lengua-4to-naturales
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Lengua y Literatura.
4to. AÑO
TRABAJO DOMICILIARIO:
TEORÍA:
GÉNERO NARRATIVO
AUTOR: persona real que inventa la narración.
NARRADOR: ser ficticio (inventado por el autor), que se encarga de relatar la historia. Hay cuatro clases de narrador:
1- Narrador en Primera Persona, Protagonista: quien relata la historia es, a la vez, el protagonista de la misma.
2- Narrador en Primera Persona, Personaje: quien narra la historia es, a la vez, un personaje de la misma, pero no
el protagonista, sino uno que lo acompaña siempre.
3- Narrador en Tercera Persona Omnisciente: el narrador no interviene en la historia, sino que sólo narra lo que les
sucede a los personajes y , además, conoce los pensamientos y sentimientos de los personajes (de ahí el nombre
omnisciente, que significa que todo lo sabe)
4- Narrador en Tercera Persona Testigo: el narrador no interviene en la historia, sino que sólo relata lo que sucede
en la historia. El narrador no conoce ni lo que piensan, ni lo que sienten los personajes, sino que cuenta sólo lo
que se ve.
SUPERESTRUCTURA DE LA NARRACIÓN: Las partes en la que puede dividirse una narración son:
Situación inicial: presentación de los personajes.
Conflicto: se presenta un hecho que modifica la situación inicial.
Resolución: se soluciona, positiva o negativamente, el conflicto.
Conclusión: se vuelve a la situación inicial.
CLASES DE NARRACIONES:
Mito y Leyenda: narraciones de tradición oral, que surgen para explicar el origen del cosmos, del hombre o de los
fenómenos de la naturaleza.
En los mitos intervienen dioses y semidioses que son omniscientes y omnipresentes, pero no omnipotentes y que poseen
las mismas pasiones que los hombres (amor, deseo, respeto, envidia, venganza). Por involucrar dioses, los mitos eran el
conjunto de creencias que conformaban la religión de los antiguos pueblos griegos (siglo VIII a. C. hasta siglo V).
Las leyendas, en cambio, no son de origen sagrado para los pueblos que las relataban (las que más conocemos pertenecen
a los pueblos indígenas) sino que tenían como finalidad, el entretener y la enseñar a los niños, ciertos comportamientos
sociales, como la obediencia y el respeto a la autoridad.
Cuento: narración relativamente breve, que se encarga de relatar una historia protagonizada por un personaje, al que le
sucede algún acontecimiento, en un tiempo y un lugar determinado.
Novela: narración relativamente extensa, que posee capítulos y que se encarga de relatar varios acontecimientos que le
suceden a un protagonista en varios tiempos y lugares diferentes, por lo cual puede conocerse más profundamente la
psicología de dicho personaje (dado que lo vemos actuar, no sólo en una, sino en varias situaciones).
Los cuentos y las novelas se dividen en varias clases:
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• Policial: historias en las cuales hay un enigma para resolver (asesinato, robo, estafa). Generalmente aparece la
figura del detective y del policía que se encargan de realizar la investigación y encarcelar al culpable.
• Maravilloso: la historia, desde un inicio, permite que el lector reconozca que se trata de un mundo de fantasías
(hadas, duendes, mundos fantasiosos, magia, etc.)
• De ciencia ficción: la historia trata un tema que no es posible que se dé en la realidad, pero que puede llegar a
sucederse en un futuro, luego del avance de la ciencia o de la tecnología (viaje a otra galaxia, viajes en el tiempo,
seres extraterrestres, robots inteligentes)
PRÁCTICA:
Estas narraciones se encuentran en internet por lo cual, quienes quieran, podrán leerlos en forma digital
y, quienes quieran, podrán fotocopiar el anexo de este documento, en el que se hallan transcriptos.
2) Determinen si los cuatro relatos leídos, son todos ellos mitos, leyendas, cuentos o novelas. Expliquen
por qué, ayudándose con la teoría.
3) Determinen a qué clase de cuento o género pertenece cada uno de ellos y por qué.
4) Elijan una de las narraciones leídas y preparen una exposición oral (para la primera clase de Lengua y
Literatura, luego de la reclusión domiciliaria, propuesta por el decreto nacional), utilizando los datos de
la teoría literaria que consideres necesarios. Ejemplos: explicar acerca de qué trata el relato, el motivo
por el cual lo eligieron, datos sobre el autor, semejanzas o diferencias que presenta el relato leído, en
relación a los otros títulos del mismo autor, si pertenece al género fantástico, realista, policial o de
ciencia ficción y cuáles son los elementos que demuestran esto, semejanzas y diferencias entre este y
otros relatos del mismo genero, lectura de fragmentos de los relatos que argumenten sus afirmaciones)
ANEXO:
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La aventura de la caja de cartón (Adaptación)
En un día de calor abrasador nos hallábamos con Sherlock Holmes en nuestra casa de Backer Street.
Holmes leía y releía una carta sin hacer caso de mí, hasta que de pronto levantó la vista y me preguntó
si había leído en el diario algo acerca del contenido de un paquete que había sido enviado a Miss
Cushing de Cross Street.
Tomé el periódico y leí el párrafo que mi compañero me indicaba: “Ayer a la tarde, le fue entregado
a Miss Susan Cushing, que vive en Cross Street, Croydon, un paquetito envuelto en papel de estraza.
Dentro del paquete había una caja que contenía sal gruesa y, en medio de ella, Miss Cushing vio con
horror dos orejas humanas recién cortadas.
La caja había sido enviada desde Belfast y sin remitente. El asunto resulta por demás misterioso,
puesto que Miss Cushing, soltera, de cincuenta años, ha llevado siempre una vida retirada con muy
pocas relaciones. Sin embargo, hará muchos años atrás, cuando ella residía en Penge, alquilaba
habitaciones a tres jóvenes estudiantes de Medicina, uno de ellos proveniente de Irlanda del Norte,
precisamente de Belfast. La policía opina que quizás hayan sido esos jóvenes los que le enviaron el
paquete porque le guardaban resentimiento a causa de que los había rechazado por sus costumbres
bulliciosas e irregulares. Se vienen realizando activas investigaciones en el asunto. Mister Lestrade, que
es uno de los más hábiles de nuestros detectives oficiales, se ha hecho cargo del caso.”
Quedé vivamente impresionado después de la lectura. Holmes me leyó, a continuación, una carta
que el mismo Lestrade le había enviado, en la que le pedía ayuda y corroboraba la hipótesis de que
el envío lo habían hecho los mencionados estudiantes.
_ ¿Qué me dice usted, Watson? _ me preguntó Holmes_ ¿Es usted capaz de sobreponerse al calor y
acompañarme hasta Croydon, ante la posibilidad de que se presente un caso para sus crónicas?
Como estaba anhelando hacer algo, enseguida nos pusimos en camino y llegamos a Croydon, en
donde nos esperaba Lestrade, tan regordete y hurón como siempre. Inmediatamente nos condujo a
casa de Miss Cushing, quien estaba sentada en una habitación delantera. Era una mujer de cara
bondadosa, ojos grandes y dulces y cabellos grises. Al entrar nosotros le dijo a Lestrade:
_Esas cosas horribles están en la casilla. Desearía que usted se las llevase de aquí definitivamente.
