Modernidad liquida-19-22

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Las bendiciones a medias de la libertad

En una versión apócrifa del famoso episodio de la Odisea («Odysseus und die
Schweine: das Unbehagen an der Kultur»), Lion Feuchtwanger sugiere que los
marineros hechizados y transformados en cerdos por Circe estaban encantados con su
nueva condición y resistieron desesperadamente los intentos de Odiseo por romper el
hechizo y devolverles la forma humana. Cuando Odiseo les dice que ha encontrado
unas hierbas mágicas capaces de deshacer el hechizo y que pronto volverán a ser
humanos, los marineros-devenidos-cerdos corren a esconderse a tal velocidad que su
ferviente salvador no puede alcanzarlos. Cuando Odiseo logra finalmente atrapar a
uno de los cerdos y frotarlo con la hierba milagrosa, de esa pelambre surge Elpenor,
un marinero como cualquiera, insiste Feuchtwanger, común y corriente desde todo
punto de vista, «igual a todos los demás, ni especialmente dotado para la lucha ni
notable por su ingenio». El «liberado» Elpenor, en absoluto agradecido por su
liberación, atacó furiosamente a su «liberador»:

¿Así que has vuelto, granuja entrometido? ¿Otra vez a fastidiarnos y a molestarnos? ¿Otra vez a exponer
nuestros cuerpos al peligro y a obligar a nuestros corazones a tomar nuevas decisiones? Yo estaba tan
contento, podía revolcarme en el fango y retozar al sol, podía engullir y atracarme, gruñir y roncar, libre de
dudas y razonamientos: «¿qué debo hacer, esto o aquello?». ¡¿A qué viniste?! ¿A arrojarme de nuevo a mi
odiosa vida anterior?

La liberación, ¿es una bendición o una maldición? ¿Una maldición disfrazada de


bendición o una bendición temida como una maldición? Cuando resultó evidente e
insoslayable que la libertad se hacía esperar y que aquellos a quienes estaba destinada
no le preparaban una bienvenida entusiasta, esos interrogantes torturaron a los
pensadores durante la mayor parte de la edad moderna, que puso la «liberación» a la
cabeza de su programa de reforma política y la «libertad» a la cabeza de su sistema
de valores. Surgieron dos clases de respuestas. La primera dudaba de que la «gente
común» estuviera preparada para la libertad. Como lo expresara el escritor
estadounidense Herbert Sebastian Agar (en A Time for Greatness, 1942), «la verdad
que hace libres a los hombres es en gran parte la verdad que los hombres prefieren no
escuchar». La segunda clase de respuestas se inclinaba por aceptar que los hombres
dudaban de los beneficios que las libertades disponibles podían redituarles.
Las respuestas del primer tipo movían intermitentemente a la compasión por la
«gente» engañada, embaucada y obligada a abandonar toda oportunidad de libertad, o
al desprecio y la cólera contra las «masas» reacias a asumir los riesgos y las
responsabilidades que son parte de una autonomía y una autodeterminación genuinas.
La queja de Marcuse es una combinación de ambos sentimientos, así como un intento
de responsabilizar a esa nueva prosperidad por la evidente reconciliación de los
cautivos con su falta de libertad. Otros intentos de atender a esa queja mencionaban el
«aburguesamiento» de los desvalidos (la sustitución de «tener» por «ser», y de «ser»

