MI PUEBLO - LECTURA
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Hijo de Perra
x @filmestock
A Facundo ‘El hijo de perra’ le hicieron nacer en algún momento de los
cincuentas, no se sabe exactamente cuando. Lo que sí se sabe es que sus
padres no eran de Calhoa. Vino de paquete en uno de los carros que
cruzaban con menaje, acolchado entre las lorzas de una vendedora
ambulante conocida porque siempre se las apañaba para colarle mierda al
populacho.
— Ea, aquí tienes el mortero, Paca. Y por una perra chica te llevas también
al nene.
— Que no lo quiero, Carmen. Que es muy chico y muy feo y no me va a
hacer labor.
Menos al Facundo. Al Facundo no era capaz nunca de colárselo a nadie.
Era un desgraciado. Un niño de estos feos de los que no sabes si darle el
pecho o tu más sentido pésame. Un horror, una calamidad. En definitiva,
una mierda.
— Este niño es una mierda.
— Que no hables así del nene. — reprochaba su marido.
— Pero mírale, Ramiro, que ni llora ni ríe ni hace nada. Ni nombre le
hemos puesto de lo feo que es. Solo come. Y de mis tetas ya no sale nada
porque nada entra por mi boca. Como no le alimentemos con mierda no sé
que otra cosa podría yo darle.
— Y, ¿Qué le hacemos, Carmen? Dime, tan lista que te piensas. ¿Qué le
hacemos?
— Que le hacemos, no. Qué le haces tú, que no haces nada nunca.
Hicieron lo mejor que se les ocurrió. Llamaron a la parroquia y salieron
echando hostias mientras Facundo se retorcía en una olla que había salido
defectuosa, pero en la que cogía. Ahí le tenías, tirado en el suelo como la
mierda que era.
— ¿Qué es esto que tenemos aquí? — Abrió Sor Prudencia, antes Horten.
Se cambió el nombre con los votos para ir acorde con su espíritu y forma
de entender la vida. — ¡Padre Eufrasio! ¡Padre Eufrasio! ¿Qué es esto que
tenemos aquí?
Caminaba a su ritmo Padre Eufrasio. Muy lento porque era cojo. Con los
brazos extendidos en cruz, porque era subnormal.
— Padre, dese prisa y responda, ¿Qué es esto que tenemos aquí?
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Y Padre Eufrasio agachó la cabeza de tal manera que la coronilla
deslumbró la nocturnidad del cielo. Dijo:
— Pues no sé, Hermana Pruden, ¿Qué es esto que tenemos aquí?
— Qué voy a saber yo. Si le he llamado es para que me lo dijera usted.
— Parece un niño, ¿no?
A esa conclusión también había llegado la religiosa, pero pronunciarlo en
voz alta era constatar el fracaso del misericordioso.
— Tiene pelos atravesándolo la espalda. Y mire, Padre, no son uñas sino
garras. Es imposible que esto sea un niño.
— No, está claro. Pero, ¿Qué es, pues? ¿Un comunista?
— Poca gracia me hace, Padre. No se ha quedado la noche para bromas.
¿Qué hacemos con esta mierda?
— ¿La entramos?
— No. No es obra de Dios esta cosa. Y si acaso lo fuera cuelgo los
hábitos primero y después me colgaría yo. ¿Cómo vamos a entrarlo para
que pise suelo sagrado si ni siquiera sabemos qué es?
— ¿Lo matamos?
— O lo bautizamos. Luego lo soltamos en la alameda y que sea lo que
Dios quiera. Si muere resultará que sí era humano y lo habrá hecho libre
de pecado.
— Ea, pues para qué me llamas si ya te lo has dicho tú todo. ¿Y qué le
hacemos si vive?
— Cuelgo los hábitos primero y después me cuelgo yo.
Le bautizaron como Facundo y cumplieron su cometido. Envuelto en una
tela fina como una pavesa, lo mojaron en agua bendita sumergiendo y
sacando su cuerpo un par de veces hasta que el ropaje se impregnara.
