Bad Romance - Alissa Bronte

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¿Conoces esa sensación en el estómago que te dice que algo está mal, pero

aun así te hace sentir bien?


Esa era la sensación que tenía Mackenzie Taylor desde hacía semanas. Y
ahora esos miedos se habían hecho realidad. Y lo supo. Nunca debió entrar en
ese juego. Nunca debió obedecer a su madre. Nunca debió permitir que la
arrastrara a su juego de adultos. Pero, sobre todo, nunca, jamás, debió
enamorarse de él.
Bienvenidos a Rock Hill. Bienvenidos a Bad Romance.

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Alissa Brontë

Bad Romance
ePub r1.0
Titivillus 23.04.2023

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Título original: Bad Romance
Alissa Brontë, 2021

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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Dedicado a todos aquellos que creen en las historias de amor, aunque no todas tengan
un final feliz.
A Shakespeare, por hacerme soñar tantas noches con sus obras.

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Prólogo

Observaba todo a su alrededor, aturdida. Se encontraba en la comisaría de


policía; era lo único que tenía claro. Miraba sus manos, una y otra vez, como
si no creyese lo que había en ellas. Pero ahí estaba de nuevo, esa imagen que
la arrastraba a un bucle que la retenía, que la mareaba sin compasión,
dejándole claro que no había salida.
—Vamos, Mackenzie, cuéntame qué ha pasado. Tienes que centrarte y
decirme de quién es la sangre.
Silencio. Tan solo eso. No era capaz de decir nada, aunque su mente no
dejaba de rememorar lo sucedido a una velocidad apabullante, tanto que no le
permitía ordenar los pensamientos que se mezclaban con los sentimientos
dispares que la llenaban, que formaban una gran madeja enredada de la que
no encontraba la punta de la hebra para tirar y deshacerla.
—Vamos, dime, ¿qué ha pasado? Sé que es una situación difícil, pero
necesito que me digas algo, vamos, niña… —insistía el agente de policía.
Volvió a mirarlo, quería…, no, necesitaba enfocarse en su mirada, tratar
de detener la rapidez a la que todo pasaba frente a sus ojos y que la mareaba.
No lo conseguía. La turbación se acentuó hasta que una arcada la sacudió. Tal
vez su cuerpo trataba de echar fuera el miedo que la invadía.
—Maldita sea, niña, reacciona, ¡joder!
Escuchaba lo que decían, los murmullos de las personas que en ese
momento había en la misma sala que ella, el golpeteo insistente de un
bolígrafo sobre la superficie fría de una mesa, las sillas chirriar al cambiar de
posición sus ocupantes, su propia respiración agitada… Aun así, no era capaz
de comprenderlos. Nada tenía sentido, lo único que podía ver con claridad era
la sangre de sus manos.
—Déjala, viene en camino. No le va a gustar si te encuentra
presionándola, está en shock, ¿no te das cuenta?
Una nueva voz se había unido a la del hombre que le preguntaba sin
descanso qué había ocurrido. Alzó la mirada, aunque no sirvió para nada.

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Seguía enredada en la maraña de recuerdos que deseaba olvidar… no, que
hubiese preferido no presenciar.
—¿Es el chico que estaba con ella? —preguntó el policía cambiando el
foco de atención al joven que entraba esposado por la puerta en ese momento.
Al verlo, se llevó una mano temblorosa a la boca. Un llanto descontrolado
la sacudió y pudo escuchar cómo gritaba, aunque no fue capaz de reconocer
ese llanto como suyo: parecía el de una persona con alguna enfermedad
mental.
Eso debía de ser lo que sucedía; había perdido la razón.
Sus ojos se encontraron con los de Jakob, que no parecía afectado.
Llevaba las manos esposadas y cubiertas de sangre. Su camiseta blanca ya no
lucía inmaculada, ahora mostraba las marcas del pecado que había cometido.
Quiso levantarse, pero sus piernas fallaron y volvió a caer sobre la silla, como
un peso muerto.
Él se detuvo e hizo un brusco movimiento que logró liberarlo de las
manos del agente de policía que lo empujaba de malas formas.
—No te pases, cerbero… —gruñó el policía, sacudiéndolo por la
camiseta.
Él giró la cabeza y encaró al joven agente, después regresó la mirada
hacia ella y su boca se torció en una mueca que simulaba una sonrisa.
Lo último que vio era cómo tiraban de él hacia dentro por un pasillo.
Quería enfocar, levantarse, salir de allí, huir…, pero nada de eso ocurrió
porque la voz penetrante de su madre la detuvo.
Al buscarla con la mirada la vio, parecía satisfecha observando cómo se lo
llevaban preso. Ella no. Sentía cómo la boca del estómago le ardía, cómo ese
calor ácido subía hasta su garganta, y contuvo una nueva sacudida. Nunca
debió entrar en ese juego. Nunca debió obedecer a su madre. Nunca debió
permitir que la arrastrara a su juego de adultos.
Pero, sobre todo, nunca, jamás, debió enamorarse de él.

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Capítulo 1

Rock Hill

Cuatro meses atrás.

Jakob miró, una vez más, su nueva habitación; se encontraba como un pez
fuera del agua, rodeado de desconocidos, en un país extraño, en una casa más
ajena aún. Se acercó a la ventana y observó lo que alcanzaba la vista.
Habían previsto que llegara justo para el comienzo de las clases, pero
después, de manera inesperada, todo se había acelerado y los papeles para
poder viajar habían estado listos antes de tiempo, así que había llegado con
semanas de antelación a ese pequeño pueblo tan diferente del lugar en el que
había crecido en Alemania.
Se miró las manos, todavía las tenía doloridas y las heridas no habían
cicatrizado del todo, golpeó con fuerza la pared junto a la ventana y apoyó la
frente sobre el vidrio sin dejar de preguntarse cómo habrían sido sus vidas de
haberlas vivido en ese pequeño pueblo.
Al menos el idioma no sería una barrera. Lo hablaba y comprendía a la
perfección, su madre se había preocupado de ello, aunque siempre pensó que
era por su futuro laboral, no porque se iba a llevar la sorpresa de que su padre
estaba vivo, que había abandonado a su madre sin saber que estaba
embarazada y que ella nunca se lo había dicho. Todo eso justo en su lecho de
muerte…
Así que cuando lo contactaron para comunicárselo se llevó la misma
sorpresa que él. Y ahí estaba, en un pueblo de costumbres tan diferentes que
en realidad no estaba seguro de poder adaptarse. Esperaba que todo mejorara
cuando comenzaran las clases dentro de unas semanas.
Estaba aburrido como una ostra, ya había terminado su carrera matinal y
había hecho sus ejercicios de entrenamiento. Miró hacia la casa de al lado y

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suspiró. Su padre le había pedido que le echara una mano al señor Thomson
con su jardín y no le había agradado la idea para nada. Por otro lado, no
conocía a nadie ni tenía la intención de trabar amistad con ninguno de los
chicos de allí, tampoco le apetecía salir y conocer la ciudad y, además,
necesitaba justificar de alguna manera el hecho de tener dinero.
Bajó la escalera que separaba la planta superior de la inferior. No era una
mansión, pero su progenitor vivía bien. La casa era amplia, tenía tres
dormitorios, aunque uno lo usaba como despacho y biblioteca.
Lo primero que le dijo al llegar fue que tenía prohibida la entrada en esa
estancia, el dormitorio libre era para él. No tenía claro por qué esa prohibición
lo hizo enfadar y esa misma noche se largó en busca de un lugar en el que
poder ser él mismo, un lugar en el que lo dejaran en paz. Tampoco salió como
esperaba y antes de darse cuenta se había metido en una pelea.
Miró sus manos de nuevo, todavía estaban frescas las heridas, pero le
había servido para que un chico se acercara a él y le propusiera pelear. Su
primera pelea en ese país. Y estaba expectante. Lo necesitaba. Tenía que sacar
la adrenalina que se acumulaba en sus venas y que amenazaba con explotar.
Salió al exterior y se dirigió a la casa de su vecino, un hombre mayor que,
al parecer, no tenía a nadie que le echara una mano. Su padre le había
advertido que era un hombre hosco y que pasaba mucho tiempo fuera,
pescando. Así que tenía permiso para entrar y la llave para abrir la caseta de
las herramientas.
Al llegar al jardín, se dirigió al pequeño cobertizo de madera y abrió la
pesada puerta, que se quejó con un chirrido estridente. ¿Cuánto tiempo
llevaba sin ser abierta? Por el sonido que había proferido… mucho.
La luz entró por la puerta y buscó algo para cortar la hierba hasta que vio
el aparato adecuado. ¡Bien! Parecía que no iba a ser complicado, solo tendría
que ponerlo en marcha y todo iría… sobre ruedas. Sonrió. Había estado
divertido.
Sacó el cortacésped y tiró de una cuerda que, supuso, pondría en marcha
el motor, pero no sucedió nada. Ni un ruidito agónico. Nada de nada. Dejó
escapar el aire y volvió a intentarlo con más brío. Tampoco dio resultado.
Nada. Tras tres intentos, perdió la poca paciencia de la que siempre hacía gala
y empezó a tirar sin piedad de la cuerda.
El resultado fue el mismo. El dichoso aparato no estaba dispuesto a
colaborar.
—¡Joder! —exclamó furioso a la vez que pateaba con fuerza el aparato. El
dolor fue penetrante y pensó que se había roto uno de los dedos del pie—.

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¡Joder! ¡Joder! —continuó gritando mientras cojeaba con los ojos cerrados,
como si así fuese a desaparecer el sufrimiento.
—Parece que necesitas ayuda. ¿Se te resiste el césped? —lo
interrumpieron de pronto.
La voz era suave, cálida, y le recordó, sin saber por qué, al tintineo de
pequeñas campanas mecidas por el viento. Buscó la fuente de la que procedía
y se encontró con una chica que debía de tener más o menos su edad, con el
cabello largo, liso y del color del sol. Sus ojos eran tan verdes como la hierba
que no era capaz de cortar y su sonrisa, sin saber por qué, hizo que se le
detuviera el corazón un segundo. O dos. No podía estar seguro.
—Sí, eso parece —murmuró, dándose la vuelta y caminando hasta la
máquina con la poca dignidad que le quedaba.
—Si quieres te puedo ayudar, se me dan bien las máquinas. —Parecía que
no iba a marcharse, se giró de nuevo y la observó. Llevaba un pantalón negro
corto que dejaba al descubierto unas piernas bien formadas y una camiseta
blanca con letras impresas que no era capaz de distinguir: llevaba un nudo en
la parte inferior que las arrugaba y que permitía que vislumbrara algo de la
piel de su firme estómago.
No fue capaz de articular palabra porque, sin permiso, entró en el jardín y
se acercó hasta él. Seguía sin decir nada, no podía, tan solo la miraba. Era…
muy guapa. También muy niña. Nada que ver con el tipo de mujer que le
gustaba.
—Vale, parece que está seco.
La escuchó, pero no entendió sus palabras, absorto en observarla.
—Eh, parece que no tiene combustible. Supongo que el señor Thomson
no la ha usado durante mucho tiempo. ¿Te ha contratado para cortar el
césped?
La joven levantó sus ojos verdes y los clavó en él. De pronto se sintió
intimidado. ¿No le asustaba su aspecto? Por lo general, las adolescentes no
solían mirarlo así, las mujeres, sí, pero las jóvenes solían cruzar la acera y esta
parecía una niña inocente. ¿Por qué no se alejaba?
—Vale, veo que no eres muy hablador y, además, tampoco sabes cortar el
césped. ¿Eres uno de esos chicos de Fort Mill con problemas que hacen
trabajos comunitarios?
Parpadeó, estupefacto; las chicas no eran tan directas con él. Carraspeó,
debía decir algo, porque tenía que parecer un idiota, pero no podía. Estaba
atónito.

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—Sí, algo así. Supongo que se puede decir que es algo a lo que estoy
obligado.
Esperaba la siguiente pregunta y sabía lo que iba a ser. No quería hablar
del tema, esperaba no tener que dar explicaciones de cuál era o no su
problema. No le gustaba que la gente supiera que no era capaz de controlarse
a veces.
—¿Vamos? —preguntó, poniéndose en pie. A su lado. Muy cerca. Para su
sorpresa.
Una suave brisa llegó y ondeó su cabello, que se enredó en su rostro y
desprendió un olor delicioso que lo aturdió por completo. Sonrió bajo la
maraña de cabello mientras trataba de colocárselo en su sitio. La miró sin
pestañear. A pesar de no ser su tipo, tenía algo que despertaba su curiosidad.
Tal vez fuera el hecho de que no lo había mirado cómo las demás: asustada.
—¿Adónde? —terminó por preguntar.
—A por combustible, gasolina…, ya sabes. Para poner en marcha el
cortacésped.
No esperó su respuesta, comenzó a caminar sin mirar atrás. Ni una vez.
Así que se vio en la tesitura de ir tras ella sin ni siquiera saber cuál era su
nombre.
—Espera, ¿cuál es tu nombre? —preguntó, rudo.
Se giró lo justo para mirarlo y sonreírle. De nuevo se sentía extraño. No
tenía claro qué era lo que le pasaba, pero sabía que era algo… diferente.
Quizás el poder estar con alguien de su misma edad sin ver todo el tiempo el
miedo reflejado en sus ojos, sí, eso debía ser y… le gustaba.
—Mackenzie, mi nombre es Mackenzie.
—Encantado, Mackenzie —dijo muy despacio para no equivocarse, su
nombre sonaba raro en sus labios—, mi nombre es Jakob —se presentó.
—Jakob, me gusta. Te pega —afirmó sin más.
—¿Me pega? —preguntó, acortando la distancia entre ellos.
—Sí, te queda bien. Me gusta. ¿Vamos? A este ritmo nos van a cerrar la
gasolinera.
No dijo nada más, tan solo dejó que sus labios se torcieran en una sonrisa
que trató de ocultar. Era extraña y tenía, definitivamente, algo que lo
atrapaba: era interesante. Diferente a las mujeres que había conocido hasta ese
momento.
—¿Vas a la universidad? —inquirió para romper el silencio incómodo.
Jakob asintió y esbozó una sonrisa de medio lado.
—Este año empiezo el segundo curso.

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—Ah, yo empezaré en la universidad este otoño. Estoy nerviosa.
—¿Irás a la universidad de Carolina? —preguntó.
—Sí, no me puedo permitir una universidad que me pille más lejos ni más
cara. Así que iré a la estatal.
—Yo también. Es una buena universidad. Al menos eso me han dicho.
—Supongo, sobre todo, si eres bueno en algún deporte. ¿Practicas alguno?
—interrogó como si nada.
—Boxeo —soltó sin más.
Jakob no dio importancia a sus palabras, sin embargo, ella detuvo el paso
de forma abrupta y buscó su mirada.
—¿Boxeas? —interrogó como para cerciorarse de que había escuchado
bien.
Volvió a mover la cabeza afirmando, sus ojos se agrandaron un segundo,
curiosos. Era como si ese dato le hubiese llamado la atención, aunque no tenía
claro por qué. Si ella supiera por qué boxeaba… ¿saldría corriendo como la
niña que era?
—Vaya, boxeo. No me lo esperaba.
—¿Por qué? ¿No doy el perfil?
Negó con la cabeza, su cabello se agitó junto a la brisa; era bonita y,
cuando sonreía, dejaba entrever la inocencia que guardaba dentro.
—La verdad es que no. No te pareces en nada a los boxeadores de aquí.
Dejó escapar un bufido y sonrió con malicia.
—¿Y cómo son los boxeadores de aquí?
Su pregunta pareció confundirla un poco, cerró los ojos un segundo y
pudo advertir lo largas que eran sus pestañas, algo más oscuras que el tono
dorado de su cabello.
—Dan… ¿miedo?
Esa confesión lo pilló desprevenido, de nuevo, ahí estaba esa sonrisa que
intentaba hacerse con el control de su boca.
—¿Y yo no? —preguntó, acercándose a ella.
—Ni un poco —contestó con una tranquilidad pasmosa.
Como si nada, se dio la vuelta y reanudó la marcha. Jakob llevó las manos
a sus caderas y bajó la cabeza, parecía, después de todo, que no iba a estar tan
aburrido ni iba a ser tan horrible su verano en Rock Hill.

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Capítulo 2

¿Peleas ilegales?

Mackenzie caminaba tratando de guardar la tranquilidad. No quería que


notara que estaba nerviosa, pero lo estaba. Mucho. ¿Quién era ese chico al
que no conocía de nada? ¿Qué problema tendría para estar en Fort Mill? ¿Por
qué cortar el césped era un castigo? ¿Problemas con las drogas? No, no tenía
ese aspecto. Debía de ser por el boxeo. ¿Peleas ilegales? Sí, eso era lo más
probable.
El chico era diferente a los de allí, tenía unos rasgos afilados que lo hacían
rudo y muy atractivo, varonil. Sus ojos azules destacaban sobre su piel pálida
y su cabello oscuro. Era una mezcla explosiva, como si el cielo y el infierno
se hubiesen mezclado en él.
Su mirada desprendía una luz que la cautivaba con fuerza, como nunca
antes le había sucedido. No era una luz clara, sino una oscura la que emitía y,
aunque había pretendido no estar asustada, lo estaba, porque podía ver que
dentro de él había algo lóbrego que no presagiaba nada bueno. Algo que
susurraba su nombre y la atraía sin remedio. Supuso que era normal sentirse
embelesada por las tinieblas si se había crecido rodeada de ellas.
La verdad era que no esperaba que esa mañana diera un giro tan
interesante. Nunca habría esperado encontrarse a un forastero tratando de
arrancar el cortacésped del viejo Thomson, pero lo había visto y ya, desde la
distancia, no había podido quitarle la vista de encima.
El silencio estaba volviendo a ser incómodo, porque sus pensamientos
parecían gritar, y por eso se decidió a romperlo.
—¿Cuánto te paga el viejo?
—Poco, pero es lo que hay —contestó, tratando de aferrarse todo lo que
pudiera a la verdad.
—¿Por qué estás en la casa de acogida de Fort Mill?

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La pregunta quedó suspendida en el aire. Podía verla, respirarla y hasta
olerla. Tal vez no debería haberla hecho, pero ya era tarde. Observó la cara
del joven y vio el cambio, aunque solo duró un parpadeo.
Este se paró en seco y se colocó frente a ella, con los brazos cruzados
sobre el pecho. La sorprendió lo alto que era a su lado, y fuerte. Supuso que si
practicaba boxeo era normal que tuviera esos… ese todo.
—Creo que haces muchas preguntas para lo poco que nos conocemos,
Mack.
—Tienes razón, disculpa, solo quería conocerte un poco. Y, para la
próxima, no me llames Mack, solo mis amigos pueden hacerlo.
—¿Nunca has escuchado eso de que la curiosidad mató a la gata?
—¿Me veo como una?
Jakob se llevó la mano a la mejilla y la frotó de forma inconsciente.
—Creo que sí.
—Pues ten cuidado, porque las gatas tienen uñas.
Y reanudó el paso; al pasar a su lado, su hombro rozó el pecho de él y le
sacó una sonrisa. Estaba claro que no era fácil de intimidar.
—Venga, así no vamos a llegar nunca a la gasolinera —ordenó—. Es allí,
¿la ves? —lo informó, señalando hacia el lugar en el que se encontraba la
gasolinera de Bob.
Al llegar se percataron de cómo todo el mundo los miraba. Mackenzie
supuso que les parecería raro verla acompañada de un chico que nadie
conocía y sin el menor rastro de la sombra de los perros de su madre. La
verdad era que Mackenzie también se preguntaba dónde estarían.
Compró la gasolina que Bob puso en una bolsa plástica especial para
llevar y le dio las gracias cuando pagó. Salieron de la tienda y, al hacerlo, su
hombro rozó su pecho, esta vez sin premeditación. Eso provocó un escalofrío
en su cuerpo.
—Debería haber pagado yo —soltó serio, aunque sonó a disculpa.
—Bueno… ya me lo devolverás —contestó, encogiendo los hombros,
como si fuera un detalle sin importancia.
—¿Cuándo? No me gusta tener deudas pendientes.
Sus palabras la frenaron durante un segundo. No había esperado un pago
real, era una forma de hablar, pero la verdad era que tenía ganas de conocer
un poco más de ese misterioso chico.
—Mañana por la noche. Invítame a cenar.
—Vaya… —susurró, llevándose una mano al cabello, metió los dedos
entre los mechones y tiró de ellos con descuido.

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—Vaya… —susurró ella ante el gesto.
No pudo contenerse, era realmente guapo y al hacerlo había podido
disfrutar de su formado bíceps.
—Mañana por la noche tengo una pelea —confesó.
—¿Tienes una pelea? —inquirió, sorprendida. Aunque no debería,
¿verdad? Le había dicho que era boxeador.
—Sí, en un local pequeño, pero me servirá para descargarme. Hace
mucho que no tengo un combate y lo echo de menos.
Pensó en sus palabras, así que de verdad boxeaba y, por lo que parecía,
competía. ¿Sería bueno? ¿O lo usarían como saco?
—¿Peleas ilegales? —soltó sin disimulo.
No podía estar segura, pero tuvo la sensación de que pelearía en uno de
los muchos locales que controlaba su madre, entre otros negocios poco
honrados; el de las peleas ilegales era uno de ellos. Apuestas, peleas, drogas,
partidas clandestinas de póker… Abarcaba un amplio abanico. Tal vez por
eso no podía deshacerse de la sensación de que pelearía en uno de sus antros y
que, con toda probabilidad, tuviera negocios con ella.
Agachó la mirada y llevó las manos a los bolsillos del vaquero, era como
si hubiese pillado a un niño en una travesura. Había algo adorable en ese
gesto que le dieron ganas de abrazarlo y no soltarlo. ¿De dónde coño habían
venido esos pensamientos?
—Supongo que muy legal no será. Aunque no me había parado a
pensarlo.
—¿Y la persona a cargo de ti en la casa de acogida te lo va a permitir?
—No tiene por qué enterarse, ¿no? —dijo encogiéndose de hombros,
alzando la ceja y mirándola con recelo. Quizás pensaba que iba a ir con el
cuento al que fuera que tenía su custodia…
—Como si no tuviera cosas más importantes que hacer. Eso es cosa tuya,
es tu cuerpo. No me meto en la vida de los demás.
—Entonces…, ¿te gustaría ir a verme?
La pregunta la detuvo en seco y se giró con tanta rapidez que topó con su
pecho. Alzó la mirada para encontrarse con la suya. De cerca sus ojos eran
aún más… todo. No podía explicar la fuerza que emanaba de ellos.
—¿Ir… a verte? —interrogó tratando de que no se percatase de su falta de
aliento.
Con tranquilidad, asintió con la cabeza y cruzó los brazos bajo el pecho.
Con esa pose parecía un matón de los de su madre.

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—Después de la pelea en el Anarchy, te invito a cenar donde quieras. Así
celebramos la victoria.
—Eso suena tentador… —susurró sin pensar en la interpretación que sus
palabras pudiesen tener.
—Sí, lo es —murmuró a su vez y, cuando se dieron cuenta de lo cerca que
estaban, ambos se alejaron un paso.
—Aunque das por hecho que vas a ganar, ¿qué pasa si pierdes? —soltó
para romper la tensión que habían creado.
Respiró de nuevo, como si el peligro hubiera pasado, pero ¿de verdad
estaba en peligro? Algo le decía que sí, que lo estaba, que debía alejarse de
ese joven extraño y centrarse en otras cosas, como su inminente ingreso en la
universidad.
Sin querer darle más vueltas a sus pensamientos, se encaminó a casa del
señor Thomson y una vez allí puso gasolina en el cortacésped, tiró un par de
veces con fuerza de la cuerda y el motor empezó a ronronear.
—Listo, ahora puedes cortarlo.
—Ya veo. Gracias, Mackenzie.
—No te confundas, Jakob, no es gratis, va a costarte la cena y… algo más.
—¿Algo más? —inquirió con una sonrisa de medio lado.
¡Dios! ¡Era insoportablemente guapo!
Sabía que no debía, pero ¿cómo contenerse? Era joven, estaba sola y ese
chico tenía algo… Así que se acercó despacio, comenzando el juego. De eso
se trataba, ¿no? Aunque de pronto la invadió la sensación de que estaba a
punto de iniciar algo peligroso no solo para él, sino para ella también. Un
juego que podía írseles de las manos con facilidad.
—El postre —susurró—, dicen que es la mejor parte.
—Creo —musitó sin quitarle la vista de encima, ¿podía una mirada
quemar?—, que estoy dispuesto a pagar el precio.
Su mirada se había vuelto más oscura. Sus ojos se alejaron de ella y
empezó a cortar el césped, despacio, como si esa fuera su única misión en la
vida, y ella no podía apartar los ojos de él.
—Eh, Mackenzie, ¿qué tal? —La voz inconfundible de su mejor amiga,
Arizona, se coló en sus pensamientos y rompió ese hilo que la tenía atada a
ellos sin escapatoria.
—Hola, Ari, bien, ¿y tú?
—Vaya, ¿y ese ejemplar? —soltó con sorpresa y acompañando sus
palabras con un silbido.

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Los ojos de Arizona estaban fijos en un punto que ella no podía ver, así
que giró la cabeza para descubrir el porqué de su comentario cuando lo vio:
Jakob se había quitado la camiseta y su espalda era digna de contemplar como
si fuera un cuadro en un museo.
Podía vislumbrar, incluso desde esa distancia, los tatuajes que la
adornaban. También las marcas de cicatrices que no podían ser disimuladas ni
desaparecer, lo que la hizo preguntarse si todas serían a causa de las peleas.
Era lo más probable, igual que la que lucía en su mejilla con forma de media
luna, justo bajo su ojo.
—Mantente alejada de él, Arizona —susurró para que él no la oyese.
—No puedo creer —soltó con sorpresa— que mi querida y estirada amiga
Mackenzie esté interesada en un chico.
La miró directamente a los ojos, pudo ver en ellos la misma incredulidad
que la arrasaba por dentro, porque no era algo habitual en ella. Sin embargo,
no podía estar segura todavía de nada, así que tan solo torció la cabeza con
desgana.
—No es eso, Ari, es… que hay algo en él que me hace sentir curiosidad.
No dijo nada más, pero no era necesario. El padre de Arizona, Brooklyn
Clyde, era la mano derecha de su padre, Phoenix Taylor, y ahora de su madre,
Carolina Taylor. Sí, lo sabía. En ese pueblo tenían un serio problema con los
nombres, sobre todo, los chicos de su madre, todos tenían nombres que hacían
referencia a una ciudad o estado de Norteamérica. Incluida su madre:
Carolina.
—Entiendo… —susurró a su vez—, bueno no, en realidad no. No me
puedo creer que a mi amiga le guste un chico por primera vez.
—¿Por primera vez? No hay que exagerar —rio.
—Mack, lo de antes… no cuenta. Además, ahora, gracias a él, tengo
esperanzas.
—¿Esperanzas? —inquirió sin poder adivinar a qué se refería su amiga.
—Sí, con suerte no llegas virgen a la uni. Este parece ser un candidato
perfecto para desvirgarte.
La risa de ambas se mezcló hasta convertirse en una sola. Eran mejores
amigas desde que tenían conciencia, como hermanas, y sabían que nada las
iba a separar porque nadie entendería nunca su mundo, ni sus ganas de
escapar de él, tan bien como ellas.
—Tengo muchas ganas de poder largarme a la universidad y perder de
vista todo esto. El pueblo, el club, a mi padre… A veces es asfixiante y
necesito respirar con libertad de una vez.

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—Lo sé, Ari.
Ari asintió con la cabeza, mejor que nadie sabía la presión que tenían que
soportar, no todo era bueno dentro del club.
—Lo mejor de todo es que vas a venir conmigo.
—Sí, eso es lo mejor. ¿Sabes?
—¿Qué…?
—Él también irá a la Universidad de Carolina.
—¡Sí! —gritó sin contención.
En ese momento, Jakob tomó la camiseta de la presilla del vaquero donde
la había enganchado y se secó el sudor para mirar hacia ellas.
—¡Oye, chico nuevo, soy Arizona! —gritó para hacerse oír por encima
del ruido del cortacésped, agitando las manos para llamar más su atención.
Mackenzie no tenía claro que la hubiese escuchado, hasta que detuvo la
máquina y se encaminó hacia ellas. Su abdomen, perfecto gracias a los
ejercicios para mantenerse en forma y pelear, lucía un gran tatuaje que
ocupaba desde su cuello hasta el ombligo. Parecía un ave, aunque no sabría
decir cuál.
—Vaya, Mackenzie, decídete pronto, si no lo quieres, me lo quedo sin
pensármelo —murmuró Arizona con la boca seca.
Podía entenderla, ella estaba en un estado similar.
—Hola, Arizona, soy Jakob —saludó.
Y un escalofrío la recorrió al darse cuenta de su acento marcado que
arrastraba las erres.
—Encantada, Jakob… —se interrumpió al darse cuenta de que no conocía
su apellido.
—Jakob Wolf —dijo como si fuese lo más normal del mundo apellidarse
así.
—Vaya… y eres de…
—Alemania —contestó sin más explicaciones.
—¿Cómo has acabado aquí, Jakob Wolf de Alemania?
—Bueno —se detuvo un segundo—, si desvelo todo en un día, perderéis
el interés por mí, ¿verdad?
—Creo que te va a ir bien aquí, Jakob Wolf —sentenció Arizona,
extendiendo su mano hacia la de él—, vas a ser la sensación de la Universidad
de Carolina.
Él elevó su ceja y con la mano, ya libre de la de Ari, se colocó el cabello
en su sitio.
—No creo que eso sea bueno, ¿tú qué dices, Mackenzie?

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Pero antes de saber qué debía decir, escucharon un sonido familiar. Eran
los perros de su madre, la horda de jóvenes aspirantes dispuestos a hacer
cualquier cosa que ella les pidiera con tal de ser un cerbero oficial. Cualquier
cosa.
Todos miraron hacia la dirección del sonido de los motores y se quedaron
contemplando al grupo de siete que aparcaban sus motocicletas frente a ellos.
El que parecía el líder del grupo se bajó de su Harley y caminó hacia donde
estaban con el casco en una mano y arreglándose el pelo con la otra.
Chicago se acercaba con actitud amenazante y nada disimulada. No le
había gustado nada el rumor de que su chica se estaba paseando por el pueblo
con un desconocido del que nadie sabía nada. Al verlo junto a ella, su sangre
hirvió y no dudó en poner su pose más peligrosa para intimidar al extraño.
—Arizona —saludó primero a la joven que no era el centro de su interés
con voz suave aunque fingida, porque por dentro se lo llevaban los demonios
—. Mackenzie —continuó, dirigiéndose a ella en segundo lugar y dándole a
entender sin molestarse en disimular que no le gustaba verla junto a otro chico
—, ¿qué hacéis aquí? ¿Estáis bien?
Su voz seguía siendo peligrosamente sosegada y no miró ni una sola vez a
Jakob, lo ignoraba como si no existiera. Como si fuera menos que nada…
—Estamos bien, charlando con nuestro nuevo amigo, Jakob —explicó
Arizona, Mackenzie no era capaz de decir nada.
Siempre se había sentido en peligro cuando él estaba cerca. Siempre había
creído que iba a terminar siendo suya. Era mayor que ellas, cinco años, y
siempre había tenido la seguridad de que sería el siguiente jefe de la familia y
ella, de su propiedad. Era uno de los perros más fieles a su padre y a su
madre. Era casi obsesivo y se encargaba de instruir a los aspirantes y decidir
si podían o no ser parte del club.
—Id a casa, es tarde —ordenó. Como si tuviera derecho. Como si tuvieran
que obedecerlo sin más.
—Chicago, me iré cuando decida —escupió molesta Mackenzie, hasta
ahora en silencio—. Vete y llévate a los perros contigo. Métete en tus asuntos.
—Tú eres asunto mío, Mack —afirmó, serio.
—¿Es tu hermano? —preguntó de repente Jakob, logrando que la atención
de todos se enfocara en él.
Arizona dejó escapar una sonrisa disimulada con un ataque de tos y
Mackenzie tampoco pudo evitar esbozar una, podía ver la expresión de
Chicago. Estaba descompuesto, como si lo hubiese insultado.

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—No, Jakob, no lo es. Aún peor, es su perro guardián —murmuró Ari
entre risas.
No podían evitarlo, Chicago estaba rojo como un tomate, parecía a punto
de estallar. Jakob abrió un poco más sus ojos al darse cuenta de qué era lo que
pasaba.
—Pues siento decirte, amigo, que los perros guardianes no me gustan.
Al escucharlo decir eso, Ari y Mackenzie se agarraron de la mano con
disimulo. ¿Se iniciaría una pelea entre los dos?
—Eso nos hace estar a la par, amigo, porque a mí tampoco me gusta
alguien como tú.
—¿Alguien como yo? —interrogó, acortando la distancia entre ambos.
Por un momento, las chicas temieron la colisión que podría darse entre
ellos.
—Un niño no debería tener tratos con hombres.
Y sucedió, de golpe, sin esperarlo, Jakob se encaró con Chicago, que se
vio sorprendido por la rápida reacción del chico nuevo y por los huevos que
parecía tener.
—¿Quién es un niño? No te olvides. Tú serás un perro, pero yo soy un
lobo que puede morder más fuerte.
Y, tan deprisa como había sucedido, se alejó. No podía permitirse otra
pelea antes de la que tenía pactada, aunque le había costado mucho contener
las ganas de cerrarle la boca a ese perro. Mackenzie lo observaba con el
corazón a mil y la boca abierta, hasta que este se giró y la miró con fijeza a
los ojos.
—No lo olvides, Mackenzie, tenemos una cita.

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Capítulo 3

Preocupada por él

Todavía temblaba cuando lo vio desaparecer. No podía creer lo que había


sucedido y supuso que su amiga Arizona, tampoco, ya que le apretaba la
mano con la misma fuerza que ella la suya.
Cuando pudo reaccionar, miró en dirección a Chicago y al resto de chicos
que contemplaban la escena tan alucinados como ellas. Y lo notó, en ese
preciso momento vio el destello del odio en los ojos de Chicago. Jakob no
sabía dónde se había metido; a pesar de sus burlas, ni Chicago ni ninguno de
los chicos de su madre eran para tomarlos a broma. De repente, tomar
conciencia de eso hizo que un nudo se formara en su estómago y se llevara las
manos a esa zona que sentía oprimida.
—Siento si te he asustado, Mackenzie, no era mi intención. Pero estoy
bien, no te preocupes.
Parpadeó. Volvió a parpadear. Y, en ese momento, dejó escapar una risa
sonora. No sabía muy bien por qué había reaccionado así, si por la tensión
que ahora liberaba a través de las carcajadas o por la idea absurda de que se
hubiese preocupado por él.
—¿Estás bien, Mackenzie? —insistió, intranquilo.
Se giró hacia él y lo miró a la cara, en verdad parecía inquieto, pero para
ella toda la situación era ridícula, ¿por qué seguía pensando que sentía algo
por él y que lo único que pasaba era que se hacía la difícil para que no
perdiera el interés?
—Estoy bien, Chicago, es que me ha hecho gracia eso de que podría estar
preocupada por ti.
No esperó su respuesta, no le iba a dar tiempo para que replicase, o
protestase, o se excusase, no le importaba si le habían sentado mal sus
palabras, no le importaba nada. Así que comenzó a andar hacia su casa sin
mirar atrás. No tenía claro si Arizona la seguía o había tomado otro camino;

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aunque nunca lo había dicho, era consciente de que sentía algo por Chicago,
pero este era demasiado idiota para darse cuenta de que sí había una chica
interesada en él. Una chica que no era ella.
Unos minutos después, escuchó el ronroneo de las motocicletas, se
acercaban.
Ese sonido era mágico para ella, la relajaba. Desde siempre, tal vez
porque se había criado en ese mundo. Ese que se movía entre revoluciones,
motores y ruedas.
El grupo la sobrepasó, dejándola atrás, con calma, como si tan solo
quisieran pavonearse de su belleza. Lo eran, las Harley eran los vehículos más
hermosos que había creado el hombre. Sus líneas, su tamaño, su forma…,
todo era perfecto en ellas. Y su ronroneo… Uf, ese sonido era el más sensual
que existía. Podía poner de cero a cien a una chica en tan solo un segundo.
Justo a su lado se detuvo Chicago, a veces era agotador. Eso era lo malo
de una relación unilateral, sobre todo, cuando el otro no se daba cuenta de que
no había nada que hacer por mucho que se empeñara.
—Mackenzie… —la llamó en voz baja una vez a su lado.
—¿Qué pasa, Chicago? —preguntó sin dejar de caminar.
—No me gusta verte cerca de ese chico, no me gusta nada. No parece que
sea adecuado para ti.
Se detuvo un segundo, colocó las manos en las caderas y miró la punta de
sus zapatillas. Tenía que reconocer que el chico no era de los que se rendían
con facilidad.
—Chicago, no te metas, no es asunto tuyo, es asunto mío.
—¿Lo sabe la Gran Jefa? —interrogó, refiriéndose a su madre, con un
tono que sonaba a amenaza.
—Claro que sí, Chicago, de hecho, tengo su bendición —escupió,
hastiada.
Y lo miró lo justo para ver cómo su mirada se había vuelto sombría, cómo
apretaba la mandíbula con fuerza y cerraba los ojos un segundo, tal vez
buscando la tranquilidad que necesitaba guardar en ese instante.
En el fondo no le gustaba que padeciera por ella, pero no era su culpa que
no se diera por enterado, así que dejó de darle vueltas y se alejó caminando
sin pausa.
Para su fastidio, no se fue, aunque mantuvo la distancia. Podía escuchar el
sonido de su moto perseguirla, acompañándola como el canto monótono de
una nana.

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Estaba claro que no cogía las indirectas por más directas que fueran, pero
lo conocía y no estaba dispuesta a entrar en su juego. Tan solo seguiría su
camino y lo ignoraría.
—Mackenzie, que te quede claro que, aunque digas que tu madre está de
acuerdo, y no entiendo por qué, no te voy a quitar el ojo de encima.
Y antes de poder decir algo, aceleró y se marchó dejando tras de sí una
estela de humo que envolvía el rugido, ahora molesto, de la motocicleta, igual
de furioso que lo estaba él.
Una sonrisa apareció en su rostro, no podía hacer otra cosa, a veces
Chicago parecía un niño, suponía que estaba en su naturaleza y no podía
evitarlo. La verdad era que no tenía la entereza ni la suficiente madurez para
hacerse cargo de la familia en el futuro.
Llegó a casa, o a su cuartel general. Era curioso que siempre hubiese
chicos de su madre alrededor, motocicletas aparcadas en la puerta y botellas
de cerveza vacías por donde mirase. En algunas ocasiones le daban ganas de
coger el cepillo y la fregona y dárselos a ellos para que limpiaran todo lo que
ensuciaban. Pero, claro, si hiciera eso, podía herir su hombría.
La puerta se cerró con ese golpe sordo y pesado que recordaba a un
anciano arrastrando los pies, tal vez porque tenía tantos años que había
perdido la cuenta.
—¿Mackenzie, eres tú? —Retumbó la voz de su madre por el salón vacío
y oscuro. ¿Es que no podían, siquiera, abrir las persianas? ¿Se creían que su
casa era una batcueva?
—Sí, mamá, soy yo —murmuró y notó algo diferente en ella. Había sido
un sonido apagado, cansado.
—Ven a mi despacho, por favor.
Puso los ojos en blanco y caminó, obediente, hacia su despacho. Al entrar,
vio a Chicago apoyado en la esquina de la mesa, mirando en su dirección, con
los brazos cruzados sobre el pecho, lo que hacía que su chaqueta de cuero
negro se viera arrugada, tanto como lo estaba su ceño.
—¿Qué ocurre, mamá? —preguntó justo al poner un pie en su…
despacho. Sí, suponía que podría llamarlo así. Al fin y al cabo, era el sitio en
el que se reunía con sus socios y en el que cerraba sus acuerdos.
Su madre levantó su mirada gris y cansada hacia ella, podía ver cómo
algunas arrugas, que antes no estaban, ahora daban a su expresión
profundidad, más edad… Era raro; no se parecía a la mujer que era.
Era consciente de que algo sucedía, algo grave porque no dijo nada, tan
solo señaló con la cabeza el sillón frente a ella para que tomara asiento. Lo

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hizo sin rechistar, había aprendido que no tenía nada que hacer contra ella.
Así que caminó hasta el sillón y tomó asiento, acortando la distancia entre
ambas. ¿Cómo podían verse tan parecidas y a la vez ser tan diferentes?
Estaba casi segura de que su madre la quería, pero también sabía que era
intimidante, aunque no fuera su intención. Siempre había pensado que su
mirada fría, su postura segura, sus tatuajes y la leyenda negra que la perseguía
ayudaban a que uno, cuando la miraba por primera vez, temblase.
—¿Qué sucede, mamá? —interrogó, de nuevo, en guardia. Sobre todo, le
molesta el hecho de que Chicago, justo a la espalda de su madre, sonriese de
esa manera que le provocaba escalofríos.
—Veo que has venido directa a casa —puntualizó Chicago, adelantándose
a su madre.
—Claro, mamá, soy una buena chica —contestó, dirigiéndose a su madre
e ignorándolo de nuevo a propósito.
Era consciente de que no le gustaba que le hablase así, menos delante de
su madre, pero se lo había buscado él solo por no dejar de provocarla y de
meter las narices en sus asuntos privados.
—Chicago está preocupado, hija, y eso ha hecho que me inquiete. ¿Con
quién estabas?
—Estaba charlando con un amigo.
Carolina la miró y después a Chicago, cabeceó al comprender qué era lo
que sucedía.
—¿Lo conozco?
—No creo, es nuevo… Bueno, no, no es de aquí. Tan solo tenía
problemas para poner en marcha el cortacésped y le he echado una mano,
después me he encontrado con Ari.
—Está bien, hija, siempre y cuando no te olvides de lo importante.
—No te preocupes, madre, no me olvido. Por cierto, para que lo sepas,
Chicago, he quedado con él mañana por la noche. Es una cita —incidió para
que quedase claro.
—Está bien, Mackenzie, supongo que no puedo prohibirte hacer lo que
hacen las chicas de tu edad. Pero ten cuidado —advirtió su madre.
Podría parecer que se preocupaba por ella, en el fondo a Mackenzie la
agradaba la idea de pensar que era así, pero nada más lejos de la realidad. La
conocía lo suficientemente bien para saber que ese «pero ten cuidado»
significaba dos cosas: la primera, que no se quedara preñada, la segunda, que
no se enredara con un chico porque ya tendría uno elegido para ella.

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Chicago dejó escapar el aire con un resoplido sonoro y golpeó el tablero
de la mesa antes de salir de la habitación, molesto. Su madre lo miraba…
¿divertida? Ella, molesta. Era un chico guapo y podrían haber sido amigos si
no insistiera en tener con ella algo más de lo que podía darle.
—Chicago parece molesto. Está claro que no le gusta el chico nuevo.
—Jakob, se llama Jakob. No, no le gusta. En realidad, no le gusta nadie
que se acerque a mí.
—Está… encaprichado. Se le pasará. Hay otro tema del que tenemos que
hablar —la informó a la vez que se pellizcaba el puente de la nariz.
—¿Qué ocurre, mamá? ¿Papá está bien? —interrogó sin ocultar la
ansiedad que empañaba su voz.
—Mackenzie —la llamó con voz baja y noto cómo se erizaba todo el
vello de su cuerpo. Parecía que la cosa era seria, pero cuando una era la hija
de la jefa de moteros más temidos de esa pequeña comunidad, ¿cómo no lo
iba a ser? Más desde que su padre había sido enchironado por culpa del
asedio continuo del jefe de policía—, sabes que mi relación con el jefe de
policía Tunner no es… ideal.
Asintió con la cabeza, la enemistad entre su padre y el jefe de policía
Tunner era conocida por todos. La culpable… había sido su madre. Sí, ella,
porque ambos, amigos inseparables durante la infancia y la adolescencia,
habían estado locamente enamorados de Carolina. Tunner aún lo estaba. No
hacía falta que nadie se lo dijera para saberlo. Como tampoco era necesario
que le explicaran que Tunner nunca había entendido, ni perdonado, que su
madre eligiera al chico malo en vez de a él. No fue capaz de aceptar que se
enamorara de alguien que cabalgaba entre el bien y el mal y mucho menos le
perdonaba que, a pesar de estar su marido entre rejas, ella hubiese seguido
llevando el negocio hacia delante en vez de darse por vencida.
—Sabes que nos persigue sin tregua y que no nos deja ni respirar. Cada
vez somos menos, está terminando con mis chicos y nuestros negocios…
—Tu negocio —incidió para que no olvidase que, aunque fuera su hija, no
compartía su visión de futuro. Quería estudiar. Leyes para más inri, y su
madre, aunque se lo había permitido porque siempre venía bien tener un
abogado de su parte, no entendía que no deseara continuar sus pasos, que no
quisiera tener nada que ver con ese mundo que estaba entre tinieblas.
—Nuestros negocios —insistió— van mal. Necesito que deje de respirar
en mi nuca y me chafe todos los trabajos, a este paso no vas a poder asistir a
la universidad.

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—Voy a ir a la universidad aquí, no es cara. Puedo pagarla con un trabajo
a medio tiempo en una cafetería, por ejemplo. Además, todavía queda todo el
verano; ahorraré.
—¿Mi hija en un café? ¿Acaso quieres que mis perros dejen sin dientes a
todos los jóvenes de Rock Hill?
—¿Por qué? —inquirió, cambiando su postura en el sillón para sentirse
menos incómoda.
Carolina no dijo nada, tan solo la miró y levantó una ceja, como si fuera
una respuesta que tuviera que entender.
—¿Por qué van a dejar a todos los jóvenes de Rock Hill sin dientes,
mamá? —preguntó de nuevo, cruzando los brazos bajo el pecho a la vez que
resoplaba. Sabía qué iba a decir, pero quería escucharlo de su propia boca.
—¿Por qué, Mackenzie? ¿De verdad lo preguntas? ¿No tienes ojos en la
cara? ¿Hay algún motivo por el que no oigas los comentarios sobre ti?
Vamos, hija, no puedes ser tan inocente. Mírate, te has convertido en una
mujer preciosa. Eres… igual que yo.
—Mamá —susurró—, tal vez nos parezcamos físicamente, pero no soy
como tú. Ni de lejos —afirmó con los dientes tan apretados como lo estaban
sus puños.
Su madre la miró de arriba abajo justo antes de esbozar esa sonrisa
pretenciosa que le daba a entender que tenía razón, que ella ganaba.
—Mackenzie, somos iguales, es solo que no te has dado cuenta todavía.
La verdad es que quería hablar contigo porque tengo un… trabajo para ti.
Escucharla decir eso la pilló desprevenida, sorprendiéndola. Nunca antes
le había ofrecido un trabajo ni involucrado en sus negocios, aunque no era
ajena a ellos. Así que no pudo evitar preguntarse, mientras la miraba con
fijeza, qué era lo que querría que hiciera. Un nudo se formó en su estómago,
aunque no tuvo claro si era por la emoción de que contara con ella o por
miedo a lo que podría pedirle.
—¿Un trabajo para mí? —se aventuró a preguntar.
Asintió de nuevo y su rictus se volvió serio. Mackenzie se inclinó hacia
delante y apoyó los codos en la mesa de madera desgastada, cada vez más
intrigada, para después colocar la barbilla entre sus manos; tenía toda su
atención.
—Hemos descubierto que Tunner tiene un hijo de tu edad —soltó sin
previo aviso.
—¿El jefe Tunner tiene un hijo de mi edad? —repitió, sorprendida, desde
luego no se esperaba para nada una confesión así—. ¿Y qué? —escupió acto

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seguido. En realidad, no sabía qué tenía que ver eso con ella o con el trabajo
que le iba a encomendar. ¿Querría que le hiciera de niñera?
—Va a llegar en unas semanas y, al parecer, irá al mismo campus que tú.
—¿Quieres que le haga de niñera? —no pudo evitar preguntar en un
bufido.
—Quiero que lo captes —susurró, y una sonrisa que le provocó
escalofríos se extendió por su rostro.
—¿Cómo? ¿Quieres… quieres que sea un cerbero? —inquirió sin dar
crédito. ¿Su madre quería que atrajese al hijo del jefe de policía a ellos? ¿Para
que formase parte de la familia? ¿En qué estaba pensando?
—Ha sido toda una sorpresa descubrir que el jefe Tunner tiene un hijo. La
verdad es que pensé que después de… mí no había habido otra mujer. Pero
me equivoqué —explicó y ella no pudo evitar notar un tono de decepción en
sus palabras. ¿Qué esperaba? ¿Que estuviera solo toda su vida? ¿Que no la
olvidara jamás? Tal vez su madre era así, pensaba que nada ni nadie se podía
comparar a ella.
—Mamá, no entiendo nada. ¿Qué quieres que haga yo? ¿Cómo pretendes
que se vuelva uno de los nuestros?
Mackenzie esperaba impaciente, su madre se inclinó hacia atrás sobre el
respaldo de su sillón y la miró sonriendo a la vez que se llevaba los dedos
índices a los labios y se golpeaba en ellos con suavidad.
—Al parecer, estuvo casado un tiempo, pero dejó a su mujer y al bebé.
Ahora, la madre del chico ha muerto después de una larga enfermedad y está
previsto que llegue en unas semanas para continuar sus estudios universitarios
aquí.
—Si apenas tienen relación…, ¿de qué te sirve que sea uno de los
nuestros? —preguntó sin comprender qué quería su madre ganar con todo
eso.
—Tal vez de nada, pero me gustaría verle la cara cuando aparezca con
nuestra chaqueta y nuestro tatuaje. Tal vez después, a cambio de liberarlo,
consigo que nos deje en paz de una puta vez.
—Mamá…, yo… —balbuceó sin tener claro cómo rechazar la orden.
—Mackenzie, no quiero discutir este asunto. Quiero que logres que se
encapriche de ti, no tiene que resultar muy complicado, ¿verdad? Lo demás
déjalo en mis manos.
—¿Nunca va a terminar esa lucha continua entre vosotros tres?
No dijo nada más, pudo ver cómo la mirada de su madre había cambiado a
una tan oscura como el infierno que trataba de ocultar, a duras penas, en su

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interior.
—No te lo estoy pidiendo, Mackenzie, es una orden. Deberías
agradecerme que te haya informado con tiempo, para que te hagas a la idea.
Quiero que hagas lo que sea necesario para atraerlo a nuestras filas. Lo que
haga falta. No me importa qué. Me lo debes, lo sabes. Si no hubiese sido por
ti…, tu padre estaría aquí en vez de pudriéndose en ese pequeño calabozo.
Mackenzie tenía los ojos a punto de desbordarse; cuando quería, su madre
era una arpía de las grandes y cuando no quería, también. Lo era, sin más. Y
sabía darle donde le dolía: su padre. No dejaba nunca de recordarle que todo
lo que pasó fue por su culpa.
—¿Dónde te va a llevar ese blandengue? —inquirió sin cambiar la postura
de su cuerpo, pero sí de tema.
Blandengue, ¿lo había llamado así? Iba a decirle la verdad, pero después
se arrepintió, mejor cuanto menos supiera de Jakob.
—A cenar, supongo que algún sitio cursi con hamburguesas y batidos de
chocolate. De esos en los que ponen pajitas de colores y una cereza encima de
la nata montada.
—Ya veo… No te preocupes, hija, sé que no tienes carácter suficiente
para estar con un hombre de verdad.
—Gracias, mamá.
—De nada, de todas formas, no olvides el trabajo que te he encargado, así
que sea lo que sea lo que pase con ese chico, que no dure mucho más allá del
verano.
—No te preocupes, mamá, no creo que dure. —Y, al decirlo en voz alta,
se dio cuenta de que estaba mintiendo otra vez porque, después de escucharla,
lo último que deseaba era que acabara pronto; Jakob Wolf despertaba una
fuerte curiosidad en ella y eso era algo que nunca antes había experimentado
por ningún chico.
Se levantó y salió del despacho antes de que su madre la viera llorar, no
quería que pensara que seguía siendo débil. Sabía que no le quedaba más
remedio que hacer lo que le pedía, así que disfrutaría del verano antes de que
llegara su primer curso de la universidad y con él su trabajo. Vivir con su
madre era como vivir con el Diablo y tener siempre un pie dentro del infierno:
como quemarse a fuego lento.
Cerró la puerta y dejó escapar todo el aire que había aguantado dentro,
junto con las palabras que no se había atrevido a pronunciar. Le gustaba su
familia motera, no lo iba a negar. La camaradería, saber que siempre, pasara
lo que pasase, estarían ahí para ella. Pero, por otro lado, no le gustaba la

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sensación de estar caminando siempre con paso inseguro por una cuerda sobre
un precipicio, sin red de seguridad.
Se dirigió hacia su dormitorio, no le apetecía ver a ninguno de los chicos.
Así que se fue directa a su cuarto y se dejó caer en la cama a la vez que ponía
una de sus canciones favoritas en bucle: Heaven, de Julia Michaels, y miró el
techo. Estaba lleno de miles de puntitos fluorescentes que iluminaban por la
noche la oscuridad que se cernía sobre ella. Cerró los ojos y se convenció a
mí misma de que podía hacerlo, se convenció de que no tenía ninguna otra
salida que hacer caso a la jefa de los Cerberos de Rock Hill.

