El Cardenal Del Rey-1
El Cardenal Del Rey-1
El Cardenal Del Rey-1
Cuentan que hubo una vez un valiente guerrero en el norte que, junto al resto de su
pueblo, había sido expulsado de su hogar por invasores bárbaros. Vagaban dispersos
por las montañas, durmiendo en cuevas y cazando para sobrevivir, pero el guerrero los
reunió, los protegió de los lobos y les dio valor para seguir luchando. Cuando recobraron
las fuerzas, entrenó a hombres y mujeres y los condujo al combate para recuperar sus
tierras. El guerrero blandía una espada mágica, que brillaba en la batalla como un
estandarte de esperanza, y con él al frente la victoria estuvo asegurada.
Los norteños recuperaron su patria, pero el guerrero no se conformó: quería lo mejor
para su pueblo y deseaba que nunca volvieran a sentir temor y que jamás volviera a
faltarles nada. Todos tenían ahora fe en él, así que los convenció para seguir luchando.
El ejército del héroe creció y sus conquistas con él. En cada batalla su espada resonaba
como un trueno furioso ¡y los bárbaros huían despavoridos!
Tras años de combatir, el guerrero y su pueblo decidieron establecerse; sobre las tierras
que habían conquistado levantaron un reino y en la cabeza del héroe colocaron una
corona.
El ahora Rey, enfundó su espada mágica y se dispuso a gobernar a los norteños, feliz
de que a partir de entonces podría darles todo cuánto merecían. Pero “todo” nunca era
suficiente… reinar demostró ser una tarea aún más ardua que luchar. Todos exigían
cosas al monarca y él, que se había jurado hacerlos felices, les aseguraba que cumpliría
con sus deseos pese a que a veces estos no eran posibles de satisfacer. Las cosas no
siempre salían bien y el Rey, para no preocupar a sus súbditos, tendía a… “edulcorar”
la verdad. Tomó la mano de una esposa que lo amaba y que prometió reinar a su lado.
Pero las preocupaciones y el estrés de su marido hicieron mella en el matrimonio… y él
buscó a veces consuelo en brazos ajenos; algo que por supuesto también procuró
ocultar.
La presión creció sobre los hombros del Rey quien un día, rumiando sus desdichas,
llegó a la conclusión de que todos los problemas serían más fáciles de resolver con más
oro. Si tuviera más riquezas podría construir las carreteras que había prometido, los
hospitales que había asegurado que edificaría, los tempos que pedían los devotos… Si
tuviera más oro podría hacerle más regalos a su esposa y seguro que esta volvería a
enamorarse de él.
Una noche una mujer misteriosa se presentó en el castillo. Dijo ser una bruja que venía
a ofrecerle al Rey aquello que más necesitaba. Él accedió a reunirse con ella a solas.
—Conozco vuestras tribulaciones, mi señor, y vengo a ofreceros la solución. Aquello
que resuelve las adversidades de todo hombre mortal: oro.
—Para cumplir todo lo que he prometido necesitaría mucho oro, bruja—Contestó el Rey-
¿Dónde acaso esperáis conseguirlo?
—¿Dudáis de mis poderes, majestad? —replicó la bruja, con fingida indignación—Por
un justo precio, pondré mi magia a vuestro servicio y haré que vuestras arcas no se
vacíen jamás.
—Y qué habré de pagar por semejante sortilegio—le dijo el Rey, receloso.
—El precio es simple: como pago, solo le pido a su majestad… su espada mágica.
El Rey titubeó: aquella espada era su mayor tesoro, el que le había llevado a la victoria,
un símbolo de su valentía. Pero las batallas habían quedado atrás, imperaba la paz en
el reino y su afán de conquistas se había apaciguado con la edad. No, lo que
necesitaban ahora no eran armas, sino dinero. De modo que tomó su espada y se la
tendió a la bruja. Ella, a cambio, le entregó una jaula con un cardenal de vivo plumaje
escarlata.
—Colocad a este pájaro junto al brazo derecho de vuestro trono. Mientras se encuentre
ahí, vuestras arcas estarán siempre repletas de monedas, os doy mi palabra.
La mujer se marchó, llevándose la espada con ella, y el monarca hizo como le había
indicado. Para su asombro, las palabras de la bruja se cumplieron: las arcas se llenaron
de oro, y no importaba cuánto sacase de ellas, al día siguiente volvían a llenarse hasta
arriba del reluciente metal. El Rey inició la construcción de las carreteras, los templos y
los hospitales y todo el pueblo se regocijó.