_Así lo haré, Miss Cushing, pero antes quiero presentarle a mi amigo Sherlock Holmes. Él quiere hacerle
a usted algunas preguntas.
_Yo no sé absolutamente nada del asunto. Soy una mujer tranquila que lleva una vida retirada. Para
mí es una novedad leer mi nombre en los periódicos y ver en mi casa a la policía. No quiero ver más
aquí esas cosas, Mister Lestrade. Si quiere usted inspeccionarlas tendrá que ir a la casilla del jardín.
Hacia la casilla nos dirigimos y allí, Lestrade entregó a Holmes la caja de cartón amarillo con el horrible
contenido. Mi amigo observaba con minuciosidad la caja mientras nos hacía comentarios sobre la
misma, como si hablara consigo mismo. A todo lo que él decía, Lestrade oponía un comentario
negativo o por lo menos dudoso.
_La cuerdecita con que fue atada es interesante, es un trozo de cuerda embreada. Miss Cushing la
ha cortado con tijera, pero le ha dejado el nudo intacto y se trata de un nudo de tipo especial. El
papel es efectivamente de estraza y huele claramente a café. La caja es amarilla de la de media
libra de tabaco de melaza, sin nada notable, salvo la huella de los dedos pulgares que han quedado
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junto al ángulo izquierdo de La parte inferior. Está llena de sal gruesa, de la que se emplea para curar
cueros.
Mientras hablaba, sacó las dos orejas y se dedicó a examinarlas con gran cuidado. Finalmente,
Holmes, las volvió a colocar en la caja y permaneció sentado y sumido en una profunda meditación.
_Ya se habrá fijado usted _ dijo Lestrade_ que esas orejas no forman pareja.
_Así es, pero si se trata de una broma dada por estudiantes de medicina que tienen acceso a las salas
de disección, le habrá sido fácil disponer de un par de orejas de la misma persona como de dos
diferentes.
_Exactamente, pero no se trata de una broma, sino de un crimen horrible, expresó Holmes. En las salas
de disección se inyecta a los cadáveres un fluido que los conserva frescos. Estas orejas no presentan
indicio alguno del mismo, sino que por el contrario, han sido colocadas en sal gruesa. Repito que no
se trata de una broma de estudiantes, sino de un crimen grave.
Lestrade movía la cabeza de un lado a otro como si sólo estuviese convencido a medias.
Por mi parte continuó Holmes_, pienso que se trata de un doble asesinato. Una de estas orejas es de
mujer, pequeña, delicadamente conformada; la otra es de hombre, está quemada por el sol y
exangüe. Es de presumir que estas dos personas han muerto, pues de lo contrario habría llegado a
conocimiento nuestro lo que les ha ocurrido. El paquete fue puesto en el correo el jueves por la
mañana. Por consiguiente, la tragedia ocurrió el miércoles o el martes, o aún quizá antes. Pero ahora
tengo que hacerle algunas preguntas a Miss Cushing.
Entonces yo, con su permiso, voy a retirarme _ dijo Lestrade_, porque tengo entre manos otro asuntillo.
Me encontrarán ustedes en la comisaría.
Un instante después nos encontrábamos Holmes y yo con la apacible señorita Cushing que trabajaba
muy tranquila en un tapiz.
_Estoy absolutamente segura, señor, de que todo este asunto es pura equivocación y no debí ser yo
la destinataria del paquete. Se lo he dicho varias veces a este caballero de Scotland Yard, pero se ríe
de mí. Que yo sepa, no tengo ningún enemigo en el mundo.
_Miss Cushing, poco a poco voy participando yo también de esta misma opinión dijo Holmes_,
sentándose en una silla a su lado y observando atentamente el perfil de la dama.
En la expresión anhelante de mi amigo se leía al mismo tiempo la sorpresa y la satisfacción. Yo por mi
parte, también, observaba pero no descubrí nada que pudiera servirme para explicar la excitación
de mi amigo.
_Señorita Cushing, ¿tiene usted dos hermanas, no es cierto? _ dijo Holmes.
_ ¿Cómo ha podido averiguarlo?
_ Por la fotografía que tiene usted sobre la chimenea en la que se ve un grupo de tres damas, una de
las cuales es evidentemente usted, ofreciendo las otras dos tal parecido con usted, que no es posible
dudar del parentesco.
_ Así es. Esas dos mujeres son mis hermanas Sara y Mary. Mary es la menor. Por esos días estaba por
contraer matrimonio con Míster Browner, camarero de un barco. Un hombre que la adoraba, pero
amigo de la bebida, en una ocasión vino a verme. Fue antes de que rompiera el compromiso de no
beber que tenía contraído; había vuelto a beber siempre que estaba en tierra y con sólo que bebiese
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un poco se volvía loco furioso. Mal día fue aquel que volvió a tomar en su mano un vaso. Empezó por
olvidarse de mí, después riñó con Sara, mi otra hermana, y ahora es Mary la que ha dejado de
escribirme, y no sabemos nada de ella.
_ ¿Cómo es que no vive usted con Sara, puesto que son las dos solteras? _ Interrogó Holmes.
_ Es imposible convivir con ella. Lo intenté al trasladarme a Croydon y juntas vivimos hasta hace un
par de meses, en que tuvimos que separarnos. Sara ha sido siempre entrometida y difícil de contentar.
_ ¿Ha dicho usted que riñó con su hermana y su cuñado?
_ Sí, aunque hubo un tiempo en que eran los mejores amigos. Sara vivía con ellos en Liverpool. En
cambio, ahora, tiene palabras bastante duras cuando habla de Jim Browner, nuestro cuñado. Desde
hacía seis meses que vive aquí y no hace otra cosa que hablar mal de sus borracheras y su mala
conducta.
_Gracias, Miss Cushing _ exclamó Holmes_. Creo que me dijo usted que su hermana Sara vive en New
Street, Wallington, ¿verdad? Adiós y lamento muchísimo que la hayan molestado a propósito de un
hecho en el que no tiene, en efecto, nada que ver.
Salimos a la calle y tomamos un coche rumbo a Wallington, que quedaba a dos kilómetros de allí. En
el camino, Holmes, hizo detener el coche para poner un telegrama en la oficina de correos. Cuando
llegamos a la casa se Sara Cushing, un hombre vestido de negro acudió a nuestro llamado, pero no
nos permitió ver a la señorita Cushing, porque se hallaba en grave estado. Entonces, de regreso a
Croydon, nos dirigimos con Holmes a la comisaría, para ver al amigo Lestrade que nos esperaba en
la puerta.
_ Hay un telegrama para usted, Holmes_ dijo.
_ ¡Hola! Aquí tenemos la contestación _ abrió el telegrama, lo recorrió con la mirada y se lo metió,
arrugado, en el bolsillo _ Todo va bien _ dijo.
_ ¿Ha descubierto usted algo?
_ ¿Y el criminal?
_ Ahí tiene su nombre _ dijo Holmes y garapateó algunas palabras en el dorso de una de sus tarjetas
de visita. _ Preferiría _ continuó, entregándosela a Lestrade _ que no mencionase mi nombre en
relación con este caso. Prefiero no relacionarme sino con aquellos crímenes que presentan alguna
dificultad en su solución. Vamos, Watson.
Y los dos nos fuimos a pie hasta la estación.
