Córdova, Jorge
Córdova, Jorge
Córdova, Jorge
RELATOS: El Oeste ahora (p.1), Un río tras las cortinas (p.7), El Máverick no era mi coche (p.10),
Nunca me gustó Acapulco como a ti (p.20), Uno de esos avisas de alerta (p.30), Al otro lado de
la avenida (p.38) y Polar (p.42).
Dos a.m. Estábamos de pie alrededor del fuego. Las llamas se elevaban por momentos clareándo-
nos los rostros. Veía a los otros a través del reflejo desenfocado de la lumbre. Dentro del círculo
nadie hablaba, parecíamos una difusión de la lluvia ligera y fría que nos caía encima. Al fondo de
la hondonada, la ciudad se dilataba en sus propias luces sobreimpresa a las llamas. El silencio era
tal, que era posible escuchar el sonido sibilante del transcurrir de los sucesos en la oscuridad: el
serpenteo de los pensamientos ocultos por una frágil barrera de tejido orgánico, cada variedad de
árboles reconocibles en el susurro de sus hojas, las patas, tenazas, alas y aguijones de todos los
insectos ocultos en la maleza, el crepitar de la vida en realización y el acecho de la muerte al inte-
rior de las células, todo eso estaba ahí, en la ausencia de palabras. Rojo alucinante, pasé saliva
temerosa de que ese acto sencillo me hiciera existir con la rudeza de los huesos y la carne y el
peso que te arrastra al suelo como una condición inalterable de quien he sido y seré. Lino, que
hasta entonces había estado muy tranquilo viendo sus manos enrojecidas al destello de la fogata,
parpadeó, y luego movió la mano derecha con extrañeza, un miembro autónomo que se deslizó al
interior de su chaqueta de piel y sacó una caja repleta de ampolletas, tomó una y se la clavó en la
yugular ¡fiiuu!, la vena bebió el líquido verdoso hambrienta de visiones lujosas, exóticas de los
días en que flotábamos protegidos por la inocencia. Luego pasó la caja. Rosty la sostuvo un ins-
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tante con las dos manos, temblaba, pero igual cogió una y arrancó el tapón con los dientes, por un
momento la aguja quedó al descubierto mientras el líquido condensado se columpiaba al interior
del vidrio. Apretó la mandíbula, se pinchó en el cuello. La rueda dejó de girar, el mundo se detu-
vo en medio de una sensibilidad consciente y quieta, el fuego intercambiaba ondas de calidez y
las diminutas gotas de agua caían sin quebrarse, siendo carne o tela o piso o toda cosa existente.
Bebimos, bebimos del Sol con popote y cabalgamos todas las mañanas del mundo, agosto, enlo-
quecidos jinetes deslizándose en los barandales entre la bruma del estío. Las mejores chicas sor-
biendo Coca cola. Estrellas de plastilina, apetito, bocas rojas engullendo salchichas, estrellas de
plastilina en el cielo, y nuestras manos derritiéndose en las escaleras. Carreras y carreras de un
lado a otro de la azotea, la azotea y los niños del nuevo sonido, del nuevo vino, del grito y el vue-
lo, pequeños delincuentes del rock and roll, extraños pájaros de perfiles de noche y silencio, los
chicos de la fluorescencia venosa. El verano en el viento, el Sol de estío con antifaz de agua, los
chicos decidieron clavar sus popotes en el Sol y chupar las partes oscuras primero y luego la luz
blanca del contorno. Ahí estaba Rosty bebe que bebe, columnas de color naranja y amarillo de
sabor a sueño fresco y Lino hundiendo la cara en los viejos días en la azotea, la tina llena de
agua, los calzoncitos bordados con nubes tendidos en hileras, lindas panzas, niños alegres, dientes
grandes, verdaderos jinetes de la escalera. El caso es que: ampollas verdes para todos, reflejos
marinos zigzagueando en el cristal, certezas, oleadas de cámara lenta, concentración. La primera
vez y el bull nos tomó como hijos y nosotros nos rendimos a él.
Mi madre me llamó Lino y lo más seguro es que eso no signifique nada. Una mañana después de
andar mucho, reconozco que mis venas se exponen al sol. Me he tornado pálido con una tonali-
dad algo verdosa. Noto también que hay un nuevo río púrpura que desciende por la ladera y des-
emboca en la laguna con un sonido asfixiado. La laguna es un espejo en su superficie calma que
no refleja el mundo al revés, sino las entrañas de la oscuridad que me aloja. Estoy ahí cuando el
bosque entero inicia su transformación hasta convertirse en un inmenso yermo dormido ausente
terrible tránsito de kilómetros y kilómetros de aflicción, y entonces, hallo a un forastero atisbando
por la ventana, ¿cuál ventana? Después, alguien me devuelve todas esas cosas viejas de los días,
de los meses, pero yo soy irremediablemente otra persona, y al pensar en ello, no encuentro ma -
nera de comprender algo así, pues ni siquiera imagino lo que puede significar ser uno mismo.
¿Existe algo semejante a “ser uno mismo”? ¿Un algo autentico y compacto que se distingue de
todo lo demás? Así que continúo haciéndome transparente hasta la desaparición. Es en esas con-
diciones, que me recomiendan pasar los días viendo viejas películas en blanco y negro y masticar
grageas alimenticias, películas y pastillas, patinar sobre superficies acarameladas, indiferente
confort que oriente mi búsqueda hacia los vestidos cortos, muy cortos, lindas compañías que me
permitan meter mano y morderles los labios de vez en cuando sin hacérselos sangrar. Pero no
mejoro, me hundo en un charco de apariencia funesta y dejo de celebrar las bromas de mis bue -
nos amigos, en cambio los obligo a valorar las virtudes ocultas en el acto simple de lavar los tras-
tes, porque, aunque los amo profundamente, no soy amoroso ni precioso ni de fiar como ellos
dicen, no soy siquiera un tipo duro. Esta confusión no es el resultado de un engaño, sencillamente
me creen de ese modo, y aunque es desconcertante pues me parece obvio que sólo me escondo,
su insistencia en definirme así, llega a hacerme dudar sobre mi propia condición de bufón o poe-
ta, no soy yo quien miente, o tal vez un poco. De manera que al sentarme a contemplar la televi -
sión no puedo entender nada, pues nada hay dentro de mí, la tele y yo permanecemos impasibles
frente a frente. Caballos salvajes corren al Norte, remueven la arena donde espera mi memoria
negada y abren rutas en la piel del misterio. No me interesa el respeto, ni el miedo que anida en
mis huesos, pero sí el vigor que me impulsa a correr entre ellos, piel con piel, nervios y músculos,
la sofocación ardiente de la libertad en la llanura para seguir la historia que desee. Sin importar
cuan veraz pueda ser, siempre tengo la sensación de que un pequeño mentiroso respira por mi
nariz y un falso guerrero cabalga en las llanuras violeta. ¡Qué rabia, qué rabia dulce corazoncito!
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Por mis mentiras, por mis pedazos, por el puto dolor hacinado en mi cuerpo. ¿Qué definición te
gustaría oír? Nada de miradas amables, ni de pendejadas sofisticadas del conocimiento, es mejor
que callemos y veamos, veamos afinados y drogados inmaculados, tensos como la cuerda de un
arco. He aquí una verdad simple abandonada al azar: “contenido en todo lo que hago está el vacío
que siento por ti”. Nena, este es mi viaje, es mi vibración, una carretera infinita llena de palmeras,
un mar violentado con la potencia de mi máquina de vuelo, y otras cosas fantásticas, todo, cosa
aparte de la quemadura fría y la insistente representación de la pasión en el vitral de una catedral
construida en algún compartimento de mi oscuridad.
Cuando Lino encontró la bolsa pensó en los pedazos ennegrecidos de un cuerpo. Una bolsa de
plástico para la basura abandonada en la profusión de sauces y eucaliptos de la ciénaga, siempre
estimula la imaginación. Habíamos bebido y correteábamos por la feria y no perdíamos oportuni -
dad de subirnos a todos los juegos, aunque fueran tan tontos como “la noria del amor”. Estrella y
Rosty se subieron juntos y yo obligué a Lino a ir conmigo. Dimos una tanda de giros, sube y baja,
las cuatrocientas biznagas meridionales, el camino ambarino que conduce a la ciénaga, el tigre de
la noche, mis ojos en la contemplación hambrienta de todas estas hermosas cosas ilusorias res-
guardadas en el viento. ¿Qué de todo ello nos hacía reales? Quedamos balanceándonos a medio
metro del piso, y en la siguiente cesta apenas arriba de nosotros, los chicos le pedían a gritos al
operador que continuara.
―¿Damos más vueltas?
―¿Y la gente? ―dije sin que me importara en realidad.
―¡Qué se pudran!, además no hay nadie haciendo fila.
Y así volvimos a empezar y cada vez que alcanzábamos la cima, deseábamos lo mismo, y esto
era quedar ahí, suspendidos hasta el verano siguiente, cuando la lluvia empapara y los relámpa-
gos latiguearan al lado nuestro iluminándonos la cara. Entonces Lino los vio adentrándose en la
espesura.
―¡Ey, mira allá! ―la ruleta comenzó a bajar aproximándome a la imagen de dos tipos que su-
bían la loma entre el camino iluminado y el enrejado que rodeaba la ciénaga. Uno de los hombres
cargaba la bolsa y unos pasos antes de perderse entre los troncos y la exuberancia de las bóvedas
sombrías, la noria volvió atrás antes de subir de nuevo.
Nos vamos al Oxxo hundidos en las chaquetas, recorrimos las calles entre los ecos del pensa -
miento, la quemadura fría, las horas perdidas. Esperamos en la esquina y pateamos la banqueta
para calentarnos un poco.
―De pronto, al mirar el cielo cerrado, siento que debo decirte algo –me dijo Lino aparte. Levanté
la cara y vi el cielo noche encima de nosotros que albergaba una idea, la idea de que en verdad
existíamos. Entonces, de pronto, sentí que debía decir algo, pero no tenía idea de que pudiera ser
eso.
―¿Y si no hubiera nada que decir?
―Sí, existe esa posibilidad. Acércate.
Di un paso, tomó mi cara entre sus manos, se aproximó con los ojos cerrados, me acarició con su
nariz, olfateó delicadamente y luego dejó su barbilla sobre mi hombro para unir su cara a la mía.
Nos quedamos en esa forma por mucho tiempo y al final sólo murmuró: “María”.
Estrella y yo nos adelantamos para explorar la zona. Entramos al Oxxo y de inmediato, la luz
blanca me provocó un vago malestar, algo físico, o más bien que se expresaba físicamente. Pude
ver lo que ocultaba la exagerada luz y los coloridos empaques de todas esas mercaderías organi -
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zadas en los anaqueles de exhibición. Al estar frente a esos pasillos repletos de cosas, perdí la
conexión con los acontecimientos, las memorias, las historias que me habían traído hasta ahí, me
sentí profundamente sola, entonces, tan importante como respirar, tuve la necesidad de ver mis
manos como un alivio al escalofriante vacío de este mundo. Las levanté y las vi con ternura, pero
no me sentí mejor, así que me precipité sobre la máquina de café y con todo mi odio la hice volar
para impactarla contra un anaquel de galletas. Decenas de empaques de todas clases cayeron a
mis pies y ya no pude detenerme. Corrí por el último pasillo hasta el frigorífico de bebidas y me
lancé contra las puertas de cristal, las atravesé con un crujido estrepitoso y rompí los entrepaños
repletos de refrescos. Caí al suelo del otro lado en medio de una habitación casi a oscuras. Noté
que sangraba, pero como aún no terminaba, me levanté y volví a la tienda a través del refrigera -
dor. Al mismo tiempo que los chicos entraron con sus armas en las manos, alguien se arrojó sobre
mí y por un momento perdí contacto con el piso, no me di cuenta que volaba hasta que me estre-
llé con la vitrina de los hot dogs. Estaba aturdida, pero no quería que nada quedara en pie, tenía
mucha energía, entonces sentí el peso y la fuerza de alguien que trataba de inmovilizarme, un
empleado estaba sobre mí sujetándome de las muñecas. Gritos y lloriqueos. El ambiente quemado
por la luz, el piso mojado y pringoso, la presencia volcánica de mi naturaleza ominosa, “de nin-
gún modo soy lo que siempre quise ser”. El chico se derrumbó de pronto con tal abandono que
creí que estaba muerto, tras él, vi a Lino desde el piso, se erguía como un edificio hacia la luz
blanca, con su pistola sujeta por el cañón. Tal vez en ese punto las cosas cambiaron para mí: sentí
miedo.
Mary ha sido una chica extraña desde que éramos niños. Lo constatan cientos de historias: en el
aparador sobresalía un pastel de zarzamoras con las orillas ondeantes apenas doradas. La superfi-
cie blanca del centro estaba cubierta por un montículo de zarzamoras púrpuras recién cogidas. Un
par de chiquillos ensuciaban el vidrio con su aliento dulzón y sus manitas enlodadas. Al lado de
ellos un tipo miraba el pastel con el mismo anhelo que los niños. Tras ellos el viento tiraba de los
árboles y levantaba secciones completas de diarios atrasados y enfriaba el cuello y los huesos.
Los chicos echaron a correr al interior de un torbellino de ropa vieja, de ampollas usadas, de co-
mida podrida, de podridas calles encharcadas. El hombre los siguió con la vista mientras reían y
jugaban en dirección del callejón. Estiró el cuello de su chaqueta, hundió las manos en los bolsi -
llos y se largó de allí calle abajo. Una esfera roja salió rodando de un zaguán, se iba de las manos
de una pelirroja menudita. El tipo atajó la esfera con el pie, la levantó y luego la limpió en su
pantalón.
―Hermosa pelota tienes, ¿eh? ―dijo alcanzándosela a la niña.
María se acercó con recelo, se la arrancó de la mano y se volvió al zaguán y antes de desaparecer
se volteó girando en un pie.
―No es una pelota, estúpido, es una bomba.
Los vaqueros recibimos una visita después de un par de semanas de hacernos con la bolsa. Pablo
y El iguana eran dos viejos amigos de Lino desde los tiempos de la escuela, hablaban poco y todo
lo hacían juntos. Fueron directo a la cocina y se sentaron a la mesa en silencio dispuestos a la
espera. Como tuve ganas de fumar abrí la ventana y al instante el viento se coló y agitó la cortina
de cuencas plásticas multicolores que pendía del marco de la puerta. Al mismo tiempo, la luz
amarillenta al centro del techo empezó a titilar como una llama, entonces El iguana alzó la vista y
dijo:
―No puedo hacer nada más, todo está ahí.
Pablo volteó la cara hacia él, lo miró impasible desde la silla el tiempo suficiente para que me
diera cuenta que ambos expelían un sutil concentrado verdoso fluorescente que contrastaba con
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las paredes rojas y la tenue luz cochambrosa. Era más una sensación que emanaba de sus presen -
cias y los hacía parecer veleidosos, descompuestos de alguna manera. Apagué el cigarrillo y lo
arrojé a la calle. Me escuché suspirar y me llevé las manos a la cara, sudaba. Pablo se puso en
pie, buscó en las bolsas de su saco sus propios cigarros, tomó dos con la boca directamente del
paquete, luego se quitó el saco y lo dobló por en medio para dejarlo con cuidado, como si de ver-
dad importara, sobre la silla.
―No construimos nada ―dijo poniendo uno de los cigarrillos en los labios de “El iguana”, des-
pués los encendió―, si hay alguna salida, no la conozco, no sé qué más decir.
En ese momento Lino entró llevando la bolsa.
―¿Qué nos tienes?
―Tengo una automática del cuarentaicinco y esto ―dijo Lino al tiempo que metía una mano en
aquella bolsa y sacaba una caja de bulls. La dejó sobre la mesa. Era una caja de madera de tapa
corrediza apenas más grande que un estuche de dominó. Durante un tiempo nadie hizo nada, la
caja quedó en el centro de la mesa emitiendo el mismo extracto que cercaba la cocina, ambiguo,
enervante, pernicioso. Al final Pablo deslizó el panel y unas diez ampollas de cinco miligramos
brillaron en su verdor.
―La pistola tardará un poco, en cuanto a esto… bueno, no habrá ningún problema, puedo pagar -
te dos cajas ahora mismo, tan pronto las coloque vengo por más.
―No hay problema.
A los pocos días volvieron por otras dos y ellos mismos ofrecieron pagar un precio más alto que
la vez anterior.
―Volveremos por más.
―No lo sé, creo que estas son para nosotros.
―¡Ah!, ¿se pinchan?
―De vez en cuando.
―Mala cosa amigo ―dijo Pablo antes de salir con sus dos cajas bajo el brazo.
Los yonquis no son seres que sepan guardar secretos, no son confiables para nada, tiemblan y
hablan con muy poca presión, son en cambio los mejores informantes de la peste, el frío los hace
así, algo de calor en ampollas y se vuelven parlanchines y traidores, no es posible hacer negocio
con ellos.
El sueño de Twin Peaks
ha vuelto. Está oscureciendo, mmhh. Veo desde lo alto con los ojos de un pájaro, las copas cerra-
das de los árboles que emergen de entre la niebla que desciende de la montaña, el río que aparece
repentinamente para volverse a perder en la exuberancia del bosque profundo, el aserradero dan-
do el último giro dentado antes del anochecer. Estoy en medio de los árboles y al mismo tiempo
soy los troncos enraizados antes del tiempo. Y entonces se ilumina como fuegos artificiales que
incendian el cielo en una noche de fiesta, la palabra fluye tranquila por mi boca y las lágrimas
rezuman como agua subterránea que trasmina. Toda medida de mi vida se vuelve inadecuada,
inútil y mi mente se detiene dejando espacio para el silencio que expone la futilidad de mis inten-
tos y aspiraciones, nada existe fuera del bull, todo le pertenece y a la vez no es de nadie, lo caren-
te sólo es una fijeza de la imagen y mi imagen no es nada frente al bull que lo es todo. Todo re-
torna a la fuente, más tarde o más temprano, pero sin equivocación. Así que, no hay nada que
hacer, te rindes al camino y abandonas la frustración de la guerra con la naturaleza. Todo está
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bien, todo es como debe ser. Sólo está él, todo y nada, intuición y certeza, principio y final. El
bull es mientras flota en el silencio abrazador, como flor de loto se abre suspendido en una exha -
lación profunda, mar de la conciencia, conciencia de su propio cuerpo en meditación bajo el pun -
to inmóvil, que es un árbol, el cielo, el mar, una expectativa y un sentimiento, un hueco, al mismo
tiempo una señal, una extremidad en movimiento. Lentamente sumerjo la punta de los dedos de
la mano derecha en la nada que contiene todo en quieta reserva, y toco, y al tocar, experimento un
estremecimiento en la piel, que es la piel del misterio expansivo en las fluctuaciones de la oscuri-
dad circundante, vacío que es mi propio pensamiento contraído en la molécula original. “¿Qué es
esto?”, “no lo sé”. Y así, por un minuto que en realidad es noche eterna, guardo silencio y perci-
bo: una vibración constante en el hallazgo, “¿qué es esto?” “soledad” y después, “sólo palabra
por palabra”. Abro los ojos y todo se ilumina dentro y fuera, contenido y estable, disperso y exci -
table, la intuición se vuelve certeza y tiene la más grande inspiración: “Que se haga entonces la
palabra que nombra todo, para que lo que yace en reserva dentro de mí, exista fuera de mí, enton-
ces despierto, e inmediatamente, comienzo a construir.
