Los-cuatro-evangelistas
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Los-cuatro-evangelistas
John Ritchie
Los cuatro evangelistas
John Ritchie
John Ritchie
2011 Primera edición en español
Printed in Mexico
Introducción
Las biografías de los notables del Antiguo Testamento figuran en
considerable detalle, de manera que no nos es difícil visualizar la historia
de sus vidas y hazañas. En el Nuevo Testamento, en cambio, observamos
una ausencia, comparativamente hablando, de detalles biográficos. El
hecho es que una sola biografía ocupa espacio significativo, y se podría
decir, como se dijo en el Monte de la Transfiguración, que no vemos a
ninguno sino a Jesús solo.
El primer nombre notable que nos espera es el de Mateo, el escritor del
primer Evangelio. Tenemos que llevar en mente que cuando el Señor
Jesús estaba aquí sobre la tierra no había ningún periodista historiador
oficial adscrito al grupo de sus seguidores para darnos un registro
autorizado. Empleando las palabras de Pedro en Hechos 1.21, “Estos
hombres que han estado juntos con nosotros todo el tiempo que el Señor
Jesús entraba y salía entre nosotros”, cada cual tendría sus propios
recuerdos del Señor, y aquellos testigos contarían cada uno a su manera
lo que había visto y oído de aquella maravillosa vida y muerte.
En el consejo divino resultó que, en vez de estos muchos testimonios
verbales, el Espíritu de Dios inspiró a cuatro hombres a dar un retrato
del Señor en vida. Alguien ha dicho que el Espíritu no es un informador,
sino un editor. El ha ordenado el material conforme a su propósito y
ha escogido a quienes considera apropiados para la tarea. De ninguna
manera cubren todo el material: “Hay también otras muchas cosas que
hizo Jesús, las cuales si se escribieran una por una, pienso que ni aun en
el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir”, Juan 21.25.
Surge, entonces, la pregunta de por qué cuatro Evangelios. Se puede decir
acertadamente que de esta manera se proporciona cuatro perspectivas del
Señor Jesús. Pero sugiero que hay por lo menos una razón más. Así como
la ciudad celestial del Apocalipsis 21 “se halla establecida en cuadro, y su
longitud es igual a su anchura”, con puertas abiertas a los cuatro puntos
cardinales para permitir a las naciones de la tierra milenaria acercarse y
contemplar sus glorias, la presentación de las buenas nuevas de Jesucristo
es “cuadrada” en el sentido que está diseñada a satisfacer la perspectiva y
necesidad del mundo entero. Es de notar que la inscripción en la cruz fue
escrita en los tres idiomas —hebreo, griego y latín— que representaban
las civilizaciones sobresalientes de la época. El judío era el hombre de
comercio y religión; el griego, de instrucción y cultura; el romano, de
energía y conquista.
Es más que todo al primero de éstos, al judío, que Mateo dirige su
Evangelio. La narración breve y concisa de Marcos iba dirigida
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mayormente al mundo romano. Lucas, estudioso y médico, escribió
principalmente para el griego de cultura. Juan, quien escribió su
Evangelio mucho más tarde que los demás, escribe para la Iglesia de Dios
en la cual no hay ni judío ni griego, sino todos son uno en Cristo Jesús.
Mateo
El Evangelio según Mateo ocupa el primer lugar en el canon sagrado,
no sólo por haber sido escrito primero, sino también el orden divino
es “al judío primeramente, luego al gentil”. Todo el estilo y trasfondo
de su Evangelio, desde la oración inicial —“Libro de la genealogía de
Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham”— hasta el último versículo
del último capítulo —“Toda potestad me es dada”— indican claramente
que una de las finalidades principales del autor es hacer ver al pueblo
escogido “con muchas pruebas indubitables” que Jesús de Nazaret era de
veras su rey y su Mesías.
Tal vez nos veamos inclinados a veces a pasar por alto las genealogías
bíblicas, pensando imprudentemente que no hay nada de valor en ellas.
Pero no nos atrevemos hacerlo en Mateo 1, ya que es de un todo esencial.
Primeramente se afirma que Jesús es hijo de David por ley de la línea
real, y por ende elegible a ser Rey de Israel. Luego, es hijo de Abraham,
heredero de las promesas del pacto, aquel de quien toda bendición fluye
para la nación de Israel y en última instancia a todas las otras naciones
también, y por esto competente a ser Mesías de Israel. Tercero, en vista
de su nacimiento único (las circunstancias de la cual el evangelista
describe hermosa y delicadamente) y por su muerte expiatoria, su nombre
sería Jesús, el Salvador, ya que “él salvará a su pueblo de su pecado”.
Aquí hay uno cuya persona y obra están apartes de todas las demás. “No
hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser
salvos”, Hechos 4.12. En cuarto lugar, el cumplimiento de la profecía
de Isaías 7.14: el hijo de la virgen sería llamado Emanuel, “Dios con
nosotros”, porque el que era el Verbo eterno se había manifestado en
carne.
Así es, entonces, la buena nueva según Mateo. Pero es de Mateo el
hombre —su vida, actuaciones, familia— que deseamos saber un poco
más. Y nos encontramos de una vez ante una carencia de información
de parte del escritor. Si su Evangelio no hubiera sido inspirado por el
Espíritu Santo, a lo mejor nos hubiera contado algo acerca de sí mismo,
y es obvio que hubiera sido interesante, pero el escritor parece perderse
en sus escritos. El quiere levantar en alto la bandera y en sus dobleces
esconderse a sí mismo.
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Creo tener la razón al decir que no contamos con una sola palabra dicha
por Mateo. Pero, hay cosas importantes que sabemos a ciencia cierta en
cuanto a él; hay otras que son por lo menos probabilidades; y, hay otras
que son posibilidades que merecen investigación.
Mateo era residente de Capernaum, aquella ciudad favorecida a la orilla
del Lago de Galilea donde el Señor hizo tantas de sus obras poderosas,
Mateo 11.23, y de cuyo vecindario se reclutó la mayor parte de los
discípulos. Perece claro que aquí Mateo hizo su banquete, Lucas 5.29, y
este trasfondo es importante al intentar captar el trasfondo de su historia.