Aquella noche en nuestra habitación de Baker Street, mientras nos fumábamos sendos cigarrillos y
charlábamos, me dijo Holmes:
_ En lo esencial, se puede decir que el caso está completo. Sabemos quién es el autor del repugnante
hecho, aunque ignoramos todavía quién es una de las víctimas. Claro que usted también habrá
sacado sus propias conclusiones.
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_ Me imagino que el hombre de quien usted sospecha es Jim Browner, el camarero de uno de los
vapores del Liverpool.
_Pues, por el contrario, yo lo veo todo con claridad. Recordemos, mi querido Watson: cuando
examinamos la cajita amarilla con su sorprendente contenido, la cuerda me dio en el acto un fuerte
husmillo a cosa de mar. Al reparar en que el nudo era de una clase muy usada entre los marineros.
Además, la inicial del nombre de la hermana mayor es S y la dirección de Miss Cushing había sido
compartida por su hermana hasta hace poco tiempo atrás. El paquete podría haberle sido dirigido a
Sara Cushing, como efectivamente lo fue. Pero lo que más me llenó de sorpresa y redujo en
proporción enorme el campo de nuestras pesquisas, fue advertir _ al mirar a Miss Cushing cuando
regresamos al interior de la casa _ que su oreja era exactamente igual a la otra de mujer que yo
acababa de examinar. La víctima era, evidentemente, una mujer de la misma sangre, quizás de un
parentesco muy cercano. Así fue como empecé a hablar acerca de su familia y nos enteramos de
la existencia de Sara y de Jim Browner, camarero de uno de los vapores del Liverpool y esposo de
Mary Cushing, la hermana restante. Sabemos que Browner era impulsivo, de violentas reacciones y
que, además, se entregaba de cuando en cuando a excesos de bebida. Esos han sido los personajes
de la tragedia. Es evidente que Sara sabía a quién iba dirigido el macabro paquete, porque la noticia
le ha producido una impresión que derivó en fiebre cerebral.
_Según el telegrama que he recibido _ prosiguió Holmes _ se ha comprobado que Browner había
zarpado a bordo del “May Day”, y yo calculo que llegará mañana al Támesis. Y cuando llegue, lo
estará esperando el obtuso pero resuelto Lestrade, y no dudo que con ello conseguiremos los demás
detalles que nos faltan.
Las esperanzas de Sherlock Holmes no quedaron defraudadas. Dos días después recibió un sobre
voluminoso, que contenía una breve carta del detective y un documento que abarcaba varias
páginas de tamaño oficio.
En la carta, Lestrade le comunicaba que había arrestado al camarero Jim Browner, a bordo del “May
Day” y que este había hecho una extensa declaración. Ese era el documento que venía también en
el sobre.
Allí, Jim Browner reconocía la autoría de sus crímenes, pero echaba la máxima responsabilidad de
ellos a Sara, su cuñada.
Durante la permanencia de Sara en Liverpool, la mujer se había enamorado de Jim y, ante su rechazo,
había transformado su amor, en odio. Por venganza, instigó a su hermana Mary en contra de su
marido y logró que finalmente esta se entregara al amor con otro marinero, Alex Fairbairn.
Un día, al regresar a su casa antes de lo previsto porque su barco se había retrasado, Jim descubrió
la infidelidad de su esposa.
Ella y Alex Fairbairn salían de paseo sin sospechar qué les aguardaba. Era un día de mucho calor;
Mary y Alex habían alquilado un bote en New Brighton para dar un paseo en el mar. Jim los siguió y,
ayudado por una ligera neblina, consumó su venganza, loco de celos y furioso. En ese momento era
una fiera que ha paladeado sangre. Sintió una especie de salvaje regocijo pensando en el golpe que
recibiría Sara al tener delante aquellas muestras del resultado de sus intrigas. Luego de hundir los
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cuerpos, regresó a tierra y se incorporó a su barco. Aquella misma noche preparó el paquete para
Sara Cushing y, al día siguiente se lo envió desde Belfast.
Sir Arthur Conan Doyle.
A LA DERIVA.
El hombre pisó algo blancuzco, y enseguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse, con
un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó
el machete de su cintura. La víbora vio la amenaza y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral;
peo el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre y durante un instante contempló. Un dolor
agudo nacía de los dos puntitos violeta y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo
con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres
fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la
pantorrilla. Movía la pierna con dificultad, una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le
arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre el trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en
la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso
llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastrar de garganta reseca. La voz lo devoraba.
¡Dorotea! – alcanzó a lanzar en un estertor – ¡Dame caña!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
_ ¡Te pedí caña, no agua! – rugió de nuevo – ¡Dame caña!
_ ¡Pero es caña, Paulino! – protestó la mujer espantada.
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió
nada en la garganta.
_ Bueno; esto se pone feo…– murmuró entonces, mirando su pie, lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre
la honda ligadura del pañuelo la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz
sequedad de garganta, que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió
incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendió hasta la costa, subió a su canoa. Sentóse en la popa y comenzó
a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis
millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
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El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos
dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito – de sangre esta vez– dirigió una mirada
al sol, que ya transponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre
cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajovientre desbordó hinchado, con grandes manchas
lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría llegar jamás él solo a Tucurú-Pucú y se
decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se
arrastró por la picada en cuesta arriba; pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
_ ¡Alves! – gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano –. ¡Compadre Alves! ¡No me niegues este
favor! – clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó rumor. El hombre
tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan
fúnebremente el río. Desde las orillas, bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro
también. Adelante, a los costados, atrás, siempre la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río
arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo y reina en él un
silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y
de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed
disminuía y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la
mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en
Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en
el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona, en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón Míster
Dougald y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también.
Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular en
penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia
el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón
de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entre tanto en el tiempo justo
que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses?
Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.
¿Qué sería? Y la respiración…
Al recibidor de maderas de míster Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un
Viernes Santo… ¿Viernes? Sí, o jueves…
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
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Un jueves…
Y cesó de respirar.
(Quiroga, 13)
Una flema tibia se le formó en la garganta a Eckels. Tragó saliva empujando hacia abajo la flema. Los
músculos alrededor de la boca formaron una sonrisa mientras alzaba levemente la mano, y la mano se movió
con un cheque de diez mil dólares ante el hombre del escritorio.
_ ¿Este safari garantiza que yo regrese vivo?
_ No garantizamos nada –dijo el oficial–, excepto los dinosaurios. – Se volvió–Éste es el señor Travis, su guía
safari en el pasado. Él le dirá qué debe disparar y en qué momento. Si usted desobedece sus instrucciones
hay una multa de otros diez mil dólares, además de una posible acción del gobierno, a la vuelta.
Eckels miró al otro extremo de la vasta oficina la confusa maraña zumbante de cables y cajas de acero, y el
aura ya anaranjada, ya plateada, ya azul. Era como el sonido de una gigantesca hoguera donde ardía el
tiempo, todos los años y todos los calendarios del pergamino, todas las horas apiladas en llamas.