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Capítulo 4

Sin aire

Cuando estuvo seguro de que se habían largado todos, entró en su casa. No se


permitió respirar con tranquilidad hasta que la puerta se cerró tras él. Ese…
perro de Chicago no tenía ni idea de dónde ni con quién se había metido.
¿Qué se esperaba? ¿Achantarlo? Si supiera que tan solo se había contenido a
duras penas, si supiera de lo que era capaz…
Subió a su dormitorio y se quitó la ropa. Se metió en la ducha porque
cortar el césped lo había hecho sudar. Bajo el chorro de agua fría sonrió. El
azulejo de color blanco se sentía caliente en comparación con el líquido
incoloro que resbalaba con plena libertad por su cuerpo.
Su mirada verde y su boca generosa lo golpearon sin previo aviso, miró su
entrepierna y su sonrisa se amplió. ¡Menuda erección tenía! Era normal, ¿no?
Esa chica tenía algo…, algo que lo hacía excitarse al pensar en ella. Tal vez
fuera esa mezcla explosiva de seguridad y de inocencia. Esa imagen que se
balanceaba justo entre la niñez y la madurez. No era ni una cosa ni otra y esa
mezcla la hacía… única. No pudo evitar imaginar esa boca de labios llenos
lamiendo su polla. Y esa imagen fue su perdición.
Sin poder contenerse, agarró su miembro y lo acarició con los ojos
cerrados, la frente, apoyada en la pared de azulejos y su mente, traviesa, que
no dejaba de mostrarle todo lo que le gustaría hacer con esa joven que
acababa de conocer y que lo torturó hasta que la liberación lo arrasó
dejándolo sin aliento.
Salió de la ducha un rato después, más tranquilo, aunque con la certeza de
que ese motero iba a traerle problemas. Se colocó la ropa interior, unos
vaqueros desgastados y una camiseta de algodón blanca antes de bajar al
salón.
La casa estaba desierta. No le molestaba el silencio. No le molestaba la
soledad. En ciertos momentos la necesitaba, sobre todo, cuando perdía los

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nervios. Cerró los ojos para relajarse y, sin ser consciente, se perdió en ese
recuerdo que lo atormentaba.
Él golpeándola sin parar, ese animal desahogándose con ella sin pensar en
si sufría, en si dolía, en si iba a poner fin a su vida…, se removía inquieto,
estaba dentro del armario, pero era capaz de verlo todo a través de la ranura
de la puerta que era más que suficiente para contemplar toda la escena. Todo
era rojo violento, todo era dolor, sufrimiento, gritos, agonía…, hasta que dejó
de revolverse, de pelear, de gemir… Hasta que cerró sus ojos.
—¡Mamá! —gritó a la vez que se incorporaba como impulsado por un
resorte oculto en su espalda.
Miró alrededor, todavía perdido en las penumbras de la pesadilla. Un mal
sueño… que una vez fue real. Y el rojo… Había vuelto a ver ese color rojo
que era del mismo tono que lo cegaba cuando la ira lo hacía perder el control
por unos segundos que se eternizaban. Unos segundos que luego perduraban
para siempre.
Respiraba agitado, tenía las pulsaciones a mil y una leve capa de sudor
bañaba toda la piel de su cuerpo. Sacudió la cabeza y parpadeó con fuerza
para regresar de ese lugar al que había retrocedido.
—Estoy bien, estoy bien —susurró una y otra vez hasta que la puerta se
abrió y ese hombre, que había resultado ser su verdadero padre, se presentó
frente a él.
El alivio fue inmediato y a la vez lo llenó de un rencor salvaje que le
recordaba que los abandonó, que la abandonó, y que tal vez todo hubiese sido
diferente si se hubiese quedado con ellos. En ese instante el alivio se convirtió
en odio. En un sentimiento tan visceral y profundo que partió su alma en dos.
Un dolor que no tenía fuerzas para soportar.
Se levantó y salió del salón ante la atónita mirada de su progenitor, que no
daba crédito a la escena.
—Jakob, ¿dónde vas? ¡Jakob! —insistió al advertir que no iba a detenerse
—. Jakob, esto también es nuevo para mí, hijo. Pero tenemos que tratar de
habituarnos —musitó, impotente.
Eso hizo que detuviera el paso, sabía que tenía razón, que fue su madre la
que le ocultó que estaba embarazada, la que decidió ocultarle su existencia,
aun así, no podía dejar de pensar que él era culpable también de la vida que
habían llevado, por haberla dejado allí. Por no haberla llevado consigo.
—¿Por qué…? —interrogó sin enfrentarlo.
Tenía las manos apretadas en un férreo puño. Notaba las uñas clavarse en
la tierna piel. Dolía, pero de alguna forma, aliviaba el dolor más profundo que

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anegaba su interior.
—¿Por qué…? —preguntó como si no supiera a qué se refería.
—¿Por qué la dejaste sola? ¿Por qué la abandonaste? ¿Por qué dejaste de
amarla?
Las preguntas flotaban en el aire, lo enrarecieron hasta convertirlo en
tóxico, irrespirable. Llevó la mano, temblorosa, al pecho y apretó la camiseta
con fuerza entre sus dedos. No podía respirar. Tan solo… no podía.
Se largó de ese lugar que se hacía más pequeño por momentos, tenía que
alejarse antes de que viera cómo se desmoronaba. Cómo se convertía en
pedazos que no era capaz de unir. Tampoco sabía cómo.
Había llegado el momento, tenía que huir. Así que no siguió parado y se
marchó. Salió hasta el garaje, allí lo esperaba su salvación, lo único que había
traído consigo desde Alemania: su Breakout.
Era un modelo llamativo de Harley-Davidson en el que habían roto la
línea de la marca. Era más alargada y de perfil bajo y su color rojo brillante le
encantaba porque le recordaba que no a todos los tonos de rojo había que
temerles.
Se sentó en ella, se colocó el casco a juego y le dio gas. Necesitaba
alejarse, sentir las revoluciones, el viento en la cara, sentir que estaba vivo en
vez de sentir que la vida se le escapaba.
Apretaba el gas una vez más cuando la vio. Frenó en seco, tanto que la
moto se le fue un poco, aunque la controló enseguida; era un conductor
experto.
—Me has asustado, Jakob —dijo con la respiración entrecortada y
llevándose una mano al pecho cuando lo reconoció bajo el casco.
—Lo siento, no era mi intención. No esperaba verte a estas horas en la
calle.
—Bueno… no me apetecía cenar en casa, así que he salido a ver si
encuentro algún sitio en el que tomar algo.
—Vamos, sube. Te invito a cenar.
Mackenzie miraba sin pestañear al chico que tenía frente a ella. Llevaba
una simple camiseta de algodón blanca y unos vaqueros desgastados, aun así,
verlo conducir esa Harley… la dejó sin aire.
—Vaya —silbó Mackenzie—. Una Breakout de 2013 —dijo para distraer
su mente de él e intentar respirar de nuevo con normalidad.
—¿Entiendes de motos? —preguntó, asombrado, a la vez que bajaba de
ella y se colocaba a su lado.

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—Solo si son Harley y esta es preciosa —afirmó, moviéndose alrededor
del vehículo.
«Tú también», dijo alguien en su cabeza, pero no había sido él, ¿verdad?
—¿Qué motor lleva? ¿Un 1700 Twin Cam? ¿Es la 103B?
—¡Bingo! Vaya, me tienes impresionado —confesó.
—Bueno, es normal que sepa algo, me he criado entre ellas. Me encanta la
pintura —continuó como si sus palabras y su manera de mirar la moto no
fueran lo más jodidamente sensual que había visto nunca, y había visto mucho
a pesar de su corta edad—, el rojo es espectacular y el acabado brillante de la
pintura negra le da un toque único. Es imposible quitarle la vista de encima.
«Como a ti», volvió a incidir esa voz en su cabeza, era nueva, ¿se debería
a los golpes que había recibido esa noche?
—Nunca la había visto de cerca, las llantas son de estilo Gasser, ¿18
pulgadas la delantera y 21 la trasera? —Jakob asintió con la cabeza, porque
estaba sin palabras, esa… mujer lo dejaba fuera de juego sin acercarse a él—.
Y los guardabarros recortados… guau. Me encanta, es preciosa. Te pega.
—¿Me pega? —inquirió, sorprendido—. ¿Me estás llamando precioso? —
volvió a formular y esta vez no pudo evitar acompañar la frase con una
sonrisa.
—No, no te llamo precioso. Esta moto es llamativa y no pasa
desapercibida, como tú. Eso es lo que quería decir.
De pronto el silencio se cernió entre ambos, sus miradas parecían haberse
quedado enganchadas y todo lo demás se difuminaba poco a poco, como si
nada más existiera en ese momento, como si nada más importara.
—¿Te… apetece acompañarme a tomar algo?
Mackenzie parpadeó tratando de volver en sí, de salir de ese lugar al que
la había arrastrado sin pretenderlo, pero que tiraba de ella con fuerza y la
anclaba al fondo de sus ojos azules.
—Si no te apetece, no pasa nada —soltó, cortante.
Estaba molesto, era evidente. Pero no podía darle una respuesta clara
porque no sabía si le apetecía o no estar con él. ¿Adónde irían? Además…
habían quedado al día siguiente y, aunque se moría de ganas por pasar un rato
más a solas con él, decidió que lo mejor para ambos era que se fuera a casa.
Habían sido muchas emociones para un solo día.
—La verdad es que tengo que regresar ya a casa. Gracias por la
invitación. Nos vemos —se despidió, dándose la vuelta y caminando en la
dirección contraria a la que él se dirigía.

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Aguantó las ganas de mirar hacia atrás para volver a verlo, solo lo hizo
cuando el sonido del motor le indicó que ya se había ido. Giró sobre sus pies
y lo observó embobada hasta que desapareció de su vista. Ese joven extraño
del que apenas sabía nada no dejaba de meterse en su mente, no le permitía, ni
por un segundo, que dejara de pensar en él.

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Capítulo 5

Anarchy

No podía dejar de moverse, necesitaba entrar en calor. Hacía sombras para


practicar sus movimientos antes de subir al ring. El Anarchy había resultado
estar más lejos de Rock Hill y más cerca de la Universidad de Carolina del
Sur de lo que pensaba, por lo que la mayoría de los clientes eran jóvenes
universitarios en busca de nuevas experiencias, en las que se incluía el tonteo
con las drogas, alguna que otra pelea con el tipo de al lado que iba igual o
más puesto que ellos y alcohol, litros y litros de alcohol.
Él no podía permitirse esos lujos. No podía. Volvió a golpear el aire y
después bajó los brazos y comenzó a dar pequeños saltos para no enfriarse y
relajar los músculos.
—Vamos, cinco minutos y comenzará el combate. Es tu turno.
No dijo nada, tan solo asintió.
—Por cierto, suerte, te ha tocado un rival duro a batir, creo que está
invicto.
El hombre le dedicó una mirada de lástima justo antes de desaparecer por
la misma puerta por la que había entrado. Jakob sonrió, él también estaba
invicto, pero eso nadie de allí lo sabía porque era un desconocido.
Había en juego un montón de pasta: cinco mil pavos que le iban a venir de
lujo de cara al próximo curso.
Caminó por el mal iluminado pasillo en el que destacaba un fuerte olor a
orín y salió a una sala que nunca antes había pisado. Las luces lo cegaron
unos segundos, los que necesitó para que sus ojos se acostumbraran a la fuerte
luz. Miró alrededor, pero no fue capaz de reconocer ningún rostro. ¿A quién
quería engañar? El único rostro que deseaba ver era el de ella.
No la había visto desde su encuentro la noche anterior y no estaba seguro
de que fuese a estar allí. La voz grave del árbitro lo sacó de sus pensamientos

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y se subió al ring. Después lo hizo su oponente y una sonrisa de satisfacción
se dibujó en su rostro.
—Esta noche, amigos, tenemos un combate especial. Se medirán las
fuerzas nuestro cerbero, invicto, contra el nuevo contrincante, Lobo. ¿Quién
morderá más fuerte? Recordad las reglas: no hay reglas a excepción de una,
cuando el contrincante no pueda defenderse o decida tirar la toalla, el combate
acabará y el ganador será el que continúe en pie. ¿Entendido? —preguntó a
ambos buscando su confirmación.
Una vez todo aclarado y las presentaciones hechas, el sonido metálico de
la campana que daba el inicio a la pelea sonó con fuerza.
El golpe de Chicago no se hizo esperar, le pegó un fuerte derechazo que
por un momento lo dejó fuera de juego y se golpeó contra las cuerdas en las
costillas. Cabeceó y sonrió, y en ese instante la vio.
Estaba horrorizada… ¿o tal vez preocupada? Supuso que pensaba que
Chicago lo iba a destrozar, pero el juego no acababa más que empezar. La
miró a los ojos, se limpió la sangre que goteaba por la comisura de su labio y
le dedicó una sonrisa que la hizo agachar la mirada.
Al girarse, se encontró con otro derechazo de Chicago, aunque esta vez lo
esquivó y le devolvió un golpe con la izquierda que no se esperaba, tirándolo
al suelo.
—¿Sabe bien la lona? —preguntó con sorna.
—Has tenido suerte, Lobo, pero ya no más.
Con una agilidad asombrosa, se levantó y se colocó frente a él, ambos se
medían sin dejar de bailar uno frente al otro, esperando a ver quién atacaba de
nuevo. No podían dejar de mirarse, Jakob sabía que era bueno, aunque no
tanto como él, pero quería dejarlo crecerse, pensar que el combate era suyo
antes de destrozarlo. Era lo que más le gustaba, romper la seguridad de los
demás. Dejarlos indefensos era una forma de rescatar a ese niño desamparado
del maldito armario.
Los golpes se sucedieron, esquivó unos, otros los detuvo, también se llevó
algunos en las costillas. El dolor empezaba a hacerse sentir, pero no le
importaba, era lo único que le recordaba que estaba vivo, que seguía vivo,
aunque estuviera atrapado en un cuerpo muerto…
La siguiente tanda de golpes fue imparable, Chicago golpeaba con rapidez
y sin darle tregua, en la cara, en las costillas, en los riñones… Todo su cuerpo
dolía y el sabor metálico de la sangre era intenso.
—Ríndete, niño, no vas a impresionarla. Lo único que vas a conseguir es
una estancia en el hospital y allí… ya sabes, la comida no es buena.

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—Te gustaría que me rindiera, ¿verdad? —soltó con una media sonrisa
que le dejaba claro a Chicago que no iba a rendirse ni en el ring ni con ella.
—¿Crees que merece tanto la pena? Estoy seguro de que podrías tener a
cualquier otra putita de las de este local.
—¿Eso piensas de ella? ¿Qué es una más?
Chicago sonrió y miró en dirección a Mackenzie, que no les quitaba el ojo
de encima.
—Lo es, pero es mía. Seré yo quien se la folle primero, después, cuando
me canse, tal vez no me importe que la usen otros, que la uses tú.
Y esas palabras fueron su perdición y la de Jakob, el rojo intenso apareció,
cegándolo. No había en el rastro de control, tan solo se dejó llevar y encadenó
un golpe con otro, sin parar.
Sabía que su punto fuerte era que ambas manos eran dominantes, así que,
a pesar de tener la guardia todo el rato para que su oponente pensara que era
diestro, lo atacó con la izquierda. Primero un cross con la izquierda que lo
dejó fuera de juego y sorprendido, después un gancho con la derecha que lo
acabó de mandar al más allá, a esa zona en la que la cabeza se siente fuera del
cuerpo y los oídos no dejan de pitar.
Y ahí lo supo, era el momento, así que encadenó un derechazo para luego
darle con la izquierda y después golpear en sus costillas. Una y otra vez, una y
otra vez, igual que si fuera un saco de boxeo. Hasta que cayó al suelo,
inmóvil.
En ese instante el árbitro entró y paró el combate, Jakob jadeaba sin aire,
se alejó de Chicago y se sentó en la pequeña silla que tenía preparada en el
rincón.
—¡Joder, chico! Eres bueno, muy bueno —lo felicitó el hombre que
minutos antes lo había ido a buscar al vestuario.
—Gracias —dijo escupiendo el protector bucal y dando un sorbo de la
botella de agua que le ofrecía el extraño.
—¿Tienes representante? —interrogó con urgencia.
—Estoy en el equipo de la universidad —explicó al hombre que no le
quitaba la mirada de encima.
—Así que el viejo Tacher se va a hacer cargo de ti… Eso es un
problema… —murmuró más para sí mismo que para que Jakob lo escuchara.
—Lo siento, me llaman —lo cortó en seco, poniéndose en pie.
El juez lo llevó agarrado por la muñeca hasta el centro del cuadrilátero y
alzó su brazo en alto mientras gritaba que se había hecho con la victoria. Los

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espectadores gritaron, silbaron y aplaudieron coreando su apodo una y otra
vez. «Lobo, Lobo, Lobo», repetían sin parar.
Todavía con su muñeca atrapada entre la mano gruesa del árbitro, dieron
una vuelta sobre sí mismos para lucir al ganador frente a los que lo
contemplaban eufóricos. Sonrió porque era inevitable no dejarse seducir por
la sensación que le provocaba saber que había ganado, pero ni por un segundo
se olvidó de lo importante, de ella.
No dejó de buscarla con la mirada hasta que la encontró. Al toparse con la
de Mackenzie, frunció el ceño. No podía asegurar que estuviese contenta
como los demás, parecía preocupada o disgustada. También observó cómo
sacaban a Chicago en camilla. Le había dado fuerte, pero se lo merecía, por
cabrón.
Una vez recibidas las felicitaciones y el dinero, que le dieron en el
vestuario en un sobre roto de papel, que confirmaba que toda esa pelea era
poco legal, se duchó y salió a buscar a Mackenzie. Lo estaba deseando. Verla
sería el verdadero premio.
La parte del local destinada a la bebida y no a las peleas era amplia.
Estaba hasta la bandera y la conversación general era el combate que
acababan de presenciar. Tuvo que quitarse de encima a más de una
admiradora repentina que le dejaban claro que podía obtener de ellas lo que
quisiera.
Pero, para su asombro, ninguna le llamó la atención más que ella, la chica
a la que buscaba entre la marea de rostros que lo rodeaban.

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Capítulo 6

¿Quién es el afortunado?

Mackenzie estaba molesta, también preocupada. Y, además, debía reconocer,


impresionada. No podía decir que se hubiera asustado de la pelea, no era la
primera ni sería la última que viera.
—Mack, voy a ir a ver cómo está Chicago. Creo que está herido.
—Está bien, no te preocupes por mí. Aunque creo que lo que más herido
tiene es el ego. Va a estar inaguantable estos días y los chicos no le van a dar
tregua. Ya me imagino las burlas.
—¿Estarás bien?
—Ya sabes que sí. Vete tranquila.
Mackenzie pidió al camarero un refresco de cola. Esperaba que se lo
sirvieran cuando notó un calor y un peso desconocidos sobre su espalda que la
hicieron ponerse en guardia.
—Será mejor que te largues antes de que termines herido —soltó con
frialdad al que fuera que estaba pegado a ella como si fuera una segunda piel,
sin molestarse en mirar al intruso—. ¿No me has oído? Te he pedido que te
vayas —repitió con la voz cortante—, no estoy sola y te aseguro que no
querrás vértelas con el tipo con el que estoy.
—Eso suena bien. Y dime, ¿quién es el afortunado?
Sus palabras se metieron bajo su piel sin permiso, erizando el vello de su
cuerpo. Lo tenía cerca, su pecho firme rozaba su espalda y el calor la
abrasaba. Ahora sabía que era Jakob y no tenía la necesidad de darse la vuelta
para comprobarlo.
—¿Afortunado? ¿Eso piensas? —interrogó, dejando que su espalda
cayese sobre su pecho.
Pudo escuchar el gruñido ahogado que profirió por el contacto, aunque no
podía asegurar que fuese por su cercanía o por las zonas que tenía lastimadas.
—Supongo…, si a tu pareja le gustan las niñas.

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Esas palabras se clavaron hondo, no era la primera vez que le insinuaba
que era una cría, ni que él fuera mucho mayor. Se dio la vuelta y quedó
atrapada por su pecho y sus manos, que se habían colocado sobre la barra.
Estaban tan cerca que podía ver con claridad cada herida. El labio roto, la
mejilla inflamada y empezando a adquirir ese color púrpura característico de
los golpes, la ceja abierta… Aun así, no podía dejar de pensar que era
endiabladamente sexy. Y más después de haberlo visto pelear de esa forma
brutal. Era bueno, muy bueno.
—Al parecer así es, ya que fue él quien insistió en verme. Yo no tenía
ningún interés en venir, la verdad.
Jakob la miraba sin pestañear, estaba preciosa con el dorado cabello suelto
y con el poco maquillaje que llevaba, lo justo para acentuar sus grandes y
verdes ojos y hacer que su boca fuera todavía más apetecible. Cómo le
gustaría tener esos labios justo en donde ahora mismo le apretaba el
pantalón…
—Pero has venido…
—Sí, Chicago insistió en que viniese a verlo pelear y tú… tú me debes
una cena. Con postre incluido —añadió.
—Yo ya he elegido la comida… y el postre —murmuró, acercándose más
a ella.
—Ya veo, ¿un Happy Meal?
Por un instante parpadeó confuso, no había pillado la indirecta hasta que
se dio cuenta de que se refería a ella. Al parecer, no le gustaba que la llamaran
niña.
—Preciosa —los interrumpió la voz del camarero—, tu refresco. ¿Te está
molestando? —interrogó con cara de pocos amigos haciendo un gesto con la
cabeza para referirse a Jakob.
Mackenzie lo miró por encima de su hombro, era uno de los hombres de
su madre, estaba segura. No hacía falta que nadie lo confirmara, negó con la
cabeza para que se quedara tranquilo y el joven se dio la vuelta para seguir
con su trabajo, fue en ese instante en el que vio el tatuaje en su cuello, justo
debajo de la oreja.
El dibujo, en tinta negra, ocupaba una gran parte de su cuello. El perro de
tres cabezas amenazantes y de dientes afilados reposaba sobre un montón de
cráneos. Era el tatuaje de su club, lo sabía porque ella misma tenía uno igual,
en la espalda, justo entre los omoplatos.
—Bueno, Lobo —dijo usando el nombre con el que lo habían llamado
sobre el ring—, si no te apetece llevarme a cenar, estoy segura de que el

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camarero, o aquel tipo de allí, o aquel otro —continuó señalando con la
cabeza de un lado a otro—, no tendrán reparos en hacerlo. Así que…
decídete.
Jakob la miró con esa sonrisa en su cara que solo aparecía cuando estaba
con ella, tal vez por eso seguía interesado en ella, porque no era un gesto
habitual en él y eso acrecentaba su curiosidad.
—Perdona, ¿Mackenzie? —los interrumpió de nuevo, y sin previo aviso,
un joven vestido de cuero negro. Jakob lo observó y pudo darse cuenta de que
también llevaba un tatuaje igual al del camarero, pero en el hombro—. No
puedo creer que seas tú, ¿cuándo te has convertido en una… mujer? —
terminó sin dejar de sonreír y señalándola de arriba abajo.
—¡Joder! ¿Jackson? ¿Eres tú? ¡También has crecido! Tienes… pelo —
puntualizó riendo.
Verla sonreír a otro hombre fue superior a sus fuerzas, sin esperar a que la
ira lo dominara hasta ese punto en el que perdía por completo el control, la
agarró de la mano con fuerza y tiró de ella para sacarla del local.
Esperaba que protestara, que dijera algo, que se opusiera, pero no fue así.
Tan solo le gritó al chico un escueto «hasta luego» y lo siguió sin rechistar.
Una vez fuera se detuvo en seco haciendo que ella golpeara su espalda y miró
el cielo oscuro en el que apenas brillaban algunas estrellas.
—Vámonos —escupió, cortante.
—¿Dónde?
—Donde sea. No, mejor a un lugar en el que nadie nos moleste. Me
gustaría cenar sin que se acerquen a ti cada cinco… cada dos minutos esos
buitres carroñeros.
Mackenzie no pudo evitar sonreír, así que no le era tan indiferente ni
pensaba que fuera tan niña.
—Es normal, al fin y al cabo, soy una joven inocente con un chico…
¿malo?
—¿Es lo normal…? —refunfuñó, asiéndola por la muñeca de nuevo hasta
detenerse frente a su Harley—. ¿Chico malo? —bufó. Y, en ese momento en
el que iba a subirse en la moto, se dio cuenta de que le dolía todo el cuerpo,
Chicago le había dado con ganas.
—¿Seguro que estás bien? —inquirió, preocupada. Tal vez había ganado
el combate, pero había recibido lo suyo por parte de Chicago.
Jakob volvió a esbozar una sonrisa, esta vez una entera y no solo con un
lado de la cara, y al hacerlo le dolió. Tenía la mejilla inflamada.
—Seguro, soy un tipo duro.

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—¿Nos vamos? —preguntó de nuevo. No quería meterle prisa, pero
quería alejarse de allí antes de que algún cerbero la molestara.
—Sí, claro —afirmó, levantado la pierna para subir, y un quejido más
agudo salió de su boca. Estaba hecho polvo, no tenía claro poder aguantar la
hora de vuelta que había hasta Rock Hill.
—Te ha dado duro, ¿verdad? —murmuró—. Lo siento, no puedo dejar de
pensar que he tenido algo que ver.
—Siéntelo por él, le he dado más fuerte —se vanaglorió—. Aunque me
temo que no estoy en condiciones de conducir durante toda la vuelta.
Tendremos que buscar la forma de regresar, a no ser que me digas que,
además de entender de motos, eres capaz de conducirlas.
La sonrisa de Mackenzie le iluminó su mirada verde, dotándola de magia.
Se sintió hechizado y no pudo dejar de contagiarse por ella.
—¿Capaz de conducirla? —inquirió destilando seguridad—. Me subí a
una antes de poder andar, ¿pero… me dejarás montarla?
Afirmó sin más, la verdad era que nunca prestaba su moto, pero no creía
ser capaz de hacerlos llegar bien a casa.
—Me dejas sorprendida, por lo general los chicos nunca prestan las cosas
de montar. Eso incluye la moto y su chica.
—Bueno, en este caso no es que se la deje montar a otro. Además, me
gustaría ver si de verdad eres capaz de llevarla o solo es una bravuconada.
La mirada de Mackenzie cambió, el verde de su iris se oscureció y su
sonrisa, hasta ese momento inocente, fue sustituida por una más… sensual.
¡Demonios! Era un bombón listo para abrir, metérselo en la boca y disfrutar
mientras se derretía en el paladar, ¿dejaría que él la probara?
Mackenzie tomó el casco que le ofrecía, se lo puso y con agilidad y
destreza se subió a la moto, la arrancó sin esfuerzo y miró hacia atrás sin dejar
de sonreír esperando a que se subiera.
—Vamos, nena, voy a darte el paseo de tu vida.

El lugar estaba hasta la bandera y a eso había que sumar la excitación que
flotaba por el aire, el combate había sido brutal. En realidad, Arizona lo había
pasado fatal, sobre todo, cuando se dio cuenta de que el chico nuevo iba a
ganar.
Esa tanda que Jakob enlazó de golpes sin parar, ni siquiera para respirar,
fue mortal. Le gustaba el boxeo y siempre presumía que sabía algo de él.

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Además, no era algo que comentara muy a menudo, pero lo practicaba en
secreto.
Con esfuerzo, se abrió paso a través de la multitud hasta la zona donde los
boxeadores podían descansar, ducharse y ser atendidos por un médico llegado
el caso. Conocía bien el local, había estado algunas veces.
Al entrar, supo que no era bien recibida, la mirada que Chicago le dedicó
al girarse en dirección al ruido de sus pisadas le gritaba que allí sobraba. Pero
le daba igual, quería saber cómo estaba después de haber sido derrotado. Lo
conocía lo suficiente como para saber que lo que más herido tenía era el
orgullo; llevaba loca por él desde… desde siempre. Aunque sabía que su foco
de atención era su amiga Mackenzie.
—¿Tienes edad suficiente para entrar aquí? —escupió, molesto—. Vete,
Arizona, antes de que me cabree y llame a tu padre —amenazó mientras se
limpiaba la sangre que aún salía de la herida de su labio.
El lugar estaba tan sucio como el resto del local, Chicago llevaba tan solo
los pantalones que había usado para el combate, por lo que supo que no había
pasado por la ducha aún.
Sus tatuajes eran tantos como sus cicatrices, algunos se mezclaban y
formaban uno solo. Conocía la mayoría de ellos, eran las marcas que se había
ganado haciendo según qué trabajos para el club.
—Solo quiero saber cómo estás.
—¿No es obvio? Jodido —farfulló sin molestarse en mirarla de nuevo.
—Te ha dado duro… —soltó sin pensarlo en voz alta. Error. La mirada de
Chicago se congeló, al igual que la atmósfera entre ellos, la vio a través del
espejo a pesar de la escasa luz.
—Arizona, vete a hacer lo que sea que hagáis a tu edad.
Sus palabras la hirieron más que sus miradas de indiferencia, mucho más.
—Solo tienes cinco años más que yo, ¿por qué te crees tan adulto? No lo
eres, solo juegas a que lo eres.
—Vete, Arizona, no quiero volver a repetírtelo.
—Chicago, pero yo… —se detuvo para tomar fuerzas, apretando sus
manos en dos férreos puños—, yo estoy loca por ti —confesó.
Y sin saber cómo ni cuándo lo había hecho, se encontró a su lado. Ante la
inesperada cercanía, Chicago la enfrentó y ella dio un paso más, hasta que su
boca estuvo a pocos centímetros de la del hombre que le robaba el sueño y los
latidos. Y fue más lejos y pego sus labios a los de él. Lo besó, esperando que
él se ablandara que, aunque solo fuera porque se lo ponía en bandeja, tomara

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lo que le ofrecía. Pero no fue así, sus labios no se movieron, tan solo
permanecieron impasibles, fríos, como si fueran dos malditos trozos de hielo.
Sin vida.
Sin calor.
Sin sentimientos.
El sollozo que le sobrevino al darse cuenta de que no había nada que
hacer, de que todo estaba finalizado antes de comenzar, la pilló por sorpresa
al igual que las lágrimas que rodaron salvajes por sus mejillas. Estaba herida.
No la quería ni para un rato. Ni para una sola vez.
Se alejó con el eco de un latido que quedó flotando en el aire y salió de los
vestuarios; se ocultó en una de las esquinas del pasillo que daban al local para
recomponerse.
Oculta en las sombras estaba, tratando de relajarse, cuando vio a Carolina
Taylor aparecer, sola. Caminaba con ese paso seguro de los que tienen el
poder de dar órdenes que saben que los demás van a obedecer sin rechistar y
la seguridad que le otorgaba su rango. Entró en los vestuarios, no se preocupó
ni de cerrar la puerta, por lo que Arizona lo vio todo.
El beso. Las caricias. Los abrazos. Y las embestidas que Chicago
descargaba en el interior de la madre de su amiga. De esa misma amiga de la
que se suponía que estaba enamorado. ¿A qué coño jugaba? ¿Tanteaba a las
dos para ver cuál caía primero?
Una rabia que no supo gestionar se apoderó de ella y salió de allí, buscó
una mesa vacía en el lugar más tranquilo del atestado lugar y se sentó a beber
lo que fuera que le trajera el camarero.

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Capítulo 7

Un par de días

Sentir el aire en la cara era uno de los pocos placeres que tenía, pero, si era
sincero consigo mismo, debía admitir que ir de paquete con ella como
piloto… era la hostia.
Sabía lo que hacía, no le cabía la menor duda. Su moto iba como la seda y
su ronroneo era diferente, pero le gustaba. Estaba cansado y dolorido, y poder
relajarse apoyado sobre su espalda se sentía bien. No podía dejar de
preguntarse cómo era que la conocían en ese local, cómo era que ese tal
Chicago no la dejaba ni respirar, cómo era posible que hubiese ido a la pelea e
ir a cenar después de haberlo visto en acción sobre el ring.
Muchas preguntas para las que no tenía respuesta y que estaba ansioso por
averiguar. ¿Adónde lo llevaría? Seguro que a un local de esos de batidos con
pajitas de colores y copas de helado gigantes o, tal vez, lo sorprendiera.
Parecía una caja de sorpresas que no tenía fin. ¿Llegaría algún momento en el
que se aburriera de ella? Estaba seguro, solo necesitaba un par de días para
darse cuenta de que era como todas.
No, como todas no, si fuera otra, más madura, como a él le gustaban, ya
se habría metido entre sus piernas. No supo con certeza cuánto había durado
el trayecto, ni le importó. Mackenzie aparcó y se bajaron, al darse la vuelta y
quitarse el casco, se quedó sin aliento. Lo miraba radiante. No podía describir
su sonrisa con otra palabra, aunque fuera la más cursi que hubiese usado
nunca: radiante. Era como un sol de medianoche. Brillando con fuerza, dando
color a lo que la rodeaba, iluminando la oscuridad de su interior, volviendo el
rojo menos violento, más cálido.
—¿Qué sucede? ¿Estás bien? ¿Necesitas que te lleve a un hospital? —De
pronto, su expresión había cambiado y fue cuando se dio cuenta de que no la
escuchaba, no podía dejar de mirarla.

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—No, no. Estoy bien. Es solo que me ha sorprendido… —se interrumpió
antes de decir lo que su mente gritaba.
—¿El qué? —interrogó sin darle importancia a sus palabras.
—Que sepas conducir una Harley.
—Tienes que aprender mucho sobre mí, entre otras cosas que no des nada
por sentado y que, aunque sea una niña, he visto cosas que ni te imaginas —
terminó sonriendo a modo de broma.
—Lo tendré en cuenta —murmuró a la vez que guardaba los cascos.
Caminó tras ella; como tenía que haber esperado, lo llevó a un sitio
diferente al que lo haría cualquier otra adolescente. Las luces parpadeaban
para darles la bienvenida, en él se podía leer el nombre del sitio: Poker Face.
Ladeó la cabeza y una media sonrisa llenó la mitad de su rostro al ver que en
el cartel aparecían, con luces de neón, un par de cartas de póker: el As y la J
de picas.
No sabía en qué zona estaban, pero no le importaba; estaba con ella.
Además, el sitio le había intrigado y no dejaba de preguntarse por el nombre
del lugar.
—¿Son fans de Lady Gaga? —preguntó entre risas.
—Más bien de las partidas de cartas clandestinas —soltó sin darle
importancia.
Como si fuera lo más normal del mundo y, probablemente, lo era en el
suyo.
Ella abrió la puerta y entró, seguida de cerca por él. No debería haberse
dejado sorprender, pero, de nuevo, ahí estaba: boquiabierto. El sitio era una
mezcla extraña pero a la vez perfecta. Como si hubiesen cogido muchas cosas
que le encantaba y las hubieran mezclado en un saco antes de desparramarlo
por todos lados, cayera dónde cayese cada cosa.
Justo frente a la puerta se podía ver el escenario, no era demasiado grande,
era… acogedor. Podía imaginarse allí al cantante con su guitarra entonando
alguna balada que hablase de corazones rotos. Si de algo estaba seguro, era de
que no había nada más inspirador que un corazón destrozado.
A la derecha, la barra. Sonrió, los grifos de cerveza eran motores de
Harley y sobre las barras que separaban las hileras de mesas, abarrotadas,
había diferentes tipos de Harley-Davidson, desde algunas muy antiguas que
solo había visto en imágenes a otras más modernas.
—Supongo que aquí no vamos a tomar tortitas con sirope y batidos de
fresa —murmuró más para él que para los oídos de ella, pero lo oyó.

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—Ni loca, no me van esas mierdas llenas de azúcar, prefiero unas buenas
costillas a la brasa.
—¿Costillas a la brasa? —preguntó sin poder dejar de reír. Desde luego
costillas era lo que necesitaba, para reponer las suyas.
—¿No te gustan? —inquirió a la vez que se sentaba en una de las pocas
mesas libres.
—Me encantan —murmuró sin quitarle la vista de encima imitándola al
tomar asiento frente a ella.
—¡Dakota! —gritó para hacerse oír entre el barullo—, una fuente de
costillas a la brasa, una cerveza y un refresco de cola.
—¿Una cerveza? ¿Para quién? —preguntó, sorprendido.
—Yo no puedo beber si voy a conducir de vuelta a Rock Hill, pero creo
que tú la necesitas, además… te la has ganado.
—Bueno, no voy a negarte que me merezco un premio, aunque no era
cerveza en lo que pensaba.
Y lo supo justo en el momento en que lo dijo, esperaba que el premio
fuera ella y lo pilló con la guardia baja porque no era su tipo, para nada.
Era… era demasiado inocente, sin embargo, tenía una personalidad fuerte,
clara, segura de sí misma que lo atraía. Era una mezcla tentadora, la de una
joven que va a dejar de serlo para transformarse en una mujer. La de la
inocencia que da paso a la malicia. En unos años, Mackenzie sería… la puta
bomba. ¿Lo sabría? ¿Sería consciente alguna vez del poder que tendría sobre
los hombres si aprendía a usarlo?
—¿Conoces a todo el mundo aquí? —preguntó en su lugar.
—A todos los que aman las Harley. Me he criado entre moteros, ya te lo
he dicho. Ya lo has visto. Así que sí, conozco a todos y ellos me han visto
crecer. Dakota en concreto es un buen amigo de mi padre.
De pronto el ambiente cambió y él supo que había algo sobre su padre que
le hacía daño, lo sabía bien porque a él le ocurría lo mismo al hablar de su
madre.
—Así que en ningún lado voy a estar a salvo, ¿verdad? —bromeó.
—No, si te atreves a hacer algo indebido…, vas a terminar muy mal —
afirmó, seria, alzando ambas cejas.
La carcajada los pilló por sorpresa, incluido a él. No sabía en qué lugar
había nacido, pero ahí estaba, clara, limpia y ronca, como su voz. Llenándolo
todo a su alrededor.
—Bueno, peor de lo que ya estás —puntualizó, señalándolo.

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—Creo que tienes razón, ese perro de Chicago me ha dado fuerte, hasta
me río y todo.
—¿No sueles reír? —interrogó, curiosa, acercándose a él.
Parecía algo natural, era como si una fuerza que no podía ver ni
comprendía se empeñara un juntarlos cuando lo que debía hacer era alejarse
de él. Estaba poniendo en riesgo su trabajo, no podía olvidarse de que tenía
que enamorar al hijo de Tunner.
—No mucho… —susurró, acortando distancia. Sus codos se rozaban y
sus ojos no podían dejar de observarse. Ni siquiera pestañeaban para no
perderse ningún detalle del otro.
—¿Cómo es posible? —preguntó con un hilo de voz. Notaba la boca seca.
—No he tenido una vida fácil, tampoco he tenido muchos momentos
divertidos o, tal vez, era que no tenía tiempo de tenerlos.
El camarero los interrumpió con un golpe sonoro de la jarra de cerveza,
helada, sobre la mesa, que los hizo echarse hacia atrás con brusquedad. Con
cara de pocos amigos, dejó el refresco frente a Jakob y la bandeja de las
costillas en el centro. El olor hizo que salivara.
—Gracias, Dakota, pero la cerveza es para él. Para mí, el refresco.
—¿Crees que voy a dejar que beba y que luego te lleve a casa? Entonces
es que no me conoces —bramó, serio y malhumorado. Si las miradas
matasen, Jakob sería un lobo frito.
Mackenzie rio con ganas y le puso una de sus delicadas manos en el
antebrazo, la diferencia con el brazo del hombre grande, fuerte y peludo hacía
más evidente la delicada piel de ella.
—No, no, no te preocupes, es que conduzco yo.
Esa afirmación lo hizo girarse hacia Jakob y mirarlo de manera extraña.
Después volvió hacia ella.
—¿Sales con un tipejo que no sabe de motos? ¿Por qué? ¿Es que le pasa
algo…? Ya sabes —dijo sin disimulo, haciendo un movimiento de su dedo,
como si su polla no funcionara—. Hay muchos de los nuestros que matarían
por salir contigo, aunque fuera una vez, hombres de verdad.
Jakob se agarró al borde de la mesa para contenerse, nunca le había dolido
tanto un insulto. Bueno, sí, una vez.
—No, Dakota, no es eso. Es que ha peleado esta noche en el Anarchy.
Contra Chicago —especificó.
Eso cambió las tornas, de pronto el hombre lo miró de otra forma, con los
ojos más abiertos y escrutadores.

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—Entonces come, lo necesitarás, te habrá dejado destrozado. Chicago es
el mejor boxeando por aquí. Está invicto.
—Ya no —dijo serio Jakob sin quitarle la vista de encima.
Dakota parecía no comprender bien lo que decía el chico y de nuevo se
giró buscando la confirmación de Mackenzie.
—Sí, lo ha dejado KO. Así que esta noche conduzco yo su Breakout.
Tiene una, ¿sabes? Es una pasada y además va de lujo. Está en la puerta, por
si quieres verla.
El hombre, ni corto ni perezoso, los dejó a solas y salió por la puerta.
—Por tu victoria —dijo a modo de brindis, levantando el refresco frente a
él.
—Por tener la oportunidad de verte otra vez —dijo con una media sonrisa
sin quitarle la vista de encima.
Ella sonrió y dio un largo sorbo a su bebida de cola helada. Una gota,
rebelde, resbaló por la comisura de su boca hasta la barbilla y, una vez a
punto de caer sobre el mantel, Jakob acercó el índice y la tomó, sin ser
consciente, para después llevarse el dedo a la boca y saborear esa gota oscura
que llevaba impregnado el sabor de su piel.

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Capítulo 8

A punto de estallar

No sabía cómo reaccionar, estaba allí, sentada frente a él con la sangre helada
en sus venas. Lo había visto ¿o había sido un sueño? No, era real, lo sabía
porque su mirada parecía tan sorprendida como la de ella.
Había tomado la gota que resbalaba por su mejilla hasta la barbilla y se
había llevado el dedo a la boca. No era capaz de explicar lo que sentía en ese
momento, sus manos sudaban, su corazón iba a mil, su respiración, a pesar de
lo acelerada que era, parecía no llevar suficiente oxígeno a su cerebro, que
estaba a punto de estallar.
Un calor desconocido para ella vibraba en su estómago y se extendía con
lentitud por sus extremidades, pero, sobre todo, se concentraba entre sus
piernas, que apretó sin saber que otra cosa podía hacer. Nunca, jamás, había
sentido algo parecido a eso.
Ninguno era capaz de romper la tensión que existía entre ambos, se podía
ver, tocar, oler. Tenía un aroma particular: a deseo.
—¡Vaya, chico! No solo parece que sabes boxear de puta madre —los
interrumpió la voz de Dakota—, sino que además sabes de motos. Me gusta
este chico, Mack, deberías…
Al escuchar a Dakota y adivinar qué iba a decir, reaccionó, no podía
dejarlo acabar la frase.
—Está bien, Dakota, ¿podrías traerme un vaso de agua?
El hombre la miró serio y después al joven, no dijo nada, pero pareció
comprender que debía cambiar de tema. Fuera el motivo que tuviera la hija de
la jefa, lo aceptaría sin preguntar. Aunque estaba convencido de que sería un
buen partido, no solo para Mackenzie, sino para la familia. El chico había
tumbado a Chicago, le gustaban las Harley y estaba claro que le gustaba
Mack.

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Sin darle más vueltas al asunto, se largó a por el vaso de agua dejándolos
solos.
—¿Puedo preguntar qué es lo que deberías hacer conmigo? —soltó con la
brusquedad que lo caracterizaba.
—Supongo que quería decir que debería presentarte a mi madre.
Los ojos de Jakob se abrieron de par en par. Estaba claro que no esperaba,
para nada, esa respuesta.
—Bueno —continuó ella—, es un pueblo pequeño y tenemos nuestras
costumbres.
—Entiendo, así que piensa que sería un buen candidato a tener en cuenta
—repitió, reclinándose sobre el respaldo y colocando la mano sobre el
reposacabezas, no tenía ni idea de por qué, pero eso le había gustado. Tal vez
había sido el hecho de pensar que alguien lo consideraba bueno para otra
persona, porque él era el primero que sabía que no lo era. Ni siquiera lo era
para sí mismo, ¿cómo serlo para alguien más?
—No le hagas caso, no sabe de qué habla, además, en nada me marcharé
de aquí.
—¿A la universidad? —interrogó a pesar de saberlo porque ya lo habían
hablado—. No es como si te pillara muy lejos de Rock Hill, ni de tu madre, ni
de mí. ¿O es que te has olvidado que iremos juntos?
—No, claro que no, pero en la universidad todo será diferente.
—¿Por qué habría de serlo? ¿No podremos vernos de vez en cuando?
¿Tomar algo? ¿Estudiar juntos?
Mackenzie cerró los ojos y sonrió. Le gustaba la imagen que se mostraba
en su cabeza, pero tenía que ser realista y era consciente de que su madre no
la iba a dejar respirar hasta que no atrajese al hijo de Tunner a ellos. Así que
en cuanto pusiera un pie en el campus debía hacer el trabajo. Sabía que se lo
debía, sabía que nunca iba a poder pagar la deuda. Si su padre estaba en la
cárcel, era, en parte, por su culpa. Si tan solo hubiera obedecido…
—A ver, Jakob, no creo que tú vayas a estudiar mucho y, además, sé que
no vamos a quedar. En cuanto pongas un pie allí y las chicas te vean —
confesó a la vez que lo señalaba con las manos—, no te van a dejar en paz.
Cuando sepan que encima boxeas, menos y cuando vean esa preciosa
máquina que conduces…, vas a ser el chico más codiciado de todo el campus.
No me gustas tanto como para estar vigilando mi espalda, ni vigilándote a ti,
ni pensando en cuántas mosconas tendré que ir apartando.
—Pero te gusto… —se detuvo para inclinarse hacia ella y sonreír. Era
extraño que provocara ese gesto en él con tanta facilidad—, no lo niegues. Lo

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acabas de decir. —Sonrió otra vez, tomando una costilla y dándole un gran
bocado—. ¡Joder! ¡Están de muerte!
—Gracias, chico —gritó desde detrás de la barra Dakota, que parecía
pendiente de ellos. ¿Cómo podía escucharlos con ese murmullo continuo que
había de fondo?
—¡De nada, es la verdad! —gritó a su vez, levantando la mano con un
trozo de costilla todavía en ella.
—A ver… ¿me gustas? Bueno, se podría decir así. Creo que más bien,
despiertas mi curiosidad —confesó sin poder hacer nada más. Había sido
pillada, no, se había dejado pillar en un momento de debilidad.
—Es curioso… —murmuró.
—¿El qué? —inquirió, interesada.
—Eso mismo es lo que despiertas tú en mí. Curiosidad. No sé por qué, la
verdad es que estás muy lejos de mi tipo ideal.
—¿Cuál es tu tipo ideal? —volvió a la carga, quería saberlo. ¿Qué le
faltaba a ella para no serlo?
—Mayores. Sin responsabilidades, sin ganas de comprometerse y con
ganas de echar un polvo rápido en cualquier lugar, aunque sea un baño sucio,
sin más explicaciones. Sin tragedias. No me gustan los dramas, he tenido
suficientes para tres vidas.
—Ya veo… Bueno, me alegra no ser tu tipo, de todas formas, tampoco es
como si lo nuestro pudiera ser.
Y esas palabras lo hirieron. ¿Por qué no podía ser lo suyo? No es como si
fuese a haber algo, ¿pero por qué no? ¿Qué lo impedía?
—No me digas que hay otro y estás portándote mal aquí conmigo.
—Algo así —dijo con una sonrisa triste—. Se podría decir que no soy
libre para tomar mis propias decisiones.
—Vamos, en el siglo que estamos, ¿cómo podría ser eso posible? Si no
estás a gusto, vete. No dejes que nadie te quite la libertad.
—¿Crees que la libertad existe? Yo no, es lo que nos hacen creer. Nos
venden la idea del libre albedrío, pero esa libertad está coartada por la
sociedad. ¿Podemos elegir? Sí, pero entre las opciones que nos dan.
—Vaya, me dejas sin palabras. ¿Vas a estudiar Filosofía? Te pega.
—No, Derecho.
—Así que estoy en presencia de una futura abogada… No sé si a partir de
ahora debo tener cuidado con lo que digo.
—Es lo que quiero. Supongo que por el ideal romántico de que puedo
ayudar a que este mundo sea un poco mejor.

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—Estaría bien. Eso de que el mundo fuera un poco mejor. Porque la
verdad es que es una mierda, solo que no lo vemos o, si lo vemos, nos
conformamos pensando en que no podemos hundirnos más en la mierda, que
solo nos queda salir a flote. Pero no es verdad, cuando estás hasta arriba de
porquería, resulta que pueden echarte más encima.
El ambiente se enrareció, Mackenzie no sabía bien por qué, pero le daba
la sensación de que había sido una confesión que no solía hacer. ¿Qué le
habría pasado en su vida para hablar así? ¿Había estado en el infierno?
¿Seguiría allí?
Iba a abrir la boca cuando la puerta se abrió y ambos miraron hacia ella
para ver entrar al grupo. Mackenzie se quedó sin habla. Eran los perros de su
madre, con ella.
Agachó la cabeza, molesta. ¿Por qué habían ido allí? ¿Los habría avisado
Dakota? Mierda, ¡joder! Lo último que quería era que los vieran juntos. El
grupo era ruidoso y pasó de largo, como si no los hubieran visto. Tal vez
había sido una casualidad, miró en dirección a Dakota y esperó que
comprendiera que no deseaba verlos. Este asintió y ella respiró algo más
tranquila.
—¿Nos vamos, por favor?
Mackenzie esperaba preguntas y protestas por irse sin terminar una cena
que apenas habían probado, pero nada de eso ocurrió. Tan solo asintió y se
levantó sin hacer ruido, para no llamar la atención.
El grupo gritaba y reía a la vez que Dakota servía jarras de cerveza fría,
una tras otra, y les preguntaba por el combate para tenerlos distraídos.
Sin pensarlo, Jakob se quitó la chaqueta, se la colocó por encima a
Mackenzie y subió la capucha para ocultar su cabello. Después puso su brazo
por encima de sus hombros y se largaron sin mirar atrás.
Una vez fuera, Mackenzie le agradeció el gesto en silencio devolviéndole
la chaqueta. Estaba afectada, era evidente, y no pudo evitar volver la vista
hacia dentro. Y los vio. Y a punto estuvo de entrar y liarse a golpes con su
madre. No podía creerlo. ¡No podía creerlo!
Chicago estaba apoyado contra la barra y miraba hacia fuera, su madre
acariciaba su labio inflamado, parecía un acto maternal, hasta que se acercó
un poco más y dejó de ser inocente para convertirse en algo sexual. Podía
verlo desde la distancia, la tensión entre los dos era espesa, oscura, tangible.
Y ella no pudo evitar preguntarse una y otra vez si había algo más entre ellos
que tensión sexual no resuelta. ¿Engañaba a su padre? Lo parecía, desde
luego. Aunque también sabía que no podía hacer nada, porque si decía algo,

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su madre iba a volver a recriminarle que todo era por su culpa: que su padre
estuviera preso, que ella se hubiera quedado sola tan joven y al mando de
todo, que Tunner no los dejara respirar…
—¿Estás bien, Mack? —preguntó, colocándose, no sin molestias, la
chaqueta.
—No, pero da igual. Como bien has dicho, cuando la gente cree que no
puede estar más hundido en mierda, llega alguien y te entierra todavía más
profundo.
—¿Es por Chicago? ¿Te molesta que esté con otra? Pensé…, pensé que
no te gustaba.
—No, no me gusta. Y no, no es por Chicago. Es por mi madre.
Jakob abrió mucho los ojos, no se esperaba que esa rubia imponente, que
se hubiese tirado en otras circunstancias sin dudar, fuese la madre de
Mackenzie, aunque en ese momento el parecido entre ambas se hizo evidente.
¿Engañaba a su padre? ¿Estarían divorciados?
—¿Tu madre?
—Sí, ya sé lo que piensas. ¿Cómo es que una mujer así tiene como hija a
una mojigata como yo? ¿Verdad? ¿También tienes ganas de tirártela? Tienes
mi permiso, no creo que seas el primero de mis amigos que lo hace.
—Mackenzie…, no, no pensaba en eso. Solo me ha sorprendido, además,
he pensado en tu padre.
—¿En mi padre?
—Sí —murmuró, asintiendo con la cabeza—, he pensado…
—¿En si lo engaña? —Jakob no dijo nada, ¿qué coño se podía decir en
una situación así?—. Creo que sí, aunque no es culpa de él, ni de ella…
supongo. Todo es culpa de ese perro de Tunner.
Si algo no se esperaba para nada Jakob, era escuchar el nombre de su
padre en esa conversación, pero, fuera lo que fuese que hubiese sucedido, le
acababa de quedar clara una cosa: no podía decir que era su hijo. Debía
mantenerlo oculto todo el tiempo que pudiera, o hasta que llegara el momento
adecuado para hacerlo, que supuso que sería cuando ella le contara por qué su
padre era el culpable de los engaños de la madre de Mackenzie a su padre.
—Ponte el casco, vámonos. Al final van a verte.
Mackenzie asintió para darle la razón, no quería que los vieran.
—¿Vas a conducir tú? Has bebido…
—Bueno, técnicamente no. Solo me ha dado tiempo de darle un sorbo a la
cerveza y, además, ya no me duelen tanto las costillas. Sano rápido —bromeó

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a la vez que se golpeaba las costillas y apretaba los dientes disimulando con
una sonrisa el dolor.
—¿Estás seguro?
—Como que hay noche y día. Vamos. Tengo hambre y te debo un postre.
Como si los hubiera estado escuchando, Dakota salió por la puerta de
atrás, se acercó a ellos y les dio una bolsa de papel marrón cerrada.
—Vete antes de que tu madre se dé cuenta. Y tú, Lobo, cuídala —ordenó
usando el mote que tenía para pelear.
Sin demorarse más, Mackenzie se subió atrás, se abrazó a él colocando la
bolsa en su regazo y Jakob arrancó para poner distancia entre la madre de
Mackenzie y ellos.