Sabemos a ciencia cierta que su nombre original era Leví, dejándonos
sin duda en cuanto a su nacionalidad, y que después de su llamado su
nombre fue cambiado a Mateo, el cual quiere decir “don de Dios”. El
cambio de nombre indicó un cambio de vida, así como Simón llegó a ser
Pedro, y Saulo fue cambiado a Pablo.
Se nos dice que su ocupación era la de cobrador de impuestos romanos.
Los romanos concedían franquicias a gente que entregaba su recaudación
al publicum —el tesoro nacional— y por lo tanto éstos eran llamados
publicanos. El sitio asignado a Leví ha debido ser importante, ya que
estaba situado en las afueras de Capernaum en la Vía Maris, una carretera
entre Damasco al norte de Jerusalén, que quedaba en sentido norte-sur
al lado del Lago de Galilea; adicionalmente, Leví cobraría una tasa por
la carga que cruzaba el lago. El y sus subalternos tasarían la mercancía
y cobraría el impuesto. Por ser este cobrador un judío al servicio de los
romanos, sus conciudadanos lo verían como traidor. Le negarían acceso a
la sinagoga y amistad con la masa de judíos.
Es que los “publicanos y pecadores” eran de un mismo grupo en la estima
del pueblo, y para los comerciantes los primeros eran peores que los
postreros. Por esto podemos reconocer la candidez del hombre cuando
habla de sí como “Mateo el publicano” en los capítulos 9 y 10, máxime
cuando ni Marcos ni Lucas hablan así de él. Es especialmente llamativo
que en su lista de los apóstoles, en el capítulo 10, él es el único cuyo
oficio se menciona. Parece que insiste en reconocer la maravillosa gracia
de Dios que llamó a un publicano a figurar entre los doce apóstoles.
Otro punto que no se puede dudar es que Mateo experimentó una clara,
específica experiencia de conversión. La relata de una manera sencilla y
carente de sensación. Sentado en su taquilla cerca de la playa, ocupado
de listines, tarifas y efectivo, objeto de desaprobación por parte de los
que transitaban la carretera, Jesús lo vio. El verbo es significativo; Lucas
5.27 emplea theáomai: lo contempló. El Señor penetró hasta el alma,
evaluando su ser, y luego lo retó con esa orden imperativa: “Sígueme”, o,
“Anda conmigo”.
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Qué sentimientos florecieron en el corazón del hombre, no sabemos;
se limita a decirnos que se levantó y siguió. Uno no puede resistir la
conclusión —aunque no está dicha— que en más de una ocasión él
había escuchado al “amigo de publicanos y pecadores”, Lucas 7.34. A
lo mejor se paraba a menudo detrás de la muchedumbre que escuchaba
las palabras de gracia a los cargados y trabajados de venir a Jesús y
descansar. Por cierto, es el único de los cuatros evangelistas que cita las
poderosas palabras del 11.28.
Así, cuando el Salvador —quien percibía los anhelos más íntimos de
ese hombre— apeló de una manera específica a que le siguiera, él dejó
todo, se levantó y siguió, Lucas 5.28. No hay por qué disminuir la fuerza
de estas palabras. Sabría que tenía que dejar sus cuentas en orden, pero
hecho esto, abandonó el cargo, dejando atrás el efectivo, los registros y
los empleados. Su sacrificio no fue nada pequeño.
La confesión de Mateo de su fidelidad a un Maestro nuevo estuvo acorde
con su conversión. En su propio Evangelio él omite algo que Lucas
incluye; a saber, que ofreció para Jesús un gran banquete en su propia
casa, y que los invitados consistieron mayormente en gente de su propia
clase. “Había mucha compañía de publicanos y de otros que estaban a la
mesa con ellos”. Era el estilo de Mateo de anunciar su lealtad a su Señor
y a la vez facilitar que otros escucharan al Salvador.
Seguidamente el Señor anunció aquel gran mensaje evangélico de
Lucas 5.32: “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al
arrepentimiento”. Quién sabe cuántos de los antiguos compañeros de
Mateo fueron ganados para Cristo aquel día.
Otra realidad sorprendente acerca de Mateo es que ha debido ser un
lector asiduo y cuidadoso del Antiguo Testamento. Tal vez nos parezca
raro que el Espíritu de Dios haya empleado a un hombre como Mateo
para escribir el primero y más extenso de los cuatro Evangelios. Pero
creemos que el escogimiento soberano del Espíritu tiene mucho que ver
con la capacidad del individuo a llevar a cabo la tarea, y hacemos bien
en llevar en mente que Mateo había adquirido un conocimiento muy
llamativo de las Escrituras hebraicas, y especialmente las profecías que
predecían la venida del Mesías y Rey.
Alguien ha estimado que por lo menos noventa y nueve referencias
directas al Antiguo Testamento en este Evangelio, además de muchas
indirectas. Parece que podemos asumir que Mateo, al escuchar hablar al
Señor Jesús, lo comparaba calladamente con aquel de quien testificaban
“la ley y los profetas”, y que mostró que era de veras el rey de Israel,
aunque su reino todavía no había asumido una forma visible.
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¿Quién sino él ha podido darnos la carta magna de aquel reino en los
capítulos 5 al 7? ¿Quién sino él ha podido darnos trece parábolas del
reino de los cielos, diez de las cuales no se mencionan en otra parte?
¿Quién más que este ex funcionario del Imperio estaba tan calificado
para decirnos de un reino que no se basaría en poderío militar, sino en la
gracia y poder del rey escogido de Dios?
El círculo familiar de Mateo es de interés, aunque debemos reconocer
que no disponemos de información definitiva como para permitir una
certeza absoluta.