El roce de una mano, y este fuego se volvería maravillosamente, y en un instante, sobre sí mismo. Eckels
recordó las palabras de los anuncios en la carta. De las brasas y cenizas, del polvo y los carbones, como
doradas salamandras, saltarán los viejos años, los verdes años, rosas endulzarán el aire, las canas se
volverán negro ébano, las arrugas desaparecerán; todo regresará volando a la semilla, huirá de la muerte,
retornará a su s principios; los soles se elevarán en los cielos accidentales y se pondrán en orientes gloriosos,
las lunas se devorarán al revés a sí mismas, todas las cosas se meterán unas en otras como cajas chinas, los
conejos entrarán en los sombreros, todo volverá a la fresca muerte en la semilla, la muerte verde, al tiempo
anterior, al comienzo. Bastará el roce de una mano, el más leve roce de una mano.
_ ¡Infierno y condenación! –murmuró Eckels con la luz de la máquina en el rostro delgado–. Una verdadera
máquina del tiempo. –Sacudió la cabeza–. Lo hace pensar a uno. Si la elección hubiera ido mal ayer, yo quizá
estaría huyendo de los resultados. Gracias a Dios ganó Keith. Será un buen presidente.
_ Sí–dijo el hombre detrás del escritorio–. Tenemos suerte. Si Deutscher hubiese ganado, tendríamos la peor
de las dictaduras. Es el antídoto, militarista, anticristo, antihumano, antiintelectual. La gente nos llamó, ya
sabe usted, bromeando, pero no enteramente. Decían que si Deutscher era presidente querían ir a vivir a
1492. Por supuesto, no nos ocupamos de organizar evasiones, sino safaris. De todos modos, el presidente
es Keith. Ahora su única preocupación es…
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_ Un Tyrannosaurus rex. El lagarto del Trueno, el más terrible monstruo de la historia. Firme este permiso.
Si le pasa algo, no somos responsables. Estos dinosaurios son voraces.
_ Francamente, sí. No queremos que vaya nadie que sienta pánico al primer tiro. El año pasado murieron
seis jefes safaris, y una docena de cazadores. Vamos a darle a usted la más condenada emoción que un
cazador pueda pretender. Lo enviaremos a usted a sesenta millones de años atrás para que disfrute de la
mayor condenada cacería de todos los tiempos. Su cheque está todavía aquí. Rómpalo.
Cruzaron el salón silenciosamente, llevando los fusiles, hacia la Máquina, hacia el metal plateado y la luz
rugiente.
Primero un día y luego una noche y luego un día y luego una noche, y luego día-noche-día-noche-día. Una
semana, un mes, un año ¿una década! 2055. 2019. ¡1999! ¡1957! ¡Desaparecieron! La máquina rugió.
Se pusieron los cascos de oxígeno y probaron los intercomunicadores.
Eckels se balanceaba en el asiento almohadillado, con un rostro pálido y duro. Sintió un temblor en los
brazos y bajó los ojos y vio que sus manos apretaban el fusil. Había otros cuatro hombres en la máquina.
Travis, el jefe del safari, su asistente Lesperance, y dos cazadores, Billings y Kramer. Se miraron unos a otros
y los años llamearon alrededor.
_ ¿Estos fusiles pueden matar a un dinosaurio de un tiro? –se oyó decir Eckels.
_ Si da usted en el sitio preciso–dijo Travis por la radio del casco–. Algunos dinosaurios tienen dos cerebros,
uno en la cabeza, otro en la columna espinal. No les tiramos a estos, y tendremos más probabilidades.
Aciértele con los dos primeros tiros a los ojos, si puede, cegándolo, y luego dispare al cerebro.
La Máquina aulló. El tiempo era una película que corría hacia atrás. Pasaron soles, y luego diez millones de
lunas.
_ ¡Dios santo! – dijo Eckels –. Los cazadores de todos los tiempos nos envidiarían hoy. África al lado de esto
parece Illinois.
Mostró un sendero de metal que se perdía en la vegetación salvaje, sobre pantanos humeantes, entre
palmeras y helechos gigantescos.
_ Y eso–dijo–es el Sendero, instalado por el Safari en el Tiempo para su provecho. Flota a diez centímetros
del suelo. No toca ni siquiera una brizna, una flor o un árbol. Es de un metal antigravitatorio. El propósito
del Sendero es impedir que toque usted este mundo del pasado de algún modo. No se salga del Sendero.
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Repito. No se salga de él. ¡Por ningún motivo! Si cae del Sendero hay una multa. Y no tire contra ningún
animal que nosotros no aprobemos.
Estaban en la antigua selva. Unos pájaros lejanos gritaban en el viento, y había un olor de alquitrán y viejo
mar salado, hierbas húmedas, y flores de color de sangre.
_ No queremos cambiar el futuro. Este mundo del pasado no es el nuestro. Al gobierno no le gusta que
estemos aquí. Tenemos que dar mucho dinero para conservar nuestras franquicias. Una máquina del tiempo
es un asunto delicado. Podemos matar inadvertidamente un animal importante, un pajarito, un coleóptero,
aun una flor, destruyendo así un eslabón importante en la evolución de las especies.
_ Muy bien–continuó Travis–digamos que accidentalmente matamos aquí un ratón. Eso significa destruir las
futuras familias de este individuo, ¿entiende?
_ Entiendo.
_ ¡Y todas las familias de la familia de ese individuo! Con sólo un pisotón aniquila usted primero uno, luego
una docena, luego mil, un millón, ¡un billón de posibles ratones!
_ ¿Eso qué? –gruñó suavemente Travis–. ¿Qué pasa con los zorros que necesitan esos ratones para vivir? Por
falta de diez ratones muere un zorro. Por falta de diez zorros, un león muere de hambre. Por la falta de un
león, especies enteras de insectos, buitres, infinitos billones de formas de vida son arrojadas al caos y la
destrucción. Eventualmente todo se reduce a esto: cincuenta y nueve millones de años más tarde, un hombre
de las cavernas, uno de la única docena que hay en el mundo, sale a cazar un jabalí o un tigre para
alimentarse. Pero usted, amigo, ha aplastado con el pie a todos los tigres de esa zona, al haber pisado un
ratón. Así que el hombre de las cavernas se muere de hambre. Y el hombre de las cavernas, no lo olvide, no
es un hombre que pueda desperdiciarse, ¡no! Es toda una futura nación. De él nacerán diez hijos. De ellos
nacerán cien hijos, y así hasta llegar a nuestros días. Destruya usted a este hombre, y destruye usted una
raza, un pueblo, toda una historia viviente. Es como asesinar a uno de los nietos de Adán. El pie que ha
puesto usted sobre el ratón desencadenará así un terremoto, y sus efectos sacudirán nuestra tierra y
nuestros destinos a través del tiempo, hasta sus raíces. Con la muerte de ese hombre de las cavernas, un
billón de otros hombres no saldrá nunca de la matriz. Quizás Roma no alce nunca sobre las siete colinas.
Quizás Europa sea para siempre un bosque oscuro, y sólo crezca Asia saludable y prolífica. Pise usted a un
ratón y aplastará las Pirámides. Pise un ratón y dejará su huella, como un abismo en la eternidad. La reina
Isabel no nacerá nunca, Washington no cruzará el Delaware, nunca habrá un país llamado Estados Unidos.
Tenga cuidado. No se salga del Sendero. ¡Nunca pise afuera!
