Modernidad Liquida 46 49

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La crítica de la política de vida

Cuando ya no se espera que el Estado pretenda, prometa o desee actuar como


depositario plenipotenciario de la razón y maestro constructor de una sociedad
racional; cuando los tableros de dibujo de las oficinas de la buena sociedad van
quedando en desuso; y cuando una variopinta sarta de consejeros, intérpretes y
gestores se hacen cargo de gran parte de la tarea antes reservada a los legisladores, no
es de extrañar que los teóricos críticos deseosos de servir a la causa de la
emancipación estén de duelo por su pérdida. No sólo se está desintegrando el
presunto vehículo y a la vez blanco de la lucha por la liberación; es improbable que el
dilema central y fundacional de la teoría crítica, el verdadero eje en torno del cual
gira su discurso, pueda sobrevivir a esa desintegración. Algunos pueden sentir que el
discurso crítico está a punto de encontrarse sin objeto. Y algunos parecen aferrarse
desesperadamente a la estrategia ortodoxa de la crítica sólo para confirmar, con
diagnósticos cada vez más alejados de la realidad actual y propuestas cada vez más
vagas, que su discurso carece de un objeto tangible; muchos prefieren seguir
peleando las antiguas batallas en las ya son expertos antes que cambiar ese terreno
familiar y confiable por un territorio nuevo y aún inexplorado que les resulta en gran
medida terra incognita.
Sin embargo, las perspectivas futuras de la teoría crítica (y menos aun la
necesidad de ella) no están ligadas a los modos de vida hoy en extinción tanto como
la autoconciencia de los teóricos críticos lo está a las formas, las habilidades y los
programas desarrollados durante su lucha contra esas formas de vida. Lo único que se
ha vuelto obsoleto es el significado asignado a la emancipación bajo condiciones hoy
inexistentes, pero no la labor de la emancipación en sí. Lo que hoy está en peligro es
otra cosa. Existe un nuevo programa de emancipación pública a la espera de que la
teoría crítica se haga cargo de él. Este nuevo programa público, aún a la espera de
políticas críticas públicas, está emergiendo juntamente con la versión «liquificada» de
la moderna condición humana —y en particular, en vísperas de la «individualización»
de las tareas de vida que surgen de esa condición—.
Esta nueva agenda aparece en la brecha mencionada anteriormente entre
individualidad de jure y de facto, o —si se quiere— entre la «libertad negativa»
impuesta legalmente y la «libertad positiva» —o sea, la capacidad genuina de
autoafirmación—, visiblemente ausente o en todo caso inaccesible para la mayoría.
Esta nueva condición no dista de parecerse a la que, de acuerdo con la Biblia, llevó a
los israelitas a la rebelión y al éxodo de Egipto. «El Faraón ordenó a los supervisores
y capataces del pueblo que no entregaran al pueblo la paja necesaria para la
fabricación de ladrillos […] “Que vayan y junten su propia paja, pero asegúrense de
que produzcan la misma cantidad de ladrillos que antes”». Cuando los capataces
señalaron que no se puede fabricar ladrillos con eficiencia a menos que se provea la
paja necesaria a tales fines y acusaron al Faraón de pedir lo imposible, este hizo caer

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la responsabilidad sobre los israelitas: «son holgazanes, son holgazanes». En la
actualidad no hay faraones que ordenen a los capataces azotar a los perezosos. (Hasta
los azotes han pasado al rubro «hágalo usted mismo» y han sido reemplazados por la
autoflagelación). Pero las autoridades de turno se han desentendido de la tarea de
suministrar la paja y a los productores de ladrillos se les dice que es su propia pereza
la que les impide hacer correctamente su trabajo —y por sobre todo, hacerlo de modo
que resulte satisfactorio para ellos mismos—.
La tarea impuesta a los humanos de hoy es esencialmente la misma que les fue
impuesta desde los comienzos de la modernidad: autoconstituir su vida individual y
tejer redes de vínculos con otros individuos autoconstituidos, así como ocuparse del
mantenimiento de esas redes. Esa tarea nunca fue cuestionada por los teóricos
críticos. Pero esos teóricos sí dudaban de la sinceridad de los intereses que hacían que
los individuos humanos fueran liberados para cumplir con la tarea que les había sido
asignada. La teoría crítica acusaba de falsedad e ineficiencia a los responsables de
generar las condiciones necesarias para la autoafirmación: había demasiadas
restricciones a la libertad de elección, y existía esa tendencia totalitaria endémica al
modo en que la sociedad moderna había sido construida y manejada y que amenazaba
con abolir de plano la libertad, reemplazando, por la fuerza o solapadamente, la
libertad de elección por una homogeneidad insulsa.
La suerte que corre una persona en libertad de acción está llena de
contradicciones difíciles de evaluar y más aun de desentrañar. Consideremos, por
ejemplo, la contradicción de las identidades fabricadas por uno mismo, que deben ser
lo suficientemente sólidas para ser reconocidas como tales a la vez que lo
suficientemente flexibles para no limitar movimientos futuros en circunstancias
volátiles de cambio permanente. O la precariedad de las relaciones humanas, más
cargadas de expectativas pero más rudimentariamente institucionalizadas que nunca,
y por lo tanto menos resistentes a las exigencias de esas expectativas. O la penosa
situación de la responsabilidad recuperada, que navega peligrosamente entre los
peñascos de la indiferencia y la coerción. O la fragilidad de la acción colectiva, que
sólo puede confiar en el entusiasmo y la dedicación de sus protagonistas y que sin
embargo necesita de una cohesión más duradera, que la preserve íntegra hasta la
consecución de sus objetivos. O la evidente dificultad para generalizar las
experiencias, vividas como algo absolutamente personal y subjetivo, y transformarlas
en problemáticas públicas destinatarias de políticas públicas. Estos son apenas
ejemplos burdos, pero ofrecen un panorama bastante acertado de la clase de desafíos
a los que se enfrentan hoy los teóricos críticos que anhelan reconectar su disciplina
con los programas de políticas públicas.
Los teóricos críticos —y no sin motivos— sospechaban que en la versión del
«déspota ilustrado» del Iluminismo, y como encarnación de las prácticas políticas de
la modernidad, se encuentra el resultado que realmente cuenta —la sociedad
construida y manejada racionalmente—; sospechaban que las aspiraciones, los deseos

