Leyendas BECQUER
Leyendas BECQUER
Leyendas BECQUER
La promesa
-I-
Margarita lloraba con el rostro oculto entre las manos; lloraba sin gemir, pero las
lágrimas corrían silenciosas a lo largo de sus mejillas, deslizándose por entre sus dedos para
caer en la tierra, hacia la que había doblado su frente.
Junto a Margarita estaba Pedro, quien levantaba de cuando en cuando los ojos para
mirarla y, viéndola llorar, tornaba a bajarlos, guardando a su vez un silencio profundo.
Y todo callaba alrededor y parecía respetar su pena. Los rumores del campo se
apagaban; el viento de la tarde dormía, y las sombras comenzaban a envolver los espesos
árboles del soto.
Así transcurrieron algunos minutos, durante los cuales se acabó de borrar el rastro de
luz que el sol había dejado al morir en el horizonte; la luna comenzó a dibujarse vagamente
sobre el fondo violado del cielo del crepúsculo, y unas tras otras fueron apareciendo las
mayores estrellas.
Pedro rompió al fin aquel silencio angustioso, exclamando con voz sorda y entrecortada
y como si hablase consigo mismo:
-¡Es imposible..., imposible!
Después, acercándose a la desconsolada niña y tomando una de sus manos, prosiguió
con acento más cariñoso y suave:
-Margarita, para ti el amor es todo, y tú no ves nada más allá del amor. No obstante, hay
algo tan respetable como nuestro cariño, y es mi deber. Nuestro señor el conde de Gómara
parte mañana de su castillo para reunir su hueste a las del rey Don Fernando, que va a sacar a
Sevilla del poder de los infieles, y yo debo partir con el conde. Huérfano oscuro, sin nombre
y sin familia, a él le debo cuanto soy. Yo le he servido en el ocio de las paces, he dormido
bajo su techo, me he calentado en su hogar y he comido el pan a su mesa. Si hoy le abandono,
mañana sus hombres de armas, al salir en tropel por las poternas de su castillo, preguntarán
maravillados de no verme: «¿Dónde está el escudero favorito del conde de Gómara?» Y mi
señor callará con vergüenza, y sus pajes y sus bufones dirán en son de mofa: «El escudero del
conde no es más que un galán de justas, un lidiador de cortesía».
Al llegar a este punto, Margarita levantó sus ojos llenos de lágrimas para fijarlos en los
de su amante, y removió los labios como para dirigirle la palabra; pero su voz se ahogó en un
sollozo.
Pedro, con acento aún más dulce y persuasivo, prosiguió así:
Gustavo Adolfo Bécquer. Leyendas.
-No llores, por Dios, Margarita; no llores, porque tus lágrimas me hacen daño. Voy a
alejarme de ti; mas yo volveré después de haber conseguido un poco de gloria para mi
nombre oscuro.
El cielo nos ayudará en la santa empresa; conquistaremos a Sevilla, y el rey nos dará
feudos en las riberas del Guadalquivir a los conquistadores. Entonces volveré en tu busca y
nos iremos juntos a habitar en aquel paraíso de los árabes, donde dicen que hasta el cielo es
más limpio y más azul que el de Castilla.
Volveré, te lo juro; volveré a cumplir la palabra solemnemente empeñada el día en que
puse en tus manos ese anillo, símbolo de una promesa.
-¡Pedro! -exclamó entonces Margarita dominando su emoción y con voz resuelta y
firme-. Ve, ve a mantener tu honra.
-Y al pronunciar estas palabras se arrojó por última vez en los brazos de su amante.
Después añadió con acento más sordo y conmovido:
-Ve a mantener tu honra; pero vuelve..., vuelve a traerme la mía.
Pedro besó la frente de Margarita, desató su caballo, que estaba sujeto a uno de los
árboles del soto, y se alejó al galope por el fondo de la alameda.
Margarita siguió a Pedro con los ojos hasta que su sombra se confundió entre la niebla
de la noche; y cuando ya no pudo distinguirle, se volvió lentamente al lugar, donde le
aguardaban sus hermanos.
-Ponte tus vestidos de gala -le dijo uno de ellos al entrar-, que mañana vamos a Gómara
con todos los vecinos del pueblo para ver al conde, que se marcha a Andalucía.