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Capítulo 9

Glencairn Gardens

Mackenzie estuvo pensativa durante todo el trayecto, tenía dentro de su pecho


un mar revuelto de emociones que no sabía muy bien cómo gestionar. Tal vez
lo mejor fuera irse a la universidad y no volver jamás. Vivir con la
culpabilidad podría ser más sencillo que hacerlo con su madre.
—Gira aquí y aparca al final del camino.
Jakob asintió con la cabeza y obedeció. El camino era de tierra y aflojó la
marcha. Todo estaba rodeado de vegetación, la humedad se notaba en el
ambiente y lo llenaba todo de ese aroma especial. Sabía que estaban cerca del
agua, no necesitaba que se lo dijeran. Parecía una zona natural en la que pasar
el día con la familia, en un pícnic o en una barbacoa.
Al llegar al final, aparcó y esperó a que Mackenzie se bajara. Apoyó las
manos en sus hombros para hacerlo y tomó la bolsa. Sucedió. Era la primera
vez que notaba ese frío en la espalda cuando una chica bajaba de su moto. No
entendía por qué, pero ella tenía algo diferente que le hacía verlo y sentirlo
todo de otra manera. Quizás solo era esa curiosidad que no cesaba, aumentaba
con cada cosa que descubría de ella y lo mantenía enganchado.
No, no como si fuera una droga, como si fuera adrenalina pura. ¿Cómo
una persona que era adicta a la adrenalina podía alejarse de alguien que era
adrenalina pura?
—No sé si conoces Glencairn Gardens, pero es uno de mis lugares
favoritos.
—¿Un parque es uno de tus lugares favoritos?
—Sí, ven —ordenó y, sin esperar confirmación, empezó a subir por la
puerta de rejas hasta que estuvo al otro lado. Lo había hecho en un segundo,
con bolsa de comida incluida. Sin derramar nada. Estaba claro que era
habitual en ella.
—No sé si…

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—¿Nunca has saltado una verja? —lo provocó desde el otro lado.
Cabeceó, molesto, se llevó las manos a las caderas y tras unos segundos se
encaramó a la puerta y la escaló con dificultad, no porque no hubiera hecho
nunca algo así, o cosas peores, sino porque le dolía todo el puto cuerpo. A
pesar de todo, prefería estar con ella que tirado en la cama descansando con
algunas decenas de pastillas.
—Vaya, has tardado más de lo que pensaba.
Fue su comentario después del esfuerzo que había puesto.
—¿Te olvidas de que estoy molido a golpes? Además, no es una forma de
hablar, es literal.
—No me olvido, tampoco de que has dicho que eres un chico duro que ya
no tenía molestias.
Y, tras dejarlo sin palabras porque era cierto lo que había dicho, se dio la
vuelta y caminó, despacio, supuso que en deferencia al pobre niño que tenía el
cuerpo dolorido.
Sonrió a la vez que bufaba y se colocó a su lado, tomó la bolsa de papel
de malas maneras y, sin saber por qué, cogió su mano entre la suya.
Mackenzie detuvo el paso, sabía que no debía dejar que pasara, que no
podía permitirse que llegara más lejos. En pocas semanas estarían en la
facultad y lo suyo no iba a ir a ninguna parte… aunque, tal vez, esa era la
clave. Si no tenían futuro, ¿por qué no aprovechar el momento?
—Venga, no le des más importancia de la que tiene. Es de noche, está
oscuro y no quiero que te caigas. No estoy en óptimas condiciones ahora
mismo.
Pensó en sus palabras, lo había dicho en voz baja, casi tímida, y por eso
decidió no decir nada y seguir el paseo bajo un firmamento lleno de puntos
brillantes. Cuando llegó al lugar al que se dirigía, se detuvo.
—Es aquí, siéntate.
Y Jakob, cansado como estaba, obedeció y, al hacerlo, se dio cuenta de
que no era un banco común, era un columpio que se balanceó con suavidad al
tomar asiento.
—Vaya…, no montaba en uno desde… desde que era muy pequeño.
—A mí me encanta este lugar —murmuró, sentándose a su lado.
—¿Vienes a menudo? —preguntó a su vez, dejando que su peso cayera
sobre el respaldo.
Durante unos segundos ninguno dijo nada, tan solo escuchaban el sonido
del agua al correr. Jakob miró su alrededor, con los ojos acomodados a la
poca luz pudo ver la fuente. Era grande y tenía varios estanques escalonados

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por los que caía el agua imitando pequeñas cascadas. Todo estaba verde, lleno
de plantas, flores y árboles que los hacía parecer estar en mitad de un bosque
deshabitado.
—De vez en cuando, sobre todo, si he tenido un día de mierda o quiero
estar a solas.
—¿Por qué estamos aquí hoy? ¿Tan horrible ha sido pasar el día
conmigo? Porque está claro que a solas no estás…
—No, no estoy sola y no, no he pasado un día horrible contigo, de hecho,
has sido lo único bueno hoy. Me he divertido y la verdad es que he disfrutado
como una enana cuando has dejado KO a Chicago. Se lo merece.
—¿Qué… qué hay entre tú y él?
No estaba seguro de si debía preguntarlo, pero no podía contener esa
maldita curiosidad que despertaba cada cosa de ella.
—Nada. Supongo… que solo soy un capricho porque soy algo que no ha
podido tener.
Sin más que decir, callaron; Mackenzie sacó de la bolsa dos perritos
calientes completos que les hicieron la boca agua y que devoraron sin
respirar, acompañados de dos latas de refresco de cola. Dakota era el mejor.
Siempre lo había tenido en alta estima y, de alguna manera, él también se
sentía responsable por el encarcelamiento de su padre, tal vez por eso la
cuidaba con tanto celo, para suplir al padre que no podía estar presente.
—No logro entender lo del infinito. ¿Cómo puede algo no tener fin? —
susurró con la vista fija en el firmamento.
—Supongo que es un concepto parecido a la fe. Creer en algo que no se
ha visto, en algo que te dicen que fue o es así.
—¿Estudias física?
—No, no soy tan listo. Me decidí por Administración Deportiva.
—Va contigo. Creo que se te dará bien.
—Sí, supongo que me pega eso de dar puñetazos sin control.
—No es eso lo que quería decir, yo…
Mackenzie se sintió mal, ¿había parecido una acusación? No había sido su
intención, aunque tal vez había sonado así.
—No te preocupes, tienes razón. Soy así. Mejor cuanto antes lo sepas,
¿no?
—¿Saber qué…?
La luz intermitente de una linterna los puso sobre aviso; alguien iba hacia
ellos.

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—Vamos, es el guardia. Si nos pillan aquí, vamos a tener problemas con
el jefe Tunner y no me apetece pasar la noche en una celda.
Sin más, se levantaron y corrieron hasta la verja, que saltaron con
agilidad. Jakob se subió en la moto, la arrancó y puso rumbo a la casa de
Mackenzie.
El paseo hasta su casa había sido agradable, le gustaba Jakob, le caía bien
y se sentía a gusto a su lado. Estaba relajada y cansada, el día había sido muy
largo. Pero, cuando llegaron cerca de su casa, supo que iban a estar en
problemas. Los cerberos, Chicago y su madre habían llegado a la vez que
ellos. La mirada de su madre era de curiosidad, no le quitaba la vista de
encima, ¿o era a Jakob? Después de lo que había visto con Chicago… nada
podía sorprenderla.
—Buenas noches, hija —saludó con su falsa sonrisa y ese tono
condescendiente que tanto odiaba—. ¿No vas a presentarme a tu amigo?
—Mackenzie, entra en casa. —La voz dura de Chicago se metió en medio
de la conversación que debería ser entre ella y su madre.
—Mi nombre es Jakob, señora —se presentó de manera educada mientras
se bajaba de la moto—. Chicago —increpó sin disimular que no era de su
agrado—, se irá cuando ella decida. Está conmigo, así que lárgate tú.
Chicago bufó sin poder creer los huevos que tenía ese chico o tal vez era
que no tenía nada de cerebro. ¿Cómo se atrevía a hablarle así delante de los
suyos?
—Mackenzie, la cosa se va a poner seria. Vete —advirtió, furioso,
tratando de contener las ganas de volver a pelear con él.
—Chicago, relájate —ordenó, seria, su madre—. Soy Carolina Taylor,
encantada Jakob… —se interrumpió esperando que el joven le dijese el
apellido.
Jakob dudó, sabía que iba a parecer un maleducado, pero no estaba seguro
de si podía decir que era Jakob Wolf sin que lo relacionaran con el jefe de
policía Tunner, su padre.
—Solo Jakob —contestó con una sonrisa para quitarle hierro al asunto.
—Está bien, solo Jakob. Supongo que eres ese al que llaman Lobo y que
pelea bastante bien. Incluso has vencido a mi mejor boxeador. Además, veo
que tu gusto en motocicletas es afín al nuestro. ¿Te gustaría aspirar a ser un
cerbero? Creo que podrías compartir también nuestra forma de vida. Nuestros
ideales. Y, la verdad, me vendría bien alguien como tú.
—Gracias, señora, pero ahora mismo no me interesa la oferta.

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—¿De dónde eres? Está claro que no de por aquí. Tu acento es… muy
sexy.
Mackenzie abrió los ojos de par en par. ¿En serio? ¿Era posible que su
madre no se cortara ni delante de ella? ¿No tenía bastante con su padre,
Chicago y a saber con quién más que también quería a Jakob? ¡Todo era una
puta locura!
Y sucedió, no lo pensó. No fue algo que hubiera planeado, tan solo lo hizo
cansada de que todos decidieran qué era lo que podía o no hacer. Sin saber
cómo ni de dónde había encontrado el coraje, se acercó a Jakob, al que pilló
también por sorpresa, se alzó sobre la punta de sus pies y lo besó.
Fue algo… mágico. No podría describirlo de otra manera, una electricidad
que no había sentido nunca la recorrió, logrando que sintiera frío y calor a la
vez, miedo y paz, sosiego y euforia. Una mezcla que no era capaz de
gestionar porque nunca antes había lidiado con algo así.
Los labios de Jakob eran cálidos y suaves y tenían un sabor desconocido.
Antes de pensar que no estaban a solas, las manos de Jakob aferraron su
cintura acercándola más a él. Su pecho, agitado, rozaba el del chico, fuerte,
firme… Ese torso que ella había visto y ahora sentía tan acelerado como el de
ella.
El beso cambió, ya no era dulce ni suave, se volvió profundo, intenso y la
hizo temblar. La asustó. Porque supo que había metido la pata hasta el fondo.
Ella sola. Sin necesidad de que nadie la ayudara. Había besado a Jakob solo
por joder a Chicago, a ver si de una puta vez la dejaba en paz, pero no había
contado con eso. No había contado con que el beso fuera así.
Jadeando, y todavía con sus manos aferrando el cuello masculino, se
apartó y miró unos segundos a Jakob a los ojos. Parecía tan afectado como
ella. Tal vez mucho más. Sus manos seguían apresando la cintura femenina y
las de ella bajaron lentamente hasta sus hombros, como si bailaran una
canción que nadie más era capaz de escuchar, una melodía cuyos acordes eran
sus respiraciones y el latido desaforado de sus corazones.
¿Se suponía que un beso debía afectar tanto a alguien? ¿Era posible sentir
tanto con un solo beso? ¿Qué pasaría ahora? Era consciente de que su tiempo
con Jakob era limitado, tendría que acabar cuando empezara el semestre. Ahí
debía olvidarse de ese chico para centrarse en otro. En uno impuesto por su
madre.
Se alejó un paso y agachó la cabeza. Al perder el contacto entre ellos, se
sintió helada, más que en pleno invierno. Como si nevara a su alrededor, pero
toda la nieve cayera sobre ella.

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Chicago no podía creerlo, apretó los puños y se encaminó hacia ellos,
dispuesto a machacar a ese recién llegado que se atrevía a tocar lo que era
suyo. Apretó los dientes y farfulló:
—Voy a matarlo por tocar lo que es mío.
Carolina lo miró un segundo, vio la ira, el odio y el dolor que provocaba
en él esa imagen. Lo agarró de la mano y lo miró a los ojos a la vez que
negaba con la cabeza. Por más molesto que estuviera, una orden de la jefa era
sagrada y debía obedecer, aunque se lo llevaran los demonios, aunque el perro
de tres cabezas que llevaba tatuado no dejara de aullar de dolor.
Mackenzie alzó la mirada y se colocó delante de Jakob, que, sorprendido,
entendió que trataba de protegerlo, de escudarlo con su frágil cuerpo. ¿Estaba
loca? ¿Pensaba que iba a servir de algo si se iniciaba una trifulca?
Carolina caminó con una tranquilidad aterradora, pero Mackenzie aguantó
el tipo, sin moverse. No pensaba dejar que lo hirieran por algo que había
hecho ella.
—¿Cómo te atreves? ¿No tienes ni rastro de decencia? —preguntó en un
tono de voz tan bajo que apenas hubiese sido audible si no fuera por el
silencio sepulcral que reinaba en el lugar.
—Tal vez… me parezca a mi madre —fue su respuesta.
No debía, lo sabía, pero el recuerdo de ella con Chicago, de su padre en la
cárcel confiando en ellos, de su mirada lasciva a Jakob… le dieron el coraje
que pensó que no tenía para contestar así. ¿En serio se atrevía a echarle en
cara a ella que no tenía decencia?
Carolina agarró a su hija por la muñeca y tiró de ella hacia la casa, a
rastras.
Jakob, a los pocos segundos, reaccionó y caminó para seguirlas, pero
Chicago y los demás perros falderos se colocaron enfrente, como si fueran
una barrera humana que le iba a impedir el paso.
—Vete, lobito —escupió Chicago—. Aquí no pintas nada.
—¿Y tú sí? ¿Crees que tienes alguna oportunidad? Eres un moscardón
molesto. ¿Cuándo vas a dejarla en paz? ¿Todavía no te has dado cuenta de
que no quiere nada contigo?
La risa de Chicago hizo que Mackenzie regresara de ese lugar al que la
humillación de su madre la había enviado, sintió un escalofrío que la recorrió
por completo. Era increíble, después de todas las veces que lo había
rechazado, después de verlo en esa actitud tan íntima con su madre… ¿aún
pensaba que podría tener algo con ella? Se detuvo en seco, obligando a su
madre a detener el paso y se giraron para ver la escena.

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—¿Qué? ¿Ahora me dirás que está interesada en ti? Sigue soñando, Lobo.
Y tú, ¿qué coño haces, Mackenzie? —gritó Chicago, girándose para encararla
y sin molestarse en disimular que estaba molesto.
Quería decir algo o, en su defecto, salir de allí. Huir como la cobarde que
se había dado cuenta que era, ya que no era capaz de enfrentar lo que pasaba
dentro de su cabeza ni de su pecho. Pero no pudo. Tan solo se quedó quieta
mientras Chicago se acercaba a ella y la zarandeaba como si fuera una flor
vapuleada por el viento y su madre seguía sin soltarla de la mano con una
sonrisa macabra en la cara.
Jakob se acercó un paso más y los perros estrecharon el cerco.
—Te lo voy a advertir ahora que todavía soy capaz de controlarme —
informó Jakob con una voz diferente, como si tratara con desesperación de
controlar el mar que rugía en su interior y que Mackenzie podía ver en sus
ojos claros—. Quítale las manos de encima.
—¿Lo estás oyendo, Mack? Me ordena, ¡a mí! Al segundo al mando de
esta familia —ladró de nuevo acompañando los gritos de una risa que rayaba
la histeria—. Quiere que te quite las manos de encima. ¡Cómo si tuviera
derecho sobre ti! —bramó fuera de sí, soltándola para darse la vuelta y
acercarse a él hasta quedar cara a cara.
—Lo tengo, perro, ella me lo ha dado —dejó claro refiriéndose al beso
que se habían dado—. Ahora, si eres listo, te irás y no volverás a ponerle ni
un dedo encima. Nunca. ¿O quieres acabar esta vez en el hospital en vez de
sobre la puta lona? —susurró.
Y ese susurro fue aterrador, mucho más que los gritos de Chicago. Lo vio,
pudo verlo, esa ira burbujeando en el fondo de sus pupilas como si en verdad
deseara que Chicago lo atacase y poder descargar toda esa rabia contra él.
—Chicago, cerberos —dijo Carolina disfrutando de la escena y de
comprobar cómo el joven boxeador se trataba de contener con todas sus
fuerzas porque estaba a punto de explotar. Pero lo último que necesitaba era
una pelea de niños pequeños y a Tunner husmeando de nuevo por allí—.
Marchaos. Yo me encargo. Chicago —repitió mirándolo a los ojos—, mañana
tú y yo hablaremos. Ahora, vete —ordenó con acritud. No podía negar que la
había molestado su comportamiento.
Mackenzie tuvo dudas, no tenía ni idea de cómo iba a terminar la noche y
se imaginaba el peor de los escenarios, pero Chicago cedió. Con mirada
decepcionada, asintió sin pestañear, apretó los puños y los dientes y se largó,
no sin antes golpear con su hombro el del Jakob, desestabilizándolo, seguido
de sus fieles perros guardianes.

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Y, cuando todo parecía haber terminado, cuando pensó que la paz llegaría,
ocurrió. Sin esperarlo, Jakob se dirigió a un árbol cercano y comenzó a gritar
y golpearlo con todas sus fuerzas. Podía ver desde esa distancia y pese a la
oscuridad cómo sus manos se llenaban con la sangre que brotaba de las
heridas que la corteza del árbol volvía a abrir.
—Vaya, me pregunto si tendrá ese ímpetu en la cama —masculló su
madre relamiéndose. Mackenzie sintió el dolor cegarla y, como siempre, se
dejó arrastrar al interior de su casa mientras Jakob, agotado por el exabrupto
inesperado, se dejaba caer a los pies del árbol al que tan duro le había dado.

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Capítulo 10

Rescatando damiselas

El local iba quedándose cada vez más vacío, casi tanto como se sentía
Arizona por dentro. Pensó en Mackenzie, esperaba que le hubiese ido mejor
que a ella, aunque eso no era muy complicado.
Miró de nuevo la botella de whisky que había pedido y de la que había
vaciado la mitad y dio un nuevo trago. No había notado que ya no quedaba
nadie, ni que la música y el barullo se habían apagado para dar paso al sonido
tintineante del entrechocar de las copas y vasos al ser colocados.
—Creo que ya deberías estar en casa, hace horas. ¿Viene alguien a
recogerte o llamo a un taxi? —cortó el hilo de sus pensamientos una voz
desconocida.
—No estoy tan borracha, ¿sabes? —contestó sin molestarse en alzar la
mirada—. Puedo pedir un taxi yo misma. Los tíos y vuestra manía de ir
rescatando damiselas, como si todas lo pidiéramos a gritos —farfulló con la
voz pastosa.
El chico la miró con más atención y la reconoció, la había visto con
Mackenzie. ¿Por qué la habría dejado sola su amiga en ese estado? Salió de la
barra y se colocó frente a ella con los brazos cruzados, lo que hacía que sus
musculosos antebrazos resaltaran bajo la camiseta negra que llevaba con el
logo del Anarchy. Era un distintivo único y que se había hecho muy popular.
La A dentro del círculo rojo no tenía nada de innovador, pero de una de las
esquinas de la A colgaban un par de guantes de boxeo en referencia a las
peleas que se llevaban a cabo allí.
—No estás tan borracha, ¿eh? ¿Y Mackenzie? Eras tú la que estaba con
ella, ¿verdad?
—Se fue —soltó, volviendo la mirada hacia arriba, al hacerlo, se apartó la
melena oscura de la cara y se quedó paralizada al ver el color azul de sus ojos,
tan intenso como su carácter—. ¿La conoces? —preguntó—. Claro que sí,

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todos conocen a Mackenzie… —masculló en voz baja, cerrando los ojos un
instante.
—La conocí hace mucho, cuando era un aspirante a cerbero.
—Supongo que tienes pinta de ser uno de la familia…
—Algo así —sonrió.
Al hacerlo, Arizona se dio cuenta de que era atractivo, con ese aire de
chico malo que tanto gustaba a las chicas, con esa mirada que parecía pedir a
gritos que lo salvaran del pozo en el que se estuviera hundiendo.
—Hemos venido a ver la pelea.
—¿Te gusta el boxeo? —preguntó, sorprendido. Esa joven estaba
empezando a llamar su atención. Se sentó en el otro extremo de la mesa para
quedar frente a ella, le quitó el vaso y bebió de un solo trago.
—Primero, eso es mío, así que no te lo bebas. Segundo, algo así.
—Ya veo… ¿Has venido a ver a Chicago?
Arizona cerró los ojos de nuevo y se llevó las manos a la sien, para
apartarse, acto seguido, los mechones rebeldes de la cara.
—Algo así —contestó de nuevo.
—Algo así… Sé que Chicago es popular entre las chicas, así que imagino
que eres una de sus grupis.
—¿Grupi? Paso de esas mierdas.
Su respuesta fue seca, Jackson sonrió y dio otro sorbo de whisky, había
tenido un día de mierda y la noche no había sido mucho mejor. Esperaba tener
más suerte esa madrugada, aunque nunca se sabía. Estaba hasta el cuello, la
mierda que lo rodeaba no lo dejaba respirar, sin embargo, esa chica parecía
ser esa bocanada de aire fresco que necesitaba.
—Así que te ha rechazado.
Escuchar como otra persona ponía voz a sus pensamientos le dolió. Cogió
el vaso y lo colocó frente a ella, lo llenó hasta que rebosó y se derramó sobre
la mesa y después se lo bebió de un solo trago.
La sensación de quemazón en su garganta la alivió, de alguna forma la
hacía sentir viva, que no todo había acabado, que pronto se iría de ese
miserable pueblo en el que vivía bajo la atenta vigilancia de todos y podría ser
lo que quisiera. Libre.
—Parece ser que no soy su tipo.
—Claro que no, le gustan más mayores —musitó para sí mismo.
Arizona abrió los ojos, había escuchado sus palabras, que tenían un aire
de confesión. Al parecer, no estaba tan borracha como le gustaría, todavía era
capaz de enterarse de todo, todavía seguía atada a la realidad.

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—Soy Jackson, por cierto —dijo a la vez que extendía su mano para
tomar la de ella.
—Me llamo… —Arizona se detuvo, si conocía a Mack y era un cerbero
seguro que, al decirle su nombre, adivinaba de quién era hija, así que pensó
que lo mejor era mentir— Indiana.
—Un placer. ¿Eres nueva por aquí? No pareces de fuera, tu acento te
delata, pero no te había visto nunca.
—Estoy de paso, he venido a visitar a Mackenzie por las vacaciones, pero
en unas semanas me iré.
—Es una pena… —confesó sin quitarle la vista de encima.
Era curioso, Chicago la había despreciado, sin embargo, Jackson la
miraba con deseo. Tal vez no era tan mayor como le gustaban a Chicago, pero
sabía lo suficiente de hombres como para interpretar esa mirada. No era la
primera vez que se dejaba llevar y acababa teniendo relaciones de una noche.
Ni siquiera recordaba bien la primera vez, después de perder la molesta
virginidad no volvió a ver al que tuvo el honor de arrebatársela…
—Bueno, estoy aquí, esta noche.
Jackson sonrió, ella miró su alrededor y comprobó que estaban solos. Solo
ellos. ¿Quién le impedía disfrutar de un poco de compañía y de paso aliviar el
dolor que le oprimía el pecho?
—No me gusta aprovecharme de jovencitas pasadas de alcohol y con el
corazón roto.
—Siento decirte —murmuró, levantándose para acercarse donde estaba
sentado— que no soy ni una cosa ni la otra.
Y, sin pensarlo, acercó su boca generosa a la de ese joven atractivo y lo
besó. Al principio Jackson la apartó, no estaba seguro de que eso estuviera
bien, pero la mirada de decepción que apareció en su bonito rostro le hizo
pasar de todo y dejarse llevar. No estaría mal dejar que por unas horas su
cabeza descansara y que fuera su cuerpo el que tomara el control o, mejor,
que lo perdiera en el cuerpo perfecto de esa chica que había aparecido como
por arte de magia en el momento adecuado.
Un desahogo, no sería nada más. Al día siguiente sería como si no hubiera
existido.

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Capítulo 11

Todo menos el beso

Mackenzie no podía conciliar el sueño. Todo había sido tan extraño. Todo
había sido una locura para olvidar, todo menos el beso, aún notaba los labios
cálidos y podía sentir el sabor de la boca de Jakob en la suya.
Se levantó de la cama, parpadeó por el cansancio y por culpa de las
lágrimas que había derramado, y se acercó a la ventana. Apoyó la cabeza
contra el cristal y dejó escapar un largo suspiro que llenó el vidrio de una
nube blanquecina y limpió con la manga de la camiseta.
Al hacerlo, su visión se enfocó en el árbol y lo vio. Seguía allí. Solo.
Sentado en el mismo lugar que horas antes. ¿Estaba loco? No le extrañaría.
No podía dejarlo ahí, iba a pillar una pulmonía.
Se puso las zapatillas, cogió una sudadera y abrió, con sigilo, la puerta de
su habitación. Todo parecía estar en silencio, así que bajó las escaleras de
madera oscura con cuidado. No quería despertar a su madre.
Casi llegaba a la puerta cuando escuchó un murmullo apagado. Se acercó
al despacho de su madre y las voces fueron cobrando fuerza. La puerta no
estaba cerrada del todo y por la rendija salía un haz de luz que provenía de
dentro.
Se acercó con sigilo, no podía ser vista, no quería ser vista. Si su madre la
pillaba husmeando, lo de hacía unas horas no iba a ser nada comparado a lo
que podía pasarle. Si algo tenía Carolina Taylor, era un agujero negro en el
lugar que debería haber un corazón.
—Hay que hacer algo, no dejan de jodernos todas las entregas, jefa. —
Escuchó la voz de Chicago murmurar.
Parecía una conversación seria, siempre había tratado de mantenerse al
margen de los negocios de sus padres, pero no era tonta y, aunque no supiera
todo con detalle, sí que conocía algunos de ellos.

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—Solo aguanta un poco más. Tengo un plan en marcha, muy pronto
Tunner dejará de ser un estorbo.
—Estoy cansado de esperar, Carol —dijo en un tono decaído, usando el
apelativo que únicamente le había escuchado usar a su padre.
—Vamos, ¿es que no te trato bien? —interrogó con voz melosa.
—Ya sabes que no me refiero a eso.
—Por cierto, ¿qué ha sido eso de ahí afuera?
—¿El qué?
—Ya lo sabes, ese numerito con el chico problemático.
Por unos segundos se hizo el silencio, Mackenzie se retiró unos pasos
hacia atrás, temerosa de haber sido descubierta. No podía arriesgarse, así que
dejó de fisgonear y se marchó con cuidado de no hacer ruido.
Evitó la puerta delantera y se coló en la cocina para usar la trasera. Una
vez fuera respiró algo más aliviada y corrió en busca de Jakob.
—¿Estás loco, Jakob? —increpó, furiosa, una vez junto a él.
Jakob la miró sorprendido porque no la esperaba y, además, no entendía
bien a qué demonios se refería.
—¿Qué haces aquí? ¿Te has escapado?
—Sí, levanta, anda. Vámonos antes de que se dé cuenta mi mad…
Carolina y tenga más problemas.
Jakob no dijo nada más, se levantó y, al hacerlo, ella lo tomó de la mano
para arrastrarlo hasta que estuvieron cerca de la Harley.
—No la arranques, solo llévala. Mejor no hacer ningún ruido que los
alerte.
—Ese cabrón está dentro.
Mackenzie no dijo nada, tan solo asintió con la cabeza y caminó junto a
él. La moto quedó entre ambos, como si necesitaran esa barrera entre ellos en
ese instante.
—¿Estás bien? —preguntó al cabo de un rato, lo que tardaron en alejarse
lo suficiente de su casa.
—¿Por qué no iba a estarlo?
—Estarás de coña, ¿no? Te he visto destrozarte las manos contra el tronco
del árbol. «¿Por qué no iba a estarlo?» —repitió tratando de imitar su acento y
deteniéndose en seco en mitad de la calle.
Jakob la miró un instante, cerró los ojos y puso la patilla a la moto.
—¿Hubieras preferido que le diera los golpes a él? Estaba dispuesto,
Mackenzie, ¿o no lo has visto?

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—¿De qué hablas? —peguntó Mackenzie, dando unos pasos hacia él,
acortando la distancia. Lo miraba a los ojos, lo enfrentaba sin miedo y eso
hizo sonreír a Jakob, ¿cómo era posible que no le temiera ni un poco? ¿Estaba
loca? ¿No había visto de lo que era capaz cuando perdía el control?
—¿De qué hablo? ¿No lo has visto? —escupió, molesto. ¿A qué jugaba?
—Sí, te pregunto que de qué hablas. ¿Sabes qué podría haberte pasado?
Una cosa es pelear en un ring con más o menos reglas, uno contra uno, pero
¿qué ibas a hacer? ¿Pelear tú solo contra todos? ¿Sabes de lo que son capaces
los Cerberos? —interrogó sin ocultar lo furiosa que estaba—. Al final todos
los tíos sois iguales, solo sabéis medírosla para ver quién la tiene más larga o
más gorda… no lo sé —bufó, dejándose caer en el bordillo. Estaba agotada.
Jakob la miraba, había escuchado sus palabras y tal vez tenía razón, tal
vez debía alejarse de ella en ese momento, no volverla a ver, pero la mera
posibilidad lo molestaba. Notaba en su pecho una desazón que no
comprendía, pero que ahí estaba. Tampoco tenía claro qué había hecho mal,
ni siquiera había sido el primero en besarla, había sido ella. ¿No era eso una
declaración en toda regla? ¡Lo había besado frente a su madre!
—Mackenzie —la llamó a la vez que sentaba a su lado—, creo que es
mejor que no nos veamos más —soltó para su asombro y para el de ella.
—¿Eso crees? Vale, está bien —dijo sin más, como si no le importara en
absoluto y eso le dolió como mil derechazos bien dados.
—¿Vale? ¿Está bien? ¿Y ya está?
—¿Qué quieres que haga? ¿Que llore? ¿Que monte una escena como has
hecho tú? De todas formas, tampoco es como si tuviésemos la oportunidad de
tener algo.
—¿Una escena? ¿Eso crees que es lo que ha pasado? ¡Joder! —gritó de
nuevo fuera de sí y, sin que Mackenzie lo esperara, pateó la moto con tanta
fuerza que la tiró al suelo.
El estrépito la sobresaltó, pero no más que ver cómo seguía maldiciendo y
dando golpes a algo que era valioso para él.
—¡Joder! ¡Me cago en ese hijo de puta!
Mackenzie lo miró unos segundos más, antes de darse la vuelta y empezar
a alejarse, bastante drama había ya en su vida como para añadir un montón
más y parecía que Jakob tenía tanto que rebosaba por sus poros y… por sus
puños.
—¿Dónde vas? ¡Mackenzie! ¡Joder! ¡Espera! —gritó dejando en paz la
moto.

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Mackenzie siguió caminando, no quiso mirar hacia atrás, estaba confusa.
Podría haber justificado el arrebato anterior culpando a Chicago, pero ¿ahora?
Ahora estaban ellos solos.
—Mackenzie —la llamó con voz más suave, suplicante, y eso la hizo
girarse—, lo siento —murmuró.
Estaba frente a ella, a varios metros, con la cabeza inclinada hacia el suelo
y las manos en las caderas. Sus hombros caídos le decían que estaba
arrepentido del arrebato, aun así…, no tenía claro que la curiosidad que sentía
por él ni el beso que tanto le había gustado fueran suficientes para aguantar
esos ataques de ira que parecía no poder controlar.
—Entiendo que quieras alejarte, de verdad… Todos acaban haciéndolo.
Apartándome a un lado. No te preocupes, no te volveré a molestar, pero, me
gustaría contarte qué es lo que me sucede.
—¿Qué es lo que te sucede? —inquirió, dando un paso en su dirección.
Jakob asintió y el alivio se dibujó en su mirada al ver que se acercaba de
nuevo, que la distancia entre ellos no era tan grande.
—Sufro de trastorno explosivo intermitente —confesó, avergonzado.
—¿Trastorno explosivo intermitente? ¿Eso existe? —preguntó,
acercándose un paso más.
Jakob asintió con la cabeza y tomó aire en profundidad. La miró y decidió
que parecería menos amenazante si se sentaba, así que levantó la moto, ya se
encargaría de ella más tarde, y se dejó caer en el bordillo antes de responder.
—Al principio no tenía nombre… o más bien, ni mi madre ni yo sabíamos
por qué sucedía ni qué lo provocaba. A veces no había motivos aparentes,
pero ahí estaba: esa explosión de ira. Y sucedía. Tenía que golpear lo que
fuera, gritar, patalear…, no podía controlarlo, estaba fuera de mí, tan solo
podía reconocer el rojo.
—¿El rojo? —preguntó, acercándose más, hasta quedar cerca, sentada en
el bordillo, pero salvando las distancias.
—Cuando sucede todo lo veo rojo. El día que mi madre decidió que era
hora de acudir a un especialista fue el que me golpeé la cabeza contra la pared
con tanta fuerza que me la abrí en canal —musitó, mostrando una cicatriz que
llevaba cubierta por el oscuro cabello.
Mackenzie no sabía qué decir, la imagen de un Jakob más joven dándose
golpes contra una pared hasta abrirse la cabeza era difícil de digerir.
—Después de varias visitas nos explicaron qué era lo que me sucedía,
resulta que no estaba loco, lo que sufro tiene un nombre. Es un problema
relacionado con el control de los impulsos. Me vuelve violento y suelo tener

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una respuesta demasiado agresiva, desproporcionada lo llaman ellos, al hecho
que la causa.
—Así que, a veces, sucede algo que para mí no tendría importancia, pero
en ti desata esos arranques…
—Sí, algo así. Las crisis duran unos minutos y luego… luego desaparecen
de forma espontánea, como si no hubiese sucedido nada. Pero ha sucedido y
entonces llega.
—¿Qué llega?
—El arrepentimiento, la culpa, el dolor…
Mackenzie lo había escuchado en silencio, sopesando todo lo que le había
contado. Al menos tenía una causa y una explicación para su comportamiento.
—¿No hay cura?
—No es una enfermedad, es un trastorno, así que no. Pero… —continuó
adivinando las siguientes palabras de ella—, tiene tratamiento y puede
mejorar. Aparte de los fármacos que tomo, practico boxeo para mantenerlo a
raya, solo que a veces estalla.
—Entiendo…
—¿Entiendes?
—Claro, Chicago es insoportable. No me extraña que te haya dado una
crisis, casi me da a mí.
Eso hizo que Jakob estallara en una carcajada que hizo vibrar su pecho y
ella le siguió.
—¿Por qué suceden? —preguntó, acercándose un poco más.
Jakob agradeció el gesto, no era normal que se acercaran a él después de
ver un estallido de los suyos, pero ella parecía diferente. Eso era peligroso
para él porque empezaba a sentir cosas que no debería. Que tendría que tener
vetadas.
—Bueno, hay muchas causas. Traumatismos en el parto, encefalitis,
hiperactividad, el ambiente familiar en el que se crece, tener padres
alcohólicos, maltrato infantil… El abanico es amplio.
—¿Y en tu caso? —continuó con el interrogatorio.
En su caso… en su caso, quizás, había sido un cúmulo de cosas. Pero no
era el momento de hablar de eso, no se sentía preparado para escarbar en su
pecho y sacar la mierda que llevaba tantos años enterrada.
—Mejor lo dejamos para otro día. ¿Y tú? ¿Qué hay de ti? ¿Por qué dejas
que todos hagan contigo lo que quieran?
—¿Crees que todos hacen conmigo lo que quieren? —interrogó a su vez,
sorprendida. Como si no fuese consciente de ese hecho—. Supongo que,

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desde fuera, puede interpretarse así. Me he criado de esa forma. Mi padre…
ahora mi madre, dan órdenes y todos obedecemos, entre otras cosas porque es
la mejor forma de estar a salvo.
Jakob la escuchaba en silencio, se inclinó hacia atrás y apoyó las manos
en la dura superficie de granito. Miró hacia arriba y cerró los ojos. La noche
era oscura, pero siempre había luces al final del túnel, en este caso, la negrura
se veía rota por las salpicaduras plateadas de las estrellas.
Sabía a qué se refería, uno no se daba cuenta de su propia mierda hasta
que otro de fuera se la restregaba por la cara, porque uno se acostumbra a
todo, por mal que huela. Por mucho que duela.
—Supongo que no se puede juzgar sin saber la verdad que se oculta tras
cada sonrisa, ¿verdad?
—De todas formas, todo acabará pronto. Tengo una cosa más que hacer
para mi madre y después… después me alejaré de ella. Del club. De Chicago.
De todos. Para siempre.
Mackenzie se sorprendió al escucharse decir esas cosas en voz alta, eran
sus pensamientos más ocultos, esos que no se atrevía ni a confesarse a sí
misma, y ahí estaban, reales gracias a que les había puesto voz.
—¿Cuándo vayas a la universidad?
—Sí, no se lo he dicho aún, pero no pienso volver. Encontraré un trabajo a
medio tiempo para pagarme la estancia y mantenerme y, cuando acabe la
carrera, me iré lo más lejos que pueda de aquí. A un lugar donde ella no
pueda encontrarme.
—No te escondas demasiado, no me gustaría no volver a verte.
El susurro de Jakob llenó la noche, Mackenzie se giró para mirarlo a la
cara y no puedo evitar notar lo guapo que era. Sus ojos azules, fríos como el
hielo, la atraían de una manera irracional. Por alguna razón deseaba que esa
frialdad se derritiera y los llenara de una luz diferente a la que desprendían. Se
acercó un poco más, buscando su calor. La noche se volvía más fría por
momentos y no llevaba nada para abrigarse.
Jakob notó el calor de Mackenzie cuando se colocó a su lado. Se tensó en
un primer momento, pero, después, cuando apoyó su cabeza dorada en su
hombro y se relajó, una calidez que no sentía desde hacía mucho le llenó el
pecho.
¿Qué demonios le sucedía? Era como… como si la frialdad que notaba
siempre dentro se derritiese suavemente, porque tenía cerca un sol que
brillaba con fuerza.

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Capítulo 12

Como si no corriera peligro

Pasaron en esa posición un tiempo indeterminado. Ninguno quería moverse


para no romper la magia que se había creado entre ellos. Era curioso porque
sin ser algo tan íntimo como un beso o un abrazo, parecía serlo mucho más.
Estaban cerca, tan solo disfrutando del calor del otro, de la compañía del otro,
y lo que más le sorprendía a Jakob era que ella no le temía, que estuviese a
gusto junto a él. Como si no corriera peligro.
Eso le trajo de nuevo ese sentimiento de arrepentimiento por no haberse
podido controlar y se sintió incómodo de pronto.
—Es muy tarde, Mackenzie, deberías volver a casa.
—No me apetece —murmuró con la voz somnolienta—, preferiría
quedarme aquí toda la noche.
—¿Preferirías quedarte aquí, conmigo, toda la noche? No sabes lo que
dices, ¿no te das cuenta del peligro que corres?
Sus palabras la hicieron reaccionar y sonrió. Se puso de pie y lo miró sin
temor. Él seguía sentado en el bordillo y ella dio un paso más, obligándolo a
abrir sus largas piernas para dejarle hueco. Una vez tan cerca que el calor era
insoportable, Jakob miró hacia sus ojos para evitar posarlos en lo que tenía
enfrente, que no era otra cosa que el maldito objeto de su deseo. ¿No se daba
cuenta de con qué clase de fuego jugaba? Podía agarrarla por el culo en
cualquier momento y hundir la cara entre sus piernas, para saborear y
deleitarse con lo que ocultaba y que no dejaba de desear cada segundo con
más fuerza.
—Jakob, no me siento en peligro cuando estoy contigo —susurró,
colocando las palmas de sus manos en sus mejillas, que raspaban por el vello
que comenzaba a crecer.
—¿Te sientes a salvo conmigo? Estás más loca de lo que pensaba… —
musitó fuera de juego. En realidad, no tenía claro qué pensar, por un lado, lo

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asustaba como mil infiernos oírla decir que no le temía, por otro…, algo en su
pecho latía con fuerza y le hacía sentir algo parecido a la felicidad.
—Puede… pero ¿qué tiene de divertido la vida sin algo de locura? —Y,
en ese preciso instante, bajó la cabeza y lo besó de nuevo. Esta vez no empezó
como algo tímido, lo besó con el deseo que había reprimido antes, con las
ganas que llevaba guardando desde ese primer beso de improviso que ninguno
había esperado y que tanto le había gustado.
—Mackenzie —la llamó en voz baja, apartándose de ella con una fuerza
de voluntad que no sabía que tenía—, voy a volver a decírtelo una vez más. Si
te empeñas en besarme, en acercarte a mí… no sé qué puede pasar. No tengo
claro que pueda controlarme.
—¿Quién te ha pedido que mantengas el control, Lobo? —murmuró junto
a su boca antes de volver a besarlo.
No se contuvo, sus manos se aferraron a su trasero y la atrajeron hacia él.
El cabello largo caía sobre ellos como una cortina que los ocultaba de la
mirada de cualquiera que pasara. No les importaba, tan solo se dejaron llevar
por la intensidad del beso, por el calor que los abrasaba y los hacía ser uno
solo en ese momento.
Mackenzie no sabía muy bien lo que hacía, se notaba que era inexperta,
nada comparado a las mujeres que solía besar, por eso, cuando notó cómo su
tímida lengua se aventuraba en su boca buscando de forma inconsciente su
lengua, no pudo evitar emitir un sonido primitivo cercano a un gruñido.
—¡Joder, nena! Me estás matando.
—Lo siento… —susurró sin aliento.
Jakob notó en su voz un deje de inseguridad, como si pensara que lo
estaba haciendo mal.
—¿Por qué? Es la mejor forma que conozco para morir.
Mackenzie, al escucharlo, sonrió y le dio un suave beso en los labios.
Jakob se incorporó, la postura era incómoda y necesitaba que sus
extremidades… se relajaran. Sobre todo, cierta parte de su cuerpo que no
dejaba de apretarle con fuerza la entrepierna.
—¿Vas a acompañarme a casa? —preguntó, agarrándolo de la mano a la
vez que buscaba su mirada. Quería saber cómo se sentía después de ese beso.
—Sí, te voy a acompañar a casa… —se interrumpió para atraerla hacia sí.
El cuerpo de Mackenzie quedó soldado al suyo. Parecía perfecto para él, se
amoldaban el uno al otro como si alguna vez hubiesen sido parte de un todo
que se había roto por la mitad, separándose, y por fin se habían vuelto a unir

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—, pero quiero que tengas claras las cosas antes de que esto llegue más lejos,
Mackenzie.
—Dispara.
—Ya sabes que no soy un tío normal, que tengo mis mierdas y… que me
cuesta contenerme.
—Sé que nunca me harías daño.
Su afirmación lo pilló desprevenido, ¿por qué estaba tan segura de eso
cuando él mismo no lo estaba?
—Bueno, al menos uno de los dos lo está. Pero has de entender que en
esos momentos me pierdo por completo y no razono. No quiero que luego, si
alguna vez me pasa contigo, me eches más mierda encima de la que tengo,
porque te lo estoy avisando.
—Tampoco soy una ganga… —susurró.
Él la miró y pensó en cómo era posible que dijera algo así, para él era…
como un ángel caído del cielo que no se merecía ni un segundo de su
atención, sin embargo, al parecer, estaba dispuesta a estar con él. ¿Hasta
cuándo? Esa cuestión era la que quedaba en el aire.
—Mackenzie, no digas tonterías.
—Jakob, quiero estar contigo, me has advertido, no me estás engañando y
he visto con mis propios ojos lo que sucede cuando… tienes una crisis.
Ahora, déjame decirte algo a ti, esto, sea lo que sea que tenemos, tiene fecha
de caducidad. No puede alargarse más allá del final del verano. En otoño,
cuando empiece el semestre, será como si nada de esto hubiese pasado. Como
si no nos conociéramos. Como si nunca nos hubiésemos encontrado. Si estás
de acuerdo con eso, no tengo problema ninguno en que nos divirtamos unas
semanas.
Jakob había escuchado con atención su discurso, no sabía a dónde podría
llegar eso que estaba naciendo entre ellos, pero la verdad era que tampoco
estaba dispuesto a renunciar a ella tan pronto. Seguía despertando su
curiosidad, quería saber qué era lo que había sucedido en el pasado para que
sintiera que tenía una deuda que pagar, ¡por favor! Si todavía no era más que
una niña, ¿qué podría haber hecho tan grave?
Por otro lado, debía reconocer que había más cosas que despertaba en su
cuerpo aparte de la curiosidad y una de ellas todavía era evidente y apretaba
bajo el pantalón a pesar de los minutos que habían pasado, pero tenerla tan
cerca, notando sus pechos rozando el suyo… parecía demasiado incluso para
él.

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—Está bien, nos divertiremos hasta que acabe el verano, tampoco es que
tengamos nada mejor que hacer ninguno de los dos, ¿verdad?
—Entonces, ¿hay trato? —inquirió, extendiendo la mano como pudo
hacia él, incómoda por la escasa distancia que los separaba.
—Hay trato —afirmó besándola. No iba a perder la oportunidad de
besarla para cerrar un trato con ella con un apretón de manos.
Otra vez, el beso los dejó sin aliento, era extraño, porque la sensación la
dejó sin fuerzas y con un mareo similar al vértigo. Como si estuviera a
muchos pisos de altura y, a pesar del miedo a caer, le gustara el riesgo que
suponía. La hacía sentir viva, libre. Y su sabor era adictivo, era como si Jakob
Wolf fuese el indicado, el problema era que había llegado antes de tiempo,
unos meses antes…
Regresaron de la misma manera que habían llegado hasta allí, caminando.
La Breakout iba entre los dos, como si la necesitaran para guardar la
compostura. Charlaron animadamente de cine, era curioso que a ella solo le
gustaran las comedias románticas, pensó que también le gustarían las de
acción, al igual que a él, pero al parecer no era así.
—Bastante acción tengo ya en casa —murmuró.
—Así que, si te invito al cine, ¿voy a tener que llevarte a ver una mierda
romanticona de esas?
—¿Pero vas a llevarme al cine y vas a ver la película? No me esperaba eso
de ti, Lobo —rio de buena gana. Y su risa llenó de pequeñas luces brillantes
la noche.
Junto al árbol que horas antes había aporreado, se detuvieron. Jakob la
tomó por la cintura y la besó a conciencia. Quería que ese beso no la dejara
dormir, porque sabía que él no iba a hacerlo tampoco pensando en lo que
podría suceder después de esos besos e imaginando cómo sería estar con ella
si un solo beso lo dejaba KO.
Entre risas propias de amantes, se despidieron, sin ser conscientes de que
no eran los únicos en el jardín de la casa de Mackenzie.

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Capítulo 13

Mal humor

Chicago dejaba la casa de Carolina Taylor molesto, ni siquiera volver a


follársela le había quitado el mal humor. Todo parecía complicarse. Todo
parecía estar a punto de irse a la mierda. Todo por lo que había trabajo tan
duro parecía desvanecerse ante sus ojos.
Ese Lobo había ganado puntos frente a la jefa, no solo porque lo había
dejado KO sobre el ring, el muy cabrón peleaba bien, debía reconocerlo, sino
porque, además, parecía que tenía encandilada a Mackenzie y no le gustaba.
Aunque se tirara a Carolina de vez en cuando para aliviarse y para tenerla
contenta, la realidad era que Mackenzie tenía algo que lo atraía desde siempre
y había dado por hecho que terminaría con ella. En cuanto Phoenix Taylor
saliera de la cárcel, no tendría que estar sujeto a los caprichos de Carolina,
aunque tampoco era que fuera un sacrificio muy doloroso. Carolina era una
mujer de cuarenta años en la flor de la vida con un atractivo indudable y un
físico envidiable. Era una versión madura y segura de sí misma de
Mackenzie, se parecían mucho, aunque a Carolina no le gustara admitirlo,
pero Mackenzie tenía esa mezcla explosiva de mujer fatal y joven inocente
que era insoportablemente atrayente.
Salía de casa, después de dejar a la jefa satisfecha, en busca de su
vehículo, cuando los vio. Al principio pensó en acercarse, obligar a
Mackenzie a entrar en casa y patearle el culo al niñato de los cojones de una
vez por todas, pero después, a pesar de apretar tanto los puños que casi se
hirió la piel de las manos, pensó que lo mejor era seguirlo para averiguar
dónde vivía y quién era en realidad ese tal Jakob Wolf que había aparecido de
la nada tan solo para joderle todos sus planes.
Esperó con paciencia a que se despidieran, maldijo a todo lo que se le
ocurrió e imaginó las mil y una formas en las que volvería a pelear con él y lo

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haría lamer la lona y, cuando por fin Mack entró en la casa, se aventuró a
seguir a Jakob.
Al principio no entendía a dónde iba, había creído escuchar, aunque no
tenía claro de a quién, que era uno de los niños de la casa de acogida que
había en Fort Mill, aunque más que una casa de acogida era un reformatorio
en plan militar para jóvenes problemáticos, que cumplían allí su condena a
base de servicios para la comunidad, se reformaban y dejaban de ser un
problema, y una carga, para el estado.
Por eso le pareció extraño el camino que tomó, en dirección contraria al
pueblo de Fort Mill, así que eso despertó más su curiosidad, además, el hecho
de que no hubiese arrancado la Harley y tan solo la llevara a remolque lo hizo
desconfiar más. Debía de ir a un sitio cercano, ¿a casa de otra chica? ¿De
algún amigo? ¿Haría algo que lo metiera en problemas? La incertidumbre le
hacía hervir la sangre en las venas por la expectación, no podía dejar de
pensar en qué era lo que se traía entre manos y se quedó de piedra cuando, en
pocos minutos, lo vio detenerse justo en la casa del jefe Tunner.
En un primer momento, pensó que iba a robar o hacer alguna fechoría,
pero al ver que guardaba la moto en el garaje y que entraba por la puerta de la
casa, hizo que la pieza del puzle que no era capaz de encajar lo hiciera en ese
preciso momento. Estaba claro: era el hijo del jefe Tunner, ese del que todo el
mundo hablaba y que nadie conocía porque se suponía que iba a llegar justo
un par de semanas antes de empezar las clases. ¿Qué hacía aquí tan pronto?
¿Qué se traía entre manos para no desvelar su identidad? No lo sabía, pero lo
averiguaría, de momento, se guardaría ese as en la manga y esperaría el
momento exacto para usarlo.
Más tranquilo, se marchó al Anarchy, necesitaba relajarse. Y hablar con
Jackson sobre negocios. Así que arrancó su moto y, con una gran sonrisa en la
cara, puso rumbo al Anarchy.
Cuando detuvo la moto en la puerta del local, era ya casi de día. El sol
empezaba a amenazar con llenarlo todo de colores. Otra maldita noche sin
dormir, pero no le importaba, esas horas que había robado al sueño merecían
la pena, sin lugar a dudas.
Al entrar se encontró el lugar desordenado y a Jackson, con pinta de no
haber pegado ojo tampoco, ordenando algo el lugar antes de que volviera a
abrir las puertas.
—¿Qué te trae por aquí, Chicago? —preguntó con voz apagada sin
necesidad de girarse para saber quién era. Conocía el ronroneo de la Harley

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de Chicago, como la de otros tantos, a la perfección, así podía saber de
antemano quién lo visitaba sin que lo pillara por sorpresa.
—¿Cómo has vuelto a saberlo? No entiendo cómo lo haces… —soltó con
tono distendido y más relajado a la vez que tomaba asiento en uno de los altos
taburetes de la barra.
—Fácil, me ha llegado el olor a perro chamuscado —escupió, sabiendo
que esas palabras iban a molestarlo.
—En otro momento te partiría esa bocaza que tienes, pero hoy no. Estoy
contento.
—Me alegro por ti. Ahora dime, ¿qué quieres? Estoy cansado y quiero
largarme de aquí de una puta vez.
—¿Una mala noche? —inquirió con malicia.
Jackson había sido un cerbero, en realidad lo seguía siendo porque no lo
dejaban salir. Aunque lo deseaba. Pero su adicción a los juegos de azar, sobre
todo al póker, le hacía estar cada vez más endeudado con el club y se veía en
la obligación de trabajar horas extras para ellos, además de mantener su
trabajo habitual.
Jackson estuvo a punto de decirle que no, que en realidad gracias a él
había pasado una noche estupenda consolando a una de las chicas a las que
había roto el corazón, de hecho, la había consolado justo en la barra del bar,
en ese mismo lugar en el que ahora se apoyaba, pero algo lo retuvo. No quería
meter en problemas a Indiana, aunque no fuesen a verse nunca más, debía
reconocer que había sido diferente con ella. Había sido la primera vez que se
había dejado llevar de verdad, que se había olvidado de toda la mierda que lo
ahogaba poco a poco, cada día más.
—Como todas. Ve al grano, quiero irme a casa y descansar.
—Se está preparando una partida clandestina. Va a haber en juego mucho
dinero. La inscripción para participar será de cincuenta de los grandes. Van a
ser tres partidas simultáneas, tres mesas, seis jugadores por mesa. Dieciocho
en total. Se abre con un mínimo de cien de los grandes, sin límite en la
apuesta.
Jackson no puedo evitar silbar. Había llamado su atención, era una partida
de las de verdad, de esas que hacían que los huevos se te pusieran de corbata
si eras un muerto de hambre como él e ibas perdiendo, pero precisamente ahí
radicaba la emoción. Ya notaba la adrenalina recorrer su cuerpo por completo.
—¿Te interesa hacerte cargo de ella?
—¿Qué me voy a llevar yo? —preguntó tratando de sonar indiferente,
como si no lo afectara para nada ese hecho. Como si no fuera un puto adicto

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al juego.
—Un cinco por ciento de lo que gane la banca.
Estaba colocando una de las sillas sobre la mesa para poder barrer bien y
la dejó caer en ese momento con demasiada fuerza. Sabía que, si perdían
mucho, él podía ganar mucho. En partidas de ese tipo la gente que se metía
tenía un poder adquisitivo tan alto que perder un millón de pavos no suponía
problema alguno para sus finanzas. Tal vez era su oportunidad de ganar lo
suficiente para saldar su deuda y dejar de una puta vez ese mundo en el que
estaba atrapado. Pero la tela de araña que habían tejido a su alrededor era tan
sutil como fuerte: irrompible.
—Tengo que pensarlo, es una partida importante.
—Puedes ganar mucho.
—También perder mucho.
—Mucho no, todo. Si sale mal, perderías todo, incluida la vida. Ya
conoces las reglas. Antes muerto que delatar a la familia.
Jackson se llevó las manos a las caderas y bajó la cabeza, tenía que
meditarlo todo bien, se había propuesto poner fin a ese mundo que no paraba
de ahogarlo más, pero las tentaciones cada vez eran mayores y si de algo
carecía era de fuerza de voluntad.
—¿Cuándo? —preguntó sin más. No hacían falta más detalles.
—Te avisaré, pero antes de Navidad.
—No tendrás intención de hacerlo allí, ¿verdad? —interpeló, imaginando
el peor de los escenarios.
—Justo allí. Ahora te dejo, tengo que descansar, esta noche tengo que
pelear.
—Espero que no vuelvas a hacerlo con ese chico nuevo, creo que no vas a
poder vencerlo, es mucho mejor que tú usando los puños.
Chicago esbozó una sonrisa de medio lado, esa que siempre usaba para
acobardar a sus presas, esa misma que le otorgaba ese aire que avisaba de que
era peligroso, y se acercó a él. Jackson no se amedrentó, no era la primera vez
que chocaban como dos trenes de mercancías fuera de control, su odio era
mutuo, al igual que la necesidad del uno por el otro.
—Sabes que cuento con una fuente de recursos inagotables, tengo otras
formas sé vencerlo sin necesidad de levantar los puños —afirmó a la vez que
se alejaba con paso firme y seguro, sin prisa. Disfrutando de la derrota de
Lobo por adelantado.
—Soy consciente de ello, ¿y tú? ¿Cuándo vas a dejar de joderle la vida a
niños perdidos?