Los vaqueros recibimos una segunda visita después de semanas de hacernos con la bolsa, por
supuesto, esta vez no se trataba de Pablo y “El iguana”. Llaman a la puerta y al abrir supe que el
asunto estaba muy mal. Cuatro sujetos maquillados, clowns sicóticos del espectáculo subterráneo
de la sangre y la inmolación, cínicos matones de la banda “Sin Nombre”. Corrieron tras de mí
haciendo disparos fallidos mientras yo buscaba mi automática en la cintura. Al llegar al descanso,
Lino me esperaba ya con su escopeta de doble cañón, me tiré al piso y la ráfaga expansiva de luz
produjo un estruendo metálico que permaneció en el pasillo varios segundos hasta que fue ahoga-
do por los gritos doloridos que subían por la oscuridad de las escaleras. “Quiero ver mi alma pura
ascendiendo más allá del cielo”, aullidos de salvajes lunáticos quemados en sangre al pie de la
escalera. Se escucharon tres disparos más y los gritos cesaron. Ecos, ecos que demostraban la
existencia de las tinieblas. Como millones de ciempiés arrastrándose por las paredes, las emocio-
nes subieron por entre las piernas, un instante de progresiva conciencia. Saqué mi arma y esperé
tirada contra la pared tratando de convertirme en inmortal, respirando a través de la piel para no
hacer ruido. Silencio, largas tardes en que miraba la luna llena al fondo de mi barrio mientras mis
ilusiones flotaban sobre mi cabeza como nubes. No lo pensé, apenas noté un reflejo pálido que
asomaba de entre las sombras, me levanté súbitamente con los dientes apretados y metí el cañón
en la boca del estómago del matón hijo de puta y vacié mi pistola. Ocho tiros a quemarropa, el
olor cobrizo de la sangre y la pólvora y la muerte no tardan en elevarse hasta el techo.
―¿Estás bien? ―dijo Lino tras de mí.
―No, ¿cómo podría estar bien? ―y solté el cuerpo vacío, éste cayó dando golpes en cada esca-
lón hasta quedar inmóvil contra la entrada.
Los chicos salieron de sus escondites igual que niños jugando con sus armas listas a desbordarse.
Atónitos miramos la obra que habíamos realizado, carne y sangre y siglos de asesinato. Lino bus -
có las ampollas y antes de conseguirnos una nueva vida, nos pinchamos. Lento oscuro, lento dis-
tante. El hundimiento inexorable de lo humano. Vi desde la lejanía con los ojos de los minerales
ateridos a la tierra que nos dio aliento, las formas jaspeadas de los intentos humanos, la distorsión
de nuestra imagen y nuestros actos, “lo familiar es en realidad el desplazamiento de la verdad, y
la verdad es evanescente”. Lino se levantó y comenzó a caminar por la habitación mientras hacía
planes. Toda clase de visiones del futuro, múltiples combinaciones para escapar y salvarnos, cla-
ro, de ningún modo yo era lo que siempre había deseado ser, pero al parecer él sí, así que Lino
podía hacer eso. “Nada construimos, nada”, le decía a la distancia, pero era un grito silencioso
que se esfumaba en los pasadizos laberinticos de mi perplejidad. No pude hacer más, todo estaba
ahí, en la arquitectura monumental que nunca construiríamos.
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UN RÍO TRAS LAS CORTINAS (en supl. Confabulario de EL UNIVERSAL,
CD México, 12/01/2019)
[En la luminosidad de un cuarto de hotel, una pareja comienza su día con unos tragos
y confidencias venéreas, a las que el hijo sumará su propio catálogo de infamias]
Una mosca volaba alrededor de la lámpara. Se detenía, frotaba sus patas, caminaba de cabeza
sobre la bola de vidrio y de pronto volaba de nuevo. Pedro estaba tirado en la alfombra a un lado
de la cama, tenía una toalla del hotel atada al cuello a modo de capa y sólo traía calzones. Miraba
a la mosca revolotear por el techo. Las cortinas estaban corridas y aunque hacía varias horas que
había amanecido, la habitación guardaba la misma oscuridad de la noche anterior. Entre sus pen-
samientos, pantanos traicioneros, ruinas perdidas en la selva, persecuciones en moto, peleas a
mano limpia, se colaba por lo bajo, el rechinar del colchón y el sonido de una corriente. Ninguno
lo distraía, podía mantener la sensación clara de la hierba alta, húmeda al rozar su piel, el lodo
donde se hundían sus pies, la visión del resplandor rojizo trepando entre las montañas; sin embar-
go, había algo intenso que por momentos lo devolvía a la habitación del hotel, el olor. Llenaba el
cuarto, agrio, salado, denso, parecido al que emanaba de los pliegues de su propia carne, el sudor
del cuello, el interior de su calzoncillo. Lanzó las piernas hacia atrás de la cabeza y rodó sobre la
espalda para ponerse de pie, la toalla le cubrió la cara. En la oscuridad escuchó el rechinido, las
voces asfixiadas, entrecortadas, más parecidas a una exhalación. Se alejó del ruido a tientas. Miró
sus pies, avanzó en el azul blando del cielo, las nubes se deshilachaban a su paso, sintió ganas de
correr, sus manos se encontraron con un obstáculo. Se detuvo, echó la toalla hacia atrás, estaba
frente a la puerta. Encima de su cabeza había una mirilla. Se paró de puntillas, pegó el ojo iz-
quierdo y cerró el otro. El tapiz en las paredes siempre le recordaba el entramado de los billetes
de diez pesos que en ocasiones encontraba en las gabardinas de su madre. Una mucama bajó del
ascensor y arrastró un carrito metálico por el pasillo alfombrado, se hizo enorme, su torso y su
cabeza ocuparon toda la esfera. Se paró frente a la puerta, se inclinó y con la cadera golpeó el
carrito. La escuchó decir: “qué chingar”. Después, ella apareció de nuevo con las botellas vacías
de brandy y refresco que él mismo había sacado por la mañana temprano, la mujer las acomodó
sobre el carro y se alejó empujándolo por el pasillo. Las puertas del ascensor se abrieron de nue-
vo. Un triángulo de luz salpicó la alfombra y las piernas de la mucama al pasar. Nadie bajó, las
puertas cerraron con un sonido de maquinaria pesada y la mujer desapareció lánguidamente al
fondo del oscuro corredor. El mundo estaba contenido en una gota de agua, una esfera. Contem-
pló ese mundo inmóvil, los muchos hoteles que había visto dentro de una bola de cristal. Apartó
el rostro y caminó de regreso. El ruido, las voces, se detuvo frente a la cama. La sábana grasienta
se sacudía, el olor se elevaba como niebla, se expandía, picaba. Una pierna se escapó de la sába -
na, una espalda, una mano con las uñas pintadas de rojo. Pedro encogió los dedos de los pies,
rasguñó la alfombra. Las voces se ahogaron. La sábana se quedó quieta. El niño fue a la ventana,
se metió tras las gruesas cortinas. La luz lo cegó y penetró en la habitación.
—Corre esas cortinas, por Dios! —dijo una voz de mujer.
El niño entrecerró los ojos, del otro lado del cristal la corriente seguía su marcha, se oía.
—¿Pedro? —dijo la voz—, ¡¿Pedro?!
Pedro no contestó. Pegó su mejilla al vidrio y exhaló una “a” silenciosa. El vaho se expandió y
desapareció de la superficie pulida.
—¿Estás ahí? —la mujer insistió.
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—Tal vez está en el baño —dijo el hombre.
Pedro escuchó el rechinido de la cama y unos pasos sordos que se alejaban. Una puerta se abrió.
—No, no está aquí.
—No tiene mucho a dónde ir. ¿No movió las cortinas hace un momento?
—Sí, es cierto.
Los pasos se acercaron.
—¡Ah!, ¡aquí estás! —dijo la mujer abriendo la cortina—, ven aquí.
Pedro se dio la vuelta y se dejó tomar por los hombros.
—¿A dónde podía ir? —dijo el hombre.
—Al río —dijo Pedro.
—¡Claro!, cómo no pensé en eso ―contestó el hombre—. Podríamos desayunar aquí.
—Por qué no? —contestó la mujer—. Sal a buscar algo, lo que sea, tengo mucha hambre y el
niño no ha comido nada. Que vaya contigo.
—No, que se quede —el hombre saltó de la cama, estaba desnudo—, será más rápido así.
Pedro se desanudó la toalla y fue hasta una silla donde estaba su ropa doblada. El hombre se ha-
bía puesto los pantalones y se abotonaba la camisa.
—No, hijo, cuida a tu mamá mientras vuelvo.
El niño acompañó al hombre a la puerta. Permaneció ahí mientras éste avanzaba por el pasillo,
escuchó el roce de los zapatos en la alfombra. El hombre se detuvo frente al elevador, presionó el
botón, volteó a mirarlo y le sonrió. El ascensor chorreó de luz el corredor. El hombre entró, las
puertas cerraron tras él. La luz roja del letrero de no fumar parpadeó y se apagó. Pedro atrancó la
puerta y volvió con la mujer.
—Ven. Acuéstate a mi lado —dijo la mujer.
Ella estaba desnuda bajo la sábana, fumaba. El niño se acostó sobre la ropa de cama. Hubo un
silencio. El olor seguía ahí, más tenue, pero seguía ahí. Ella dio una chupada al cigarro, un punto
rojo se inflamó en la penumbra. La mujer dejó la mano suspendida con el cigarro y sacó el humo
—por la nariz y la boca—, que se alzó hacia el techo. La mosca revoloteaba al derredor de la
lámpara.
—Lo que más me gusta de fumar es el humo. Se enreda para trepar y luego desaparece —volvió
a fumar—, parece que tuviera vida.
Se quedaron quietos, observaron las formas en el aire.
—Es como si alguien muriera —dijo Pedro.
—¿Como si alguien muriera?
—No sé.
La ceniza se desprendió del cigarro, se desmoronó en la sábana. Ella la sacudió.
—¿Quieres contarme qué pasó exactamente?
—Ya les dije todo.
—Quiero escucharlo otra vez ahora que estamos solos.
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El niño cruzó los brazos y apretó los labios.
—Por favor —dijo la mujer.
—La maestra también me lo pidió “por favor”.
La mujer le dio dos chupadas a la colilla, la aplastó en el cenicero del buró.
—Es diferente. Yo soy tu mamá.
—Ella quería que se lo contara como una película.
—¿Por qué quería saber?
—Por el olor.
La mujer se sentó en la cama, cruzó los brazos para sostener la sábana.
—¿Qué olor?
—Todo es culpa del olor… no sé por qué le hablé de esto —Pedro se incorporó—. Perdóname.
—Está bien, hijo. La maestra te obligó, ¿qué le dijiste?
—No sé, todo. Ella me dijo: “cuéntame como si me contaras una película”.
La mujer prendió otro cigarro, exhaló, vio desfigurarse el humo. Se tomó su tiempo. Con el ciga-
rro humeando entre ellos dijo:
—Está bien, mi niño. Ahora cuéntame la película a mí.
El niño desvió la mirada a las cortinas, se quedó quieto, el sonido del río.
—Le hablé de los pasillos alfombrados —dijo muy quedo—, de los elevadores vacíos, de las
moscas que me acompañan por horas mientras ustedes desaparecen bajo la sábana. Le conté del
río tras las cortinas. Le dije que era posible que el mundo cupiera en una gota de agua —Pedro se
levantó de la cama, caminó en círculos mientras hablaba—, que el olor sale de ustedes, son uste-
des, que al cerrar los ojos veo tu pierna, la pierna de mi papá —alzó la voz—, que el olor me aho-
ga, que cuando se meten a bañar me froto en su sábana y la huelo, la huelo hasta que me arde
dentro de la nariz, que…
Pedro se detuvo, estaba de espaldas a la mujer. Ella lo miraba a través del humo, tenía los ojos
enrojecidos.
El niño se acercó a la mujer, recostó la cabeza en sus piernas, cerró los ojos. Ella le alborotó el
cabello con los dedos.
—Después del recreo fuimos a la dirección otros chicos y yo —dijo Pedro.
—¿Eso fue antes? —la mujer se limpió la cara con el antebrazo.
—Nos mandó la maestra a recoger unos mapas. Había un niño en retención. Era más chico que
nosotros. Me asomé a preguntarle por qué lo habían castigado. Estaba sudoroso, le chorreaba
mugre por la cara, apestaba —Pedro tembló—. Eso es, eso fue lo que pasó —El niño se dio vuel -
ta, quedaron de frente—. Mamá… ella dijo que yo era un enfermo.
La mujer lo tomó de la cabeza y lo acercó a su regazo. Él respiró. Se escucharon pisadas en la
alfombra frente a la puerta, unas llaves, el hombre entró a la habitación. Se acercó hablando fuer-
te. Llevaba una bolsa en la mano derecha. La puso en una mesita de centro y sacó una charola
envuelta en papel aluminio y una botella de Presidente.
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—No había mucho para comer, pero encontré esto —dijo el hombre con la botella entre las ma-
nos mostrando la etiqueta. La dejó en la mesita.
Ella se puso de pie, buscó desnuda su ropa interior en el piso, dos pequeñas prendas negras, se las
puso y fue al baño. Pedro se quedó en la cama boca arriba, cerró los ojos, el olor persistía. Puso
las manos sobre el vientre. Escuchó que su madre volvía del baño y por lo bajo, el río.
—La maestra lo llamó enfermo —dijo la mujer mientras desenvolvía los vasos del hotel.
—Bueno, fue ella quien lo obligó “a contarle como si fuera una película” las cosas que hacen sus
papás —el hombre abrió la botella y sirvió hasta la mitad de los vasos—. Para mí ella parece más
enferma —tomó uno y le pasó el otro a la mujer.
—¿Qué te dijeron que sucedió? —ella bebió un trago largo, carraspeó.
—Lo que te dije. Convenció a dos chicos para que lo ayudaran a sentar a otro más pequeño en
sus piernas, lo retuvo ahí y el chico lloró, eso fue todo —bebió.
Pedro se puso de pie, fue a la ventana, corrió la cortina de golpe. La habitación se incendió con la
luz del día. Los sorprendió con sus bebidas en las manos. Un segundo después la claridad se dilu-
yó. Los tres quedaron inmóviles en sus sitios, miraban hacia la ventana. A la distancia sólo había
autos que iban de un lugar a otro.
Hoy murió mi padre. Recibo la llamada al amanecer. Una llamada que espero hace veinte años.
Mi hermana, media hermana en realidad, dice con voz tranquila al otro lado del teléfono: “ya
murió mi papá”. Por un momento no digo nada. Dos días antes lo visité en su casa. Cuando mi
padre se deterioró, ella se lo llevó consigo para cuidarlo, no podía estar solo por más tiempo. Le
acondicionó la habitación de su hijo mayor que ya no vivía ahí. Mi padre dormitaba en una cama
que para entonces le quedaba inmensa. Quieto, enjuto, con un murmullo de voz cuando hablaba.
Me senté al lado de la cama y observé su rostro, su respiración fina que apenas empujaba el pe-
cho, sus manos. Unas manos que siempre me parecieron grandes para el resto del cuerpo, blancas
con pecas, cuadradas. Eso recuerdo en silencio con el teléfono pegado a la oreja. Mi hermana
suspira y dice que esa noche mi padre estuvo inquieto. Él no quería que lo dejara solo. Le tomó la
mano y le dijo: “no me dejes, güey”, ella le contestó que no lo haría y con la mano de mi padre en
la suya se recostó a su lado. Esperó a que se durmiera, retiró su mano y se fue a dormir a la recá -
mara de invitados, quería estar sola. Dos mujeres rompen la bruma al caminar hacia ella que yace
con los ojos abiertos, tensos. Se detienen al pie de la cama. Ella las mira, sabe quiénes son: mi
abuela Aurora y mi tía Carmela. “Lo venimos a acompañar”, dice mi abuela. “Ya nos tenemos
que ir”, dice mi tía. Después se hunden en la oscuridad. Mi hermana despertó y fue a ver a mi
padre. Lo encontró iluminado por el azul amanecer que se metía por la persiana entreabierta, te-
nía los ojos cerrados, apacible, pero ya no respiraba.
Voy para allá, digo, y cuelgo.
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Llego a casa de mi hermana. Me paro delante de la puerta, pero no toco. Después de un rato sue -
na el timbre del interfono, me han visto por la cámara. Ella me recibe y me conduce a la sala, nos
sentamos frente a frente separados por una mesita de cristal. Se acomoda un mechón de cabello
rubio tras la oreja mientras baja la mirada al reflejo de sí en la mesa.
¿Quieres tomar algo?, ¿tienes hambre?, dice.
Niego con la cabeza. La forma en que se acomoda el cabello me recuerda a alguien. Me parece
que responder sólo con un movimiento no es apropiado y digo: “no te preocupes, gracias”. Incli-
nada hacia mí, con las manos entrelazadas sobre las piernas, mi hermana me dice que ya vino la
funeraria por él. Asiento y digo que no pude llegar antes.
Karla Acedo llegó a vivir en la casa al final de la calle. Por un tiempo, nos veía jugar por la ven -
tana hasta que un día se integró. No recuerdo cómo fue eso, tal vez jugábamos beis de banqueta
frente a su casa, salió, se sentó a vernos jugar y alguien la invitó a unirse, o un día, cuando llegué
a la esquina ella ya estaba ahí. En cambio, tengo el recuerdo claro del primer día que fue a la es -
cuela. Llegamos al salón después de la ceremonia de los lunes. Era la locura, los niños lanzaban
las mochilas a sus pupitres desde la puerta, bromas, gritos desbordados, en eso estábamos cuando
la maestra Lupita y el director aparecieron del otro lado de los vidrios polarizados, con ellos ve -
nía una niña sin uniforme. Todos corrimos a nuestro lugar y nos sentamos muy callados. Entra-
ron, nos pusimos de pie y saludamos al unísono con aquella entonación cantadita: “buenos días,
maestra Lupita, buenos días, señor director”, mientras ellos llegaban a la pizarra. El director nos
pidió que tomáramos asiento, y después de un breve silencio, dijo que se iba a incorporar a la
escuela una nueva compañera que venía de Sonora, que esperaba que la tratáramos como era de-
bido, le dio la bienvenida a la chica y se dirigió a la puerta. Todos volvimos a ponernos de pie y
fue la maestra la que nos hizo sentar. “Ella es Karla, va a ser su compañera este ciclo, como ya
oyeron al señor director, trátenla con respeto, ¿te quieres presentar tú misma?”. Me gustó desde el
principio. Era una chica menudita de facciones finas que nos miraba desde el frente del salón sin
pena alguna, y al hablar con ese acento del norte, que me gustaba, sonreía y se le hacían hoyuelos
y luego, cuando algunas niñas le hicieron preguntas, enarcaba las cejas y ladeaba la cabeza para
prestar atención. Yo la miraba, su cuello blanco, la cabeza redonda con el cabello apretado en una
cola que caía lacia, pesada, rubia con tonalidades. Me alegraba, entonces se quitó un mechón de
la frente y se lo acomodó tras la oreja. Algo brillante, dorado, se movió en mi estómago. Era ahí,
en la panza donde la sentía, y sí que tenía una buena. Karla fue a sentarse en la fila de al lado
unos cuantos pupitres delante de mi lugar.
El semáforo cambia, el auto de atrás toca el claxon. Subo el puente de Chabacano. Tuve que co -
mer en casa de mi hermana. Había que hacer tiempo para ir a la funeraria. Me dejó en la sala con
la televisión prendida mientras ella se bañaba y luego, nos sentamos a la mesa. De lado derecho,
el metro sale de la estación, avanza allá abajo, en Tlalpan, y me alcanza justo cuando paso por lo
más alto del puente. Veo el tren serpentear hacia Viaducto y empiezo a descender. Mientras co-
míamos en silencio, ella estuvo a punto de decir algo, pero no lo hizo. Me di cuenta sin levantar
la vista de mi plato, me di cuenta que ella quería hablar, hablar en esa forma en que lo dicho cam-
bia todo, en que las personas no vuelven a mirarse igual. Pero yo no quise ir ahí. Comí y callé y
no levanté la vista. Antes de que acabáramos, llegó su esposo, solemne como debía ser en esos
casos, la besó, y me dio un abrazo fuerte, terrible, y luego se sentó a comer. Me dijeron que deja -
ra mi coche en su casa y nos fuéramos juntos a la funeraria, pero no acepté, quería tener la liber -
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tad de largarme en cualquier momento. Frente a mí, el sol incendia las nubes a su paso, cae tras
los enormes edificios al poniente, por momentos me deslumbra al seguir la camioneta, los pierdo,
y luego aparecen de nuevo unos cuantos coches adelante. Tomamos Vértiz hacia el centro, el sol
queda a mi lado izquierdo, conduzco con suavidad, me deslizo por la avenida y por un instante
olvido a donde voy, sigo la camioneta que me guía a través de las calles de mi infancia, entonces,
recuerdo que vamos al encuentro de mi padre.
