Díaz&Rojas (2020) Religión y razón pública
Díaz&Rojas (2020) Religión y razón pública
Díaz&Rojas (2020) Religión y razón pública
JORGE-AURELIO DÍAZ**
ARMANDO ROJAS-CLAROS***
Citar como: Díaz, J.-A. y Rojas Claros, A. (2020). Religión y razón pública. Hallazgos, 17(33), 81-102.
DOI : https://doi.org/10.15332/2422409X.5209
HALLAZGOS | ISSN: 1794-3841 | e-ISSN: 2422-409X | Vol. 17, n.º 33 | enero-junio 2020 | pp. 81-102 81
Jorge-Aurelio Díaz Y Armando Rojas-Cl aros
Resumen
En este artículo se busca confrontar el llamado que hizo Alvin Plantinga a los filósofos cristianos para
que asuman los intereses de la comunidad a la que pertenecen con el análisis de Iván Garzón sobre
el lugar de la religión en el ejercicio de la razón pública. El propósito es examinar los cambios que se
han producido, dentro del pensamiento político liberal, en lo que concierne al lugar de la religión
en la organización de la sociedad. Esto le plantea a los creyentes nuevos retos para lograr, desde
sus convicciones religiosas, su participación activa en la organización de sociedades que alcancen el
establecimiento de formas de convivencia pacífica que respeten la creciente diversidad cultural de
los ciudadanos.
Palabras clave: Alwin Plantinga, Iván Garzón, razón pública, religión, política.
Introducción
No puede negarse que la doctrina liberal constituyó un aporte muy significativo para
la superación de los conflictos que se derivaron de la ruptura de la unidad religiosa en
Europa, como consecuencia, sobre todo, de la irrupción de la Reforma protestante en
el escenario de la historia. Con el concepto de tolerancia, que inició su camino median-
te el principio cuius regio, eius et religio ‘según la región será la religión’, consagrado
en la llamada Paz de Augsburgo (1555) entre católicos y luteranos, y que se consolidó
luego gracias a los aportes, entre otros, del filósofo inglés John Locke, sobre todo en
su Ensayo y su Carta sobre la tolerancia, se logró establecer un modus vivendi entre las
diversas fracciones en las que se dividió la tradicional unidad cristiana. Tal división
llevó a las llamadas “guerras de religión”. Sin embargo, con la creciente configuración
de sociedades cada vez más heterogéneas en lo concerniente a los principios básicos
sobre los cuales establecer las normas de convivencia, las ideas liberales se han ido
mostrando cada vez más insuficientes para resolver estos conflictos. Han surgido, en-
tonces, propuestas que buscan nuevas maneras de establecer unos acuerdos mínimos
que permitan estructurar el orden social, sin pretender la homogeneización de la so-
ciedad, pero que aseguren una concordia pacífica entre los ciudadanos.
Ahora bien, uno de los puntos más controversiales en esa búsqueda de concordia
lo constituye precisamente el fenómeno religioso, no solo por la variedad de formas
religiosas que compiten de alguna manera entre sí en la determinación de los valores
y del sentido de la vida humana, sino también por la configuración de los Estados
laicos, derivados, justamente, de los aportes de las doctrinas liberales. La pregunta,
entonces, sobre cómo determinar el lugar y el papel de las convicciones religiosas en
el seno de una sociedad democrática organizada en un Estado laico es precisamente
la que se plantea al hablar de las relaciones que cabe establecer entre la religión y la
razón pública. Si se tiene en cuenta que la religión, en sus diversas manifestaciones,
no puede ser desconocida o ignorada, ni tampoco cabe esperar su desaparición, es
necesario entonces determinar con claridad su lugar en el seno de un Estado de de-
recho, así como las condiciones de su participación en la organización de la sociedad1.
1 Como lo ha hecho notar John Gray (2008), “[…] las religiones son expresión de unas necesidades
humanas que ningún cambio en la sociedad puede eliminar, entre ellas, por ejemplo, la necesidad
de aceptar lo que no tiene remedio y de hallar un sentido en los azares de la vida. Tan probable
es que los seres humanos dejen de ser religiosos como que dejen de ser sexuales, juguetones o
violentos” (p. 278).