Marcos 2.14 nos informa que Leví era hijo de Alfeo, aparentemente un
nombre que los discípulos conocían bien, de manera que otros detalles
no eran necesarios. Adicionalmente, en todas las listas de los apóstoles
—Mateo 10, Marcos 3, Lucas 6 y Hechos 1— figura “Jacobo hijo de
Alfeo”, y en dos listas este nombre figura junto al de Mateo. ¿No será que
estos dos hombres eran hermanos, que este Jacobo era aquél que en otra
parte se llama “el menor?”
Entrando en la materia desde otro ángulo, encontramos en Juan 19.25
los nombres de cuatro mujeres (cuatro, no tres) y una de ellas figura en
Marcos 15.40 como “la madre de Jacobo el menor y de José”. Si estamos
en lo cierto al asumir que los dos varones eran hermanos, entonces Mateo
el publicano tenía una madre que era una seguidora devota del Señor
Jesús. Posiblemente ella, como muchas otras madres, había aportado con
sus oraciones a la gran decisión que tomó un hijo errante.
Una comparación de Marcos 15.40 con Juan 19.25 muestra que “María
la madre de Jacobo el menor” era también “María mujer de Cleofas”, y
se ha sugerido que este es el mismo Cleofas que se menciona en Lucas
24.18 como caminando a Emaús con otro discípulo aquel primer Día del
Señor. Parece posible que Cleofas y Alfeo sean una y la misma persona,
y en tal caso él era el padre de Mateo. Sin duda es significativo que tanto
Cleofas como María estaban en Jerusalén en la ocasión de la crucifixión.
Ambos eran discípulos fervorosos. Sin insistir indebidamente, se observa
un romance de la gracia entretejido en este círculo familiar.
Juan Marcos
Aunque estamos acostumbrados a hablar del “Evangelio según Marcos”,
es bueno recordar que el escritor de aquel Evangelio tenía dos nombres.
En Hechos 12.12 es “Juan que tenía por sobrenombre Marcos”, Juan
siendo su nombre judío y Marcos, o Marcus, su nombre romano y de
uso corriente. Ya hemos señalado que escribió con lectores romanos en
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mente, y con toda probabilidad desde la ciudad imperial. De que tenía a
gentiles por delante es evidente por ciertos detalles secundarios.
Por ejemplo, en el 2.18 él explica que los discípulos de Juan y los
de los fariseos ayunaban, cosa que los judíos sabrían bien pero no
así los gentiles. En el 11.13 dice que no era tiempo de los higos, un
comentario innecesario para los moradores de Palestina. Y, uno observa
la peculiaridad de Marcos de omitir casi de un todo citas del Antiguo
Testamento pero de interpretar términos hebreos que serían extraños para
lectores gentiles. Hay ejemplos en 5.41 y 7.11,34, donde traduce “Talita
cumi”, “Corban” y “Efata”. El 11.17 habla de la casa de oración para
todas las naciones, pero Mateo y Lucas no incluyen esa descripción.
El Evangelio de Marcos es el más reducido de los cuatro. Es un registro
de hechos y no de palabras; los discursos encontrados en Mateo se
omiten o se condensan. El Bendito Señor pasa ante nosotros como el
incansable Siervo de Jehová y casi no podemos dejar de recordar las
palabras proféticas de Isaías 42.1: “He aquí mi siervo, yo le sostendré; mi
escogido, en quien mi alma tiene contentamiento; he puesto sobre él mi
Espíritu; él traerá justicia a las naciones”.
Se nota que el Evangelio no comienza con una tabla de genealogía. Tal
cosa puede ser necesaria para probar la realeza de Cristo en Mateo y su
parentesco en Lucas, pero a uno no le interesa la genealogía de un siervo;
lo importante es su capacidad para el trabajo.
Marcos comienza con una referencia pasajera al bautismo del Señor en
el Jordán, ya que fue el punto de partida de su ministerio público: “...
el tiempo que el Señor Jesús entraba y salía entre nosotros comenzando
desde el bautismo de Juan”, Hechos 1.21-22. Luego se ocupa de una
vez con las actividades del Siervo. Hay un sentido de urgencia en su
narración. De las ochenta veces en el Nuevo Testamento que se emplea
términos como “luego”, “en seguida”, e “inmediatamente”, la mitad están
en este Evangelio. [Nota del traductor: En la Reina-Valera, como en el
inglés que el autor usó, a veces se suprime el “luego”. Por ejemplo, el
1.21: “inmediatamente / luego entrando en la sinagoga …”].
En el primer capítulo uno encuentra una serie de eventos en
secuencia rápida: el bautismo del Señor, su tentación en el desierto, el
encarcelamiento del Bautista, el llamado de Pedro y Andrés, el de Jacobo
y Juan, la curación del inmundo, la sanidad de la suegra de Pedro, la
escena contemplada en el himno: “De noche al descender el sol …”, la
sanidad de un leproso, y finalmente “venían a él de todas partes”.
La misma nota de servicio compasivo e incansable está difundida a lo
largo del registro de Marcos, y se puede resumir en el tributo expresado
por Pedro en Hechos 10.38: “Jesús de Nazaret... anduvo haciendo bienes
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y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con
él”. Está hermosamente acorde con el carácter de este Evangelio el hecho
de que sus últimas palabras sean: “Ellos —los apóstoles— saliendo,
predicaron en todas partes, ayudándoles el Señor y confirmando la
palabra con las señales que la seguían”. El servicio activo continuaba.
¿No es llamativo que sea Juan Marcos, quien al comienzo fuera un siervo
muy imperfecto —ya que abandonó a Pablo y Bernabé en su primer
viaje misionero— el escogido por el Espíritu de Dios para proporcionar
el relato del Señor Jesús como el Siervo perfecto? Si Marcos hubiera
estado vivo hoy, es de temer que sus hermanos no le darían una segunda
oportunidad, pero la gracia de Dios perdona y restaura como muchos del
pueblo del Señor no hacen, y el honor para esta tarea le fue concedido a
este Juan Marcos.
Información acerca de la vida de este hombre no está en la superficie;
tenemos que cavar para encontrarla, y aun deducir en algunas partes. Pero
está allí, y digna de confianza.
