
que “las normas objetivas para una acción justa de gobierno son accesibles a la razón,
prescindiendo del contenido de la revelación” (citado en Garzón, 2014, p. 186). Por con-
siguiente, la búsqueda que desarrollan los dos pensadores liberales, concerniente a los
principios morales y políticos que puedan afirmarse razonablemente sin apelar a tesis
teológicas o religiosas, tiene un propósito semejante al de la ley natural.
Sin embargo, luego de examinar algunas convergencias entre ambos conceptos,
como su común valoración de la razón práctica sobre la especulativa, su propósito
de establecer normas de convivencia, el señalamiento de pautas para el diálogo y la
presencia de una actitud ética de fondo hacen notar una serie de divergencias que
parecen descartar la posibilidad de un espacio para el diálogo. En efecto, mientras
que la razón pública es de carácter meramente procedimental y deja así a un lado la
presencia de valores éticos sustantivos, la ley natural se asienta sobre la existencia
de tales valores en la medida en que son accesibles a la mera razón. Esto trae consigo
el carácter político y jurídico de la razón pública, apoyado sobre la justicia o la equi-
dad, que no resulta compatible con una visión metafísica realista de valores éticos
sustantivos. La consecuencia es que, mientras la razón pública está pensada para so-
ciedades democráticas seculares, la ley natural pretende tener un carácter universal,
por encima de toda diversidad política o cultural. Sin embargo, Garzón mismo hace
notar que es precisamente esta pretensión de universalidad la que el pensamiento
actual no puede aceptar.

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Religión y razón pública

Ahora bien, Garzón (2014) considera que “la postura ante la trascendencia es
uno de los aspectos que mayor división genera entre la razón pública y la ley natural”
(p. 199). Esta afirmación resulta extraña, ya que la idea de trascendencia está íntima-
mente ligada a la idea de revelación; de modo que si el diálogo de los creyentes con los
no creyentes se viera condicionado a que estos últimos renunciaran a una visión inma-
nente de los seres humanos, no se ve cómo tal diálogo podría llevarse a cabo.

La propuesta de Iván Garzón


En el tercer y último capítulo se presenta el punto de vista propio del autor. Para ello,
pasa revista a tres tópicos modernos de interés central para su análisis: el paso del
secularismo a la postsecularidad, del laicismo fundamentalista a la laicidad y de la
tolerancia al pluralismo. Y luego de examinar la sociedad civil como un espacio privi-
legiado para la exposición de los argumentos tanto filosóficos como religiosos, señala
la necesidad de una razón pública sustantiva que recupere la pregunta por el bien, así
como la búsqueda del mejor argumento. Sin embargo, la propuesta solo es esbozada
como una tarea.
El libro termina con unas páginas “a modo de epílogo”, en las que comenta una
cita de Habermas que le ha servido de epígrafe, y en la que podemos ver resumido el
verdadero propósito del escrito. Habermas ha señalado cómo
[…] en el discurso religioso se mantiene un potencial de significado que resulta
imprescindible, y que todavía no ha sido explotado por la filosofía, y, es más, toda-
vía no ha sido traducido al lenguaje de las razones públicas, esto es, de las razones
presuntamente convincentes para todos. (Garzón, 2014, p. 267)

Confrontación de ambos llamados

Si confrontamos ahora ambos llamados a los filósofos cristianos, a saber: los conse-
jos que impartió en su momento el filósofo reformado Alvin Plantinga con la invi-
tación que hace hoy el filósofo católico Iván Garzón, lo primero que salta a la vista
es el cambio significativo en la actitud que reflejan. Mientras que el filósofo nortea-
mericano asumía, como ya se ha señalado, una postura apologética que buscaba
consolidar la comunidad cristiana, defenderla de los ataques de sus adversarios y
pedirles a sus defensores que asumieran con valentía su condición de creyentes, el
filósofo colombiano los convoca más bien a responder de manera proactiva a las