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En dicha lección inaugural, su autor se propuso hacer un llamado a los filósofos cre-
yentes para que tomaran conciencia de las funciones que les son propias en razón de
sus convicciones religiosas. Su propósito era doble: por una parte, les señalaba la ne-
cesidad de disponer de una mayor autonomía, tanto en la determinación de aquellas
cuestiones sobre las cuales centran su interés, es decir, la organización de su agenda
académica, como en la forma de tratar dichas cuestiones; por la otra, los instaba a no
tener ningún reato de conciencia en tomar como punto de partida de sus reflexiones
las doctrinas fundamentales de su fe cristiana3.
A este propósito, Plantinga hacía notar cómo en muchas ciencias, y no única-
mente en la filosofía, existen presunciones sobre la naturaleza de estas, sobre los mo-
dos de desarrollarlas y sobre los resultados que se buscan, que no tienen por qué ser
asumidas por los creyentes sin un examen previo. Y esto es así porque, en no pocas
ocasiones, tales supuestos y presunciones no resultan compatibles con las maneras
2 Como el texto es accesible en la red (véase la sección de referencias), no es necesario indicar las
páginas de las citas.
3 Alasdair MacIntyre (2012) sostiene una postura semejante a la de Plantinga en su libro Dios,
filosofía, universidades, al insistir en la necesidad de conocer las grandes obras concernientes a
la fe y hablar abiertamente de las propias convicciones, buscando así impregnar los programas
académicos de las universidades católicas.
4 Considerar la doctrina de la creación del hombre “a imagen y semejanza de Dios” como una
“verdad científica seminal” parece olvidar la advertencia de Juan Duns Escoto al desaprobar
la opinión de los filósofos que niegan la necesidad de una doctrina revelada: “Conste que los
razonamientos contra los filósofos aquí formulados tienen como una de las premisas alguna
verdad creída o probada mediante una verdad creída, que, por lo mismo no son sino persuasiones
teológicas, en las que de una verdad de fe se llega a otra verdad de fe (Persuationes theologicae ex
creditis ad credita)” (Ordinatio I, q. única, B, 12).
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consejo era convocarlos a ejercitar una verdadera audacia, y mostrar una mayor con-
fianza en lo que respecta a sus convicciones más íntimas.
Luego de hacer notar cómo la filosofía es en realidad una “empresa social” cuyo
ejercicio está determinado en buena medida por el entorno dentro del cual se desarro-
lla, llamaba la atención de los filósofos creyentes sobre su pertenencia a una comunidad
particular dentro de la cual viven y a la cual deben estar prestos a servir. Tal comuni-
dad, como es natural, puede tener, y de hecho tiene, sus propios intereses, sus propias
inquietudes, así como sus propias maneras de confrontarlas. Porque no siempre los
parámetros conceptuales dentro de los cuales se mueve una comunidad académica se
muestran compatibles con las exigencias y condiciones de una comunidad creyente.
Para visualizar su propósito, Plantinga (1983) trae a colación el ejemplo del cono-
cido filósofo norteamericano Willard Van Orman Quine, “cuyo empirismo radical, su
lealtad a la ciencia natural, su inclinación al conductismo, su intransigente naturalis-
mo y su gusto por los paisajes desérticos y su parsimonia ontológica”, si bien es cierto
que pueden resultar muy atractivos, suponen “compromisos fundamentales, proyectos
y preocupaciones fundamentales, totalmente diferentes de los de la comunidad cris-
tiana —totalmente diferentes y, en efecto, antitéticos”—5. De ahí que, en casos como
este, Plantinga considere que la pretensión de hacer compatibles tales doctrinas con las
convicciones básicas de la fe cristiana suele tener como consecuencia, bien sea la ter-
giversación de esas doctrinas, bien sea la trivialización de las convicciones religiosas.