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—Nunca, amigo, nunca. Ese es mi negocio.

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Capítulo 14

Su calor, sus palabras

Abrió los ojos y, por un momento, no sabía dónde se encontraba. Todo estaba
oscuro y no había ni un solo ruido en la casa. Se levantó y descorrió la cortina
para cerrar los ojos de nuevo a toda prisa, el sol la había cegado.
Parpadeó una y otra vez hasta que los ojos se acomodaron a la luz y
enfocaron fuera. No sabía qué era lo que podía estar pasando, todo su jardín
estaba repleto de motos aparcadas. Por lo general, siempre había movimiento,
pero no recordaba haber visto nunca tantos cerberos en casa al mismo tiempo,
así que supuso que sería algo gordo lo que su madre estaría tramando.
Dejó escapar el aire y golpeó el vidrio, tibio por el calor del sol, con la
frente. Estaba agotada, pero… pero feliz y sonrió a la vez que se llevaba las
manos al estómago, revuelto al recordar la noche con Jakob, el beso, su calor,
sus palabras… Ahora estaban juntos, ¿verdad?
Con una sonrisa boba de la que no era consciente, salió de su habitación
dispuesta a darse una ducha y quitarse un poco del cansancio que se
acumulaba bajo sus ojos.
Cuando regresó a su dormitorio, secándose la larga melena dorada con
una toalla, se encontró sentada en la cama con las piernas cruzadas a Arizona.
Estaba preciosa, siempre lo estaba.
Su cabello oscuro y sus ojos azules la hacían muy llamativa y, además,
tenía una boca de labios carnosos que, hasta a ella, le apetecía besar. No le
extrañaba que fuera un imán para los tíos, porque a pocas mujeres les
gustaban las motos y el boxeo. Y, para colmo, era inteligente. Eso la hacía
una bomba y lo irradiaba por cada poro de su piel.
—Buenos días, dormilona. ¿A qué hora volviste a casa? Me han puesto al
día abajo los perros de tu madre, parece que hubo fiesta.
—Algo así…, pero no tengo ganas de hablar de ello. Y a ti, ¿cómo te fue
con Chicago? —soltó y, en ese instante, cayó en la cuenta de que él había

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llegado con su madre, ¿le habría dado calabazas? No, eso no era posible,
¿calabazas a Ari?
—Bueno, si te digo la verdad…, me fue fatal. Llegué allí y me echó, sin
miramientos. Así que lloré, me emborraché y conocí a un tío que estaba
buenísimo y… me lo tiré.
Mackenzie dejó de secarse el pelo, la miró a los ojos y se sentó a su lado
en la cama. La conocía muy bien y no era de las que se iba tirando a
cualquiera que acabara de conocer, por eso supo que el rechazo de Chicago le
tenía que haber dolido como mil demonios derramando lava dentro de su
pecho.
—Ari, ¿estás bien? Aquí no tienes que disimular, no conmigo.
Arizona levantó los ojos hacia su amiga, que se anegaron de humedad, y
se abrazó a ella. La verdad era que le dolía el pecho, no solo por el rechazo,
sino porque no podía contarle a su amiga que lo había visto con otra mujer y
que no era otra que su madre. Tampoco podía contarle que los había visto
follar. ¿Cómo iba a romperle así el corazón? Sabía, mejor que nadie, cuánto
se culpaba por el hecho de que su padre estuviera preso, además, su madre no
dejaba de recordárselo en cada oportunidad que se le presentaba.
Se habían criado como hermanas, su padre, Brooklyn, y Phoenix, el padre
de Mack, habían sido como hermanos y, cuando la madre de Ari murió,
pasaron mucho tiempo juntos. Por lo que las niñas habían crecido como
familia y el sentimiento no había desaparecido ni cambiado con el paso de los
años. Por eso se encontraba en ese dilema, no quería decírselo porque sabía el
daño que podía hacerle, pero tampoco le parecía bien callarse algo así. Eso
era lo que más le dolía, no saber qué hacer, que ella estuviera en medio de esa
situación tan extraña.
—No lo estoy. Claro que no, llevo enamorada de Chicago desde…
siempre. A pesar de saber que la única que le interesaba eras tú. Pero me dolió
que me rechazara, que me echara. Además, cuando me iba, vi que otra entraba
en la sala de descanso.
—¿Quién era? ¿La conoces? —Mackenzie tenía claro quién podía ser, no
en vano había visto la actitud de su madre con Chicago en el Poker Face, así
que no le extrañaría para nada, de hecho, estaba muy segura de que esa mujer
que había acudido a verlo tras la pelea había sido su madre. Tal vez ese era el
motivo por el que Arizona estaba tan destrozada, si lo pensaba, si se ponía en
su lugar, debía estar entre la espada y la pared.
Ari la apretó más fuerte contra ella y hundió su cara en el hueco de su
cuello. Siempre que estaba rota lo hacía. Y habían sido muchas veces, uno de

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los defectos de Arizona era que se enamoraba con mucha facilidad, la misma
que tenía para que le rompieran el corazón. A pesar de su apariencia de chica
dura, en realidad era un trocito de pan y muy sensible, sobre todo, en los
temas del amor. Tal vez por no haber conocido el amor materno, quizá ese era
el motivo de que constantemente estuviese buscando algo que no sabía qué
era y que pudiera suplir ese hueco que su progenitora había dejado hacía
tantos años.
—Era mi madre, ¿verdad? —Suspiró, alejándola para poder mirarla a la
cara.
Al hacerlo, se dio cuenta de que estaba en lo cierto, su expresión había
cambiado a una casi de horror.
—No te preocupes, los vi. Sé que se acuesta con Chicago, lo que me hace
pensar en cómo de larga es su lista de amantes y si mi padre tendrá alguna
idea de lo que pasa aquí en su ausencia.
—Lo siento… —susurró su amiga todavía compungida.
Mackenzie cabeceó, ella tenía madre, pero era como si no la tuviera. A
veces… a veces pensaba que la que tenía que haber muerto aquella noche
debía haber sido su madre y no la de Arizona.
—No te preocupes. Así que, ¿has conocido a un chico?
—¿Un chico? No, para nada, ya sabes que a mí los niñatos no me van —
bromeó para quitarle hierro al asunto—: un hombre. Además, es guapísimo y
tiene un cuerpo… Aunque lo mejor de todo fue cuando me lo hizo sobre la
mesa de billar en el Anarchy.
—Eres incorregible —dijo dejándose llevar por la atmósfera más ligera—.
Espera, ¿sobre la mesa de billar? ¿Es eso posible?
Arizona resopló, no podía creer lo ingenua que era su amiga y menos
siendo la hija de una mujer como su madre.
—Y sobre la barra del bar, en el taburete… Me faltó hacerlo con él en la
Harley —confesó, guiñándole uno de sus bonitos ojos.
—¿También se puede hacer en una Harley? —preguntó, sorprendida y a
la vez interesada en esa posibilidad.
—Tienes mucho que aprender, pequeña —dijo poniendo los ojos en
blanco y sonriendo a la vez al ver la expresión pensativa de su amiga—.
Necesitaba algo de calor humano y él se presentó en el momento adecuado.
Además…
Mackenzie miró a su amiga, esperando su confesión. Era extraño, por lo
general nunca había un además.
—¿Además? —preguntó, alzando la ceja con interés.

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—Además, es extraño, pero, aunque parecía un cerbero, no lo conozco, no
lo he visto nunca y…
—¿Hay más? —la interrumpió—. Eres una caja de sorpresas, Ari, ¿qué
más hay?
—No sé…, fue… diferente.
Al escucharla usar esa palabra, supo exactamente a qué se refería. Era
cierto que ella no tenía su experiencia. En realidad, aparte de algún beso y
algún que otro tocamiento con ropa incluida, su conocimiento del sexo era
nulo, mucha teoría, sí, pero cero práctica. Sin embargo, eso mismo había
sentido al estar tan cerca de Jakob, que era diferente. Que lo que despertaba
en ella lo era, que ella misma a su lado lo era.
—Suena peligroso para ti, Arizona.
—También lo pensé y la verdad es que no me lo he podido quitar de la
cabeza, pero da igual, porque no voy a volver a verlo.
—¿Estás segura? ¿No trabaja en el Anarchy?
Arizona abrió mucho los ojos al caer en la cuenta de que su amiga tenía
razón. Si quería volver a verlo solo tenía que pasar por allí. ¿Lo haría? No lo
tenía claro porque sus planes de futuro eran inamovibles, iría a la universidad,
estudiaría y se largaría tan lejos como pudiera, ojalá que Mackenzie la
acompañara y se alejaran de esa mierda las dos juntas.
—Bueno… ¿y qué pasó con Jakob?
Mackenzie la miró a los ojos, después los cerró y los presionó a la vez que
dejaba escapar un suspiro.
—Cenamos en el Poker Face, estaba hasta los topes, como siempre. Me
estaba divirtiendo con él. A pesar de su pinta de chico malo, es mucho más
que eso, esconde tanto que me hace sentir curiosidad por él.
—Vaya, mi amiga se ha enamorado por primera vez —musitó,
estirándose en la cama y colocando sus manos como almohada tras su cabeza.
—Y pasó, no me lo esperaba, pero Chicago, los chicos y mi madre
entraron en el local. Ahí los vi. Con una actitud muy poco apropiada para ser
solo jefa y subordinado.
—Entiendo… por eso lo has sabido.
Mackenzie no contestó, tan solo asintió con la cabeza.
—Cogí a Jakob y lo saqué de allí sin que nos vieran. ¿Sabes? Para llegar
al Poker Face me dejó conducir su Breakout.
Al escuchar eso, Arizona se levantó de la cama como impulsada por un
resorte y la agarró por los hombros.
—¿Qué coño…? ¿Te dejó su moto? ¿No es coña?

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—Yo también flipé, la verdad es que no imagino a ninguno de los
Cerberos dejando su moto a nadie, ya conoces su credo: «Las cosas de montar
ni prestan ni se dan», lo que incluyen a sus mujeres y sus Harley. Pero lo hice,
no te imaginas qué bien va, tiene un ronroneo ronco y sensual…
—Vale, vale, me hago una idea y, ¿cómo es que te dejó conducirla?
—Después de la pelea no se encontraba bien y me dejó llevarla. Bueno,
pues después de salir a hurtadillas del local, fuimos a Glencairn Gardens.
Arizona dio un bote en la cama y volvió a zarandearla por los hombros, lo
que hizo que su cabello, aún húmedo, se pegara a su rostro.
—¿Lo has llevado a tu lugar especial? ¡Vaya! Sí que te ha dado fuerte…
¡No me lo creo! —gritó, entusiasmada, dejándose caer hacia la cama y
tapándose la cara con la almohada para, acto seguido, patalear sobre el
colchón. Mackenzie no pudo evitar reírse de buena gana. Arizona era tan
expresiva…
—Pues cenamos allí, charlamos y regresamos a casa cuando nos
encontramos con la sorpresa de que mi madre y los perros regresaban
también.
—Vaya, puedo imaginarme el encontronazo.
—No, no podrías ni aunque te lo contara…
—¿Se liaron a golpes?
—Casi, pero no, mi madre empezó a darme órdenes e hizo un comentario
poco apropiado, yo estaba furiosa porque sabía que tenía algo con Chicago,
así que, frente a todos, me acerqué a Jakob y lo besé —confesó en voz baja
las últimas palabras ante la mirada asombrada de su amiga.
—¿De verdad hiciste eso? —insistió sin poder creer lo que escuchaba,
Mackenzie tan solo asintió y sonrió con timidez—. ¡Mierda santa! ¿Y me lo
perdí? ¿Qué cojones estaba haciendo? Ah, sí, estaba tirándome a ese tío
bueno de Jackson.
—Espera, ¿Jackson? ¿Alto, con el pelo claro, guapo y con una sonrisa
encantadora?
Arizona miró a su amiga y asintió con la cabeza, ¿lo conocía?
—¿Lo conoces?
—Hacía mucho tiempo que no lo veía, ha cambiado mucho, fue un
aspirante hace años, aunque pensé que lo había dejado… Lo que más me
sorprende es que no has olvidado su nombre. Sí que tuvo que impresionarte
—dijo riendo sin parar.
—Ya lo sabes, por mucho que me gustara, mis planes no van a cambiar
por nada ni por nadie. ¿Sucedió algo más?

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—Bueno…
—¿Bueno? No venía preparada para esto, Mack. Tenías que haberme
avisado, hubiese traído palomitas.
Mackenzie sonrió, una sonrisa de verdad de esas que llegan hasta los ojos
y los llenan de un brillo especial.
—Después de unas horas, me asomé a la ventana porque no podía dormir
y lo vi, seguía sentado en el suelo, junto al árbol que escalábamos de niñas, y
me escapé.
—Para, para, para, que has metido el turbo, ¿te escapaste de casa en la
madrugada para irte con él?
—Sí. Y, además, creo que estamos saliendo…
—¿Crees que estáis saliendo? ¿Cómo que crees…? ¿Lo estáis o no?
—Hasta que acabe el verano, sí. Después…, después no podremos seguir.
Ya sabes.
—No, no sé…
—Tengo un encargo de mi madre.
—¿Un encargo? —preguntó, recelosa, ¿qué podría haberle pedido su
madre que hiciera para ella? Nada bueno, eso lo tenía claro.
Mackenzie asintió con la cabeza, se alejó de su amiga unos pasos y se
quedó mirando por la ventana el patio todavía repleto de motos. Dejó escapar
el aire y se giró para contarle a su amiga lo que su madre le había pedido.
—Quiere que capte a un chico para el club.
—¿Un chico? ¿Qué chico?
—Al parecer, Tunner tiene un hijo. Llegará un par de semanas antes de
que comiencen las clases. Carolina quiere que lo atraiga y que haga lo que
tenga que hacer para cumplir con el encargo.
Arizona asintió, conocía bien a Carolina y no podía decir que la
sorprendiera el encargo. Era una mujer que no se había ganado el derecho a
ser llamada madre, pero también sabía que Mackenzie lo haría sin rechistar
porque la culpa estaba muy arraigada en ella.
—No tienes que hacerlo, mándala a la mierda de una puta vez, es una
arpía —escupió, furiosa.
—Lo sé, por eso lo he decidido: será lo último que haga por ella.

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Capítulo 15

Ganas insatisfechas

Jakob estaba agotado, no había dejado de darle duro al saco desde que se
había levantado. Lo primero que había hecho había sido dar una vuelta por el
pueblo, corriendo. Necesitaba quitarse la sensación de entumecimiento que
recorría su cuerpo, pero, claro, apenas había podido dormir nada. La culpa la
había tenido Mackenzie y sus ganas insatisfechas de ella.
Así que cuando se cansó de dar vueltas en la cama y de sonreír como un
alfeñique, se levantó y se dispuso a entrenar. Al menos eso mantendría a raya
la tensión; lo último que deseaba era volver a tener un estallido incontrolable
frente a ella, ni herirla. Si en algún momento la lastimaba…, no se lo
perdonaría nunca.
Seguía apoyado sobre el viejo saco de boxeo que su progenitor le había
conseguido del gimnasio de la policía cuando entró sin previo aviso.
—Te buscaba…, hijo —dijo con la misma incomodidad que él sentía.
—No hace falta que me llames hijo, no es cómodo para ninguno de los
dos esta situación, lo sé, pero no te preocupes, solo serán unas semanas más,
después me iré a la universidad y dejaré de ser un estorbo.
—No quería que sonara así, es tan solo que… todavía no me creo que
tuviera un hijo sin saberlo.
—¿Qué quieres? —preguntó, enlazando otra secuencia de golpes contra el
saco.
—He pensado que te gustaría venir conmigo.
—¿Contigo? ¿Adónde? —preguntó con sorpresa, deteniendo en seco su
ataque.
—A Winthrop Lake.
—¿Vas a ir a un lago? ¿Para qué?
—A pescar algo para la cena.

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Jakob cerró los ojos un segundo, hacía tiempo que había pasado la hora
del almuerzo, aunque él no hubiera tomado nada, con toda seguridad pronto la
noche se les echaría encima y no quería agobiar a Mackenzie, aunque se
muriese de ganas de verla. Tampoco había recibido un mensaje suyo, aunque,
claro, ¿cómo iba a poder recibir un mensaje o una llamada? Acababa de
recordar que no se habían intercambiado los números de teléfono. ¡Menudo
fallo!
También creyó que no era del todo una mala idea charlar un rato con ese
hombre que le había dado la vida y conocerlo algo más. Descansar y disfrutar
de un poco de paz, después del día y noche pasados tan ajetreados, le vendría
bien.
—Vale, me parece perfecto. Deja que me cambie.
—Te esperaré en la camioneta —contestó con una sonrisa en la cara que
le hizo darse cuenta a Jakob de que de verdad le agradaba la idea.
El jefe Tunner se conservaba bien para la edad que tenía, seguía bastante
en forma, era atractivo y la verdad, aunque le jodiera, se parecía a él más que
a su madre, de la que solo había heredado el color azul de ojos.
Subió a su habitación, se dio una ducha rápida y se puso ropa cómoda. De
pronto, la idea de pasar algo de tiempo a solas con el hombre que le había
dado la vida no le parecía tan mala.
De hecho, si se atrevía y surgía la oportunidad, tenía muchas cosas que
preguntarle. Muchas dudas que no dejaban de rondarle por la cabeza. Al
terminar, bajó y salió buscando la pick-up negra que conducía. Al localizar a
su padre en ella, se subió en el asiento del copiloto y este arrancó rumbo al
lago.
Al llegar, aparcaron en la zona destinada para ello, Jakob se bajó del
coche sin saber muy bien qué hacer, el viaje había sido un poco incómodo, ya
que ninguno de ellos había encontrado las palabras para iniciar una
conversación por torpe que fuera.
—¿Puedo ayudar en algo? —interrogó a su padre acercándose a la parte
de atrás.
—Sí, claro, lleva las cañas y las sillas, yo llevaré el resto de enseres.
Jakob asintió y cogió el par de fundas que su padre le ofrecía, supuso que
dentro irían las cañas, aunque la bolsa le parecía muy pequeña, imaginó que,
de alguna forma, estas se plegaban para caber ahí dentro. También tomó un
par de sillas plegables y su padre agarró un par de neveras después de cerrar
el vehículo y comenzar a caminar.

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Llegaron a una zona que, supuso, estaba preparada para la pesca, a unos
metros de distancia podía ver a un hombre mayor mirando el lago, en paz, con
la caña a su lado, con la misma tranquilidad de la que él hacía gala.
—Pon las sillas aquí, pero deja espacio suficiente en medio para que
quepa la caja de aparejos y la nevera.
Así que una de ellas no era una nevera, era una especie de caja de
herramientas que desplegó y que estaba llena de artilugios. Algunos hasta le
sonaban. Vio algunos que parecían corchos, otros que supuso eran las
plomadas, los señuelos, ¿se les llamaba moscas? Y anzuelos, esos eran los
que tenía más claros.
Se sentó en la silla sin saber qué más podía hacer y su padre se sentó a su
lado, abrió la otra nevera y sacó un par de cervezas, ofreciéndole una. Dudó,
pero al final decidió que podría tomar al menos una, no más, no quería que el
jefe de policía le enchironase por ir bebido.
Con calma, abrió una de las fundas y empezó a montar la caña, él miraba
de reojo, no sabía muy bien cómo comportarse, se sentía un poco coartado y
tampoco entendía de pesca tanto como para iniciar una conversación.
—Ten, está lista, tan solo levántate, tómala con cuidado y tírala. Da igual
a dónde caiga. No te preocupes por eso.
Jakob asintió e hizo todo lo que le pedía ese hombre al que todavía no
podía llamar padre. Tomó la caña de su base, inclinó el brazo y el cuerpo un
poco hacia atrás y después lanzó.
Fue limpio, recto y largo: perfecto.
—Vaya, ese ha sido un lanzamiento muy bueno —murmuró, sorprendido.
No porque lo hubiese hecho bien, sino porque la genética era asombrosa; no
solo le recordaba a él en su versión más joven, sino que lanzaba la caña de la
misma maldita forma en la que él lo hacía.
Se levantó e hizo lo mismo, Jakob se dio cuenta del detalle y bajó la
cabeza para ocultar la sonrisa que asomó a su rostro. Nunca había tomado una
caña, nunca la había lanzado, ¿así que la genética funcionaba de esa forma?
Se sentó tras el lanzamiento, que sobrepasó en distancia al de su hijo, y
acercó la botella de cerveza a la suya para brindar. Tras el sonido que hizo el
cristal al entrechocar dieron un sorbo. Jakob no soltó la botella entre sus
piernas como había hecho su padre y como él mismo habría hecho, necesitaba
tener algo entre las manos, que sentía húmedas por los nervios.
—Así que eres bueno usando los puños.
—Bueno, no me quedó otra alternativa —masculló.

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—Sé que sufres un trastorno por el que te cuesta contener… los arrebatos
de mal genio.
—Es una forma de verlo, pero no es tan simple. Ojalá lo fuera.
—He querido decírtelo desde que llegaste, pero la verdad… —se
interrumpió llevándose una mano al cuello y frotándoselo sin parar— es que
no sé muy bien cómo manejar esto. Hasta hace unas semanas no sabía ni que
tenía un hijo.
—Yo tampoco sabía que tenía un padre, ni que mi madre no te había
contado de mi existencia, hasta que murió.
—Lo siento, debía haber estado allí. Si tan solo hubiésemos mantenido el
contacto…
—Supongo que ya da igual, tampoco podrías haber hecho mucho.
Las imágenes de una niñez muy diferente a la que había tenido
aparecieron sin aviso en su mente, pero las apartó de un plumazo. No tenía
tiempo para imaginarse creciendo al lado de ese hombre, yendo a pescar los
domingos, enseñándole a montar en bicicleta…
—¿Qué vas a estudiar en la universidad?
—Administración Deportiva.
El hombre cabeceó, conforme. Jakob dio por hecho que era una forma de
demostrar que le parecía una decisión acertada.
—¿Vendrás… de vez en cuando? ¿En vacaciones?
Lo preguntó con apenas un hilo de voz, sin dejar de mirar el horizonte y
dando un largo sorbo a su cerveza después, como si lo avergonzara demostrar
que quería mantener una relación con él.
—¿Te gustaría? —preguntó con sorpresa.
—Claro, eres mi hijo.
Esa afirmación hizo que el vello de su nuca se erizara, habían sido tantas
las veces que lo había odiado, que lo había culpado de todo…, pero lo había
hecho porque era fácil, mucho más que culpar a una madre que no supo
hacerse cargo de él ni pidió ayuda al hombre que lo había engendrado. Una
madre que lo había dejado en un segundo plano, que había permitido que
abusaran de ella, pero también de él.
—Supongo que podría venir de vez en cuando y… pescar contigo.
El comentario hizo que el jefe de policía esbozara una sonrisa de medio
lado. Le gustaba la idea de poder conocer a ese joven que tanto se parecía a él
a pesar de no haberse criado junto a él.
Pasaron unos largos minutos en silencio, la cerveza se terminó y el jefe
sacó otro par de botellines y un par de lo que imaginó serían sándwiches.

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—Me ha llegado un rumor que no sé si creer —soltó de repente. Tal vez
el alcohol consumido lo ayudaba a tener el valor que no encontraba de otra
forma.
—¿Qué rumor? —inquirió sin saber muy bien a qué se refería.
—Dicen que te han visto con los Cerberos, en concreto que te han visto
con la chica Taylor.
—¿Y si fuera así?
—Preferiría que te mantuvieses alejado de ellos. Son unos buenos para
nada. Solo saben buscar y meterse en problemas. Son peligrosos, además,
están enredados en todos los asuntos turbios que puedas imaginar.
—Mackenzie me gusta, es diferente a ellos. Lo que no sé es por qué no
eres de su agrado, ¿qué sucedió entre vosotros? —se atrevió a preguntar.
La mirada del jefe Tunner se oscureció, como si viajara atrás en el tiempo,
a un lugar oscuro que evitaba visitar.
—¿No te han contado nada? —Giró la cabeza para mirarlo a los ojos y ver
que Jakob negaba con la cabeza—. Cuando tenía más o menos tu edad,
Phoenix Taylor y yo éramos inseparables. Nos gustaban las mismas cosas,
hasta tal punto que nos gustaba hasta la misma mujer.
Jakob abrió los ojos, ahora podía entender un poco qué sucedió. Pero
¿había sido Carolina la que los había separado o, por el contrario, se habían
separado cuando ella eligió?
—Es gracioso que tengas un gusto parecido al mío en mujeres. Mackenzie
se parece mucho a su madre cuando tenía su misma edad. Era pura vida. Era
lo que más me gustaba de ella, y yo pensé que ella se sentía de igual forma.
Pero no fue así. Eligió a Phoenix y me costó entenderlo porque se había unido
a los Cerberos y no dejaba de cometer fechorías. No podía comprender cómo
prefería a un delincuente antes que a un representante de la ley. Así que
nuestra relación de tantos años de tres se rompió para siempre y me dejó con
el corazón destrozado.
Jakob se formaba una idea bastante clara de lo que había sucedido, de
hecho, si hubiese sido amigo de Chicago hubiese vivido una situación
parecida, solo que Mackenzie no tenía la opción de elegir al chico bueno,
porque ambos eran chicos malos.
—¿Fue cuando viajaste a Alemania?
—Sí, viajé, mucho, quería ver mundo y fue ahí cuando conocí a tu madre.
Dana Wolf era un huracán, aguantaba el alcohol como el más sembrado de los
hombres, jugaba al póker, fumaba y le gustaba la acción. La conocí una noche

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en un garito en el que bebía, se subió a la barra del bar e hizo una
demostración de cómo sabía mover ese cuerpo que tenía.
Jakob dio un sorbo a su cerveza, tal vez era demasiada información de
golpe. Pero no sabía si volvería a pillarlo con ganas de hablar y le gustaba
conocer una parte de la vida de su madre que era desconocida para él.
—Me enamoré de ella. Fue un flechazo, instantáneo. Y, bueno, después
de unos meses intentándolo, nos dimos cuenta de que no éramos el uno para
el otro, regresé aquí y…, bueno, el resto de la historia la conoces mejor que
yo.
—Sí, la conozco mejor, para mi propia desgracia —farfulló—. ¿Qué
sucedió con el padre de Mackenzie? ¿Por qué te culpan de joderles la vida?
—Lo pillé haciendo algo ilegal y le cayeron varios años. Carol siempre se
lo tomó como una venganza porque lo eligió a él, pero no es cierto. Solo hacía
mi trabajo, todavía recuerdo la cara de la pobre niña…
—¿Qué hacía allí? —interrogó sin poder evitarlo. No podía imaginar por
qué un padre llevaba a su hija a un lugar en el que podían, en cualquier
momento, ser sorprendidos por la policía haciendo algo ilegal.
—Le gustaban las motos a la mocosa, se ha criado en medio de ellas, y
perseguía a su padre por todos lados —murmuró a la vez que tomaba un
sorbo de cerveza. Su mirada parecía estar perdida en el pasado y, con
seguridad, eso era lo que sucedía.
Jakob esperó a que su padre le contara la historia al completo, aunque no
tenía la intención de proseguir. De todas formas, podía hacerse una
composición de lo que sucedió. Y fuera lo que fuese, la madre de Mackenzie
la culpaba de todo. ¿Cómo podía echarle la culpa de algo que sucedió cuando
tenía cuatro años? Estaba claro que no todos los adultos eran lo
suficientemente responsables como para traer descendencia a este mundo. Lo
sabía bien y, al parecer, Mackenzie también.
—Me gusta Mackenzie y no tengo intención de dejarla, al menos de
momento, tan solo te informo, no es que te esté pidiendo permiso ni nada de
eso…
—Está bien, hijo, eres adulto y, además, supongo que no tengo ningún
derecho a pedirte nada. Pero, ten cuidado, no son trigo limpio.
—Ella es diferente, estoy seguro de que se alejará de todo cuando se vaya
a la universidad.
—Eso espero, hijo, por tu bien. No me gustaría que terminaras siendo uno
de ellos, sería algo que no podría perdonarte. Jamás.

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La conversación cesó, Jakob miró hacia el lago y se dio cuenta de que su
caña se movía. Nervioso, se levantó y ayudado por el jefe de policía cogieron
la presa. Esa noche tendrían una gran cena. Después…, después iría a ver a
Mackenzie, no había dejado de pensar en ella en todo el día.

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Capítulo 16

Un poco más en casa

Tras la copiosa cena, que tenía que admitir le había sabido a gloria, tal vez,
porque lo había pescado él con sus propias manos, se despidió del jefe de
policía y salió. En ese instante se sintió un poco menos fuera de lugar, un
poco más en una casa, quizá sí podían ir cultivando una relación con el
tiempo, poco a poco. Quizás sí que pudiese llegar a llamarlo padre alguna
vez, en el futuro.
Arrancó la Breakout y puso rumbo a casa de Mackenzie, debía haberse
vuelto loco, ¿cuándo cojones había hecho algo parecido? No tenía que pensar
la respuesta: nunca. Resopló bajo el casco, con fastidio, no sabía qué coño
tenía esa chica que no podía dejar de pensar en ella, pero no solo en ella, sino
en todo lo que era. En esa maldita sonrisa que le aceleraba el corazón, en esa
mirada limpia, ¿cómo podía mantenerse tan inocente viviendo en esa clase de
mundo que no distaba tanto del que lo había transformado a él? En sus
ocurrencias, en su forma de caminar, de mirar su moto. De mirarlo a él…, sin
miedo. Con deseo.
Golpeó el casco con fuerza para espabilar, estaba soñando con los ojos
abiertos. ¿Qué le pasaba? La única explicación posible era que Chicago, con
uno de sus directos, le había machacado parte del cerebro. Eso tenía que ser,
eso tenía que ser.
Al llegar cerca de la casa de Mackenzie, detuvo el motor, dejó la Harley
aparcada a cierta distancia y continuó el resto del camino a pie. No podía
hacerlo de otra manera, así que lo haría a la vieja usanza y rezó, con todas sus
fuerzas, porque las piedras fueran directas a su habitación y no a otra…

Mackenzie no dejaba de dar vueltas en la cama. Era pronto para dormir, pero
no había tenido ganas de aguantar por más tiempo la cara de su madre. Con

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cada cosa nueva que descubría de ella, más la odiaba. Era una palabra muy
fea para que una hija la pensara de la persona que le había dado la vida, pero
no podía evitarlo; era justo lo que sentía en ese momento.
El primer impacto la dejó desconcertada, después del segundo supo que
no eran imaginaciones suyas. Se levantó y tomó entre sus finos dedos el
pequeño proyectil, ¿le estaban lanzando piedras? ¿Era real? Un nuevo golpe
le dio en la nuca y se llevó la mano para rascarse la zona, le había dado fuerte.
Furiosa, se acercó a la ventana abierta y, al asomarse, otra piedra
redondeada le dio justo en la frente.
—¿Pero qué coño…? —exclamó.
—¿Mackenzie? Soy Jakob.
—¿Se puede saber por qué me apedreas? —increpó con un tono de voz
bajo para no alertar a su madre.
—¿Cómo iba a saber que tenías la ventana abierta?
—¡Estamos en verano! ¿Quieres que me ase como un pollo? —Miró hacia
abajo y sonrió, estaba encogiéndose de hombros y la miraba con cara de no
haber roto un plato en su vida, ¿se podía tener más cara?—. Además, ¿no
podías poner un mensaje como todo el mundo en este siglo?
—Podría, de hecho, iba a hacerlo, pero me he dado cuenta de que no
tengo tu número. —Mackenzie cerró los ojos, él tenía razón, de hecho, ella
también lo había pensado.
—Dame un minuto, voy a salir.
Jakob sonrió y se alejó de la casa, se sentó justo donde la última noche, a
los pies del árbol que aún guardaban las marcas de sus puños y las manchas
de su sangre, ya reseca. Desde ese día, sería su árbol. No en balde lo había
marcado a sangre.
Mackenzie salió sin hacer ruido, no quería alertar a su madre ni tener que
dar explicaciones. Mejor si pensaba que estaba en su habitación.
Al salir por la puerta trasera, aceleró el paso amortiguado por el césped;
en otros tiempos había lucido lustroso, de un verde intenso, ahora había
muchas zonas sin césped por culpa de las ruedas de las motos, pero ya no
estaba su padre y nada era como antes.
—¿Qué pasa? ¿Todo bien? —preguntó al llegar junto a él, que se levantó
con agilidad.
Sin contestar y sin saber qué tipo de impulso se había apoderado de él,
pasó sus manos por su estrecha cintura y la atrajo hasta su pecho para besarla
a conciencia.

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El beso fue una explosión de… fuegos artificiales. La verdad era que no
había otra palabra que se acercara más a lo que sentía cuando la tenía entre
sus brazos.
—Vaya, Lobo, parece que me has echado de menos.
—Claro, los lobos siempre extrañan a la luna.
Mackenzie no supo qué decir, no le quedaba ni una pizca de aire en los
pulmones, no solo por el beso, sino por sus palabras. Él la tomó de la mano y
la llevó consigo, ella tan solo se dejó arrastrar como un náufrago por el oleaje
del mar. En ese instante estaba sin voluntad, sin fuerza, sin cerebro…, se le
había derretido todo con esas palabras.
¿Era sano tener ese tipo de reacciones por alguien? ¿Había enfermado? Y
si era así, ¿tendría cura?
—Mackenzie, ¿vamos?
Escucharlo llamarla la hizo reaccionar, parpadeó y vio que le ofrecía un
casco para que lo usara. Lo tomó sin decir nada más, tan solo se subió de
paquete y se abrazó a su cintura, dejándose llevar a dónde fuera. No le
importaba si era con él, no le importaba si era lejos de su madre.
Aparcaron a las afueras de la ciudad, no conocía bien la zona, no era uno
de sus lugares favoritos, pero al parecer había allí algo interesante, o tal vez
buscaba estar a solas con ella. Un escalofrío la recorrió, sopesando
posibilidades.
—Vamos —pidió con una sonrisa y ofreciéndole la mano.
Dudó, por una milésima de segundo dudó, pero lo vio en su mirada.
Nunca iba a hacerle daño, por más que la hubiese advertido, por más que
dijera que podía perder el control hasta tal punto que dejaba de ser él, nunca
la lastimaría. Estaba completamente segura de eso.
Tomó su mano y sonrió echando a correr para poder seguir su paso. Era
más alto que ella y fuerte, además, tenía un entrenamiento del que ella
carecía. Eso le trajo a la mente ese momento en el que confesó que boxeaba
no solo porque le gustara o por diversión, sino que era una forma para
mantener a raya su trastorno.
—Ven, te voy a enseñar un sitio que… que he encontrado por casualidad.
La verdad era que no sabía si podía contarle todavía que era el hijo de
Tunner sin que saliera huyendo, no estaba seguro de que su relación, si se
podía pensar que tenían una, fuese lo suficientemente fuerte como para dejar
de lado ese hecho. De todas formas, ella había puesto fecha de caducidad a su
tiempo juntos, así que, ¿qué importancia tenía si él no le contaba toda la
verdad?

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La soltó de la mano para mover una persiana que chirrió con estrépito
destrozando la quietud de la noche y la tomó de nuevo para hacerla pasar.
Una vez dentro, buscó con mano torpe el interruptor y, cuando la luz de la
bombilla que colgaba del techo consiguió dejar de parpadear para ofrecer algo
de claridad, volvió a cerrar la persiana.
Era un antiguo gimnasio. Mackenzie miró alrededor, podía ver un
cuadrilátero, en muy mal estado, pero no tanto como para no saber lo que era.
Había una zona de la que colgaban algunos sacos, unos guantes colgados de
las cuerdas de una esquina del ring, sillas tiradas aquí y allí. Un montón de
cuerdas apiladas, cascos, cubos, toallas…
En algún momento pasado fue un sitio con esplendor, ahora no brillaba
más que la escasa luz de la única bombilla que había sobrevivido al paso del
tiempo.
—Es un viejo gimnasio. Lo descubrí por casualidad, me gustaría ponerlo a
punto.
—¿Cómo vas a hacerlo? ¿Eres rico? —formuló la pregunta entre risas y
con las manos en las caderas. No lo creía capaz, ni con todo el oro del mundo,
de devolverle a ese lugar su esplendor.
—Rico no, pero he ganado bastante pasta con los combates. Además, me
ha salido barato, nadie lo quería, así que el dueño casi me lo ha regalado.
Todavía estamos con el coñazo del papeleo, pero le he dado una buena señal y
él, a cambio, las llaves para que vaya pensando qué hacer con él.
—Vaya, vas en serio —soltó, sorprendida.
—Sí, me gustaría crear un concepto diferente. Un lugar en el que por la
mañana puedan entrenar, pero que al llegar la noche el público pueda disfrutar
mientras toma algo de un buen espectáculo de boxeo, y legal.
—Estoy sin palabras. Me parece muy original y casi casi que puedo
imaginarlo, pero ¿sabes en dónde te metes? No creo que a mi madre y los
Cerberos les guste que otro meta las barbas en su sopa.
—No les tengo miedo.
—Deberías, ya te lo he dicho en alguna ocasión. Ellos no se andan con
tonterías.
—Yo tampoco.
—No hay nada que diga que pueda hacerte cambiar de opinión, ¿verdad?
—Me temo que no —confesó, bajando la cabeza para ocultar la sonrisa
que de nuevo ahí estaba, molesta como una mosca en verano.
—Bueno, supongo que tendré que ayudarte a limpiar este desastre.

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Antes de poder decir nada más, se encontró en el aire. Él la había tomado
por la cintura y la alzaba por encima de su oscura cabeza. Mackenzie se
agarró a su cuello y bajó la cara hasta hundirla en su cuello. Olía tan bien, un
aroma tan suyo…
—¡Joder, Mackenzie! ¿No eres capaz de dejar nada en inocente?
No entendió a qué se refería hasta que notó cómo su cuerpo resbalaba con
lentitud por el masculino y la dejaba en el suelo. Jakob coló las manos por su
cuello y la miró con esa intensidad que solo ella parecía poder ver. Esa luz
que brillaba, oscura. Aunque no todas las luces debían ser brillantes para
estremecer, ¿no?
Por un momento se perdió en esa mirada, cerró los ojos y escuchó a su
cuerpo. Todo dentro de ella era una mezcla de deseo, de latidos acelerados, de
expectación, de anhelos, de calor, de frío, de jadeos contenidos…
Jakob dio un paso atrás y ella no tuvo más remedio que darlo con él,
después otro, y otro más. Como si bailaran acompañados por una música que
nadie más era capaz de escuchar.
Hasta que se detuvo, la tenía contra las cuerdas. La miró una vez más a los
ojos para después bajar con pasmosa lentitud hasta su boca. No pudo contener
un gemido y su boca generosa se abrió para él, que no dudó y cogió la
oportunidad al vuelo para hacerla suya.
Cuando sus bocas se unieron, se perdieron el uno en el otro. La lengua de
Jakob no era capaz de dejarla respirar, necesitaba todo de ella, aprenderse
cada rincón de su interior, su textura, su sabor…, todo, lo quería todo de ella,
¡maldita fuera! Era la primera vez que necesitaba algo con tanta fuerza, que
quería algo con tanta intensidad. Y tenía que ser ella, la única que con toda
seguridad lo despreciara cuando supiera quién era su padre, la única con la
que no tenía futuro porque ella misma le había impuesto un tiempo que era
limitado. La única que podía hacerle caer más profundo y dejarlo para
siempre enterrado en su propia miseria.
Eran como Romeo y Julieta, solo que sus familias no eran los Montesco y
los Capuleto. Eran los Taylor contra los Tunner, por lo demás todo era
similar, incluso su romance. Era un mal romance. Lo mirara por donde lo
mirase. Y ahí se le ocurrió, mientras la besaba enredado en ese mar de
confusión que le provocaba, supo cómo iba a llamar a ese lugar: Bad
Romance.
Porque, aunque no todas las historias tenían que tener un final feliz, todas
eran dignas de vivirlas, durasen lo que duraran, tuviesen el final que tuvieran.

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Capítulo 17

Combustión espontánea

El beso se hizo más profundo, Mackenzie pensó que no iba a sobrevivir, iba a
morir por combustión espontánea, si era capaz de hacerla sentir arder con solo
un beso, ¿cómo sería estar con él? ¿Cómo sería entregarse a él?
Colocó las manos en sus hombros y lo apartó un segundo, lo suficiente
para apoyar la cara en su hombro y tratar de recuperar el aliento. Jakob podía
hacerse una idea bastante aproximada de qué era lo que le pasaba, él que
estaba acostumbrado a estar con mujeres más experimentadas estaba igual, a
punto de perder la razón por completo, ¿cómo estaría ella? No podía
asegurarlo, pero por sus reacciones podía adivinar que nunca había estado con
un hombre y eso, de alguna forma, lo hizo feliz.
—Mackenzie, ¿eres virgen? —preguntó sin rodeos y sin aliento.
Ella alzó el rostro hacia él y pudo ver en su mirada, tímida, que era así.
Asintió sin más, tampoco tenía sentido que le mintiera porque, si llegaba ese
momento adecuado, iba a saberlo.
—Sabes que pararé en cuanto lo pidas, ¿verdad?
Ella seguía sin pronunciar palabra, tan solo lo miraba y asentía. Jakob no
pudo evitar pasear la yema callosa de sus dedos por la suavidad de sus
mejillas enrojecidas.
—Tienes que tener claro que en este aspecto mandas tú, cuando quieras
que lo deje, solo dilo. No importa qué lejos lleguemos, si no te ves preparada
para avanzar, tan solo pídeme que pare. Lo haré, no te quepa la menor duda.
—¿Yo mando? —murmuró con una sonrisa traviesa que le llenó la
mirada.
Jakob asintió, serio. Podía tener un trastorno que lo hacía explotar sin
causa aparente, pero nunca nunca se atrevería a ponerle la mano encima o a
obligarla a hacer algo que no quisiera.
—Tú mandas, pero solo aquí, en lo demás…, ya se verá.

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—Hablas como si lo nuestro tuviese futuro, no lo olvides, todo esto
acabará cuando empiecen las clases.
—No lo olvido, no dejas de recordármelo. ¿Qué tenemos exactamente? —
interrogó para saber qué pensaba ella de la relación que había nacido entre
ellos y a la que no se atrevía a ponerle nombre.
—El ahora, solo eso. Estos momentos.
Y tenía razón, era lo más auténtico que nunca nadie había dicho: lo único
que tenían era el momento, porque uno nunca sabía con certeza cuándo iba a
ser el último.
La cogió y la sentó en el borde del ring, que se alzaba unos centímetros
sobre el suelo, y ella, instintivamente, abrió las piernas para acogerlo. De
nuevo las cuerdas le servían de respaldo, aunque ahora las notaba desde las
caderas hasta la cabeza.
Las manos de Jakob volvieron a pasar por su cuello y, en ese momento, al
ver lo fuertes y rudas que eran, se dio cuenta de algo evidente: estaba a su
merced. Si en ese instante decidía partirle el cuello, estaba segura de que no
revestiría ninguna dificultad para él. Su cuello no era nada entre sus manos,
era frágil y él, la fortaleza hecha persona. No solo por su físico imponente, era
la fuerza que destilaban sus ojos, esos mismos que trataban de ocultar a toda
costa todo el dolor por el que habían pasado.
La boca de Jakob se acercó a la suya con cautela. Sus pulgares acariciaron
su boca, que parecía volver a arder, y es que las caricias de ese chico habían
resultado ser la gasolina perfecta para que el fuego que intentaba mantener a
raya se descontrolara, tanto como lo estaba ella.
Sin poder aguantar más su juego, en el que acercaba la boca para alejarla,
ese mismo en el que su nariz rozaba la suya con promesas de un contacto que
no llegaba, tomó la iniciativa. En ese momento no le importaba parecer torpe,
necesitaba, si no apagar, al menos aliviar el calor que la abrumaba entre las
piernas.
Así que con sus manos agarró el cuello de la camiseta y lo atrajo hacia
ella con fuerza. El contacto fue una explosión de deseo, de placer, de alivio y
a la vez de desesperación. Notaba su cuerpo duro y firme entre sus piernas,
acariciaba sin pudor su abdomen firme, dejando que sus dejos se aprendiesen
cada uno de los músculos definidos que había esculpido a base de ejercicio, se
entretuvo en cada cicatriz que encontró, tratando de memorizarla y, sobre
todo, dejó que su lengua se impregnara de su sabor, de su calor. Su boca en la
suya era perfecta, sus labios en los suyos eran el lugar al que pertenecían.

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Antes de darse cuenta, sus manos estaban quitándole la camiseta. Él se
alejó, jadeando con fuerza, el eco del lugar le devolvía esos jadeos que la
hicieron estremecer y disfrutó con la mirada nublada por la espesa capa de
anhelo que la llenaba, de su torso cuando se quedó expuesto ante ella.
Sin ser consciente se mordió el labio inferior y ahogó un gemido. Una
cosa era verlo en el furor de la pelea, otra poder disfrutar tan cerca de ese
espectáculo que era su cuerpo. Sus dedos no dejaban de acariciarlo y él con
cada roce gruñía de placer. Se tensaba, lo que hacía que sus músculos
sobresalieran más.
—¿Te haces una idea, Mackenzie… —se interrumpió para apretar los
dientes— del autocontrol del que estoy echando mano ahora mismo?
—¿Te contienes? ¿Por qué?
—¿Por qué? ¿Crees que puedes acariciarme así, mirarme así y esperar que
no me entren ganas de…? —se interrumpió de nuevo, no sabía si iba a ser
capaz de parar si decía lo que pensaba en voz alta.
—¿Ganas de qué…? —inquirió otra vez con la voz enronquecida por el
mismo deseo que él sentía—. Dilo, quiero oírlo.
—Sin que me entren ganas de follarte, ¡joder! De hacerte mía.
Mackenzie ahogó un jadeo, se inclinó hacia atrás golpeando su espalda
contra las cuerdas y se quitó la camiseta.
Jakob abrió mucho los ojos, ¿iba a pasar? ¿De verdad iba a pasar?
—Hazme tuya, Lobo. Hazme tu luna, para siempre.
Y no necesitó más, no iba a torturarse con la espera. La agarró con fuerza
y la levantó, sus piernas se enroscaron a su cintura y él se dio la vuelta para
sentarse en el borde del ring.
Ella, a horcajadas sobre él, era la imagen más seductora que había
contemplado jamás, con el pelo revuelto, el rostro sonrosado y los pechos
justo al alcance de su boca.
Y los probó. Cogió uno con la mano y lo sacó del sostén blanco y liso que
llevaba, lo liberó para segundos después volver a hacerlo preso, pero esta vez
de su boca. Lo lamió, lo saboreó y con cada roce se tragaba los gruñidos que
emitía solo estando con ella. ¿Por qué sentía con tanta intensidad solo con
ella? Nunca antes le había pasado y lo asustaba como mil demonios, porque
no tenía claro que, después de hacerla suya, se saciara y quisiera seguir solo o
si, por el contrario, hacerla suya iba a condenarlo para siempre al no querer
dejarla escapar.
Cuando terminó de torturarse, miró hacia arriba y la vio con la cabeza
inclinada hacia el techo sucio y poco iluminado, su cuello era largo y solo

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pensó en que de verdad parecía la luna y él podía en ese momento ponerse a
aullar como el lobo que llevaba dentro.
Sus manos acariciaron casi con reverencia la piel desnuda de su pecho y,
cuando sus miradas volvieron a encontrarse, cuando vio sus ojos oscurecidos
por el deseo y esa forma de contemplarlo como si de verdad fuera algo más
que un niño perdido con problemas, como si de verdad fuera importante,
como si de verdad sintiera por él algo auténtico, lo hizo darse cuenta de que
no podía dejarla escapar.
No se la merecía, lo sabía, pero su lado egoísta le gritaba que la
mantuviera a su lado, pasara lo que pasase, aunque la arrastrara a los infiernos
en los que tantas veces llegaba a hundirse.
—¿Por qué me miras así? —inquirió en un susurro que lo enardeció aún
más.
Era tan inocente que no imaginaba qué cosas pasaban por su mente, ni se
podía imaginar en la cantidad de rincones en los que estaba como loco por
hacerle el amor. ¿Hacerle el amor…? Las palabras fueron traídas de nuevo,
como si el eco del gimnasio vacío rebotara también dentro de su cabeza, vacía
de todo que no fuera ella y su cercanía.
—¿Cómo te miro? —devolvió la pregunta sonriendo y pasando sus manos
alrededor de su estrecha y perfecta cintura.
—No lo sé… nunca nadie me ha mirado así.
Las palabras de ella calaron hondo, ¿cómo la miraba? ¿Cómo era posible
que nadie la hubiese mirado así antes?
—Tampoco nadie me ha mirado a mí de la manera en que tú lo haces.
—¿Cómo te miro?
—Como si valiera la pena.
—Poca gente en mi vida merece la pena, y tú, lobito, eres una de ellas, no
te olvides nunca.
Sus bocas se unieron de nuevo y las manos de ambos enloquecieron al
entrar en contacto con la piel del otro. Jakob no había acariciado a nadie tan
suave como ella y, cuando sus manos apretaron el trasero de ella, que
reposaba sobre sus muslos, Mackenzie se agitó y jadeó sobre él, lo que hizo
que sus sexos entraran en contacto y que una corriente eléctrica los sacudiera
con fuerza.
—¡Joder, Mackenzie! Me estás matando suavemente.
—¿Por qué? ¿Por moverme así? —preguntó provocativa a la vez que
repetía el movimiento, esta vez con plena conciencia de lo que provocaba en
él.

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—¡Joder! Mackenzie, ¿estás loca? Si vuelves a hacerlo, no sé qué va a
pasar.
Y ella, con alevosía y premeditación, repitió el movimiento, pero esta vez
apoyó las manos en sus hombros y volvió a perder su mirada en el techo,
jadeando y disfrutando del momento junto a él.
—¿Qué más puede pasar? —suspiró, perdida en la intensidad que los
arropaba.
—Pues… —trató de articular palabras coherentes—, o me voy a correr sin
bajarme los pantalones, o te voy a follar, nena.
—¿Qué preferirías tú?
—¿Yo? —bufó con esfuerzo—. Estar dentro de ti, siempre.
Ella bajó la cabeza y lo miró de nuevo a los ojos, ¿estaba segura? ¿Era lo
que quería? En ese momento no le importaba nada más que Jakob y lo que la
hacía sentir, hacía poco que se conocían, era verdad, aun así…, eso parecía
carecer de importancia en ese instante y, además, tampoco era que tuvieran
mucho tiempo.
—Yo también te quiero dentro de mí, Jakob, quiero que seas el primero.
El sexo masculino se agitó dentro de sus pantalones, le encantaba tanto la
idea de ser su primera vez que se quedó sin aliento, pero ¿y si al día siguiente
se arrepentía? Las dudas lo acosaban, por otro lado, ella le había dejado claro
que, en otoño, en la facultad, serían como desconocidos. Y si no tenía
bastante que debatir de por sí, Mackenzie se levantó y frente a él se quitó el
vaquero corto que llevaba y se quedó tan solo con unas diminutas braguitas
que apenas ocultaban algo de su piel.
No había visto nunca nada más hermoso que ella, allí, ofreciéndose sin
reservas, si miedo, a él. Como un sacrificio a un diablo que no merecía poseer
un ángel como ese, pero que, de todas formas, iba a hacer suyo.