Cuando llegué a visitarlo a casa de mi hermana, acerqué una silla y me incliné hasta tener su
mano a la altura de los ojos. Quería algo de él para el tiempo, para el resguardo. Desde niño me
gustaban sus manos. Las movía mucho para hablar y muchas veces yo les ponía más atención que
a lo que decía. Las recordé al volante con esos guantes recortados de piloto, al sostener los cu-
biertos con los antebrazos muy correctos en la mesa, al tomar un vaso de café con leche, las re-
cordé llevándome de la mano por pasillos alfombrados de hoteles de paso donde se encontraba
con mi madre, balnearios, le gustaban los balnearios. Miré su mano por mucho tiempo hasta que
mi padre despertó.
Viniste, dijo. Me alegra. ¿Tu familia está bien?
Sí, pa, todos estamos bien.
¿Tu mami?, ¿tu mujer?
Todo bien, pa.
Su voz era un hilo rasposo, delgado, entrecortado. Se quedó callado un rato y luego, de la nada:
No fui muy cabrón, ¿verdad?
No, papá, no te preocupes.
En ese momento en verdad me pareció que él no había hecho ningún daño, o por lo menos que un
poco era normal en el trámite de una larga vida.
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las con una sola mano con las boquillas entre los dedos. En la recepción nos dicen que ya hay
gente en la sala, pero que el cuerpo aún no está listo.
El hermano de Karla era un niño muy bonito, de anuncio. Tenía un par de años más que nosotros,
era rubio, delgado, tan alto como yo, en la escuela nos formaban por alturas y yo siempre era de
los últimos de mi grupo, Acedo, todos lo llamábamos por su apellido, era un buen jugador de
básquet y beis, sobre todo de beis, parecía saber todo sobre el juego y era de los pocos chicos de
la cuadra que tenían manopla, también era de los pocos que tenían “casa propia”. Todas las niñas
lo amaban, y como no, sonreía todo el tiempo de una forma abierta, clara, que te hacía sentir bien
a su lado. Su padre instaló un tablero de básquet en la azotea y Acedo invitaba a jugar a unos po-
cos afortunados. Un día coincidí en la esquina con los hermanos De León, quienes eran muy cer-
canos a él. Estábamos sentados en la banqueta a las afueras de su casa. Acedo nos vio desde la
ventana de su recámara, gritó que éramos unos perdedores y nos invitó a jugar en su azotea, más
bien, invitó a sus amigos, pero yo estaba ahí. Nunca había entrado en su casa hasta ese momento.
La posibilidad de encontrar a Karla me dio calor en los cachetes. Para subir a la azotea había que
pasar por la cocina. Ella estaba sentada a la mesa, hacía la tarea mientras la madre preparaba la
comida. Llevaba el cabello recogido en un chongo y una camisa vaquera a cuadros rojos. Pasa-
mos en fila detrás de ella, tenía un lunar pequeño en el nacimiento del cabello. Los chicos saluda -
ron y ella murmuró algo sin dejar de escribir. Yo quería prolongar mi paso, detenerme y tomarla
de los hombros por detrás. Pasé sin que ella supiera que estaba ahí. Más tarde, no me concentraba
en el juego, la pelota se me escapaba al botarla y erraba los tiros. Mientras jugaba estaba pendien-
te de las escaleras, pensaba que Karla podía subir en cualquier momento. No podía dejar de ver
su cuello, la piel bronceada, el lunar. Los otros me molestaban como siempre, se burlaban, pero
no me importaba, no estaba ahí por ellos. En medio de un tiro directo, escuché pasos en la escale-
ra de caracol, sabía que era ella. Afiné el tiro y adopté una pose muy profesional para lanzar la
bola, la botaba sin perder de vista la canasta, flexioné las piernas, listo para tomar impulso. Pri-
mero apareció el rostro, ojos miel, nariz respingada, esa sonrisa suya con hoyuelos, su cuello, y
antes de que estuviera de cuerpo entero lancé la bola con un saltito que pretendía ser grácil. La
bola pegó en la pared por encima del tablero. Los otros se rieron de mi salto.
No saltas ni un kilo de tortillas, dijo Acedo.
La pelota fue a dar a los pies de Karla. La tomó y desde ahí la lanzó y encestó.
Fue terrible, los chicos se ensañaron de verdad. Yo estaba paralizado en medio de la azotea, todos
me miraban, los oídos me zumbaban y de pronto, la luz pálida del atardecer se volvió gris. Ella
me miraba en silencio, no se burlaba ni nada, pero no me quitaba la vista de encima. Cuando
pude moverme corrí a las escaleras, pasé a su lado y le pegué con el hombro. Bajé tan rápido
como pude, me seguían, atravesé la cocina sin despedirme, escuché el adiós lejano de la señora, y
antes de alcanzar la puerta me empujaron y me estrellé con ella. Eran los chicos, Acedo al frente,
me agarró del cuello de la playera y me azotó varias veces contra la pared.
¿Por qué le pegas a mi hermana, pendejo?
Pero yo no le hice nada
La empujaste no te hagas, dijo Alejandro, uno de los hermanos De León.
Mira, cabrón, no te parto tu madre porque estamos en mi casa, pero aquí no vuelves a entrar y si
te veo molestando a mi hermana te la parto.
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Para mí era común que me agredieran por nada, siempre justificaban sus abusos con las razones
más estúpidas, pero esta vez, no estaba seguro de no merecer la agresión, recordaba que había
golpeado a Karla con mi hombro al salir, pero no me pareció que fuera para tanto.
Ya déjalo, no me hizo nada, dijo Karla al entrar en la sala.
Acedo me soltó, abrió la puerta, me dijo que me largara. Miré a Karla, mientras salía, le dije que
me disculpara, ella me vio inexpresiva.
¡Ándale, puto!, Acedo me empujó y azotó la puerta.
Afuera ya había otros niños, los vi jugar pero no los escuchaba. Caminé unos pasos. Poco a poco,
la luz adquirió los tonos azulados del atardecer y oí los gritos de los niños. Me recargué en la
pared y me puse a ver la punta de mis zapatos mientras oscurecía.
Entramos a un salón amplio y bien iluminado. Hay algunas personas sentadas en parejas en los
sillones, otras de pie platican en susurros con vasos de unicel en las manos. Voy directo al servi -
cio de café, pero antes de llegar, me intercepta la esposa de mi papá, la madre de mi hermana. Me
sujeta con ambas manos y me lleva con ella a un sillón mullido en el que la ayudo a sentarse, me
invita a su lado.
Hace mucho que no nos vemos, dice sin soltarme. Fue en un cumpleaños de tu papá, ¿verdad?
Le digo que sí, aunque en realidad no tengo idea de cuándo fue eso, ni en qué circunstancias.
Mi padre no vivió con nosotros, venía mucho, a veces a diario. Mis padres mantuvieron por años
una relación divertida, para ellos más que para mí. Se veían para salir, iban a comer, al cine o a
tomar una copa, y muchas veces terminaban en un hotel. Al principio, cuando yo era muy peque-
ño, me llevaban con ellos, pero conforme crecí yo mismo preferí quedarme en casa. Sus excursio-
nes se podían extender varios días, incluso una semana. Mi padre se jubiló a los cuarenta seis
años, así que tenía tiempo de sobra y en un descuido, sus paseos podían llegar a algún balneario
de Morelos, o incluso Acapulco. Al final volvía a su casa con su familia que lo esperaba. Por si
fuera poco, siempre encontró tiempo para la palomilla, y esto incluía otras mujeres. Así fue por
mucho tiempo, hasta que un día mis padres se pelearon, no es que no se pelearan, lo hacían, pero
después de algunos días de descanso se reconciliaban. Pero esta vez no pasó así, fue definitivo.
Mis padres no se volvieron a ver en su vida. Cuando sucedió esto yo tendría catorce o quince
años, estaba en la secundaria. De algún modo, esto también fue un rompimiento entre él y yo.
Nos veíamos o hablábamos por teléfono de vez en vez, pero estos encuentros fueron cada vez
más esporádicos hasta que se diluyeron y nos dejamos de ver por años. Me hice adulto sin su pre-
sencia. Tuve un hijo y apenas lo conoció. Mi padre se convirtió en una idea, una imagen que no
se movía en el tiempo, siempre ubicada en los setenta. Era un hombre del que nada sabía en reali-
dad.
La esposa de mi padre me pide un café. Me levanto para ir por él y me toma la mano y dice:
Sin azúcar, hijo, por favor.
Me dice eso como la súplica más dolorosa, como si me pidiera algo imposible de conceder. La-
dea la cabeza y no me suelta y repite por lo bajo, “por favor”.
Sin azúcar entonces, digo y zafo la mano de entre las suyas.
Entre el olor excesivo a flores y el del café, doy vueltas a una cucharilla de plástico. Yo creí que
mi padre moriría de una forma terrible. Asesinado por una de las yonquis indigentes que metía a
su departamento, o por un joven traficante de la Buenos Aires, en un cajero automático en la ma -
drugada alucinante, o de un paro. De manera que la forma en que murió parece un alivio para
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todos. Una vez vi un cortejo fúnebre en un pueblo de Morelos. Íbamos en coche mis padres y yo
dando tumbos por una calle sin pavimentar. Los árboles se alzaban por encima de casas de adobe
y jacales de carrizo y paja que se apilaban al margen de la calzada como si fuera un río. Perros
flacos nos ladraban al paso. A la distancia escuché un tambor profundo, arraigado, como un andar
cansado, y por encima, apenas elevado de la tierra, el sonido brumoso y vibrante de las trompe-
tas. En la bocacalle nos adelantó un grupo compacto de hombres y mujeres vestidos de manta y
jorongos. Serios, sombríos, solemnes tocaban sus instrumentos que resplandecían al sol. Nos de-
tuvimos. Después de ese primer grupo venía otro de puros hombres en calzones de manta con el
torso desnudo, cargaban el féretro ensimismados. Luego mucha gente con veladoras y unas muje-
res envueltas en rebosos negros que lloraban con desgarro al final de la procesión. El cortejo
avanzaba lento, a un mismo paso, cabizbajos, misteriosos flotaban sobre el polvo de la tierra seca
al otro lado del parabrisas. Los vimos pasar en silencio. Mi padre chasqueó la lengua y dijo:
Pues claro, no murió un perro, y hasta a un perro se le llora.
El cortejo nos dejó el paso, la música se diluyó en la luz crepuscular, mi padre arrancó.
En el funeral de mi padre nadie llora.
Le llevo el café a la esposa de mi papá.
Gracias, hijo. Tómate tu café conmigo.
Me siento a su lado, y sin más dice:
Ten una vida feliz, Jorge. Te lo deseo de verdad.
Pues gracias. Sí, eso trato.
Discúlpame por no llamarte en tu cumpleaños, siempre me acuerdo tarde, pero sí quiero llamar-
te.
No sé de qué va, prefiero callar.
Sí, hijo. Ya nada de resentimientos, hace un ademán de negación con la mano, ya no importa.
¿Resentimientos?, digo, y me arrepiento de abrir la boca.
Sí, muchacho, hay que dejar las cosas, no tiene sentido. A ver si luego pasas a la casa a comer.
Me gustaría preguntarle de qué chingados habla, en vez de eso le agradezco la invitación y le
digo que ya me organizaré para ir un día de estos. En eso estamos cuando entran unos hombres
que parecen botones de un hotel con sus casacas guinda, cargan un soporte de madera, detrás de
ellos viene un hombre de negro con un cuadro, una imagen de mi padre cuando joven. Lo montan
sobre el soporte. Mi padre está en una comida, se ve un plato, un vaso jaibolero a medio llenar y
envases de refresco.
Buenas noches, dice el hombre de negro con una voz modulada para hacerse oír sin parecer rudo.
Estamos listos, necesitamos que alguien nos acompañe para aprobar los arreglos.
Mi hermana, que está con un grupo cerca del servicio de café, se adelanta y dice “vamos”. Me
mira mientras el hombre de negro avanza, le dice que lo siga y los botones la flanquean como
guardaespaldas. Como no me muevo, mi hermana me llama. “Jorge, ¿no quieres ir?” Me levanto
y me uno al grupo. Salimos del salón y seguimos al hombre de negro por un pasillo, al fondo hay
una puerta de metal. El hombre se detiene frente a la puerta, teclea un código, la puerta se abre y
entramos. Una amplia habitación sin mueble alguno, a excepción de un ataúd de madera oscura
sobre una base metálica con ruedas. Hace frío, la puerta se cierra tras nosotros. Los botones se
acercan al féretro y mueven palancas de la base para mover el ángulo y ajustar la altura, abren la
tapa con movimientos eficientes. Mi padre está recostado en una cama acolchada, con su ropa
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habitual: playera, pantalones de mezclilla y tenis. Está peinado para atrás, se ve raro, él no se pei-
naba de ese modo. No parece dormir como la gente suele decir, parece muerto. Además del pei -
nado que lo hace otro, se les pasó el algodón en los labios. El rostro se ve estirado y con un abul-
tamiento exagerado en la boca, parece un mono.
Eso es demasiado, dice mi hermana señalando la boca. Y el peinado, él nunca se peinó así.
En el baño de algún hotel mi papá me pasa el peine y como el cabello no se acomoda como él
quiere, humedece sus dedos con saliva y me los pasa por el fleco.
No es él, dice, no es él.
¿Quién es él?, ¿el que yace en ese satín acolchado?, ¿el hombre de las manos que siempre me
gustaron?, ¿el yonqui que me hizo llevarlo a comprar su droga con mi hijo pequeño en el asiento
trasero del coche?
¿A ti qué te parece, Jorge?
A mí me parece que debería dejarme en paz con su innecesario intento por incluirme.
Sí, no es él, me fuerzo a decir. De lado.
¿Qué?, dice ella.
El peinado, la raya va al lado derecho.
Llegó la salida de sexto. Como era costumbre, se organizó una misa y un festival en el que todos
los grados prepararon un bailable para despedirnos y como el gran número de la jornada, los de
sexto bailamos “el vals”. Por la tarde hubo una fiesta en un salón. Después del incidente en casa
de Karla hablamos poco, yo seguí sin existir para ella y aunque a mí me interesaba de la misma
forma que cuando llegó, hice poco, o más bien nada, por acércame más. Pensé que era mi última
oportunidad. Mi papá llegó puntual para ir a la misa, tocó el claxon y mi madre, que no estaba
lista, me mandó a su encuentro. Estaba estacionado frente al zaguán del edificio en su Maverick
del 77 color verde. Bajó del auto para abatir el respaldo de su asiento y yo cupiera atrás. Nos
saludamos de beso como me había enseñado, para él era importante conservar ese gesto de cariño
entre nosotros, pero además, esta vez me tomó de los hombros y revisó mi ropa, “te ves muy
bien, pa”, me dijo. Yo me sentí perfecto para lo que tenía planeado. Mi madre llegó y nos fuimos
a la iglesia. Recuerdo poco de lo que ahí pasó. Hay tres fotos de ese día, dos en las que poso con
cada uno y otra más donde estamos juntos los tres. Tampoco recuerdo por qué ellos no fueron al
festejo en el salón, mi madre arregló que me sentara con un amigo y su mamá. El salón tenía unas
escaleras centrales como palacio. Bajamos en parejas entre bruma de hielo seco. Los chicos llevá-
bamos una mano a la espalda y con la otra cogíamos la mano de nuestra pareja. Las niñas daban
pasos lentos para no enredarse con sus vestidos blancos largos que se arrastraban por los escalo-
nes. Bailamos “el vals”, y luego nos sentamos a la mesa a comer. En todo ese tiempo yo no dejé
de pensar en cuál sería el momento para acercarme a Karla y declararle mi amor. Ella estaba unas
mesas más allá, a diferencia de mí, con toda su familia. Cenamos y después, empezó el baile. Ella
bailaba con un grupo de niñas, me acerqué y como siempre lo único que obtuve fue el saludo.
¿Te puedo traer algo de tomar?, le dije.
No, gracias, contestó sin interrumpir su baile.
Hay agua de horchata y está muy buena.
No gracias, dijo en un tono más denso.
Acedo no me quitaba los ojos desde su mesa.
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Quiero hablar contigo, dije, y no me gustó mi voz apremiante.
Yo no quiero hablar contigo, volteó por primera vez.
Eso debió bastar, pero insistí. Acedo estaba de pie en su mesa.
Oye…, me salió un pitido de voz, me recompuse. ¿Quieres ser mi novia?
¡No!, ¿estás loco?
¿Por qué no quieres?
Acedo venía en camino. Karla dijo:
¡Porque estás muy feo, niño!, y déjame de molestar si no le voy a decir a mi hermano.
En ese momento llegó Acedo y ella lo detuvo. No dejaba de mirarme mientras trataba de liberarse
de su hermana. De pronto lo odié, estaba más concentrado en ese niño que me quería golpear que
en lo que acababa de pasar. Me di vuelta y fui a jugar con mis amigos, pero algo no iba bien. En
medio de una persecución con otros chicos me detuve y me dejé atrapar porque de pronto tuve
muchas ganas de llorar, tantas que no podía correr, pero tampoco llorar. Cuando un compañero
tocó base para rescatarme me quedé ahí, tieso con mi llanto en la panza, la panza por la que segu-
ro Karla me había despreciado. Fui al baño y me eché agua en la cara. Acedo me siguió, me aco-
rraló contra la pared y me abofeteó varias veces mientras me decía hijo de tu puta madre y esas
cosas. Lo tomé del cuello y lo apreté más y más duro, lo empujé y le caí encima sin que él pudie -
ra hacer nada, yo era más pesado y fuerte. Se puso rojo y los ojos le lloraban saltones, entonces lo
dejé. Se quedó tirado, jalaba aire, le di una patada en la cara y entonces fui yo el que lo amenazó
con romperle toda la madre si volvía a meterse conmigo.
Salimos de la primaria y yo perdí interés en Karla. En el verano las cosas siguieron casi igual,
ambos jugábamos en la calle con los otros chicos, incluso en el mismo equipo, pero sólo hablába-
mos lo necesario. Yo ignoraba a esa chica que todo un año me volvió loco. Acedo, al que después
del incidente en el baño descubrí en varias ocasiones observándome con rencor, poco a poco se
relajó y ese verano llegamos a ser amigos. Al terminar las vacaciones fuimos a escuelas diferen-
tes, les perdí de vista. Los chicos de la cuadra crecimos y fuimos remplazados por otros, y un día,
los Acedo se mudaron.
Estoy de pie a un lado del féretro. Miro el retrato de mi padre. Mi hermana se para a mi lado con
un café en cada mano, me tiende uno sin quitar la vista del retrato. Yo no quiero café, pero lo
acepto para hacer las cosas más fáciles.
La escogimos mi mamá y yo de un álbum viejo. Si quieres podría mandarte hacer una para ti.
Marcela, por favor, deja de hacer eso.
El café me estorba, lo pongo sobre el ataúd, pero me doy cuenta de inmediato de lo que acabo de
hacer y lo tomo de nuevo.
Sólo quiero que te sientas…Sé lo que quieres. Te pido que no lo hagas. Estoy bien con cómo han
sido las cosas.
Bebe café. Me toma del antebrazo. ¿Nos podemos sentar ahí un momento?
Atrás de nosotros hay un sofá vacío, nadie quiere estar cerca del ataúd. A ambos lados del sofá
hay unas mesitas de madera, floreros de cristal, flores blancas olorosas. Ahí dejamos nuestros
cafés. Mi hermana entrelaza las manos, aprieta los labios, toma aire antes de hablar y sin dejar de
mirar sus pies empieza:
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Tengo un recuerdo de ti que se impone sobre cualquier otro. Cada vez que nos encontramos a
través de los años, yo te vi de esa manera, aún hoy, y siempre quise hablarte de ello.