Y esto le da pie para sostener su propia visión del problema, según la cual los fi-
lósofos cristianos tienen pleno derecho a partir de puntos de vista y de presunciones
filosóficas propias, que no tienen por qué ser compartidas por sus colegas no cre-
yentes. Se trata de considerar tales presunciones como elementos válidos dentro las
llamadas “creencias básicas”. Esta tesis, discutible sin duda, pero no por ello menos
interesante, defiende el derecho de los creyentes a contar la fe en la existencia de Dios
como parte de sus creencias básicas; creencias que no tienen por qué ser evidentes ni
tampoco demostradas, porque estas son precisamente el fundamento mismo de la
creencia que tenemos tanto del valor de la razón como de la evidencia. Sin embargo,
no es este el lugar para examinar el valor de dicha doctrina6.
Ahora bien, para desarrollar su advertencia, Plantinga acude a tres ejemplos que
giran todos ellos en torno al teísmo, de modo que lo examina primero con relación a
Teísmo y verificabilidad
En cuanto al primer ejemplo, que se refiere a la relación entre el teísmo y su verificabi-
lidad, conviene recordar que en el momento en que el filósofo reformado presenta su
lección inaugural la ola del positivismo y su criterio estricto de verificabilidad empí-
rica estaba comenzando a amainar, de modo que su referencia a este tiene el carácter
de una reflexión sobre lo que había ocurrido, y sobre la forma en que debían haber
reaccionado los filósofos cristianos. En cuanto a lo primero, recuerda cómo Rudolf
Carnap no les otorgaba a las proposiciones religiosas ni siquiera el honor de ser falsas,
ya que las declaraba carentes de sentido. Trae a colación la aseveración del teólogo
Rudolf Bultmann, según la cual la creencia en lo sobrenatural resultaba “imposible
en esta época de la luz eléctrica y la radio”. En este caso, el comentario de Plantinga
(1983) no podría ser más sarcástico: “uno quizás podría imaginar a un escéptico de
pueblo, tiempo atrás, tomando un punto de vista similar, digamos, a propósito de la
vela de sebo y de la imprenta, o quizás de la antorcha de pino y del rollo de papiro”.
Y en lo concerniente a la actitud de los filósofos cristianos frente al positivismo,
hace notar, sin pretender ser más inteligente que sus predecesores, que la reacción
correcta debería haber sido la de no ceder ante el impacto de la moda, y haber mos-
trado “más confianza cristiana en la propia posición; [porque] el teísmo cristiano es
verdadero; si el teísmo cristiano es verdadero, el criterio de verificabilidad es falso;
por lo tanto, el criterio de verificabilidad es falso”. Esta forma dogmática de argu-
mentar excede los límites de la filosofía, aunque no debamos olvidar que su mensaje
iba dirigido a los filósofos creyentes.
7 El tema del mal y su relación con la existencia de Dios ha sido tratado por Plantinga en diversas
ocasiones. El texto más explícito al respecto es Good, Freedom and Evil. El argumento, ya clásico
desde Agustín, busca mostrar cómo Dios no hubiera podido crear seres humanos libres y hacer
que solo pudieran obrar de manera correcta.
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el derecho que tienen los creyentes de considerar la existencia de Dios como una
“creencia básica”, y de mencionar la conocida doctrina de Juan Calvino sobre el sensus
divinitatis que Dios habría implantado en el corazón de los seres humanos, Plantinga
retoma la estrategia ya clásica de la apologética cristiana para señalar cómo, si no se
puede demostrar la imposibilidad de la existencia de Dios, el cristiano está en todo
su derecho de creer en esta por motivos que crea suficientes para fundamentar su fe.