Cuando volvieron de la alameda dijo Padre Eugenio a su compañera:
— ¿Te has dado cuenta, Pruden, de que no ha llorado en ningún momento
la mierda el niño?
— ¡Qué no lo llame usted eso! Que no sabemos si es un niño todavía.
Y entraron de vuelta a la parroquia no sin antes santiguarse quince veces.
Será el olor del agua bendita o el primer berrido que se le conoció, pero
algo tenía el niño esa noche que llamó la atención a la perra del Amadeo.
Era el animal que usaba para el pastoreo, muy lista y dócil, capaz de leer el
lenguaje de los humanos mejor que los propios. Le vio, se tumbó sobre
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Facundo para darle calor y él aprovechó para chuparle las tetas. Así se
inició una relación madre-hijo entre niño y can, el primer amor recíproco
de su corta historia.
Unos años después, tres o así, dos terratenientes muy conocidos en Calhoa
buscaban níscalos en la alameda. La gente decía de ellos que eran
maricones, pero en realidad eran excursionistas.
— Cuatro horas y ni un níscalo, Román. Pedazo de maricón, pues ¿No
decías que aquí siempre hay setas? — se quejaba el más alto de ellos.
— Que sí las hay, Ricardo, pero es que no puedes pretender llegar y besar
el santo.
— No, besar el santo no, pero a saber cuántas hectáreas llevamos hechas y
aquí solo encontramos mierda.
Eso lo dijo literalmente. Donde miraras en la alameda, ya fuera el rincón
más escondido o la copa de un árbol, había una mierda adornando el paso.
Pequeñas, grandes, rojas o blancas, igual daba. Lo que no sabían es que,
minutos después, iban a darse de bruces con la mayor mierda que jamás se
había visto nunca.
— ¡Me cago en la puta, Román, que niño más feo!
— Su puta madre, no te acerques demasiado.
Y se acercó. Y vio Román del niño que todo lo feo que tenía lo tenía
también de dócil. Caminaran dónde caminaran, el niño les seguía a gatas.
— Vámonos ya, Ricardo, que va a caer la noche a este paso.
— ¿Y qué hacemos con esto? No iremos a dejarlo aquí, ¿no? — se
apiadó del muchacho
— Pues era esa mi intención, la verdad. Si ha sabido vivir solo este
tiempo, no sé cuánto bien le haremos sacándole de su hábitat.
Aunque vio en ellas algo de lógica, no le convencieron las razones de su
amigo. Se fueron sendero abajo con el niño a cuestas. Ya en la calle central
del pueblo, vacía porque a esas horas apenas se movía la gente de sus
casas, intentaron decidir qué hacer con él:
— Yo ni de coña, lo has cogido tú.
— Pero, Román, que a la Rosa no le gustan los chuchos ni los huérfanos.
— Allá te las apañes. Me voy que, como la Antonia vea que además de
sin níscalos llego tarde, duermo en la calle esta noche. Con Dios.
— No seas así, desgraciado, y acompáñame a dejarlo en la parroquia.
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Su intención era dejarlo en el suelo, llamar a la puerta y correr a
esconderse, pero se ve que el Amadeo llevaba toda la mañana pidiendo
perras al sacerdote y ahí seguía con la cantinela.
— ¡Buenas, buenas! ¿Cuántos níscalos habéis cogido? — haciendo
ningún caso a las plegarias del pastor.
— ¿Níscalos? Ninguno, pero al Ricardo se le ha antojado esto que hemos
visto entre las zarzas. — señalando al bulto de entre sus brazos.
— ¿Facundo? — y deseó casi al instante haberse comido sus palabras.
Se miraron los dos domingueros con cara de interrogante, compartiendo en
silencio una misma pregunta.
— ¿Es que le conoce usted, Padre? — atrevido Román — ¿De qué le
conoce?
Y se vio obligado a contar la historia. Hubo un silencio tan pesado en la
parroquia que solo era de vez en cuando interrumpido por los balbuceos
del chiquillo.