_ Correcto. Al aplastar ciertas plantas quizás sólo sumemos factores infinitesimales. Pero un pequeño error
aquí se multiplicará en sesenta millones de años hasta alcanzar proporciones extraordinarias. Por supuesto,
quizás nuestra teoría esté equivocada. Quizás nosotros no podamos cambiar el tiempo. O quizás sólo pueda
cambiarse de modos muy sutiles. Quizás un ratón muerto aquí provoque un desequilibrio entre los insectos
de allá, una desproporción en la población más tarde, una mala cosecha luego, una depresión, hambres
colectivas, y, finalmente, un cambio en la conducta social de alejados países. O aún algo mucho más sutil.
Quizás sólo un suave aliento, un murmullo, un cabello, polen en el aire, un cambio tan, tan leve que uno
podría notarlo sólo mirando de muy cerca. ¿Quién lo sabe? ¿Quién puede decir realmente que lo sabe? No
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nosotros. Nuestra teoría no es más que una hipótesis. Pero mientras no sepamos con seguridad si nuestros
viajes por el tiempo pueden terminar en un gran estruendo o un imperceptible crujido, tenemos que tener
mucho cuidado. Esta máquina, este sendero, nuestros cuerpos y nuestras ropas han sido esterilizados, como
usted sabe, antes del viaje. Llevamos estos cascos de oxígeno para no introducir nuestras bacterias en una
antigua atmósfera.
_ ¿Cómo sabemos qué animales podemos matar?
_ Están marcados con pintura roja–dijo Travis–. Hoy, antes de nuestro viaje, enviamos aquí a Lesperance con
la Máquina. Vino a esta era particular y siguió a ciertos animales.
_ ¿Para estudiarlos?
_Exactamente–dijo Travis–. Los rastreó a lo largo de toda su existencia, observando cuáles vivían mucho
tiempo. Muy pocos. Cuántas veces se acoplaban, pocas. La vida es breve. Cuando encontraba alguno que
iba a morir aplastado por un árbol, u otro que se ahogaba en un pozo de alquitrán, anotaba la hora exacta,
el minuto y el segundo, y le arrojaba una bomba de pintura que le manchaba de rojo el costado. No podemos
equivocarnos. Luego midió nuestra llegada al pasado de modo que no nos encontremos con el monstruo
más de dos minutos antes de aquella muerte. De este modo, sólo matamos animales sin futuro, que nunca
volverán a acoplarse. ¿Comprende qué cuidadosos somos?
_ Pero si ustedes vinieron esta mañana–dijo Eckels ansiosamente–, debían haberse encontrado con nosotros,
nuestro safari. ¿Qué ocurrió? ¿Tuvimos éxito? ¿Salimos todos…vivos?
_ He cazado tigres, jabalíes, búfalos, elefantes, pero esto, Jesú, esto es caza–dijo Eckels–. Tiemblo como un
niño.
_ Ah–dijo Travis.
Todos se detuvieron.
Silencio.
El ruido de un trueno.
_ Jesucristo–murmuró Eckels.
_ ¡Chist!
Venía a grandes trancos, sobre patas aceitadas y elásticas. Se alzaba diez metros por encima de la mitad de
los árboles, un gran dios del mal, apretando las delicadas garras de relojero contra el oleoso pecho de reptil.
Cada pata inferior era un pistón, quinientos quilos de huesos blancos, hundidos en gruesas cuerdas de
músculos, encerrados en una vaina de piel centelleante y áspera, como la cota de malla de un guerrero
terrible. Cada muslo era una tonelada de carne, marfil y acero. Y de la gran caja de aire del torso colgaban
los dos brazos delicados, brazos como manos que podían alzar y examinar a los hombres como juguetes,
mientras el cuello de serpiente se retorcía sobre sí mismo. Y la cabeza, una tonelada de piedra esculpida
que se alzaba fácilmente hacia el cielo. En la boca entreabierta asomaba una cerca de dientes como dagas.
Los ojos giraban en las órbitas, ojos vacíos que nada expresaban, excepto hambre. Cerraba la boca en una
mueca de muerte. Corría, y los huesos de la pelvis hacían a un lado árboles y arbustos, y los pies se hundían
en la tierra dejando huellas de quince centímetros de profundidad. Corría como si diese unos deslizantes
pasos de baile, demasiado erecto y en equilibrio para sus diez toneladas. Entró fatigadamente en el área de
sol, y sus hermosas manos de reptil tantearon el aire.
_ ¡Dios mío! –Eckels torció la boca–. Puede incorporarse y alcanzar la luna.
_ No es posible matarlo. –Eckels emitió serenamente ese veredicto, como si fuese indiscutible. Había visto
la evidencia y ésa era su razonable opinión. El arma en sus manos parecía un rifle de aire comprimido. –
Hemos sido unos locos. Esto es imposible.
_ Una pesadilla.
_ Dé media vuelta–ordenó Travis_. Vaya tranquilamente hasta la máquina. Le devolveremos la mitad del
dinero.
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_ No imaginé que sería tan grande–dijo Eckels_. Calculé mal. Eso es todo. Y ahora quiero irme.
_ ¡Nos vio!
El lagarto del trueno se incorporó. Su armadura brilló como mil monedas verdes. Las monedas, embarradas,
humeaban. En el barro se movían diminutos insectos, de modo que todo el cuerpo parecía retorcerse y
ondular, aun cuando el monstruo mismo no se moviera. El monstruo resopló. Un hedor de carne cruda cruzó
la jungla.
_ Sáqueme de aquí–dijo Eckels–. Nunca fue como esta vez. Siempre supe que saldría vivo. Tuve buenos guías,
buenos safaris, y protección. Esta vez me he equivocado. Me he encontrado con la horma de mi zapato, y lo
admito. Esto es demasiado para mí.
_ Sí.
_ ¡Eckels!
El monstruo, al advertir un movimiento, se lanzó hacia adelante con un grito terrible. En cuatro segundos
cubrió cien metros. Los rifles se alzaron y llamearon. De la boca del monstruo salió un torbellino que los
envolvió con un olor de barro y sangre vieja. El monstruo rugió con los dientes brillantes al sol.
Eckels, sin mirar atrás, caminó ciegamente hasta el borde del Sendero, con el rifle que colgaba de los brazos.
Salió del Sendero, y caminó, y caminó por la jungla. Los pies se le hundieron en un musgo verde. Lo llevaban
las piernas, y se sintió solo y alejado de lo que ocurría atrás.
Los rifles dispararon otra vez. El ruido se perdió en chillidos y truenos. La gran palanca de la cola del reptil
se alzó sacudiéndose. Los árboles estallaron en nubes de hojas y ramas. El monstruo retorció sus manos de
joyero y las bajó como para acariciar a los hombres, para partirlos en dos, aplastarlos como cerezas, meterlos
entre los dientes y en la rugiente garganta. Sus ojos de canto rodado bajaron a la altura de los hombres, que
vieron sus propias imágenes. Dispararon sus armas contra las pestañas metálicas y los brillantes iris negros.
Como un ídolo de piedra, como el desprendimiento de una montaña, Tyrannosaurus cayó. Con un trueno
se abrazó a unos árboles, los arrastró en su caída. Torció y quebró el sendero de metal. Los hombres
retrocedieron alejándose. El cuerpo golpeó el suelo, diez toneladas de carne fría y piedra. Los rifles
dispararon. El monstruo azotó el aire con su cola acorazada, retorció sus mandíbulas de serpiente, y ya no
se movió. Una fuente de sangre le brotó de la garganta. En alguna parte, adentro, estalló un saco de fluidos.