Sin embargo, las rebosantes arcas ejercían una fascinación constante sobre el monarca,
que pronto se olvidó de los proyectos a los que había decidido destinar las riquezas.
Empezó a comprar joyas y vestidos a su esposa, después tapices y alfombras de
importación para decorar el Castillo. Se hizo construir una enorme estatua de mármol
blanco frente a las puertas. Compró relucientes candelabros de plata, enormes y
coloridas obras de arte, carísimas vestimentas de seda y una pesada corona de
brillantes rubíes.
La gente se impacientó ante los proyectos inacabados y volvieron a exigir audiencias
con el Rey. Cada mañana el monarca les prometía reanudar las obras, y cada noche
volvía a dejarse seducir por un nuevo capricho al que destinar el oro. “No pasa nada” se
decía: “Mañana las arcas volverán a estar llenas”.
Entre tanto, el pequeño cardenal enjaulado había captado la atención de la corte, pues
casi siempre estaba en absoluto silencio. Solo cantaba en algunas ocasiones y siempre
ocurría cuando estaba el Rey presente y hablando. Algunos de sus súbditos, los que
más sabían del monarca, ataron un día cabos: el cardenal solo cantaba cuando el Rey
decía una mentira. Esta observación pronto pasó de boca en boca entre la corte,
después al servicio… y de ellos a la gente de a pie. Y como era de esperar, el propio
Rey terminó por escuchar el rumor.
El pánico le embargó. Si la gente descubría sus embustes, sería el fin de su reinado y
de todo lo que había luchado por construir. Presa de miedo, ordenó a sus sirvientes
retirar la jaula y liberar al pájaro en un bosque cercano. Aquella tarde se lamentó por
sus riquezas… pero supo que había hecho lo correcto para salvarse.
Sin embargo, a la mañana siguiente, cuando el monarca bajó de sus aposentos, por
poco se le detuvo el corazón: sobre el brazo derecho del trono se encontraba, mirándole
en silencio, el pequeño cardenal.
El Rey gritó, se enfureció, rugió a sus sirvientes llamándolos ineptos. —¿Acaso no sois
capaces de libraros de un estúpido pajarraco? Si liberarlo no basta, ¡Entonces matadlo
de inmediato!
Los sirvientes se hicieron con ballestas y redes y persiguieron al ave por el salón del
trono, dando vueltas al mismo mientras el monarca les gritaba e insultaba, encaramando
al asiento. Finalmente, el pájaro cayó abatido y, esa noche, el gobernante durmió
tranquilo, seguro de que su pesadilla había concluido.
A la mañana siguiente, el hombre bajó abatido. Sabía que tendría que lidiar con los
peticionarios y que pronto no quedaría dinero en las arcas para cumplir las promesas
que había hecho, pues el hechizo se había roto; tendría que recurrir a nuevas y más
ingeniosas mentiras para apaciguarlos. No pudo meditar sobre ello por mucho tiempo,
ya que todo pensamiento abandonó su mente aterrorizada cuando puso un pie en el
salón del trono: cientos, ¡miles! de cardenales, rojos como la sangre, revoloteaban a sus
anchas, defecando sobre sus carísimas alfombras y tapices, derribando sus argénteos
candelabros, picoteando los lienzos de sus obras de arte y posándose sobre su lujoso
trono. Todos ellos en el más absoluto silencio.
El Rey lo supo entonces: no había escapatoria al conjuro de la bruja y su plan se había
desmoronado, pues en el momento en el que dijera una sola mentira, el coro de aves
entonaría a voz en grito el réquiem de su reinado. Se sentó en su trono y esperó a que
las audiencias se abrieran. Entonces, empezó a decir la verdad.
Cada falsa promesa. Cada soborno aceptado. Cada pecado culpable. Cada dolorosa
infidelidad. Las cosas que había dicho para no dañar a alguien querido. Las que había
inventado para no herir su propio orgullo. Cada secreto protegido y cada persona
protegida por sus secretos. Todo quedó al descubierto.
Su mujer lo abandonó. Sus cortesanos, le dieron la espalda. El servicio se marchó del
castillo y el pueblo… se enfureció, y esa misma noche encendieron antorchas,
empuñaron rastrillos y hachas y marcharon en dirección al palacio, derribando por el
camino con sogas la colosal estatua del Rey. Cuando llegaron a las puertas, los
iracundos guardias y nobles les abrieron paso. En el trono, rodeado de silenciosos
cardenales, el instinto de años de batallas condujo la mano del guerrero a su cinto. Pero
él ya no tenía su espada mágica.