— Padre.
— ¿Sí, Román?
— Mire, Padre, nosotros tenemos que irnos a casa ya y al fin y al cabo
parece que usted tiene más relación con el niño. ¿Por qué no se lo queda?
— Yo no puedo quedármelo.
— Pues llévelo a la alameda de nuevo. Si total, ya lo hizo una vez.
Se le hinchó la vena de la frente, como siempre que alguno ponía en duda
su bondad.
— Si lo llevé en su día a la alameda fue porque no sabía si era hombre o
bestia. Ahora que está más que claro, no puedo volver a hacerlo. ¿Qué
quieres? ¿Qué se muera o lo mate una alimaña?
— Eso ya lo que usted vea. Aquí se lo dejamos.
— ¡Que no me lo quedo!
— ¡Que sí se lo queda!
— ¡Que me lo quedo yo! — soltó el Amadeo que, desde que había llegado
la pareja, parecía un mudo.
Padre Eufrasio hizo una pregunta sin abrir la boca. Un torcimiento de ceja
y ya sabía el pastor qué es lo que se le estaba preguntando.
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— Pues que necesito un perro que pastoree las ovejas. Que la Lucre se me
ha muerto y yo no tengo dinero para comprar otra ni nadie me regala la
suya.
— Que no es un perro, es un niño.
— Pero se comporta como uno, ¿no? Venga, Padre, que yo le doy de
comer. que yo le enseño a ser persona, pero deje que trabaje para mí.
Era eso o enviarlo de vuelta a la muerte. El Amadeo era muchas cosas,
pero sobre todo un hombre de palabra. Si él decía que iba a cuidar bien al
niño era porque iba a hacerlo. Sopesó el cura su respuesta para al final
decirle:
— Venga. Pero cumples.
Y así fue como Facundo volvió sendero arriba a la casa del pastor, muy
cerquita de la alameda donde se había criado. Los siguientes años de su
vida se los pasó siendo a la par perro y a la vez humano. Por las mañanas
se ponía a cuatro patas y conducía a las ovejas al pasto para que comieran.
Por las tardes, cuando no se le requería para ese servicio, una mujer venía
a la casa del Amadeo y les daba clase a los dos. Facundo ya poco tenía que
envidiar al resto de adolescentes del pueblo. Era esbelto, listo y bípedo
como muchos de ellos, lo que pasa es que era feo. También tenía herencias
de la Lucre que por mucho correctivo que se le hiciera no lograba dejar
atrás y que, sobre todo, afloraban con los nervios. Estas eran, que se
supieran: ladrar y mear a cuatro patas.
Con dieciséis, el Amadeo llevaba ya unos pocos meses convertido en
hierba. Facundo había ascendido de perro a pastor y ya solo se dedicaba a
eso. Se le daba bastante bien. Tenía hasta a su propia Lucre que compró
por casi nada a un viajante que quería deshacerse de ella.
En el pueblo le querían casi todos. Casi, digo, porque todo aquel que
conociera a Sor Prudencia le había cogido tirria. Se ve que a los meses de
que volviera el niño, cumplió su promesa y se colgó de un álamo dejando
un vacío en muchos que la querían. Pero bueno, eran pocos los que le
culpaban al joven. Por lo general caía bien por ser un tío listo, dócil y fiel.
Sin embargo, su espíritu siempre fue el de marginado.
Se juntaba y era amigo de otra lacra ya no tan querida que vivía en Calhoa:
Zacarías, el tonto del pueblo. Quizá porque encontraron cada uno un
refugio en el que cubrir sus defectos. Que sí, que el Facundo sería muchas
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cosas buenas, pero el Hijo de perra (mote que le cayó con los años) era feo
como un demonio. Daban ganas de matarlo porque su rostro parecía
suplicar por ello. Zacarías en cambio era gilipollas. Muy gilipollas. Joder
qué gilipollas era. Pero bastante guapo. No se parecían en casi nada. Si
ambos coincidían en una cosa era en su virginal naturaleza.