Se queda inmóvil, suspendida en el silencio, volteo por mi café y le doy un trago ardiente.
No sé por qué ese día no tuve escuela, dice. Pero el caso es que fui con mis papás a hacer la des-
pensa a la tienda esa que estaba en Vértiz y Obrero Mundial. Para ir allá tomamos Viaducto, íba-
mos platicando y oyendo música, mis papás estaban tranquilos, y eso me hacía feliz, ellos pelea-
ban todo el tiempo. Tomamos la salida para Vértiz, y pasamos por la escuela que está ahí en la
esquina, era la hora de la salida y había muchos niños con sus papás. Nos tocó la luz roja. Me
llamó la atención el uniforme guinda con un suéter cruzado con botones dorados. Pensé que te-
nían un uniforme más bonito que el de mi escuela.
Sonó el timbre. La maestra se quedó con las palabras en la boca. Todos cerramos los cuadernos y
libros y nos inclinamos casi al mismo tiempo para guardarlos en las mochilas. Eran las 12:30 en
punto. Me levanté el primero y caminé hacia la puerta, conocía la rutina, formarse en la entrada
del salón para avanzar en filas de hombres y mujeres. Abrí la puerta, el aire penetró en el aula,
era un día claro, brillaba en las hojas de los árboles. Varios niños salieron detrás de mí y nos que -
damos ahí, recargados en la baranda en silencio, los de quinto tenían educación física en el patio.
Hice casita con mis manos para ver al interior del salón, ella bromeaba con su compañera de ban -
ca mientras guardaba los útiles. La maestra salió del salón y nos llamó a formar filas, nos hizo
tomar “distancia por tiempos”. Miré el tráfico en el Viaducto, las nubes colgadas del cielo, las
azoteas vecinas, el anuncio de Viejo Vergel en Vértiz. El grupo avanzó. Éramos dos filas desor-
denadas que bajaban las escaleras, niños y niñas cantaban jingles de la televisión, se golpeaban
con la mochila o conversaban con risillas que retumbaban en el cubo de la escalera. Del otro lado
de la reja, había muchas personas, madres y padres, abuelos, hermanos mayores, perros y vende-
dores de chucherías que se acomodaban junto a la pared minutos antes del toque. A las 12:40
estaba afuera de la escuela. Me detuve en un tendido en el que una mujer vendía paquetes de tar -
jetas del Hombre Nuclear, compré tres paquetes, abrí un sobre, me metí el chicle en la boca y
mastiqué mientras pasaba las tarjetas, tres estaban repetidas. Alcé la cabeza, vi a Karla en direc-
ción a la calle, ella también abría un sobre de tarjetas. Metí las repetidas en el sobre y me apuré a
alcanzarla antes de que llegara a la esquina.
Hola, ¿cambiamos las repetidas?, mostré los sobres.
Ella me miró indiferente y después de un momento que me pareció eterno dijo que sí, me tendió
un juego de tarjetas. Entonces, vi el coche de mi padre parado ante el semáforo en rojo. Le dije a
Karla que me esperara. Me acerqué al coche, una niña de mi edad miraba hacia la escuela desde
el asiento trasero, adelante iba una mujer con una pañoleta que le cubría el cabello entubado y mi
padre al volante. Lo llamé desde la banqueta, pero él no apartó la mirada del frente. Le grité y
agité los brazos por encima de la cabeza, pero tampoco me hizo caso. La mujer también me igno-
raba, en cambio la niña me veía desde el otro lado de la ventanilla cerrada. Bajé de la banqueta,
toqué con la mano cerrada en el cristal de la mujer, ella giró la cabeza, me miró impasible, la luz
cambió y mi padre arrancó de golpe sin voltear una sola vez. La niña pasó frente a mí, estábamos
muy cerca, solo unos centímetros de vidrio y metal nos separaba. El coche avanzó y ella se pasó
al medallón trasero para no perderme de vista. Antes de dar vuelta a la izquierda, la niña me dijo
adiós con la mano. El auto subió el puente para cruzar Viaducto, vi fragmentos del Maverick ver-
de a través del pretil de cemento, el paso fugaz de mi padre rígido al volante. Un auto tocó el cla -
xón, me subí a la banqueta. Miré al rededor, los chicos corrían mochila al hombro al encuentro de
sus padres y estallaban en risas y gritos bajo el brillo del medio día, la salida de la escuela era la
misma de siempre. Karla estaba en la esquina y abría otro sobre. Sacó las tarjetas, pasó cada una
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lento, se puso la luz roja otra vez, guardó las tarjetas en la mochila, y antes de cruzar Viaducto se
acomodó el cabello en esa forma suya y se alejó por el puente.
La cara de ese niño, ¡Dios!, el asombro en sus ojos, dice mi hermana Marcela.
Se cubre la cara con las manos, los ojos asoman entre los dedos.
Mis papás se dijeron cosas horribles.
Entrelaza las manos de nuevo y las deja en el regazo.
Mi papá nos llevó de regreso a casa y nos dejó en la calle, ni siquiera bajó del coche para acom-
pañarnos a la entrada. Así supe que tenía un hermano.
Damos varios tragos al café frío. La madera pulida del ataúd me devuelve una imagen distorsio-
nada de nosotros inmóviles en el sofá. Ella voltea a verme, tiene los ojos acuosos. Quiere saber si
recuerdo aquello, y además, si el daño me acompañó todo este tiempo como a ella el rostro de ese
niño.
Tenías un suéter amarillo, digo.
Sus ojos se mueven de un lado a otro, buscan, parpadea varias veces.
Con mi padre no había un nosotros completo, digo. Aunque yo también viajara en el asiento tra-
sero de ese Maverick, no era mi coche. Yo siempre supe que él tenía una familia a la que pertene -
cía y que yo y mi mamá éramos… no sé qué éramos.
El agua en sus ojos escurre, aprieta los dientes, se abraza a sí misma, pero no puede encerrar el
llanto. Todos nos miran. Cuando estoy a punto de poner mi mano en su hombro, llega su esposo y
la abraza.
Volví a encontrar a Karla muchos años después, en el tiempo de la universidad. Ya no era la mis -
ma chica menudita, pero aún tenía el cabello largo y rubio. Era la cantante de los Green vitamin.
En medio de una frase me vio, fijó su mirada un instante, usaba unas largas pestañas negras, vi el
momento preciso en que me reconoció, una luz en sus pupilas, pero no hizo ningún gesto de
asombro, quitó la vista de mí y cantó. Al término de su función se tomó su tiempo para bajar del
escenario, yo me quedé ahí, y al final se acercó con una cerveza en la mano.
Sabía que un día volverías a mí, dijo.
Aquí me tienes.
Bebió de su cerveza, nos preguntamos cosas, me dijo que Acedo vivía en Canadá, y después de
un largo silencio incomodo me llevó con sus amigos a los que no les interesé un ápice. Tomamos
cerveza con ellos y yo mantuve una sonrisa forzada todo el tiempo. A veces, ella me miraba des-
de lejos, entre gente aburrida que fingía estar a tono, y sonreía, en un momento hasta me puso una
mano en el hombro. Cuando estuve seguro de que nada tenía que hacer ahí, me despedí de ella.
Me pidió que no me fuera, “Quiero estar contigo, no ves que eres mi único amigo aquí”. Estaba
un poco borracha y esa tontería que dijo me hacía tener más ganas de irme.
Vamos a la azotea a fumar, dijo.
Yo no fumo.
Me dio la espalda y fue hacia unas escaleras angostas al fondo del galerón, se detuvo y volteo,
sonrió y con la cabeza me indicó que la alcanzara. Nos sentamos al filo de la azotea con las pier -
nas al aire. La ciudad titilaba y el viento surgía de las brechas entre edificios. Prendió un toque, le
dio tres fumadas, me lo pasó y se recostó en el cemento frío. Me acosté a su lado y fumé y vi el
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cielo. Le devolví el cigarro, fumó de nuevo. En mi turno me preguntó si todo me iba bien, me
preguntó por mis padres. Mientras aguantaba el humo le dije que todo estaba bien, tosí. Por un
rato no dijimos nada, suspendidos en la oscuridad plateada de la ciudad nocturna. Alcanzó mi
mano con la punta de sus dedos, y luego la cogió y apretó entre la suya. Cerré los ojos.
Mi hermano no está en Canadá, dijo. No sé por qué dije eso.
¿Dónde está entonces?, dije.
No hay nada que me haga feliz, no hay nada que me guste, dijo. Pienso mucho en todos nosotros.
Nos recuerdo tal como éramos.
Abrí los ojos, el cielo era negro.
Tú… ¿estás bien?, dije. ¿Tu hermano está bien?
No, dijo. Te recuerdo enamorado de mí, siempre mirándome con esos ojos tuyos tan bonitos. Me
gustaba sentir tus ojos sobre mí.
Giré mi cabeza porque necesitaba ver a la cara a esta chica loca que tanto me había dolido. Su
perfil pálido emergía de la oscuridad, el rímel se le había corrido. Sin soltar mi mano, inmóvil en
el piso de esa azotea, Karla me contó que Acedo había muerto el año anterior de una sobredosis.
Me contó que aquella tarde a la salida de la escuela, se refugió en las tarjetas del Hombre Nuclear
para que yo no supiera que había presenciado todo el asunto con mi padre. Me dijo que nada le
importaba ya. Pasamos la noche en la azotea y bajamos cuando la luz blanca se expandió y el
grito del “gas” se escuchó a la distancia. Nos dimos los teléfonos, pero ninguno llamó.
Salgo de la funeraria al amanecer. Ya hay bullicio en la calle, la gente va y viene con el cabello
húmedo. El aroma a flores persiste en la oscuridad. A unos metros del coche pulso la llave, los
cuartos parpadean y escucho el click de los seguros. Me siento al volante. La gente pasa al otro
lado del parabrisas. Aislado dentro de esta cabina, recuerdo a todos tal como fuimos una vez.
Luminosos y claros, imprecisos y sombríos. Cierro los ojos, la gente desaparece así nada más.
No había venido a Acapulco desde niño. Hace unas semanas mi padre me llamó para invitarme a
comer, teníamos tiempo de no hablar. Estuvimos al teléfono unos pocos minutos y después de
una puesta al día incómoda, me dijo que quería verme para proponerme algo, que lo viera al día
siguiente en el Salón Luz, le dije que no, que ya tenía hecho el día.
—Y al siguiente, ¿qué tal?
—¿A qué hora lo estás pensando?
—Cuando tú puedas.
Nos quedamos en silencio unos segundos.
—La verdad es que se me complica, papá. Tengo a la niña y…
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Me interrumpió para decirme que pensaba pasar unos días en Acapulco y que quería que lo
acompañara, de un modo vago me hizo saber que era importante para él.
—¿Cuándo sería eso? —dije.
—En dos semanas.
No sé por qué acepté, pero al menos, no hubo necesidad de vernos para comer.
La voz de mi padre, que anuncia que está listo, me saca de mis pensamientos. Me doy vuelta, a
mi espalda queda el ventanal, y más allá, la bahía oculta por la oscuridad. Mi padre espera a la
entrada de la sala con las manos en los bolsillos del pantalón. Adivino su rostro entre las sombras
de una tenue luz ambarina que pega desde el pasillo. Cruzo la sala. Me recibe con una sonrisa, me
palmea la espalda y me guía a la salida de su casa. En la cochera nos espera su flamante Ford
rojo. Voy hacia la portezuela del copiloto, pero insiste en que maneje. Me arroja la llave, me
toma por sorpresa y no logro atraparla. Cae al piso, no la recojo de inmediato, me quedo ahí no sé
cuánto tiempo, veo la cajita negra con botones, el llavero insignia torcido y la llave abierta como
una navaja plegable. El objeto tirado a mis pies me intimida. Mi padre ya espera del otro lado del
coche a que desactive los seguros. Me agacho a recogerlo.
Serpenteamos carretera abajo sobre acantilados de los que penden enracimadas, residencias que
sobresalen como sepulcros blancos de entre la vegetación. Mi padre mira el despeñadero que co-
rre de su lado, las exuberantes palmas y ramajes que forman bóvedas sobre las terrazas ilumina-
das, el oscuro mar al fondo, y yo, a pesar de que el descenso me requiere, lo miro a él de reojo.
Lleva el brazo fuera de la ventanilla y con su mano acaricia el viento. Está serio. Siempre fue
bajo, pero atlético, un tipo muy sólido no sólo físicamente, pero ahora está delgado y su cabeza se
ve grande para el resto del cuerpo. Trato de recordar su edad. Después de un rato en el que no
hablamos se lo pregunto:
—¿Cuántos años tienes?
Así lanzada en el silencio, la pregunta me suena mal.
—Hoy cumplo 80 —dice, cierra la ventanilla y pone el aire acondicionado.
Tomo una curva cerrada hacia el precipicio y de inmediato otra hacia el lado opuesto. En toda esa
maniobra aprieto el volante y la quijada.
—Debería saberlo, papá —digo, cuando la carretera se alinea por un momento. “O tal vez no”,
pienso.
—No te preocupes, yo tampoco sé cuántos años tienes ahora mismo —sonríe y enciende el esté-
reo—, aunque sí recuerdo cuándo es tu cumpleaños.
Pienso en los muchos años en los que no recibí nada de su parte por mi cumpleaños, ni siquiera
una llamada. Todos nos metemos en problemas apenas abrimos la boca. Se queda con la mirada
fija al frente, la música suena por lo bajo. Me pregunto si se habrá dado cuenta de lo que suscita-
ron sus palabras. Cuando se inclina para subir el volumen, decido que sí.
—¿Cómo está tu mujer? —dice.
Ahora es su pregunta la que suena fuera de lugar.
—Harta de mí.
Sonríe.
—¿Y la niña?, ¿cuántos años tiene la niña?
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—Aruma tiene cinco. Está hermosa —digo.
—Pero todo bien, ¿verdad?
—Normal, bien, creo.
—Esa canción me conecta con la ciudad de un modo… —no encuentra qué decir—, la Ciudad de
México cuando anochece tiene algo electrizante que no tienen otros lugares.
Manejo y escucho la música, por un momento no digo nada, pero entonces me viene un recuer-
do.
—Cuando era niño creía que de adulto iba a vivir en uno de esos altos edificios de cristal de las
películas desde donde iba a ver la ciudad a mis pies —digo—, pensaba que así era para todos,
como si por sólo ser adulto tendría reservado un trabajo genial, un departamento, una mujer, una
buena vida.
Emite una risilla corta, más como una carraspera.
—Bueno, uno hace planes. Fíjate, cuando yo era niño me urgía trabajar para comprar una casa
grande donde viviéramos mis hermanos y mi madre por siempre. Muchas veces se lo conté a mi
mamá, y ella me abrazaba y me decía que bastaba con mi buen corazón. Fueron tiempos muy
duros.
Un rayo de luz plateada atraviesa el parabrisas e ilumina su perfil por un instante. Sus ojos se
clavan con amargura más allá de la carretera, aprieta los labios, una delgada línea sin carnosidad.
Pienso en el incidente de la llave, la veo tirada cerca de mis pies, el recuerdo me inquieta, enton -
ces “Time”, de Alan Parson, termina, y cuando empieza la harmónica de “Take a long way
home” de Supertramp, mi padre pregunta:
—¿En qué estás pensando ahora, Jorge?
—Estaba pensando en alguien que conocí una vez, alguien de hace mucho tiempo —digo, y al
momento me arrepiento.
Mi padre pone esa expresión errática —se muerde el labio inferior y sus ojos van de un lado a
otro—, de cuando no entiende algo. Después de leer diez veces el instructivo de un juguete que
no podíamos armar, el día que le dije al salir de la secundaria que no iría más a la escuela, o cuan-
do mi madre se despidió de él y le dijo que no lo quería volver a ver.
—¡Es aquí! —dice de súbito—. Por un momento creí que nos habíamos perdido.
Pongo la direccional y salgo de la carretera. Sigo un camino adoquinado, unos metros adelante
rodeo una pequeña rotonda con una esbelta y alta palmera en el centro. Paro el coche en la entra-
da del restaurante. Salimos al mismo tiempo, el muchacho del valet ya está esperando de mi lado,
me entrega un talón, se sube al coche, lo enciende y espera a que pase por delante para arrancar.
Lo hace con brusquedad y mi papá se detiene y mientras lo ve irse por un desnivel al estaciona-
miento dice: “Jijo de la chingada, como no es suyo”.
***
José Font era de San Luis Río Colorado, Sonora. Tendría unos nueve o diez años más que yo,
vivía en la Ciudad de México desde sus años de preparatoria, había estudiado psicología, pero no
se dedicaba a eso, tenía un restaurante en la colonia Juárez y por diversión hacía las relaciones
públicas de una compañía de danza en la que yo bailaba.
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En 1991, yo trataba muy duro de abrirme paso en ese mundo. Era un medio difícil, mucho entre-
namiento, ensayos, pero poco dinero o casi nada, así que siempre andaba sin un clavo. Me costa-
ba trabajo comer y no digamos pagar la renta del cuarto de azotea en el que vivía. Parecía que
nunca iba a lograr nada. Cada día me empujaba a liar con todo aquello, y cada día por la noche,
me desinflaba, así que no era de fiar, solía desaparecer por días. José conocía la situación de los
bailarines, y como era el único del grupo con un buen ingreso, se hacía cargo de varias cosas.
Solíamos llegar a su restaurante sin avisar, era un acuerdo tácito, algo así como una prestación.
Encontrábamos a José desmoldando un panqué o friendo alguna cosa con sus antebrazos tatua-
dos. Su presencia en la cocina contrastaba con las señoras que le ayudaban. Él era un tipo delgado
y fuerte que podría haber pasado por bailarín, incluso, a veces se entrenaba con nosotros. Estaba
ahí con su ropa negra, playera sin mangas, pulseras con estoperoles, botas de motociclista, arraca-
das en la oreja derecha y se cubría el cabello largo castaño con un paliacate rojo que, al terminar
de usar, guardaba en el bolsillo trasero de sus Levis doblado de manera que asomara un triángulo
de tela. En ocasiones se sentaba a comer con nosotros, pero las más, estaba ocupado.
Una mañana que había ido a su casa, vivíamos más o menos cerca, así que era común ir por ahí a
desayunar y fumar unos toques antes de que se fuera al restaurante, me dijo que estaba preocupa-
do por mí, y me propuso que fuera a trabajar con él.
—Mira, no es mucho, pero me ayudas y te ganas algún dinero para tus gastos —dijo y me pasó el
joint.
Estábamos sentados en una mesita de jardín en su patio lleno de enormes plantas que lo hacían
frío y sombrío. Tomé el toque, di una fumada larga que sostuve en los pulmones, exhalé, y le dije
que sí, el humo violáceo se esparció entre el verdor.
Al principio no había mucho que hacer y en realidad, no me necesitaba para nada, pero quería
darme dinero sin que yo me sintiera mal, así era él, yo lo sabía y lo agradecía. Me presentó con
los demás trabajadores como “mi hermanito” y después de un tiempo de repetirlo, en muchos
lugares creían que en verdad era su hermano menor. El día de pago me dio todo el dinero de mi
alquiler, eso me motivó. Sin darme cuenta, me interesó la dinámica del restaurante y me busqué
cosas para hacer. Por las mañanas me metía en la cocina, lavaba verduras, deshojaba lechugas
para ensalada o cortaba las zanahorias y las calabazas en juliana. La señora Carmelita me enseñó
a hacer esas cosas y también salsas y sopas, cosas simples. También atendía mesas un par de ho-
ras antes de irme a ensayar. En contra de lo que hubiera creído, lo hacía muy bien, la gente me
gustaba y yo le gustaba a la gente. Cuando los del grupo pasaban ya no me daba tiempo de sen-
tarme con ellos, salíamos apresurados rumbo al ensayo cuando terminaban de comer. José solía
alcanzarnos más tarde para ver cómo iba la obra, informarnos de alguna gestión, o hacer un plan
de trabajo. Uno de esos días, José llegó al final del ensayo con su mochila al hombro y una bolsa
de plástico con un paquete de papel aluminio en la mano. Lo vi llegar a través de los enormes
ventanales que daban al pasillo. Entró al salón y de inmediato percibí un olor a buena comida que
me hizo salivar. Saludó a todos y me entregó el envoltorio. Mientras todos se cambiaban, me sen-
té en la duela, abrí el paquete, era un sándwich enorme con papas a la francesa. No pensé en nada
más que en devorarlo. Por los espejos vi que José se fue a sentar en la banca junto al piano. Una
de las chicas se le acercó y le dijo que todos tenían hambre, que por qué sólo había traído comida
para mí. Otro compañero insinuó que era porque José estaba enamorado. Yo estaba tan ocupado
con la comida que escuchaba la conversación como si no tuviera que ver conmigo.