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posibilidades que les ofrecen los dos pensadores liberales cuando intentan elaborar
nuevas formas de comprender el lugar y el papel que pueden desempeñar la religión
y los creyentes en el seno de sociedades cada vez más pluralistas. De una posición
defensiva se ha pasado así a una actitud proactiva, entre otras razones, porque el
ambiente social y académico ha cambiado de manera significativa.
Sin entrar a examinar el sentido y la complejidad de dichos cambios, baste re-
cordar, como lo ha hecho Carlos Miguel Gómez (2014), que “uno de los fenómenos
socio-culturales más sorprendentes de las últimas décadas es lo que ha dado por
llamarse ‘el retorno de la religión’, en un mundo que se consideraba orgullosamen-
te fundado sobre la tumba de Dios” (p. 11). Por consiguiente, al cambiar el entorno
social y académico, la actitud de los filósofos creyentes ha tenido que cambiar igual-
mente, porque ese retorno de la religión se presenta con nuevas oportunidades, con
nuevos retos y también con nuevos peligros.
Cabe recordar, sin embargo, que si bien es cierto que la Reforma protestante
desempeñó un papel indiscutible en los inicios de la modernidad, mientras que el
catolicismo tomó ante esta última una posición defensiva en su lucha contra el “mo-
dernismo”, parece que los papeles se hubieran trastocado, porque mientras que el
filósofo reformado convoca a una defensa contra los peligros de una modernidad
adversa a la religión, el pensador católico invita a adelantar un diálogo construc-
tivo con los defensores de la razón pública. Es cierto que la tradición protestante
ha conservado marcadas reservas frente a los alcances de la razón en materia de fe,
mientras que la tradición católica se ha mostrado en ello mucho más confiada. Pero
el elemento más significativo en este cambio de actitud debe atribuirse a los efectos
del Concilio Vaticano II con su propósito de poner al día a la Iglesia frente a los exce-
sos del tradicionalismo. En otras palabras, debe atribuirse al llamado aggiornamento,
que se ha propuesto convocar al diálogo con la modernidad, en lugar de su condena.
Ese cambio en la actitud defensiva de Plantinga por la actitud proactiva de
Garzón explica que este último termine señalando la necesidad de revisar o revi-
sitar cuatro tópicos de la modernidad en su relación con el fenómeno religioso. En
primer lugar, ir más allá del secularismo, porque estamos ante un cambio de época
que requiere nuevas categorías; y términos como laicismo no parecen responder a los
desafíos actuales, porque una sana secularización, lejos de significar una amenaza
para la religión, la libera de peligrosos compromisos institucionales y de un dañino
clericalismo. Además, hay que superar la polarización entre un laicismo anticlerical
y un confesionalismo clerical, porque ninguno de los dos permite diferenciar de ma-
nera apropiada la esfera de lo temporal de la esfera espiritual. En tercer lugar, se debe