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Capítulo 18

En llamas

Jakob se acercó a ella despacio, conteniendo a la bestia que lo que deseaba era
correr y tomarla de forma salvaje, tan salvaje como lo hacía sentir, pero no
podía. Tenía que recordar que carecía de práctica y que confiaba en él. Eso
tenía un valor para él incalculable.
Sus manos rozaron sus pechos, logrando que sus pezones se irguiesen por
el escalofrío que la recorrió. Después, apretó uno de ellos y se deleitó con su
mirada, que no escondía el miedo por descubrir cosas nuevas, pero tampoco
todo lo que estaba disfrutando con él. Con esa experiencia.
Mackenzie no podía dejar de jadear, su piel se erizaba por las caricias que
le regalaba Jakob y que la hacían sentir que estaba en llamas. No tenía claro si
era su piel o la del chico con el que estaba en esa situación tan íntima. La
verdad era que no entendía de dónde había sacado ese valor, supuso que de
las ganas de estar con él que dominaban su razón.
Sentía algo profundo por Jakob Wolf, no podría llamarlo amor, apenas se
habían conocido días atrás, sin embargo, era algo mucho más complejo que
una simple atracción física.
De pronto sus pies abandonaron el suelo y era cargada por él hasta el
centro del cuadrilátero. Allí, colocó una colchoneta y sobre esta puso su
propia camiseta, después la tumbó sobre ella. La bombilla se movía de vez en
cuando, dejando sus rostros entre claros y oscuros, igual que lo estaban sus
almas.
Se quitó los vaqueros bajo la atenta mirada de ella, que se relamió al
descubrir el tatuaje que llevaba en la parte superior del muslo. Era la cabeza
de un lobo aullando a la luna, pero la cabeza era el centro de un atrapa sueños
del que colgaban tres plumas.
Le encantaba, poca gente sabía qué significado tenía para él, muchos
pensaban que tan solo era en homenaje a su apellido o a su nombre cuando se

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subía a pelear, pero no era así. Era algo más profundo de lo que no había
hablado con nadie y que le recordaba que debía luchar cada día para controlar
al lobo para evitar, después, las pesadillas.
—Vaya, es precioso… El tatuaje —especificó un poco avergonzada.
—Tú eres preciosa, Mackenzie. No temas, pararé cuando me lo pidas.
Asintió, tranquila aunque expectante. En realidad, se temía que no iba a
pedir que parase, tampoco era una cría que no supiera qué se hacía. Además,
él tenía algo que la arrastraba a una especie de frenesí que no podría refrenar
ni aunque quisiera.
Jakob se tumbó a su lado y comenzó a acariciarla despacio, casi con
reverencia. Ella se dejó llevar y disfrutó de cada roce. Tenía los ojos abiertos
porque le encantaba ver los cambios en la mirada del chico que iba a ser su
primera vez.
«Su primera vez», la frase resonó en su cabeza una y otra vez, pero por
más que lo repitió en ningún momento deseó que ese momento fuera con otro.
Quería que fuera con él. Por una vez había sido ella la que había elegido qué
hacer y con quién y lo que ocurriera después…, ya lo manejaría como
pudiera. Pero tenía claro que su madre iba a obligarla a atraer al hijo del jefe
Tunner usando todas sus armas y esas incluían llevárselo a la cama si era
necesario, así que, al menos, deseaba que su primera vez fuera elección suya.
Y lo había elegido a él.
Dejó escapar un hondo gemido y se mordió el labio inferior al notar como
los dedos de Jakob acariciaban justo la zona bajo el elástico de la ropa
interior. El calor que la llenó hizo que su corazón palpitara más deprisa si
cabía. Con fuerza. Un sonido tan estridente que no comprendía como él no lo
podía escuchar. ¿De verdad solo estaba dentro de ella ese alboroto?
Jakob sonrió y se acercó a ella, mucho. La contempló unos segundos con
la mirada extraviada, perdida en ese mismo mundo en el que estaba ella. Ese
en el que no existía nada ni nadie más que ellos dos.
—No dejo de preguntarme si te muerdes el labio para no morderme a mí.
La confesión le sacó una sonrisa, sus manos se movieron y lo agarraron
por el cuello para atraerlo y, cuando lo tuvo cerca, mordió su cuello. Él jadeó,
ella lamió la zona y repitió la operación para grabarse a fuego su sabor. Nunca
lo olvidaría.
Su boca buscó la clavícula y la mordisqueó también, subió por la línea de
la mandíbula hasta encontrar la boca y fundirse con ella en un profundo beso.
Los dedos de Jakob se hundieron a la vez en su interior, caliente, apretado,
húmedo… el paraíso.

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Eso era Mackenzie, su paraíso.
Ella, al notar la invasión, arqueó la espalda, molesta, pero el pulgar de
Jakob, como adivinando lo que iba a suceder, se adelantó y empezó a
acariciar el centro en el que se acumulaba todo ese placer que llevaba
guardando durante años, y se olvidó de todo lo que no era sentirlo.
Con un ritmo que crecía cada vez más, movía sus dedos dentro de ella y a
la vez acariciaba su clítoris sin dejar de besarla. No podía pensar, la tenía
enloquecida. Sus sentidos no reaccionaban a otra cosa que no fuera a él y el
hambre en su estómago creció hasta salir por su boca.
—Te quiero dentro, ya —exigió para su propia sorpresa.
Y sonrió, porque la quería justo ahí, al borde del precipicio, con un anhelo
tan grande como el suyo, con unas ganas tan inmensas que nunca, jamás, iba a
olvidarse de su primera vez.
Y se colocó sobre ella, después de ponerse protección y con toda la
contención que pudo, la penetró con lentitud, sin dejar de besarla para
tragarse cada molestia o jadeo de incomodidad que su invasión le provocara.
Pero no contó con el hecho de que iba a perder la razón al sentirse dentro
de ella, al saber que era el primero. Y, sin saber por qué, por primera vez en
su vida sintió cómo el deseo de querer tener algo suyo había aparecido. Y la
idea de imaginarla con otro en una situación tan íntima lo puso de malhumor.
Con un beso hambriento acabó de penetrarla y, una vez dentro, se detuvo.
Se alejó un poco, lo justo para poder verla, y acarició su rostro.
—Voy a tratar de no moverme durante unos segundos, para no hacerte
daño.
—Está bien, aunque se siente genial tenerte dentro, Jakob.
Su nombre en su boca le supo a gloria y no pudo evitar sonreír. Pero de
verdad, sin necesidad de ocultarlo. Verlo así la hizo sonreír también y se
movió para darle un beso en la nariz, al hacerlo, hizo que Jakob jadeara y
cerrara los ojos.
—Está claro que no quieres repetir, porque no vas a dejarme con vida esta
noche.
—¿Te ha molestado que me mueva? —preguntó con esa voz impregnada
de inocencia que la hacía una bomba de relojería para él.
—¿Molestarme? No, me encanta, pero no quiero perder el control contigo,
nunca.
—¿Así que te gusta que me mueva…? —repitió con una sonrisa pícara a
la vez que se movía.

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Jakob apoyó los codos al lado de su cuerpo y cerró los ojos. Iba a matarlo,
lo que no habían conseguido tipos más duros y fuertes iba a lograrlo ella.
—Sí, así, nena, ¡joder…!
Y, en el momento en que ella abrió más las piernas y las levantó para
facilitarle llegar más profundo, perdió el control. Y empezó a moverse dentro
de ella a la vez que la besaba sin compasión. Enlazaba los movimientos y los
besos de manera magistral y Mackenzie no podía dejar de jadear, de gemir y
de repetirse mentalmente que había sido tonta, porque se había estado
perdiendo algo tan increíble durante mucho tiempo. Ahora entendía a
Arizona.
Jakob se movía con más rapidez y ella notó cómo su estómago se tensaba,
no tenía claro por qué, pero imaginaba qué era lo que iba a suceder a
continuación, y sucedió: su cuerpo explotó.
Su mente dejó de existir. Tan solo quedaban pedazos de ella repartidos
por el lugar. Se había roto. Era la única explicación que podía encontrar para
describir lo que acababa de vivir.
Jakob seguía sin aliento a su lado, su cabeza enterrada en el hueco de su
pecho y la apretaba con fuerza por las caderas, como si sus manos se hubieran
soldado a esa zona.
Después de unos largos segundos, por fin Jakob rompió el silencio.
—¿Estás bien? ¿Te he hecho daño?
Mackenzie sonrió, le resultaba divertido ver al chico duro preocupado por
la niña que no era su tipo.
—Voy a dejarte clara una cosa, Jakob Wolf —dijo con un tono de voz
solemne—, esta es la única forma en la que te permito hacerme daño —
advirtió, seria—. Oye, por cierto —comentó para aliviar la tensión que se
había cernido sobre ellos después de su comentario—, ¿cómo vas a llamar a
este lugar?
—Bad Romance —soltó sin pensarlo.
—¿Eres fan de Lady Gaga? —preguntó, recordando que él mismo hizo
esa pregunta cuando llegaron al Poker Face.
—Más bien es por Shakespeare —susurró.
—Vaya, así que debajo de esa fachada de chico duro se esconde un
auténtico romántico.
—¿Romántico? ¿Eso crees?
—Bueno…, Shakespeare escribió Romeo y Julieta.
—¿Y eso te parece… romántico? —recalcó.
—A ver, no tuvieron un romance ideal…

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—Tuvieron el peor de todos los tiempos —la interrumpió—, terminaron
muertos. Los dos —farfulló.
—Entonces, Shakespeare le puso nombre y Lady Gaga le dio voz… —
afirmó como si fuera lo más obvio del mundo.
—Es una forma de verlo —dijo en voz baja.
—¿Vamos a seguir debatiendo sobre este tema? Estoy agotada. —Sonrió,
pícara, acariciando su cara.
—No, no hay nada que debatir al respecto —dijo serio de repente—. Solo
es que me acabo de dar cuenta de que Shakespeare tiene la culpa —resopló,
molesto.
—¿De qué? —preguntó con curiosidad.
Mackenzie se había incorporado un poco y lo miraba apoyada en su codo,
Jakob se había girado hacia arriba, usando sus brazos a modo de almohada.
La penumbra lo hacía más oscuro y atractivo de lo que era. No pudo
contenerse y dejó que su dedo resbalara por el torneado pecho, aprendiendo
su forma.
—De que penséis que ciertas mierdas que hacemos los tíos son románticas
o que las hacemos con una doble intención que en realidad no existe. Somos
mucho más simples que eso y no le damos tantas vueltas a todo. Ese es el
mayor problema, sobre todo, si sois aún inocentes y no habéis descubierto
todavía que el amor verdadero no existe.
—¿No existe el amor? —preguntó fuera de juego, ¿qué era entonces lo
que había pasado entre ellos?
—No.
—¿De ningún tipo? —insistió.
—De ninguno —afirmó con un tono que no dejaba lugar para las réplicas.
—Interesante. Entonces, según tú, ¿una madre no ama a su hijo? —
interrogó, haciéndole ver que el amor tenía muchas variables. No solo el amor
entre un hombre y una mujer.
—Supongo que dependerá de qué madre y dependerá de a qué hijo —
murmuró sin disimular el escozor en su voz.
Mackenzie no se esperaba esa respuesta, por eso se sorprendió a sí misma
guardando silencio. Tenía razón, ¿no lo había pensado ella misma muchas
veces? Así que, muda, se acomodó en sus brazos y cerró los ojos.
—¿Estás bien con eso, Mackenzie? —inquirió al ver el cambio en ella.
—¿Con qué? —susurró sin abrir los ojos.
—Pues…, con eso de que no crea en el amor y en esas mierdas.

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Y rompió a reír, no tenía claro por qué, supuso que era un cúmulo de todo.
Del miedo a lo que iba a suceder, a lo desconocido, al hecho de haber perdido
su virginidad, al dolor que no había sido tal, a vivir por primera vez un
orgasmo intenso que la había dejado por unos minutos sin sentido. Por todo.
Pero rio. Con ganas. Una carcajada limpia, de felicidad, que le llenó de
humedad sus ojos verdes, transformándolos de verdad en un lago en el que
Jakob, al verlo, quiso sumergirse, para siempre.

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Capítulo 19

Con más fuerza

Ruidos de vehículos, de motores, de persianas al ser alzadas… lo despertaron.


Era temprano aún, ¿se habían quedado dormidos? Sí, le había hecho el amor a
Mackenzie y se habían quedado dormidos, ¡mierda! Todavía estaba abrazado
a ella, ¿desde cuándo era de los que abrazaban?
¡Joder! ¿Qué mierda estaba haciendo esa chica con él?
A pesar de todo, no levantó la mano, la abrazó con más fuerza y la atrajo
hacia sí, su corazón empezó a retumbar con ímpetu, con tanto que temió que
saliera disparado atravesando sus costillas.
Acercó la nariz al cabello de Mackenzie y aspiró su aroma. Era extraño,
no solo olía a ella, también a él. Ella gimió, todavía perdida en las brumas del
sueño y al moverse pegó su trasero a su entrepierna, que palpitó también. No
era suficiente su erección matutina de por sí, que esa mañana se encontraba
con un agradable aliciente para ayudarla a crecer.
Volvió a sonreír. ¿Qué estaba mal con él? ¿Por qué no dejaba de mover
los labios hacia arriba? ¡Joder! ¿Estaba feliz? ¿Eso era sentirse feliz? Tenía
que serlo, era la única explicación razonable.
Mackenzie se movió de nuevo, él ahogó un gruñido. Mierda, estaba listo
para penetrarla de nuevo, en esa misma postura, no necesitaba ni que se
moviera, su polla se lo gritaba con cada gota de humedad que derramaba tan
solo por tenerla cerca.
¿Era posible que una mujer no solo te vaciase, sino que también te
llenara? Al parecer, así era, porque él se sentía lleno de ella y de esperanza, de
vida… y a la vez solo podía pensar en vaciarse dentro de ella una y otra vez,
sin descanso, durante, al menos, mil años.
—¿Quién es? —musitó en sueños.
—¿Cómo…? ¿Sigues dormida? —preguntó bajando la voz.

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—No dejan de llamar a la puerta —comentó con voz soñolienta y burlona
refiriéndose a los golpes que le daba sin ser consciente con su sexo entre sus
nalgas—, así que pregunto quién es.
Y rio. De golpe. Una carcajada enorme que brotó de su pecho y lo hizo
llorar hasta los ojos. Durante un rato eterno disfrutó de esa vibración que lo
recorría, de la felicidad, de tenerla a su lado, de escuchar la risa de ella
acompañando la de él. Y lo supo, maldita fuera su vida si la dejaba escapar.
Nunca. Era suya. Ella misma se había entregado a él a pesar de que estaba
roto, pero no se lo había ocultado. Y a ella le había dado igual, no solo no
había echado a correr, no, le había dado algo único a él. Algo tan especial que
no entendía cómo había pasado que se lo regalara a una persona tan ordinaria.
—Soy… tuyo —confesó, esperando que esas palabras pudieran adquirir
todo el significado que él quería darles.
Mackenzie cerró los ojos y apretó las manos, su corazón se saltó algunos
latidos y no pudo reprimir una sonrisa que le llenó el alma. Era suyo…,
sonaba tan jodidamente bien. Se sentía tan jodidamente bien.
—Vaya, deberías tener cuidado con lo que dices, esa frase me hace pensar
que tengo mucho poder sobre ti —susurró.
No podía evitar esa mezcla de sentimientos, por un lado, se sentía la mujer
más feliz del mundo, por otro, la asustaba como mil demonios el rumbo que
tomaban las cosas, porque lo que de verdad quería era decirle: «y yo tuya».
Pero no podía. Su madre se lo impedía. Tal vez, una vez terminado el
trabajo que su progenitora le había encargado, fuese libre para siempre y
pudiera vivir una historia de amor con él.
—Lo tienes —susurró para su propia sorpresa.
Podía ser muchas cosas, lo que nunca había sido era un mentiroso, menos
consigo mismo, y no podía mentir sobre lo que de verdad se removía inquieto
dentro de él. Era nuevo y le hacía sentir algo más joven, como si estuviese
recuperando una parte de su pasado, una de tantas de las que había perdido.
Mackenzie se giró y quedó bocarriba. Verla así, con los ojos llenos de
sueño, con el pelo alborotado, con las mejillas sonrosadas y los labios algo
inflamados, detuvo su corazón. A pesar de no llevar maquillaje ni ir arreglada,
era la mujer más hermosa que había visto jamás.
Y, sin poder reprimirse más, la besó. Y el contacto de sus bocas volvió a
ser una explosión que los dejó jadeantes y sin aliento por un largo rato.
Los ruidos fuera se volvieron insistentes y no les quedó otro remedio que
recomponerse para abandonar el lugar.

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—Tenemos que irnos antes de que sea más tarde. ¿Crees que tendrás
problemas con tu madre? —inquirió, no podía estar seguro. Él sabía que a
su… padre le daría igual.
—¿Problemas? No creo ni que se haya dado cuenta de que no estaba. Es
una mujer muy atareada.
Jakob asintió y le dio un beso en la frente, después la abrazó con fuerza.
Mackenzie esbozó una sonrisa.
—¿De pronto me he convertido en tu hermana?
Eso dejó fuera de juego a Jakob, que no comprendió a qué se refería.
—¿Primero me dices que eres mío y después me besas en la frente?
En ese instante comprendió qué era lo que decía y, sin más demora, la
besó con pasión, ese deseo que solo parecía nacer cuando sus labios tomaban
conciencia de los de ella.
—Así mejor, señor Lobo.
—¿Eso te convierte en mi Caperucita?
—Hum —pensó por un segundo—, tal vez.
—Pues ten cuidado, porque a Caperucita se la comió el lobo.
—Te han contado mal el cuento, Lobo, fue el lobo el que perdió la cabeza
por Caperucita, ella tan solo se dejó devorar de cara a la galería, pero la que
de verdad tenía el control de todo era ella. Se deshizo de la abuela y perpetró
el crimen perfecto, el cazador sería el culpable de matar al lobo, pero todo fue
un engaño, el cazador terminó en la cárcel y Caperucita heredó una casa,
dinero y un gran jardín para que su lobo paseara con libertad durante el día y
aullara a la luna por las noches.
—Vaya…, ¿esa es la versión del cuento que os cuentan aquí?
—No, no es una versión, esa es la historia real, solo que la adaptaron para
que las niñas inocentes teman a los lobos.
—Es que damos miedo.
—Otra vez te equivocas, ¿sabes cuál es el problema de los lobos?
Él encogió los hombros y negó con la cabeza, estaba divirtiéndose de lo
lindo con esa conversación que, a pesar de lo que pudiera parecer, tenía
muchos significados ocultos.
—No, pero estoy seguro de que me lo vas a decir.
—Que no saben que son lobos hasta que les muestras la capa roja.
Eso lo dejó pensativo, ¿sería así? ¿Sería eso lo que le sucedía? Tal vez su
apellido era lobo y se había sentido uno durante toda su vida, pero, cuando
realmente habían aparecido las ganas de aullar, había sido con ella. Cerca de
ella. ¿Sería ella su Caperucita Roja?

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—Entonces…, si eso es así, ya sé quién es la que lleva la capa del color
rojo que va conmigo.
La tomó de la mano sin decir nada más y salieron del local. Al irse, cerró
la puerta y le echó una última mirada.
—¿De verdad vas a darle vida?
—Eso espero —musitó.
Le ofreció el casco, subieron a la Breakout y la acercó hasta su casa.
Aunque en algo estaba equivocada Mackenzie, sí se habían dado cuenta de
que no estaba y sí la estaban esperando y buscando.
El jardín de su casa era un caos. Había tipos grandes y barbudos que
daban miedo por todos los lados. No había un solo hueco de césped verde,
todo era negro y rojo.
Rojo.
Eso lo asustó.
Como mil demonios.
¿Qué pasaba si perdía el control otra vez?
No, no podía, menos delante de ella.
Aparcó con una tranquilidad de la que hizo gala, pero que no sentía. Bajó
y tomó a Mackenzie de la mano, que temblaba como una hoja a punto de caer
de su rama.
—Será mejor que te vayas, entraré sola —susurró sin disimular que estaba
inquieta.
Los cerberos no dejaban de mirarla con cara de decepción y a él…, con
cara de pocos amigos, solo les faltaba sacar los dientes y gruñir, aunque no
sabían que el chico a su lado tenía colmillos afilados. Eso la llevó a pensar en
que tal vez este tipo de situación podía hacer que él estallara de nuevo y no
tenía ni idea, si eso volvía a suceder, de si sería capaz de ayudarlo a
controlarse.
—No voy a irme hasta estar seguro de que estás a salvo —dijo en voz alta
y con determinación.
Tenían las manos entrelazadas y él la apretó aún más para que supiera que
no iba a dejarla sola.
—¿Qué insinúas, niño? ¿Crees que va a estar mal aquí, en su casa, con su
familia? El único peligro para ella aquí eres tú —escupió uno de los cerberos.
—Entonces, perro, dime: ¿por qué está junto a mí de la mano en vez de
ahí, con vosotros?
Los cerberos se miraron unos a otros, confundidos, como si lo que hubiese
dicho tuviera toda la lógica del mundo y ellos no se habían dado cuenta de

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ello hasta ese momento.
Uno de ellos, mayor pero todavía en forma, tal vez de la edad del padre de
Jakob, se acercó unos pasos.
—Mack, ¿estás bien? ¿Ha sucedido algo?
—No, Brooklyn, estoy bien. Me trata bien, no te preocupes.
—Nos has tenido en vela toda la noche, niña. Arizona tampoco sabía nada
de ti y no contestabas el teléfono. Tu madre estaba fuera de sí, casi llama al
jefe Tunner para que sus hombres te buscaran.
Mackenzie notó como su pecho se revolvía, ¿de verdad su madre se había
preocupado por ella? Era… inaudito.
—Vale, entraré —suspiró.
Justo en ese momento la puerta de su casa se abrió y salió Chicago, que
frenó en seco y le dedicó una mirada de alivio, pero solo hasta que se dio
cuenta de que iba de la mano de ese lobo al que tanto odiaba.
Una fuerza, que Mackenzie no podía ver, lo impulsó hacia un lado,
obligándolo a reaccionar, y fue en ese momento cuando vio a su madre.
Carolina Taylor tenía ojeras y mal aspecto, casi como si de verdad hubiese
estado preocupada por ella.
Se abrió paso como el viento entre las espesas nubes y se colocó frente a
ella, tampoco disimuló el disgusto al verla tomada de la mano de ese joven
que no era el indicado en esos momentos. Se lo había advertido; no podía
enamorarse de nadie porque debía cumplir con su misión, ¿o acaso se pensaba
que el alojamiento y la comida eran gratis?
Mackenzie hizo el intento de soltar la mano de Jakob, pero este la aferró
con más fuerza, como si de pronto sus manos se hubiesen transformado en
garras, como si de repente el humano hubiese cedido el control al lobo.
—¿Estás bien?
Ella tan solo asintió con la cabeza, incapaz de articular palabra. Su madre
se cruzó de brazos, haciendo que su generoso pecho destacara más bajo la
estrecha camiseta negra con el dibujo del Anarchy.
—Ya veo —musitó.
A pesar de lo que muchos pensaran, Carolina Taylor no era solo una cara
bonita, tenía una mente ágil y supo, de inmediato, lo que había sucedido esa
noche entre ambos. La cara de su hija era un libro abierto y la forma en que él
la defendía, con… colmillos y garras, le dejaba claro que la reclamaba como
suya.
Sin que nadie lo esperara, levantó la mano y abofeteó a su hija todo lo
fuerte que pudo. El rostro de Mackenzie quedó hacia un lado, Jakob se quedó

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petrificado en un primer momento por lo inesperado del ataque, pero cuando
fue capaz de reaccionar la cogió por los antebrazos y la colocó tras él. Como
si fuera un escudo humano.
—Si vuelve a ponerle una mano encima… —murmuró con los dientes
apretados para que nadie más lo escuchara.
—Entra —ordenó, impasible.
Y, para sorpresa de Jakob, Mackenzie salió del refugio que era su espalda
y se alejó de él camino a su casa. Carolina lo miraba con los brazos cruzados
de nuevo y una sonrisa de triunfo se dibujaba en su cara. Él seguía apretando
los dientes y los puños. Trataba de contener la furia, pero su vista empezaba a
volverse roja.
Todo a su alrededor empezaba a ser tan solo un borrón rojizo.
—Jakob, luego te llamaré. Ahora ve a casa —suplicó con la mirada llena
de lágrimas y el rostro enrojecido por la reciente bofetada de su madre.
—Vamos, nena —murmuró en un ruego.
Mackenzie negó con la cabeza y entró en la casa. Una vez que la puerta se
hubo cerrado, todos los cerberos se pusieron alrededor de él; en el centro, la
reina de todos ellos, la reina del infierno. Lo miraban serios, no tenía claro si
para evaluar si tenía los cojones suficientes de quedarse ahí o si, por el
contrario, saldría lloriqueando con el rabo entre las piernas.
El problema era que su rabo ya sabía entre qué piernas quería estar y no
eran otras que las de Mackenzie Taylor. No le importaba ser un Tunner. Ni
siquiera se consideraba uno, ni le importaban las mierdas que flotaban entre
los padres de ambos, eran cosa de sus pasados, a él no iban a meterlo por el
medio.
—Parece que tu interés por mi hija es real, pero déjame decirte, Lobo, que
no tienes ninguna oportunidad de estar con ella.
Jakob no dijo nada, trataba con desespero de controlarse, pero nadie
imaginaba el esfuerzo titánico que estaba haciendo. Carolina se dio la vuelta
para regresar a casa, Jakob alzó la mirada y se encontró a Mackenzie mirando
desde detrás del vidrio que los separaba, con los ojos llenos de lágrimas y las
manos apoyadas en el cristal, como si fuera una prisionera.
Unas manos la tomaron por los hombros para alejarla de allí y desapareció
de su vista para dejar en su lugar la imagen de Chicago cerrando las cortinas y
sonriendo con malicia. Como si hubiera ganado alguna batalla. No había
guerra entre ellos, era lo que no comprendía. No la había, no la habría porque
para Mackenzie él no existía y porque, además, él la había ganado antes de
empezarla, la había reclamado y era suya.

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—No le estoy pidiendo permiso. Tengo el de ella, para mí es suficiente.
Esas palabras osadas hicieron que Carolina se girara sobre sus talones y
regresara junto a él. Debía reconocer que el chico tenía un aire atractivo que
le recordaba a alguien en quien no quería pensar. Sus ojos azules destellaban
seguridad, su semblante era atractivo, afilado, marcado por algunas cicatrices,
pero eso solo lo hacía más atractivo. Tenía un cuerpo formado gracias al
boxeo, deporte en el que, al parecer, era muy bueno, y esa pinta de chico malo
al que sueñas con rescatar del infierno, pero que, al final, es el infierno el que
te atrapa a ti, que tanto le había gustado a ella también.
No podía negar que era hija suya. Tenían el mismo gusto por los hombres.
No iba a reprochárselo, a ella no le había ido mal. Había bajado al infierno,
cierto, pero se había coronado como la reina y eso la enorgullecía.
—Si de verdad la quieres para ti, hay una forma, solo una —explicó, seria
—. Y solo una oportunidad —advirtió.
—¿Cuál? —interrogó con curiosidad. Necesitaba seguir distraído hasta
que el impulso pasara.
—Tienes que ser uno de los nuestros.
Escucharla decir eso fue como un golpe en el estómago, no se lo esperaba.
¿Tendría que vender su alma al diablo para estar con Mackenzie?
—¿Uno de los vuestros? ¿Estás de broma?
—Veo que hemos perdido las formalidades, está bien —afirmó a la vez
que alzaba la mano para frenar a sus matones—. No, no estoy de broma. Si
quieres estar con Mackenzie, la única opción es que te conviertas en un
cerbero. Estarás bajo la tutela de Chicago y, si cumples con los requisitos,
estarás dentro. Entonces, seré la primera en bendecir esa unión.
—¿Cómo sé que, si hago todo eso, cumplirás con tu promesa?
—Mi palabra es lo único de valor que tengo —rugió, como si la hubiera
ofendido que la pusiera en duda.
—Pensé que sería tu hija —soltó mordaz.
Esa frase la hizo parpadear, le había dado un buen derechazo sin ni
siquiera rozarla. Se lo merecía.
—Piénsalo, Lobo, si quieres a mi hija, a cambio de entregártela, quiero tu
alma.

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Capítulo 20

Rojo intenso

Jakob no supo cómo fue capaz de contenerse. En cuanto todos entraron en la


casa, se largó a la suya. Llegó furioso, no podía ver otra cosa que no fuera un
rojo intenso a su alrededor.
Soltó la Harley en el suelo sin importarle si se arañaba o si estropeaba
algo al dejarla caer de esa manera y se metió en el cobertizo en el que había
colgado el saco. Antes de llegar a él, aligeró la marcha y lo golpeó con tanta
fuerza que una brecha se abrió en uno de los costados.
No se detuvo, siguió golpeando sin piedad hasta que el relleno no fue
suficiente para soportar sus acometidas. Tenía que sacar esa imagen de su
cabeza, lo iba a volver loco. Se llevó las manos a ella y tiró de su oscuro
cabello. La mano de Carolina estrellándose contra el rostro de Mackenzie, que
no derramó ni una sola lágrima, que aguantó el temple frente a todos, aunque
estaba seguro de que quería… de que necesitaba un abrazo que no llegaría.
Le trajo recuerdos de las noches en las que era su madre la que soportaba
los golpes, las embestidas, las palabras de odio. Todo por algo de dinero, todo
para costear otra puta botella de alcohol…
Tan inesperadamente como había llegado, el impulso se fue y lo dejó sin
fuerzas. Cayó de rodillas al suelo sucio y arenoso, y sucedió algo que desde
que era niño no le pasaba: lloró.
Lloró sin control, jadeaba, sollozaba y gritaba fuera de sí. Por la culpa que
ahora lo arrasaba, pero también por la impotencia de no poder hacer nada por
ella, ni por su madre. Lo había enterrado muy profundo, pero no había
conseguido matar esos recuerdos, al contrario; habían enraizado en el fondo
de su alma y siempre serían parte de él, cada vez que perdiera el control le
sucedería, llegarían para alimentar la culpa y el arrepentimiento.
Unos brazos lo rodearon con fuerza, en un primer momento no supo a
quién pertenecían ni quién se atrevía a acercarse a él en ese instante en el que

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más que humano parecía un animal acorralado.
Alzó un poco la mirada y vio el pecho de su padre. No necesitaba ver más
que el uniforme de jefe de policía para saberlo. Quiso alejarse, pero, al
parecer, el hombre que le había dado la vida se esperaba ese movimiento y su
abrazo se hizo más férreo.
Lo intentó otra vez, quería gritarle que lo dejara en paz, que no necesitaba
esos brazos que tan tarde llegaban, pero no podía seguir engañándose. Había
soñado con ese abrazo muchas veces y lo había esperado otras tantas y por fin
sucedía, así que dejó que el niño que fue y que se negaba a dejar regresar, lo
hiciera, y se acomodó en el pecho de su padre, permitiendo que su calor lo
reconfortara.
Ambos, en el suelo, permanecieron sin decir nada durante largos minutos
en los que el silencio tan solo se veía interrumpido por los sollozos de él.
—¿Qué demonios te han hecho? ¿Qué cojones hizo Dana contigo? —
susurró, posando su boca en el cabello húmedo de su hijo.
No tenía ni idea del pasado que había vivido ese niño, porque a pesar de
querer parecer un adulto, no era más que un niño con un cuerpo demasiado
desarrollado, pero empezaba a imaginarse que su hijo había vivido una niñez
de mierda por culpa de una mujer que solo había pensado en ella misma, hasta
tal punto que no lo dejó saber que tenía un hijo.
Las lágrimas llegaron sin avisar, tan solo se dio cuenta de que estaba
llorando cuando notó que de su barbilla goteaba algo. Pero ¿cómo no sentirse
culpable? Aunque no hubiese sabido nada de su existencia ahora no podía
dejar de pensar en lo diferente que hubieran sido sus vidas, sí, las de ambos,
de saber el uno del otro. Tal vez ninguno de los dos hubiese vivido el infierno
que, al parecer, habían compartido sin saberlo.
—Ya estoy bien, puedes soltarme —musitó algo incómodo por la
situación. No era que el contacto físico fuera uno de sus puntos fuertes, pero
mucho menos estaba acostumbrado a abrazar a otro hombre, a no ser que
fuera un contrincante en el ring.
—Yo no lo estoy, hijo —confesó, llamándolo hijo en voz alta por primera
vez sin titubear.
Jakob no supo qué hacer, tan solo se quedó quieto, dejando que lo
abrazaran y tratando de recuperar todo el aliento que había perdido. Tras un
tiempo indefinido, el jefe Tunner lo soltó, se puso de pie y lo ayudó a
levantarse. Una vez uno frente al otro, le puso la mano en el hombro y bajó
algo la cabeza, avergonzado por mostrar un momento de debilidad.

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—Tómate con este viejo una cerveza y cuéntame qué coño ha pasado.
Aunque puedo hacerme una idea.
—¿Hacerte una idea? —preguntó con la voz ronca por el llanto.
—Sí, me apuesto el cuello a que la chica Taylor tiene algo que ver.
—Pues… has acertado, así que tu cuello va a seguir en su sitio.
Tunner asintió, sonrió, aunque fue una mueca fingida, y caminó a su lado
hasta la moto. Lo ayudó a levantarla y comprobaron que tan solo tenía unos
roces y poco más. Después de guardarla, entraron y se quedaron en la cocina
con dos cervezas entre ellos.
Se habían sentado cada uno a un lado de la mesa. La cocina no tenía
mucho uso, Jakob lo supo porque, a pesar de la antigüedad de los muebles,
estaban impecables, igual que la pesada mesa de madera a juego con las sillas.
—Has tenido algo que ver con el revuelo, ¿cierto? La chica Taylor estaba
contigo, ¿me equivoco?
—No, no te equivocas, Mackenzie estaba conmigo. Y lo va a seguir
estando —soltó con seguridad. No quería que su padre, a causa del momento
de intimidad vivido, pensara que tenía derecho a decidir sobre su vida.
—No creas que voy a decirte qué hacer, para eso llego varios años tarde,
pero sí quiero que, al menos, tengas las cosas claras. Los Cerberos son
peligrosos, tal vez no lo parece, pero lo son. Si tienen que terminar con la vida
de alguien, no van a dudar en hacerlo, los preparan para eso. Para actuar sin
pensar, tan solo obedecer órdenes.
Jakob escuchaba atento a la vez que le daba un sorbo a la cerveza, sin
alcohol, y asentía. No era una sorpresa, la verdad.
—¿Qué negocios manejan? Aparte de las peleas de boxeo ilegales.
—Todo, peleas, partidas de póker, drogas, algún que otro encargo para
quitar de en medio a unos u otros… Te lo he dicho, son más peligrosos de lo
que parecen.
—Mackenzie no es así, ella odia ese mundo —la defendió.
El suspiro que dejó escapar su padre era antiguo, como si lo hubiese
guardado por mucho tiempo.
—Carolina Taylor también era así, ya te dije que se parece a su hija
mucho. Estaba llena de vida, cuando sonreía todo dejaba de existir para mí.
Incluso estaba dispuesto a perder a mi mejor amigo por ella. No me importaba
nada más. Ella… me llenaba de vida.
—¿Qué sucedió?
—La vida, ella lo eligió a él. Nunca entenderé por qué prefirió vivir en el
infierno. Tomamos caminos diferentes y Carol, al final, rompió todas las

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promesas que me había hecho y me abandonó por él.
—Mackenzie… —¿qué podía decir? Ella le había advertido que lo suyo
tenía fecha de caducidad—, ella solo quiere escapar, solo que no ha llegado el
momento.
—Ni llegará, Jakob, ni llegará. No te engañes. Su madre nunca la va a
dejar abandonar la manada. Nunca. Tal vez lo intente, tal vez ahora lo piense,
pero al final caerá en las redes.
—¿Por qué su madre la culpa de lo que le sucedió a su padre? Sigo sin
entenderlo.
La cocina se había vuelto fría, no tenía claro la hora que era, pero su
estómago rugió. Tunner se levantó y fue hasta el refrigerador, sacó algo que
no supo identificar y tomó pan de molde. En unos segundos tenía frente a él
un emparedado y su padre, otro.
Tunner dio un bocado y él lo imitó. Después dio otro y su padre retomó la
conversación para su alivio.
—Nos dieron un soplo, nunca supimos quién fue. Tan solo llegó una
llamada a la comisaría en la que nos decía que en el Anarchy acababa de
llegar un cargamento de heroína pura. Así que, solo por si era cierto, cogí a un
par de mis hombres y nos fuimos a investigar.
—Sigo sin tener claro qué pinta Mackenzie en todo eso.
—Come y déjame acabar —ordenó, acercándole el plato un poco más—,
alguien tuvo que avisarlos de que llegábamos y se escondieron, algunos se
largaron dejando la droga en el local, otros se metieron en la bodega del antro.
El caso es que cuando entramos no había nadie, excepto una pequeña niña
que era una copia en miniatura de su madre. No tuve que preguntarle quién
era.
—¿Habían dejado a la niña sola?
—Con las prisas se la habían olvidado en un taburete, no debía de tener
más de cuatro o cinco años, pero ya desprendía esa misma belleza que no
podías dejar de mirar. Esa misma que tenía… —se interrumpió y frotó sus
ojos cansados—, que tiene su madre. —Jakob no dijo nada, se notaba que su
padre todavía sentía algo por Carolina Taylor, así que tan solo dio otro
mordisco al sándwich. Estaba famélico, pero, claro, la actividad de la noche
pasada lo había dejado exhausto. Recordarlo le hizo tener una erección que lo
avergonzó porque no estaba solo, estaba acompañado de su padre—. Cuando
le pregunté a la niña por su padre, me dijo, con la inocencia de un niño de esa
edad, que había ido al baño y ahí estaba mi amigo, tratando de tirar por el

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retrete los paquetes de droga. Pero no tiró los suficientes, tampoco quiso
implicar a nadie más, así que él se cargó solo toda la condena.
—Tuvo que ser una puta mierda…
—Cuida tus modales, muchacho —lo riñó su padre.
Jakob tragó, asintió y después sonrió. Aunque pareciera extraño, le había
gustado que lo tratase como si en realidad fueran una familia.
—Quería decir que tuvo que ser difícil. Arrestar a tu propio amigo…
¡Joder! ¡Es que tiene que ser una mierda!
—Lo fue, solo por eso te voy a permitir, por esta vez, ese vocabulario en
mi presencia. Lo fue y más tener que ver la cara de Carol y de la niña, que no
entendía qué había hecho mal su padre.
—Pero sigo sin entender por qué culpa a Mackenzie de aquello.
—Supongo que le recuerda el hecho de que fue ella la que me dijo dónde
estaba oculto su padre; si ella no hubiese hablado, quizás al encontrarlo ya se
hubiese deshecho de todas las pruebas. Sea como sea, la revisión de condena
de Phoenix está cerca, así que lo más probable es que pronto esté fuera y
vuelva a hacerse cargo de los negocios familiares.
—Me parece que Carolina Taylor es una mujer muy cruel, no entiendo
que culpe a Mackenzie de aquello cuando tan solo era una niña.
—Nunca olvides, Jakob, que la culpa es la mejor aliada para que los
demás se vean obligados a hacer lo que tú quieras. Es un arma poderosa. Más
si es un padre el que la usa contra su propio hijo.
—Parece que Mackenzie adora a su padre.
—Y Carolina lo sabe, por eso la puede manejar a su antojo.
—Entonces, tendré que ponerle remedio.
—Jakob… —murmuró Tunner, dejando escapar un suspiro—, no sé si lo
sabes, pero para estar con un cerbero hay que ser uno de ellos.
—Sí, Carolina me lo ha dejado claro esta mañana, pero lo que no sabe es
que, igual que uno puede convertirse en uno de ellos, también puede dejar de
serlo.
Tunner se quedó callado, no quería continuar con la conversación, había
avanzado mucho con el chico y lo último que quería era perderlo del todo
antes de recuperarlo.
Así que apretó las manos contra el tablero de la mesa y no dijo nada.
Tendría que vigilar de cerca a su chico y también hacerle una visita a Carol, si
se atrevía a tratar de hacerlo suyo…, no se lo perdonaría y esta vez acabaría
con ella. Sin compasión.

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Capítulo 21

A su antojo

Salió una vez que la noche había llegado. Prefería no ser vista, no tenía ganas
de otro enfrentamiento con su madre. Ni tampoco de dar explicaciones, si
antes dudaba en si alejarse o no de los Cerberos, una vez que acabara el
trabajo que su madre le pedía, después de los acontecimientos pasados, lo
tenía decidido: no iba a permitir que su madre siguiera manejándola a su
antojo. Ya había pagado, con creces, el error que cometió y que le costó a su
padre dar con los huesos en la trena.
No podía esperar para verlo, por eso le había puesto un mensaje para que
se encontraran en la misma puerta del parque donde cenaron aquella noche
que ahora parecía tan lejana. Necesitaba verlo. A pesar de que todo se había
complicado, había tenido la mejor noche del mundo, con él.
Ni siquiera su madre, ni la bofetada recibida, había apagado el brillo de la
sonrisa que no había perdido en todo el día. Había sido… uf, no encontraba ni
las palabras para describir todo lo que había sentido con él, por él.
Poner en orden sus pensamientos la hizo darse cuenta de lo peligrosa que
se estaba volviendo la situación, se había prometido no sentir nada por Jakob,
tan solo divertirse con alguien que le gustaba hasta que llegara la hora de
sacrificarse por la familia; sin embargo, no podía negar que lo que sentía
era… intenso. Ni tampoco ignorar los latidos de su corazón, fuertes y
acelerados, cada vez que pensaba en él.
Antes de llegar a la puerta, lo vio. Estaba apoyado sobre la Breakout, con
las piernas cruzadas y el casco entre las manos, con el que jugaba distraído.
¿Cómo era posible que fuera tan… perfecto? ¿Cómo era posible que su
corazón pudiese tronar en vez de latir? ¿Cómo era posible que en tan poco
tiempo la hiciera sentir así?
Se secó las manos en el pantalón corto que llevaba y caminó hasta estar
cerca de él y llamar su atención.

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—¿Esperas a alguien, guapo, o estás solo?
Jakob alzó la cabeza y la buscó con la mirada. Mackenzie supo que su
corazón se había parado y su respiración se había congelado junto con ese
momento que iba a atesorar para siempre, pasaran los años que pasaran. Que
estuviera así, tan… aliviado al verla la conmovió. Era bonito ver cómo se
preocupaba por alguien que no era de su familia ni tenía su misma sangre.
Sin esperar esa reacción, Jakob dejó caer el casco al suelo sin importarle
nada y corrió hacia ella. Al estar frente a frente, la miró a los ojos y después
tan solo la abrazó. Con una fuerza que la abrumó, con un ansia parecida a la
suya, con unas ganas… unas ganas tan grandes como las de ella.
Sin dudarlo, rodeó su cintura firme con sus manos temblorosas por la
emoción y se dejó llevar por la intensidad de lo que sentían, de lo que nacía
cuando estaban juntos.
Tras unos minutos deliciosos y que no quería que terminaran jamás, la
alejó lo justo para poder mirarla a la cara, no a sus ojos, miraba justo el lugar
en el que había recibido el golpe. Había tenido que usar un poco de maquillaje
sobre la zona que había empezado a oscurecerse.
—¿Estás bien, schnuki? —preguntó, acabando la frase en su lengua
materna. Era la primera vez que utilizaba ese apelativo que significaba cariño
y lo pilló desprevenido a él también.
Escucharlo hablar en alemán la sorprendió, pero, sobre todo, la asombró
que lo primero que preguntara era cómo se encontraba.
—Sí, ahora estoy genial —murmuró a la vez que volvía en busca de otro
abrazo.
Jakob sonrió contra su pelo, le encantaba tenerla entre sus brazos. Y cada
segundo tenía más claro que nada ni nadie iba a arrebatársela.
—Sabes que diciéndome esas cosas me pones más difícil que te deje ir al
final de verano, ¿no?
Era cierto, no quedaba mucho para el comienzo de las clases y eso la hizo
tener en un puño el corazón. Pero, por eso mismo, no podía desperdiciar el
tiempo, tenía que exprimirlo al máximo con él.
—Tenemos un trato, Lobo —dijo tratando de sonar segura de sí misma,
algo muy lejos de la realidad—, no lo olvides.
Jakob apretó las manos alrededor de su cintura y la atrajo a él, sin pedir
permiso o esperar la besó con fuerza, tenía que hacer desaparecer esa furia
que empezaba a cegarlo, y nada mejor que en su boca.
Pero los dos sabían que el tiempo se agotaba y pasara lo que pasase
después, ahora no era momento para perderlo en discusiones, así que la tomó

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de la mano y la llevó al que sería su lugar a partir de ese momento. Allí nadie
los molestaría y podrían estar a solas lejos de miradas indiscretas.
El trayecto lo hicieron sin prisa, Mackenzie se estremecía cada vez que él
apretaba sus manos, que rodeaban su cintura, con la suya, mientras con la otra
guiaba la moto. El aire empezaba a ser fresco y ella también sintió un poco de
helor en las piernas desnudas. Jakob pareció notarlo, porque la mano
abandonó las suyas y frotó su pierna.
Ahora los escalofríos no eran por el frío, eran por la sensación tan
placentera de sentir sus manos sobre su piel. Y el imaginar en qué otros
lugares podrían tocarla una vez a solas la hizo soltar un jadeo que ahogó
contra su espalda.
Jakob aparcó su Harley sin dejar que bajase de ella, abrió la puerta del
gimnasio y volvió a por ambas, aunque se subió detrás de Mackenzie, a la que
permitió meter la moto.
No lo había hecho con ninguna doble intención, pero cuando sitió el
cuerpo tibio de ella junto al suyo y pudo contemplar su trasero lleno, no pudo
contenerse y acarició sus muslos descubiertos.
El calor que lo llenó fue súbito. Una llamarada que lo dejó jadeando y con
su sexo tan caliente como el mismo infierno que se había desatado en su
interior, mientras que ella permanecía ajena a la guerra que se libraba en ese
momento.
Una vez hubo parado la motocicleta, Mackenzie se inclinó hacia atrás y
dejó que su espalda reposara sobre el pecho de Jakob, y fue en ese instante en
el que se dio cuenta de que algo le pasaba. Su corazón tronaba con tanta
fuerza que golpeaba su espalda y él no decía nada, tan solo jadeaba como si
no tuviera bastante aire.
Giró la cabeza hacia arriba para encontrar su barbilla y subió la mano
hasta el cuello de este para obligarlo a mirarla. La postura no era la más
cómoda, pero, aun así, su lobo se las apañó para besarla.
El gruñido resonó por el lugar, vacío, rebotando en las esquinas para
regresar con ímpetu renovado y golpearlos de nuevo, dejándolos fuera de
juego. Ella se dejó arrastrar a esa guerra de jadeos y gemidos que se
acrecentaban con cada roce de las manos de él, que no le daban tregua y
acariciaban sus pechos, pellizcaban sus pezones y apretaban su estómago
entre sus manos, tan hambrientas como sus bocas. Tan necesitadas de calor
como sus almas.
—¡Joder, schnuki! —aulló—. Si sigues así no voy a poder contenerme,
porque me vuelves loco. Me vuelves loco… —repitió con voz más baja,

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perdido en ella.
—¿Quién te ha dicho que te contengas, Lobo? —lo provocó, dejando que
su lengua resbalara por los labios masculinos.
—Yo… quería esperar, supongo que… —trataba de hablar, pero le
resultaba complicado cuando ella no dejaba de restregar su trasero contra su
sexo—, supongo que estarás molesta.
—¿Quieres esperar? Siento decirte que no estoy de acuerdo, no puedo
aguantar las ganas que tengo de ti —confesó con la mirada velada por el
deseo.
Jakob resopló, la levantó en la postura en la que estaba y bajó sus
pantalones cortos, ella entendió la maniobra y sin bajarse de la moto levantó
un pie y luego el otro para que pudiera sacárselos. Pensó que haría lo mismo
con la ropa interior, pero no, volvió a colocarla a horcajadas sobre la moto,
como si ella fuera la piloto, aunque el que llevaba el control era él.
—Te las voy a dejar porque estás muy sexy con ellas —murmuró en su
oído, mordisqueando después el lóbulo de la delicada y pequeña oreja
femenina, que provocó un suspiro profundo que llenó todo de una música
especial.
—Así que te gusta mi ropa interior…
—Me gustas tú, schnuki. No, no me gustas, me vuelves loco. De una
manera que no sé controlar, ni quiero.
—No la trates de controlar, nunca —jadeó ella al notar cómo los dedos de
él se paseaban a lo largo de su trasero hasta llegar al punto que más lo
anhelaba de todo su cuerpo.
Una de las manos de Jakob acariciaba su seno, la otra no dejaba de
torturarla, hasta tal punto que no era capaz de seguir en esa postura porque le
temblaban las manos, así que se dejó caer sobre él y fue cuando notó cuánto
la deseaba.
Tanto como ella a él.
Jakob retiró el delicado encaje que lo separaba de estar dentro de ella, se
desabrochó el vaquero, se puso protección y la penetró con cuidado. No
quería lastimarla, pero cuando la invadió y notó el calor y la humedad que lo
aguardaban, se olvidó de todo. Menos de ella.
Sus movimientos trataban de ser controlados, pero Mackenzie se adueñó
de la situación y se elevaba y dejaba caer sobre él ayudada por el manillar de
la moto. ¡Joder! ¡Era lo mejor que le había pasado en la vida! No follar en la
moto, no: ella.

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—Mackenzie, ve más despacio o no respondo de mí —rogó con la voz a
medio tono. Ella no se imaginaba cuánto esfuerzo suponía contenerse y no
dejarse llevar.
—Jakob, mi lobo…, fóllame. ¿No te das cuenta de cuánto te he
extrañado? ¿No puedes ver cuánto disfruto contigo? ¿No puedes notar lo que
provocas en mí? Me vuelves loca, haces que no exista nada más que tú.
Y eso fue lo que necesitó para dejarse llevar. La agarró con dureza por las
caderas y la ayudó en sus movimientos, que cada vez eran más rápidos. Entrar
y salir de ella era una sensación incomparable, una que nunca antes había
sentido con nadie, por nadie. Y cuando pensó que iba a perder la cabeza, los
dos estallaron en un orgasmo que aullaron a una luna que no podían ver, pero
que ahí estaba, aguardándolos. Por fin el lobo había encontrado a la
compañera perfecta para formar una manada.

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Capítulo 22

Un fiel reflejo

Tunner no estaba ciego, tampoco era un imbécil que no se diera cuenta de


nada, aunque no hubiese estado presente en la vida de su hijo, los días
pasaban y podía ver lo que le sucedía: estaba loco por la chica Taylor. No
podía evitar pensar, al verlo, que era un fiel reflejo de sí mismo años atrás.
Y sabía lo que eso conllevaría, estaba seguro de que Carolina no iba a
perder la oportunidad de seguir haciéndole daño a través de su descendencia.
Y no estaba dispuesto a que arruinase la vida del joven, como había hecho
con la suya.
Sopesaba la posibilidad de ir a hablar con ella o no, sentado en la pick-up
a pocos metros de la entrada de los Taylor cuando la puerta se abrió y
Carolina apareció con un cigarrillo en la boca y su habitual seguridad. Esa
imagen de femme fatale que no había desaparecido con la madurez, al
contrario, ahora era más evidente y eso la hacía todavía más… atractiva. Por
más que le jodiera reconocerlo.
—Joder, Duncan, dime ya lo que sea que hayas venido a decirme. Me he
fumado con este… —se detuvo para hacer una cuenta mental—, tres cigarros
esperando que bajaras de la dichosa camioneta.
Lo pilló desprevenido, tanto la aparición como la invitación a pasar dentro
de su casa, pero no podía echarse atrás en esa situación, nunca había sido un
cobarde y no lo iba a empezar a ser ahora.
—¿Qué tal estás, Carol? —preguntó al bajar del vehículo, usando el
diminutivo con el que siempre se refería a ella y que sonó extraño y lejano a
sus oídos.
—Cansada de esperar a que te salieran los huevos para venir a verme.
¿Qué ha pasado con el viejo Duncan? ¿Ese que se atrevía incluso a llevar la
moto con los ojos cerrados?

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Esas palabras tuvieron un efecto extraño en él, como si fueran una
máquina del tiempo que lo arrastraba sin remedio a un tiempo que ya no
volvería jamás. A aquellos años en los que estaba tan enamorado de esa mujer
que lo hubiese dado todo por ella, incluso su alma.
Sabía a qué se refería, a veces se probaban, siempre había existido
rivalidad entre los dos amigos y Phoenix era un adicto, entre otras cosas, a la
adrenalina y siempre lo retaba a hacer cosas peligrosas, cuanto más lo fueran,
mejor.
Así, una noche, en una carretera que estaba en obras y sin circulación, se
jugaron mucho dinero para ver quién era capaz de aguantar más rato en la
moto con los ojos cerrados. Y eso hicieron, subirse a la Harley y taparse la
vista con su banda oscura y dar gas, hasta que uno de los dos paró.
Por una vez, ganó Duncan, por eso siempre salía a relucir aquella noche,
fue la única vez que se hizo con el triunfo, aunque luego no le valiera para
hacerse con el corazón de la chica.
—Lo mataste hace muchos años, Carol, junto con la inocencia del primer
amor —dijo, serio.
No podía estar seguro, pero creyó ver un velo de tristeza, de añoranza o
tal vez de arrepentimiento en la mirada de Carolina. ¿Quizás, alguna vez, se
había arrepentido de su decisión?
—Vamos, entra y dime qué te trae hasta las puertas del infierno y luego
vete, estoy muy ocupada.
—Sí, supongo que ser la reina del infierno tiene también sus cosas
negativas.
Carolina sonrió y Tunner no pudo evitar que su maldito corazón latiese
con algo más de ritmo del habitual. Aún quedaba algo dentro, tal vez solo
recuerdos, pero con la suficiente fuerza para arder con solo una mirada o una
sonrisa de ella. Al parecer, la esperanza era en realidad tan dura como el
diamante y tan difícil de vencer que ni el tiempo, a veces, podía destruirla.
Caminó tras Carolina, la puerta se cerró después de él y pudo ver a
algunos de sus perros. Todos sus guardianes estaban en posiciones relajadas,
pero sin dejar de advertirle con sus miradas agresivas que no dudarían en
morder justo en la yugular si llegaba el caso, aunque fuera el jefe de policía.
Carolina lo invitó a pasar a su despacho y cerró la puerta. Se acomodó,
después de dar la vuelta al escritorio con estudiada calma, en su silla, y con un
gesto de su largo brazo le indicó que tomara asiento frente a ella.
—¿Y bien? —interrogó, colocando sus piernas sobre la esquina de la
mesa y reposando sus brazos sobre el regazo.