-A mí más me entristece que me alegra ver irse a los que acaso no han de volver -
respondió Margarita con un suspiro.
-Sin embargo -insistió el otro hermano-, has de venir con nosotros, y has de venir
compuesta y alegre; así no dirán las gentes murmuradoras que tienes amores en el castillo y
que tus amores se van a la guerra.
- II -
Apenas rayaba en el cielo la primera luz del alba cuando empezó a oírse por todo el
campo de Gómara la aguda trompetería de los soldados del conde, y los campesinos que
llegaban en numerosos grupos de los lugares cercanos vieron desplegarse al viento el pendón
señorial en la torre más alta de la fortaleza.
Gustavo Adolfo Bécquer. Leyendas.
Unos sentados al borde de los fosos, otros subidos en las copas de los árboles, éstos
vagando por la llanura; aquéllos coronando las cumbres de las colinas, los de más allá
formando un cordón a lo largo de la calzada, ya haría cerca de una hora que los curiosos
esperaban el espectáculo, no sin que algunos comenzaran a impacientarse, cuando volvió a
sonar de nuevo el toque de los clarines, rechinaron las cadenas del puente, que cayó con
pausa sobre el foso, y se levantaron los rastrillos, mientras se abrían de par en par y gimiendo
sobre sus goznes las pesadas puertas del arco que conducía al patio de armas.
La multitud corrió a agolparse en los ribazos del camino para ver más a su sabor las
brillantes armaduras y los lujosos arreos del séquito del conde de Gómara, célebre en toda la
comarca por su esplendidez y sus riquezas.
Rompieron la marcha los farautes, que, deteniéndose de trecho en trecho, pregonaban
en voz alta y a son de caja las cédulas del rey llamando a sus feudatarios a la guerra de moros,
y requiriendo a las villas y lugares libres para que diesen paso y ayuda a sus huestes.
A los farautes siguieron los heraldos de corte, ufanos con sus casullas de seda, sus
escudos bordados de oro y colores y sus birretes guarnecidos de plumas vistosas.
Después vino el escudero mayor de la casa, armado de punta en blanco, caballero sobre
un potro morcillo, llevando en sus manos el pendón de ricohombre con sus motes y sus
calderas, y al estribo izquierdo el ejecutor de las justicias del señorío, vestido de negro y rojo.
Precedían al escudero mayor hasta una veintena de aquellos famosos trompeteros de la
tierra llana, célebres en las crónicas de nuestros reyes por la increíble fuerza de sus pulmones.
Cuando dejó de herir el viento el agudo clamor de la formidable trompetería comenzó a
oírse un rumor sordo, acompasado y uniforme. Eran los peones de la mesnada, armados de
largas picas y provistos de sendas adargas de cuero. Tras éstos no tardaron en aparecer los
aparejadores de las máquinas, con sus herramientas y sus torres de palo, las cuadrillas de
escaladores y la gente menuda del servicio de las acémilas.
Luego, envueltos en la nube de polvo que levantaba el casco de sus caballos, y lanzando
chispas de luz de sus petos de hierro, pasaron los hombres de armas del castillo, formados en
gruesos pelotones, que semejaban a lo lejos un bosque de lanzas.
Por último, precedido de los timbaleros, que montaban poderosas mulas con gualdrapas
y penachos, rodeado de sus pajes, que vestían ricos trajes de seda y oro, y seguido de los
escuderos de su casa, apareció el conde.
Al verle, la multitud levantó un clamor inmenso para saludarle, y entre el confuso
vocerío se ahogó el grito de una mujer, que en aquel momento cayó desmayada y como
herida de un rayo en los brazos de algunas personas que acudieron a socorrerla. Era
Margarita, Margarita, que había conocido a su misterioso amante en el muy alto y muy
Gustavo Adolfo Bécquer. Leyendas.
temido señor conde de Gómara, uno de los más nobles y poderosos feudatarios de la corona
de Castilla.
- III -
El ejército de Don Fernando, después de salir de Córdoba, había venido por sus
jornadas hasta Sevilla, no sin haber luchado antes en Écija, Carmona y Alcalá del Río de
Guadaira, donde, una vez expugnado el famoso castillo, puso los reales a la vista de la ciudad
de los infieles.