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Religión y razón pública

exigir que el Estado pase de tener una postura meramente neutral frente al fenóme-
no religioso a desplegar un reconocimiento positivo que asuma el fenómeno religioso
en toda su complejidad, al considerarlo como un elemento que no solo debe ser tole-
rado, sino también integrado de manera armónica al conjunto de la vida social. Fi-
nalmente, resulta necesario avanzar más allá de la mera tolerancia liberal, que en su
momento tuvo, sin duda, un papel importante para lograr la paz entre las facciones
en conflicto cuando la unidad religiosa de Europa se vio fragmentada, y alcanzar con
ello un verdadero pluralismo que no solo respete, sino que también reconozca y apre-
cie los valores de la diversidad. En pocas palabras, en lugar de centrar su atención
en criticar las reglas de juego, es decir, el carácter secular del marco institucional
dentro del cual vivimos, el filósofo cristiano deberá esforzarse por aprender a jugar
en él, es decir, por mostrarse capaz de dar a conocer el carácter propio y la riqueza
irremplazable de su fe.
Ahora bien, además de ese cambio en la actitud, la propuesta de los dos pen-
sadores, Plantinga y Garzón, conlleva otra significativa diferencia. Mientras que el
primero centraba sus ejemplos, como hemos visto, en el tema del teísmo, para consi-
derarlo en su relación con su verificabilidad, con la existencia del mal y con el sentido
de la persona humana, el segundo parece dejar de lado dicha cuestión, para centrar
su atención en el problema de cómo hacer comprensibles las convicciones religiosas
vitalmente significativas en el ámbito de un mundo secularizado. Este cambio en el
foco de atención obedece, entre otras razones, a que la cuestión acerca de la existen-
cia de Dios ha venido perdiendo vigencia, pese a los denodados esfuerzos proselitis-
tas de algunos apóstoles del ateísmo13.
Esta pérdida de vigencia ha sido consecuencia de al menos dos fenómenos que
se complementan. Por una parte, las duras críticas a las que se ha visto enfrentada
la razón humana desde muy diversos flancos, y que han debilitado enormemente la
ilimitada confianza que le profesaba el racionalismo clásico; por otra parte, la con-
ciencia cada vez mayor de que el Dios de la revelación cristiana no puede confundirse
sin más con el llamado “dios de la filosofía”, y que, como bien lo había afirmado ya
la apologética cristiana, al no ser posible demostrar la no existencia de Dios, ello es
condición suficiente para dar un lugar a la fe como acto de confianza en la Palabra
revelada. Como bien lo ha expresado Byun-Chul Han (2013) en La sociedad de la trans-
parencia: “La confianza solo es posible en un estado intermedio entre saber y no saber.

13 Baste recordar el “proselitismo ateo” de un etólogo como Richard Dawkins y su libro El espejismo
de Dios (2007).

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Confianza significa: a pesar del no saber en relación con el otro, construir una rela-
ción positiva con él” (p. 91). Expresado en otros términos, en la diferencia de actitud
que podemos constatar entre el consejo de Plantinga y el llamado de Garzón se puede
ver claramente cómo el interés se ha ido desplazando del problema de la existencia
de Dios hacia las cuestiones que atañen a la religiosidad en su conjunto como fenó-
meno humano. Porque hoy el desafío para la religión no se halla propiamente en la
negación de la existencia de Dios, sino más bien en la irrelevancia que puede llegar a
tener su existencia.
Sin embargo, a pesar de las significativas diferencias entre uno y otro llamado
a la conciencia de los filósofos cristianos, hay un elemento que ambos comparten y
que merece nuestra atención, a saber: la actitud crítica frente al radical escepticismo
con respecto a la metafísica o, en los términos de Plantinga, en contra del superna-
turalismo cristiano. Ambos pensadores, cada uno a su manera, formulan un llamado
de atención sobre las consecuencias negativas que tiene, para la participación de los
creyentes en el debate público, tomar como base de comunicación un rechazo radical
de toda realidad que no sea empíricamente determinable, es decir, el peligro de asu-
mir como punto de partida un craso naturalismo o un inmanentismo radical.
No obstante, como se señaló anteriormente, un diálogo con la razón pública exi-
ge reconocer la actitud de inmanencia de quienes no creen en la existencia de un dios,
y menos aún de un dios personal, como el que enseña la revelación cristiana. Más
aún, habría que elaborar una diferencia más clara entre las doctrinas provenientes
de la revelación y las que se sustentan sobre la mera razón. Y esto es particularmente
significativo en el caso de las doctrinas éticas o morales, ya que, según una respeta-
ble tradición teológica, la revelación cristiana no incluye doctrinas éticas o morales
diferentes de las que enseña una sana razón14.
Por otra parte, es cierto que las doctrinas reveladas contienen elementos que
pueden ser muy valiosos para una mejor comprensión del fenómeno humano en toda
su complejidad, pero tales elementos, al apoyarse sobre doctrinas reveladas, tienen
que considerarse como conclusiones también reveladas, es decir que solo son acepta-
bles para quienes comparten la fe o para quienes estén en condiciones de apreciarlas
a pesar de no compartir las creencias que las sustentan. Pretender hacerlas pasar por
verdades accesibles a la mera razón puede tener como consecuencia un fuerte recha-
zo por parte de quienes no comparten la fe.