Consideremos 14.51-52, donde se nos presenta “cierto joven” en un
relato que tan sólo Marcos narra. Marcos ha debido ser testigo de los
acontecimientos acaecidos más temprano esa tarde. Era el primer día de
panes sin levadura, cuando la pascua debía realizarse. Con gran deseo el
Señor quería comer esa pascua con sus discípulos antes de ir a la cruz.
Dos de ellos (Lucas explica que eran Pedro y Juan) fueron instruidos a
proceder a Jerusalén con cautela (ya que el Señor sabía que sus enemigos
buscaban su vida) y preparar la fiesta. Parece evidente que el Señor
ya había hecho preparativos provisionales para utilizar una casa en la
periferia de la ciudad, adyacente al Monte de Olivos. Esto lo entendemos
por el hecho de que los discípulos serían dirigidos al sitio apropiado.
Un hombre llevando un cántaro de agua —una cosa poco común,
tratándose de una labor para mujeres— fue la seña preestablecida. Es
más, las palabras del 14.14 [como figuran, por ejemplo, en la Nueva
Versión Internacional] “¿Dónde está mi aposento?” dan a entender que
una cámara había sido puesto aparte para su uso. Era una pieza amplia
en la segunda planta, y un sitio histórico, por cuanto fue no tan sólo la
escena de la última pascua sino también a la postre del nacimiento de la
Iglesia de Dios sobre la tierra.
Fue en esta misma cámara que los discípulos se reunieron al haber
encontrado vacío el sepulcro, y parece haber sido su acostumbrado sitio
de reunión. Fue aquí en la tarde del primer Día del Señor que el Señor
resucitado se presentó súbitamente y les mostró sus manos y sus pies.
Fue a este “aposento alto” que volvieron los discípulos una vez ascendido
el Señor, y por lo menos algunos de ellos moraban allí, Hechos 1.13.
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Parece que fue a este mismo lugar que acudió Pedro al haber sido librado
milagrosamente de la cárcel, encontrando que una reunión de oración
estaba en progreso. Es en relación con este evento que se nos cuenta que
se trataba de la casa de “María la madre de ... Marcos”. Nada se dice
en Hechos 12 del padre de familia, pero Marcos 14 sí hace mención
específica de “el señor de la casa”. Se puede conjeturar que se trata de
un núcleo de seguidores secretos de Jesús y que uno de ellos murió en el
intervalo. La señora era de la misma fe que su esposo y, difunto él, puso
la casa a la orden de los discípulos.
Ahora, consideremos por un momento dónde Marcos entra en el relato.
Ya hemos visto que era un joven cuando se celebró la pascua en casa
de su padre, y es de pensar que se dio a escuchar la conversación. Lo
que oyó habrá dejado una impresión indeleble en su mente. Fue casi a
medianoche que se marchó el grupo, y este joven —estamos sugiriendo
que fue Juan Marcos— fue tras ellos. Vestía solamente un sindon, o sea,
interiores de lino que usaba la gente acomodada, 14.51. Tal vez salió
aquella noche por curiosidad, pero más probable por cierta convicción,
basada en lo que vio y oyó, que algo grave iba a suceder.
Aparentemente continuó hasta el Getsemaní; vio a los discípulos
dormidos; vio que el Señor se retiró aparte; escuchó el “gran clamor y
lágrimas” de “Padre, aparta de mí esta copa; mas no lo que yo quiero,
sino lo que tú”. Luego entró la banda de malvados; sucedió el forcejeo
en la oscuridad, cuando Pedro sacó su espada; y, la huida ignominiosa
de los discípulos. De alguna manera el joven se encontró envuelto en el
encuentro. Los soldados intentaron apresarle, pero él huyó, dejando su
sindón como “rehén”, y llegó asustado a la casa paterna. ¿Podemos negar
que la noche de la traición haya significado una profunda crisis espiritual
en la vida de Marcos?
Cuando Pedro, posterior a su negación, fue restaurado al Señor y al
liderazgo entre los discípulos, parece que haber tenido la casa de la
madre de Juan Marcos como el hogar suyo, y parece que fue el medio
para llevar a éste al Señor, por cuanto habla en 1 Pedro 5.13 de “Marcos
mi hijo”. Con el tiempo floreció una amistad estrecha entre el mayor y el
menor, y la mayoría de los estudiosos de la Biblia creen que fue de Pedro
que Marcos recibió mucha de la información que está entretejida en su
Evangelio. Es evidente que se trata de eventos conocidos a un testigo
ocular —lo cual Marcos no era— y el lector cuidadoso notará un toque
petrino en el escrito de Marcos.
El fue destinado a servir con otros dos hombres destacados: Bernabé
y Pablo. Ellos habían ido a Jerusalén para entregar el donativo de la
asamblea en Antioquía —un gesto loable de parte de una joven iglesia
de gentiles hacia creyentes judíos en un momento de angustia— y, como
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Bernabé era tío de Juan Marcos (algunos comentaristas dicen que era
primo hermano), ¿qué sería más probable que visitar la casa de la madre
de Marcos en su viaje?
Posteriormente, estos dos emprendieron su primer gran viaje misionero,
y sin duda fue en respuesta a su propia solicitud insistente que a Marcos
le fue permitido acompañarlos como asistente. El mismo ardor que
años antes lo condujo a salir de casa a medianoche para seguir hasta
el Getsemaní, ahora lo impulsó a ofrecerse como colaborador de estos
dos veteranos en su viaje arriesgado que a la postre los llevó a través de
las temidas montañas de Taurus donde abundaban bandoleros y otros
peligros.
Juan Marcos no había contado el costo como ha debido hacer, y por
esto se echó para atrás, para regresar a la casa materna, tan pronto como
llegaron a la costa de Panfilia. Aquel comienzo insatisfactorio bien ha
podido eliminar cualquier posibilidad de ser de utilidad en el futuro, pero
parece que fue más bien el comienzo de mejores tiempos. Qué examen
propio de su corazón él habrá tenido al reflexionar sobre su cobardía,
no podemos saber, pero nosotros que hemos fracasado de una manera
parecida deberíamos comprender.