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por «actuar», como valores supremos) y la «cultura de masas» (un daño cerebral
colectivo causado por la «industria de la cultura» que instalaba una sed insaciable de
entretenimiento y diversión allí donde deberían estar —como diría Matthew Arnold
— «la pasión por la dulzura y la luz, y la pasión por hacerlas prevalecer»).
Las respuestas del segundo tipo sugerían que la clase de libertad ensalzada por los
libertarios entusiastas no es, contrariamente a sus afirmaciones, garantía alguna de
felicidad, sino que es más proclive a acarrear desdicha. De acuerdo con este punto de
vista, los libertarios se equivocan al afirmar, como por ejemplo David Conway[2]
cuando reformula el principio de Henry Sidgwick, que la felicidad general se
promueve de manera efectiva manteniendo en los adultos «la esperanza de que cada
uno dependerá de sus propios recursos para satisfacer sus propios deseos», o Charles
Murray[3], que se deshace en elogios al describir la felicidad inherente a las
búsquedas individuales: «aquello que hace satisfactorio un acontecimiento es que es
uno quien lo ha realizado […] con parte sustancial del peso de la responsabilidad
sobre los hombros de uno, y habiendo contribuido uno en gran medida a su éxito».
«[Depender] de [los] propios recursos para satisfacer [los] propios deseos» nos
augura el tormento mental y la agonía de la indecisión, mientras que «[el] peso de la
responsabilidad sobre [los] propios hombros» provoca un miedo paralizante al riesgo
y al fracaso, y no da derecho a apelación ni resarcimiento. Este no puede ser el
verdadero significado de la «libertad», y si la libertad que «en realidad existe», la
libertad disponible, significa todo eso, entonces no puede ser garantía de felicidad ni
una meta por la que valga la pena luchar.
Las respuestas del segundo tipo se derivan en definitiva del horror visceral
hobbesiano por el «hombre sin freno». Ganan su credibilidad presuponiendo que un
ser humano liberado de las restricciones coercitivas de la sociedad (o que nunca
estuvo sujeto a ellas) es más una bestia que un individuo libre, y el horror que
generan se deriva de otro presupuesto, a saber, que la ausencia de restricciones
efectivas haría de la vida algo «feo, brutal y breve» —y, por lo tanto, en absoluto feliz
—. Ese mismo principio hobbesiano fue elaborado por Émile Durkheim bajo la forma
de una filosofía social abarcadora, según la cual la «norma» —medida sobre la base
del promedio, o lo más común, y sostenida sobre la base de severas sanciones
punitivas— libera verdaderamente a los potenciales seres humanos de la más
horrenda y aterradora esclavitud; el tipo de esclavitud que no reside en ninguna
presión externa sino que acecha desde adentro, en la naturaleza presocial o asocial del
hombre. Según esta filosofía, la coerción social es una fuerza emancipadora y la
única esperanza razonable de libertad a la que los humanos pueden aspirar.

El individuo se somete a la sociedad y esta sumisión es la condición de su liberación. Para el hombre, la


liberación consiste en librarse de las fuerzas físicas ciegas e irracionales; lo consigue oponiéndoles la
enorme e inteligente fuerza de la sociedad, bajo cuya protección se ampara. Poniéndose bajo el ala de la
sociedad se vuelve, en cierta medida, dependiente de ella. Pero se trata de una dependencia liberadora, no
hay contradicción en ello[4].

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No sólo no hay contradicción entre dependencia y liberación sino que no existe otra
manera de alcanzar la liberación más que «[someterse] a la sociedad» y seguir sus
normas. La libertad no puede obtenerse en contra de la sociedad. El resultado de la
rebelión contra las normas, aun si los rebeldes no se han transformado directamente
en bestias y perdido la capacidad de juzgar su propia condición, es la agonía perpetua
de la indecisión unida a la incertidumbre acerca de las intenciones y las acciones de
los que nos rodean —algo capaz de convertir la vida en un infierno—. La rutina y las
pautas de comportamiento impuestas por la condensación de las presiones sociales le
ahorran al ser humano esa agonía: gracias a la monotonía y a la regularidad de
patrones de conducta recomendados, inculcados y compulsivos, los humanos saben
cómo actuar en la mayoría de los casos y rara vez enfrentan una situación que no esté
señalizada, en la que deban tomar decisiones bajo la propia responsabilidad sin el
tranquilizador conocimiento previo de sus consecuencias, transformando cada
movimiento en una encrucijada preñada de riesgos difíciles de calcular. La ausencia
de normas o su mera oscuridad —anomia— es lo peor que le puede ocurrir a la gente
en su lucha por llevar adelante sus vidas. Las normas posibilitan al imposibilitar; la
anomia augura una imposibilidad lisa y llana. Si las tropas de la regulación normativa
abandonan el campo de batalla de la vida, sólo quedan la duda y el miedo. Como
dijera memorablemente Erich Fromm, cuando «cada individuo debe dar un paso al
frente y probar su suerte» —cuando «debe nadar o hundirse»—, comienza «la
búsqueda compulsiva de certeza», la desesperada búsqueda de «soluciones» capaces
de «eliminar la conciencia de la duda», y todo aquello que prometa «asumir la
responsabilidad de la “certeza”» es bienvenido[5].
«La rutina puede degradar, pero también puede proteger»; así lo afirma Richard
Sennett, para luego recordar a sus lectores la antigua controversia entre Adam Smith
y Denis Diderot. Mientras que Smith prevenía a sus lectores de los efectos
degradantes y anquilosantes de la rutina de trabajo, «Diderot no consideraba que la
rutina de trabajo fuera degradante […] El más importante heredero moderno de
Diderot, el sociólogo Anthony Giddens, ha intentado mantener viva esa postura
señalando el valor fundamental que tiene el hábito tanto para las prácticas sociales
como para el autoconocimiento». La proposición del propio Sennett es sencilla:
«imaginar una vida de impulsos momentáneos, de acciones a corto plazo, carente de
rutinas sostenibles, una vida sin hábitos, es imaginar, justamente, una existencia
insensata[6]».
La vida no ha llegado todavía al extremo de volverse insensata, pero ha sido
bastante dañada, y todas las futuras herramientas de certeza, incluidas las nuevas
rutinas inventadas (que difícilmente duren lo suficiente como para llegar a
transformarse en hábitos y que, de mostrar signos de adicción, probablemente
generarán resistencias), no son más que muletas, artificios de la ingenuidad humana
que sólo se parecen al original si nos abstenemos de observarlos muy de cerca. Toda
certeza posterior al «pecado original» del desmantelamiento de ese mundo real,