—No, cómo creen, si es mi hermanito. Lo que pasa es que trabaja muy duro en el restaurante y
no le da tiempo de comer —dijo José.
Dijeron más cosas y se rieron, y José con ellos, mientras yo pensaba que hubiera sido genial tener
una Coca. Luego de esto, José me llevó casi todos los días de comer a los ensayos.
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***
Nos recibe una chica rubia con un vestido negro corto de licra. Mi padre la mira de pies a cabeza
y me dice por lo bajo:
—¡Mira eso, Jorge!
No hay forma de que sea discreto. Ni yo ni la chica hacemos caso, ella sabe tratar con estas cosas
y nos conduce a nuestra mesa sin perder la compostura. El salón está casi vacío. Él le pide que
nos acomode en la terraza. Nos sentamos y la chica nos deja los menús, nos dice que en un mo -
mento nos atienden, nos da la espalda y se va por donde llegamos. Entonces descubrimos que su
vestido está abierto por detrás hasta la cintura. Él la sigue con la mirada mientras se aleja. Vuelve
la cabeza a la mesa y se encuentra con mis ojos, entonces dice:
—Ya tienes edad para estas cosas, ¿no?
Sonrío, no se me ocurre qué más hacer.
Mi padre tenía un amigo al que le decían el Oso. Era un hombre muy alto, con una timba fuera de
serie, unas manos tremendas que me intimidaban cuando mi padre me obligaba a saludarlo, pero
lo que más me fascinaba de él eran sus ojos de pescado que me miraban a través de unos lentes
de fondo de botella. Era un tipo amable que ponía una rodilla en el piso para hablar conmigo, me
hacía bromas, pero no me molestaban, sus ojos me hipnotizaban. Ellos trabajaban en Cables Sub-
terráneos, una división de la Compañía de Luz y Fuerza y a menudo salían a beber juntos. Mu-
chas veces escuché decir a mi padre que la mujer del Oso era la culpable de que el hombre estu-
viera así. Yo me preguntaba si era culpable de que el Oso tuviera aquellos ojos estúpidos que
observaban desde una pecera. En una ocasión mi padre contó que el Oso había mandado al hospi-
tal de una golpiza al concuño, por algo que involucraba a su mujer.
Mi padre nunca vivió con nosotros, pero nos visitaba una o dos veces por semana. Mi madre me
hacía lavar y luego me escogía la ropa para la ocasión. Uno de esos días que salimos a comer, mi
padre dijo que habían matado al Oso, lo dijo así, en medio de la sopa. Me quedé con la cuchara
de camino a la boca, quería escuchar, mi madre puso una cara extraña y también paró de comer.
Dijo que lo había matado su concuño, le vació una pistola, “el cobarde le tenía mucho miedo”.
Entonces, se dirigió a mí.
—Eso es lo que te puede pasar si te equivocas de mujer, Jorge.
Mi madre soltó la cuchara en el plato, el golpe sonó más allá de nuestra mesa. Se quedaron unos
segundos mirándose en silencio. Mi padre dijo:
—¿Qué?, ya está en edad para hablar de estas cosas —me miró de nuevo—, ¿no es así, Jorge?
Yo no podía dejar de pensar en los ojos de pez del Oso, en él boqueando en el piso. Miré a mi
madre y ella reaccionó.
—Déjalo en paz —dijo.
Nos traen las bebidas. Guardamos silencio mientras las tomamos. Lo veo mover su vaso en círcu -
los como hacía cuando comíamos fuera. El líquido cobrizo deja una estela en las paredes del vi -
drio. Se lo lleva a la boca con esas manos blancas, anchas, fuertes manos que han armado y des -
armado, construido y destruido también, que llevaron mi mano de niño. La brisa que sube por el
acantilado rompe el aire denso. Se bebe el último trago de golpe y alza su vaso para que el mese-
ro se lo llene de nuevo. El mesero llega de inmediato con la nueva bebida, retira el vaso vacío y
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me pregunta si deseo algo. Le digo que no, mi padre señala mi trago al que le queda poco, y le
pide al mesero otro igual.
—Tráigame sólo agua, por favor —digo.
El mesero duda un instante y ve a mi padre, es una reacción casi imperceptible. Él desvía la mira-
da a la noche mientras da un trago, chasquea la lengua. El mesero se va con la orden de sólo traer
agua. Me bebo lo mío de una vez, no me siento más tranquilo. Al poner el vaso en la mesa, la
golpeo más fuerte de lo que quisiera. Mi padre me mira de lleno.
—¿Todavía quieres uno de esos departamentos? —dice y bebe.
—¿Departamentos?
—En los que ibas a vivir de adulto.
—No había pensado en eso en muchos años. Es sólo un recuerdo de la infancia.
—De un tiempo para acá me da vueltas ese tema de la infancia —apura el trago y vuelve a alzar
el vaso sin preocuparse si el mesero se da cuenta.
Al mirar más allá de la playa sólo encuentro oscuridad.
—Nos recuerdo a mis hermanos y a mí tal como éramos —dice—, pienso en mi madre joven
como en aquella época, era hermosa.
El mesero aparece con mi agua y su güisqui.
—Deberías pensar seriamente el asunto de adquirir un departamento —dice—, no de lujo, pero
algo digno.
—Tú y yo somos hombres muy diferentes —digo.
Bebe.
—¿A qué te refieres? —dice, y toma de nuevo.
—Tú eres un hombre jubilado, recibes un buen dinero quincena tras quincena sin importar lo que
hagas. Yo, sin importar lo que haga, no tengo nada.
Ambos bebemos al mismo tiempo, y yo deseo no haber pedido la chingada agua. Al poco tiempo,
llega la cena.
***
Antes del verano me desinflé y dejé todo. Llevaba una semana sin aparecerme por ningún lugar
cuando José pasó a buscarme a casa. Un vecino salió en ese momento y lo dejó subir hasta la
azotea. Nadie se acercaba más allá de las jaulas de tendido y los lavaderos que estaban apenas se
salía de las escaleras, así que, aparte de mi cuarto y baño, dominaba una amplia área llana. Siem -
pre dejaba mi puerta abierta de par en par, tenía una cortina de cuentas de plástico de colores en
el vano que dificultaba la vista al interior. Nunca escuché el entrechocar de los abalorios, ni lo
sentí entrar. Me di cuenta de que estaba ahí cuando ya era tarde. Clavé la jeringuilla en la fosa del
codo, jalé un poco de sangre que se mezcló con el líquido ambarino y empujé lento. Antes de
vaciar todo el contenido, el calor se extendió en el estómago y las corvas. Saqué la jeringa y la
puse entre los dientes mientras desataba el cinturón del brazo, explotó una oleada de bienestar
que me obligó a alzar la vista, entonces, lo vi.
Me sometió a interrogatorios terribles, quería saber desde cuándo me inyectaba, qué usaba, quién
me la daba, pero principalmente, por qué. Le dimos vuelta a esto último de muchas maneras, pero
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yo no tenía una respuesta. Determinó que no podían dejarme fuera del grupo. No debía faltar a
trabajar ni a ensayar, así que todos los días, José se aseguraba de que estuviera ahí. En un mo-
mento sugirió que debía entrar a una cura de 90 días, incluso buscó un lugar. Después de discutir-
lo, a José se le ocurrió que podíamos hacer un viaje a San Luis Río Colorado, yo lo convencí de
que sería lo mejor, pues quería zafarme del asunto de un anexo.
Llevábamos unos días en casa de José cuando llegó su hermano Roberto, un tipo loco de unos 30
años siempre metido en cosas turbias, según me había contado José. Traía una Golf GT sin pla-
cas, con un documento ambiguo pegado en la ventanilla trasera a modo de permiso. Nos dimos
cuenta desde el principio que era un coche de procedencia dudosa, pero nos quedó claro cuando
Roberto titubeó un momento antes de prestárnoslo para ir al Golfo de Santa Clara.
—Tienes licencia, ¿que no? —dijo con su acento norteño.
—Sí, de México —dijo José.
—Pus si los paran va estar medio raro, pero con ese permiso no debe haber pedo, es casi legal —
dijo y se rio a carcajadas.
Le dio las llaves a José y él me las lanzó sin avisar. Me golpearon el pecho y cayeron al piso.
Nos tomó una hora llegar a la playa. Todo el camino manejé con inseguridad por una carretera
angosta de doble sentido. De vez en vez aparecía otro auto oculto tras el resplandor del sol. A un
lado se veía el mar estancado en la bahía, quieto como una hoja de unicel, y por el otro, las dunas
que subían y bajaban ondulantes. El velocímetro oscilaba entre los 80 y 100 kilómetros por hora.
Las curvas me costaban, había arena en el asfalto que me hizo derrapar en varias ocasiones, hasta
que en una curva cerrada y prolongada me salí del camino. El auto se atascó en la arena. Estába -
mos turbados, quietos, como si cualquier palabra o movimiento pudiera volcar la Golf. Yo seguía
con las manos en el volante. Entonces, José dijo sin quitar la vista de la inmensidad desértica tras
el parabrisas:
—¿Sabías que soy seropositivo?
Giré la llave. Las luces en el tablero se apagaron. Descansé los brazos en mi regazo. Miré al fren-
te, un ocre terso que se perdía a la distancia con el cielo. No dije nada y él tampoco. Después de
un tiempo le di a la marcha y el motor encendió a la primera. Al arrancar, las llantas giraron hun -
didas en la arena, pero el coche no avanzó. Aceleré y se coleó suavemente, lo detuve. José bajó,
se quitó la playera, la arrojó al asiento trasero y se puso a quitar toda la arena que pudo alrededor
de los neumáticos y luego les sacó un poco de aire. Mientras él hacía, yo pensé en lo que me aca -
ba de decir, en que era imposible que yo supiera algo así. Empujé el cassette que sobresalía del
tocacintas, la música entró de golpe, tuve que bajar un poco el volumen. Mientras sonaba “Bam-
boo” de Trisomía 21, José se asomó sudoroso por la ventanilla, cruzó los antebrazos sobre la por-
tezuela y miró con una sonrisa el interior del coche. Esperé que dijera algo más sobre el asunto
ese, pero no. Después de un momento me explicó lo que había hecho para sacarnos de ahí, y me
dijo que yo tenía que acelerar mientras él trataría de levantar el coche por la defensa trasera. Miré
sus brazos, aunque los tenía torneados era más bien un tipo delgado. Adivinó lo que pensaba.
—No lo voy a cargar de verdad —dijo y se fue para atrás.
Aceleré de a poco y vi por el retrovisor que José sacudía el coche. Las llantas levantaron arena,
pero el auto salió disparado a la carretera. José corrió un pequeño tramo para alcanzarme, abrió la
portezuela y se sentó a mi lado. En un momento nos deslizábamos hacía el horizonte. La música
parecía provenir de fuera, del viento, el resplandor del cielo raso, el desierto, del mar allá abajo.
Era perfecta. No solía pensar en mi padre, tenía varios años de no verlo y no me importaba. Sin
embargo, lo recordé cuando José y yo bajamos del auto y vimos el mar índigo que se balanceaba
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a unos pocos metros frente a nosotros. La última vez que había estado en la playa había sido con
mi padre cuando niño. Él amaba Acapulco. Pero esto era muy diferente. No hacía calor, no había
un alma, el agua era fría, y no había ese paisaje tropical que detestaba. Nos acercamos. El viento
rugía desde la inmensidad oceánica y el agua nos mojaba los tenis. Una parvada de gaviotas vola -
ba en círculos y se dejaba caer en picada mar adentro. A lo lejos unas siluetas oscurecidas por el
contraluz se aproximaban por la playa. Eran las únicas personas aparte de nosotros.
—¿Por qué me lo dices ahora? —dije—, ¿desde cuándo lo sabes?
José enjugó el sudor de la cara, pero lo hizo con ambas manos como si se la cubriera para llorar.
—Soy de esas personas que hablan todo el tiempo, todos me buscan para llenar su tanque —dijo
con la cara entre las manos.
—Eres una magnífica estación de servicio —dije y sonreí.
Resopló y bajó los brazos.
—No en realidad. Ellos me buscan para hablar, pero yo busco las palabras para decir lo menos
posible —me miró—. No es la gran cosa, ¿sabes?
No era suficiente, pero algo explicaba. Me quité la chamarra y la dejé caer, luego la playera. Am-
bos estábamos con los torsos desnudos, pero su piel estaba bronceada y la mía no, era pálida. Ya
más cerca, las siluetas se convirtieron en una pareja elegante con ropa blanca de playa.
—¿Tienes miedo? —dije.
Él negó con la cabeza.
—¿Quieres nadar? —dijo mientras se desabotonaba los jeans.
Fue la señal para sacarme los tenis. Quedamos en calzoncillos cuando la pareja pasó a nuestro
lado. Un hombre de unos 40 años y una mujer un poco más joven. Me pareció que ella podía ron-
dar los 30, como José. El hombre nos saludó con la mano en la que llevaba unas alpargatas y dijo:
“Hola muchachos”, con esa forma gringa de arrastrar las “ch”, y una sonrisa de dientes blancos y
cuadrados. Ella no dijo nada, pero me vio a los ojos al sonreír, yo bajé la cabeza y vi sus pies
manchados de arena. Seguimos con la vista su camino hacia la enramada que servía de restorán.
Los deseábamos de muchas formas, deseábamos lo que tenían. Entraron. En ese momento se
rompió la fascinación por ellos. Entonces, liberados, corrimos al mar, chapoteamos para adentrar-
nos en la marea calma. Braceamos hasta no tocar fondo, y ahí permanecimos a flote, en silencio,
por un tiempo que me pareció años.
—¿Qué vas a hacer, Jorge? —dijo.
El agua cubría y descubría sus hombros. Le dije lo que creía en ese momento, le aseguré que ya
no tenía dudas, que haría lo necesario, que todo iría bien. Me miró antes de sumergirse una, dos,
tres veces en un resorteo que logró elevar su torso fuera del agua hasta la cintura y se metió de
cabeza al mar, sus pies salieron a la superficie un instante y desaparecieron también. Abajo mis
piernas se movían para mantenerme a flote. La playa estaba varios metros más allá, me rodeaba
un azul infinito en el que me sentí perdido. Por fin salió de nuevo en medio de un salpicadero de
agua, tomó aire, se sonó la nariz con la mano que escurría y se alisó el cabello hacia atrás.
—¿Qué vas a hacer cuando todo esto se vaya a la chingada? —dijo—. Se me acaba el tiempo,
hermanito.
Escupí agua salada, se formaron burbujas en mi boca.
—Quisiera que esto no estuviera pasando, Pepe —dije. Pero había mucho más.
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El cielo se volvió pálido sobre las dunas en la playa. Estaba cansado de flotar. Me quedé inmóvil,
sentí la atracción del abismo y me dejé ir. Mantuve los ojos abiertos mientras me hundía y la os-
curidad se espesaba. Mi cuerpo desapareció entre corrientes marinas, pero de algún modo yo se-
guía ahí. Descendí más, entonces, mi mente hizo agua. No estaba en ninguna parte, pero al mis-
mo tiempo era toda esa oscuridad náutica.
Al abrir los ojos la claridad me cegó. Tosí, me incorporé y me puse a gatas. Tenía arena batida en
todo el cuerpo, me picaba las rodillas y dentro del calzoncillo. José estaba sentado a mi lado de
frente al mar. Traté de hablar, pero la tos no me dejó.
—Entré por ti —dijo sin quitar la vista del horizonte—, no podía encontrarte, no estabas por nin-
gún lado. Tuve miedo.
—Yo tampoco puedo —dije—, por más que lo intento, no puedo.
Me senté junto a él con la vista en la arena. Volteó. El resplandor ocultaba parte de su cara, y eso
estaba bien.
—Pronto tendrás que hacerlo, Jorge, y nadie va a sentir miedo por ti —dijo.
Menos de un año después, José murió en la Ciudad de México. Tal como lo presagió, todo se fue
a la chingada. El grupo se disolvió y nunca volví a ver a ninguno de ellos. Me perdí por mucho
tiempo para evitar el miedo de la única forma que conocía.
***
Como con hambre. Me meto ravioles completos a la boca, y luego trincho verduras, arranco un
trozo de pan, y lo como todo y bebo de mi vino blanco. Advierto que mi padre se ha quedado
muy callado. Cuando levanto la cara, veo que mira la ensenada al fondo del voladero, su pescado
está intacto, pero da sorbos a su bebida.
—¿No vas a comer? —digo sin dejar de masticar.
—¿Sabes que vengo a Acapulco desde hace muchos años?, yo creo que desde el 58 —dice.
—Bueno, cuando yo era niño veníamos mucho.
—Sí, también le gustaba a tu mamá, pero a ti no tanto —dice y toma un trago—. No te gustaba el
calor, ni la comida…
—Ni la sensación de la arena, ni el sudor pegajoso en la piel, ni… no había vuelto desde entonces
—digo con los cubiertos en las manos.
—Durante mucho tiempo esperé que alguna vez vendrías a la casa con amigos o con una mucha-
cha. Sabías que podías usarla cuando quisieras, ¿no?
Tiene la mirada vidriosa y me parece que por momentos ve por encima de mi hombro.
—Se te olvidó decirme, pero no importa, nunca me gustó Acapulco como a ti.
—¿Quieres postre?, pidamos algo, ¿Qué tal pastel de chocolate?
Le digo que aún no he terminado y que él tiene toda su comida, pero llama al mesero y pide el
pastel y más güisqui. Su cuerpo adquiere esa pesadez característica en él, ha bebido demasiado
ya.
—La casa… quiero que tú la tengas —dice sin verme.
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Es como si una vez más, me lanzara unas llaves que no puedo atrapar. Dejo los cubiertos sobre el
plato. Sólo alcanzo a decir:
—¿Por qué?
—Porque es mucho trabajo para mí —dice. Da un suspiro largo—. Ya no puedo atenderla más.
—Pero, ¿qué más tienes que hacer?
—Es mucho trabajo. Ahora mismo tendría que remplazar los cristales del ventanal, colocar las
piedras del jardín, el jardín requiere mucha atención.
—Pues contrata a alguien que lo haga.
—No, eso no. El jardín necesita una atención especial de alguien que sepa lo que hace, que lo
haga con amor.
—Pero hace más de 30 años que no vengo, no sé de jardines, y la verdad es que yo no siento nada
por la casa.
—Pues tendrás que sentirlo, cabrón —dice en un tono bastante alto, y ante mi asombro lo que
hace es tomarse todo el güisqui.
—Papá… ¿qué pasa? —digo.
—Tienes que hacerte cargo de la casa, pronto no habrá nadie más.
Se queda absorto en sus pensamientos. Reconozco la raíz del miedo que me ha asaltado toda la
noche. Su recogimiento es tan profundo que dudo antes de hablar.
—Papá, aun así, no puedo, tengo una vida hecha, yo… no quiero hacerlo.
—Jorge, quisiera que las cosas hubieran sido distintas, desde el principio me di cuenta que eras
diferente a mí, pero no supe cómo acercarme, ahora estamos aquí, dos hombres frente a frente.
Quiero que conserves la casa, necesito que cuides del jardín, te lo pido.
Por un momento no decimos nada. Ambos desviamos la mirada al vacío. Mi padre se lleva el
vaso a la boca, se da cuenta de que ya no tiene nada, suspira y lo deja en la mesa.