Plantinga no pretende convencernos de la doctrina calvinista según la cual los
seres humanos estamos dotados de un sensus divinitatis, sino defender el derecho, e in-
cluso el deber, que tiene el filósofo cristiano de darle prioridad a los problemas que inte-
resan a la comunidad a la que pertenece, y tomar como punto de partida su creencia en
Dios, aunque no cumpla con los criterios procedimentales establecidos por sus colegas
no creyentes. Les recuerda que su pertenencia primaria es a la comunidad creyente,
de modo que olvidarlo puede conducir al descuido de una parte esencial de su tarea, y
llevarlos a asumir principios o procedimientos incompatibles con sus creencias.
Se trata, como podemos ver, de una postura un tanto “heroica”, que lo lleva a
luchar denodadamente en contra de la corriente y asumir una férrea defensa de sus
convicciones religiosas.
Treinta un años después de haberse publicado la lección inaugural del filósofo refor-
mado, sale a la luz el libro del filósofo católico Iván Garzón: La religión en la razón
pública, en el que se propuso analizar dos ofertas que considera particularmente sig-
nificativas en lo que concierne al lugar de las religiones en una sociedad moderna de
carácter laico, así como a las condiciones de su participación en la discusión de los
problemas que atañen a la vida en sociedad. Se trata de las conocidas doctrinas ela-
boradas por el filósofo norteamericano John Rawls (1921-2002) y el filósofo alemán
Jürgen Habermas (1929), respectivamente. Garzón examina primero cada una de es-
tas, y luego en un excursus las confronta, con el propósito de establecer la relación
que cabría encontrar entre las nociones de razón pública y de ley natural, la primera
de raigambre liberal y la segunda de carácter iusnaturalista. Esta relación, a su pare-
cer, podría ofrecer “un nuevo punto de encuentro entre creyentes y agnósticos, que
podría ser potencializado” (Garzón, 2014, p. 6). Finalmente, pasa revista a las nuevas
condiciones bajo las cuales el filósofo cristiano puede participar activamente en las
discusiones sobre los problemas que conciernen a las sociedades democráticas.
Como hemos podido ver, la actitud de Plantinga era en lo fundamental apologéti-
ca, en el sentido de proponerse consolidar la posición de los filósofos cristianos y de su
comunidad para defenderla frente a las amenazas o los peligros que se cernían sobre
esta, provenientes de un ambiente, por lo general, hostil. De ahí que su interés se haya
centrado en la defensa del teísmo como condición básica para todo creyente en el ejerci-
cio de su reflexión: en primer lugar, en lo referente a la exigencia de verificabilidad como
criterio que despojaría de sentido la creencia en la existencia de Dios; luego, en lo que
respecta al conocimiento y la licitud de tomar la existencia de Dios como una “creencia
básica”; y finalmente, en lo que concierne a la idea de libertad humana según la cual
esta puede ser compatible con la existencia de un dios omnipotente y omnisapiente.
La actitud de Garzón, en cambio, es por completo diferente, porque su interés
no es defensivo, ya que se propone examinar las oportunidades que le ofrecen al cre-
yente las propuestas de los dos pensadores liberales, así como las limitaciones que
estas puedan tener. Señala, entonces, que “la gran pregunta a la que pretende res-
ponder su trabajo se formula así: ¿es posible encontrar puntos de acuerdo que posibi-
liten un armisticio entre creyentes y no creyentes?” (Garzón, 2014, p. 4).
De modo que si el filósofo reformado tomaba una actitud beligerante al con-
vocar a los intelectuales creyentes a consolidar su posición y defenderla, el filósofo
católico, en cambio, examina las ofertas de “armisticio” que él cree encontrar en las
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propuestas de los dos pensadores liberales. Una clara señal del cambio de los tiempos
en lo que respecta a la religión, sobre todo en el seno de la filosofía y, de manera par-
ticular, en la filosofía política. De ahí que, como lo hace notar Luis María Bandieri en
el prólogo al libro, el texto de Garzón haya sido escrito por “un creyente que no quiere
que esa dimensión cardinal de su persona quede destinada al sigilo en las cuestiones
que a todos alcanzan” (Garzón, 2014, p. VI).