14 A propósito de la especificidad de la moral cristiana, pueden revisarse los textos de Díaz (2011) y
de Trigo (2003).

98 Universidad Santo Tomás


Religión y razón pública

Una y otra vez, Iván Garzón (2014) señala cómo algunas de las limitaciones de la
propuesta política de Rawls provienen precisamente de su carácter escéptico; que lo
es, nos dice, en un doble sentido:
En primer lugar, por sus presupuestos epistemológicos, en los cuales renuncia
abierta y explícitamente a invocar elementos fundantes de naturaleza metafísica,
pretendiendo con ello acotar su teoría al ámbito político-práctico. […] En segundo
lugar, porque asume el escepticismo que subyace a la sociedad como un factum de
consecuencias normativas. (p. 25)

Así, luego de analizar algunas de las objeciones que suele plantearle la demo-
cracia a las razones de carácter religioso, Garzón (2014) reconoce que “las categorías,
principios y premisas de carácter metafísico son cada vez más difíciles de sostener en
ámbitos intelectuales, académicos y culturales”; sin embargo, recalca que “su acep-
tabilidad no le resta valor a la reflexión metafísica”. En este punto suscribe la tesis de
Robert Spaemann, según la cual “una civilización sin metafísica no está en condicio-
nes de apropiarse intelectualmente de la religión” (Garzón, 2014, p. 258). Dicha tesis
vale de manera particular para el caso del cristianismo.
Ahora bien, además de ese llamado de atención sobre la necesidad de descartar
como punto de partida un escepticismo epistemológico frente a las cuestiones de
carácter metafísico, tanto Plantinga como Garzón hacen notar la importancia de la
concepción antropológica propia de la visión cristiana. En efecto, el filósofo estadou-
nidense formula el tema con toda claridad al referirse a la relación entre el teísmo y
la persona humana, y al señalar el género de preguntas a las que debe responder un
filósofo cristiano, a saber:
¿cómo debemos pensar respecto de las personas humanas? ¿Qué tipo de realidad
son, en términos fundamentales? ¿Qué es ser persona, qué es ser persona humana
y cómo debemos pensar respecto de la condición de persona? ¿Cómo deben, en
particular, pensar sobre estas cosas los cristianos y los filósofos cristianos?

Luego, al señalar las condiciones para responder dichas preguntas, hace notar
la necesidad de tener en cuenta que “en la visión cristiana de la realidad, Dios es la
primera persona, el primer y principal ejemplar de la personalidad. Dios, es más,
creó al hombre a su imagen”; por consiguiente, “la manera como pensemos respecto
de Dios tendrá un impacto inmediato y directo sobre la manera como pensemos res-
pecto de la humanidad”.

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En este caso, la cuestión central gira entorno a la libertad, y si bien es cierto