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—Está bien, iré directo al grano y me iré. Deja al chico en paz.
Carolina no tuvo que preguntar a quién se refería, lo que no acababa de
entender era por qué le interesaba un chico que estaba en una casa de acogida
en Fort Mill.
En ese momento, se dio cuenta, ¿cómo había estado tan ciega? Ahora era
capaz de ver el parecido. Tal vez por eso le había atraído tanto desde que lo
había visto. Se parecía a él, a ese Duncan joven al que una vez amó y que al
final dejó por Phoenix Taylor.
—¿Qué chico? No sé de quién me hablas… —dijo en su lugar, quería ver
hasta dónde llegaba Tunner.
—Mi chico. Por si no lo sabes, es mi hijo. Te quiero lejos de él.
—¿Tu hijo? —preguntó con voz inocente, como si no supiera nada.
Tunner podía ver en su mirada que lo había relacionado con él en algún
momento de su conversación, ¿tal vez se había equivocado al ir a pedirle que
lo dejara tranquilo?—. No puedo creerme que Duncan Tunner tuviese un hijo
y que no lo supiera nadie. ¿Dónde está su madre?
Carolina se había levantado y se acercaba a él con una tranquilidad
pasmosa. Cada paso parecía ser una promesa que estaba dispuesta a cumplir y
hacía que su cuerpo vibrara de expectación, ya que no podía dejar de
imaginarse dentro de ella.
—Ha muerto, lo ha pasado realmente mal, así que he venido a pedirte que
lo dejes tranquilo por las buenas, no quiero tener que volver a repetírtelo, ni a
ti, ni a tus hombres. No quiero que le jodas la vida como…
—¿Como te la jodí a ti? —lo interrumpió. Duncan no dijo nada, tan solo
se levantó y se dispuso a marcharse—. Tal vez eso tendría arreglo, ¿sabes?
Últimamente, desde que encerraste a Phoenix, me he sentido muy sola, a lo
mejor deberías hacerme compañía, al fin y al cabo, que me sienta así no es
culpa de nadie más…
La tenía frente a él, sus manos se habían enroscado en su cuello imitando
a una serpiente que lo tentaba con una mordida al paraíso, aunque en realidad
lo que pretendía era arrastrarlo al infierno.
Cerró los ojos y sin esperar que algo así sucediera, se encontró con los
labios de Carolina sobre los suyos. Nunca antes aguantar el tipo le había
supuesto un esfuerzo tan grande. Era un hombre. Un hombre que había amado
a esa mujer de una manera irracional y, ahora, se le ofrecía. Se arrojaba a sus
brazos sin más. ¿Por qué tenía que pasar por algo así? Aun así, permaneció
impasible, sin mover los labios y con sus manos agarró las de ella y las alejó
de su cuello.

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Ese gesto de desprecio le dolió a Carolina más que si la hubiese
abofeteado, ¿quién se creía que era él para despreciarla? El odio la llenó hasta
rebosar por sus ojos, que se oscurecieron advirtiendo a Duncan de que la
tormenta había empezado.
—Te recuerdo que el que está empeñado en ver a mi hija es él. No he
tenido nada que ver en eso. Y ya conoces las reglas, si quiere estar con ella,
tendrá que ser uno de los nuestros. Además…, tiene edad suficiente para
decidir su camino por sí solo, ¿verdad? A lo mejor tu hijo los tiene mejor
puestos que tú y sea capaz de dejarlo todo por ella.
Escuchar esas palabras le dolieron más de lo que esperaba y se giró sobre
sus talones, molesto. Ahora la ira vibraba en su garganta. Había guardado
mucho durante mucho tiempo.
—Tú fuiste la que me dejó por Phoenix, ese día no solo te perdí a ti,
también a mi mejor amigo, a mi hermano. Y, aunque las cosas salieran de
forma diferente, no voy a traicionarlo follándome a su mujer mientras él está
en la cárcel. No, Carolina, ya no soy aquel joven, pero hay algo que no ha
cambiado en mí y es que no estoy dispuesto a venderme por ti.
—Lo supe en aquel momento, por eso me quedé con Phoenix, aunque al
que de verdad amaba era a ti.
De nuevo sus palabras lo hicieron acercarse un paso más, furioso. Notaba
cómo la ira burbujeaba en sus venas y apretó los puños para no dejarla
escapar. Debía controlarse.
—Tú nunca nos amaste a ninguno. No podrías, Carol, no tienes corazón,
en su lugar solo hay un agujero negro que has llenado de odio y codicia.
Ahora me iré, aléjate de mi hijo o no voy a dejarte respirar. Me tendrás
pegado a tu nuca día y noche, así que piénsalo bien antes de hacer nada.
Tras esas palabras, se marchó. Salió del despacho dejando a Carolina
Taylor con la respiración agitada, por la rabia y el dolor del desprecio, ¿quién
se creía que era Duncan Tunner para rechazarla? ¿Se había olvidado de
aquella lejana noche en la que no solo le rompió el corazón, sino que se había
quedado con trozos de él?
Tunner salió de la casa molesto, se subió a la pick-up y decidió que más
tarde tendría una charla con su hijo. Quizás no podía obligarlo a mantenerse
alejado de Mackenzie Taylor, pero, al menos, quería que estuviera al tanto de
los planes de su madre.
Carolina lo vio alejarse a toda velocidad en la camioneta, al mismo ritmo
apabullante que su corazón latía. Si había pensado dejar que las cosas
siguieran su curso con el chico Tunner, ahora tenía claro que no iba a dejarlas

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al azar. Le pagaría con creces el desprecio, se lo cobraría con lo más valioso
que tenía. Quería verlo de rodillas pidiéndole perdón y rogando para que
liberara a su hijo del infierno al que iba a entrar por su propio pie y del que no
iba a dejarlo escapar.
—¿Todo bien, jefa? —preguntó uno de sus hombres al verla junto a la
puerta.
—Lo estará. Voy a salir, necesito que vigiléis a Mackenzie por mí, tiene
prohibido salir de casa hasta nuevo aviso.
Su hombre asintió y ella salió de la casa para coger la Harley y dirigirse a
dónde sabía que encontraría a Jakob, en Rock Hill nada estaba fuera de su
alcance y sabía todo de todos. Incluidas las miserias y, en este caso, los
sueños de cada uno de sus habitantes.

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Capítulo 23

En una encrucijada

Los días pasaban a toda prisa, llenos de ellos. Para Jakob no había nada más y
para Mackenzie… solo existía Jakob, hasta tal punto que se olvidó de lo que
ella misma había propuesto, que sus vidas dejarían de estar unidas cuando
empezaran las clases; algo que sucedería en breve. ¿Cómo había pasado tan
deprisa el verano? Apenas había sido un parpadeo.
Salía para verlo cuando se enteró de que su madre le había puesto un cepo
y no podía salir de la casa. Todos los cerberos se encargaban de su vigilancia.
Miró por la ventana y vio el espacio vacío en el que antes estaba la
motocicleta de su madre, lo que la hizo preguntarse qué era lo que sucedía y
adónde habría ido.
Tenía pendiente visitar a su padre, hacía semanas que no iba a verlo y la
revisión de la condicional estaba cerca, así que iría antes de que empezara la
universidad, lo que sería en unos días.
El verano había pasado en un suspiro y ya se entristecía ante la ruptura
inminente con Jakob; no quería, habían sido los mejores días de su vida, pero
no podía hacer otra cosa más que obedecer a su madre. Aunque nadie más lo
comprendiera estaba en una encrucijada y su madre se aprovechaba de ello,
era consciente, pero, aun así, esa sensación de que se lo debía no desaparecía
de su pecho.
Se tumbó en la cama y empezó a idear la forma de alejarse de Jakob sin
que sufriera mucho y, esperaba, sin que sufriera una de sus crisis cuando le
dijese que lo suyo había llegado al final. Por otro lado, no sería una sorpresa,
se lo había advertido, así que tenía que estar esperando que sucediera de un
momento a otro, ¿verdad?

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Carolina aparcó la Harley justo frente a la persiana del local que había
comprado Jakob. No tenía claro que quería hacer allí, tal vez un gimnasio, lo
que sí sabía era que lo iba a pagar sin necesidad de un préstamo.
Tenía ojos en cada esquina y sabía que ese era el lugar en el que su hija se
reunía con ese joven al que quería para los Cerberos. Estaba segura, después
de verlo pelear, que era el único que tenía una oportunidad contra la mole que
iban a enviar Los Ángeles del Infierno a la pelea, por eso lo quería, pero
ahora, después de saber quién era, lo deseaba aún más.
Golpeó la persiana con el pie y esperó a que le abriese. Cerca de allí
tenían un almacén clandestino que pocos conocían donde guardaban un
whisky de fabricación casera ilegal y no apto para cualquiera, por eso sabía de
ese lugar, los habían visto.
Supo que su hija ya no era tan inocente porque su mirada había cambiado,
incluso temió que el enamoramiento fuese un problema, hasta hacía un rato
cuando Duncan le había pedido que se alejara de su hijo. Pobre, no tenía ni
idea de lo que en verdad tenía pensado para él…
El chico abrió la puerta con una gran sonrisa, sin duda esperaba ver a
Mackenzie y no a su progenitora. Debía reconocer que era un bombón al que
no le importaría darle un buen bocado. Sus ojos eran azules, una gran
diferencia con los de su padre, por lo demás, se parecía mucho a él.
—No va a venir, la tengo en casa retenida —explicó antes de que dijese
nada, haciéndolo a un lado para pasar dentro.
Dio una vuelta por el lugar bajo la atónita mirada de Jakob, admirando el
trabajo que estaba haciendo. La Breakout tenía el depósito desmontado y
había pintura roja a un lado, por lo que supuso que había sufrido algún
accidente y la estaba arreglando.
Llevaba un mono de trabajo atado a la cintura y en la parte superior, una
camiseta de tirantes que en sus mejores tiempos fue blanca, pero que ahora no
era nada más que un lienzo sucio.
—Y, ¿a qué debo el honor de su visita? —preguntó cuando se hubo
recuperado de la impresión y de lo que significaban esas palabras.
—Ya lo sabes, no quiero pensar que no eres tan listo como pienso. La
quieres, sé que ella te quiere, si no, no se hubiese entregado a ti. Mi hija es
una mojigata que le daba mucha importancia a su primera vez. Así que tienes
que ser especial para que te haya elegido.
Escuchar esas palabras fueron un golpe en los huevos que lo dejó sin aire,
¿Mackenzie lo quería? ¿Para ella él era especial? ¿Su madre lo sabía por ella
o porque lo había imaginado?

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—La quiero, no es un secreto que tenga la intención de ocultar, aunque
sigo sin saber a qué ha venido aquí.
—Quiero que seas uno de los míos. Te necesito.
—No es cierto, tiene disponibles a muchos como yo, incluso mejores.
Carolina sonrió, el chico no tenía un pelo de tonto como había imaginado,
otra cosa en la que se parecía a su padre.
—Cierto, tengo a otros dispuestos a lo que sea por ser uno de los nuestros
sin tener que ofrecer nada a cambio, tú eres diferente y si no fuera porque
necesito un tipo que sepa usar los puños, ni siquiera te echaría cuentas, pero
resulta que eres muy bueno boxeando y yo necesito al mejor sobre el
cuadrilátero ahora mismo.
Jakob sonrió y caminó hasta dónde le esperaba la Harley, desnuda frente a
los ojos de los demás.
—No me interesa, no tiene nada que ofrecer que quiera.
—A mi hija.
—No puede ofrecerme algo que, en realidad, no es suyo. Es libre de elegir
con quién estar —dijo, molesto. ¿Cómo era posible que pretendiera venderle a
su propia hija?
La carcajada de Carolina rebotó por todas las esquinas vacías de la
habitación y lo golpeó con fuerza desde todos los ángulos. Desde luego podía
parecer un ángel, pero era una verdadera arpía.
—No tienes idea de nada, pequeño Tunner —masculló cada sílaba para
que quedara claro que sabía quién era.
Jakob apretó la mano alrededor del trapo que sostenía en ese momento y
se mordió la cara interna de la mejilla hasta que sintió la sangre, necesitaba
controlar la rabia que ahora mismo bullía en su estómago y peleaba con
fuerza para liberarse.
—¿Lo sabe ella? —Carolina negó con la cabeza sin dejar de sonreír—.
¿Esa va a ser su jugada? ¿Amenazarme con revelarle que soy hijo del hombre
que metió a su padre en prisión? Estoy dispuesto a correr el riesgo, así que no
valdrá para nada su… advertencia. La respuesta sigue siendo no.
—No quiero delatarte, ni tampoco voy a amenazarte a ti. Como imagino
que ya sabes, tu padre y yo tenemos un pasado. Además, ha venido a
advertirme que deje a su chico en paz —explicó para asombro de Jakob, no se
lo esperaba para nada—. De todas formas, una cosa es lo que decida hacer o
no contigo y otra la que piense hacer con mi hija y te aseguro que…
Las palabras de Carolina quedaron congeladas en el aire, Jakob, como una
exhalación, se había colocado frente a ella, tan cerca que esta necesitaba mirar

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hacia arriba para poder verle la cara.
—¿Qué? ¿Crees que me dan miedo las amenazas de un crío? ¿O las de tu
padre? Si no tenías los cojones suficientes para jugar duro, no tenías que
haber entrado en el juego. Es mía y, por hoy, está en casa sin poder salir, pero
su encarcelamiento puede ser para siempre, también puedo enviarla lejos, a
estudiar a la otra parte del continente, o hacerla desaparecer para siempre de
tu vida, como si nunca hubiese existido…
—No sería capaz… —murmuró en voz baja y cortante.
—Ponme a prueba —respondió ella con el mismo tono.
Jakob vio en la mirada de esa mujer que no tenía ningún apego por su hija
y que haría todo lo que pudiera para alejarla de él si no cedía a su petición.
—Estoy dispuesto a pelear, a nada más.
—Solo una cosa más, la pelea y… que te marques. Que todos sepan que
eres mío.
Jakob cerró los ojos, no le gustaba que lo obligaran a hacer lo que no
quería, pero esa mujer había dado justo con su talón de Aquiles y no estaba
dispuesto a perderla.
—En cuanto acabe la pelea, nos dejará ir. La dejará ir. Será libre, no
quiero verla cerca de ella nunca más.
—Trato hecho.
—¿Cómo sé que puedo fiarme de su palabra?
—Porque es lo único de valor que me queda, nunca he faltado a un trato.
Y hemos cerrado uno. Ella será tuya después de la pelea.
—El tatuaje, la pelea y una cosa más: Mackenzie deberá permanecer ajena
a todo. No quiero que sepa la verdad, nunca.
—Nunca lo sabrá por mí, no te preocupes.
—Una cosa más, ¿cuándo y cuánto? —interrogó sin mirarla, había
devuelto su atención a reparar los arañazos de la Breakout, como si lo que ella
le dijera no fuese importante.
—En un mes. Si ganas, cien de los grandes para ti. Podrás hacer lo que
sea que quieras hacer con este antro.
Jakob silbó, con ese dinero podía poner a punto el Bad Romance para
empezar una nueva vida. No podía negar que la idea era tentadora, de todas
formas, no era tan mal trato: la chica que amaba y un montón de pasta a
cambio de un tatuaje y una pelea. Tal vez Carolina no era tan malévola o tan
lista como ella misma creía.
Carolina se dio la vuelta, satisfecha. Abandonaba el local con una sonrisa
de satisfacción enorme: había ganado. Otra vez.

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Capítulo 24

Hecha de hierro

Carolina Taylor llegó a la casa entrada la noche, Mackenzie se había aburrido


como una ostra. Ni siquiera había recibido un mensaje de Ari o de él. La
miraba entrar con su caminar seguro, ese que parecía que no la abandonaba
nunca. Era como si estuviese hecha de hierro, nada podía quitarle ese orgullo
ni esa aura que destilaba peligro, era como si nunca estuviese cansada. Pero lo
estaba. Lo sabía, era su hija y podía ver cómo los círculos violáceos bajo sus
ojos se hacían más intensos cada día que pasaba.
No tenía claro por qué era, pero se imaginaba que el jefe Tunner se lo
estaba poniendo demasiado complicado y, al fin y al cabo, los Cerberos
también tenían sus propias deudas que pagar.
Carolina miró hacia su ventana y, al verla, le sonrió. Como si nada
hubiese pasado, como si nada pasara. No le devolvió la sonrisa, se metió en su
habitación y dejó que la oscuridad la arropara y la ocultara de la mirada de su
madre.
—Buenas noches, hija. Que tengas dulces sueños —canturreó a la vez que
entraba en la casa, lo supo porque escuchó la puerta cerrarse con un golpe
sordo.
Oteó el horizonte que lucía tan sombrío como se sentía en ese momento,
pero no vio nada: no lo vio a él.
Y tomó la decisión, no iba a demorar más la visita a su padre. Quería
verlo, hablar con él, pedirle perdón por aquello que hizo y que seguía pesando
dentro de ella. A pesar de todo, se había dado cuenta de que no podía seguir
viviendo bajo el pesado yugo que le imponía su madre.

La mañana se despertó fresca. Se notaba que el otoño estaba anunciando su


llegada, una nueva estación, una nueva oportunidad para empezar de cero. A

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ser posible, lejos de ella.
Se levantó, se duchó y se vistió a toda prisa para ir a la cárcel a ver a su
padre. Eligió unos vaqueros negros largos y una camiseta del mismo color
oscuro con la insignia de su club. Quería que todos estuviesen advertidos y
supieran de quién era hija.
Se plantó en la cárcel comarcal en una hora. El autobús hacía una parada
muy cerca de las instalaciones, por lo que hizo el resto del camino andando y
pensando en qué iba a decirle a su padre y cómo reaccionaria al verla después
de tantos meses sin aparecer por allí.
La rutina para ver a su padre siempre era la misma: llegaba, daba los datos
de la persona a la que quería ver, los guardias comprobaban que todo
estuviera en regla, la hacían pasar por un detector de metales y luego
comprobaban que no llevara nada peligroso.
Las comunicaciones se hacían con antelación y el preso las debía aceptar,
ellos tenían pactada una visita familiar a la semana en una sala privada que
duraba tres horas. Que ella supiera, su madre llevaba meses sin ir, ella
también, y eso la hizo sentirse aún más culpable.
Se sentó, acompañada por un guardia, en la silla que le indicaron. Había
una mesa y otras dos sillas, pero al informar al guardia que solo iba ella, se
llevó tras de sí la que no iba a ser ocupada. Así que esperaba a su padre
mientras observaba ese lugar tan frío e impersonal y pensó en lo que debería
de sentir su padre ahí, en lo solo que se estaría sintiendo sin siquiera saber de
su esposa e hija, por las que se había sacrificado. ¿Le visitaría alguno de los
que se hacían llamar amigos?
Phoenix Taylor apareció esposado. Mackenzie sintió cómo su corazón se
aceleraba. No parecía su padre o al menos ella lo encontraba mucho más
mayor. Cansado. Su cabello oscuro estaba plagado de zonas grises, sus ojos
tenían arrugas pronunciadas y el brillo azul en ellos se había apagado. Estaba
más delgado, demacrado, y eso la hizo notar cómo el nudo en su garganta se
apretaba con fuerza.
—Gracias, Billy —dijo con voz seria al guardia que le quitaba las esposas
y los dejaba a solas mientras él se frotaba las muñecas.
Las lágrimas no tardaron en aflorar en los ojos de Mackenzie, que acudió
con rapidez al refugio que el pecho de su padre le brindaba, con los brazos
abiertos para acogerla con cariño.
—Mackenzie, estás preciosa. ¿Por qué lloras, niña? —interrogó con la voz
llena de emoción a la vez que besaba su dorada cabeza.

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—Lo siento, papá —hipó, enterrando aún más la cabeza en el cuello de su
padre, al menos no había perdido su olor, seguía siendo el mismo—, siento no
haber venido antes.
El abrazo de su padre se estrechó a su alrededor para alejarla acto seguido
y poder verla bien. Había crecido, mucho. Ya apenas quedaban rastros de la
niñez en su rostro o en su cuerpo. Era toda una mujer. Preciosa, debía añadir
para su fastidio. Estarían todos los aspirantes a cerberos locos por ella. Apretó
los dientes, no podía hacer nada estando ahí, por eso deseaba que llegara la
vista y le dieran la condicional, se había estado comportando para
conseguirla.
—No sientas nada, cariño, no eres más que una niña…, no era cosa tuya
lo de venir aquí a verme, tu madre era la que debía haberte traído más a
menudo. Por cierto, ¿no ha venido Carol contigo?
Mackenzie negó con la cabeza, tratando de apaciguar su llanto y la
respiración para hablar con su padre con tranquilidad.
—Ya veo… ¿Sabe que has venido?
De nuevo negó con la cabeza. Su padre la abrazó de nuevo y la acompañó
a la silla, esperó a que se sentara y él hizo lo mismo, frente a ella.
—Vamos, nena, relájate. No podemos perder el poco tiempo que nos dan
en llorar, ¿verdad?
Mackenzie volvió a negar, pero esta vez acompañó el gesto con la cabeza.
—En breve empiezas la universidad, ¿no?
—Sí, en un par de días me marcho.
Phoenix supo que esa frase encerraba más de lo que se podía creer y eso
no hizo más que confirmar sus sospechas, sabía que Carol no tenía ese
instinto maternal que veía en otras mujeres, pero, al parecer, no había sabido
criar a su hija como se merecía. Podía ver en su mirada la falta de cariño que
su mujer no había sabido darle.
—Tu madre te lo está poniendo difícil, ¿no es así?
Mackenzie abrió los ojos de par en par, ¿su padre podía leer en ella muy
bien o es que era un libro abierto para todo el mundo?
—Bueno… —murmuró—, me lo merezco. Si estás aquí es por mi culpa
—confesó en un susurro ahogado.
Escuchar a su hija decir eso lo enfureció tanto que se levantó de golpe y la
silla cayó al suelo con gran estrépito. Si su mujer se había atrevido a culpar a
la niña…, no tenía claro de lo que era capaz de hacer con ella.
—¿Eso es lo que te ha dicho tu madre? ¿O son cosas tuyas?

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—Bueno, yo… —Mackenzie no sabía qué decir, la reacción de su padre
la había sobresaltado y ahora tenerlo mirándola con fijeza a los ojos le daba
escalofríos. Desde luego su padre, enfadado, asustaba.
—Mackenzie, ¿tu madre te ha metido en la cabeza que eres la culpable?
—insistió con voz seria.
—Bueno… —balbuceó de nuevo—, quizás alguna vez ha insinuado que
si yo no hubiese dicho dónde estabas…, nada de esto habría pasado.
—Esa perra… —masculló—. Mack, dime, ¿te está obligando a hacer algo
más? No me mientas, voy a enterarme de todo si pregunto. Aún tengo fuera
ojos y oídos que me informan.
Si eso era cierto, ¿estaba al tanto su padre de los escarceos amorosos de su
madre?
—¿No me crees? Sé que hay un chico que le ha plantado cara no solo a tu
madre y a ese hijo de puta de Chicago… —añadió apretando los dientes—,
sino también al resto de cerberos. Parece que los tiene bien puestos y que no
se achanta. Me gusta, por si te interesa mi opinión.
El corazón de Mackenzie revoloteó. No sabía, hasta ese momento, lo que
necesitaba escuchar esas palabras. Sonrió, no pudo evitarlo y esa sonrisa llenó
sus ojos. Su padre se sintió feliz por ella, también un poco molesto. Había
dejado de ser su pequeña para pasar a ser la pequeña de alguien de más. Pero
era ley de vida. No hacía mucho que él mismo andaba haciendo locuras por
amor.
—Así que te lo pregunto otra vez, ¿hay algo que tu madre te esté
obligando a hacer?
Mackenzie dejó escapar un suspiro, apretó sus rodillas con las manos y lo
soltó todo. Del tirón. Sin respirar.
—Quiere que deje a Jakob cuando entre en la universidad porque se ha
enterado de que Tunner tiene un hijo y va a ir a mi misma universidad. Al
parecer es un año o dos mayor que yo, no lo tienen claro, y quiere que lo
atraiga, que lo enamore para que se convierta en un cerbero y así poder joder
a Tunner y amenazarlo para que deje los negocios del club en paz.
—A ver, Mack, para. ¿Duncan tiene un hijo? ¿Y es más o menos de tu
edad? —Ella asintió.
Phoenix echaba cuentas, su hija lo tenía claro. Su mirada se había ido
hacia atrás, al pasado.
—Está bien, así que eso tuvo que ser… Sí, debió de ser por aquella época
—masculló.
—¿Qué época? —interrogó con curiosidad.

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—Cuando estuvo fuera, en Europa, creo que en Austria… No, no, espera,
no era Austria… —Tamborileó con los dedos sobre la superficie de la mesa,
pensativo—. En Alemania. Sí, fue Alemania. Tuvo que ser en aquellos años
porque coincide con la edad que dices que tiene su hijo.
De pronto, todo hizo clic en la cabeza de Mackenzie, el mismo que hacía
la pieza clave de un puzle que le daba sentido a todo. Jakob Wolf, alemán,
cortando el césped del vecino de Tunner… Ella había dado por hecho que era
un chico de los de la casa de acogida de Fort Mill. Él no lo había negado, pero
no era así. No. Era el hijo de Tunner, ahora podía ver el parecido entre ambos.
¿Entonces…? Claro, debía ser por eso. ¿Se lo habría ocultado porque ella
había hablado mal de Tunner? Estaba claro, ahora de repente todo cobraba
sentido. Y ella tenía una baza, su madre no sabía nada de aquello, todavía
pensaba que iba a encontrar al hijo de Tunner en la universidad y resultaba…
que lo había metido en casa sin ser consciente de nada.
—Sigo. Tunner tiene un hijo que va a asistir a tu universidad y tu madre
quiere que lo captes. Es tan típico de Carolina Taylor. Y, además, te obliga a
hacerlo como pago por lo que hiciese cuando tenías cuatro años, que, según
ella, fue meterme aquí, ¿me equivoco?
Mackenzie asintió, avergonzada. Escuchar a su padre decirlo en voz alta
le sonaba ridículo incluso a ella.
—Mackenzie, no quiero que hagas de manera forzada nada de lo que tu
madre te pida. No estás obligada a nada. Ni me debes nada. No dejes que te
manipule, es muy buena en eso. Esto —dijo, señalando el lugar donde estaban
— no fue culpa tuya. ¡Por todos los demonios! ¡Si tan solo eras una niña! En
todo caso habría que echarle la culpa de todo al que hizo la llamada
vendiéndonos —musitó en voz baja, pero tan cortante como el más afilado de
los cuchillos—. Si te gusta ese chico, adelante. Si te hace daño, le corto el
pescuezo, eso también quiero que se lo digas. Estudia lo que quieras, vive tu
vida como te dé la gana… No entiendo cómo tu madre, que nunca dejó que
nadie eligiese por ella, te obliga a hacer su voluntad.
—Supongo… que es complicado estar al frente del club sin ti.
La risotada ahogada que escapó del pecho de su padre le confirmó de
nuevo sus sospechas, sabía que su madre no le estaba siendo fiel.
—¿Sabes, pequeña? En nada voy a obtener la condicional y todo va a
cambiar, ya lo verás. Ya lo verás…
Y esas últimas palabras sonaron como la peor de las amenazas.

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Capítulo 25

Para su sorpresa

Mackenzie salió con fuerzas renovadas de la visita a su padre. Se habían


puesto al día de muchas cosas, entre ellas, le había contado que iba a estudiar
Derecho, algo que sorprendió y a la vez gustó a su padre, para su sorpresa.
Regresó a casa pasada la hora de comer; para no variar, su madre no
estaba en casa, así que se hizo un sándwich y se fue a su dormitorio. Estaba
decidida a hablar con Jakob esa misma noche, le contaría todo, le diría que
sabía quién era en realidad y que no le importaba. Que él, al igual que ella, no
tenía la culpa de los pecados ni de los problemas de sus padres.
Así que lo mensajeó diciéndole que la recogiera sobre las ocho porque
quería verlo y hablar con él.

Jakob recibió un mensaje. Le extrañó, no solía recibir muchos. Y su sorpresa


fue mayor cuando vio que era de Mackenzie y que le decía que quería verlo y
hablar con él. En ese momento se quedó helado, si lo pinchaban, estaba
seguro de que no iba a sangrar. Había tenido que aguantar la charla de su
padre, incluidas las advertencias, de que se mantuviera lejos de Carolina, que
lo quería para hacerle daño a través de él, para usarlo contra él. Carolina
pensaba que su padre iba a dejarla en paz si él era un cerbero, pero qué
equivocada estaba.
—¡Joder! ¡Me cago en la puta! —gritó, furioso. Tanto que se dio la vuelta
buscando qué golpear. Al menos estaba en el local y se fue directo al saco que
más cerca tenía para machacarlo.
De nuevo ahí estaba, forzándolo a perder el control. No podía perderla, no
podía… Ella era… su paz. Su calma. Con ella todo mejoraría. Con ella el rojo
no volvería a aparecer nublando su vista y haciéndolo perder la razón.

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No podía parar, no podía dejar de pensar que lo iba a dejar, que al final
iba a cumplir con su parte del trato e iba a dejarlo justo antes de ir a la
universidad. Pero no se lo iba a poner fácil. No era que ella no lo quisiera, era
por otro motivo que no quería contarle y estaba seguro de que implicaba el
hecho de que no era un cerbero, pero eso iba a cambiar, aunque ella no lo
supiera, él estaba dispuesto a hacer lo que fuera por no perderla, incluso
vender su alma al diablo.

Mackenzie se miró por decimosexta vez en el espejo. ¿La encontraría guapa?


Esperaba que sí, al igual que esperaba que le agradara lo que tenía que
decirle. Iba dispuesta a confesarle que lo amaba, porque no podía seguir
fingiendo que no sabía cómo llamar a eso que le hacía sentir.
Lo único que iba a ocultarle era el verdadero motivo por el cual lo suyo no
podía ser. No quería desvelar que sabía quién era, quería que fuera él mismo,
cuando se encontrara preparado, el que le dijese quién era su padre y el
motivo por el que se lo había ocultado, aunque estaba casi segura de que
había sido por los comentarios que ella había hecho sobre el jefe Tunner.
Bajaba las escaleras dispuesta a ir en su busca cuando se topó, al pie de
ellas, con Chicago. La miraba con gesto adusto y los brazos cruzados bajo el
pecho. Llevaba la chaqueta de cuero con el distintivo de los Cerberos y sus
brazos bajo el tejido se veían enormes.
—¿Vas a salir?
Ella asintió con la cabeza sin ganas de dar más explicaciones, tampoco se
las debía.
—¿Vas a verlo? —volvió a preguntar, esta vez agarrándola por el
antebrazo con fuerza y frenando su paso en seco.
—Suéltame, Chicago —espetó a la vez que tiraba con fuerza para aflojar
el agarre de este—. A ti no te importa —dijo, seria.
—Así que son verdad los rumores…
—¿Qué rumores, Jordan? —inquirió llamándolo por su nombre real, ese
que tenía antes de ser un cerbero. Supo que le jodería y así fue. Se mordió el
labio inferior a la vez que sonreía y cerraba los ojos, molesto.
—Esos que dicen que te follas al hijo de Tunner, al hijo del enemigo.
La dejó de piedra. ¿Cómo coño lo había averiguado él?
—Así que no estoy equivocado, en realidad es el hijo de Tunner… y te lo
follas. Qué decepción.
—¿Decepción?

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—Sí, porque has resultado ser una puta más.
Esas palabras tendrían que haberle hecho más daño, sabía que Chicago las
había soltado para herirla, para hacerla sentir mal, pero no iba a conseguirlo.
No había hecho nada malo, además, lo quería.
—¿Cómo sabes quién es?
La mirada de Chicago se agrandó, así que lo había pillado por sorpresa
que ella supiera quién era Jakob… ¡Bien! Punto para ella.
—Aun sabiendo quién es, ¿te has entregado? —preguntó más furioso a
cada segundo que pasaba. Si seguía así, iba a empezar a disparar sus dientes a
modo de proyectiles.
—Bueno, Chicago, es lo que suelen hacer las mujeres cuando se
enamoran, ¿no?
Y, con esa frase, lo remató. Pudo ver el dolor nublar su mirada, aunque
fue tan breve como un parpadeo.
—Te vas a arrepentir por el resto de tu vida… —amenazó en voz baja, tan
escalofriante que su cuerpo se sacudió.
—¿De qué, Chicago? ¿De qué se va a arrepentir mi hija? —preguntó
Carolina, apareciendo de repente, como por arte de magia.
—¿Sabes de quién es hijo ese Lobo? —preguntó haciendo una pausa
dramática—. Es hijo de Tunner.
—Lo sé, Chicago. Y, te advierto, deja de meter las narices en donde nadie
te llama. Y no pongas en entredicho mis órdenes.
—¿Lo sabías? ¿Órdenes? —inquirió más confuso todavía. Tanto como lo
estaba Mackenzie, ¿su madre sabía quién era Jakob? ¿Desde cuándo?
—Así es. Mi hija tiene la misión de atraer a Jakob a nuestras filas,
¿verdad, cariño? —dijo con voz melódica y suave a la vez que acariciaba la
barbilla de Mackenzie—. Lo quiero convertir en uno de los nuestros, no hay
nada en el mundo que pueda hacerle más daño a Tunner que ver a su propia
sangre convertido en algo que odia tanto. Además, así conseguiré que me deje
en paz una temporada. A mí y a nuestros negocios.
Mackenzie no sabía qué decir, ni qué hacer. ¡Había sido tan tonta! Una
estúpida ajena a todo lo que su madre tramaba. Debía haberse dado cuenta de
que algo raro sucedía en el momento en el que no le puso pegas para estar con
él. Quizás había pensado que, si de verdad a ella le gustaba el hijo de Tunner,
todo sería más fácil. ¡Pero qué equivocada estaba! Eso no había hecho más
que empeorarlo todo.
—En realidad fue una sorpresa que llegara antes de tiempo, nos pilló
desprevenidos a todos… —continuó Carolina con voz silbante, dejando ver la

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serpiente que trataba de ocultar, pero que llevaba dentro—. Aunque ha sido
un golpe de suerte, ahora lo vamos a tener más fácil para reclutarlo. Además,
necesitarás a alguien que te eche una mano en la universidad. No puedes con
todo tú solo. Será un buen cerbero.
—¿Y eso incluía que se lo follara? —espetó más furioso aún. Perdido en
ese hecho, sin importarle lo demás, ni siquiera el club. Además, no le había
gustado nada saber que detrás de todo estaba Carolina. ¡Esa perra! ¿Había
jugado con todos?
—¡Eres un gilipollas! —gritó sin poder contener más su furia y
Mackenzie hizo algo que nunca antes había hecho, abofeteó a Chicago con
fuerza, en la cara. Con tanta contundencia que le hizo una pequeña herida en
el labio, que se enrojeció cuando unas gotas de sangre salieron por ella.
—Vaya, al final sí que te pareces a mí cada día más —se carcajeó
Carolina sin parar.
Mackenzie miró su mano, después la cara de Chicago. En ese momento se
dio cuenta de que se había condenado para toda la eternidad. Él no iba a
olvidar nunca lo sucedido y sabía que no lo iba a pagar con ella, sino con
Jakob. Podía ver cómo el perro más fiel de su madre se relamía, casi podía ver
cómo en sus pupilas se reflejaban sus pensamientos y las torturas a las que iba
a someter a Jakob una vez fuera un aspirante a cerbero y tomó la decisión más
dolorosa de su vida. Iría a hablar con él, solo que el discurso iba a ser muy
diferente a lo que de verdad quería decirle.

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Capítulo 26

Miles de veces

Mackenzie llegó al local. Había tomado un taxi hasta allí, estaba demasiado
lejos para ir caminando, a unos veinte minutos de la universidad. Tenía una
buena ubicación para que jóvenes de varios pueblos de alrededor se acercaran
a disfrutar de lo que tenía en mente una vez lo tuviera listo.
Un sueño que quería compartir con él y que, ahora, ya no sería posible.
No iba a permitir que su madre se hiciera con el control de él ni de ella y por
eso iba a hacer lo más doloroso que había hecho nunca: iba a dejarlo.
Había ensayado el discurso miles de veces, había tratado de calmarse y
convencerse a sí misma para no llorar. Para ser fuerte y poder decirle que lo
dejaba sin más demora, que lo suyo había llegado a su fin. Que no podía ser.
En un día estaría camino de la universidad. Había decidido quedarse allí a
pesar de la cercanía, sabía que podía hacer esa hora todos los días para ir y
venir, pero deseaba salir de casa. Alejarse de su madre y tratar de respirar un
aire que no estuviese contaminado por Carolina Taylor.
El problema: Jakob estaría allí también. Y le iba a costar, ¡demonios! Solo
pensarlo la desgarraba, ¿cómo iba a ser capaz de hacerlo? Pero no le quedaba
otra, tenía que ponerlo a salvo de su madre, obligarlo a tomar distancia. No
quería que su madre malograse a otra persona, todo lo que tocaba lo
intoxicaba, lo envenenaba hasta que dejaba de tener una vida real para ser tan
solo un alma condenada más en su infierno particular al que llamaba familia.
¿Familia? ¿Qué sabía ella de eso? No quería a nadie que no fuera a ella
misma y no deseaba otra cosa que no fuera poder.
Abrió la puerta del local, que, para su sorpresa, no se quejó y fue suave
como la seda. Supuso que Jakob habría engrasado todos los mecanismos y los
rieles por los que corría la persiana.
Entró y tardó un poco en acostumbrarse a la escasa luz de la bombilla; tras
un rato buscándolo, lo encontró. Y al verlo su corazón se detuvo. Estaba

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tirado en el suelo, parecía… Era un muñeco sin vida.
Eso la alarmó y en lo primero que pensó fue en Chicago, ¿se había
atrevido a hacerle una visita antes de que ella llegara? ¿Lo había herido en
algún lado? Antes de darse cuenta, corría hacia el lugar en el que Jakob estaba
tendido.
Al llegar, se arrodilló a su lado y lo tocó con suavidad, con miedo, por si
todo era peor de lo que parecía. A su alrededor había un desorden que la hizo
sentir incómoda, ¿había habido una pelea? Lo parecía, la motocicleta parecía
desmontada, había un saco tirado en el suelo, junto a él. ¿Por qué? ¿Por qué
no le contestaba? ¿Por qué no respondía?
—Jakob… —lo llamó de nuevo—, Jakob, soy yo, Mackenzie.
Al pronunciar su nombre, le pareció advertir un leve movimiento tras el
que abrió los ojos.
—Mackenzie, ¿eres tú? —preguntó como si no fuera posible que ella
estuviera junto a él, en otro lugar diferente que no fuera en su propia mente.
—¿Qué ha pasado? ¿Te han hecho daño? ¿Ha sido Chicago? —preguntó
con apenas un hilo de voz.
La sonrisa que mostró su rostro le hizo sentir un escalofrío. Volvió a mirar
alrededor y se dio cuenta de que el estropicio no era tal y que la Breakout no
estaba destrozada, sino desmontada. Vio el bote de pintura y se dio cuenta de
que él llevaba un mono de trabajo.
Así que se puso en lo peor y llegó a la conclusión de que había sido una
de sus… crisis. ¡Mierda! ¿Qué le habría hecho estallar esta vez? ¿Debía
preguntar? Tal vez… podría usarlo como una de las causas para alejarlo de
ella. Aunque no fuera real, aunque se estuviera muriendo en ese instante por
dentro, por abrazarlo, por tenerlo. Por consolarlo.
—No, no…, ha sido el rojo, ha vuelto —murmuraba todavía perdido en su
propio mundo—. Lo siento, lo siento tanto —repetía una y otra vez,
incorporándose hasta que estuvo a su lado y se abrazó a ella.
—Jakob, ¿qué ha pasado?
Él parpadeó, como si volviera a la realidad de repente y fuera consciente
de todo lo que había sucedido.
—Leí tu mensaje —confesó sin más.
—¿Mi mensaje? —peguntó porque no sabía, en ese momento, a qué se
refería.
—Sí, leí el mensaje. Ibas a venir a verme y a hablar conmigo.
«Mierda, ese mensaje».

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—Lo sé, Mackenzie, vienes a dejarme porque pasado mañana te marchas
a la universidad, eso… me hizo estallar.
—Así que has sufrido una crisis porque te he avisado de que vendría a
hablar contigo.
Él asintió, sin fuerzas. Las había agotado todas golpeando lo primero que
había pillado. Miró sus manos, sin disimulo, y pudo ver la sangre reseca en
sus nudillos.
—Jakob —lo llamó con la voz seria, tratando de controlar todo lo que
bullía dentro de ella, sus ganas de abrazarlo, de llorar con él, de jurarle que
todo iba a ir bien…, porque ¡mierda! Nada iba a ir bien, todo iba a ir como
una puta mierda, pero no podía dejar que su madre se aprovechara de él, que
lo usara, que averiguara cuál era su debilidad y lo explotara hasta dejarlo sin
vida—. Lo sabías, no te engañé. Te advertí que todo acabaría justo antes de
marcharnos a la universidad. Te lo dije, muchas veces, solo nos divertiríamos
hasta el final del verano…, no podemos continuar con esto.
—Sí, sí podemos —dijo en tono de súplica, enredando sus manos en el
cabello, dando tirones de él—, yo conseguiré que tu madre me acepte…
—¿Mi madre? No es ella quien tiene que aceptarte, Jakob, soy yo.
—Pero… tú me quieres, ¿verdad?
Y, en ese segundo, lo escuchó. El sonido que hizo su corazón al romperse
en piezas pequeñas, tan diminutas que salieron por su boca al dejar escapar el
aliento. Sufría, nunca había hecho nada tan doloroso y sabía que no iba a
hacer nada parecido en la vida, no podía haber un dolor comparable al que
ella sufría en ese momento.
—Jakob, te lo dije, hay otro. Me reuniré con él cuando empiecen las
clases.
La mirada azul de Jakob se volvió tan oscura como la del lobo que
aguardaba en su interior. Pudo ver los colmillos preparados, las garras… todo
a punto para destrozar al que se acercara a lo que consideraba suyo: a ella.
—Mientes…, sé que mientes, Mackenzie. Te has entregado a mí, sé que
mientes, te conozco, mientes…
Sus palabras sonaban tan rotas como lo estaba ella, pero había llegado
hasta allí y no podía perder ni un centímetro de terreno. Pensó en su madre, en
la cara de satisfacción al creer que se iba a salir con la suya, en cómo se
relamía con anticipación pensando en que iba a tener un alma más a la que
exprimir… y no estaba dispuesta a consentirlo.
Amaba a Jakob y sabía que lo hería, pero era mejor ese dolor ahora que
todo lo que vendría después. No podía, no podía dejar a su madre hacerse con

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el control de él. Era suyo y no permitiría que Carolina Taylor lo destrozara y
no dejara de él nada más que un montón de escombros inservibles, imposibles
de recomponer. No se lo merecía, sabía que había sufrido mucho.
—No te he mentido nunca, Jakob, te lo dejé claro desde el principio, que
solo nos íbamos a divertir, ¿o de verdad pensaste que quería pasar el resto de
mi vida con alguien como tú? ¿Con alguien que es como tener una bomba a
punto de explotar entre las manos? —Las palabras salieron afiladas, cortando
su garganta al pronunciarlas y el corazón de Jakob al escucharlas.
Su cara no ocultaba lo que sentía, lo estaba destrozando, pero seguía
repitiéndose a sí misma que mejor ella que su madre. Al menos ella no
disfrutaba con esto, su madre se regocijaría y se revolcaría en la miseria que
le provocaba.
Se levantó y se alejó sin mirar atrás. No podía, si miraba, aunque fuera
solo una vez, estaría perdida. Porque cada paso que la alejaba de él era tan
doloroso que solo quería tirar la toalla, rendirse y contarle la verdad. Pero no
era una opción. Así que siguió caminando a pesar de que el dolor la rompía en
mil pedazos.
—Tienes razón, Mackenzie. —Lo escuchó susurrar y, aunque detuvo su
paso, se negó a darse la vuelta y enfrentarlo, no podía, era una cobarde—. La
primera vez que te vi pensé que no eras real, que eras un ángel, inocente y
puro, muy alejado de mi mundo. Fuera de mi alcance, al fin y al cabo, ¿qué
pintan un ángel y un demonio juntos? Eres… especial y sé que no te merezco,
créeme, lo sé.
Sus palabras se detuvieron, y ella supo por sus pisadas, que se acercaba
donde estaba. No la tocaba, pero era capaz de sentir el calor que desprendía a
su espalda y eso la hizo flaquear.
—Soy un desgraciado, un maldito bicho raro con un trastorno que lo hace
ser… una bomba a punto de explotar. Lo sé, ¡maldita sea! Ojalá no fuera así,
ojalá fuera tan solo un tipo normal rebelándose contra su padre en un arranque
de adolescente. Pero no lo soy, soy un puto niño al que le jodieron la vida. Al
que su propia madre le jodió la vida… Ni siquiera sé qué hago aquí, schnuki,
no pertenezco aquí, no pertenezco a ningún lugar, solo al infierno.
Las lágrimas corrían sin control por el rostro de Mackenzie, pero se negó
a hacer ningún ruido ni a girarse para abrazarlo, para confesarle cuánto lo
amaba, que lo quería por todo, no solo por las partes que tenía, sino por
aquellas que le habían robado, aquellas que había perdido y aquellas que
estaban rotas. Que ella lo abrazaría, lo besaría y consolaría hasta que algunas
volviesen a nacer, hasta que otras volvieran a estar unidas, que repondría las

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robadas con algunas de las suyas. Que tal vez por separado no eran nada, pero
juntos lo eran todo.
Pero no podía, si lo hacía, su madre ganaría la partida y no podía
consentírselo. No le importaba si su madre la hería a ella, pero no dejaría que
tomara el control de la vida de Jakob. Tal vez ahora le doliese a rabiar, pero
estaba segura de que se le pasaría en unos días. Al fin y al cabo, solo sería
hasta que su madre los dejase en paz o hasta que su padre hiciera su aparición
en escena, después se lo confesaría todo.
—Lo siento, Jakob, pero yo no quiero estar en el infierno, nunca más.
Y se marchó, dejándolo solo, frío y muerto. Igual que se sentía ella. Podía
sentirlo a su alrededor, dentro de ella, por todos lados. Ese frío que la dejaba
destrozaba, más sola que nunca. Con el corazón palpitando a mil tratando de
mantener, con ese ritmo acelerado, los pedazos juntos. Pero con cada paso
que la alejaba de él, iba perdiendo uno de ellos.
Cerró la puerta y se derrumbó. Se alejó unos pasos, pero a pesar de todo
escuchó la explosión de Jakob.
—¡Mackenzie! —gritó, desgarrado, y, por un momento, pensó que sabía
que estaba tras la puerta—. ¡Si tú no quieres bajar al infierno, yo haré todo lo
posible para salir de él! ¿Me oyes? Y cuando salga, te buscaré… —prometió,
bajando la voz.
Claro que lo escuchaba, alto y claro. Y eso le dolía como mil demonios,
porque a ella, en realidad, no le importaba estar en el infierno con él, a la que
no quería cerca era a esa mujer a la que debía llamar madre.
Otra cosa más que agradecerle.
Otra cosa más para alejarse de la jefa de los Cerberos.
Otra cosa más por la que odiar a Carolina Taylor.

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Capítulo 27

Jamás

Nunca había llorado tanto, jamás. Llegó a casa, aunque no tenía muy claro
cómo, y subió directa a su dormitorio. Se encerró en él. No quería ver a nadie,
no quería hablar con nadie. Incluso se negó a contestar los mensajes y
llamadas de su amiga Arizona.
No podía, simplemente, no tenía fuerzas. Solo pensaba en si alguna vez
Jakob la perdonaría, si lo suyo tendría arreglo más adelante. Aunque a veces
la asaltaba el sentimiento de duda, de si había hecho o no lo correcto, estaba
segura de que de otra forma todo hubiera sido peor. Mucho peor.
Era de madrugada cuando se levantó de la cama, la dejó deshecha, no solo
las sábanas estaban revueltas, también la había vapuleado con sus
movimientos inquietos y sus sollozos apagados.
Tomó la maleta de su armario, pensaba llenarla de todo lo que podría
necesitar para largarse de allí en cuanto terminara de arreglar las cosas.
Necesitaba poner distancia para vaciarse por completo. Solo así podía
empezar de cero y tener una oportunidad con Jakob.
Le escocían todavía en la lengua las palabras que había vertido sobre él,
como si fueran lava. Pero era lo mejor, tenía que serlo, no podía dudar en ese
aspecto. Metió su ropa y algunos objetos de aseo. No iba a llevarse nada que
la relacionara con los Cerberos, tampoco quería llevarse ningún recuerdo, tan
solo cogió una vieja fotografía de sus padres y ella. En algún momento de sus
vidas fueron felices. O eso parecía.
Recibió un mensaje de Arizona. Sabía que debía responder, pero la verdad
era que no le apetecía hablar con nadie. Estaba tan triste que en vez de ojos
tenía la sensación de tener nubes de lluvia en su lugar.
Tomó el móvil y se llevó la mano a la boca cuando descubrió que el
mensaje no era de Arizona, sino de Jakob.

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«No voy a arrastrarte a mi infierno, Mackenzie, saldré de él y luego iré a
buscarte. Nos vemos en el campus».
En un acto reflejo, tiró el móvil sobre la cama, como si con eso fuese a
borrar de su mente, de su alma, lo que acababa de leer. Él seguía dispuesto a
luchar, no iba a darse por vencido y eso hizo que su corazón palpitara sin
control.
Al cabo de unos segundos lo cogió de nuevo y puso un mensaje a
Arizona:
«Salgo para la universidad en el autobús de las diez. Nos vemos. Un
beso».
Miró la hora, eran apenas las ocho y media, pero ya no aguantaba más en
esa casa. Las últimas horas habían sido terribles, como si las paredes y el
techo se le vinieran encima.
Cogió la maleta y una chaqueta, para resguardarse del fresco de la
mañana, y bajó las escaleras tratando de no hacer ruido. Quería irse sin
despedirse. Quería irse sin verla. Sin decirle adiós. No tenía el ánimo de
enfrentarse otra vez a ella.
La casa estaba mortalmente silenciosa, eso le puso el vello de la nuca de
punta. Solo podía significar que algo grave había pasado, pero ya no era
asunto suyo. Renunciaba a los Cerberos desde ese momento, desde ese justo
momento en que iba a salir por la puerta. Y los vio. Y el alma se le encogió.
Porque ella tenía corazón, a diferencia de su madre.
Todos los cerberos estaban montados en sus Harley, dispuestos a darle
una despedida de verdad. Su madre reinaba en mitad de la colmena, pero a
ella ni se molestó en mirarla. Todo estaba pasando por su culpa, por su
avaricia, todo en realidad había sido por culpa de esa ansia de poder que no la
dejaba disfrutar de nada más, porque nada, nunca, era suficiente.
—¡Adiós, Mackenzie! —gritaron algunos cerberos a la vez que hacían
sonar el claxon de sus Harley.
—¡Que te vaya bien! ¡Nuestra niña ha crecido! —gritaban otros.
Trataba de mantener el tipo, aunque sabía que su rostro reflejaba la noche
que había pasado. Estaba temblando, por la emoción y la debilidad de lo que
había tenido que hacer.
—Gracias a todos —dijo en voz baja, simulando una sonrisa falsa que
estaba muy lejos de sentir.
—Hija, ¿no les vas a dar un abrazo a tu madre? —preguntó,
posicionándose en el centro de todos con los brazos abiertos, como si de
verdad quisiera una despedida, como si de verdad quisiera a su hija.

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—Claro, madre. Te echaré de menos —mintió, dejando que esta la
apretase entre sus brazos.
—Recuerda nuestro trato, quiero al chico Tunner convertido en un cerbero
antes de que acabe el mes —susurró solo para sus oídos.
—Cuenta con ella, jefa —contestó en el mismo tono de voz, justo antes de
apartarse y seguir caminando.
Justo cuando estaba a punto de salir de su jardín, Brooklyn se acercó y le
dio un abrazo de oso que casi logró que su máscara se resquebrajara. Era
auténtico, sincero, como el cariño que le tenía.
—Hoy mis dos chicas emprenden una nueva aventura, cuidad la una de la
otra y si algo pasa…, ya sabéis que iré allí y me encargaré de cualquiera.
—Papá, ¿vas a darle el mismo discurso a Mackenzie que a mí? Ya se lo
resumo yo: estudiar mucho, bla, bla, bla, nada de chicos, bla, bla, bla, estaré
vigilando, bla, bla, bl…
Y sus palabras quedaron interrumpidas cuando su padre la cogió y la
abrazó también. Un abrazo a ambas chicas que las hizo sonreír a pesar de
todo. Arizona sabía que a su amiga le había pasado algo grave en cuanto la
vio salir por la puerta. Antes incluso de leer esa mierda de mensaje que le
había puesto, antes… porque no había conseguido contactar con ella y que no
respondiera solo significaba que estaba mal, realmente mal.
—Vamos, papá, vamos a llegar tarde.
—¿Tarde? ¡El autobús no sale hasta dentro de más de una hora! —se
quejó.
—Sí, pero tenemos que llegar allí y tomar un café y charlar de lo felices
que somos porque empezamos la uni. Adiós, papá, te echaré mucho de
menos.
—Yo a ti también, pequeña —confesó con la voz rota—. A las dos —
incidió, dándoles otro abrazo más.
Las dos chicas se despidieron por última vez y Arizona agarró de la mano
a su amiga mientras caminaban y dejaban a lo lejos los pitidos y ronroneos de
las motos que las habían visto crecer.
Chicago las miraba alejarse, estaba herido, pero no iba a conformarse. La
seguiría viendo por el campus y tarde o temprano su oportunidad llegaría. No
solo para ajustarle las cuentas a ese gilipollas alemán, sino también para
saldar la deuda con ella.
Arizona se mantuvo en silencio un buen trecho del camino, esperando que
fuese su amiga la que iniciara la conversación, pero viendo que no sucedía,
decidió ser ella la que rompiera el mutismo.

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—Mack, soy yo, así que deja de fingir de una puta vez que estás bien y
cuéntame qué coño ha pasado estos días.
Y, al escuchar a su amiga hablarle con tanta franqueza y con la voz
cargada de preocupación, se derrumbó y la puso al día de todo. De la visita a
la cárcel, del encontronazo con Chicago, del hecho de que su madre conocía
la verdadera identidad de Jakob… de todo. Y su amiga la escuchó durante
todo el trayecto y lloró con ella, también la abrazó con fuerza durante un largo
rato en el que no dejó de repetirle que todo se arreglaría.
Y Mackenzie la creyó, porque necesitaba creer que todo iba a tener un
final feliz.