10 El artículo de Aranda (2014) analiza dos formas de evangelización: por un lado, la llamada
“cristiandad”, que orientó las tareas de la Iglesia católica en América Latina, y, por el otro, la que
llevó a cabo el jesuita Mateo Ricci en la China, para mostrar cómo las ideas de Charles Taylor y de
Joseph Ratzinger vienen a decantarse por esta segunda orientación.
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Ahora bien, determinar el carácter razonable que pueda atribuirse a una vi-
sión comprensiva depende, a su vez, de dos elementos interrelacionados: la civilidad
pública y el equilibrio político. El primero se refiere a la capacidad que deben tener
los individuos para explicar su comportamiento en términos que puedan ser com-
prendidos por los demás; por consiguiente, una visión comprensiva será razonable,
si quienes la comparten están en condiciones de justificar sus conductas de manera
racional, dialogante y pacífica. El segundo elemento, el equilibrio político, se refiere
a la capacidad que tienen las doctrinas de contribuir a sustentar los valores políticos
que suscriben los ciudadanos.
Garzón desarrolla un cuidadoso examen de la propuesta rawlsiana, y salpi-
menta su exposición con agudas críticas puntuales que no es el caso traer a cola-
ción. Hace referencia al “consenso entrecruzado” o “consenso traslapado” como la
idea que, a su parecer, condensa “uno de los grandes objetivos de la teoría política
rawlsiana”, y que consiste en “un acuerdo generalizado de todos los ciudadanos
acerca de cuestiones básicas de la justicia que garantice a su vez la estabilidad po-
lítica de la sociedad democrática” (Garzón, 2014, p. 39)11. Ahora bien, la condición
para dicho acuerdo es la estricta delimitación del ámbito de lo político con res-
pecto a las doctrinas comprensivas, las cuales deben restringirse al campo de lo
individual o lo grupal. Sin embargo, el requisito de la “estipulación” permite que
doctrinas comprensivas, sean o no religiosas, puedan introducirse en el debate pú-
blico, a condición de que ofrezcan razones políticas apropiadas12 .
En cuanto a la crítica más significativa a la propuesta rawlsiana, Garzón la resu-
me en dos puntos: la discontinuidad que establece entre ética y política, y el carácter
11 “[…] un régimen constitucional no puede durar mucho si sus ciudadanos no participan desde el
primer momento en la política democrática con unas concepciones y unos ideales que respalden
y refuercen sus instituciones políticas básicas” (Rawls, 2009, pp. 32-33); “En tal consenso, las
doctrinas razonables suscriben la concepción política, cada una desde su punto de vista. La
unidad social se basa en un consenso sobre la concepción política; y la estabilidad es posible
cuando las doctrinas que forman el consenso son afirmadas por los ciudadanos políticamente
activos, y cuando los requisitos de la justicia no entran demasiado en conflicto con los intereses
esenciales de los ciudadanos, según se forman y promueven mediante sus acuerdos sociales”
(Rawls, 2006, p. 137).
12 Garzón (2014, p. 42, nota 99) cita a Rawls: “[…] en el debate político público se pueden introducir,
en cualquier momento, doctrinas generales razonables, religiosas o no religiosas, siempre que
se ofrezcan razones políticas apropiadas —y no solo razones derivadas de las doctrinas— para
sustentar lo que proponen ellas. Este requisito es lo que sugiero denominar la estipulación, y se
refiere a la distinción entre la cultura política pública y la cultura de base” (Rawls, 2001, p. 177).
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Ahora bien, Garzón (2014) considera que “la postura ante la trascendencia es
uno de los aspectos que mayor división genera entre la razón pública y la ley natural”
(p. 199). Esta afirmación resulta extraña, ya que la idea de trascendencia está íntima-
mente ligada a la idea de revelación; de modo que si el diálogo de los creyentes con los
no creyentes se viera condicionado a que estos últimos renunciaran a una visión inma-
nente de los seres humanos, no se ve cómo tal diálogo podría llevarse a cabo.