Lo que sabemos es que cuando Pablo y Bernabé contemplaban la
posibilidad de otro viaje, Juan Marcos quiso ser incluido de nuevo. Si
bien es cierto que esto dio lugar a un serio desacuerdo entre los dos
consiervos, Juan Marcos no era culpable; al contrario, manifestó una
buena actitud al ofrecerse para lo que el viaje podría involucrar. Bernabé,
el hijo de consolación según Hechos 4.36, era el más tierno de los dos.
Cuando Pablo no quiso la compañía de Marcos, Bernabé lo tomó, y la
tradición afirma que el menor estaba presente cuando el mayor murió
como mártir.
Hay cierto indicio de que Pablo se apresuró en su juicio y llegó a
reconocerlo. Lo cierto es que tuvo la gracia de escribir, años más tarde,
“... Marcos, el sobrino de Bernabé, acerca del cual habéis recibido
mandamientos, si fuere a vosotros, recibidle”, Colosenses 4.10.
En su última carta desde la cárcel romana, escrita a Timoteo poco antes
de morir, Pablo piensa de nuevo en Marcos. “Toma a Marcos y tráele
conmigo, porque me es útil para el ministerio”, 2 Timoteo 4.11. Algunos
afirman que un hueso puede llegar a ser más fuerte después de sufrir
una fractura. Sea como sea, este hombre llegó a ser una ayuda idónea
precisamente en el ministerio en el cual una vez había fracasado, y
yergue para nosotros como gran estímulo a proseguir aun si una vez nos
hemos extraviado del camino.
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Al leer el segundo Evangelio, reflexionemos sobre el trasfondo y
experiencias de su escritor. El presenta al Siervo de quien se profetizó en
Isaías 42.4: “No se cansará ni desmayará”.
Lucas
Se puede considerar a Lucas como un caballero cristiano ideal. Una de
las gracias sobresalientes de su vida es su negativa a promocionarse a
sí mismo. Prefiere ser oído pero no visto, leído pero no conocido. En
su Evangelio y en Hechos de los Apóstoles él ha sido escogido por
el Espíritu de Dios para proporcionar uno de los aportes clave a las
Escrituras del Nuevo Testamento, pero no menciona una sola vez su
propio nombre. Se le nombra solamente tres veces, y es Pablo quien lo
hace.
Colosenses 4.14 hace saber que era médico de profesión, estimado
por sus pacientes y sus hermanos. Parece que ejerció voluntariamente,
y veremos en un momento por qué. En Filemón 24 lo encontramos
en íntima asociación con Pablo, figurando como “colaborador”. No
era ningún flojo uno que pudiera seguirle el paso al gran apóstol. Y,
finalmente, en 2 Timoteo 4.11 hay ese gran y emocionante tributo: “Sólo
Lucas está conmigo”.
Si él es —como algunos creen— el hombre de 2 Corintios 8.18, “el
hermano cuya alabanza en el evangelio se oye por todas las iglesias”—
y está descrito en el capítulo, junto con otros, como “mensajero de las
iglesias, y gloria de Cristo”, hay una razón adicional para entender que
era uno de los más conocidos y estimados de los creyentes primitivos,
aun cuando huía de la publicidad.
Cuando está obligado a entrar en el relato misionero, en Hechos 16.8-
10, lo hace de una manera por demás recatada. Solamente por el cambio
de pronombre de ellos a nosotros [suprimidos en el español; leemos
“descendieron” y luego “procuramos”] podemos descubrir que se juntó
con Pablo y otros antes del viaje a Troas, cuando se tomó la gran decisión
de llevar el evangelio de Asia a Europa.
Hay una sugerencia que no admite dogmatismo pero parece probable.
Sabemos que Pablo y sus compañeros llegaron a la provincia fronteriza
de Misia y aparentemente pensaban girar hacia el este para entrar en
Asia, pero “el Espíritu no se lo permitió”. Inciertos en cuanto a su rumbo,
llegaron a Troas, al extremo norte de Mar Ageo, entre Europa y Asia.
Se le mostró a Pablo una visión; un varón macedonio estaba rogándole
a pasar a Macedonia “y ayudarnos”. La sugerencia es que ese varón era
Lucas, quien había pasado a Troas para hacer este llamado. “En seguida”,
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relata, “procuramos partir para Macedonia, dando por cierto que Dios nos
llamaba”.
Si así fue, Dios había enviado la visión primeramente y luego al varón de
la visión. Es de recordar que casi lo mismo había sucedido en el caso de
Pedro y Cornelio; Hechos 9. Se cree que Lucas era oriundo de Filipos, o
que ejercía su profesión allí en aquellos años. Parece que antes él había
escuchado la predicación de Pablo; posiblemente ahora viene a rogar que
el apóstol evangelizara el continente oscuro de Europa.
A favor de esta sugerencia hay tres hechos. (1) Cuando Pablo y sus
amigos navegaron a Europa, se dirigieron directamente a Filipos. No
estaban indecisos. (2) Segundo, Lucas parece haber tenido conocimiento
de la ciudad. Dice que era la primera ciudad de la provincia de
Macedonia y una colonia. Los ciudadanos se jactaban de que era colonia
romana, ya que por esto era una Roma en miniatura, con privilegios y
responsabilidades para sus ciudadanos romanos. En un principio los
colonos eran sólo soldados veteranos, con tierra propia y con su propio
senado y magistrados. (3) Lucas sabía que eran judíos acostumbrados a
reunirse para la oración. No contaban con sinagoga, sino posiblemente
una estructura provisional “junto al río”. Es probable que sólo un
residente supiera esto.
Aquella reunión de oración fue asistida por damas no más, y los
predicadores se sentaron y hablaron con las mujeres reunidas. La primera
alma fue ganada para Cristo, y oportunamente muchos en adición al
carcelero estaban preguntando qué deberían hacer para ser salvos. Una
iglesia local fue constituida y a lo mejor los creyentes se reunían en
casa de Lidia la comerciante. Desde luego, un evento como éste no
puede suceder sin despertar oposición; los secuaces del diablo fueron
despertados.