— Todos con novia y nosotros aquí matando palomas, Zacarías. Algo
tenemos que hacer.
— Y ¿Qué le hacemos? Si ya hacemos cosas.
— Pues algo, yo qué sé. Que yo quiero una novia, no estar aquí contigo.
Pero no hacían nada, porque nada había que hacer más allá de aceptar lo
que les tocaba. A Zacarías se le ocurrían cosas, pero como era gilipollas
solían ser ideas de mierda. Así que mientras el resto de chavales se
juntaban entre ellos para la danza y el cortejo, el feo y el tonto bailaban al
son de los arrullos palomeros.
— Mira esa, mira esa. ¡Pásame una piedra!
— Una mierda te voy a pasar. Que eso no es una paloma, que es el padre
Eufrasio.
La verdad es que las pintas que llevaba el sacerdote eran curiosas, pero no
tanto como para confundirlo con un pájaro.
— ¿Qué le ha pasado en la pierna, Padre, que anda usted como raro?
— ¿Qué pierna, Zacarías? ¿No me estás viendo el muñón?
— No le haga caso, Padre, que le está tomando el pelo. — no lo estaba,
qué es lo peor de todo. — ¿Venía usted a algo?
— Pero, ¿Es qué no os acordáis?
Facundo intentó hacer memoria, pero nada. Zacarías por acordarse no se
había acordado ni de ponerse los calzoncillos e iba con la minga suelta, así
que cuánto menos de lo que hablaba el cura, fuese lo que fuese.
— Joder, mira qué os lo dije. Bajad ya echando hostias a la principal que
está a punto de caer el caudillo. Y tú, Zacarías, ¿eres hombre o eres vaca?
— Hombre, creo. — perplejo ante la pregunta.
— Pues a ver si me haces el favor y te guardas el rabo.
Tampoco se había puesto los pantalones esa mañana. Facundo estaba tan
acostumbrado que ya no le decía nada porque para qué, pero al Padre
Eufrasio no le hacían ni puta gracia estos libertinajes. De ser otra persona
y no Zacarías, ya le hubiera partido las costillas.
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— Venga. A tu casa a por ropa.
— Pero, ¿no viene usted con nosotros?
— ¿Tienes ganas de mear o cagar, Facundo? — dirigiéndose al otro.
— No muchas, la verdad.
— Pues tiramos todos.
Mientras iban ladera abajo, lentos de cojones por la cojera, Padre Eufrasio
les recordaba el por qué de la visita del caudillo.
— Y ya cuando termine de inaugurar el embalse desfilará por la calle
principal y grabará algunos recursos para un metraje. Por eso es muy
importante, Zacarías, que te vistas.
— Que sí, Padre, que paso por casa primero.
Se quedó conforme. El camino del cantorral al pueblo era bastante
cansino, por eso se hablaba tanto.
— Es muy fácil encontraros. Siempre estáis aquí en el cantorral los dos
solos. — respiró hondo, lo suficiente como para dejar sin aire al resto del
país. — ¿Cómo váis con las chicas?
Zacarías no estaba escuchando porque bastante tenía con caminar sin
tropezarse, pero el Facundo le vio rápido las costuras a la sotana.
— La tercera vez que lo pregunta, Padre. Que no somos maricas.
— No he insinuado eso. — sí lo había hecho. Eufrasio era un cura
moderno, pero no tenía buena relación con los maricas ni con los fruteros.
— Mal, Padre, vamos mal. Como siempre.
— Eso no significa tener una excusa para desviarse de la moral. ¿No
vendréis aquí para masturbaros?
— Y, ¿qué le hace pensar eso?
— Que Zacarías tenga la polla fuera.
— No es indicativo y lo sabe usted bien.
Y es verdad, no era indicativo. Es que Zacarías era así de imprevisible.
— Bueno, yo solo os digo lo que hay. Ya encontraréis a alguien.