Si confrontamos ahora ambos llamados a los filósofos cristianos, a saber: los conse-
jos que impartió en su momento el filósofo reformado Alvin Plantinga con la invi-
tación que hace hoy el filósofo católico Iván Garzón, lo primero que salta a la vista
es el cambio significativo en la actitud que reflejan. Mientras que el filósofo nortea-
mericano asumía, como ya se ha señalado, una postura apologética que buscaba
consolidar la comunidad cristiana, defenderla de los ataques de sus adversarios y
pedirles a sus defensores que asumieran con valentía su condición de creyentes, el
filósofo colombiano los convoca más bien a responder de manera proactiva a las
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posibilidades que les ofrecen los dos pensadores liberales cuando intentan elaborar
nuevas formas de comprender el lugar y el papel que pueden desempeñar la religión
y los creyentes en el seno de sociedades cada vez más pluralistas. De una posición
defensiva se ha pasado así a una actitud proactiva, entre otras razones, porque el
ambiente social y académico ha cambiado de manera significativa.
Sin entrar a examinar el sentido y la complejidad de dichos cambios, baste re-
cordar, como lo ha hecho Carlos Miguel Gómez (2014), que “uno de los fenómenos
socio-culturales más sorprendentes de las últimas décadas es lo que ha dado por
llamarse ‘el retorno de la religión’, en un mundo que se consideraba orgullosamen-
te fundado sobre la tumba de Dios” (p. 11). Por consiguiente, al cambiar el entorno
social y académico, la actitud de los filósofos creyentes ha tenido que cambiar igual-
mente, porque ese retorno de la religión se presenta con nuevas oportunidades, con
nuevos retos y también con nuevos peligros.
Cabe recordar, sin embargo, que si bien es cierto que la Reforma protestante
desempeñó un papel indiscutible en los inicios de la modernidad, mientras que el
catolicismo tomó ante esta última una posición defensiva en su lucha contra el “mo-
dernismo”, parece que los papeles se hubieran trastocado, porque mientras que el
filósofo reformado convoca a una defensa contra los peligros de una modernidad
adversa a la religión, el pensador católico invita a adelantar un diálogo construc-
tivo con los defensores de la razón pública. Es cierto que la tradición protestante
ha conservado marcadas reservas frente a los alcances de la razón en materia de fe,
mientras que la tradición católica se ha mostrado en ello mucho más confiada. Pero
el elemento más significativo en este cambio de actitud debe atribuirse a los efectos
del Concilio Vaticano II con su propósito de poner al día a la Iglesia frente a los exce-
sos del tradicionalismo. En otras palabras, debe atribuirse al llamado aggiornamento,
que se ha propuesto convocar al diálogo con la modernidad, en lugar de su condena.
Ese cambio en la actitud defensiva de Plantinga por la actitud proactiva de
Garzón explica que este último termine señalando la necesidad de revisar o revi-
sitar cuatro tópicos de la modernidad en su relación con el fenómeno religioso. En
primer lugar, ir más allá del secularismo, porque estamos ante un cambio de época
que requiere nuevas categorías; y términos como laicismo no parecen responder a los
desafíos actuales, porque una sana secularización, lejos de significar una amenaza
para la religión, la libera de peligrosos compromisos institucionales y de un dañino
clericalismo. Además, hay que superar la polarización entre un laicismo anticlerical
y un confesionalismo clerical, porque ninguno de los dos permite diferenciar de ma-
nera apropiada la esfera de lo temporal de la esfera espiritual. En tercer lugar, se debe
exigir que el Estado pase de tener una postura meramente neutral frente al fenóme-
no religioso a desplegar un reconocimiento positivo que asuma el fenómeno religioso
en toda su complejidad, al considerarlo como un elemento que no solo debe ser tole-
rado, sino también integrado de manera armónica al conjunto de la vida social. Fi-
nalmente, resulta necesario avanzar más allá de la mera tolerancia liberal, que en su
momento tuvo, sin duda, un papel importante para lograr la paz entre las facciones
en conflicto cuando la unidad religiosa de Europa se vio fragmentada, y alcanzar con
ello un verdadero pluralismo que no solo respete, sino que también reconozca y apre-
cie los valores de la diversidad. En pocas palabras, en lugar de centrar su atención
en criticar las reglas de juego, es decir, el carácter secular del marco institucional
dentro del cual vivimos, el filósofo cristiano deberá esforzarse por aprender a jugar
en él, es decir, por mostrarse capaz de dar a conocer el carácter propio y la riqueza
irremplazable de su fe.