—Está bien, discúlpame —dice—. No te preocupes. Ya está arreglado.
El viento que baja de la serranía apenas atenúa el ambiente sofocante. Prueba el pastel, dice que
está bueno y me lo deja todo.
***
Vuelvo a Acapulco. La primera noche que me quedo en la casa tengo uno de esos sueños inquie -
tantes. Cuando abro los ojos no sé dónde estoy. Me quedo tumbado y trato de huir de la angustia
volviendo a dormir, es inútil. La luz se filtra por unas cortinas ligeras de color ocre que ondean
suave con la brisa de la mañana. Estoy triste, muy triste. Miro alrededor, reconozco la habitación
que fue mía cuando niño.
En el sueño me encontraba con mi padre en una destartalada y sombría estación de tren. Hablába -
mos de prisa en la plataforma mientras la gente a nuestro alrededor abordaba el convoy que esta-
ba a punto de partir. En un momento mi padre me tomaba de los hombros, “necesito que me ha -
gas un favor”. “¿De qué se trata, papá?”. “Te encargo a mi hijo, eres el único que puede hacer
esto”. Me daba la espalda y se subía al vagón. Yo le gritaba y él se volvía sobre el estribo y me
decía: “Ya no tengo tiempo, haz lo que te pedí, cuida de mi hijo”. El tren empezaba su marcha.
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Me quedaba ahí, mientras los vagones pasaban delante de mí hasta que el último abandonaba la
estación y más adelante se perdía al tomar una curva. Yo quería hablar con mi padre. Entonces,
llegaba un nuevo ferrocarril a la estación. Lo abordaba con temor, pero me impulsaba la idea de
alcanzar a mi papá y renunciar al compromiso que me había impuesto. Me sentaba junto a la ven-
tana y por el reflejo del cristal veía el interior, y en primer plano, el rostro de un niño que, unos
asientos adelante, también miraba por la ventana. El niño me descubría y me veía directo a los
ojos con una expresión que me parecía desierta. El tren avanzaba y nosotros nos quedábamos
fijos a nuestra imagen. Tenía una mirada color miel que atravesaba un flequillo castaño, su cara
era redonda, con unos buenos cachetes que acentuaban una trompita bien delineada, rosácea y
como levantada para un beso. Entonces algo pasaba, el niño trataba de comunicarse conmigo,
exageraba el movimiento de la boca, pero no salía palabra alguna, sus ojos, que en un principio
eran inexpresivos, se volvían anhelantes. Con un vuelco en el estómago comprendía que el chico
me trataba de advertir que cada vez estaba más lejos de casa, que era un viaje sin posibilidad de
regreso y no había forma de avisar a nadie. El tren se internaba en una montaña nevada y el blan-
co de la nieve se fundía con la oscuridad. En mi mente sólo estaba la mirada apremiante de mi
padre al alejarse de la estación.
Me sobra tiempo antes de ir por Alicia a su trabajo. Me detengo por un café en un Oxxo cerca de
casa. Por momentos sopla un viento frío que me hace meter las manos a las bolsas del pantalón.
En la entrada noto uno de esos avisos de alerta Amber pegado al cristal, apenas lo veo, empujo la
puerta para entrar. No voy directo por el café, echo un ojo a la comida, es imposible saber cuánto
tiempo llevan esas salchichas ahí. Unos chicos pasan en sus patinetas al frente del local, cuando
desaparecen, el sonido de las ruedas sobre el pavimento se aleja, pero de inmediato, el ruido se
acrecienta, alzo la vista de las salchichas y los veo reaparecer a través de los ventanales. Dan
vueltas en el estacionamiento. Camino a las cafeteras, el sonido de las llantas y la madera que
golpea contra el asfalto me inquieta, mi auto está ahí y me preocupa que lo rayen. Sirvo medio
vaso de café negro y el resto lo relleno con capuchino de la máquina. Entran a la tienda, no pare-
cen mayores de trece años. Pasan en fila india a mis espaldas con las patinetas bajo el brazo para
ir a los refrigeradores. Toman bebidas, andan por los pasillos, agarran bolsas de frituras y pasteli-
llos, todo es bulla y bromas, luego se forman en la caja. En la cola guardo unos pasos de distancia
para no ser víctima de sus tonterías, ya se derramaron refresco entre ellos. Pagan cuentas por se-
parado, así que aquello se hace un fastidio. Salen de la tienda, rondan la entrada escandalosos,
azotan sus tablas en el piso mientras comen y beben. Cuando salgo escucho decir a uno de los
chicos que el niño extraviado es hermano de un tal Daniel, otro por ahí dice que es cierto, y al-
guno más se acerca a la puerta y mira la foto del cartel. Yo también miro de paso, doy un sorbo al
café y sigo hasta mi coche.
Me siento al volante, prendo el radio, doy varias vueltas al turning, hasta que encuentro algo de
música y me dedico a beber el café y a mirar a los chicos a través del parabrisas. En eso estoy
cuando en la radio pasan un comercial grandilocuente que anuncia la llegada de un circo a la ciu -
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dad, el circo de Polichinelo. Un famoso cómico de humor inocente, casi tonto, que tuvo sus mejo-
res momentos en los años 60. Protagonizó varias películas para niños que lo convirtieron en una
celebridad y llegó con su fama intacta a la siguiente década, cuando yo lo conocí. Me sorprende
enterarme no sólo de que está vivo, sino además activo con su propio circo, “El mágico circo de
Polichinelo”, como lo anuncian. Tendría entre seis o siete años cuando mis tías, en ese entonces
unas jovencitas universitarias, nos llevaron al cine a unos vecinitos y a mí a ver un programa do-
ble de sus películas. Íbamos muy contentos tomados de las manos para cruzar la calle, y en la
dulcería del cine mis tías nos compraron una copa de helado a cada quien. Mientras tarareo una
cancioncita de los Flaming Lips, los chicos se deslizan en sus patinetas y dejan el estacionamien-
to. Bajo del coche con el café en la mano y regreso al Oxxo. Me inclino para ver la foto del aviso,
bebo un trago. La imagen de un niño sorprendido por la cámara al dar el paso. Se aproxima por
un camino adoquinado, al fondo hay un prado con árboles. Una foto cualquiera que retrata un
momento cualquiera, un instante en nada diferente a los capturados a diario por millones de telé-
fonos en el mundo. Pero aquí la imagen es extraña. Resulta que no fue una foto ordinaria, sino la
única que ahora da cuenta de la existencia de ese niño. El cartel tiene una narración escueta de los
“hechos”: “A las 16 horas del 20 de abril, fue visto por última vez en la calle Diagonal de San
Antonio en compañía de su madre, y desde entonces se desconoce su paradero”. Me figuro que
va tomado de la mano de su madre y conforme caminan se desvanece hasta desaparecer. La ficha
dice que el chico tiene nueve años, quizás es grande para ir de la mano, pero entonces, ¿cómo
puede un niño evaporarse? He visto muchísimos anuncios de personas desaparecidas, los hay por
toda la ciudad, pero nunca antes me había tomado el tiempo para pensar en ello. El teléfono vibra
en mi pierna, lo saco del pantalón, tengo un mensaje de Alicia: “¿Dónde estás?”. Vuelvo al coche
y me largo de ahí.
Mi tía Lupe iba al frente conmigo, después venía Mario, él y los otros dos no querían tomarse de
la mano, pero mis tías los obligaron, íbamos en fila como en una excursión de preescolar. Ellas
dijeron que así no nos perderíamos. En realidad, eran niños muy avispados, tenían dos o tres años
más que yo y se pasaban el día en la calle, yo salía un rato y a veces los convencía de jugar con -
migo en el patio del edificio. Eran hijos de cargadores o vendedores de las bodegas de la Merced,
sus madres eran sirvientas, como la mamá de Mario que trabajaba para mi familia, por lo que él y
yo teníamos alguna cercanía. A veces volvíamos juntos de la escuela, pero, aunque su mamá esta-
ba en mi casa, él no pasaba, seguía su camino a la azotea donde estaban los cuartos de servicio.
Esa tarde yo estaba empeñado en que aquellos niños se sintieran cómodos, en confianza, entre
iguales. El problema era que nosotros no sólo éramos dueños de varias bodegas, sino que mi pa-
dre poseía muchas hectáreas de tierra en las que se producía lo que ahí se vendía.
Llego por Alicia unos quince minutos tarde. Ella me espera afuera de su trabajo. Al verla sé que
está de mal humor. Reconoce el carro y se acerca al filo de la banqueta. Estaciono frente a ella, le
abro la puerta. Entra con la mirada apretada, en silencio, un silencio más duro que un mazo en la
cabeza. Ella ve el vaso de café entre los asientos, percibo que aprieta los labios.
—Necesitaba tomar algo.
Es lo único que se dice de camino a casa.
En la mesa, frente a frente, comemos con ganas. Damos vueltas al tenedor para enredar la pasta y
picamos trozos de brócoli, masticamos, partimos pedazos de pan que mojamos en aceite, un trago
de agua mineral o jugo de arándanos y atacamos el queso y repetimos todo casi en el mismo or-
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den, pero ninguno habla. Ella es menor que yo diez años, es trabajadora social en una secundaria
pública, y últimamente habla poco, al menos conmigo. Acaba primero, se levanta a servirse otra
tanda, me pregunta si quiero más, le digo que no, que gracias, me echo atrás en el respaldo. Me
pregunta si voy a querer postre y le digo que de eso sí. Vuelve a la mesa con otra porción de pasta
en su plato, come. Esta vez yo me levanto, llevo mi plato al fregadero, pongo agua para café y
voy al refri donde ayer dejamos la mitad de una buena tarta de manzana. Traigo la tarta y un bote
de leche Clavel a la mesa, saco unas tazas y platos de la alacena y me siento a esperar que el agua
hierva. Ella come sin levantar la vista de la mesa. Yo no hago nada, espero con las manos en el
regazo. De vez en cuando me alboroto el cabello. El agua hierve, voy por el café, tomo dos medi -
das y las arrojo al agua sin apagar el fuego, el agua se eleva de inmediato y no alcanzo a cerrar la
llave, el café se derrama en la hornilla. De reojo veo que ella niega con la cabeza, reprueba mi
descuido, y a mí me gustaría vivir solo sin que nadie me diga, aunque sea con su silencio, cómo
hacer. Me recargo en el fregadero a esperar que el café repose. Estoy detrás de ella, la veo comer
sin que ella sepa que la observo. Los brazos, las orejas que suben y bajan con el movimiento de la
quijada, el sonido de los cubiertos contra el plato. Su cabello largo negro que cae pesado sobre
los hombros. No sé por qué le cuento que por la tarde escuché en la radio el anuncio del circo de
Polichinelo. Ella tiene un bocado en la boca, no contesta. Se levanta con el plato en la mano y se
dirige al fregadero y sin mirarme ni tocarme me obliga a hacerme a un lado. Lava los trastes, yo
sirvo el café, parto dos porciones de tarta y me siento a la mesa. De nuevo ella me da la espalda,
ahora frente al fregadero. Le digo que creía que Polichenelo estaba muerto, pero que no, que está
“vivito y coleando” y viene a la ciudad con su circo. Se seca las manos y se sienta a la mesa,
toma un trago de café y luego me mira y dice:
—¿Qué es eso de que viene un circo a la ciudad?
Me llevo a la boca un pedazo de tarta y contesto al tiempo que mastico.
—Es el circo de Polichinelo, ¿conoces a Polichinelo?
—Sí, claro, pero nunca fue mi favorito, ¿tuyo sí?
—Supongo que es algo generacional. Lo conozco bien.
Comemos al mismo tiempo.
—No sabía que te gustara. No lo recuerdo tan bien para decir, pero creo que era como… tonto,
¿no? —dice.
—No diría eso, tal vez inocente.
Bebo y aprovecho que la taza me cubre media cara para verla con disimulo. Ella me mira también
con el tenedor en la mano.
—¿De dónde salió todo este asunto? —dice.
Dejo la taza en la mesa. Pienso que contestar.
—Bueno, estaba tomando un café en el coche y escuché un anuncio del mentado circo y ahora
que estamos hablando de ello creo que podríamos ir.
—¿Al circo?, ¿por qué?
—Creo que me gustaría ir.
—¿Por qué?
Mientras mi tía Lupe compraba los boletos, Gaby se quedó con nosotros y nos ordenó hacer un
círculo sin soltarnos. Yo estaba a su lado derecho y Mario al otro. Volteé a la entrada del cine y
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vi nuestra imagen reflejada, Mario también nos miraba petrificado a través del cristal, se percató
de que yo lo observaba, lo saludé con un movimiento de cabeza, pero él sólo desvió la mirada. En
eso llegó Lupe con los boletos y entramos al cine.
—Cuando niño fui al cine a ver una película de él.
—¿Quieres que vayamos al circo porque alguna vez viste una película de Polichinelo? ¿Sabes
qué creo?, que estás aburrido —sube la voz—, de veras, debes buscarte algo para hacer, tal vez
volver a trabajar —tiene los ojos enrojecidos.
—Tengo trabajo.
—Sabes qué quiero decir.
—Mis tías nos llevaron a unos chicos y a mí.
No contesta nada, me mira con sus ojos rojos. Caigo en cuenta de que llevamos todo el tiempo
hablando con las persianas abiertas. Del otro lado del ventanal está el coche y más allá la reja
negra que nos separa de la calle. La gente pasa por la acera y no puede evitar mirar hacia la ven-
tana, la cocina iluminada, una pareja sentada a la mesa, quizá ven un ambiente acogedor. Me le-
vanto a correr la persiana. Cuando vuelvo ella se masajea la nuca y dice:
—¿Quieres ver un capítulo?
Le contesto que me parece bien. La sigo a la sala, nos acomodamos en el sillón de dos plazas.
Cuando apunto el control veo en el librero detrás de la pantalla, la única foto que conservo de
cuando era niño. Nos toca el capítulo cuatro de una serie de detectives que seguimos. Enlazamos
las piernas, pero no por cercanía, sólo para caber en el sillón. La serie trata de un par de policías
que en los 80 no pueden resolver la desaparición de dos niños. Diez años después el asunto es
reabierto y estos mismos policías son de nuevo asignados al caso. En esta ocasión tampoco lo -
gran aclarar del todo lo sucedido. Ya de viejos descubren que el incidente afectó sus vidas, que,
de alguna forma, todo lo que les sucedió después estuvo ligado a aquel caso. Es necesario saber
lo que pasó con los chicos para saber lo que fue de ellos mismos, así que vuelven a investigar por
su cuenta. El programa corre sin que nosotros hablemos una sola vez, apenas nos movemos. La
luz oscilante de la televisión nos baña como un seguidor, pero alrededor nuestro hay una tremen-
da oscuridad. Ni Alicia ni yo podríamos encontrar algo en esta casa. Cuando perdí la tarjeta de
circulación, desanduve todo el camino hasta el momento exacto en que me di cuenta que no la
tenía conmigo. Era posible que estuviera en cada parada, revisé una y otra vez, quizá la primera
ocasión no busqué bien, ni la segunda, ni diez veces después. No estaba, la tarjeta simplemente se
esfumó y a mí me parecía increíble, un misterio imposible. Esta energía de búsqueda se convirtió
en un propósito implacable, la búsqueda de una explicación, no ya de la tarjeta. Por días no exis-
tía nada más que la búsqueda, pero el propósito se diluye con el paso del tiempo hasta que la rea -
lidad de la desaparición se asienta sin saber dónde ni cómo. Aceptas el fenómeno como los pri -
meros seres humanos aceptaron la lluvia. Una persona extraviada debajo de un libro, una toalla,
un puente, una zanja, una fosa. ¿Desapareces para ti cuando has desaparecido para los otros?, ¿el
cuerpo anudado a ella en el sillón te pertenece o lo has perdido por completo?, ¿después de cuán -
to tiempo tu pérdida se vuelve lluvia? Es difícil saber si alguna vez estuve ahí. Mi único asidero
es una foto que no está en el territorio alumbrado por la televisión, una foto que habita la franja
de la no existencia.
El episodio termina, ella duerme. Apago la televisión con el control y me quedo quieto, atrapado
entre las piernas de mi mujer. Dejo caer la cabeza en el respaldo y cierro los ojos. Al poco tiem-
po, ella se mueve, se mueve despacio para no despertarme, la dejo creer que estoy dormido, se
zafa y se va a la recámara, escucho que cierra con cuidado. Me recuesto cuan largo, la posición es
reconfortante, estoy acostumbrado, de un tiempo para acá duermo en el sillón unas tres veces a la
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semana. Pongo el antebrazo sobre los ojos y trato de dormir. No pienso ir a ninguna parte, ni a
quitarme la ropa, ni por una cobija, mucho menos a lavarme los dientes.
Despierto tarde. Mi mujer se ha ido al trabajo. Encuentro una nota en la mesa en la cual me da
varias indicaciones y me recuerda pasar por ella al trabajo puntual, y subraya puntual. Hizo café,
gracias a Dios. Me sirvo una taza, le pongo leche y me dedico la mañana a vagabundear por la
casa: me tiro a mirar las noticias por televisión, preparo un sándwich, me asomo a la ventana a
ver a la gente pasar, dormito un rato en la recámara, y luego voy a trabajar en el estudio. Hace
más de un año que soy profesor a distancia y es algo muy parecido a estar desempleado, incluso
la paga. Antes de empezar a revisar tareas, busco en Youtube películas de Polichinelo. Encuentro
aquella que vi de niño con mis tías y la pongo, sólo los créditos, me digo, pero la dejo correr
toda.
Ya de tarde me doy un baño y salgo con tiempo de sobra para ir por mi mujer a su trabajo.
La sala estaba a oscuras, descendimos con torpeza por el pasillo alfombrado apenas iluminados
por la luz azulada de la pantalla. Caminábamos con la vista en las imágenes cambiantes. Lupe se
metió primero por la hilera de asientos vacíos, luego yo, Mario, los otros niños y mi tía Gaby.
Abrí mi helado y sin quitar los ojos del documental de Demetrio Bilbatúa encajé la cuchara y me
atraganté. De soslayo vi a Mario, parecía atento a la proyección, tenía la copa de helado entre las
piernas. “Cómetelo, se te va a derretir”, le dije. Volteó para mirarme en la oscuridad y me respon-
dió bajito, casi un movimiento de labios: “Chinga tu madre”, y como volvió lento la cabeza, me
grabé sus ojos. Guardé silencio con la cuchara en la boca, adolorido como si me hubiera dado un
puñetazo. Acabó el documental y encendieron las luces, yo le busqué la cara, pero él se hizo el
desentendido. Mi tía Lupe preguntó si pasaba algo, él le dijo que todo estaba bien. La luz se apa -
gó de nuevo y aparecieron los títulos de la película de Polichinelo, unas graciosas caricaturas del
cómico acompañadas por una música juguetona. Por un rato no pude concentrarme en la función,
estaba aturdido, sus ojos se imponían a todo lo demás, sentía la cara enardecida y una cerrazón en
la garganta que me hacía odiar el helado. Ya antes había escuchado esas palabras, los trabajado-
res en la Merced, los borrachines de la esquina, pero hasta ese momento nadie las había dejado
caer sobre mí con esa fuerza desconocida. Años después descifraría el enigma de esos ojos en la
oscuridad. Mi padre era un hombre brutal, violento, a quien yo había visto golpear a otros hom-
bres. Estábamos cenando en una de sus esporádicas visitas a casa de mi abuela, cuando ella me
acusó de ser un problema en la escuela, debí haber ido en tercero de secundaria.
—Ya no puedo con él, Eduardo, es un delincuente. Queja tras queja de la escuela, me llaman por
lo menos dos veces cada semana.
Mi padre no dijo nada, ni siquiera levantó la mirada de su plato. Mi abuela paró ahí el asunto, de
pronto recordó quién era su hijo.
—Bueno, no será para tanto, la verdad es que nos arreglamos bien —dijo, pero ya era tarde.