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y los objetivos individuales, el vis formandi y la libido formandi individuales, la
tendencia poiética a crear nuevos significados ajenos a la función, el uso y el
propósito no son más que una variedad de recursos, o justamente por eso, obstáculos
en medio del camino. A esa práctica o supuesta tendencia, los teóricos críticos
oponen la visión de una sociedad que se rebela ante esa perspectiva, una sociedad en
la cual precisamente esas aspiraciones, deseos y objetivos y su satisfacción tienen
valor y deben ser honrados, la visión de una sociedad que, por esa razón, milita
contra todo esquema de perfección impuesto a los deseos o a espaldas de los deseos
de los hombres y mujeres que la integran. La única «totalidad» reconocida y
aceptable para la mayoría de los filósofos de la escuela crítica era la que pudiera
emerger de las acciones de individuos creativos y con libertad de elección.
Había un sesgo anarquista en toda teorización crítica: todo poder era sospechoso,
el enemigo era espiado en cuanto poderoso, y el mismo enemigo era culpado de todas
las desventajas y frustraciones que se sufrían por la libertad (incluso por la falta de
coraje en las tropas que debían entablar valerosamente sus guerras de liberación,
como en el caso del debate acerca de la «cultura de masas»). Se esperaba que
arreciaran peligros y ataques desde el flanco de lo «público», siempre dispuesto a
invadir y colonizar lo «privado», lo «subjetivo», lo «individual». Se reflexionaba
poco y nada acerca de los peligros que yacían en el cada vez más estrecho y vacío
espacio público o en la posibilidad de una invasión inversa: la colonización de la
esfera pública a manos de lo privado. Y sin embargo esa posibilidad subestimada y
pasada por alto en la discusión del momento, se ha transformado hoy en el escollo
principal de la emancipación, que en su etapa actual sólo puede ser descripta como la
tarea de transformar la autonomía individual de jure en autonomía de facto.
El poder público presagia la incompletud de la libertad individual, pero su retirada
o su desaparición auguran la impotencia práctica de la libertad oficialmente
victoriosa. La historia de la emancipación moderna viró desde la confrontación con el
primero de esos peligros hacia el enfrentamiento con el segundo. En palabras de
Isaiah Berlin, podríamos decir que una vez que se ha luchado por la «libertad
negativa» hasta obtenerla, los mecanismos necesarios para transformarla en «libertad
positiva» —o sea, la libertad de fijar la gama de opciones y el programa que esas
elecciones deben seguir— se han hecho pedazos. El poder público ha perdido gran
parte de su sobrecogedor poder de oprimir —aunque también ha perdido buena parte
de su capacidad de posibilitar—. La guerra de la emancipación no ha terminado; pero
para todo progreso futuro deberá resucitar aquello que se esmeró por destruir y
apartar de su camino durante casi toda su Historia. En la actualidad, toda liberación
verdadera demanda más, y no menos, «esfera pública» y «poder público». Ahora es
la esfera pública la que necesita desesperadamente ser defendida contra la invasión de
lo privado —paradójicamente, para ampliar la libertad individual, y no para
cercenarla—.
Como siempre, el trabajo del pensamiento crítico es sacar a la luz los muchos

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obstáculos que entorpecen el camino hacia la emancipación. Dada la naturaleza de las
tareas actuales, los principales obstáculos que deben ser examinados con urgencia se
relacionan con las crecientes dificultades que hay para traducir los problemas
privados a problemáticas públicas, para galvanizar y condensar los problemas
endémicamente privados bajo la forma de intereses públicos que sean mayores que la
suma de sus ingredientes individuales, para recolectivizar las utopías privatizadas de
la «política de vida» de modo que estas vuelvan a ser visiones de una «sociedad
buena» y de una «sociedad justa». Cuando la política pública cede sus funciones
específicas y la política de vida asume el mando, los problemas a los que se enfrentan
los individuos de jure en sus esfuerzos por convertirse en individuos de facto resultan
claramente no-aditivos y no-acumulativos, dejando por lo tanto a la esfera pública sin
otra sustancia que la de ser el escenario donde se confiesan y exhiben las
preocupaciones privadas. De igual manera, la individualización no sólo resulta ser un
camino de ida, sino que también parece destrozar a su paso todas las herramientas
que podrían concebirse para el logro de sus antiguos objetivos.
En esta tarea, la teoría crítica se enfrenta a un nuevo oponente. El espectro del
Gran Hermano dejó de sobrevolar los áticos y calabozos del mundo cuando el
déspota ilustrado se retiró de sus salones y recibidores. En la modernidad líquida, sus
nuevas versiones, drásticamente reducidas, se refugiaron en el diminuto ámbito en
miniatura de la política de vida; allí, los peligros y vaivenes de la autonomía
individual —esa autonomía que no puede completarse a sí misma excepto en una
sociedad autónoma— deben ser perseguidos y localizados. La búsqueda de una vida
alternativa en común debe partir del análisis y la búsqueda de alternativas a las
políticas de vida.

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