— ¿Usted cree? — respondió Facundo con un pequeño halo de esperanza.
— Zacarías, deja las palomas.
Caminaron y caminaron hasta llegar a un callejón.
— ¿Está tu padre en casa? Voy yo y le pido los pantalones.
— Supongo, Padre.
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— A lo mejor ya está en la calle, que él si que es hombre lúcido por
mucho vino que se beba. Voy a buscarle. Os quedáis aquí en silencio y sin
masturbaros, ¿vale?
Asintieron. Había mucho rumor en las calles cercanas, pero ni Dios pasaba
por el callejón. Entre otras cosas porque olía a mierda siempre de los
borrachos que salían de La Gaviota. Cagaban ahí. El dueño no les dejaba
otro sitio. Pocos minutos pasaron hasta que volvió Eufrasio con un kilo de
ropas bien pinceladas.
— Ponéos esto, que hay que ir guapos. Vuestros padres ya están ahí, en el
aglutinamiento. Me seguís y os ponéis donde veais. A mi lado no, que
estará el alcalde. ¿Entendido, Zacarías?
— Pero, ¿Por qué solo me nombra a mí?
— Que si lo has entendido.
— Que sí.
— Y bueno, Facundo. No hace falta que os pongáis en primera fila
tampoco. Solo que os dejéis ver cuando pasen revista.
— A mí me gustaría estar cerca. — reprochó el muchacho.
— Ya. No hace falta. ¿Entendido?
Facundo no era Zacarías. Entendió las palabras del cura que, por muy
acostumbrado que estuviera a ellas, eran siempre de mal gusto. Le
siguieron y se quedaron atrás del tumulto, en un sitio en el que se veía
poco más que nada.
— Esto es una mierda.
— Facundo, le haces caso de más al cura. Vamos a ponernos delante, ¿no
ves el hueco?
— Que no, Zacarías, no seas cafre.
— Pero, ¿qué te piensas? ¿qué las cámaras dejan de grabar cuando ven a
un feo? Si ven que haces mal, ya te quitarán luego.
— Tus muertos me cago, Zacarías. Tus muertos y tus vivos. Mejor feo
que subnormal.
— Subnormal, ¿quién? — confirmando así las palabras de su amigo.
— Que sí, que te calles, que nos ponemos delante.
Entre “perdona” y “disculpe” se acoplaron a la primera fila, debajo de unas
banderillas que estaban colgadas de aquella manera. En mitad de la calle
había un tío que parecía un guardia civil pero que no lo era. Altivo, dando
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voces y órdenes a todos, como si el pueblo fuera suyo y la gente estuviera
obligada a hacerle caso.
— Y repito: según pase, le saludan.
Las cejas del Zacarías se doblaban hacia abajo. De haberle estado mirando,
Facundo hubiera visto en su amigo un claro síntoma de duda. Eso lo
heredó del Amadeo que a su vez lo hizo de la Lucre. Lo de leer a las
personas. Pero no estaba mirándole a él, sino devolviendo el ojo a otros
que lo observaban con asco.
— Estoy nervioso, Zacarías. Me están mirando todos.
— ¡Calla, que no oigo!
— No hay más. Según pase le saludan. — repetía el hombrecillo.
Zacarías recuperó el gesto. Luego alzó la mano hacia delante, porque de
hacerlo hacia arriba hubiera tirado las banderas.
— Pero, vamos a ver, me voy a cagar en tus muertos. ¿Eres retrasado?
— Soy Zacarías, señor.
— Zacarías, subnormal, ¿has oído algo de lo que he dicho?
— Sí, que cuando pasara el caudillo saludáramos, pero es que tengo una
pregunta, por eso he levantado la mano.
— Y, ¿qué pregunta tienes, chupa pollas?
— Pues verá, que no sé como se le saluda.