Mi padre terminó de cenar, bebió su café sin apresurarse, así era él, se movía lento, no tenía para
qué correr, sabía que todo estaba a su alcance y podía arrebatarlo. Me llamó, sin levantarse arras-
tró su silla hacia atrás y la giró para quedar al lado de la mesa. Apenas me paré frente a él me
soltó:
—¡Eres un hijo de la chingada!
Y vino la bofetada, me hizo caer sobre la mesa. A partir de ahí me golpeó con el puño cerrado,
me tiré al piso y me cubrí, pero entre los brazos veía sus ojos inflamados mientras me golpeaba,
era el mismo odio y desprecio de aquella tarde en el cine.
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Los gestos y la voz de Polichinelo me atraparon, era gracioso y me dejé llevar. Para la mitad de la
película reía. Después de esa salida al cine las cosas cambiaron con esos niños, me evitaban y
eran hostiles, pero con mis tías se comportaban muy educados, en especial Mario, que siempre
les pareció a ellas un chico estupendo. Cuando nos cambiamos de la Merced nos fuimos a vivir a
una casa muy bonita en la Narvarte, la mamá de Mario no pudo ir con nosotros y por eso no lo
volví a ver más.
Avanzo despacio por calles residenciales flanqueadas de árboles altos que se cierran como te-
chumbres sobre el asfalto. Por momentos, el sol atraviesa las ramas, me deslumbra y avanzo a
tientas. Busco en la guantera los lentes oscuros, me los pongo. Miro mis manos al volante, cua-
dradas, blancas y llenas de pecas como las de mi padre.
Cuando apenas era un niño de brazos, mis padres me dejaron al cuidado de mi abuela. En reali-
dad, fue mi padre quien lo decidió así, “el rancho no es lugar para criar un niño”, y mi madre, una
mujer sumisa, no pudo oponerse a él, y con el paso del tiempo no intentó recuperarme. Crecí con
mi abuela y mis tías. Entre las tres hicieron lo mejor que pudieron conmigo, y luego, cuando mis
tías se fueron de casa, mi abuela lo siguió intentando.
En la esquina aparecen de pronto los chicos en sus patinetas. Se incorporan a la calle por la que
circulo y me emparejan de tan despacio que voy. Adelante está el Oxxo. Los dejo que me rebasen
un poco, se meten en el estacionamiento de la tienda y de último momento, doy el volantazo para
entrar también. Apago el coche. Desde ahí los veo entrar, pero uno de ellos se queda afuera, fren-
te a la alerta Amber. Es un muchacho alto, flacucho, de cabello castaño enredado. La patineta
cuelga de su brazo derecho pegada a su costado, la toma del truck delantero. Bajo del auto y cru-
zo el estacionamiento. Me paro a su lado, me inclino para ver la foto. Permanecemos ahí, uno al
lado del otro, remuevo palabras y busco en la imagen repetidas veces, no sea que algo se me haya
escapado. Un hombre sale con una bolsa con cervezas, estorbamos en la entrada, le sonrío y me
hago a un lado. El chico alza la cabeza, pero no se mueve, nuestros ojos se encuentran, ambos
desviamos la mirada, yo sigo al hombre y él vuelve al cartel. Traga saliva, parece a punto de ha -
blar, pero no dice nada, entra a la tienda, se une a los otros chicos en el refrigerador, alguien le
pasa un refresco y sonríe.
Me inscribieron en una primaria que estaba a unas calles, del otro lado del puente de Viaducto.
En la cuadra había muchos chicos, chicos nuevos que volvieron a atormentarme tanto como fue
posible. En cada ocasión, volví a pensar en Mario, en sus ojos entre las sombras. Mis tías se gra -
duaron y poco después se casaron. La primera en irse de la casa fue Lupe y un año después Gaby.
Uno de esos días regresé llorando, Gaby me vio pasar por la cocina y me siguió hasta mi cuarto,
se sentó en la cama y me preguntó por qué lloraba. Le dije que los chicos de la calle no me deja-
ban en paz, que me esperaban en la esquina para robarme el dinero de los mandados y luego tenía
que inventarle a mi abuela que lo había perdido, a veces me castigaba, y otras, sólo suspiraba y
me dejaba con mi llanto. “Tengo que encontrar mi lugar, pero no sé cómo hacer eso”, grité. Mi
tía Gaby puso una cara tristísima, y después de sacudirme la cabeza dijo que los invitáramos al
cine.
El chico toma cosas de los anaqueles, les echa una ojeada y las deja en su lugar, en algún momen-
to alza la cara distraído y nuestros ojos se encuentran de nuevo, pero esta vez aguantamos la mi-
rada. Se acerca a la puerta con la patineta en la mano, se queda ahí, mirándome desde adentro. Un
ventarrón arrastra la basura de un extremo a otro, el sol se hunde en los altos edificios del fondo.
—¿Saben algo de él? —digo.
Tras los reflejos del vidrio, el muchacho es una sombra.
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—No puedo apartar la vista por más tiempo —y de inmediato con un poco de impaciencia—, ¿tú
no quieres saber?
Pero él sigue ahí quieto mirándome del otro lado de la puerta sin decir nada. De pronto me siento
pesado, los brazos tiran hacia abajo y el cuello tenso apenas evita que se me caiga la cabeza. El
muchacho empuja la puerta, sale y se para delante de mí:
—Discúlpeme, no le entendí nada. ¿Ha visto a ese niño?
Una bandada de pájaros vuela en círculos en el estacionamiento. Su playera tiene una serigrafía
de una espiral de estrellas y dice en inglés: “Te vi en mi sueño”.
—Es que todo es tan… —lo intento de nuevo—, me siento muy… —y al final no sé cómo decir
aquello.
El muchacho mira por encima de mi hombro.
—Antes me gustaba la ciudad —vuelve a fijar sus ojos en los míos—. ¿Sabe?, no importa —car-
ga su peso de una pierna a otra y aprieta los labios—. No importa, es imposible encontrar algo
aquí, ¿lo ve?
Estoy seguro de que habla de su hermano, tiene que hablar de eso, ¿de qué otra cosa si no? Entra
una mujer con una niña de la mano y él aprovecha para regresar con los amigos. Mientras se aleja
quiero decirle que se equivoca.
Subo al auto y doy vueltas por ahí. Cuando es tarde para ir por Alicia y ya me ha mandado varios
mensajes que no contesto, voy por ella. La encuentro enfurecida. Me recuerda que por la mañana
me dejó dicho claramente que no llegara tarde por ella. Imagino que le respondo que no vamos a
casa, sino al circo.
—¡Oye, yo no quiero ir al circo!
Imagino que le digo:
—Tendrías que saber que desde hace tiempo yo no quiero hacer la mayor parte de las cosas que
hago a diario, de modo que vamos a ir.
Llegamos a la mitad de la función. Nos atravesamos entre la gente para ocupar nuestros lugares.
Actos de caballos, tigres, elefantes amaestrados, acróbatas, y en vez de payasos, salen a escena el
viejo Polichinelo y el presentador. El cómico hace lo suyo, el número del patiño, un hombrón
aniñado con muchos más años encima de lo que recuerdo. La función cierra con un carnaval en
donde todos los actores desfilan en la pista y lucen sus habilidades para agradecer al público. La
algarabía termina, se encienden las luces de la sala, la gente se levanta de sus lugares para salir
poco a poco.
36
La niña toma el paso y sigue adelante. Polichinelo continúa en la misma pose.
En la esquina giro a la derecha, adelante cambia el semáforo a rojo.
Imagino que antes de llegar, me ve venir y me sonríe a la distancia, yo también sonrío. Me deten-
go frente a él, somos de la misma estatura, se adelanta.
—Buenas noches, señor, un gusto que nos acompañe —dice con una voz gruesa, diferente a la
del personaje.
Le extiendo la mano y él la toma con las dos.
—¿Le gustó la función? —dice.
—Sí sí, estuvo muy bonita —titubeo—. Vine con mi mujer —señalo a las gradas.
Ambos miramos en esa dirección mientras Polichinelo menciona que es un placer contar con
nuestra presencia. Alicia nos saluda a la distancia.
Aminoro la velocidad hasta detenerme y espero en la esquina con el clutch a fondo.
Estoy delante de Polichinelo, lo veo a los ojos, su sonrisa, busco algo en esa cara. Nos quedamos
callados un segundo.
—Una vez mis tías me llevaron a verlo al cine —el hombre entrecierra los ojos en un esfuerzo
por no dejar escapar nada de lo que digo, pero mantiene la sonrisa—. Me llevaron para evitar que
me perdiera.
Y es todo lo que alcanzo a decir. Mientras lloro recuerdo a Mario y a los otros niños, a mis tías,
mi abuela. La onda incontrolable que me sacude también está hecha de lo que siento por mi pa -
dre, me asombra que no sea odio, es amor, el mismo amor no correspondido, no realizado de un
niño que no encontró donde ponerlo. Polichinelo me mira con el rostro contraído y dice muy que-
do: “Te entiendo”, me abraza y me palmea la espalda. Imagino que nos mantenemos abrazados
hasta que quedo vacío, que cuando nos soltamos aún sollozo, pero Alicia está detrás de mí y pone
su mano en mi hombro, que Polichinelo dice con voz abisal:
—Gracias por quererme, por no olvidarme. Ya ves que ahora nadie me reconoce.
Que Alicia y yo caminamos rumbo a la salida de la carpa y antes de atravesar el umbral volteo de
nuevo y el hermoso Polichinelo me sonríe entre la gente.
Todo eso imagino mientras se escucha el rumor eléctrico de los cables de alta tensión. Sin quitar
la vista de lo que hay afuera del parabrisas, Alicia dice que no entiende por qué no puedo llegar a
tiempo si no hago nada en todo el día.
—Tienes que aprender a manejar —le digo—, no voy a volver a ir por ti a tu trabajo.
Lo digo de tal forma que no hay espacio para discutir. Ella aguanta las palabras en la boca, en el
pecho que sube y baja. No voltea a mirarme. El semáforo cambia, de cualquier manera, me fijo a
ambos lados de la calle antes de arrancar. Piso el acelerador, el auto se desliza a través de franjas
de luz y oscuridad.
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AL OTRO LADO DE LA AVENIDA (en supl. Confabulario de EL UNIVERSAL, CD
México, 23/12/2023)
[Una llamada alerta sobre el acecho de la soledad: una pandemia azota al mundo
y dejará sus estragos]
No llevaba mucho tiempo en la cama, en realidad un colchón viejo que tenía en el piso. Con el
dedo pulgar lanzaba los videos de Youtube hacia arriba como si los sacara de mi teléfono. “Bikini
contest”, “Comprobado científicamente: la sandía es un viagra natural”, “Carl Jung, la sombra y
el inconsciente colectivo”. Entonces entró la llamada de Porfirio. Me sorprendió un poco, no solía
llamarme y además era tarde. Contesté de inmediato. “Quihubo, hermano”. Lo dije al menos un
par de veces más después de no obtener respuesta, luego empecé con los “¡bueno, bueno!, ¡no te
oigo!” Estaba a punto de cortar:
—Estoy solo en casa —su voz tintineó como metal, pero además de eso, no había nada más en la
línea, ni siquiera se escuchaba su respiración—. Estoy solo —repitió y sus palabras se apagaron
en un silencio frío y profundo.
Me quité el aparato de la oreja, vi la pantalla, su nombre resplandecía sobre el fondo negro. Volví
a escuchar y miré en derredor. La mesa repleta de papeles, monedas, pilas usadas, todo aquello
que no tenía lugar ya, el cesto de ropa sucia lleno al tope, los tenis que me acababa de quitar vol -
cados al lado del colchón, la ventana que enmarcaba una oscuridad absoluta del otro lado, todo
estaba ahí, igual que siempre.
—¿Estás bien? —no supe qué más decir.
—No te das cuenta que tú también estás solo —esta vez tragó un líquido. Chasqueo los labios—,
ya se acabó esta mierda —dijo, y se escuchó un estallido de vidrios contra el piso—, debe haber
otra en algún lugar.
La llamada se cortó ahí.
Le marqué enseguida, pero no contestó. Me asomé por la ventana, la oscuridad era sólida e inque-
brantable, mejor corrí la cortina. Fui a la cama, pero no podía dormir, encendí la luz y estuve dan-
do vueltas hasta que me quedé dormido.
Al día siguiente lo llamé por la mañana, pero tampoco hubo respuesta. Porfirio y yo éramos pro -
fesores de la universidad, buenos compañeros, diría que amigos. Teníamos un nivel de cinismo
que nos permitía hablar de temas bastante densos, aparentemente, sin afectación para ninguno de
los dos, además, en más de una ocasión me había prestado dinero cuando yo no llegaba a la quin -
cena, pero nada de eso bastaba para aparecerme por su casa sin invitación, claro, él había hecho
esa llamada en medio de la noche, se justificaba que pasara por allá a ver si todo estaba bien.
Me detuve un par de calles antes a comprar un café. Fui directo a la barra y pedí un capuchino sin
prestar atención al enorme pizarrón tras el mostrador. La chica me preguntó de qué tamaño, y
como titubeé, me enseñó los vasos de papel, escogí el chico, me pareció suficiente, después me
preguntó por el tipo de café, yo no tenía idea y ella me recitó los nombres de por lo menos tres
variedades distintas, luego, cuando logré escoger, me preguntó con qué leche lo quería y me men-
ciono otros tantos tipos incluyendo la de soya y almendra. Cuando tuve el café en la mano paseé
la mirada por el local, la terraza, las personas sentadas a la mesa, sin importar si estaban acompa -
ñadas, absortas en su teléfono, el reflejo de cuerpo entero, fantasmal, que me regresaba el cristal
del cancel, el brillo metálico de los coches más allá de la terraza. Entonces recordé la noche ante-
rior, el insomnio, la luz encendida, la insignificante cortina que encubría la plomiza oscuridad
allá afuera, sentí taquicardia y salí del café.
38
Caminé las cuadras que me faltaban para llegar a su casa. Tuve que cambiar el café de mano para
tocar el timbre. Insistí varias veces antes de que un hombre joven malhumorado saliera a mi en-
cuentro.
—¿Qué desea? —dijo mientras se acercaba a la reja.
—Buen día —hice una pausa para obligarlo a saludar, pero sólo me miró con desconfianza—.
Vengo a ver a Porfirio, soy su amigo.
—Porfirio no está en casa y no sé cuándo vuelva.
Nos quedamos en silencio un instante, regresé el vaso a la mano derecha y me di cuenta de lo
innecesario de la maniobra. Estaba a punto de darse la vuelta, entonces pregunté:
—¿Eres Diego? —Porfirio me había hablado alguna vez de sus hijos e hice mi apuesta—. Soy
amigo de tu padre, me habló ayer por la noche y me quedé preocupado, sólo quiero saber si está
bien.
Sus ojos se desviaron al café delante de mí, luego abrió la reja, me preguntó de dónde conocía a
su padre, y aunque le dije que trabajábamos en la universidad, no me dejó pasar, pero se relajó lo
suficiente para contarme que Porfirio también le había hablado a él en la madrugada.
—Vine a buscarlo temprano, para nada me gustó su llamada de anoche, pero pensé que sólo esta -
ba borracho. Si me hubiera tardado un poco más, no la cuenta, lo encontré inconsciente en el piso
de la sala.
Recordé el silencio aquel del que surgían las palabras de Porfirio a través de la línea.
—¿Y Marijose no estaba con él? —lo mencioné sólo para mostrar que conocía a la esposa de mi
amigo.
—No está en casa, se fue a Chile a ver a su familia, pero ya vuelve de emergencia.
Me contó que su hermano estaba con su padre en el hospital y que él sólo había pasado por la
casa por unos documentos que requerían, así que tenía prisa. Nos despedimos en el umbral. Cru-
zó un tramo de cochera y yo me quedé ahí sosteniendo el estúpido café, incluso después de que el
muchacho desapareció dentro de la casa. Nunca me dijo en qué hospital estaba Porfirio y yo no
quise preguntar.
No pude hablar con mi amigo hasta meses después. A las semanas se declaró la pandemia, y al
poco tiempo estábamos recluidos en nuestras casas con nuestros propios problemas y temores. Le
escribí un largo texto en el que le decía que lamentaba no haberme dado cuenta de lo crucial de
su llamada, pero no lo contestó y lo dejó en visto.
Para la noche del 31 de Diciembre una multitud con mascarillas nos agolpábamos a la entrada del
Hospital General. La gente las llevaba en la calle desde hacía tiempo, pero no por ello era menos
impresionante de ver. Aparte de los cubre bocas, la mayoría llevaba también unas caretas plásti-
cas que me recordaron unas fotografías que vi de niño en un libro de texto. Las imágenes mostra -
ban cómo la gente en Japón usaba mascarillas a causa de la contaminación, eran los setenta.
Aquel tumulto era silencioso, apretado y tenso. Techos improvisados de lonas de colores y car-
tón, convertían las jardineras, la parada del autobús, cualquier rincón en la acera, en un sucio al-
bergue. Del asfalto mojado se elevaba una emanación constante a orines. En la reja, los policías
eran el primer filtro: “Qué oxigenación tiene”, preguntaban. En contra de la lógica, quién podría
saber algo así, la mayoría de los acompañantes lo sabíamos, todos veníamos de un largo peregri-
nar por consultorios, clínicas y hospitales que nos rechazaron por falta de lugar o incapacidad
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para tratar la gravedad de los síntomas. Los guardias estimaban la urgencia del caso de acuerdo a
la respuesta: “Ochenta”, “Sesenta y seis, desde ayer”, entonces autorizaban el ingreso o te manda-
ban de vuelta a casa. Mientras nos llegaba el turno, mi tía hacía mucho esfuerzo por sostenerse de
mi brazo, por eso, cuando un hombre robusto, moreno, de unos cuarenta años, se abrió paso entre
el gentío amontonado y me dio un empujón que me hizo soltarla, le dije:
—Ten cuidado, animal.
El hombre cargaba una caja de cartón al hombro de esas para transportar huevo, me miró un se-
gundo con extrañeza, y antes de que le reiterara mi opinión sobre él, me tendió la mano con dos
tortas. Las rechacé, quise agradecerle y pedirle perdón, pero él no me dio tiempo, apartó los ojos
de mí y se fue a dar de comer a la gente mientras yo me tragaba mis palabras. Justo cuando lo
perdí de vista, percibí en el viento el olor a lluvia, sentí una alegría idiota, como si sólo si lloviera
las cosas tendrían sentido. Me aferré por un momento a ese olor, a la agitación del cielo, a la hu-
medad del aire, deseé como un niño que cayera una tormenta, quizá fui más lejos, e imaginé un
diluvió que arrasara con todos ahí afuera del hospital.
En la sala de espera sentamos a nuestros enfermos en unas hileras de asientos de plástico que no
alcanzaban para todos, los más fuertes tuvieron que permanecer de pie. Vinieron enfermeros a
poner tanques de oxígeno a quienes los necesitaban. Sin espacio de por medio, pacientes y fami-
liares esperábamos el ingreso o información sobre el estado de los que ya habían pasado. Ya sen-
tada, mi tía tomó un poco de aire y dijo: “Mira este desmadre, está canijo, ¿qué nos pasó?” Miré a
mi alrededor, mis ojos se cruzaron con más de una mirada, pero no podíamos sostenerla. Sentí la
garganta seca, y por lo bajo, silencioso, el miedo al contagio, a la muerte. En esa sala, no era na -
die, por más que trataba de recordar lo que había sido antes de esa noche. Yo era ellos, todos esos
ahí, sometidos a la lógica de la carne, de los órganos desfallecientes, del último aliento.