El conde de Gómara estaba en la tienda sentado en un escaño de alerce, inmóvil, pálido,
terrible, las manos cruzadas sobre la empuñadura del montante y los ojos fijos en el espacio,
con esa vaguedad del que parece mirar un objeto, y, sin embargo, no ve nada de cuanto hay a
su alrededor.
A un lado y de pie le hablaba el más antiguo de los escuderos de su casa, el único que
en aquellas horas de negra melancolía hubiera osado interrumpirle sin atraer sobre su cabeza
la explosión de su cólera.
-¿Qué tenéis, señor? -le decía-. ¿Qué mal os aqueja y consume? Triste vais al combate,
y triste volvéis, aun tornando con la victoria. Cuando todos los guerreros duermen rendidos a
la fatiga del día, os oigo suspirar angustiado, y si corro a vuestro lecho, os miro allí luchar
con algo invisible que os atormenta. Abrís los ojos, y vuestro terror no se desvanece. ¿Qué os
pasa, señor? Decídmelo. Si es un secreto, yo sabré guardarlo en el fondo de mi memoria
como en un sepulcro.
El conde parecía no oír al escudero; no obstante, después de un largo espacio, y como si
las palabras hubiesen tardado todo aquel tiempo en llegar desde sus oídos a su inteligencia,
salió poco a poco de su inmovilidad y, atrayéndole hacia sí cariñosamente, le dijo con voz
grave y reposada:
-He sufrido mucho en silencio. Creyéndome juguete de una vana fantasía, hasta ahora
he callado por vergüenza; pero no, no es ilusión lo que me sucede. Yo debo de hallarme bajo
la influencia de alguna maldición terrible. El cielo o el infierno deben de querer algo de mí, y
lo avisan con hechos sobrenaturales. ¿Te acuerdas del día de nuestro encuentro con los moros
de Nebrija en el aljarafe de Triana? Éramos pocos; la pelea fue dura, y yo estuve a punto de
perecer. Tú lo viste: en lo más reñido del combate, mi caballo, herido y ciego de furor, se
precipitó hacia el grueso de la hueste mora. Yo pugnaba en balde por contenerle; las riendas
se habían escapado de mis manos, y el fogoso animal corría llevándome a una muerte segura.
Gustavo Adolfo Bécquer. Leyendas.
Ya los moros, cerrando sus escuadrones, apoyaban en tierra el cuenco de sus largas picas para
recibirme en ellas; una nube de saetas silbaba en mis oídos; el caballo estaba a algunos pies
de distancia cuando..., créeme, no fue una ilusión, vi una mano que, agarrándole de la brida,
lo detuvo con una fuerza sobrenatural y, volviéndole en dirección a las filas de mis soldados,
me salvó milagrosamente. En vano pregunté a unos y otros por mi salvador; nadie le conocía,
nadie le había visto. «Cuando volabais a estrellaros en la muralla de picas -me dijeron- ibais
solo, completamente solo; por eso nos maravillamos al veros tornar, sabiendo que ya el corcel
no obedecía al jinete». Aquella noche entré preocupado en mi tienda; quería en vano
arrancarme de la imaginación el recuerdo de la extraña aventura; mas al dirigirme al lecho
torné a ver la misma mano, una mano hermosa, blanca hasta la palidez, que descorrió las
cortinas, desapareciendo después de descorrerlas. Desde entonces, a todas horas, en todas
partes, estoy viendo esa mano misteriosa que previene mis deseos y se adelanta a mis
acciones. La he visto, al expugnar el castillo de Triana, coger entre sus dedos y partir en el
aire una saeta que venía a herirme; la he visto, en los banquetes donde procuraba ahogar mi
pena entre la confusión y el tumulto, escanciar el vino en mi copa, y siempre se halla delante
de mis ojos, y por donde voy me sigue: en la tienda, en el combate, de día, de noche... Ahora
mismo, mírala, mírala aquí apoyada suavemente en mis hombros.
Al pronunciar estas últimas palabras, el conde se puso de pie y dio algunos pasos como
fuera de sí y embargado de un terror profundo.