Hicieron con él lo que mejor sabían. Entre cinco o seis respondieron su
pregunta a hostias. Debieron de ver algo de ingenuidad en Zacarías,
porque le devolvieron al sitio y eso con Calisto, un par de filas a la
izquierda, no había pasado. A Calisto se lo llevaron. Cuando Zacarías
volvió a su lugar lo hizo con seis dientes menos.
— Si hay algún otro puto subnormal que no sepa saludar se hace
levantando vuestras sucias patas al grito de ¡Arriba España! Se entiende,
¿Verdad?
“Sí” gritaron todos. Menos Facundo, que sudando a chorros por los
nervios dijo “Guau”. Sonó una musiquilla, una especie de trompeta y,
después, algo en el centro de la calle se desplazaba rodeado de más verdes
como los que pegaron a Zacarías. Todo iba muy rápido. Pasaba el caudillo
y la gente le saludaba siguiendo las órdenes del abusón. Uno por uno,
como una ficha de dominó que activa a otra. Cuando llegó a la altura de
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los chicos, casi mecánicos, hicieron lo mismo cada uno a su manera:
levantar la pata.
— ¿Quién le ha meado la pierna al caudillo? — dijo uno de verde con una
violencia solo soñada en alguna noche de duermevela. No había costumbre
a eso en Calhoa y la gente se acojonó. — Qué quién le ha meado la pierna
al caudillo estoy preguntando.
Parecía que nadie iba a hablar, pero se ve que alguien lo hizo.
— ¡Ese de ahí! ¡El feo! ¡El que parece un garabato! Facundo Hijo de
Perra que mató a la Pruden. Ese, ese.
Le cogieron del pescuezo y le pusieron a cuatro sobre la arena, al lado del
caudillo.
— ¿Te gusta ser un perro? — cañón en boca. — Pues a morir como uno.
Y cuando ya parecía el fin de su miserable vida y estaba celebrándolo por
dentro, habló el caudillo.
— Se le ve dócil. Se le ve fiel. Tiene buenos dientes y con lo feo que es
seguro que también es célibe. Mejor, porque así no se distraen las
muchachas. Hacedle venir con nosotros, pero que sea arrastras. Le quiero
para la casa.
La bondad del caudillo fue aplaudida por todos. Es lo único que captaron
las cámaras aunque nunca llegara a usarse. El que más aplaudía era
Zacarías que, tropezándose su lengua con la ausencia de sus dientes,
pegaba unos berridos de cojones.
— ¡Bien hecho, caudillo! ¡Bien hecho! Ya verá que el Facundo es muy
cariñoso.
— A este si podéis volarle los sesos.
E hicieron lo mismo que con el otro. A cuatro y con el cañón casi que en el
esófago. Como seguía balbuceando se lo acabaron por sacar.
— ¿Qué coño estás diciendo? ¿Qué tanto hablas?
— Digo que no mentía, que me alegro por el caudillo porque Facundo es
muy cariñoso. Demuéstralo, Facundo, por tus muertos que me encañonan.
Y como por nervios ya había ladrado, como por nervios había meado la
pernera del caudillo, ya solo quedaba la tercera herencia de la Lucre. Una
herencia desconocida para Calhoa, pero no para Zacarías, pues era a lo que
se dedicaban en el cantorral con los arbustos después de la caza de
palomas. Una herencia tan grotesca que los del metraje cortaron la cámara
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de nuevo. Lo último que escuchó el Facundo antes de morir fue un tiro, el
de Zacarías, y a uno de los de verde gritar escandalizado: “Disparad ya.
Disparad ya, joder, que se le está follando la pierna”.
Le enterraron a los tres días boca abajo en el mismo álamo en el que
enterraron a la Lucre. Boca abajo para que nadie en el entierro tuviera que
verlo de frente. Ya era desagradable vivo, a saber como sería de muerto.
En Calhoa en su honor hay una estatua de bronce en la que sale la Lucre
dándole de mamar. Había otra, la del Facundo amarrado a la pierna del
caudillo. Esa la quitaron por lo de la memoria histórica. Putos socialistas.
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