Cuando el doctor determinó que era necesario hospitalizarla, mi tía no dijo nada, sólo me vio
directo a los ojos y pasó la mano por su cabello enmarañado, su mirada de ojos negros me dolió
porque estaba llena de palabras atragantadas, palabras araña, murciélago, caverna, palabras espe-
sas, pesadas, asfixiantes, palabras que no dijo. Se la llevaron en una silla de ruedas, ella volteó la
cabeza para no perderme de vista. Le sonreí, pero mi gesto quedó atrapado en el cubre bocas y no
se me ocurrió levantar la mano para despedirme. Después de firmar varios documentos me hicie-
ron esperar en un área abierta. Una serie de pasillos flanqueados por jardineras de arbustos bajos
que llegaban a las rodillas, conectaban los edificios del hospital, eran espacios de tránsito, pero
ahí estábamos, moviéndonos de un lado a otro para no estorbar. Me recargué en una pared mien-
tras el frío descendía desde la negrura del cielo, me bajé el cubrebocas y aspiré profundo, los ar-
bustos tenían olor, la tierra seca tenía olor, la noche, las personas a unos pasos de mí olían a per-
fume, grasa de comida, cigarro, incienso, sudor, jabón, mierda, olían a infinito y al polvo entre
los pliegues de sus sillones. Estuve ahí más de una hora hasta que una enfermera salió del edificio
y gritó: “Familiar de Rebeca Sánchez”, alcé la mano mientras me acercaba, me dio un papel y me
pidió que trajera las cosas de la lista.
Al salir del hospital caminé hacia Cuauhtémoc, y vi, del otro lado de la avenida, en la Roma, un
centro comercial. La estructura de acero y cristal brillaba desde su interior con luces de colores,
una vaga tonada navideña sonaba a lo lejos. La gente estaba vestida para celebrar, se bajaban los
cubrebocas para tomarse selfies con los labios apretados como en un beso, llevaban bolsas con
logotipos de marcas y se apiñaban a la entrada de tiendas o restaurantes. Era ajena a lo que suce -
día apenas cruzando la calle, como si de dos mundos distintos se tratara, uno opacado por el lus-
tre del otro. Al ver esa alegría en el centro comercial, me sentí tentado a aceptar que era necesario
seguir adelante, el gran homenaje a la vida era sin duda, vivirla, ¿no era así?, pues si puedes, ade-
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lante. Pero la verdad es que me dieron ganas de llorar. Comprendí que lo que buscaba no estaba
allá y volví sobre mis pasos para encontrar una farmacia de este lado.
Cuando por fin pude hablar con Porfirio a mediados del año siguiente, le conté todo eso, también
le conté que no volví a ver a mi tía, ni siquiera muerta, porque no quise abrir la bolsa negra en la
que me la entregaron.
—En realidad a nadie interesa que el mundo cambie de manera alguna —dije para cerrar mi rela -
to.
Porfirio me había escuchado por más de media hora sin intervenir. Exhaló un grueso suspiro.
—Ahora mismo estoy sentado en el sillón en donde pasó todo —dijo lentamente, como si cada
palabra le costara—, estoy en la sala a oscuras como aquella vez. Si me quedo inmóvil, en silen-
cio, percibo que la oscuridad me inquieta, pero también el silencio.
—A lo mejor son lo mismo —me atreví a decir.
—A lo mejor. ¿Extrañas a tu tía?
La pregunta me tomó desprevenido. Recordé a mi tía pasar por el patio hacia los lavaderos car -
gando una bandeja llena de trastes sucios. Le contesté que no estaba seguro de lo que sentía; “su-
pongo que sí”, agregué.
—Sí, ya no estamos seguros de nada, las cosas no son lo que parecen —hizo una pausa—. Hace
unos días hablé con mi hijo por teléfono. Añora volver a su vida tal y como era antes de esta lo -
cura.
En ese momento estaba frente a la ventana, esa pinche ventana por la que nada se veía, sólo ne -
grura sin reflejo alguno. Porfirio continuó con esa voz seca, inexpresiva:
—Ya no pude seguir más con mis asuntos, porque mis asuntos dejaron de importarme. Todas
esas comodidades y privilegios. Estoy seguro que alguna vez deseaste ocupar mi lugar.
—Claro que no —dije atropelladamente, pero la verdad era que hacía tiempo que nuestras tan
desiguales posiciones en la universidad me incomodaban.
—Claro que sí, no hay razón para que no lo desearas, y menos, para que no lo ocuparas —creí
percibir que, al otro lado del hilo, Porfirio cruzaba las piernas—. Te levantas y sientes que algo
no está bien contigo. Tomas el desayuno en silencio frente a tu familia a la que apenas escuchas.
Trabajas doce horas y en todo ese tiempo no encuentras una razón para hacerlo, ni siquiera la
paga.
Cambié el teléfono al oído derecho, advertí un cambio de tono en su voz, quizá una marca de
tensión.
—Llegas a casa, te tiras en el sofá y miras la televisión o tu celular por horas en una especie de
medicalización programada. Lo que ves, lo que consumes te hace sentir peor, “eres una mierda”,
parece decir cada película, serie, cada video estúpido de Youtube. El ciclo se prolonga y el vacío
también. En realidad, no hay a donde volver.
Dejé pasar un momento para que continuara, pero no habló más, entonces aproveché para ir a
recostarme en el colchón. Tras pensarlo unos instantes dije:
—Tal vez ese… ese vacío, no está en nosotros.
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—Tal vez —dijo. Respiró con fuerza, y al sacar el aire se despidió y terminamos la llamada.
Tuve miedo de no poder dormir, de experimentar, al igual que aquella noche, el vértigo de las
tinieblas. Me quedé boca arriba con el teléfono en el oído, inmóvil, alerta, con las piernas flojas
ligeramente separadas. Sabía que él estaba sentado en la oscuridad de su sala, sabía que, como
yo, contemplaba el abismo desde una ventana.
Pongo la mesa. Dos servicios uno frente al otro. Manteles individuales azul índigo de algodón
grueso, platos extendidos de cerámica con vivos también azules, el juego de cubiertos especiales
para carne que se guarda en un elegante estuche de piel, tenedores del lado izquierdo del plato y
cuchillos del derecho con el filo hacia dentro. La comida es sencilla, una fuente con chuletas al
centro y otra con verduras a medio cocer, es todo. Me siento en mi lugar, enmarco el plato con
los antebrazos en la mesa y las palmas vueltas sobre la madera para sentir algo natural, orgánico,
que me ayude a creer en mi existencia durante la tensión de la espera. Los perros cruzan desboca-
dos el patio, chillan y se paran en dos patas en el zaguán, mi padre ha llegado. No me muevo.
Escucho la bienvenida, la ternura en la voz de mi padre, sus pasos vacilantes por las torpes em -
bestidas de los animales, gruñidos, la ternura en su voz. Cuando entra me pongo de pie, saluda
con un movimiento de cabeza y sigue adelante con los perros jugueteando a su alrededor. Se en-
tretiene con ellos en la sala por más de diez minutos, luego se cansa y se va a lavar. En la mesa se
sirve y prueba la comida, sé que le desagrada que esté fría, pero no lo dice, no dice nada mientras
comemos.
―¿Soy real?
―¿Real?
―Sí, una existencia, una cosa que ocupa espacio mediante un cuerpo.
―¿Ésa es tu pregunta?
―La pregunta es si puedes verme, si puedes oírme, sentirme. La pregunta es si tú puedes asegu-
rarme que existo en esto que llamamos nuestra vida.
Mi padre deja los cubiertos sobre el borde del plato, se limpia la boca, dobla la servilleta con cui-
dado y, al mismo tiempo que recarga la barbilla en las manos entrelazadas, me mira por primera
vez, y ese acto me alcanza donde quiera que floto, me da forma, me modela, me crea perfecto.
Pero la verdad es que no pregunto nada, él me mira y ninguno de los dos se atreve a crear algo
con palabras, así que al terminar de comer recojo la mesa y llevo los platos al fregadero. Abro la
llave y dejo correr el agua, la dejo temblar en su caída hacia la oscuridad. Después de mucho
tiempo lavo los trastes. Mi padre se sitúa en la ventana al lado del escritorio, una pregunta me
aprieta la garganta, como un hilo de aire sale por fin de mi boca:
―¿Qué miras?
―Nada.
―¿Qué miras? ―insisto.
―…
―¿Papá?
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Se aleja de la ventana y con las manos en los bolsillos del pantalón deja caer sus ojos sobre mí,
esta vez sucede, nos quedamos mudos, la luz se va diluyendo en un azul fino que nos oscurece.
Sus labios se separan y apenas dejan escapar un suspiro, saca las manos de las bolsas, me da la
espalda y se va a su recámara.
Llega a la estación antes del amanecer. Es insensible a lo que lo rodea, el frío de la madrugada, la
oscuridad rayada por las luminarias ambarinas de los arbotantes, las sombras imposibles que
crean los follajes, las señales de tránsito que de repente cambian de color, el sonido de los neumá-
ticos sobre el asfalto mojado, las pocas, poquísimas personas con las que se cruza, huidizas como
ratoncillos, bultos anónimos que desaparecen en la lobreguez de la ciudad. Cada día se pregunta
cómo hace para salir de la cama, cómo es posible que se atreva a intentarlo otra vez. No sabe qué
está haciendo, sólo acierta a tratar de ser invisible hasta la desaparición: nadie. Coloca la tarjeta
en el lector, no tiene crédito ya. En la taquilla no hay gente haciendo fila ni hay quien la atienda.
Espera. Se revuelve inquieto. Se asoma a la ventanilla, trata de ver al interior con la cara pegada
al cristal. Vuelve a la entrada, no hay vigilantes. Al saltar los torniquetes sin pagar pasaje, al subir
a trote uno tras otro los dos niveles que llevan al andén, recuerda a sus perros que esperan en
casa, el proceder seguro, sencillo de los animales, sin sobresaltos, sin la volatilidad de un mucha-
cho. Se dirige al fondo de la estación, advierte en la pared de acrílico su imagen que lo sigue so-
breimpresa a la negrura del exterior, una transparencia, un fantasma a la espera del tren. El chico
le viene a la cabeza, lo ve al lado de los animales con sus ojos hambrientos de algo que no sabe
de dónde obtener para él.
Sé que mi padre odia el metro. Todos los días se toma unos pocos minutos al llegar del trabajo
para estar con los perros. “Es parte de lo que necesitan para crecer sanos”, decía cuando yo era
niño. En ese entonces, se sentaba en un taburete bajo, los perros iban a él, se metían entre sus
piernas, descansaban la cabeza en sus muslos y él se entregaba a la tarea de acariciarlos, les soba -
ba las paletas, el lomo, y les jalaba las orejas mientras murmuraba palabras de afecto que he olvi-
dado. Me llamaba para que yo los tocara, me enseñaba a hacerlo sin brusquedad, guiaba mi mano
a través de su columna. Muchas veces terminábamos recostados, amontonados en el piso de la
cocina, y mi padre se quedaba boca arriba con los ojos perdidos en algo que era invisible para mí.
Una de esas tardes escuché un rumor suave, casi inaudible, una vibración que flotaba en el pelaje
de los animales, aire que provenía del pecho de mi padre: “odio el metro”. Alcé mi cabeza para
ver su cara, su perfil entre las sombras como una llanura distante, no había perturbación alguna,
ningún indicio en el ambiente de que en realidad esas palabras hubieran cruzado la oscuridad.
Trato de recordar, trato de recordar qué nos pasó.
El tren se aproxima, silba al entrar a la estación y disminuye la velocidad. El primer vagón pasa
vacío, el segundo, todos. Cuando el último entra al andén, él se acerca a la línea amarilla, pero el
tren sigue adelante, abandona la estación. Lo ve desaparecer tras una curva. Una vez que se ha
ido, aprecia el frío que sube desde las vías, el silencio, a lo largo de la plataforma no hay nadie,
puntos de luz que cambian de color o se apagan.
Me gusta dibujar a los perros. De niño calcaba las ilustraciones de las distintas razas que venían
en la vieja enciclopedia de mi padre. Ahora es un pasatiempo, me gusta observarlos hacer toda
clase de cosas, dormir, comer, asearse, pero lo que más disfruto es verlos andar. Primero me hago
una idea general, todo el cuerpo en movimiento; después me enfoco en un segmento, un detalle,
una articulación, un tendón tensionado, la forma mínima expresada en el espacio. Si entiendo un
fragmento de la cosa, entiendo la totalidad. Tengo cientos de bocetos que constantemente dejo a
la vista por toda la casa para que mi padre los encuentre. Creo que una vez lo descubrí viendo
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uno. Salí de la cocina después de lavar los trastes, él estaba frente a la ventana, pero estoy seguro
que lo que hacía era ver mi dibujo sobre el escritorio.
Al volver del trabajo percibe algo cercano a un sentimiento, algo que describiría como un soplo
que se desliza en su pecho hacia el vientre. El tren se detiene y abre las puertas, todos los pasaje-
ros se concentran en las salidas, la sensación es algo tan sutil, tan nimia en la vastedad de su inte -
rior vacío, que empieza a diluirse tan pronto como la ha notado. Se pega a la pared de acrílico
transparente para no ser arrollado por la multitud, cierra los ojos y se aferra a esa sensación inau-
dita que le recuerda lo humano, tensa el cuerpo en el intento de no dejarla escapar y llevarla a
casa para que ese chico que lo espera sepa que es capaz de sentir. Quiere creer que al volver del
trabajo el mundo será otro, que al llegar a casa llevará algo consigo. El piso bajo sus pies vibra y,
al mismo tiempo, el silbido eléctrico y el viento helado entran a la estación precediendo un nuevo
tren. Igual que en el anterior, no hay espacio para un pasajero más. Se aproxima a la línea y, al
momento de abrir las puertas, es repelido de nuevo por la muchedumbre. Se queda adherido a la
pared, observa el tren que se va sin él de nuevo. En realidad, al volver del trabajo el mundo es el
mismo sitio vacío.
Recuerdo cómo descolgaba las correas de la pared, ellos se ponían a retozar a su alrededor con el
hocico entreabierto como una sonrisa, se las ponía a cada uno con paciencia, tomándose el tiempo
para palmotearles el cuerpo. Yo aguardaba en el patio cerca de ellos con la esperanza de que mi
padre me notara y me llevara con él, pero para entonces las cosas ya habían cambiado. Se alejaba
hasta el zaguán sin siquiera mirarme y salía con los perros que iban caminando a saltitos delante
de él. Cerraba la puerta tras de sí y a mí me quedaba retumbando en la cabeza el golpe metálico.
En lugar de volverme a casa, me quedaba en el patio dando vueltas por ahí, inventando nombres a
las nubes: susurro, tristeza, almendra... También pensaba en la noche polar de la que había leído
en un tomo de la enciclopedia de mi padre: “Es aquella que se prolonga por más de veinticuatro
horas y sucede en los círculos polares”. Tenía fotos de una oscuridad rojiza que se concentraba en
un pueblo desconocido, y yo me tumbaba en el piso, cerraba los ojos y me imaginaba aquello. Me
quedaba quieto y dejaba que los mosquitos flotaran a mi alrededor y me picaran una y otra vez
como un recordatorio del patio, los perros, mi padre, para no perderme en esa oscuridad que po -
día durar toda una vida. A veces, al abrir los ojos me encontraba con que ya había anochecido,
entonces me llevaba un buen susto, no me movía nada, apretaba todo el cuerpo y ahí me en -
contraban cuando volvían todavía excitados y con la apariencia de ser distintos de los que se ha-
bían ido, como si sólo ellos hubieran continuado el ritmo de la vida y su cuerpo rezumara la aven-
tura, y el patio y yo representáramos existencias fantasmales fijas a un ambiente, un sentimiento,
la oscuridad. Mi padre colgaba las correas, por fin dejaba a los perros agotados en el patio. En -
tonces sucedía, justo un momento antes de entrar a la casa me miraba sonriendo, quizá se trataba
de una extensión de su propia felicidad compartida con los animales, quizá esa misma felicidad lo
hacía notarme.
Tarda en entender que se ha anunciado el arribo a su parada. Está sentado, cabizbajo, atento a la
oscilación que sube por sus plantas y sacude su carne, atento a los zapatos en el cuadro de su vi -
sión, atento a una cuenta interna, personal, que lo relaciona con algo ubicuo más allá de sus tris -
tes imágenes de presentación. Se pone de pie y se acerca a la puerta sujeto de los tubos de alumi-
nio. Un sonido neumático como una exhalación, las hojas se separan. Sale, avanza unos pocos
pasos y se detiene, se recoge del fluir murmurante de bocas teléfonos pasos audífonos pensamien-
tos hastíos agua mucha agua que corre sin fin, el escalofrío de las vísceras. Si pudiera explicarle a
su hijo de qué manera está tan seco, tan lejos de los hombres de esta era, de este mundo.
Los perros se levantan muy contentos moviendo las colas cuando me ven tomar sus correas. Sé
cómo hacerlo, he visto a mi padre miles de veces. Los llevo a los dos con la mano derecha y los
hago caminar ligeramente frente a mí. Los guio por calles y calles dando círculos, pasando mu-
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chas veces por los mismos lugares. Las personas con quienes nos cruzamos nos miran con ternura
y cuando pasamos cerca hay quien intenta tocarlos.
―No, por favor ―digo jalando de las correas―, a mi padre no le gusta que se mezclen con ex-
traños ―y me quedo un instante, sólo el suficiente antes de seguir, para apreciar el desconcierto
en la cara de la gente.
Entramos a la ciénaga por un tramo roto del enrejado. Después de una explanada a cielo abierto,
el camino se estrecha en una vereda lodosa, flanqueada a ambos lados por una fila apretada de
árboles macizos que se estiran disparejos eclipsando el cielo con su espesura. Del otro lado de la
arboleda, el canal corre en paralelo con un olor a huevo podrido. A lo largo del trayecto, los perri-
tos se detienen por ahí de vez en vez, olisquean, orinan y comen pasto, y nada de eso me molesta,
los dejo hacer sin presiones. Al calcular dos kilómetros de camino, busco un tronco delgado don-
de sujetar la correa de la hembra. Al principio ella se sienta dócil a esperar, pero de pronto se da
cuenta. Frente a ella, con el otro perro a mi lado, observo su agitación, y como permanezco ahí
sin hacer nada salvo mirarla a los ojos, se empieza a desquiciar, ladra y da vueltas alrededor del
árbol, acortando la correa hasta quedar tan justa que no puede moverse. Conforme me alejo el
ladrido es más como una tos seca, tengo que obligar al macho a seguir. En casa, paso con el perro
hasta el baño, lo encadeno a la base del lavabo, regreso a la cocina por lo necesario. Como tengo
sed, sirvo un poco de agua en un plato hondo, lo dejo sobre la mesa y tomo asiento frente a él.
Recuerdo la enciclopedia de mi padre: “la noche polar es aquella que se prolonga…”, pero esta
vez toda esa oscuridad sin fin me hace llorar. Pongo los antebrazos sobre la mesa, me inclino y
bebo del plato a lengüetazos. Me encierro con el animal en el baño, abro el estuche en el piso, el
brillo metálico de todo ese instrumental para asados contrasta con el interior de terciopelo negro.
Me mira con sus ojos de perro, distantes de los míos, al fondo de su mirada no encuentro equiva-
lencia, no estamos hechos de la misma materia estelar.
Llega a las seis. Los perros no salen a recibirlo. Cierra la puerta del zaguán y espera. Al fondo, la
casa está a oscuras y en silencio. Cruza el patio, tampoco el chico sale a su encuentro. Se detiene
en el umbral, la puerta está entreabierta, la empuja, cede con la inercia de su peso, la luz áspera
del anochecer se cuela, se dispersa en una franja que aclara la habitación. Entra. No lo ve, lo per -
cibe con el cuerpo, de un modo visceral sabe que algo se mueve desde la opacidad condensada,
surge, se aproxima lento, gatea hacia él por debajo de la mesa, entre los muebles, con movimien-
tos estudiados resultado de la observación sistemática, del ensayo riguroso. Él pone una rodilla en
el piso y aquello se acerca, recarga la cabeza y lo empuja con suavidad, una humedad tibia se
esparce en la tela del pantalón. Pasa una mano por el pelaje y al tacto se le contrae el abdomen, se
ahoga con un golpe de aire. El cuerpo se sacude, la cola se balancea flácida, sin vida, la cabeza
con las orejas caídas se resbala de su lugar, cae la noche por completo, una distorsión, una ano-
malía grotesca de la alegría canina se frota a sus piernas. La oscuridad es absoluta.
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