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colmado de rutinas y carente de reflexión, no puede sino ser una certeza fabricada,
una certeza burda y descaradamente «inventada», cargada con toda la vulnerabilidad
innata de las decisiones humanas. Gilles Deleuze y Felix Guattari insisten:

Ya no creemos en el mito de la existencia de fragmentos que, como pedazos de una antigua estatua, esperan
que la última pieza faltante sea descubierta para así ser pegados creando una unidad exactamente igual a la
unidad original. Ya no creemos que alguna vez haya existido una totalidad primordial, como tampoco que
una totalidad final nos espere en el futuro[7].

Lo que se ha roto ya no puede ser pegado. Abandonen toda esperanza de unidad,


tanto futura como pasada, ustedes, los que ingresan al mundo de la modernidad
fluida. Ya es tiempo de anunciar, como lo hizo recientemente Alain Touraine, «la
muerte de la definición del ser humano como ser social, definido por su lugar en una
sociedad que determina sus acciones y comportamientos». En cambio, el principio de
combinación de «la definición estratégica de la acción social no orientada por las
normas sociales» y «la defensa, por parte de todos los actores sociales, de su
especificidad cultural y psicológica […] puede encontrarse en el individuo, y ya no
en las instituciones sociales o los principios universales[8]».
El presupuesto tácito que sostiene una postura tan radical es que ya ha sido
alcanzada toda la libertad concebible o asequible; no queda más que barrer los
rincones y llenar algunos espacios en blanco —tarea que seguramente será terminada
en breve—. Los hombres y mujeres son absoluta y verdaderamente libres, y por lo
tanto el programa de la emancipación ha sido agotado. La queja de Marcuse y la
nostalgia comunitaria por la comunidad perdida pueden ser manifestaciones de
valores opuestos, pero ambos son igualmente anacrónicos. Ni el rearraigamiento de lo
desarraigado ni el «despertar del pueblo» a la incompleta labor de la liberación son ya
posibles. El dilema de Marcuse ha perdido vigencia, ya que se le ha garantizado al
«individuo» toda la libertad que hubiera podido soñar o anhelar; las instituciones
sociales están deseosas de traspasar a la iniciativa individual el incordio que
representan las definiciones y las identidades, a la vez que resulta difícil encontrar
principios universales contra los cuales rebelarse. En cuanto al sueño comunitarista
de «dar nuevo arraigo a lo desarraigado», nada puede cambiar el hecho de que
únicamente hay transitorias camas de hotel, bolsas de dormir y divanes de análisis, y
que de ahora en más las comunidades —más postuladas que «imaginadas»— ya no
serán las fuerzas que determinen y definan las identidades sino tan sólo artefactos
efímeros del continuo juego de la individualidad.

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