Ahora bien, además de ese cambio en la actitud, la propuesta de los dos pen-
sadores, Plantinga y Garzón, conlleva otra significativa diferencia. Mientras que el
primero centraba sus ejemplos, como hemos visto, en el tema del teísmo, para consi-
derarlo en su relación con su verificabilidad, con la existencia del mal y con el sentido
de la persona humana, el segundo parece dejar de lado dicha cuestión, para centrar
su atención en el problema de cómo hacer comprensibles las convicciones religiosas
vitalmente significativas en el ámbito de un mundo secularizado. Este cambio en el
foco de atención obedece, entre otras razones, a que la cuestión acerca de la existen-
cia de Dios ha venido perdiendo vigencia, pese a los denodados esfuerzos proselitis-
tas de algunos apóstoles del ateísmo13.
Esta pérdida de vigencia ha sido consecuencia de al menos dos fenómenos que
se complementan. Por una parte, las duras críticas a las que se ha visto enfrentada
la razón humana desde muy diversos flancos, y que han debilitado enormemente la
ilimitada confianza que le profesaba el racionalismo clásico; por otra parte, la con-
ciencia cada vez mayor de que el Dios de la revelación cristiana no puede confundirse
sin más con el llamado “dios de la filosofía”, y que, como bien lo había afirmado ya
la apologética cristiana, al no ser posible demostrar la no existencia de Dios, ello es
condición suficiente para dar un lugar a la fe como acto de confianza en la Palabra
revelada. Como bien lo ha expresado Byun-Chul Han (2013) en La sociedad de la trans-
parencia: “La confianza solo es posible en un estado intermedio entre saber y no saber.
13 Baste recordar el “proselitismo ateo” de un etólogo como Richard Dawkins y su libro El espejismo
de Dios (2007).
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Confianza significa: a pesar del no saber en relación con el otro, construir una rela-
ción positiva con él” (p. 91). Expresado en otros términos, en la diferencia de actitud
que podemos constatar entre el consejo de Plantinga y el llamado de Garzón se puede
ver claramente cómo el interés se ha ido desplazando del problema de la existencia
de Dios hacia las cuestiones que atañen a la religiosidad en su conjunto como fenó-
meno humano. Porque hoy el desafío para la religión no se halla propiamente en la
negación de la existencia de Dios, sino más bien en la irrelevancia que puede llegar a
tener su existencia.
Sin embargo, a pesar de las significativas diferencias entre uno y otro llamado
a la conciencia de los filósofos cristianos, hay un elemento que ambos comparten y
que merece nuestra atención, a saber: la actitud crítica frente al radical escepticismo
con respecto a la metafísica o, en los términos de Plantinga, en contra del superna-
turalismo cristiano. Ambos pensadores, cada uno a su manera, formulan un llamado
de atención sobre las consecuencias negativas que tiene, para la participación de los
creyentes en el debate público, tomar como base de comunicación un rechazo radical
de toda realidad que no sea empíricamente determinable, es decir, el peligro de asu-
mir como punto de partida un craso naturalismo o un inmanentismo radical.
No obstante, como se señaló anteriormente, un diálogo con la razón pública exi-
ge reconocer la actitud de inmanencia de quienes no creen en la existencia de un dios,
y menos aún de un dios personal, como el que enseña la revelación cristiana. Más
aún, habría que elaborar una diferencia más clara entre las doctrinas provenientes
de la revelación y las que se sustentan sobre la mera razón. Y esto es particularmente
significativo en el caso de las doctrinas éticas o morales, ya que, según una respeta-
ble tradición teológica, la revelación cristiana no incluye doctrinas éticas o morales
diferentes de las que enseña una sana razón14.