que no utiliza el término libre albedrío, Plantinga recalca la defensa que debe hacer el
filósofo creyente de dicho concepto. Porque la libertad puede ser concebida al menos
de dos maneras diferentes, que dependen de la forma como se conciba la voluntad
humana. Existe la concepción estrictamente racional de la voluntad que, como pue-
de verse en el caso paradigmático de Baruj Spinoza (2000), viene a identificarse con
el intelecto. Intellectus et voluntas unum et idem sunt, escribe al terminar de exponer su
antropología, en la segunda parte de su Ética (E2P49C). Por su parte, la concepción
cristiana del pecado, es decir, la idea de un libre albedrío, supone una voluntad que si
bien está condicionada por el intelecto, no se halla supeditada a este. En el Catecismo
de la Iglesia católica (1992) podemos leer que “la libertad implica la posibilidad de
elegir entre el bien y el mal” (§ 1732, énfasis en el original); y cuando explica la reali-
dad del pecado, advierte que para intentar comprenderlo “es preciso en primer lugar
reconocer el vínculo profundo del hombre con Dios” (§ 386, énfasis en el original), de
modo que su realidad “solo se esclarece a la luz de la Revelación divina” (§ 387). Hasta
qué punto y en qué sentido esas dos concepciones de la voluntad, que implican dos
concepciones diferentes de la libertad y por consiguiente dos antropologías, es decir,
dos maneras de comprender al ser humano, puedan ser compatibles o sustentables
es uno de los problemas ante los que se ven confrontados los filósofos cristianos de
cara a la razón pública.
Aunque Garzón no aborda el problema de la persona de manera directa, lo men-
ciona de forma clara cuando hace notar cómo la dialéctica que se establece entre la
razón secular y la razón religiosa, y que “hunde sus raíces en la historia de Occidente”
(Garzón, 2014, p. 117), favorece la apropiación de contenidos genuinamente cristia-
nos por parte de la filosofía, como los conceptos de persona, libertad, individualización
y responsabilidad. Tales conceptos, dice:
[…] están cargados de experiencias y connotaciones que proceden de la doctrina
bíblica y de su tradición, más aún, son una herencia directa de la ética judía de la
justicia y de la ética cristiana del amor, y han quedado plasmados en entramados
conceptuales normativos. (Garzón, 2014, p. 118)

Expresado de otra manera, la cuestión consiste en que la antropología cristia-


na, con su tesis sobre la creación del ser humano a imagen y semejanza de Dios, y su
doctrina de un dios personal, no hace otra cosa que desarrollar aquello que, como
hemos señalado en su momento, Plantinga calificaba como una “verdad científica-
mente seminal”.

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Religión y razón pública

Esta dialéctica entre la razón secular y la razón religiosa es precisamente la que


sitúa al filósofo cristiano en lo que William E. Connolly ha llamado el “ethos bicame-
ral”, es decir, “el coraje de cargar con la agonía de la diversidad, en pos de promover la
libertad de expresión, y obstaculizar así los llamados a la violencia” (Connolly, 2005,
p. 81). La tarea no es fácil, ya que, como hemos podido ver, para realizar la “traduc-
ción” del lenguaje religioso al lenguaje de la razón pública no basta con conocer bien
ambos lenguajes; es necesario, igualmente, cuidar de que en el traslado del uno al
otro no se pierda buena parte de la riqueza y profundidad de aquellas experiencias
religiosas “que no pueden ser argumentadas de esa manera, pero cuya importancia
vital y existencial es sobresaliente” (Garzón, 2014, p. 181). Pero se debe tener cuidado,
asimismo, de no pretender que doctrinas que pertenecen a la revelación, o que se
derivan de ella, sean aceptadas como si se tratara de verdades de razón.
Podemos terminar, entonces, con una cita del filósofo británico John N. Gray,
que Iván Garzón toma como epígrafe para su último capítulo, y que constituye un
acertado resumen de la intención de su libro: “Si la religión es una necesidad humana
primordial, no debería ser reprimida ni relegada al inframundo de la vida privada,
sino integrada plenamente en la esfera pública, lo que en ningún caso significa que
deba instaurarse como una doctrina pública” (Gray, 2008, p. 278).

Sobre los autores


Jorge-Aurelio Díaz. Doctor en Filosofía por la Université Catholique de Louvain, Bélgica. Profesor
emérito de la Universidad Nacional de Colombia y profesor de la Facultad de Humanidades de la
Universidad Católica de Colombia.

Armando Rojas-Claros. Magíster en Ciencias Políticas por la Paz y la Integración de los Pueblos de
la Università degli Studi di Salerno y magíster en Ciencias Políticas por la Universidad Católica de
Colombia. Actualmente es profesor de la Universidad Católica de Colombia.

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HALLAZGOS | ISSN: 1794-3841 | e-ISSN: 2422-409X | Vol. 17, n.º 33 | enero-junio 2020 | pp. 81-102 101
Jorge-Aurelio Díaz Y Armando Rojas-Cl aros

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