Jakob aparcó la moto en la zona reservada para ello. Bates House era la
residencia que había elegido. Las habitaciones, pensadas para dos estudiantes,
se veían lo suficientemente espaciosas para no estorbarse mucho el uno al
otro. Entró en el edificio un poco perdido, buscando la suya.
No tuvo problema alguno para que un grupo de chicas, que parecían
animadoras, se ofrecieran a acompañarlo. La verdad era que no estaba de
humor para aguantar gilipolleces, y fue un poco brusco con ellas, aunque no
se lo merecieran.
Se paró frente a la puerta y tocó, pero no hubo respuesta, así que entró sin
más. La habitación estaba vacía. Al parecer, había llegado el primero, así que
echó un vistazo a la habitación antes de elegir uno de los lados. El lugar era
simétrico, las camas no estaban a ras del suelo, eran altas y debajo tenían
espacio para usarlo de almacenaje. Dos armarios idénticos frente a cada una
de ellas y a los pies de cada mueble, un escritorio con una silla.
Nada más, tampoco era que necesitara algo más. Con eso tenía más que
suficiente. Se sentó en la que daba a la ventana y decidió que esa sería la
suya. Al menos, de vez en cuando, podría respirar.
Abrió el armario y colocó sus pocas pertenencias, después dejó la bolsa
bajo la cama, junto al casco de la Harley. Ya estaba instalado, se echaría un
rato para luego ir a dar una vuelta por el campus.
Después de media hora, su compañero no había dado señales de vida, así
que se levantó y salió de la habitación dispuesto a conocer todo aquello. Tenía
tiempo hasta la hora de comer de ver el campus, por la tarde iría a pedir el
horario de clases y husmearía dónde se entrenaba el equipo de boxeo.
Bajaba las escaleras hasta la entrada cuando las vio. Mackenzie no parecía
muy feliz, tenía pinta de que un camión le hubiese pasado por encima y tal

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vez eso era lo que le había sucedido, porque él se sentía igual.
Las habitaciones de las chicas estaban en el ala opuesta, por lo que no lo
vieron. Arizona no dejaba de abrazarla y tomarla de la mano, como si le diera
ánimos. Lo sabía, ella no le había dejado por propia voluntad, seguro que
había sido su madre porque él todavía no se había presentado a hacerse el
tatuaje ni a preguntar por la pelea.
Al menos, lo aliviaba saber que estarían durmiendo bajo el mismo techo y
que de vez en cuando se verían.
—Vamos, Mack, estamos llegando, ¿no estás nerviosa? Te dejaré elegir
cama, ¿vale?
—Sí, está buenísimo, es un poco brusco, pero me da igual, ya le he
echado el ojo —decía una chica teñida de rubio que reposaba en la puerta de
al lado.
—No parecía muy interesado, Amber —contestaba otra con el pelo rojo
como el fuego y ojos verdes intensos.
—Lo estará, ya sabes que consigo todo lo que me propongo.
—De todas formas…, me quedo con el profesor O’Donnel. Cada año que
pasa está más bueno. He vuelto a escoger psicología solo por él.
—¿Os parece interesante nuestra conversación? —les preguntó la chica
teñida, de malas formas.
—A mí sí, tengo de profesor a O’Donnel —soltó Arizona con esa
naturalidad que la caracterizaba.
Y la chica pelirroja comenzó a hablar con ella como si se conocieran de
toda la vida, así se enteraron de que eran Amber y Tara. Esta última era una
estudiante de Irlanda, que había decidido estudiar fuera. Aunque lo que de
verdad la había empujado a hacerlo era su pasión por ser animadora y, ¿qué
mejor lugar para serlo?
Amber era seria, distante y fría, pero Mackenzie tampoco estaba en uno
de sus mejores días, así que se despidió y se metió en la habitación a dejar sus
cosas.
Desde dentro podía escuchar a Ari hablando con Tara del profesor
O’Donnel. Al parecer, causaba sensación allí por donde iba, tanta que estaba
empezando a sentirla incluso ella. Aunque, de pronto, la imagen de Jakob la
sacudió y se preguntó si estaría ya en el campus, en qué lugar se estaría
quedando y si había tenido suerte con su compañero de habitación.
Ella con la compañera no iba a tener problemas, era Ari, aunque no podía
asegurar que con sus vecinas se llevara bien, esa Amber… tenía algo que no
le agradaba y era raro, por lo general todo el mundo le solía gustar.

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Eligió la cama que daba a la ventana, lo necesitaba, ese pequeño espacio
le ayudaría a respirar cuando no tuviera fuerzas para continuar, y mirando por
la ventana lo vio. Paseaba a lo lejos, pero era capaz de distinguirlo entre un
millón de siluetas. Su corazón se encogió, pero no lloró de nuevo. Ahora
estaban lejos de su madre, así que solo esperaría el tiempo suficiente para que
se olvidara de ellos y después iría a confesarle toda la verdad.
Solo esperaba que, llegado el momento, no fuera demasiado tarde.

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Capítulo 28

Esa nueva aventura

El día amaneció soleado. Ambas tenían ganas de comenzar esa nueva


aventura, así que se despidieron en la puerta y se marcharon cada una al
edificio donde sus clases se llevarían a cabo. La verdad era que no se
imaginaba a Arizona como doctora, pero era lo que quería ser. Si se
especializaba en traumatología, solo con los Cerberos iba a tener la clínica a
rebosar.
Llegó a su edificio y entró en la primera clase. Era grande, los asientos
estaban tapizados en color marrón oscuro y la tela era recia, áspera, pero le
gustó la sensación. Se sentó en la parte de arriba, no quería estar abajo, donde
todo el mundo pudiese verla.
—Hola, soy Cameron. ¿También es tu primer año?
Mackenzie giró la cabeza y se topó con una versión más mediocre de
Jakob. Era alto, fibroso, con el pelo oscuro y los ojos azules, pero de un azul
sin brillo, apagado. Después de que lo viera parpadear confuso, se dio cuenta
de que lo estaba analizando perdida en su mundo y que el joven esperaba con
la mano extendida a que lo saludara.
—Hola, soy Mackenzie, y sí, es mi primer año.
No pudieron hablar mucho más, la clase empezó y todos guardaron
silencio. El profesor que la impartía ni siquiera les dijo cómo se llamaba, tan
solo entró en materia a la hora en punto. Cuando acabó la clase, se enteró, por
otros estudiantes, que tenía fama de ser muy serio y duro a la hora de evaluar
y que, aunque pareciera que no se percataba de nada porque estaba dentro de
su propia burbuja de soberbia, no se le escapaba ni una.

Arizona llegó a tiempo a clase. Sentía una curiosidad que no podía sosegar.
¿De verdad era tan atractivo ese profesor del que todo el mundo hablaba?

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Paseó por el aula, era impersonal, fría y le dio un escalofrío. La pizarra de
color oscuro no tenía ni el menor rastro de que alguna vez alguien hubiese
garabateado sobre ella. La caja de tizas parecía estar sin usar. ¿La habrían
llegado a estrenar alguna vez?
Se dio la vuelta para mirar la clase desde la posición del profesor, ¿algún
día llegaría a ser una? No lo tenía claro, le gustaba la medicina y quería
ejercer, aunque también le tentaba la idea de dar clase, de enseñar lo que ella
misma hubiese aprendido. Tal vez pudiese hacer ambas cosas en el futuro.
Todavía faltaban casi diez minutos para que comenzara esa clase. Así que
sin poder evitarlo se sentó en la silla del profesor y subió los pies a la mesa
para echarse hacia atrás, con las manos tras la nuca. Estaba relajada, se sentía
muy bien. Esa silla era, de alguna manera, un trono y la clase, su reino.
—Disculpe, señorita, pero creo que ese sitio es mío. Todavía no se lo ha
ganado.
No se esperaba para nada que alguien le llamara la atención, perdió el
equilibrio y cayó hacia atrás, golpeándose la cabeza contra el suelo.
—¿Está… bien? —Escuchó que preguntaban.
Parpadeó varias veces y se incorporó rascándose la zona del golpe, enfocó
y lo vio. En ese momento quiso volver al suelo. Fundirse con él. Mimetizarse
con él. No podía ser, ¿verdad? Era por el golpe, estaba segura.
—Creo que no lo estoy, porque lo miro y veo a alguien que conozco —
confesó, parpadeando de nuevo.
—¿Qué haces aquí, Indiana? —la llamó por el nombre que ella misma le
había dado.
«¡Mierda! ¡Mierda santa! ¡Es él! ¡Maldita sea mi suerte! ¿Qué hace aquí?
Espera… ¿Ha dicho que este era su sitio…?».
—¿Me acosas? Estoy seguro de que no tengo a ninguna Indiana en mi
clase.
—Ya… eso —se justificó mientras él le daba la mano para ayudarla a
levantarse y lo sintió de nuevo, esa electricidad que la dejaba sin aliento cada
vez que la tocaba—, bueno, es que no me llamo Indiana en realidad y no te
acoso; soy alumna de esta clase.
—Vale, si es así, dime tu nombre, voy a comprobarlo.
—¿Llevas la lista contigo?
—No la necesito, la llevo grabada aquí —explicó, señalando su cabeza.
—Vale, a ver, mi nombre es Amber …
—Deja de mentir, no tengo a ninguna Amber. Tu nombre o iremos a
dirección y lo explicas allí.

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Arizona dejó escapar el aire y se llevó la mano al pelo, estaba nerviosa y
era un gesto que no dejaba de hacer cada vez que se sentía incómoda.
—Está bien, supongo que de todas formas lo vas a descubrir tarde o
temprano. Arizona Clyde, encantada.
Cuando Jackson escuchó el nombre completo de la joven, se quedó sin
aire. No podía ser, no podía ser…
—Arizona, dime que tu padre no es Brooklyn Clyde.
Ella, como respuesta, se encogió de hombros. ¿Qué más podía hacer?
—¡Joder, Arizona! ¿Sabes en qué lío me has metido? ¿Sabes qué me hará
tu padre si se entera de lo que… de lo que te hice?
—¿Como que lo que me hiciste? Pensé que había sido cosa de dos… —
soltó, molesta.
Jackson la miró y no pudo evitar sonreír. Era preciosa y si decía que había
podido olvidarla se estaría mintiendo a sí mismo, pero, ¡joder!, no solo era su
alumna, sino que también era la hija de Brooklyn Clyde, la mano derecha de
Phoenix Taylor. ¿En qué lío se había metido?
—Hablaremos más tarde, ahora ve a ocupar un lugar. Están a punto de
llegar tus compañeros, ¡joder! —volvió a exclamar, sobrepasado por los
acontecimientos.
—Como usted ordene, señor O’Donnel —comentó, sonriendo con
picardía. Ahora entendía por qué despertaba el señor O’Donnel pasiones entre
las estudiantes y, desde luego, no se habían quedado cortas en las
descripciones. Si vestido como un cerbero estaba atractivo, ataviado con la
ropa de profesor era… uf, no existía una palabra en el diccionario para
describirlo.
Se sentó en la primera fila, sacó el portátil y un bolígrafo que no
necesitaba para nada más que mordisquearlo pensando que era su cuello, y las
imágenes de aquella noche sobre la barra del bar la hicieron tragarse un jadeo.
No iba a poder sobrevivir a ese curso, no iba a poder sobrevivir ni siquiera
a una clase. No con él como profesor, no sabiendo qué guardaba bajo la ropa.
La clase se llenó de estudiantes, la mayoría eran mujeres, como era de
esperar, y se le hizo eterna. Sobre todo, porque no paraba de escuchar
suspiros todo el tiempo. Flotaban en el aire con forma de corazones de todos
los colores, el aire parecía un puto arcoíris. Y eso la ponía de mal humor.
La clase acabó y ella esperó a quedarse a solas. Necesitaban hablar, ya
que se iban a ver en el campus e iban a compartir espacio vital dos veces a la
semana.

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—Arizona —la llamó cuando estuvieron a solas—, sabes que ahora soy tu
profesor, ¿no?
—No entiendo cuál es el problema, Jackson…
—Señor O’Donnel, no lo olvides, por favor —la corrigió.
—No entiendo cuál es el problema —repitió—, señor O’Donnel. Somos
adultos, no es que hubieses cometido un crimen.
—No solo soy tu profesor, Arizona, también soy un cerbero y tu padre me
va a degollar si se entera alguna vez de lo que le hice a su hija… ¡Oh, dios!
—¿Te refieres a lo que hicimos sobre la barra? ¿En la mesa de billar? ¿O
en la silla alta…?
Jackson le puso la mano en la boca para hacerla callar y en su mirada se
dibujó una sonrisa traviesa de la que no puedo evitar contagiarse.
—A todo, Arizona —susurró y su nombre sonó en su boca de una forma
que le encogió el estómago—. Olvídate de aquella noche, por favor. Olvídate
de mí.
—¿Por qué?
Él la miró preguntándole con la mirada qué era lo que quería saber.
—¿Por qué he de olvidarme? ¿Por qué alguien que es profesor tiene que
trabajar de camarero por las noches para los Cerberos?
El silencio se espesó entre ambos y él bajó la mirada para llevarse los
dedos al puente de la nariz y apretarlo con fuerza.
—Porque no soy bueno, Arizona. No lo soy. Mantente alejada de mí, te lo
estoy advirtiendo por las buenas. Olvídate de todo, de mí, de aquella noche,
de todo. Será lo mejor para ti. A mi lado no vas a estar a salvo.
Y con esas palabras flotando en el aire se largó y la dejó sola, fría y con la
mente barajando miles de posibles explicaciones para lo que acababa de
suceder.

El primer día había sido agotador, no pudo ver ni hablar con Arizona en
ningún momento, esperaba hacerlo durante la cena. En la residencia tenían
zona para ello. Era un bufete libre en el que podía comer de todo con un
precio cerrado y decidieron que era la mejor opción para ellas.
Mackenzie llegó la primera y cogió una mesa, miraba distraídamente el
móvil mientras la esperaba cuando una sombra se colocó frente a ella. Por un
momento su corazón dejó de latir, porque pensó que era Jakob, pero no era él,
era su compañero de clase, ¿Cameron?
—¿Puedo sentarme? No conozco a nadie más —dijo sonriendo.

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Iba a contestarle algo cuando se vio interrumpida por Arizona.
—Lo siento, amigo, otro día será. Es mía hoy, porque no la he visto en
todo el día y necesito contarle mil cosas. Adióóóósss —canturreó a la vez que
lo despedía con un movimiento de dedos—. Uf, ha estado cerca, te veía
diciéndole que sí.
—¿Qué querías que le dijera? No podía echarlo sin más —se justificó.
—¿Cómo que no? ¿No me has visto? Ha sido de lo más sencillo. Escucha,
no te vas a creer qué es lo que me ha pasado.
—Sorpréndeme.
—¿Te acuerdas del profesor O’Donnel? ¿Ese del que nuestras vecinas de
habitación no paraban de hablar? —Mackenzie asintió con la cabeza sin tener
muy claro qué era lo que iba a decirle—. ¿Sabes quién es? —Negó con la
cabeza sin querer interrumpirla y con curiosidad—. Es Jackson, ¿te acuerdas
del camarero al que me tiré aquella noche?, pues son la misma persona.
—¿Estás de coña? —peguntó con una sonrisa en la cara de la
incredulidad.
—No, es mi profesor de psicología. Me ha pedido que me mantenga
alejado de él: «No soy bueno para ti. Soy un cerbero por la noche y un
profesor buenorro por el día, pero soy mala persona. Si estás a mi lado,
correrás peligro».
Arizona lo dijo imitando la voz de un hombre, pero lo hizo tan mal que
arrancó una sonrisa a Mackenzie.
—¿Qué vas a hacer?
—¿Qué más? Soy una cerbero, así que me prepararé para la caza.

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Capítulo 29

Primera semana superada

Primera semana superada, o eso pensaba. Todo iba más o menos bien, aunque
todavía le dolía lo que se había visto obligada a hacer, iba cogiendo ritmo a
las clases. Iba corriendo para no llegar tarde cuando lo vio y se detuvo en seco
al pie de las escaleras.
Era Chicago, ¿qué demonios hacía allí? No solo estaba él, sus pupilos lo
seguían meneando el rabo y sacando la lengua. Se acercaron a un grupo de
jóvenes, entre ellas pudo distinguir a sus vecinas de dormitorio, el color rojo
intenso de Tara no pasaba desapercibido con facilidad, ni el rubio teñido de
Amber, que parecía la barbie animadora.
—¿Qué negocios tienes aquí, Chicago? —dijo para ella misma, por lo que
no esperaba respuesta.
—No dejan de rondar el campus, venden droga y animan a los estudiantes
a asistir a las peleas de boxeo y a participar en las partidas de póker
clandestinas. ¿No lo sabías?
Mackenzie tragó la saliva que se le había acumulado en la boca. No hacía
falta que volviera el rostro para saber quién era, su voz era la única capaz de
hacerla perder el control, su cuerpo era el único que prendía ese calor en lo
más profundo de su ser. Era él. Pero por más que deseara darse la vuelta,
mirarlo a la cara y refugiarse en sus brazos, no podía. No todavía, y menos
delante de los Cerberos.
La mirada de Chicago se topó con la de ella para, al segundo, desviarse
justo hacia donde estaba Jakob. No podía dejarle creer a Chicago que todavía
había algo entre ellos, así que tan solo echó a correr escaleras arriba para
alcanzar el edificio donde tenía su próxima clase.
—Vamos, Mackenzie, no huyas. Vamos a hablar… —rogó, tratando de
llevar su ritmo, a su lado.

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El movimiento no pasó desapercibido para Chicago, aunque tenía otros
negocios entre manos, no podía dejar de buscarla cada vez que iba. De hecho,
le había gustado comprobar que aparte de sus clases y de Arizona, apenas
tenía contacto con nadie más en la universidad, pero ver al Lobo
persiguiéndola no le gustó. Aunque esperaría a ver qué sucedía.
Mackenzie no sabía qué hacer. Por un lado, sabía que Chicago podía
verlos y en teoría debía atraer al chico Tunner a ellos, así que huir de él no era
lo propio de alguien que intentaba engatusar a otra persona, además, estaba
segura de que iría con el cuento a su madre… Por otro lado, no estaba segura
de tener las fuerzas suficientes para disimular. Pero tendría que hacerlo, si su
madre se enteraba de que no estaba haciendo su trabajo…, ambos estarían en
problemas.
—Hablaremos, pero dentro del edificio —consiguió articular y no sabía
cómo, de verdad que no lo sabía.
Jakob no dijo nada, tan solo la siguió en silencio por el resto de escalones
que quedaban, eso era mucho más de lo que se esperaba por parte de ella. Una
vez dentro del edificio y a salvo de los ojos vigilantes de Chicago, se detuvo
en seco y lo miró a los ojos. Podía ver en el rostro de Jakob el mismo anhelo
que en el suyo, pero todavía debía aguantar un poco más.
—Jakob…
—No, espera, antes de que me eches… solo quería saber cómo estás,
cómo te estás adaptando. ¿Estás bien?
—Jakob, necesito tiempo. Por favor…
No era capaz de decir nada más, tenerlo frente a ella, tan cerca y a la vez
tan lejos, la destrozaba.
—Mackenzie, ¿vienes a clase? —los interrumpió una voz familiar.
—Sí, espérame, Cameron —pidió. Como si de verdad deseara alejarse de
él.
Jakob torció la cabeza y sonrió de medio lado, colocando las manos en las
caderas.
—Así que me dejaste a mí para quedarte con una imitación barata —soltó
con desprecio.
Mackenzie apretó los puños alrededor del asa de su bolso, no quería ni
podía entrar en ese juego. No, si se permitía flaquear una vez, iba a caer sin
remedio en sus redes y esta vez sabía que no la iba a dejar escapar, así que
guardó silencio y se dio la vuelta para marcharse.
—Esta noche hay pelea en el Anarchy. Da la casualidad de que mi rival es
él, por si no lo sabes es un aspirante a cerbero. Irás a verlo, ¿verdad?

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Mackenzie estuvo a punto de darse la vuelta y confesarlo todo, pero no
era el momento, así que caminó hacia donde Cameron la esperaba con una
gran sonrisa, una que él iba a borrarle esa misma noche.

Mackenzie paseaba nerviosa por la habitación, esperaba que Arizona no


llegara tarde, desde que había decidido cazar al profesor O’Donnel apenas la
veía. Pero necesitaba que la acompañara al Anarchy, quería ver con sus
propios ojos si de verdad Cameron iba a pelear contra Jakob y si era un
aspirante a cerbero.
—Ari, ¿dónde estabas? —preguntó en cuanto la puerta se abrió, corriendo
a su lado.
—En clase, ¿sucede algo?
—Acompáñame, por favor.
—A ver, Mack, dame un segundo que suelte la bolsa y dime, ¿qué
sucede?
Mackenzie tomó aire y cogió a su amiga por los brazos, desesperada.
—Esta noche hay una pelea en el Anarchy, Jakob va a pelear contra
Cameron.
—¿Quién es Cameron? —la interrogó sin tener claro a quién se refería.
—Cameron es el chico que echaste de la cafetería. ¿Te acuerdas?
—¿La versión famélica de Jakob? —interrogó a su amiga, haciendo
evidente que el parecido era real y no cosa suya.
—Sí, ¿vamos, por favor?
—A ver, Mack, espera un momento, si vas y Jakob te ve, va a saber que
estás allí por él, ¿no se supone que ibas a alejarte de él hasta que la arpía os
dejara en paz?
—No, porque cree que tengo algo con Cameron.
Arizona miró a su amiga con incredulidad.
—Para, para, a ver, ¿todo eso ha pasado hoy?
—Sí, esta mañana. Iba a clase y vi a Chicago y los aspirantes hablando
con las vecinas.
—¿Con Amber la teñida y con Tara? —preguntó empezando a
comprender algo más de la situación.
—Sí, estaban hablando con todo el grupo de animadoras, yo iba a clase y
al verlos me he parado, entonces estaba hablando sola y me ha contestado.
—¿Quién? —siguió con el interrogatorio mientras se cambiaba de ropa.

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—Jakob. Me ha pedido hablar, no podía despacharlo con Chicago
mirando, se supone que estoy intentando que sea un cerbero, ya sabes que mi
madre no sabe nada de nuestra ruptura. Así que le he dicho que sí, pero que
mejor hablaríamos dentro del edificio para evitar que Chicago nos viera. Y no
sé cómo he podido, Ari, no lo sé… tenía tantas ganas… tantas ganas de él.
Entonces ha aparecido Cameron como por arte de magia y me ha salvado.
—¿Y cómo hemos llegado a lo de la pelea?
—Me lo ha dicho Jakob, que esta noche pelearía contra él y que si sabía
que era un aspirante a cerbero.
—Vale, me hago una idea de todo —dijo mientras terminaba de
cambiarse la ropa por otra más apropiada para ver una pelea—, y puedo
decirte dos cosas: una, ten cuidado, dos, creo que a Cameron también lo ha
enviado tu madre para vigilarte.
Mackenzie frenó en seco el hilo de sus pensamientos, no había pensado en
ello, pero ¿y si Ari tenía razón?
—Sea como sea, tenemos que ir.
—Después de ti, princesa —dijo haciendo una reverencia como si de
verdad fuera algo más que una simple mortal.

En el Anarchy no cabía ni un alfiler. Las habían dejado pasar solo por el


hecho de ser hijas de quienes lo eran. Todos los allí reunidos eran cerberos,
universitarios o aspirantes de otros clubs cercanos. El negro reinaba en el
local, como si fuese una advertencia de lo que podía llegar a suceder esa
noche.
Mackenzie y Arizona se abrieron paso a codazos hasta estar a una
distancia prudencial para verlos bien sin ser detectadas. A lo lejos, Arizona se
fijó en una silueta conocida. Era Jackson y estaba junto a Chicago, lo que la
hizo preguntarse qué negocios se traía con ese perro faldero de Carolina.
La pelea empezó después de unos minutos tensos. El griterío y la
adrenalina se respiraban por doquier, las apuestas subían, bajaban y
cambiaban con la misma rapidez con la que se golpeaban. Había estado en lo
cierto, Cameron era el contrincante y, a pesar de ser similares, Jakob era una
máquina bien engrasada que enlazaba unos golpes con otros sin dejarlo
respirar.
Si no paraban la pelea, Mackenzie se temía lo peor. Pasó todo el combate
con el pecho en un puño, aunque su mayor preocupación era Jakob, no quería
que lo hirieran, pero tampoco quería que nadie parase el combate y que

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Cameron saliera tan mal parado que Jakob tuviese que rendir cuentas ante la
justicia.
Aunque debía reconocer que era todo un espectáculo verlo sobre el ring.
Parecía que no tocaba el suelo, era ágil, fuerte, rápido y… elegante. Sí, tal vez
sonara raro, pero lo era. Golpeaba con clase. Y su corazón no dejaba de latir
desbocado cada vez que se acercaba donde estaba ella.
El combate se puso serio, por un segundo Mackenzie temió lo peor,
Cameron estaba en un rincón y no parecía responder, era un muñeco sin vida
entre las manos del Lobo que mordía y rasgaba con furia.
—¡Ari! —gritó para que la escuchara por encima del griterío—. ¡Haz que
detengan el combate! ¡Lo va a matar!
Arizona comprendió, se escabulló como pudo y se subió, ni corta ni
perezosa, al ring, donde increpó al árbitro por no parar la pelea. Sabía que allí
era intocable, tal vez por eso era tan audaz. Desde abajo, los ojos vigilantes de
Jackson contemplaron toda la escena y no pudo evitar sonreír.
Esa joven era increíble, si no fuera porque era hija de quien era hija, si no
fuera porque era una de ellos, de esos mismos de los que trataba de escapar a
toda costa aunque no pudiera, si no fuera porque él era un puto enfermo…
El árbitro, avergonzado por la reprimenda de la joven Clyde, detuvo el
combate y proclamó campeón absoluto a Jakob, que no dejaba de disfrutar de
la adrenalina que ahora mismo corría por sus venas mientras un par de tipos
sacaban a rastras a un Cameron inconsciente del ring y lo dejaban tirado, a su
suerte, en los vestuarios.
Arizona llamó la atención de Mackenzie, que supo de inmediato a dónde
se dirigía su amiga. Le iba eso de ser médico, no podía ver lastimada ni a una
mosca. Así que se escabulló entre el gentío hasta los vestuarios, tras su amiga.
—Vamos, chico, voy a llevarte de vuelta al campus. —Escuchó que decía
Ari al pobre, que apenas empezaba a volver en sí—. Ven, Mack, ayúdame.
Ponte por ese lado, yo lo tomaré por este.
Mackenzie asintió y entre las dos arrastraron el cuerpo del joven a la calle,
necesitaban un taxi para llegar a la universidad.
—Mack, ¿eres capaz de sostenerlo tú sola mientras busco un taxi? Ah,
espera, mejor, ven. Vamos a apoyarlo contra la pared y así tú solo tendrás que
ponerte delante y sostenerlo así —explicó, apoyándose de lado contra el
pecho del joven, como si fuera una pared en vez de un pobre diablo al que le
habían dado a base de bien.
Mackenzie asintió y se colocó así, pero llegó un momento en que no podía
más con el peso y puso sus manos sobre el pecho de Cameron, que de pronto

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le pasó las suyas por el cuello y apoyó su cabeza en el hueco de su cuello.

Carolina no se había perdido detalle del espectáculo, no solo el que se había


llevado a cabo sobre el cuadrilátero, sino de todo lo que sucedía entre
bambalinas. Había seguido a su hija y se encontró con Jakob, que se quitaba
las vendas que usaba bajo los guantes.
Jakob, por un momento, creyó que la mujer entre las sombras era
Mackenzie, preocupada. Hasta que la invitada dio un par de pasos y la luz
desveló quién era en realidad.
—¿Qué quiere, señora Taylor? —preguntó, molesto al darse cuenta de
que no era quien pensaba.
—Sígueme, Lobo, hablemos fuera.
Sin entender por qué para hablar con él lo sacaba afuera, la siguió
refunfuñando, hasta que los vio. El tal Cameron, ese al que había vapuleado,
estaba abrazando a Mackenzie y la rabia que lo inundó lo hizo perder el
control otra vez, pero no corrió hacia ellos, se metió dentro de nuevo y en los
vestuarios dio rienda suelta a su rabia golpeando la puerta de una de las
taquillas hasta que quedó plegada como un acordeón.
—¿Sabes por qué está con él y no contigo? Porque él es uno de los
nuestros, Mackenzie sabe bien que lo primero es la familia y que solo puede
estar con alguien que sea uno de los nuestros —explicó Carolina para que no
le quedara ninguna duda—. Te lo advertí.
Jakob se detuvo en seco, era cierto que habían hecho un trato, pero este se
había quedado en el aire. Era hora de hacerlo real.
—El trato era que me tatuase y que peleara, ¿no es así? —Carolina sonrió
satisfecha, podía saborear el siguiente triunfo.
—Ese era el trato, sí.
—Después…, después nos dejará en paz, ¿verdad?
—Si es lo que queréis, sí. Así será.
Jakob asintió y se puso una camiseta. No iba a esperar más, no podía
seguir así. Iba a volverse loco sin tenerla cerca, sin besarla, sin estar a su
lado… Casi… casi había matado a ese joven porque estaba con ella. Así que
pondría fin a todo eso esa misma noche.
—Está bien, me tatuaré ahora mismo y quiero una fecha para el combate.
Carolina mostró su mejor sonrisa y caminó hacia la habitación donde, por
fin, el hijo de Tunner sería suyo, en ese infierno en el que entraría por su
propio pie y en el que iba a entregarle su alma. Para siempre.

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Capítulo 30

De una forma especial

El tatuaje dolió menos de lo que pensaba, tal vez porque le dolía más el
cuerpo por los golpes del combate o el corazón por la visión de Mackenzie
abrazada a ese otro al que había vapuleado sin compasión.
Sabía que se había pasado de la raya, no era rival para él, y tenía claro que
todo había sido porque sentía celos de ese joven con el que parecía que
Mackenzie tenía una relación que iba más allá de la de amigos.
Decidió hacerse el tatuaje de los Cerberos de una forma especial. La
montaña de cráneos la pidió en los nudillos y en la base de la mano, el perro
de tres cabezas rabiosas. Había quedado espectacular, debía reconocerlo.
Se miró la mano sensible por el dibujo recién hecho y sonrió. Cada vez
que destrozara a uno de ellos, lo haría con ese puño. Los golpearía con lo que
eran.
—Ha quedado espectacular —aprobó Carolina, que no se había ido hasta
ver su obra completa. Ahora era suyo.
—Sí, creo que es mi mejor tatuaje hasta el momento —dijo pagado de sí
mismo el hombre al que le faltaba algún que otro diente—. Ha sido una gran
idea lo de ubicar las calaveras en los nudillos y el Cerbero en la mano. Queda
impresionante.
—Voy a pedirte una cosa más, jefa —dijo recalcando esa palabra que
tanto le gustaba oír y él lo sabía—, no quiero que nadie más lo lleve donde
yo. Será mi distintivo.
Carolina sonrió y guardó silencio, cada vez le gustaba más ese muchacho,
si su hija se descuidaba…, tal vez ella le diera un bocado, solo para probarlo.
Tenía todo lo que a su padre le había faltado y, desde luego, en atractivo
también lo superaba, aunque se pareciera mucho, era una versión mejorada de
Duncan.

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—¡Hecho! Kansas, ¿has oído? —interrogó para asegurarse de que su
hombre había entendido de verdad.
—Sí, jefa. Será el único en llevarlo así. Es una pena —murmuró,
mesándose la barba larga y gris—, estoy seguro de que muchos de los nuevos
aspirantes lo querrán tener en ese mismo lugar.
—Pues está vetado, di que es orden mía, así no te buscarás problemas ni
tendrás que dar más explicaciones. Si alguien no está conforme, que venga a
pedirme cuentas a mí.
Y sin más se alejó de la estancia dispuesta a irse. Justo en la puerta se dio
la vuelta y lo miró a los ojos.
—En dos semanas es el gran combate. Te quiero en forma, así que nada
de peleas. Con lo que has ganado esta noche, tienes para una buena
temporada.
Jakob sonrió, había ganado diez de los grandes. Las apuestas habían
estado en su contra y eso le había proporcionado mucho dinero a él y al
Anarchy.

No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba esperando a Arizona, lo único que


sabía era que no podía más. Si no llegaba pronto, iba a tener que dejar caer al
suelo a Cameron, porque sus fuerzas tenían un límite.
—¡Dios! ¡Cuánto pesa! ¡Arizonaaa! —protestó sin esperar respuesta.
—Lo siento, lo siento, ya llego. Es que no encontraba ningún taxi, pero lo
he encontrado a él —explicó con una gran sonrisa mientras miraba sobre su
hombro.
Arizona se acercó y ayudó a Mackenzie a sostener a Cameron hasta que
otros brazos más fuertes la reemplazaron.
—¿Jackson?
—¿Qué tal, Mackenzie? He venido a echaros una mano —resopló
mientras tomaba al joven en su espalda.
Caminaron junto a Jackson, que las guio al coche, normalmente llevaba la
Harley, pero la tenía en el taller para que le echaran un vistazo a un ruido que
no le había gustado nada y por eso había cogido el Ford Mustang GT que
apenas usaba.
Al llegar, Arizona no pudo evitar silbar, alejarse de ellos y pasear
acariciando la carrocería del auto. Era de un negro brillante y de líneas
elegantes: uno de sus coches favoritos.
—Vaya, vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? ¿Un Mustang GT? Es precioso.

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—¿Te gustan los coches? —inquirió, intrigado y agotado por llevar al
muchacho sobre su espalda.
Abrió el auto y lo colocó en la parte trasera, tumbado sobre los asientos,
pero con las piernas fuera; necesitaba recuperar algo de aliento.
—¿No lo sabías? Arizona es una loca de los coches, sobre todo si son
clásicos, pero los Mustang… Esos, Jackson, son sus favoritos, los de antes y
los de ahora.
—También es mi coche favorito.
—No me extraña, es precioso —musitó sin dejar de admirarlo y
acariciarlo.
—Lo es… —murmuró a su vez Jackson sintiendo una presión en el…
pantalón.
—Ari, ¿podemos dejar de admirar el coche y centrarnos en Cameron?
Lleva mucho tiempo sin reaccionar, ¿y si tiene algo grave? ¿Debemos llevarlo
al hospital?
—Le echaré primero un vistazo, después pensaremos qué hacer.
Jackson no entendía nada, ¿es que esas niñas de verdad vivían tan ajenas
al mundo en el que se estaban criando? ¿No sabían nada de las normas de
esos combates?
—Arizona, ni siquiera has empezado el primer año de la carrera, ¿y ya vas
a ejercer de médico?
—No te preocupes, Jackson o… —se interrumpió—, ¿debería llamarte
señor O’Donnel?
—Te lo ha contado, claro que te lo ha contado… Aquí soy Jackson, en el
campus soy el señor O’Donnel, ¡va por las dos! —puntualizó alzando la voz y
señalándolas con un dedo acusador.
—Vale, no te preocupes, Jackson, sabe lo que hace. Lleva haciéndose
cargo de los Cerberos desde… siempre. Tiene un don.
Arizona no les prestaba atención, necesitaba concentrarse en el joven que
parecía más muerto que vivo. Pudo ver que tenía rotas las dos costillas
flotantes, varias contusiones en el pecho, la espalda y una leve conmoción,
pero nada grave.
—Vale, está bien, molido a palos, pero bien. Jakob le ha dado con ganas.
—Vaya, ese cerbero es una máquina…
—No es un cerbero —lo cortó con brusquedad.
—Ah, pensé…
—No lo es —volvió a decir con firmeza. No en vano se estaba alejando de
él. Necesitaba que quedara claro para que su dolor tuviese una causa

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justificada.
—Vale, ese chico es una máquina de pelear. Tiene un dominio de la
técnica impresionante para su edad, es rápido, ágil…, una máquina perfecta y
engrasada —repitió, asombrado.
—Lo es —afirmó, sonriendo. En el fondo no podía negar que le gustaba
verlo pelear.
Colocaron a Cameron bien en el asiento y Mackenzie se sentó atrás junto
a él, Arizona se sentó en el asiento del copiloto y Jackson arrancó y condujo
en silencio hasta que llegaron al campus.
Llevar a Cameron a su habitación no fue tarea fácil y, una vez allí,
desvestirlo y hacerle las curas, menos. Tenían razón, era un aspirante. Llevaba
tatuado al Cerbero en el omoplato derecho.
Mackenzie dejó escapar el aire y supo que su madre no iba a dejarla en
paz hasta que consiguiera lo que quería, pero ella tampoco estaba dispuesta a
ceder, así que aguantaría hasta que sus fuerzas gritaran basta.
Arizona vendó la zona de las costillas y curó algunas de las heridas que
sangraban con desinfectante. Lo espabiló para hacerle tragar un par de
analgésicos y lo dejó descansar. Menos mal que Jackson…, el señor
O’Donnel, seguía con ellas, porque solas lo hubiesen tenido más complicado.
Ese joven era un peso muerto.
Tras la cura lo dejaron descansar y abandonaron el cuarto. Mackenzie se
despidió de ambos y se marchó a su habitación. Era consciente, sin que su
amiga se lo dijera, que quería tener a Jackson un rato para ella sola. Y estaba
agotada, así que se despidió y los dejó.
Caminaba por la calle que daba a la residencia cuando se encontró a
Jakob, que también regresaba a esas horas en su moto. Eso la pilló por
sorpresa, ¿la seguía? ¿Sería posible que se alojara allí también?
Lo miró de arriba abajo, como si no creyera lo que veía, y se dio cuenta de
que llevaba una de las manos vendadas, por lo que supuso que la tendría
lastimada por la pelea.
—¿Qué haces aquí? —preguntó con un hilo de voz.
Él no dijo nada, tan solo bajó de la moto. No tenía fuerzas para nada más,
porque peleaba contra sí mismo, reteniendo las ganas de ir y buscar su calor.
Eso lo estaba matando, pero pronto iba a terminar. Ya era uno de ellos, así
que no había nada que los pudiera separar.
—¿Te has lastimado? —preguntó, señalando la mano vendada y, al
hacerlo, se dio cuenta de que su voz había sonado sin fuerzas, rota.

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Jakob seguía sin decir nada, tan solo la miraba. Y ella se rompía con cada
segundo que pasaba alejada de él. De pronto, empezó a caminar hacia ella.
Quiso huir, pero no podía. Sus pies pesaban como si estuvieran llenos de
hormigón. Cada vez estaba más cerca y ella cada vez tenía más dificultad para
respirar.
Una vez frente a ella, sin esperar ni pedir permiso, la besó. Su beso fue
intenso, como lo había sido todo entre ellos desde el comienzo. Quiso
revolverse, quiso alejarlo, pero sus manos, traidoras, en vez de empujarlo lo
atrajeron más hacia sí, enredándose en su cuello.
Jakob gruñó, casi podía escuchar su aullido y eso la hizo sonreír todavía
con su boca en la suya. Él la imitó y sonrió sobre sus labios, esos que había
extrañado hasta morir.
La apretó con fuerza y hundió su cabeza en el hueco del cuello de
Mackenzie, donde inspiró su olor profundamente; quería volver a grabarlo,
refrescarlo en su memoria.
—Te he echado tanto de menos que pensé que me iba a volver loco.
Mackenzie aferró sus brazos alrededor de su cintura y él se quejó, tendría
molestias por la pelea. Cerró los ojos con fuerza y tomó varias bocanadas de
aire. Necesitaba coger fuerzas de donde fuera.
—Yo también, Jakob, yo también…, pero eso no significa nada. No
podemos estar juntos, asúmelo.
Esas palabras lo hirieron más que los puñetazos que había recibido
momentos antes. Los golpes se quedaban en la superficie, sus palabras
atravesaban la piel como afilados cuchillos y cortaban dentro, donde de
verdad dolía.
—¿Es por él? —espetó, alejándose unos pasos. Estaba dolido y confuso.
No sabía por qué no quería estar con él. Sabía que lo quería. Su beso no podía
ser falso, nadie podía mentir tan bien.
—No, Jakob, no es por él.
—¿Es porque soy hijo del hombre que metió a tu padre en la cárcel? —
soltó cada vez más molesto.
Mackenzie bajó la mirada y él supo que ya lo sabía. Sí, estaba seguro, esa
no era la reacción de alguien a quien se pillaba por sorpresa. No, tampoco era
eso. Así que, si fuera hijo de Tunner le daba igual, ¿qué era? Además, ¿en qué
momento se habría enterado? ¿Habría sido Carolina?
—Ya veo. Entonces solo me queda una respuesta posible y es que no estás
conmigo porque no soy uno de los tuyos.

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Mackenzie alzó la mirada, trataba de ser fuerte, de mantenerse impasible y
no llorar, pero la humedad se acumulaba en sus ojos a una velocidad que no
era capaz de controlar.
—Si es por eso, no tienes que preocuparte más —afirmó y antes de que
Mackenzie tratara de adivinar qué era lo que significaban esas palabras, se
quitó la venda y le mostró el tatuaje.
Ahogó un grito. Y las lágrimas no encontraron resistencia, así que
empezaron a humedecer su rostro. Las piernas le fallaron y cayó al suelo.
Desconsolada.
Destrozada.
Impotente.
Al final, había ganado su madre. Entonces, ¿para qué el sacrificio? ¿De
qué había servido todo el dolor? ¿La desesperación? ¿El vacío?
Jakob se acercó para levantarla y, una vez en pie, solo vio rechazo y
reproches en sus ojos claros. ¿Qué había hecho mal ahora?
—¿Por qué, Jakob? ¿Por qué la has dejado ganar? —preguntó con un
susurro roto a la vez que lo empujaba lejos de ella.
—¿A quién? —interrogó sin tener claro de qué hablaba, ¿de Carolina?
—A ella. Lo has entendido todo del revés, Jakob, esto era lo que mi madre
quería desde el principio, esto… —repitió, señalando su mano.
Mackenzie se alejó, necesitaba esconderse y llorar su dolor sin
espectadores. No podía controlar lo que bullía dentro de ella, nunca antes en
su vida se había sentido tan perdida. Nunca antes algo le había dolido con esa
intensidad que la rompía por dentro y la dejaba como sin vida.
—¡No, Mackenzie! Esta vez no te voy a dejar huir, ¡sube! —gritó,
señalando la motocicleta—. ¡Sube de una puta vez, Mackenzie! —gritó fuera
de sí, golpeando la Breakout y tirándola al suelo.
Y obedeció, sabía que debía darle una explicación y que ambos tenían que
calmarse antes de que todo se les fuera de las manos. Así que caminó hasta la
Harley y se subió sin preguntar siquiera a dónde la llevaba.
La verdad era que no le interesaba, estaba con él. Y eso, a fin de cuentas,
era lo único que importaba.

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Capítulo 31

En la intimidad de su refugio

Jakob aparcó la moto dejándola sobre ella, se bajó para abrir el local y luego
regresó a por ambas. Mackenzie había adivinado hacía mucho cuáles eran sus
intenciones. Y lo prefería. Si tenía que sufrir una crisis, que fuera allí, lejos de
miradas, en la intimidad de su refugio.
La luz de la bombilla parpadeó un par de veces antes de quedarse fija, era
como si le diera la bienvenida. ¿También la había echado de menos? Bajó de
la moto y se paseó por el sitio. Estaba muy cambiado, se notaba el trabajo
dedicado. Todo estaba limpio y ordenado. Algunos sacos de boxeo eran
nuevos y las cuerdas del ring estaban tensas y perfectamente colocadas.
—Veo que has trabajado aquí.
—He tenido mucho tiempo libre —espetó. Mackenzie se metió las manos
en los bolsillos traseros y caminó, nerviosa, por el lugar. No tenía claro por
dónde empezar—. Por el principio, Mackenzie —pidió como si leyera sus
pensamientos.
—Mi madre me había encomendado una misión, fue después de
conocernos. Quería que en la universidad localizara al hijo de Tunner —
susurró, mirándolo—, y lo atrajera a nuestro club. Lo quería convertir en un
cerbero. Cosa que al final ha conseguido…
—¿Tú no lo querías? ¿No es por eso por lo que me dejaste? ¿Porque no
era uno de los vuestros?
—No, no, Jakob. Todo lo contrario —susurró—, cuando supe que el chico
del que me había enamorado era el hijo de Tunner, lo tuve claro. No te quería
cerca de mi madre, no quería que te envenenara con su ponzoña. ¿Cómo iba a
querer que fueras uno de los nuestros cuando yo estoy desesperada por
alejarme de ellos?
—Así que tu madre ha jugado conmigo… ¿Y Cameron? ¿Qué hay con él?
—interrogó, tratando de poner en orden todo el caos que había dentro de él en

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ese instante, de dar respuesta a esas dudas que lo envenenaban con lentitud.
—Nada, Jakob, nada. Tan solo es un compañero de clase… nada más.
—Pero te vi en el callejón, después de la pelea, te abrazaba… También
estaba tu madre…
Mackenzie parpadeó y dejó escapar una sonrisa rota junto con el suspiro
que le oprimía el pecho. Era lógico que su madre estuviera detrás de todo, no
dejaba nada al azar, aunque pareciera cosa del destino, era en realidad obra de
Carolina Taylor.
—¿No te das cuenta? Todo ha sido orquestado por ella, es inteligente y no
le importa a quién pisar con tal de conseguir lo que desea. No abrazaba a
nadie, lo sostenía, Jakob. Lo dejaste hecho un desastre, Arizona había ido a
buscar un vehículo y yo lo sostenía como podía. Es un cerbero, no lo supe
hasta hace un par de días.
—Así que tu madre lo hizo para que diera el paso y me tatuara…
—Ahora empiezas a verlo.
—¿Por qué? ¿Por qué me quiere a mí?
—¿No lo adivinas? Eres el hijo de Tunner, si te convertías en uno de los
nuestros, mataba dos pájaros de un tiro. Por un lado, tu padre los dejaría en
paz y por otro, se vengaría de él por meter a mi padre en prisión. Cien por
cien beneficio para ella, cero pérdidas.
—Entiendo… —susurró. Pero no dijo nada más, no quería alarmarla con
el trato que había hecho con su madre, era algo entre Carolina y él. Y él solo
lo iba a solucionar. Fuera como fuese, lograría que Carolina los dejara en paz
—. He hecho el imbécil. He caído en su trampa.
—¡Sí! ¡Maldita sea! ¡Sí! Y ahora me pregunto, ¿de qué sirvió aquello que
hice? ¿Sabes cómo me sentí al soltar todas aquellas mentiras? ¿Cuánto daño
me hacía verte sufrir? Y mi único consuelo —continuó con la voz más baja—
era pensar que estabas a salvo. Que mi madre no iba a ganar la partida, al
menos no tan pronto. Eso era lo que me daba fuerzas para mantenerme
alejada de ti, pensar que ibas a estar bien. Solo eso…
Jakob entendió todo y sonrió. Lo quería, lo había hecho para mantenerlo a
salvo, se preocupaba por él y un calor desconocido se instaló en su pecho.
—Gracias, Mackenzie —murmuró, llevándose una mano al pecho.
—¿Gracias? ¿Por qué? —inquirió, confusa.
—Por preocuparte por mí —musitó, acercándose a ella—, por sacrificarte
por mí, por sufrir por mí…, por quererme. Yo también te quiero.
Sus brazos la atrajeron con el deseo que había reprimido durante días y la
levantó del suelo para apretarla contra él. Mackenzie rodeó la cintura de

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Jakob con sus piernas y este caminó sin saber a dónde iba hasta que topó con
uno de los sacos de boxeo, que usó de apoyo, como si fuera una pared.
Besarla contra el saco era lo más sensual que había hecho nunca. Jamás
podría golpear uno de ellos sin recordar el cuerpo de Mackenzie contra el
suyo.
Los jadeos se convirtieron en gemidos, que dieron lugar a gruñidos. Las
manos de ambos se acariciaban con el ansia y desespero que los había
corroído tantos días.
—¿Quieres que pare, schnuki? —preguntó, apoyando su frente en la de
ella, sin aliento y con los ojos nublados por el deseo, que lo consumía como si
fuera una hoguera que ardía sin control.
Y eso eran, las llamas de un fuego que se alimentaba con sus besos, con
sus caricias, con el roce de sus cuerpos, un fuego que estallaba solo cuando
estaban cerca el uno del otro.
—Nunca, Jakob, nunca… —pidió.
Se había rendido, si no podía escapar de su madre, al menos estaría con el
hombre que la hacía sentir de esa forma tan especial. Aunque no fuera
perfecto, aunque tuviera sus taras… Ella también tenía las suyas.
Escucharla decir eso fue suficiente para él. La llevó hasta una de las
colchonetas apoyadas en el suelo y la tumbó. La miraba con un sentimiento
que le llenaba el pecho de putas mariposas y la polla de excitación, ¿era algo
normal? No lo creía, no podía serlo, le sucedía a él porque estaba con ella.
Solo con ella.
Sus besos fueron frenéticos, ni siquiera eran conscientes de que se
desnudaban y de que todo a su alrededor estaba salpicado de prendas. Jakob
cogió un preservativo, se lo puso y la penetró con una embestida firme y
profunda que la hizo gritar de placer. Por fin ese malestar, ese vacío que había
sentido todos esos días atrás desaparecía. Se esfumaba como humo al aire con
cada envite.
Mackenzie no podía dejar de sentir que su cuerpo iba a estallar, se retorcía
bajo el cuerpo de Jakob, arañando la colchoneta bajo su cuerpo para seguir
conectada a la realidad.
—Te quiero, schnuki, te quiero. Di que eres mía.
—Tuya, siempre —confesó, perdida en su mirada a la vez que se rompía
en mil pedazos que salieron disparados por su boca junto con el grito que le
había provocado el orgasmo.
Jakob al escucharla no pudo contenerse más y dejó que su amor la llenase
por completo, vaciándolo para llenarla a ella para, después, volver a llenarse

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con sus jadeos de placer, esos que se tragó en su boca. No quería que nada ni
nadie tuviese algo que le pertenecía y cada jadeo, cada gemido, cada espasmo,
eran de él.

El ajetreo de los almacenes cercanos lo hizo parpadear, se habían quedado


dormidos sobre la colchoneta. Su pierna y su brazo todavía seguían sobre ella.
En algún momento de la noche la había arropado con su chaqueta, no llevaba
nada más. Y no necesitaba nada más. Era preciosa. Era perfecta. La quería. Y
ella a él. Y eso era… la hostia.
Sonrió y se llevó la mano a la cabeza para agitarse el pelo. Ahora quedaba
la parte más complicada, salir ileso de entre las garras de Carolina Taylor y
conseguir que los dejara en paz para siempre. Que pudiesen tener un futuro
sin que este se viera ensuciado por las mierdas del pasado.
Ellos no tenían que pagar el precio de los errores de sus progenitores y,
aunque Carolina Taylor era una mujer muy inteligente, él iba a dar con la
solución. Lo haría por ella.
Lo último que deseaba era perderla otra vez. Ya sabía lo que era estar sin
ella y que lo colgaran si estaba dispuesto a volver a pasar por todo eso.

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Capítulo 32

Sobre ruedas

Todo parecía ir sobre ruedas. Habían hecho las paces y ahora estaba más
tranquila, más centrada. Chicago seguía apareciendo por allí de vez en cuando
y la miraba con odio cada vez que Jakob la besaba o la tomaba de la mano,
pero le daba igual. Era problema suyo. Además, ¿no tenía bastante con su
madre?
Cameron desapareció del campus sin dejar rastro y eso hizo que
Mackenzie tuviera más claro que era un esbirro de su madre, que estaría
revolcándose en su propia felicidad por haber conseguido lo que quería desde
el principio.
Salió de la última clase y se encaminó a su dormitorio. Al llegar, como
siempre, Tara y Amber estaban en la puerta cuchicheando. Todavía recordaba
la mirada que le dedicó cuando vio a Jakob allí por primera vez, tal vez había
pensado que iba en busca de ella… Pero estaba equivocada, había ido a por
ella.
No le extrañaba, era un chico que llamaba la atención. Jakob también
estaba mejor, sonreía más y parecía que las crisis cada vez las controlaba
mejor. Quizás algún día desaparecieran, pero, si no era así, ella estaría allí
para ayudarlo durante y después de ellas. Tenía claro que su vida estaría
ligada a él para siempre.
Muchos no lo entenderían, pero era así. Sabía que era él. Tenía claro que
no podría haber sido otro.
Se duchó, se cambió y esperó. Pero Jakob no le contestó ninguno de sus
mensajes. Dejó que pasara una hora más y lo llamó. Tampoco le cogió el
teléfono. Tomó la chaqueta y se fue caminando al gimnasio, tal vez estaba
entrenando duro y no podía atender sus llamadas, pero al llegar allí lo
encontró vacío.

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¿Qué sucedía? ¿Por qué de repente empezaba a sentir esa sensación
incómoda en su estómago? Esa que la avisaba de que algo sucedía.
Cogió el móvil y llamó a Arizona, necesitaba hablar con ella.
—Ari, soy yo. ¿Sabes algo de Jakob?
—Sí, claro. Estoy montada en el coche con Jackson, vamos al Anarchy a
verlo pelear, pensé que irías con él.
Esas palabras la dejaron helada. ¿Pelea? ¿En el Anarchy?
—¿De qué demonios hablas? —murmuró con voz temblorosa.
—¿Dónde estás?
—En la puerta del gimnasio donde suele entrenar.
—Quédate ahí. En dos minutos te recogemos.
A Mackenzie esos dos minutos se le hicieron los más largos de su vida.
No dejaba de morderse la uña del pulgar sin parar. Estaba de los nervios. ¿Por
qué no le había contado lo de la pelea? Si se lo había ocultado, debía de haber
una buena razón para ello. ¿O tal vez no quería que fuera a verlo porque sabía
que se preocuparía? No, no podía ser eso. Algo pasaba. Algo realmente malo.
Si a su madre se le ocurría ponerlo en peligro… Si era capaz de… Si algo le
pasaba a Jakob, no iba a responder de sus actos.
El Mustang de Jackson aparcó a su lado y abrió la puerta trasera para
montarse en él. No tenía ni idea de qué había entre Arizona y el señor
O’Donnel, pero lo que tenía claro era que esos dos no podían estar mucho
tiempo alejados el uno del otro.
—¿No sabías lo de la pelea? —preguntó otra vez su amiga.
—¡No! Nada de nada…, estoy nerviosa. Algo me dice que algo va a
pasar.
—¡Joder! ¡Joder! —gritó Jackson, que golpeó varias veces el volante con
las manos.
—¿Qué pasa? No será…, no será una de esas peleas, ¿verdad, Jackson?
Dime que no —rogó con la voz convertida en un susurro.
—Claro que no —la tranquilizó Arizona—, ya no hacen peleas de ese
tipo. ¿Verdad, Jackson?
—Jugáis a ser mayores y solo sois unas niñas. Claro que es una pelea
entre clubes y sin reglas. ¡Vive o muere! ¡Esa es la puta regla! Lo que no sé es
si Jakob lo sabe o si va a subir a defender a los Cerberos sin tener ni idea de
que puede morir.
—No, no, no puede saberlo… No, no puede saberlo —repetía fuera de sí
—. Esto es cosa de esa mujer a la que me veo obligada a llamar madre. Si le

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pasa algo a Jakob… Si se atreve a arrebatármelo… Voy a quitarle lo que más
quiere.
—¿A tu padre? —preguntó Arizona, horrorizada llevándose la mano a la
boca.
—No. Su trono.