El escudero se enjugó una lágrima que corría por sus mejillas. Creyendo loco a su
señor, no insistió, sin embargo, en contrariar sus ideas, y se limitó a decirle con voz
profundamente conmovida:
-Venid..., salgamos un momento de la tienda; acaso la brisa de la tarde refrescará
vuestras sienes, calmando ese incomprensible dolor, para el que yo no hallo palabras de
consuelo.
- IV -
El real de los cristianos se extendía por todo el campo de Guadaira, hasta tocar en la
margen izquierda del Guadalquivir. Enfrente del real y destacándose sobre el luminoso
horizonte se alzaban los muros de Sevilla flanqueados de torres almenadas y fuertes. Por
encima de la corona de almenas rebosaba la verdura de los mil jardines de la morisca ciudad,
y entre las oscuras manchas del follaje lucían los miradores blancos como la nieve, los
minaretes de las mezquitas y la gigantesca atalaya, sobre cuyo aéreo pretil alzaban chispas de
Gustavo Adolfo Bécquer. Leyendas.
luz, heridas por el sol, las cuatro grandes bolas de oro, que desde el campo de los cristianos
parecían cuatro llamas.
La empresa de Don Fernando, una de las más heroicas y atrevidas de aquella época,
había traído a su alrededor a los más célebres guerreros de los diferentes reinos de la
Península, no faltando algunos que de países extraños y distantes vinieran también, llamados
por la fama, a unir sus esfuerzos a los del santo rey.
Tendidas a lo largo de la llanura, mirábanse, pues, tiendas de campaña de todas formas
y colores, sobre el remate de las cuales ondeaban al viento distintas enseñas con escudos
partidos, astros, grifos, leones, cadenas, barras y calderas, y otras cien y cien figuras o
símbolos heráldicos que pregonaban el nombre y la calidad de sus dueños. Por entre las calles
de aquella improvisada ciudad circulaban en todas direcciones multitud de soldados, que,
hablando dialectos diversos y vestidos cada cual al uso de su país, y cada cual armado a su
guisa, formaban un extraño y pintoresco contraste.
Aquí descansaban algunos señores de las fatigas del combate sentados en escaños de
alerce a la puerta de sus tiendas y jugando a las tablas, en tanto que sus pajes les escanciaban
el vino en copas de metal; allí algunos peones aprovechaban un momento de ocio para
aderezar y componer sus armas, rotas en la última refriega; más allá cubrían de saetas un
blanco los más expertos ballesteros de la hueste entre las aclamaciones de la multitud,
pasmada de su destreza; y el rumor de los tambores, el clamor de las trompetas, las voces de
los mercaderes ambulantes, el galopar del hierro contra el hierro, los cánticos de los juglares
que entretenían a sus oyentes con la relación de hazañas portentosas, y los gritos de los
farautes que publicaban las ordenanzas de los maestros del campo, llenando los aires de mil y
mil ruidos discordes, prestaban a aquel cuadro de costumbres guerreras una vida y una
animación imposibles de pintar con palabras.
El conde de Gómara, acompañado de su fiel escudero, atravesó por entre los animados
grupos sin levantar los ojos de la tierra, silencioso, triste, como si ningún objeto hiriese su
vista ni llegase a su oído el rumor más leve. Andaba maquinalmente, a la manera que un
sonámbulo, cuyo espíritu se agita en el mundo de los sueños, se mueve y marcha sin la
conciencia de sus acciones y como arrastrado por una voluntad ajena a la suya.
Próximo a la tienda del rey y en medio de un corro de soldados, pajecillos y gente
menuda que le escuchaban con la boca abierta, apresurándose a comprarle algunas baratijas
que anunciaba a voces y con hiperbólicos encomios, había un extraño personaje, mitad
romero, mitad juglar, que, ora recitando una especie de letanía en latín bárbaro, ora diciendo
una bufonada o una chocarrería, mezclaba en su interminable relación chistes capaces de
poner colorado a un ballestero, con oraciones devotas; historias de amores picarescos, con
leyendas de santos. En las inmensas alforjas que colgaban de sus hombros se hallaban
Gustavo Adolfo Bécquer. Leyendas.
-I-
La niña tiene un amante
que escudero se decía;
el escudero le anuncia
que a la guerra se partía.