Cuando Pablo y sus colaboradores se marcharon hacia otras conquistas
espirituales, Lucas se quedó en Filipos por quizás siete años más. Si
ejerció la medicina, no sabemos, aunque hubiera sido bueno hacerlo allí.
Este pastor-médico nada nos dice de su labor, aunque la carta de Pablo a
los filipenses nos hace pensar que logró mucho.
La próxima mención de Lucas en Hechos está en el 20.6, donde figura
de nuevo el plural: “Nosotros ... navegamos de Filipos …” De nuevo
estaba con Pablo, éste enfermo. Leyendo en 2 Corintios 11.23-33 de las
experiencias que había vivido, esto no nos sorprende.
Tal vez la peor de esas experiencias fue la de Listra, 14.19-20, donde
Pablo fue apedreado y luego arrastrado fuera de la ciudad bajo la creencia
de que había muerto. Posible sea a esta ocasión que se refiere el apóstol
en 2 Corintios 12.2: “Conozco a un hombre en Cristo, que hace catorce
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años (si en el cuerpo, no lo sé; Dios lo sabe) fue arrebatado hasta el tercer
cielo”. Las fechas corresponden. Parece no haber duda que aquel día él
haya sufrido heridas de las cuales nunca se recuperó, y que Lucas se dio
cuenta de que ese consiervo suyo requería atención continua.
Lucas asumió esta responsabilidad. Entendemos que se quedó al lado de
Pablo en aquel último y memorable viaje que incluyó Cesarea, Jerusalén,
el naufragio mediterráneo y la larga caminata hasta Roma. Entendemos
también que se quedó con Pablo en Roma y en ambos encarcelamientos,
ministrando a su cuerpo quebrantado, animándole con compañerismo
espiritual y sin duda escuchando del apóstol los relatos que anotaría con
sumo cuidado.
La partida de su amigo más cercano ha debido ser un tremendo golpe
para Lucas, pero uno que le condujo a entrar en otra fase de su servicio.
Ahora estaba en condiciones de escribir su Evangelio y Hechos de los
Apóstoles. En la introducción al Evangelio cuenta cómo fue que llegó
a realizar esta labor: “Puesto que ya muchos han tratado de poner en
orden la historia de las cosas que entre nosotros han sido ciertísimas, tal
como nos lo enseñaron los que desde el principio lo vieron con sus ojos,
y fueron ministros de la palabra, me ha parecido también a mí, después
de haber investigado con diligencia todas las cosas desde su origen,
escribírtelas por orden, oh excelentísimo Teófilo, para que conozcas bien
la verdad de las cosas en las cuales has sido instruido”.
Nada dice allí de haber sido inspirado por el Espíritu a escribir, pero
sabemos que lo fue, y sabemos que hay un lado humano a la inspiración.
Lucas percibió la necesidad de un relato acertado del nacimiento, vida,
muerte y resurrección del Señor Jesús, y si bien es cierto que escribió
mayormente para el beneficio de su amigo Teófilo y otros creyentes
gentiles, su obra ha sido incorporada en el canon sagrado para formar
parte de la herencia de la Iglesia a lo largo de las edades y el medio de
salvación para muchas miles de almas.
Dedicado él a su tarea, el Espíritu Santo se apoderó de su servidor, de
manera que escribió precisamente lo que Dios quería. A la misma vez,
Lucas se esmeró en ordenar su material y redactar el texto. Ciertamente
no se ha podido encontrar a otro mejor para el proyecto. Era hombre
preparado; se había dedicado a averiguar los hechos, especialmente de
testigos oculares; y, tenía la capacidad de poner en orden la información
relevante. Veamos tres ejemplos de esta atención a detalles:
• “Hubo en los días de Herodes, rey de Judea, un sacerdote llamado
Zacarías, de la clase de Abías; su mujer era de las hijas de Aarón, y
se llamaba Elisabet”, 1.5.
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• “Aconteció en aquellos días, que se promulgó un edicto de parte de
Augusto César,
que todo el mundo —el mundo romano— fuese empadronado”, 2.1.
• “En el año decimoquinto del imperio de Tiberio César, siendo
gobernador de Judea Poncio Pilato, y Herodes tetrarca de Galilea ...”,
3.1.
Se nota su orientación médica en la terminología que emplea. Al hablar
de aquel que era cojo de nacimiento, dice en Hechos 3.7 que se le
afirmaron los pies, usando el griego básis que no figura en otra parte
del Testamento. Indica que el problema estaba en el tacón. También es
de uso único tobillos en la misma oración. Al decir en 3.8 “saltando”,
Lucas describe el hecho de que se encajó un hueso que había estado
descoyuntado. Pero tal vez sea más llamativa la manera en que describe
eventos relacionados con el embarazo de María y el nacimiento de Jesús.
Solamente María ha podido divulgar estas intimidades. Además, ¿quién
sino su propia madre ha podido atesorar aquello de un muchacho de doce
años entre los maestros de la ley en el templo?
Solamente Lucas cuenta del hijo pródigo, el buen samaritano, el rico
y Lázaro, el ladrón moribundo. Y, solamente él revela varios detalles
de la postrimería de Jesús, su resurrección y su ascensión. Él tuvo la
oportunidad de entrevistar no sólo a la madre de Jesús sino también
a la mayoría de los apóstoles. Pedro, Pablo, Felipe (en cuya casa se
hospedó), Mnason (“el discípulo antiguo” de Hechos 21.16) — la lista de
informantes es larga.
Y, por vez última encontramos sobreentendido el pronombre nosotros:
“Cuando llegamos a Roma …” Con esto, un varón bueno y humilde se
retira del escenario.