Por otra parte, es cierto que las doctrinas reveladas contienen elementos que
pueden ser muy valiosos para una mejor comprensión del fenómeno humano en toda
su complejidad, pero tales elementos, al apoyarse sobre doctrinas reveladas, tienen
que considerarse como conclusiones también reveladas, es decir que solo son acepta-
bles para quienes comparten la fe o para quienes estén en condiciones de apreciarlas
a pesar de no compartir las creencias que las sustentan. Pretender hacerlas pasar por
verdades accesibles a la mera razón puede tener como consecuencia un fuerte recha-
zo por parte de quienes no comparten la fe.
14 A propósito de la especificidad de la moral cristiana, pueden revisarse los textos de Díaz (2011) y
de Trigo (2003).
Una y otra vez, Iván Garzón (2014) señala cómo algunas de las limitaciones de la
propuesta política de Rawls provienen precisamente de su carácter escéptico; que lo
es, nos dice, en un doble sentido:
En primer lugar, por sus presupuestos epistemológicos, en los cuales renuncia
abierta y explícitamente a invocar elementos fundantes de naturaleza metafísica,
pretendiendo con ello acotar su teoría al ámbito político-práctico. […] En segundo
lugar, porque asume el escepticismo que subyace a la sociedad como un factum de
consecuencias normativas. (p. 25)
Así, luego de analizar algunas de las objeciones que suele plantearle la demo-
cracia a las razones de carácter religioso, Garzón (2014) reconoce que “las categorías,
principios y premisas de carácter metafísico son cada vez más difíciles de sostener en
ámbitos intelectuales, académicos y culturales”; sin embargo, recalca que “su acep-
tabilidad no le resta valor a la reflexión metafísica”. En este punto suscribe la tesis de
Robert Spaemann, según la cual “una civilización sin metafísica no está en condicio-
nes de apropiarse intelectualmente de la religión” (Garzón, 2014, p. 258). Dicha tesis
vale de manera particular para el caso del cristianismo.
Ahora bien, además de ese llamado de atención sobre la necesidad de descartar
como punto de partida un escepticismo epistemológico frente a las cuestiones de
carácter metafísico, tanto Plantinga como Garzón hacen notar la importancia de la
concepción antropológica propia de la visión cristiana. En efecto, el filósofo estadou-
nidense formula el tema con toda claridad al referirse a la relación entre el teísmo y
la persona humana, y al señalar el género de preguntas a las que debe responder un
filósofo cristiano, a saber:
¿cómo debemos pensar respecto de las personas humanas? ¿Qué tipo de realidad
son, en términos fundamentales? ¿Qué es ser persona, qué es ser persona humana
y cómo debemos pensar respecto de la condición de persona? ¿Cómo deben, en
particular, pensar sobre estas cosas los cristianos y los filósofos cristianos?
Luego, al señalar las condiciones para responder dichas preguntas, hace notar
la necesidad de tener en cuenta que “en la visión cristiana de la realidad, Dios es la
primera persona, el primer y principal ejemplar de la personalidad. Dios, es más,
creó al hombre a su imagen”; por consiguiente, “la manera como pensemos respecto
de Dios tendrá un impacto inmediato y directo sobre la manera como pensemos res-
pecto de la humanidad”.
HALLAZGOS | ISSN: 1794-3841 | e-ISSN: 2422-409X | Vol. 17, n.º 33 | enero-junio 2020 | pp. 81-102 99
Jorge-Aurelio Díaz Y Armando Rojas-Cl aros
Armando Rojas-Claros. Magíster en Ciencias Políticas por la Paz y la Integración de los Pueblos de
la Università degli Studi di Salerno y magíster en Ciencias Políticas por la Universidad Católica de
Colombia. Actualmente es profesor de la Universidad Católica de Colombia.
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