-Te vas y acaso no tornes.
-Tornaré por vida mía.
Mientras el amante jura,
diz que el viento repetía:
¡Malhaya quien en promesas
de hombre fía!
Gustavo Adolfo Bécquer. Leyendas.
- II -
El conde con la mesnada
de su castillo salía:
ella, que lo ha conocido,
con gran aflicción gemía:
-¡Ay de mí, que se va el conde
y se lleva la honra mía!
Mientras la cuitada llora,
diz que el viento repetía:
¡Malhaya quien en promesas
de hombre fía!
- III -
Su hermano, que estaba allí,
éstas palabras oía:
-Nos has deshonrado, dice.
-Me juró que tornaría.
-No te encontrará si torna,
donde encontrarte solía.
Mientras la infelice muere,
diz que el viento repetía:
¡Malhaya quien en promesas
de hombre fía!
- IV -
Muerta la llevan al soto,
la han enterrado en la umbría;
por más tierra que la echaban,
la mano no se cubría;
la mano donde un anillo
que le dio el conde tenía.
De noche sobre la tumba
diz que el viento repetía:
¡Malhaya quien en promesas
de hombre fía!
-Señor -dijo el romero clavando sus ojos en los del conde con una fijeza imperturbable-:
esta cantiga la repiten de unos en otros los aldeanos del campo de Gómara, y se refiere a una
desdichada cruelmente ofendida por un poderoso. Altos juicios de Dios han permitido que al
enterrarla quedase siempre fuera de la sepultura la mano en que su amante le puso un anillo al
hacerle una promesa. Vos sabréis quizá a quién toca cumplirla.
-V-
-I-
-¿Veis ése de la capa roja y la pluma blanca en el fieltro, que parece que trae sobre su justillo todo el
oro de los galeones de Indias; aquel que baja en este momento de su litera para dar la mano a esa
otra señora, que después de dejar la suya se adelanta hacia aquí, precedida de cuatro pajes con
hachas? Pues ése es el marqués de Moscoso, galán de la condesa viuda de Villapineda. Se dice que
antes de poner sus ojos sobre esta dama había pedido en matrimonio a la hija de un opulento señor;
mas el padre de la doncella, de quien se murmura que es un poco avaro... Pero, ¡calle!, en hablando
del ruin de Roma, cátale aquí que asoma. ¿Veis aquél que viene por debajo del arco de San Felipe, a
pie, embozado en una capa obscura, y precedido de un solo criado con una linterna? Ahora llega
frente al retablo.
»¿Reparasteis, al desembozarse para saludar a la imagen, la encomienda que brilla en su pecho?
»A no ser por ese noble distintivo, cualquiera le creería un lonjista de la calle de Culebras... Pues
ése es el padre en cuestión; mirad cómo la gente del pueblo le abre paso y le saluda.
»Toda Sevilla le conoce por su colosal fortuna. Él sólo tiene más ducados de oro en sus arcas que
soldados mantiene nuestro señor el rey Don Felipe, y con sus galeones podría formar una escuadra
suficiente a resistir a la del Gran Turco.
»Mirad, mirad ese grupo de señores graves: ésos son los caballeros veinticuatro. ¡Hola, hola!
También está aquí el flamencote, a quien se dice que no han echado ya el guante los señores de la
cruz verde merced a su influjo con los magnates de Madrid... Éste no viene a la iglesia más que a oír
música... No, pues si maese Pérez no le arranca con su órgano lágrimas como puños bien se puede
asegurar que no tiene su alma en su almario, sino friéndose en las calderas de Pedro Botero... ¡Ay
vecina! Malo..., malo... Presumo que vamos a tener jarana; yo me refugio en la iglesia, pues, por lo
que veo, aquí van a andar más de sobra los cintarazos que los Paternóster. Mirad, Mirad: las gentes
Gustavo Adolfo Bécquer. Leyendas.
del duque de Alcalá doblan la esquina de la plaza de San Pedro, y por el callejón de las Dueñas se
me figura que he columbrado a las del de Medinasidonia... ¿No os lo dije?
»Ya se han visto, ya se detienen unos y otros, sin pasar de sus puestos... Los grupos se disuelven...