Juan
Juan fue uno de los primeros en ser incorporados al grupo de discípulos
y el último en dejar este mundo, partiendo a estar con el Señor a la edad
madura de aproximadamente 100 años. Llegó a ser creyente bajo el
ministerio de Juan el Bautista, y un discípulo cuando el Señor lo llamó de
su ocupación de pescador para ser “pescador de hombres”. Más adelante
fue escogido como uno de los doce apóstoles; luego, a ser uno de los tres
favorecidos que gozaban de una intimidad especial con su Maestro; y
finalmente toma para sí el título del “discípulo a quien Jesús amaba”.
Sabemos que era un joven pescador galileo, probablemente de Betsaida
o una de las aldeas adyacentes a las orillas del Galilea. Aquel lago fue
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escenario de mucha actividad en aquellos días. Se dice que cuatro mil
barcas surcaban la reducida superficie de unos veinticuatro kilómetros
por trece, pero con todo la pesca abundaba. Esta industria dio lugar
a otras afines; un escritor bien informado afirma que había nueve
poblaciones por las orillas, cada una con una población promedia de
quince mil personas.
Veamos primeramente los enlaces familiares de Juan. Sabemos que
el nombre de su padre era Zebedeo; su hermano mayor, compañero
inseparable en los primeros años, era Jacobo. Al comparar Mateo 27.56
con Marcos 15.40, entendemos que su madre era Salomé, y es importante
recordar que Salomé era hermana de María, la virgen madre de Jesús.
Esto quiere decir que Juan era primo hermano del Señor según la carne, y
tal vez explica en parte la intimidad entre ellos.
Parece que la familia era razonablemente bien acomodada. Leemos de
jornaleros en su barca, Marcos 1.20, y es posible que Zebedeo haya
poseída más de una. Sabemos poco de la vida de éste, salvo que estaba de
acuerdo con el llamado que sus dos hijos recibieron cierto día. Dejaron
a su padre en aquella barca, y siguieron a Jesús, sin mención de algún
reparo de parte del mayor.
Salomé era parte de aquella compañía de mujeres devotas que
ministraban al Señor en Galilea, dejando sus respectivos hogares para
seguirle hasta Jerusalén en su último viaje. Fueron testigos oculares de su
muerte y adoradores ante la tumba la mañana de su resurrección. De que
Salomé era una mujer de carácter fuerte, además de discípula ferviente,
se sabe por la solicitud suya, hecha a los pies de Jesús, de que sus hijos se
sentaran a cada lado del Señor en su reino, Mateo 20.20. Su petición fue
inapropiada, pero por lo menos mostró el amor que tenía para el Señor,
la certeza de su convicción de que Él va a reinar, y su concepto de lo que
sería un honor en aquel reino.
Otro indicio de la posición social de la familia es que Juan poseía hogar
propio en Jerusalén, Juan 19.27; sea propia o alquilada la casa, él pudo
llevar a la madre de Jesús a ese refugio. Parece que era bien conocido en
la ciudad, ya que tenía derecho de entrada al palacio del sumo sacerdote,
y probablemente fue el único discípulo permitido a entrar en el pretorio
durante el juicio de su Señor.
Se entiende que estaba más cerca de la cruz que cualquier otro discípulo,
ya que afirma haber visto lo que ningún otro de ellos vio, hasta donde
sabemos; a saber, el costado de Jesús penetrado por la espada de un
soldado una vez que el Cristo había muerto, Juan 19.35.
Pasamos ahora a sus primeros años con el Maestro. Producto de aquel
robusto pueblo galileo que guardaba mucha de la sencilla fe y firmeza de
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sus antepasados, fue atraído temprano en la vida por el denuedo de Juan
el Bautista. Sospechamos que no pocas veces se ausentó de la pesca para
acudir al desierto a escuchar las poderosas predicas del Precursor.
Llegó el día cuando en Betábara, “al otro lado del Jordán”, cuando vio el
Bautista que venía a él Uno que el pescador no conocía, y Juan escuchó
palabras que jamás olvidó: “He aquí el Cordero de Dios que quita el
pecado del mundo”. Luego, el día siguiente, Juan el Bautista lo vio de
nuevo. Mirando a Jesús, exclamó en modo de adoración: “He aquí el
Cordero de Dios”.
Juan y Andrés lo oyeron hablar, lo dejaron y siguieron a Jesús.
Conocieron al Señor cara a cara y se hospedaron con él el resto del día.
Aquella entrevista nunca fue narrada; fue demasiado sagrada, demasiado
impactante para decírsela a otros. Pero ha debido quedar impresa en
la mente de Juan el resto de su vida, porque en el libro del Apocalipsis
que Juan escribió cuando viejo, lo describe en 5.6 como “un Cordero
inmolado”.
En aquellos primeros tiempos de su discipulado, Juan y su hermano
Jacobo fueron apellidados por el Señor Boanerges, “hijos del trueno”.
Aparentemente eran jóvenes fervorosos, y de su celo contamos con dos
ejemplos en Lucas capítulo 9.
Fue Juan el que protestó con vehemencia contra uno que echaba fuera
demonios en nombre de Jesús, prohibiéndoselo, porque no seguía a
Cristo con los discípulos. Fue una manifestación de aquel espíritu
sectario que todavía vemos a veces, no reconociendo nada de bueno en
aquellos que no son de nuestro reducido círculo. La respuesta del Señor
—“El que no es contra nosotros, por nosotros es” — ha debido causar al
discípulo no poca reflexión.
El otro ejemplo figura más adelante en el mismo capítulo. Cuando los
samaritanos de la aldea rehusaron hospitalidad al Maestro, Juan y Jacobo,
indignados, querían invocar fuego del cielo. De nuevo el Señor reprende
con firmeza y gentileza: “No sabéis de qué espíritu sois”. Juan aprendió
la lección. Bajo el ministerio con gracia que el Señor realizó, se ablandó
aquel celo que no siempre había venido acompañado de comprensión,
hasta que en sus Epístolas lo encontramos como el apóstol del amor. El
amor en verdad y la verdad en amor sobresalen en sus tres epístolas.