Estaba nervioso, sabía que se jugaba mucho. Necesitaba ganar para


demostrarles a todos de una puta vez que se la merecía. Que iba en serio con
ella, que, aunque pocas cosas tenían importancia de verdad para él,
Mackenzie era una de ellas.
Y esperaba que Carolina Taylor cumpliera con lo acordado, aunque su
propia hija dudara de la palabra de su madre.
Se notaba tenso, tenía los músculos de los hombros cargados de tanto
entrenamiento, pero no podía perder. No podía parar. La recordó para
centrarse: el tacto suave de sus manos entre las suyas, el último beso que le
había dado esa mañana antes de marcharse a clase, el ondear de su cabello por
el viento, sus sonrisas, su boca en la suya, su sabor, su olor, su cuerpo
desnudo e inocente aprendiendo con él, junto a él, grabándose en él. Y, sobre
todo, recordaba lo mal que se había sentido por mentirle.
Tal vez había hecho mal en no contárselo, quizás verla entre el público le
hubiese dado más energía, más confianza. Pero también era la primera vez
para él. Tal vez había tenido muchas relaciones y su experiencia en el sexo no
tenía comparación con la de ella, que era nula hasta conocerlo, pero había
sido también la primera vez para él, la primera vez que había descubierto que
había más formas de estar con una mujer que dándole algunas embestidas
buscando un placer inmediato. Había descubierto lo que era compartir con el
otro, abrir las heridas hasta desnudar el alma, que no era otra cosa que sacar
todo lo malo que sucedía, porque las cosas que marcaban para toda la vida
eran las mismas que marcaban el rumbo de la vida, las mismas que formaban
el carácter.
Y él lo había hecho, se había desnudado por completo, había quitado una
a una las capas que lo recubrían y había dejado que sus heridas, una vez más,
sangraran, pero esta vez sí había encontrado consuelo. En su cuerpo cálido, en
su voz, en sus caricias, abrazos y besos. En ella.
Nunca antes lo había entendido, ¿cómo era capaz la gente de perder la
cabeza por otra persona si la mayoría no merecían la pena? ¿Cómo? Si ni
siquiera su madre se había merecido ese amor… Y, ¿había algo comparable al

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amor de una madre? Se suponía que no, que era lo más férreo y profundo que
existía, aunque no en su caso.
Para él había sido ella. Esa joven a la que había tratado de ignorar, la que
le había mostrado que existía un amor profundo en el que había cabida para
todo; el deseo, el sexo, el amor, la confianza…, la felicidad. Por eso debía
ganar y presentarse frente a su madre con la victoria en sus manos, que no
representaba otra cosa que un salvoconducto para ellos.
Dio unos golpes más al aire, después se acercó al saco y lo golpeó hasta
quedar sin aliento, hasta necesitar apoyar la frente contra el duro y oscuro
cuero y abrazarlo para recuperar fuerzas.
Nunca había estado tan asustado, nunca antes había tenido miedo de nada,
mucho menos de perder una pelea, ahora lo tenía. Estaba acojonado, porque
se jugaba su futuro, su vida entera. Y no quería perderla, era consciente de
que perder la pelea llevaba consigo perderla a ella. Y si eso sucedía, no iba a
recuperarse esta vez, ni iba a querer. Tan solo se dejaría arrastrar a las
profundidades de color rojo contra las que tan duramente había luchado.

Mackenzie salió del coche tan deprisa que ni siquiera se había detenido del
todo. Corrió dentro y se escabulló como pudo hasta los vestuarios, verlo allí,
parado contra el saco de boxeo, la alivió de inmediato. Corrió hasta estar
frente a él. Quería gritarle, golpearlo, sin embargo, se abrazó a él,
desconsolada.
—¿Qué coño haces aquí? ¿Cómo te has enterado…? —dijo una vez se
hubo recuperado de la conmoción.
—¿Eso es lo único que se te ocurre decirme? Explícame por qué no sabía
nada de esta pelea y dime, por favor, que conoces las reglas de lo que va a
suceder ahí arriba.
Jakob la miró desconcertado, ¿no era una pelea normal?
—¡Maldita bastarda! ¡Hija de perra! —gritó fuera de sí, golpeando el
saco.
—Mackenzie, ¿qué sucede? Si me lo explicas, podré entender qué pasa.
—Esta pelea no es como las demás, Jakob, en estas peleas mueres o vives,
¿lo entiendes?
Algo pareció hacer clic en Jakob porque Mackenzie se dio cuenta de que
su mirada se tensó. Había sido engañado, lo sabía.
—¿Qué te ha prometido a cambio? —preguntó.
—Nuestra libertad.

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Ahí estaba, ese era el as que se había guardado bajo la manga. Lo había
tentado con algo que no pudiese rechazar. Si se había convertido en un
cerbero por ella, también estaría dispuesto a pelear para conseguir que los
dejara en paz. Su madre era una cabrona, pero una cabrona muy lista.
—No pelees, nos vamos. Huiremos —suplicó, desesperada.
—Schnuki, ¿confías en mí? —Asintió con la cabeza, no podía decir nada,
no encontraba las palabras—. Está bien, entonces sal, ponte en un lugar
visible y disfruta del combate.
—Pero…
—Por favor, Mackenzie, confía en mí, por una vez haz lo que te pido sin
rechistar.
Mackenzie asintió, lo abrazó y le dio un beso profundo en el que entregó
parte de su alma, esperaba que en verdad las cosas salieran como fuera que él
tenía pensado o que, en su defecto, ganara el combate.
Salió por el mismo pasillo que lo hacían los contrincantes, pavoneándose,
llamando la atención de todos, demostrando a su madre que no le tenía miedo,
que estaba enterada de todo y estaba allí. Para verlo.
Carolina abrió mucho los ojos al ver a su hija y algo en su interior se infló
dentro de su pecho, ¿era orgullo? Tal vez sí que había criado a una futura
líder para los Cerberos.
Se posicionó cerca del pasillo de los vestuarios para ser la primera en
entrar cuando el combate acabara y miró a su madre a los ojos, desafiante. La
había visto. Era lo que quería, que la viera. Era la orgullosa mujer de uno de
los contrincantes, el que representaba a todo el club de los Cerberos.
El árbitro hizo acto de presencia unos minutos después para presentar a
ambos contrincantes. El representante de Los Ángeles del Infierno daba
miedo. Era más alto y corpulento que Jakob y Mackenzie tembló porque no
estaba segura de que Jakob tuviese una oportunidad real contra esa mole.
Después anunció a Jakob, que se presentó con el calzón negro y un aspecto
soberbio y seguro de sí mismo que se ganó la ovación de los demás cerberos.
Haría el espectáculo, le gustaba el show y se dejaría llevar. Se colocó la
mano en el oído como si no escuchara al público y la gente enloqueció, en ese
momento, cerró el puño y lo mostró. Ahí estaba, el tatuaje que lo hacía uno de
ellos. Ese perro con tres cabezas sediento de sangre y que salivaba por la
expectación. Igual que él.
Mackenzie se ahogaba entre dos aguas, por un lado, estaba hipnotizada
por Jakob, que se veía imponente ahí arriba, por otro, temía por su vida. No
era un miedo infundado, era tan real que se veía flotando en el ambiente.

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Capítulo 33

Un demonio

Jakob estaba eufórico. Notaba la adrenalina correr por sus venas. El público
estaba tan enloquecido por lo que se avecinaba que le insuflaba el aire
necesario para que sus alas pudiesen despegar del suelo. Era un demonio, era
cierto, pero ¿acaso no tenían ellos alas también?
Buscó a Mackenzie y al verla se acercó hasta la esquina en la que estaba,
la gente del Anarchy rompió a gritos, silbaba sin parar y aplaudían. Él la
llamó desde las cuerdas, ella obedeció siguiendo el juego y se levantó sobre el
cuadrilátero, él la besó bajo el foco que los hizo el centro de todo aquello.
Quería besarla, lo necesitaba, aunque no lo dijera nunca había tenido tanto
miedo como en ese momento y esperaba que todo saliera bien. Tras dejarla ir,
se posicionó frente a su rival y lo señaló con el puño.
—Esto, angelito, va a ser lo último que veas esta noche —sentenció,
mostrando su puño frente a su cara, para que viera bien la imagen del
Cerbero.
El contrincante golpeó su puño desnudo y Jakob se retiró sonriendo. Sin
dejar de saltar se puso el guante y, con ayuda de un aspirante a cerbero, se
colocó el protector dental. Estaba listo. Se lo jugaba todo. Soltó aire. Giró la
cabeza para estirar los músculos de su cuello y esperó, con ansias, el sonido
metálico de la campana.
—¿Te das cuenta, Chicago? A pesar de ser más joven que tú, él sí sabe
cómo se juega a esto, espero que gane, no me gustaría perderlo. Tiene más
valor del que imaginaba, debí haberte hecho subir a ti esta noche, no a él —
escupió, desairando a Chicago, que apretó los puños y se alejó de ella.
Mackenzie miraba todo aterrada, no quería verlo, pero no era capaz ni de
parpadear para no perderse nada de lo que sucedía. El contrincante de Los
Ángeles le había dado un buen par de golpes que lo habían dejado atontado.

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Lo supo porque no dejaba de mover la cabeza, también vio la sangre que
escupió.
Tenía el estómago encogido, sentía una presión como nunca en su vida.
¿Era miedo? No, era algo más aterrador, era barajar de antemano un posible
final que incluía perder a la persona que amabas.
Tembló a la vez que el público gritaba eufórico sediento de sangre. Jakob
se recompuso e hizo su magia. Flotaba por el cuadrilátero, enlazando un golpe
con otro. Era fuerte, directo y aprovechaba la escasa agilidad del otro
boxeador, más pesado y mayor.
El primer ataque fue devastador. Empezó con un jab para tantear al
oponente y siguió con un directo que lo dejó fuera de juego, siguió con un
potente derechazo para terminar con un gancho de izquierda que lo mandó a
otro mundo.
Había cogido carrerilla y no paró, volvió a enlazar un ataque directo que
puso al ángel en aprietos. No dejaba de bailar y golpear. Sus ganchos eran
certeros, fuertes, potentes y, antes de darse cuenta, su contrincante estaba
tirado en el suelo destrozado y Jakob, levantando los puños proclamándose
como ganador. Todo el Anarchy se levantó creando una marea de gritos y
felicitaciones por el triunfo.
Para sorpresa de todo el mundo, dejó de celebrar y recrearse en los vítores
para fijarse en el hombre contra el que había peleado y que yacía atontado
sobre la lona.
El Anarchy se quedó sumido en el más sombrío de los silencios, ese que
presagiaba un golpe mortal que le costaría la vida. Vivir o morir era el lema
de ese torneo.
Jakob se acercó, triunfal, hasta el trono de Carolina, sentada en un lugar
privilegiado que le recordó a un emperador romano decidiendo sobre la vida
de los gladiadores.
Carolina no le quitaba la vista de encima, su rostro mostraba una sonrisa
envenenada, podía imaginarse relamiendo el veneno que en ese instante
humedecerían sus labios, sus manos se aferraban a los brazos del asiento,
conteniendo esa emoción que se desbordaría justo cuando le dedicara el
triunfo. Sin embargo, Jakob se agachó sin dejar de mirarla y le ofreció su
mano al ángel del infierno contra el que había peleado, que la tomó confuso,
sin tener claro qué esperar.
—Buen combate —dijo en voz alta para que todos lo oyeran y, después,
golpeó los guantes del rival con los suyos.

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Si el silencio había sido sepulcral hasta ese momento, ahora lo era más.
Carolina se había puesto en pie, mirándolo con un odio poco disimulado. ¿Ese
mocoso se había atrevido a desafiarla?
—Acaba con él —soltó fría como el acero y con los dientes apretados.
—¿Puedes ser más explícita, Carolina? ¿Qué quieres que haga con él? —
preguntó ante el asombro de todos.
—No ha sido capaz de ganarse el derecho a vivir, así que quiero que
muera.
Ahí estaba, lo que había esperado. Se acercó más a ella y desde su
posición en el ring la miró y sonrió.
—Aunque lleve un tatuaje de los Cerberos, eso no me convierte en uno de
ellos. No te da derecho a decidir por mi vida, ni por la de los demás.
Y se largó en busca de Mackenzie antes de que todo se saliera de control.
No quería ningún otro premio, solo estar con ella. Saltó por encima de las
cuerdas dejando tras de sí los gritos y los silbidos que estallaron tras sus
palabras. No le importaban, tan solo quería encontrarla. Supuso que estaría en
el vestuario, esperándolo, y se encaminó hacia allí quitándose, con la ayuda
de sus dientes, los guantes de boxeo.
Abrió la puerta, que se quejó con un chirrido apagado, y lo vio. Chicago la
golpeaba en ese momento, Mackenzie caía al suelo con un golpe sordo. La
vio caer, pero no podía moverse, ni ella. Jakob se quedó paralizado. Lo estaba
viendo, Chicago tirando de ella, extendiéndola en el suelo, desabrochándose
los pantalones… Pero estaba paralizado, no podía mover ni un músculo,
volvía a ser aquel niño encerrado en un armario. Hasta que ella se quejó y su
mirada, aterrada por lo que iba a ocurrir, se cruzó con la de Jakob.
Y en ese momento sucedió, todo dejó de ser para convertirse en rojo furia.
Perdió el control y la razón y lo único que podía hacer era golpearlo una y
otra vez, una y otra vez, una y otra vez… Sin descanso.
—Jakob, para, lo vas a matar. Jakob, para… —La voz sonaba de fondo,
monótona, y sabía que debía parar, lo sabía, pero no podía. No controlaba sus
instintos, no podía, no tenía la fuerza necesaria—. ¡Jakob! —Escuchó que
gritaban de nuevo, y esta vez unos brazos lo rodearon y ese contacto fue
suficiente para hacerlo detenerse, en seco.
Parpadeó, aturdido, miró frente a él y vio a Chicago, ¿lo había matado? Si
no lo había hecho, había estado realmente cerca, estaba destrozado. Había
sangre por todas partes, incluso Mackenzie estaba llena de ella. Sangre. Por
todos lados.

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—Schnuki, ¿estás… bien? —preguntó con la voz temblorosa, no parecía
pertenecerle.
Mackenzie no podía articular palabra, había sido brutal, todo. Le dolía la
mejilla por la bofetada que Chicago le había dado, la cabeza también, no solo
por el golpe, sino por el tramo del pasillo por el que la había arrastrado hasta
allí tirando de la larga melena, también la espalda por el golpe contra el suelo.
Todavía temblaba, ¿había ocurrido?
Desvió la vista hasta Chicago y lo vio, tenía los pantalones
desabrochados, así que había ocurrido, por eso Jakob había estallado.
—¿Estás bien? Dime algo, por favor… —El ruego en la voz de Jakob le
recordó que no estaba sola y supo que ahora había pasado de la fase de perder
el control a la de arrepentimiento.
—Estoy bien, Jakob, gracias a ti.
Jakob la miró a los ojos, por primera vez el sentimiento de culpa se disipó
tan rápido que apenas lo notó. Tenía razón, había sido justificado, esta vez
había estado justificado.
—Yo… iba a violarte. Iba a violarte…
Mackenzie asintió y en ese momento manos extrañas la separaron de
Jakob, la levantaron del suelo y la esposaron, igual que a él. La policía… ¿La
policía? ¿Quién los había avisado? ¿Por qué Jakob sonreía?
Quería preguntar, pero no encontraba las fuerzas. Tan solo escuchaba la
voz insistente del agente que le repetía que si lo había entendido. ¿Qué tenía
que entender?
—Tienes que decir que lo has entendido.
—¿El qué?
—Tus derechos, te los he dicho dos veces. Está bien —resopló—. Tiene
derecho a…
—No es necesario, agente, los conozco y los he entendido.
En ese momento el hombre se dio cuenta del estado lamentable de la
joven. Estaba cubierta de sangre y tenía la cara inflamada. Se pudo hacer una
composición bastante exacta de lo que había sucedido, pero ya tendrían
tiempo de explicarlo en comisaría.
El joven del suelo… estaba hecho una puta pena.
—¿Sigue con vida? —preguntó un agente a otro.
El agente se encogió de hombros, como si el hecho de que Chicago
pudiese estar muerto no fuera importante y llamó por radio solicitando una
ambulancia.

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Después la arrastraron a uno de los coches de policía que estaban parados
frente al Anarchy. Podía ver a algunos cerberos y algunos ángeles esposados
también, otros se revolvían y algunos escapaban a toda velocidad montados
en sus Harley.
Todo era caos.
A pesar de ese desorden que reinaba fuera, su interior estaba en calma.

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Capítulo 34

Silencio, tan solo eso

Observaba todo a su alrededor, aturdida. Estaba en la comisaría de policía; era


lo único que tenía claro. Miraba sus manos una y otra vez, como si no creyese
lo que había en ellas. Pero ahí estaba de nuevo, esa imagen que la arrastraba a
un bucle que la retenía, que la mareaba sin compasión, dejándole claro que no
había salida.
—Vamos, Mackenzie, cuéntame qué ha pasado. Tienes que centrarte y
decirme de quién es la sangre.
Silencio. Tan solo eso. No era capaz de decir nada, aunque su mente no
dejaba de rememorar lo sucedido una y otra vez, a una velocidad apabullante,
tanto que no le permitía poner orden a los pensamientos que se mezclaban con
los sentimientos dispares que la llenaban, que formaban una gran bobina de
hilo de la que no encontraba el final para tirar y deshacerla.
—Vamos, dime, ¿qué ha pasado? Sé que es una situación difícil, pero
necesito que me digas algo, vamos, niña… —insistía el agente de policía.
Volvió a mirarlo, quería…, no, necesitaba enfocarse en su mirada, tratar
de detener la rapidez a la que todo pasaba frente a sus ojos y que la mareaba.
No lo conseguía. La turbación se acentuó hasta que una arcada la sacudió. Tal
vez su cuerpo trataba de echar fuera el miedo que la llenaba.
—Maldita sea, niña, reacciona, ¡joder!
Escuchaba lo que decían, los murmullos de las personas que en ese
momento había en la misma sala de ella, el golpeteo insistente de un bolígrafo
sobre la superficie fría de una mesa, las sillas chirriar al cambiar de posición
los ocupantes, su propia respiración agitada… Aun así, no era capaz de
comprenderlos. Nada tenía sentido, lo único que podía ver con claridad era la
sangre de sus manos.
—Déjala, viene en camino. No le va a gustar si te encuentra
presionándola, está en shock, ¿no te das cuenta?

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Una nueva voz se había unido a la del hombre que le preguntaba sin
descanso qué había ocurrido. Alzó la mirada, aunque no sirvió para nada.
Seguía enredada en la maraña de recuerdos que desearía olvidar…, no, que
hubiese deseado no presenciar.
—¿Es el chico que estaba con ella? —preguntó el policía cambiando el
foco de atención de ella al joven que entraba esposado por la puerta en ese
momento.
Al verlo llevó una mano temblorosa a la boca. Un llanto descontrolado la
sacudió y pudo escuchar cómo gritaba, aunque no era capaz de reconocer ese
llanto como el de ella: parecía el de una persona con alguna enfermedad
mental.
Eso debía de ser lo que sucedía; había perdido la razón.
Sus ojos se encontraron con los de Jakob, que no parecía afectado.
Llevaba sus manos esposadas y cubiertas de sangre. Su camiseta blanca ya no
lucía inmaculada, ahora mostraba las marcas del pecado que había cometido.
Quiso levantarse, pero sus piernas fallaron y volvió a caer sobre la silla, como
un peso muerto.
Él se detuvo e hizo un brusco movimiento que logró liberarlo de las
manos del agente de policía que lo empujaba de malas formas.
—No te pases, cerbero… —gruñó el policía, sacudiéndolo por la
camiseta.
Él giró la cabeza y encaró al joven agente, después regresó la mirada
hacia ella y su boca se torció en una mueca que simulaba una sonrisa. Parecía
satisfecho, ella no. Sentía cómo la boca del estómago le ardía, cómo ese calor
ácido subía hasta su garganta y contuvo una nueva sacudida.
Lo último que vio era cómo lo arrastraban hacia dentro por un pasillo.
Quería enfocar, levantarse, salir de allí, huir…, pero nada de eso ocurrió
porque no tenía fuerzas.
Nuca debió entrar en ese juego. Nunca debió obedecer a su madre. Nunca
debió permitir que la arrastrara a su juego de adultos.
Pero, sobre todo, nunca, jamás, debió enamorarse de él.
Había sido un error, porque su madre, al final, había ganado. Si Jakob
había matado a Chicago…, estaría condenado de por vida. Eso la hizo temblar
y un miedo súbito se apoderó de ella, que buscó una papelera para vaciar el
contenido de su estómago.
—¡Joder! —gritó fuera de sí el agente—. Llevadla a una puta celda, si
está en shock, esperaremos a que se le pase.

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—¡Quítale las manos de encima a mi hija! —Retumbó la voz de Phoenix
Taylor por toda la estancia.
Mackenzie no podía creer lo que escuchaba, por eso, al girar la cabeza
para comprobar que no había perdido por completo la razón y vio a su padre,
un alivio inmediato la inundó hasta hacerla desfallecer.
Phoenix Taylor tuvo los suficientes reflejos para cogerla en el aire y
dejarla de nuevo en la silla.
—¿No has visto el estado en el que está? ¡Es una niña! ¡Es mi niña! —
rugió, acallando cualquier sonido dentro de la comisaría—. ¿Qué cojones ha
pasado, Stu? —preguntó, dirigiéndose al hombre que momentos antes tenía
tantas agallas y ahora se atragantaba con ellas.
—Vaya, Phoenix, qué sorpresa. Pensé que…
—Te equivocaste —lo cortó en seco sin dejarlo terminar de decir que
pensaba que estaba entre rejas y por eso se comportaba así con una joven a la
que algo le habían hecho.
—No lo sabemos, no sabemos todavía qué ha pasado. A lo mejor el
bastardo que estaba con ella te puede decir algo.
—Ese bastardo es mi hijo —soltó, serio, Duncan Tunner al entrar por la
puerta—, es el mismo bastardo que ha arriesgado su vida para que tengáis
pruebas contra Carolina Taylor y es el mismo bastardo que te va a hacer ganar
una medallita de esas que tanto te gustan para que la luzcas en el pecho. Así
que mueve tu culo ahora mismo y saca a ese bastardo de donde sea que lo has
metido y déjame hablar con él —ordenó Tunner.
Todos los de la comisaría se quedaron de piedra. Ver a los dos juntos era
algo de lo que muchos solo habían escuchado hablar. Eran una leyenda. Los
dos eran como hermanos y sus hazañas eran conocidas en los pueblos de
alrededor, al igual que la rivalidad que nació después a causa de una mujer
que los hizo competir para terminar eligiendo a Taylor.
Tunner, por el contrario, eligió el lado del bien, aunque decían que había
tenido un par de años malos, tentado de caer en el mismo agujero que
Phoenix. Y verlos juntos era impresionante. A pesar de su madurez, eran
hombres imponentes y las mujeres de comisaría no pudieron evitar mirarlos
de arriba abajo más de una vez.
—No… no sabía que era tu hijo.
—Pues ahora ya lo sabes, ahora mueve el culo y tráelo aquí. Y, Stu —lo
llamó con voz amenazante—, más os vale a todos haberlo tratado bien.

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Capítulo 35

Bajo arresto

Jakob esperaba dentro de la celda, estaba sentado en el suelo y se frotaba las


muñecas, no era lo que más le dolía del cuerpo, pero sí lo que más le
molestaba. Estaba harto, ¿por qué demonios la habían apresado a ella? ¡Era
una víctima, joder!
Aunque deseaba rebelarse, prefirió no empeorar las cosas, así que tan solo
se había quedado en el suelo, en el mismo lugar en el que lo habían tirado,
frotándose las muñecas y pensando qué estaría sucediendo por la cabeza de
Mackenzie y preguntándose cómo de mal estaría Chicago.
La puerta se abrió, chirriante, y un oficial le indicó que se levantara.
Obedeció sin más, no tenía ni idea de lo que vendría ahora, por extraño que
pareciera, era la primera vez que estaba bajo arresto.
—Ven, han venido a verte —ordenó con las manos en la cintura, cerca del
arma, ¿lo amenazaba?—. Espero que no digas que hemos usado violencia ni
nada por el estilo contra ti.
Ahí estaba, la amenaza. Así que su padre había llegado, por fin, cómo se
alegraba de haber hecho esa puta llamada antes del combate, les había salvado
la vida… Al salir encontró a su padre al lado de otro hombre que no podía ser
otro que Phoenix Taylor, el padre de Mackenzie.
Al verlos juntos sintió un poco de… respeto. ¡Joder! A pesar de la edad, el
padre de Mackenzie no sería un tipo fácil de tumbar y lo miraba con ganas
de… ¿matarlo? La verdad era que esperaba que le diera la enhorabuena, al fin
y al cabo, había salvado a su hija, aunque, por otro lado, había sido el
culpable de que cogieran a Carolina Taylor con las manos en la masa.
—¡Joder, Duncan! No puedes negar que es tuyo, parece que, de repente,
he retrocedido hacia el pasado.
Jakob miraba a ambos y pudo notar como el pecho de su padre se inflaba
un poco, ¿era orgullo lo que veía en su mirada?

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—Jakob… —Escuchó la voz de Mackenzie en un tono tan bajo que
pareció un susurro—. Jakob… —volvió a llamarlo—, ¿estás… estás bien? —
preguntó, tragando con fuerza.
Jakob caminó hacia ella y se arrodilló justo al llegar a su lado. Ella seguía
sentada y estaba escoltada por las dos moles que eran sus progenitores. El
silencio en el lugar daba escalofríos, pero solo quería saber cómo estaba ella.
Se preocuparía de todo lo demás más tarde.
—¿Y tú? ¿Cómo estás? ¿Te ha visto un médico? —interrogó a toda prisa,
sus palabras se atropellaban unas a otras, pero necesitaba respuestas, ¡ya!
—¿Tú sabes quién le ha hecho esto a Mackenzie? —lo interrumpió su…
¿suegro? antes de que ella hablara.
Jakob alzó la mirada y vio la preocupación de ambos, se puso de pie sin
soltar la mano de Mackenzie y asintió.
—Hijo, ¿estás bien? —preguntó su padre, que hablaba por primera vez
desde que lo había visto.
—Sí, más o menos.
—No lo pareces. Estás hecho un desastre…
—Tendrías que ver al otro tipo…, a los otros tipos.
—Jakob parece más lúcido que Mackenzie, ¿os parece si nos explica qué
coño ha sucedido allí dentro? —intervino Stu, el jefe de policía, pidiendo
permiso a los tutores.
Lo último que quería era iniciar una guerra contra el jefe de policía de
Rock Hill y el jefe de los Cerberos. Además, el soplo se lo había facilitado el
propio Duncan Tunner, así que tampoco podía pasarse de la raya con los
críos, al menos hasta saber qué coño había pasado y la gravedad del cerbero
que habían llevado al hospital.
—Hijo, ¿estás en condiciones para hablar?
Jakob asintió y se sentó al lado de Mackenzie, en ningún momento le
soltó la mano, algo que no pasó desapercibido para ninguno de los presentes.
Phoenix lo miraba y regresaba la vista a su padre, una y otra vez, como si no
creyera el parecido.
—¿Por dónde empiezo? —preguntó sin tener muy claro qué era lo que
debía contar.
—¿Qué hacías en el Anarchy? —peguntó Stu a la vez que encendía la
grabadora.
—Esta noche tenía un combate de boxeo.
—¿Quién era tu rival?
—No lo conozco, no sabía contra quién peleaba.

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Stu asintió con la cabeza, poco convencido, como si dudara entre si decía
la verdad o mentía muy bien.
—¿Sabes que esas peleas son ilegales?
—Lo sé, pero necesito el dinero para la universidad, además…
—Además… —lo animó su padre a que continuara.
—Jefe Tunner, estás en mi jurisdicción, déjame hacer mi trabajo.
—Sí, déjalo, Duncan. Estoy muy interesado en la historia —admitió
Phoenix, que cogió una silla cercana, le dio la vuelta y se sentó a horcajadas
apoyando los brazos en el respaldo, Tunner hizo exactamente lo mismo.
Jakob miró a Mackenzie, parecía perdida todavía en su mundo. Tal vez
necesitaba tiempo para digerir lo que había estado a punto de suceder.
¡Maldita fuera! Si solo hubiese llegado un minuto después…
—Carolina Taylor me había dado su palabra. Si ganaba el combate, nos
dejaría en paz, a Mackenzie y a mí —aclaró.
—Entonces, ¿por qué la delataste?
—No sabía que era un combate cuya única regla es vivir o morir. Yo
quería vivir, pero no quería que fuera a costa de la vida de otro. Así que llamé
a mi… padre… —dijo, tragando saliva, era la primera vez que lo decía en voz
alta frente a él y resultó algo extraño, aunque su padre lo miró con la emoción
reflejada en el rostro—, para contarle lo que iba a suceder. Él me dijo que
alargara todo lo que pudiese el combate, que iba a buscar ayuda. Así que eso
hice, di un buen espectáculo y lo alargué todo lo que pude, pero, aunque mi
contrincante era más grande y fuerte que yo, también era más mayor y la
verdad es que no opuso mucha resistencia.
—¿Después qué pasó?
—Hice que Carolina confesara frente a todos que quería que matase a ese
hombre, ya había visto llegar a los primeros agentes, así que di por hecho que
sus testimonios serían tenidos en cuenta.
—Bien hecho, chico —murmuró Phoenix, que parecía impresionado por
el temple del muchacho.
—¿Y después?
—Fui a buscar a Mackenzie para largarnos de allí, pero entonces lo vi…
De pronto el frío inundó la estancia. Algo había cambiado en la mirada de
los chicos, que se miraron sin pestañear, hasta que Mackenzie asintió y
empezó a llorar.
Phoenix no tenía ni idea de qué había pasado, pero supo que algo muy
malo, así que tomó la mano libre de su hija entre las suyas y la apretó con
fuerza. Si alguno la había tocado…

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—¿Qué viste, Jakob? —preguntó Stu de nuevo.
—Uno de los cerberos, Chicago, golpeó a Mackenzie, que cayó contra el
suelo, se quedó inmóvil. Por un momento pensé… pensé que la había matado.
Jakob estaba perdido en el recuerdo, pero Phoenix no y conocer ese dato
lo enfureció tanto que soltó la mano de su hija, se levantó y cogió la silla para,
acto seguido, lanzarla contra el suelo gritando como un animal salvaje.
Las astillas de la silla volaron y Tunner se acercó al que había sido su
amigo y lo agarró con fuerza para que entrara en razón, aunque podía
entenderlo porque en ese mismo momento él también estaba dispuesto a
matar a Carolina Taylor.
—¡Cálmate, Phoenix! Vamos a dejar que mi chico acabe de contar lo que
pasó y luego… luego ya veremos —escupió con la voz tan dolida y llena de
odio que sonó a venganza.
—Sí, Phoenix, tranquilízate, no tengo ganas de tener que esposarte —
advirtió Stu—. ¿Qué pasó después? —insistió.
—Vi…, vi cómo se bajaba los pantalones… dispuesto a… —balbuceó y
tomó aire, era difícil decirlo en voz alta— violarla. Y reaccioné. Se lo saqué
de encima y todo lo demás… está difuso.
—Lo has hecho muy bien, hijo. Muy bien.
—Sí, muy bien, Jakob. Fue una gran idea avisar a tu padre y una suerte
que llegáramos justo a tiempo. Por ahora con tu confesión me vale, pero has
de entender, Tunner, que tenga que pasar algunas noches aquí. Al menos
hasta que sepamos la gravedad de Chicago. No debe meterse en peleas
ilegales. Nunca más. Pero supongo que al ser su primera vez faltando a la ley
y siendo la pieza fundamental para destapar todo esto no creo que lo acusen
de nada. Tal vez trabajos comunitarios.
—¿Puede ahora un médico ver a Mackenzie? —fue lo único que preguntó
y los demás se sintieron avergonzados porque ninguno había pensado en eso
antes.
—Claro, claro, Phoenix, puedes llevártela a que le echen un vistazo y
debes estarle agradecido, no sé qué hubiera pasado si…
—Lo he escuchado todo, Stu, no necesito que me digas qué debo hacer —
gruñó.
—¿Jakob? —murmuró al ver que la levantaban y la arrastraban lejos de
él.
—Estaré bien, schnuki, ahora necesitas atención, nos vemos más tarde, no
voy a moverme de aquí —dijo con una sonrisa pícara y guiñándole un ojo.

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Mackenzie pareció más convencida y dejó que su padre la sacara de allí.
Verla alejarse le dolió, pero sabía que en ese momento necesitaba algo que él
no podía darle.
—Mi hijo también necesita atención médica, ¿no es obvio?
—Sí, claro, la tendrá. Hemos llamado al doctor Spencer, estará al llegar.
Tunner pareció darse por satisfecho y consintió que se trasladara a su hijo
a una de las celdas mientras esperaba, pero solo si se le permitía estar cerca.
—¿Seguro que estarás bien, hijo?
—Sí, jefe Tunner, estaré bien. Solo son magulladuras, nada grave,
créeme, lo sé.
Tunner bajó la mirada, supo que algo había ido mal con ese muchacho
estando bajo el cuidado de Dana, pero no había querido escarbar mucho, tal
vez por miedo de sentir eso que ahora mismo le pesaba sobre los hombros:
culpabilidad.
—No, no lo es. Nada es culpa tuya, papá. Ni siquiera sabías que existía,
así que no te culpo, tampoco lo hagas tú.
Las palabras de su hijo lo dejaron atónito, al parecer, podía leer en él
como en un libro abierto, no solía pasarle, por eso lo sorprendió o quizás era
que él mismo conocía bien ese sentimiento y por eso le era más fácil
reconocerlo. Fuera como fuese, tendrían tiempo para descubrirlo.
De improviso, se oyó movimiento en el pasillo, Tunner miró y vio que
sacaban de una de las celdas del fondo a alguien que conocía bien. Apretó los
puños contra los barrotes y golpeó su cabeza contra ellos, después se alejó y
se acercó al grupo de guardias que la escoltaban.
—¿Cómo has sido capaz de enviar a mi hijo a la muerte, Carolina? Te
advertí por las buenas que te alejaras de él, que lo dejaras en paz.
—Tu hijo… —sonrió con tristeza—, ese cabronazo me ha vendido. Mejor
será que a partir de ahora no le quites el ojo de encima —amenazó con esa
media sonrisa que la hacía parecer tan cruel como era.
Tunner se apartó y se apoyó contra la pared. ¿Acababa de amenazar a su
hijo? ¿A él? ¿Pensaba que tenía todo bajo su control? ¿Que él no podía hacer
lo mismo porque llevaba una placa? ¡Qué equivocada estaba!
—Creo que la que debe estar preocupada eres tú.
El grupo se detuvo y Carolina, esposada, se dio la vuelta para mirarlo con
dificultad.
—¿Yo? ¿Por qué? ¿Crees que voy a terminar encarcelada?
—Reza porque sea así. Phoenix ha salido.

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No necesitó decir nada más, el semblante de Carolina cambió a uno tan
pálido que pensó que se desmayaría allí mismo, perdió el equilibrio y no cayó
al suelo gracias al agarre de los guardias, que la arrastraron hasta la sala de
interrogatorios. Le iba a caer una buena condena, le tenían ganas desde hacía
mucho tiempo y tenían pruebas suficientes, incluyendo su propia orden a voz
en grito de que mataran a un hombre sobre el cuadrilátero.
No iba a salir nunca. Mejor. Porque de estar fuera estaba seguro de que
Phoenix se las apañaría para tomar venganza. Por fin había revelado su
verdadera identidad la arpía.

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Capítulo 36

Como un buitre

Phoenix Taylor no dejaba de dar vueltas por la sala de espera de la consulta


del hospital. Había llamado a Brooklyn, el único en el que de verdad podía
confiar y, cuando más nervioso estaba, apareció junto con su hija.
—¿Cómo está Mackenzie? —preguntó sin más dilación Arizona, que
había acudido a la llamada de su padre.
Su rostro estaba lívido y la preocupación era más que notable. ¿Él también
luciría así?
—¿Arizona? Vaya, te has convertido en una preciosidad. Te pareces a tu
madre. ¿Estás seguro de que es hija tuya, Brook? —interrogó a su amigo sin
disimular la burla que ocultaban sus palabras.
—La misma seguridad que tienes tú de que Mack sea tuya —respondió su
amigo, serio.
No era momento para decir tonterías, lo sabía, pero a la vez necesitaba
algo que le aliviara la tensión.
—Creo que sí, aparte de la magulladura parece que no llegó a… suceder
nada más.
—Pero ¿qué pasó?
—¿Por qué no estabais juntas? —la interrogó Brooklyn con la furia
llameando en sus ojos.
—Lo estábamos, de hecho, llegamos juntas al Anarchy, pero se fue a
avisar a Jakob de lo que le esperaba y la perdí de vista. Después…, todo se
descontroló y no supe nada de ella. La busqué, pero no la encontré por ningún
lado y tampoco me contestaba el móvil…
Se justificaba sin dejar de llorar. Había pasado mucho miedo, sobre todo,
cuando se vio en mitad de una redada y Jackson la obligó a largarse de allí
para que no la pillaran. ¿Qué habría pasado con él?

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—Cuando terminó la pelea, el chico Tunner fue a buscarla y se encontró
con… —Phoenix se detuvo y apretó los puños, su amigo lo conocía lo
bastante como para saber que algo grave había sucedido—. Ese hijo de perra
de Chicago ha firmado su propia sentencia de muerte —masculló más para sí
que para sus oyentes, aunque lo escucharon y supieron que algo había ido
realmente mal.
—¿Qué le hizo Chicago a Mack? —preguntó Arizona, furiosa.
—Ese bastardo la golpeó e intentó abusar de ella.
—¿Qué cojones? —gritó Arizona.
—Arizona, esa boca, muchacha —la riñó su padre—. ¿Qué cojones…? —
repitió él, ganándose una mirada reprobatoria por parte de la aludida.
—Sí, menos mal que llegó el chico Tunner y lo evitó. Parece que le dio
fuerte a Chicago, lo han traído al hospital.
Brooklyn miró a Phoenix, lo conocía muy bien, habían sido muchos años
a su lado y supo que, si Chicago se libraba de esta, la muerte lo estaría
acechando como un buitre: paciente y hambriento.
—¡Mackenzie! —exclamó Arizona al verla aparecer por la puerta
acompañada de un doctor, y echó a correr hacia ella.
El médico, mientras las jóvenes se abrazaban, les explicó a ellos que
además de las contusiones por el golpe y el leve aturdimiento por todo lo que
había vivido, estaba bien. También le aseguró a Phoenix que no habían
llegado a forzarla. Eso hizo que Phoenix respirara con un poco más de calma
y anotara que el chico Tunner se merecía su respeto.
Salieron todos de allí y Mackenzie seguía un poco absorta en su mundo,
por eso todos se sorprendieron cuando, de pronto, pidió que la llevaran a la
comisaría.
—¿No prefieres ir a casa mejor? Necesitas descansar.
—Papá, llévame allí. Jakob sigue allí…, no quiero dejarlo solo.
Phoenix resopló, pero no pudo negarle eso a su hija. Así que puso rumbo
de nuevo a la comisaría, donde se presentaron los cuatro.
Justo cuando entraban, vieron a Carolina, que era llevada de vuelta a la
celda. La mirada de esta al ver a su marido y su hija se congeló tanto como lo
había estado siempre su corazón.
Se detuvo frente a ellos y Phoenix no dijo nada. Tan solo la miró de esa
manera en la que solo se puede mirar a las personas que ya no son
importantes para ti, de esa forma en las que les adviertes que ya no tienen
poder sobre ti.

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—Así que es cierto… —susurró Carolina, tragando saliva. No sabía nada
y la había pillado por sorpresa. Miró a su hija, pero ni siquiera se molestó en
preguntar cómo estaba: orgullosa y fría hasta en esos momentos.
Los guardias tiraron de ella para devolverla a la celda, Phoenix necesitaba
que la apartaran de su vista para no cometer una locura. Estaba con la
condicional y debía cuidar mucho su temperamento, bastante había llamado la
atención ya al reventar la silla contra el suelo, donde seguía junto a las
astillas.
—Carolina —la llamó y ella se giró para mirarlo con esa frialdad que la
caracterizaba—, asegúrate de no salir de la cárcel. Nunca. Allí estarás más
segura.
—¿Me amenazas en una comisaría llena de agentes de policía?
—¿Yo? No, querida, no, solo es una advertencia. Te has ganado muchos
enemigos, no quisiera que te ocurriera nada… malo.
Los agentes reanudaron la marcha y Carolina se dejó arrastrar, había
perdido. Ahora lo tenía claro. Sola, sin el apoyo de los Cerberos ni de Phoenix
su reinado había llegado a su fin. Siempre había pensado que el infierno en el
que ardía lo haría para siempre, porque su fuego era eterno, pero acababa de
darse cuenta de que había un demonio con más poder, uno que había
congelado su reino sin ni siquiera pestañear.
—Stu, queremos ver al chico Tunner —pidió, cambiando de tema.
El jefe de policía levantó la cabeza del montón de informes que tenía que
leer y dejó escapar un suspiro de cansancio. No iba a negarse, no quería tener
más problemas de los que ya habían ocasionado con la redada.
—Está por allí, ya conoces el lugar —lo increpó.
Phoenix sonrió y, al pasar a su lado, le dejó el informe médico sobre la
mesa. Stu levantó la mirada sin entender qué eran esos nuevos documentos.
—Es el informe médico, supongo que lo necesitarás para la condena de
Chicago.
—Hablando de Chicago, dile a Tunner que va a sobrevivir.
Phoenix se sintió extraño. Por un lado, estaba feliz porque significaba que
el chico Tunner se iba a librar de una buena temporada en la cárcel, por otro,
quería a ese bastardo criando malvas.
—Se lo diré. Son buenas noticias.
Mackenzie agarró la mano de su padre y dejó que una leve sonrisa
iluminara su rostro magullado. Su padre no pudo evitar acariciar la zona en la
que ese hijo de perra la había golpeado y se juró que Chicago iba a terminar,

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como poco, sin esa mano. Él mismo se encargaría de cortársela y echársela a
los perros.
Al entrar en el pasillo que daba a la zona donde mantenían a Jakob
encerrado, Mackenzie sintió un frío que la recorrió de arriba abajo. No la
agradaba la idea de que Jakob estuviera ahí. Nada. Lo quería fuera y, si no era
posible, ella quería estar dentro. Junto a él.
—¿Qué hacéis todos aquí? ¿Ha pasado algo? —preguntó, nervioso,
Tunner al verlos aparecer a los cuatro. Y tembló, tenía miedo porque si lo que
iban a decirle era que Jakob había matado a ese cerbero… estarían en graves
problemas. Aunque pudiera justificarlo como un acto de defensa propia, iba a
estar realmente jodida la cosa.
—Sigue vivo —soltó Phoenix, adivinando por dónde iban los
pensamientos de su amigo—, por suerte para tu hijo y mala suerte para él,
porque ahora ha pasado a ser un asunto mío.
Tunner asintió con la cabeza, más relajado, y se apartó de las rejas para
dejarle paso a Mackenzie, que se había aproximado para ver a Jakob.
—Hola, Lobo —murmuró y Jakob al darse cuenta de que era ella pareció
cobrar vida.
—Hola, schnuki, ¿te ha visto ya un médico?
—Sí, vengo del hospital. No te preocupes, estoy bien. Gracias a ti.
Ella metió las manos entre las rejas y Jakob las tomó entre las suyas para
llevarlas a su boca y posar un beso en ellas. Y así pasaron las horas, sin
apenas moverse, sin hablar. Tan solo juntos.
Arizona y su padre se fueron y dejaron a los cuatro a solas. Tunner,
cansado, salió a la sala de espera para sentarse un rato en una silla. Se sentía
mayor para esos disgustos y sus huesos no aguantaban tanto como años atrás.
Phoenix lo había seguido, sentándose a su lado y dejando solos a los chicos.
—Te veo mayor —dijo Tunner a modo de broma a Phoenix.
—Pues anda que tú. Pareces un anciano. ¿Desde cuándo no duermes? —
espetó y acto seguido los dos rieron. Como en los viejos tiempos.
—¡Joder! Menudo susto. Me falta rodaje. Apenas me enteré hace unas
semanas que tenía un hijo y ha sido… intenso —confesó.
—Se parece a ti, pero él los tiene mejor puestos que tú.
Tunner se quedó pensativo, quién iba a decirle meses atrás que tenía un
hijo y que, además, iba a terminar enamorado de la hija del hombre que más
odiaba. No, ya no era verdad, no lo odiaba. Carolina había resultado ser una
mujer manipuladora y sin corazón, así que no los había querido realmente a
ninguno. Solo quería una cosa aparte de a sí misma: el poder.

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—¿Qué piensas hacer ahora? Tienes la condicional, ¿no? No puedes
pasarte de la raya ni te voy a dejar. Estaré respirando en tu nuca —amenazó,
pero no era una amenaza real, era un consejo de amigos. Por los viejos
tiempos.
—Lo sé, y si de algo he tenido tiempo en la cárcel estos últimos años, ha
sido de pensar. Creo que ya es hora de que nos retiremos. Tendremos que
sobrevivir de forma legal. Por ella. Se lo merece.
—Es una buena chica.
—Tu chico lo es. La ha salvado, así que la deuda está saldada —confesó,
mirándolo y dándole a entender que el pasado quedaba en el olvido. Tunner
asintió, había comprendido y estaba de acuerdo.
—Phoenix, te has parado a pensar que, si eso —dijo refiriéndose a ambos
jóvenes— sigue adelante, ¿seremos familia?
Y eso les sacó una sonrisa a ambos que se llevó todo rastro de odio, ira o
resquemor que quedara en ellos. A partir de ese momento, podrían volver a
ser amigos.

El pasillo donde estaba era frío, también tranquilo. Pero no le importaba ni el


helor ni lo incómoda que era la postura, solo le importaba que él estaba bien y
que, por suerte, Chicago viviría para contarlo y no pesaría sobre Jakob ni su
muerte ni una condena de por vida.
—Gracias, Jakob —susurró—, si no hubieras llegado a tiempo…, yo… —
Jakob apretó su mano y ella derramó unas lágrimas en silencio.
—Siempre voy a llegar a tiempo, schnuki —prometió.
—¿Qué significa?
—¿Schnuki? —inquirió para asegurarse. Mackenzie asintió—. Bueno, es
una de las formas de llamar a la persona que quieres de manera íntima,
significa cariño.
—Vaya…, al final vas a ser un romántico empedernido.
—¿Lo dudas? ¿De dónde crees que he sacado el nombre de Bad
Romance?
—Pensé que te gustaba Lady Gaga —dijo, haciendo referencia a una
conversación que ya parecía muy lejana, y sonriendo.
—Más bien de Shakespeare, ¿o no crees que Romeo y Julieta tuvieron un
mal romance?
—Parecido al nuestro —confesó, mirándolo.

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—Sí, parecido, pero el nuestro tendrá un final diferente. El nuestro sí
tendrá un final feliz. ¡Que te jodan, Shakespeare! —gritó y ambos, a pesar de
todo lo que había pasado y de la incertidumbre de sus futuros, rieron con
ganas, porque sabían que, al menos, había un futuro para ellos.

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Epílogo

Tres meses después.

Era la noche. Todo había ido sobre ruedas desde que Carolina Taylor había
desaparecido de sus vidas. Al parecer iba a terminar sus días sin volver a ver
la luz del sol. Sentía un poco de aprensión, pero no podía decir que la tristeza
no la dejase seguir adelante; se lo había ganado a pulso.
—Pensando en ella…
—¿Cómo olvidarla si cada vez que me miro al espejo la veo? Es una
desgracia que me parezca tanto a ella.
—Y una suerte que no te parezcas a tu padre —susurró en su oído a la vez
que se agitaba como si lo recorriera un escalofrío.
Sonrió. Él le devolvió la sonrisa. Ahora lo hacía mucho y sus crisis habían
disminuido en intensidad y frecuencia. Quería pensar que ella tenía algo que
ver. Todo lo ocurrido pasó a gran velocidad por su mente, hasta ese preciso
instante que iba a cambiar sus vidas.
Jakob había salido bien parado con respecto al asunto del Anarchy, el juez
había dictaminado que bastante castigo era ya tener como padre a un agente
de la ley tan estricto como el suyo, lo que hizo que los asistentes estallaran en
carcajadas que trataron de amortiguar. Algunos fingiendo un ataque de tos…
Al ser la primera vez que se veía envuelto en un asunto así, solo tuvo que
pasar un par de semanas en el calabozo, como escarmiento, y pagar una multa
económica. Además, se comprometió con el juez a que en el Bad Romance
habría un espacio para los jóvenes que quisieran aprender a boxear. Sería
gratuito, durante dos horas todas las mañanas abrirían las instalaciones para
su uso libre. Al juez le pareció una gran idea, así que ese fue su pago a la
comunidad, enseñar a jóvenes promesas. Resultó que, además, el juez era un
aficionado a ese deporte y conocía al Lobo, que no solo había logrado entrar
en el equipo universitario, sino que estaba invicto.

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La relación entre el jefe de policía Tunner y Phoenix Taylor se había
relajado. No les quedaba otra, al fin y al cabo, si las cosas continuaban así,
iban a ser familia. También debía reconocer que su padre estaba haciendo un
esfuerzo titánico para volver al buen camino.
Se habían terminado las peleas ilegales en el Anarchy y habían dejado el
Poker Face a Dakota; ellos tan solo se llevaban un porcentaje del whisky
destilado que Tunner dejaba que vendieran haciendo la vista gorda.
Sus clases iban geniales, cada vez le gustaba más la universidad y solo la
apenaba el constante acoso de Arizona a Jackson que no parecía dar frutos.
Lo miró una vez más a los ojos, ahora brillaban con una luz menos oscura,
más limpia.
Miró alrededor, todo estaba listo. Habían trabajado duro, aunque los cien
mil pavos de aquella pelea a muerte que nadie se acordó de reclamar o
preguntar por ellos habían ayudado mucho a que ese sueño se hiciera realidad.
La verdad era que el ring en el centro y la parte de la que colgaban los sacos y
estaban el resto de máquinas para entrenar se veía en sintonía con la parte en
la que la reina indiscutible era la barra.
Toda la temática unía las Harley y el boxeo y, realmente, eran el
complemento perfecto la una de la otra. Como ellos. Se dieron la mano antes
de entrar y encender el cartel de fuera. El neón parpadeó un par de veces para
mostrar, segundos después, las letras donde se podía leer Bad Romance
iluminado.
Le encantaba, era como ellos. Incluso la letra O que parecía un corazón
con rabo y cuernos era el toque perfecto.
—Schnuki, ¿estás lista?
—¿Para qué?
—Para el resto de nuestra vida.
Fin

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Agradecimientos

Una vez más llega la hora de agradecer a todos aquellos que me ayudan a
seguir de pie y que me tienden la mano cuando caigo.
Primero a mi marido, no sé qué haría sin él. Cuántas horas te robo,
cuántas horas te quito de sueño, cuántas horas te arrastro a mi mundo y
siempre estás ahí, sin quejas, sin reproches, con tu mano sosteniendo la mía.
Te quiero, hasta el infinito y más allá.
A mi familia, son mi combustible más potente y me siento agradecida por
tenerlos, por su amor y apoyo incondicional. Gracias a todos, os quiero.
A mi querida Paola C. Álvarez, no solo por ser mi amiga, mi confidente y
mi paño de lágrimas en muchas ocasiones, también por quererme tal y como
soy. Te lo he dicho muchas veces, pero una vez más lo repito: eres de las
mejores cosas que me ha regalado el mundo de la literatura.
A Teresa, mi supereditora, gracias por confiar en mis locuras, por
arriesgarte junto a mí, por materializar mis sueños en papel, por el cariño y el
respeto. Que te quiero no es ningún secreto, pero lo dejo por escrito que tiene
más valor ja, ja, ja.
A mis lectoras, a las de siempre, a las de ahora, a las futuras…, gracias a
todas y cada una de vosotras por darles una oportunidad a mis historias.
Gracias por pasar las páginas, disfrutarlas, enamoraros de mis letras…,
porque gracias a vosotras ellos cobran vida una y otra vez. Os quiero.

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ALISSA BRONTË, seudónimo de María Valnez, nacida en Granada en
1.978, comienza a publicar novelas en 2.014 residiendo en Murcia.
Desde primeros de 2.016 vive en el pueblo sevillano de Tomares, con su
marido y sus tres hijos, donde continúa publicando con dos grandes
editoriales.
Inició su andadura como escritora como María Valnez en www.amazon.es,
web en la que consigue estar entre las autoras de literatura romántico/eróticas
con más ventas, con Precisamente, Tú y la serie Devórame. La inspiración le
lleva a escribir una novela completamente diferente a las anteriores.
Manteniendo como característica fundamental de esta escritora el
romanticismo que desprenden sus letras, al escribir Alados, Renacer Oscuro
basadas en un mundo apocalíptico gobernado por Alados, opta por tomar el
seudónimo de Alissa Brontë.
En 2.016 publica sus obras La Elección, La Andaluza y Soñando a lo grande,
pensando a lo chico en editoriales de prestigio.

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