Unas bocanadas nauseabundas empaparon a los cazadores.
Los hombres se quedaron mirándolo, rojos y resplandecientes.
El trueno se apagó.
La jungla estaba en silencio. Luego de la tormenta, una gran paz. Luego de la pesadilla, la mañana.
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Billings y Kramer se sentaron en el sendero y vomitaron.
Travis y Lesperance, de pie, sosteniendo aún los rifles humeantes, juraban continuamente.
En la Máquina del tiempo, cara abajo, yacía Eckels, estremeciéndose. Había encontrado el camino de vuelta
al Sendero y había subido a la Máquina.
Travis se acercó, lanzó una ojeada a Eckels, sacó unos trozos de algodón de una caja metálica y volvió junto
a los otros, sentados en el sendero.
_ Límpiense.
Limpiaron la sangre de los cascos. El monstruo yacía como una loma de carne sólida. En su interior uno
podía oír los suspiros y murmullos a medida que morían las más lejanas de las cámaras, y los órganos
dejaban de funcionar, y los líquidos corrían un último instante de un receptáculo a una cavidad, a una
glándula, y todo se cerraba, para siempre. Era como estar junto a una locomotora estropeada o una
excavadora de vapor en el momento en que se abren todas las válvulas o se cierra herméticamente. Los
huesos crujían. La propia carne, perdido el equilibrio, cayó como peso muerto sobre los delicados
antebrazos, quebrándolos.
Otro crujido. Allá arriba, la gigantesca rama de un árbol se rompió y cayó. Golpeó a la bestia muerta como
algo final.
_ Ahí está–Lesperance miró su reloj–. Justo a tiempo. Ese es el árbol gigantesco que originalmente debía caer
y matar al animal, –Miró a los dos cazadores–. ¿Quieren la fotografía trofeo!
_ ¿Qué?
_ No podemos llevar un trofeo al futuro. El cuerpo tiene que quedarse aquí donde hubiese muerto
originalmente, de modo que los insectos, los pájaros y las bacterias puedan vivir de él, como estaba previsto.
Todo debe mantener su equilibrio. Dejamos el cuerpo. Pero podemos llevar una foto con ustedes al lado.
Eckels se levantó.
_ ¡Vaya por ese sendero, solo! –dijo Travis, apuntando con el rifle–. Usted no volverá a la Máquina. ¡Lo
dejaremos aquí!
_ ¡No te metas en esto! –Travis se sacudió apartando la mano–. Este hijo de perra casi nos mata. Pero eso no
es bastante. Diablos, no. ¡Sus zapatos! ¡Míralos! Salió del Sendero. ¡Dios mío, estamos arruinados! Cristo
sabe qué multa nos pondrán. ¡Decenas de miles de dólares! Garantizamos que nadie dejaría el Sendero. Y
él lo dejó. ¡Oh, condenado tonto! Tendré que informar al gobierno. Pueden hasta quitarnos la licencia. ¡Dios
sabe lo que ha hecho el tiempo, la historia!
16
_ Cálmate. Sólo pisó un poco de barro.
_ ¿Cómo podemos saberlo? –gritó Travis_. ¡No sabemos nada! ¡Es un condenado misterio! ¡Fuera de aquí,
Eckels!
_ El monstruo está muerto, cobarde bastardo. ¡Las balas! No podemos dejar aquí las balas. No pertenecen
al pasado, pueden cambiar algo. Tome mi cuchillo. ¡Extráigalas!
La jungla estaba viva otra vez, con los viejos temblores y los gritos de los pájaros. Eckels se volvió lentamente
a mirar el primitivo vaciadero de basura, la montaña de pesadilla y terror. Luego de un rato, como un
sonámbulo, se fue, arrastrando los pies.
Regresó temblando cinco minutos más tarde, con los brazos empapados y rojos hasta los codos. Extendió
las manos. En cada una había un montón de balas. Luego cayó. Se quedó allí, en el suelo, sin moverse.
_ No había por qué obligarlo a eso–dijo Lesperance.
_ ¿No? Es demasiado pronto para saberlo. –Travis tocó con el pie el cuerpo inmóvil–. Vivirá. La próxima vez
no buscará cazas como esta. Muy bien. –Le hizo una fatigada señal con el pulgar a Lesperance–. Enciende.
Volvamos a casa. 1492.1776.1812.
Se limpiaron las caras y las manos. Se cambiaron las camisas y pantalones. Eckels se había incorporado y se
paseaba sin hablar. Travis lo miró furiosamente durante diez minutos.
_ No me mire–gritó Eckels–no hice nada.
_ Salí del sendero, eso es todo, traje un poco de barro en los zapatos. ¿Qué quiere que haga? ¿Qué me
arrodille y rece?
_ Quizá lo necesitemos. Se lo advierto, Eckels. Todavía puedo matarlo. Tengo listo el fusil.
La máquina se detuvo.
_ Afuera–dijo Travis.
El cuarto estaba como lo habían dejado. Pero no exactamente. El mismo hombre estaba sentado detrás del
mismo escritorio. Pero no exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio.
Travis miró alrededor rápidamente.
_ ¿Todo bien aquí? –estalló.
17
_ Muy bien. ¡Bienvenidos!
Travis no se sintió tranquilo. Parecía estudiar hasta los átomos del aire, el modo como entraba la luz del sol
por la única ventana alta.
_ Muy bien, Eckels, puede salir. No vuelva nunca. Eckels no se movió.
Eckels olía el aire, y había algo en el aire, una sustancia química tan sutil, tan leve, que sólo el débil grito de
sus sentidos subliminares le advertía que estaba allí. Los colores, blanco gris, azul, anaranjado, de las
paredes, del mobiliario, del cielo más allá de la ventana, eran… eran… y había una sensación.
Se estremeció. Le temblaron las manos. Se quedó oliendo aquel elemento raro con todos los poros del
cuerpo. En alguna parte alguien debía estar tocando uno de esos silbatos que sólo pueden oír los perros. Su
cuerpo respondió con un grito silencioso. Más allá de este cuarto, más allá de esta pared, más allá de este
hombre que no era exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio…se extendía todo un mundo
de calles y gente. Qué suerte de mundo era ahora, no se podía saber. Podía sentirlos cómo se movían, más
allá de los muros, casi, como piezas de ajedrez que arrastraba un viento seco…
Pero había algo más inmediato. El anuncio pintado en la pared de la oficina, el mismo anuncio que había
leído aquel mismo día al entrar allí por vez primera.
De algún modo el anuncio había cambiado.
Eckels sintió que caía en una silla. Tanteó intensamente el grueso barro de sus botas. Sacó un trozo,
temblando.
Hundida en el barro, brillante, verde, y dorada, y negra, había una mariposa, muy hermosa y muy muerta.
_ ¡No algo tan pequeño! ¡No una mariposa! –gritó Eckels.
Cayó al suelo, una cosa exquisita, una cosa pequeña, que podía destruir todos los equilibrios, derribando
primero la línea de un pequeño dominó, y luego de un gran dominó, y luego de un gigantesco dominó, a lo
largo de los años, a través del tiempo. La mente de Eckels giró sobre sí misma. La mariposa no podía cambiar
las cosas. Matar una mariposa no podía ser tan importante. ¿Podía?