Hemos notado que tomaba para sí, con modestia pero con satisfacción, la
descripción de ser el apóstol a quien Jesús amaba. Parece que aun Pedro
lo reconoció cuando le preguntó a Juan por señas en el aposento alto
quién sería el traidor.
Esta maravillosa amistad entre Juan y su Señor tal vez se nota más en
la última cena, Juan 13, y es por demás llamativa. Tengamos presente
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que el Señor y sus discípulos estaban acostados en sofás conforme a la
costumbre, cada uno apoyado por su lado izquierdo, mirando a la mesa,
su muñeca izquierda apoyando la cabeza.
Aparentemente Juan estaba al lado derecho del Señor pero quería estar
aun más cerca. Así, Simón Pedro le hizo señas para que Juan preguntara
de quién Jesús estaba hablando. Recostado más de cerca, preguntó,
“Señor, ¿quién es?” Fue un acto de familiaridad inusual pero de profunda
reverencia.
Si hace falta otra evidencia de la intimidad entre Juan y su Señor, está
en que éste, desde el árbol de la cruz, le encomendó a Juan el cuidado de
su madre. Juan fue el último de los apóstoles en abandonar el Calvario
y el primero a la tumba la mañana de resurrección. Si bien Juan ganó la
carrera al huerto, Pedro le ganó posteriormente al nadar a la playa donde
estaba el Maestro. Parece que estos dos hombres, de temperamentos tan
diferentes, se acercaron más el uno al otro una vez que el Señor había
ascendido.
Hay una sugerencia —y es solamente una sugerencia— en cuanto al
porqué de este acercamiento. Posiblemente Juan se culpaba a sí mismo
por haber llevado a Pedro al patio del sumo sacerdote, Juan 18.16, con
buenas intenciones pero consecuencias tan funestas para este último. Da
la impresión que Juan acudió a la casa de Pedro tan pronto como supo de
la restauración de su hermano en la fe (o, quién sabe, tal vez aun antes),
y le trajo a su propio hogar. Lo cierto es que estaban juntos cuando María
Magdalena trajo las noticias del sepulcro vacío, Juan 20.2.
A primera vista es sorprendente que Juan figure poco en Hechos de
los Apóstoles. Está mencionado solamente cinco veces, y siempre en
relación con Pedro, en los capítulos 3 y 4. Puede haber dos razones.
(1) Sabemos por la carta a los gálatas que era una de las columnas de
la iglesia en Jerusalén. Este hecho por sí sólo limitaría su esfera de
ministerio. (2) Tenemos que llevar en mente su deber sagrado de cuidar
a la madre del Señor, quien había sido encomendada a su atención, y
otra vez esta responsabilidad ha podido circunscribir su radio de acción.
Con todo, no puede haber duda de que estos años de aparente falta de
actividad sirvieron para profundizar sus conocimientos y aptitud para días
cruciales que iban a presentarse.
Una vez que Pedro y Pablo habían sido llamados a su descanso, Juan
vuelve a la prominencia. Desempeñó su obra mayormente en Asia,
basándose en Éfeso. Las palabras de Apocalipsis 1.4 confirman lo dicho;
las cartas a las siete iglesias le fueron encomendadas porque las conocía.
Con tan sólo haber escrito su Evangelio, sus tres epístolas y el
Apocalipsis, Juan habría hecho mucho. Su Evangelio fue escrito muchos
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años después de los otros tres. Había vivido suficiente tiempo como para
ver a la Iglesia perder mucha de su unidad y poder y ver el comienzo del
insidioso gnosticismo, cuya enseñanza intenta contra la deidad eterna del
Señor.
El Evangelio según Juan es su convincente respuesta a ese error
venenoso. Desde su apertura —que Agustín describió como un trueno
celestial— “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el
Verbo era Dios”, hasta sus últimas palabras en el capítulo 20, Juan se
manifiesta no sólo como sujeto a su Maestro, sino también con maestría
en cuanto a su Sujeto.
Con una combinación de conocimiento sin par del Señor y lealtad
personal a él, Juan escribe con tal certeza y convicción de la Persona
gloriosa del Hijo de Dios que no sólo aplasta a sus opositores gnósticos
sino que resuelve el asunto para siempre para todos los creyentes.
Sus Epístolas ofrecen para la vida diaria del creyente una aplicación
excepcionalmente práctica de las verdades de su Evangelio,
empleando como palabras clave la vida, la luz y el amor. Los había
visto manifestados perfectamente en el Señor Jesús, y quiere verlos
manifestados en su pueblo también.
Tengamos presente que su último libro —aquella maravillosa y a veces
difícil Revelación— fue escrito durante un exilio. Hombre viejo que
era, fue detenido por el emperador romano, probablemente Dominciano,
y sujetado a labor forzosa en la solitaria isla de Patmos. Parece que
la marcha de los años no había efectuado cambio en Juan, ya que los
motivos de su destierro resultaron ser también los temas de su escrito: la
Palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo.
Vio cosas maravillosas, pero ninguna que se comparara con la visión del
Señor a quien amaba y servía en Palestina décadas antes. Era diferente
ahora, majestuoso en su gloria. Santo y amigo estrecho que era, Juan dice
que cayó a sus pies como muerto al verlo. Luego el glorioso Señor puso
su mano derecha sobre él y, hablando en voz como de muchas aguas, le
aseguró: “No temas; yo soy el primero y el último; y el que vivo, y estuve
muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos”.
Fortalecido por aquella entrevista, Juan recibió su último mandamiento:
“Escribe las cosas que has visto, y las que son, y las que han de ser
después de estas”. Esto quería decir en efecto: “Dile a mi pueblo en
la tierra, que sufre pero sigue, que tengo la situación totalmente bajo
control, y pronto vendré por ellos”. Casi las últimas palabras que el Señor
le habló a Juan, antes de mandarle a poner su plumilla a un lado para
siempre, fueron: “He aquí, yo vengo pronto”, a las cuales Juan respondió
de todo corazón; “Amen; sí, ven, Señor Jesús”.
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