Tenía el rostro helado. Preguntó, temblándole la boca:
_ ¿Quién…quién ganó la elección presidencial de ayer?
Eckels gimió. Cayó de rodillas. Recogió la mariposa dorada con dedos temblorosos.
_ ¿No podríamos–se preguntó a sí mismo, le preguntó al mundo, a los oficiales, a la Máquina–, no podríamos
llevarla allá, no podríamos hacerla vivir otra vez? ¿No podríamos empezar de nuevo? ¿No podríamos…?
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No se movió. Con los ojos cerrados, esperó, estremeciéndose. Oyó que Travis gritaba; oyó que Travis
preparaba el rifle, alzaba el seguro, y apuntaba.
El ruido del trueno.
Ray Bradbury
EL CORAZÓN DELATOR.
Aquellos que me creen loco están completamente equivocados.
Ocurre que soy muy sensible, de una constitución extremadamente nerviosa. Esta característica me acompaña desde
siempre y, con el tiempo, a diferencia de otros males que embotan o anulan los sentidos, ha agudizado los míos. El
sentido que más se me ha desarrollado es el oído, que posee una finísima y sutil penetración. Me es posible oír
completamente todos los sonidos y las vibraciones, y a veces hasta me parece que soy capaz de percibir todas las
cosas que suenan en el cielo y en la tierra, e incluso algunas pertenecientes al infierno.
Entonces, ¿por qué se me tacha de loco? Preste el lector atención y verá de qué manera serena y con cuánta cordura
narraré lo que sigue:
No podría determinar cuándo ni cómo concibió mi mente aquella idea, pero una vez que se hubo instalado, me
persiguió sin cesar tanto de día como de noche. Lo que puedo asegurar es que no me movió ningún fin oscuro, ni
pasión humana. Yo tenía cierto afecto a ese anciano, que jamás había causado daño a nadie; no codiciaba su fortuna
y tampoco deseaba realizar venganza alguna, ya que el hombre no me había ofendido jamás. Entonces, dirán ustedes,
¿a qué se debió todo ello?
Creo que todo fue por causa de uno de sus ojos. Era un ojo demoníaco, cruel como el de un cuervo, de un celeste
aclarado aún más por la catarata. Al igual que mi oído, el inquisidor ojo del viejo parecía capaz de penetrarlo todo;
cada vez que se posaba sobre mí, el temor o la ira me sobrecogían. Fue de ese modo, gradualmente, poco a poco,
como concebí la idea de matar al anciano y librarme así de la maldición de su ojo.
Ustedes que me creen loco: tendrían que haber visto con cuánta habilidad planeé mi acción y qué precauciones tomé
para llevarla a cabo. La semana que precedió a la muerte del viejo extremé mis amabilidades con él; todas las noches,
antes de dar las doce, yo abría cuidadosamente la puerta de su habitación y penetraba en ella. Ahí, sí, todo lo hacía
con extraordinario cuidado. Luego de abrir, y siempre con mi linterna sorda herméticamente cerrada para que no
dejase escapar el más débil rayo de luz, asomaba sigilosa, muy sigilosamente la cabeza por la puerta, con tanto
cuidado que de haberme visto alguien seguramente se hubiese reído. Verán. Primero asomaba la cabeza con toda
lentitud a fin de no turbar el sueño del viejo. Tal era mi lentitud, que desde poner mi mano en el picaporte hasta el
de meter la cabeza de modo de poder verlo tendido en su lecho, pasaba por lo menos una hora. ¿Creen ustedes que
alguien que no estuviera en sus cabales hubiese tomado tantas precauciones? Entonces, una vez dentro del cuarto
mi cabeza, abría cuidadosamente la linterna. Aquí mis precauciones se redoblaban. Logré que un fino rayo de luz,
tan fino como un cabello, cayese directamente sobre el ojo del cuervo, y solamente sobre él, sin iluminar antes
ninguna otra cosa. Durante siete interminables noches hice esto mismo hasta que sonaba la medianoche, pero nunca
pude ver abierto el fatídico ojo, y era eso lo que me impedía realizar mis propósitos. Porque no era el anciano el que
me ponía fuera de mí, sino su ojo maléfico. Lo que más hubiese deseado era poder eliminar el ojo solamente.
Y luego, todas las mañanas entraba despreocupadamente en el cuarto del viejo y le preguntaba, con tono solícito y
afectuoso, cómo había pasado la noche. Por eso creo que si el anciano hubiese concebido la más mínima sospecha,
habría sido necesario adjudicarle la preciosa virtud de la astucia en su grado máximo.
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La octava noche tomé más precauciones aún al abrir la puerta. Con más rapidez se mueve el minutero de un reloj
de lo que se movía mi mano sobre el picaporte aquella noche. Fue en aquella noche que sentí cabalmente los enormes
alcances de mi sagacidad. Trabajo me costó contener la bulliciosa alegría producto de la victoria. Y allí estaba yo,
entreabriendo la puerta del viejo sin que él tuviese la más débil sospecha de lo que yo me proponía en secreto. Tanto
regocijo me causó esta idea que no me fue posible contener una pequeñísima risa. Es posible que el viejo la oyera
porque en ese preciso momento se movió en su lecho. Pero no por eso renuncié a mis planes. Por el contrario. La
oscuridad dentro de la habitación era total: a las tinieblas de la noche se sumaba el hecho de que el anciano cerraba
herméticamente los postigos de la ventana por temor a los ladrones. Como sabía que él no podría percatarse de que
su puerta se estaba abriendo, yo seguía empujándola con máximo cuidado.
Ya casi dentro de la habitación estaba a punto de abrir mi linterna, cuando la suerte quiso que uno de mis dedos tropezase
con el pestillo de la puerta. El leve ruido hizo que el viejo se incorporase y dijese:
¿Quién está ahí?
Yo me petrifiqué en mi lugar y durante una hora no moví un solo músculo, incluso respiré con cuidado. Sin embargo,
no hubo indicios de que el hombre volviese a su descansada posición anterior. Permaneció en cambio muy derecho y
con sus sentidos alerta, de la misma manera como lo había hecho yo durante las siete noches precedentes. No se
imaginaba que el tictac del reloj de la pared iba marcando inmisericorde los minutos que le quedaban de vida.
Y de pronto escuché un gemido y supe que provenía de una garganta agarrotada por un miedo cerval. No era una
exclamación de dolor o de pena: era el sordo reclamo de un alma invadida por el terror. Yo lo conocía muy bien; algunas
noches, mientras todos dormían, de mi propia alma había surgido un gemido semejante que traducía los terrores que
me agobiaban. Por eso supe muy bien lo que le ocurría a aquel viejo y, aunque me esforzaba porque riesen mis labios y
mi corazón, en el fondo me apiadaba de él. Yo sabía que se había despertado lleno de miedo al oír el ruidito del pestillo,
y que desde entonces el temor lo mantenía erguido en la cama. El miedo crecía en él a medida que transcurrían los
minutos, mientras él trataba de convencerse a sí mismo de que no era nada. Y se decía en vano: “Debe ser el viento que
resuena en el tubo de la chimenea, o quizá la corrida de una laucha, o el canto de un grillo. O nada”. Y de una manera
infantil trataba de creer en sus propias fantasías. Pero no sabía que era en vano, porque la muerte lo acechaba en un
rincón de la pieza, como una sombra, haciendo flamear sus ropajes negros con los cuales muy pronto lo envolvería. Y
era esa tétrica sombra la que le hacía sentir mi presencia en su pieza.
Después de un largo rato supe que el viejo no volvería a acostarse; decidí abrir algo mi linterna, muy poco, casi nada. Y
eso hice, furtivamente, con la cautela de un gato. Hasta que un delgadísimo hilo de luz, tan fino como el que fabrica la
araña, emergió de mi linterna y directa, fatal, espontáneamente, fue a dar sobre el maldito ojo del cuervo.
Todo fue verlo y sentir que me embargaba una furia irracional: estaba más abierto que nunca y tenía un aspecto
gelatinoso con su color azul amarillento velado por aquella horrible catarata. Esa visión hizo que se me helara la sangre
en las venas y toda piedad desapareció de mi alma, ya que me era imposible ver el resto de ese rostro sobrecogido de
horror, puesto que la hebra de luz había caído justamente sobre el ojo.
Y ahora deberá decidir el lector si es locura lo mío, o más bien un superrefinaminto, una hiperexquisitez de mis sentidos.
En ese instante llegó hasta mí un susurro sordo, apenas un rumor apagado, como el de un reloj envuelto en multitud de
trapos. Y en aquel murmullo reconocí claramente el latido del corazón del anciano.
Lejos de tranquilizarme, esto aumentó mi furia, del mismo modo que el batir del tambor excita el ánimo guerrero del
soldado. No obstante me dominé y seguí inmóvil, respirando apenas y con mi linterna abierta, cuyo hilo de luz parecía
adherido al ojo del viejo. Y al mismo tiempo, el rumor del corazón aumentaba, se hacía más rápido y más fuerte.
Ya dije que soy demasiado nervioso. Por eso aquel latido sordo, creciendo en el tremendo silencio nocturno, me causó
un terror indescriptible. Pude recobrar la calma durante algunos minutos, pero el sonido del corazón aumentaba y ello
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me causó una nueva angustia: pensé que aquellos terribles golpes iban a hacer estallar mi pecho, o que los vecinos
podrían oírlo. Y supe que había llegado el momento.
Di un grito espantoso y me lancé dentro de la habitación mientras abría del todo la linterna. El viejo no alcanzó a emitir
un solo grito. En una fracción de segundo lo arrojé al suelo y lo aplasté con el terrible peso de la cama. El corazón siguió
latiendo después de esto, pero más calladamente, y poco a poco supe que no podría ser oído por los vecinos y me
tranquilicé: el viejo había muerto.
Entonces enderecé la cama y reconocí el cuerpo cubierto de sangre: estaba rígido. Puse la mano sobre su pecho y
comprobé que el corazón ya no latía: estaba muerto. Sonreí con satisfacción al ver completado mi plan. Ya no volvería
a escudriñarme el ojo de cuervo.
Los que aún creen que estoy loco se convencerán de lo contrario en cuanto sepan de las sensatas disposiciones que tomé
con el cadáver. Como la noche transcurría, obré en silencio y con rapidez: corté primero la cabeza, luego los brazos y
finalmente las piernas.
Después levanté tres tablas del piso y ahí escondí los restos del viejo, colocando nuevamente dichas tablas con tanta
perfección que nadie-ni siquiera el omnisciente ojo del mismo viejo-hubiera podido descubrirlo. Enseguida un poco de
agua acabó con las manchas de sangre, y todo recobró su normalidad.
No eran más de las cuatro de aquella madrugada cuando alguien llamó a la puerta de calle. Acudí a abrir sin el más
mínimo temor, y comprobé que se trataba de tres agentes de la policía. Amablemente me explicaron que un vecino mío,
habiendo oído un grito en medio de la noche hizo una denuncia en la comisaría del distrito pues temía se hubiese
cometido algún acto delictuoso. Y el comisario los enviaba a ellos a investigar.
Siempre tranquilo, sin temor alguno, sonreí con la mayor gentileza los invité a pasar, mientras explicaba que suelo tener
pesadillas y hasta gritar en sueños. ¿Buscaban ellos a un anciano caballero? Bien, había salido de viaje la tarde anterior.
Yo mismo acompañé a los policías mientras registraban la casa, exhortándolos repetidas veces a que no dejaran nada
sin revisar. Luego los llevé hasta la habitación del viejo, donde les mostré el dinero y las alhajas, que estaban intactos.
Tan confiado estaba y tanto me entusiasmaba mi propia inteligencia, que hasta tuve el coraje de invitarlos a tomar
asiento, y yo mismo coloqué mi silla sobre los tablones que ocultaban el cuerpo.
Los policías, evidentemente satisfechos con mi recepción y con su pesquisa, aceptaron mi invitación a sentarse y nos
trenzamos en una conversación amistosa sobre diversos temas que yo seguía plenamente tranquilo. Al cabo de unos
minutos sentí que me estremecía y rogué fervientemente para que aquellos hombres salieran de la casa. Me zumbaban
los oídos y me palpitaba la cabeza, pese a lo cual los policías continuaban conversando como si nada. El rumor crecía y
se hacía cada vez más claro y más fuerte. Entonces levanté el tono de mi voz para que ella apagase el murmullo, pero
éste siguió creciendo y se hizo tan alto que yo llegué a convencerme de que se escuchaba por doquier.
Imagino que mi rostro estaba sumamente pálido, pero seguí hablando rápidamente, a las atropelladas, a voz encuello,
tratando así, en vano, de acallar el crepitante rumor que crecía a cada segundo.
¿Qué podía yo hacer? Era un susurro sordo, apenas un rumor apagado como el de un reloj envuelto en multitud de trapos. Comencé
a respirar penosamente, pero los agentes no parecían percatarse de nada. Hablé más alto y más velozmente aún, pero el
rumor crecía y crecía. Me levanté de mi silla, discutí con fervor sobre cualquier cosa, pero el rumor crecía y crecía. ¿Por
qué no se iban aquellos hombres?
Caminé a grandes zancadas por la habitación, dando la impresión de sentirme irritado contra ellos pero el rumor crecía
y crecía espantosamente.
¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer? La rabia me invadía y comencé a jurar como un condenado. Sacudí la silla sobre los tres
tablones, pero el ruido aquel crecía cada vez más. Y se hizo fuerte, cada vez más fuerte, cada vez más fuerte. ¿Cómo era
posible que los policías no lo oyesen? Y sin embargo lo oían. Sí, lo oían, ya comenzaba a sospechar.
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Sí, ellos sabían todo y permanecían allí para gozar a costas de mi terror. Me convencí de ello y aún ahora lo creo. Y no
pude resistir más aquella burla. No pude seguir contemplando sus sonrisas falsas. ¿Cómo no habían de oírlo en esa
pieza, si yo estaba seguro de que se oía en todo el universo? Y sentí la necesidad de gritar, gritar o morir porque el
terrible rumor crecía y crecía, y ya casi me había ensordecido.
_ ¡Ah, canallas! –grité finalmente-. ¿Cómo pueden seguir disimulando? Está bien, lo confieso: está ahí, debajo de esas
tablas. Levántenlas y lo encontrarán. ¡Aquí está, aquí está, óiganlo! ¡Es el espantoso sonido de su corazón!
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