Los ministriles, a quienes en estas ocasiones apalean amigos y enemigos, se retiran... Hasta el señor
asistente, con su vara y todo, se refugia en el atrio... ¡Y luego dicen que hay justicia! Para los
pobres...
»Vamos, vamos, ya brillan los broqueles en la obscuridad... ¡Nuestro Señor del Gran Poder nos
asista! Ya comienzan los golpes... ¡Vecina! ¡vecina! Aquí..., antes que cierren las puertas. Pero,
¡calle! ¿Qué es eso? ¿Aún no ha comenzado cuando lo dejan? ¿Qué resplandor es aquél?... ¡Hachas
encendidas! ¡Literas! Es el señor arzobispo...
»La Virgen Santísima del Amparo, a quien invocaba ahora mismo con el pensamiento, lo trae en mi
ayuda... ¡Ay! ¡Si nadie sabe lo que yo debo a esta Señora!... ¡Con cuánta usura me paga la candelilla
que le enciendo los sábados!... Vedlo, qué hermosote está con sus hábitos morados y su birrete
rojo... Dios le conserve en su silla tantos siglos como yo deseo de vida para mí. Si no fuera por él
media Sevilla hubiera ya ardido con estas disensiones de los duques. Vedlos, vedlos, los
hipocritones, cómo se acercan ambos a la litera del prelado para besarle el anillo... Cómo le siguen
y le acompañan, confundiéndose con sus familiares. Quién diría que esos dos que parecen tan
amigos, si dentro de media hora se encuentran en una calle obscura... Es decir, ¡ellos..., ellos!...
Líbreme Dios de creerlos cobardes; buena muestra han dado de sí peleando en algunas ocasiones
contra los enemigos de Nuestro Señor... Pero es la verdad que si se buscaran..., y si se buscaran con
ganas de encontrarse, se encontrarían, poniendo fin de una vez a estas continuas reyertas en las
cuales los que verdaderamente baten el cobre de firme son sus deudos, sus allegados y su
servidumbre.
»Pero vamos, vecina, vamos a la iglesia antes que se ponga de bote en bote..., que algunas noches
como ésta suele llenarse de modo que no cabe ni un grano de trigo... Buena ganga tienen las monjas
con su organista... ¿Cuándo se ha visto el convento tan favorecido como ahora?... De las otras
comunidades puedo decir que le han hecho a maese Pérez proposiciones magníficas; verdad que
nada tiene de extraño, pues hasta el señor arzobispo le ha ofrecido montes de oro por llevarle a la
catedral... Pero él, nada... Primero dejaría la vida que abandonar su órgano favorito... ¿No conocéis
a maese Pérez? Verdad es que sois nueva en el barrio... Pues es un santo varón; pobre, sí, pero
limosnero cual no otro... Sin más parientes que su hija ni más amigo que su órgano, pasa su vida
entera en velar por la inocencia de la una y componer los registros del otro... ¡Cuidado que el
órgano es viejo!... Pues, nada, él se da tal maña en arreglarlo y cuidarlo que suena que es una
maravilla... Como que le conoce de tal modo que a tientas..., porque no sé si os lo he dicho, pero el
pobre señor es ciego de nacimiento... Y ¡con qué paciencia lleva su desgracia!... Cuando le
preguntan que cuánto daría por ver responde: «Mucho, pero no tanto como creéis, porque tengo
esperanzas». «¿Esperanzas de ver?» «Sí, y muy pronto -añade, sonriéndose como un ángel-; ya
cuento setenta y seis años; por muy larga que sea mi vida, pronto veré a Dios...»
»¡Pobrecito! Y sí lo verá..., porque es humilde como las piedras de la calle, que se dejan pisar de
todo el mundo... Siempre dice que no es más que un pobre organista de convento, y puede dar
lecciones de solfa al mismo maestro de la capilla de la Primada; como que echó los dientes en el
oficio... Su padre tenía la misma profesión que él; yo no le conocí, pero mi señora madre, que santa
gloria haya, dice que le llevaba siempre al órgano consigo para darle a los fuelles. Luego el
Gustavo Adolfo Bécquer. Leyendas.
muchacho mostró tales disposiciones, que, como era natural, a la muerte de su padre heredó el
cargo... ¡Y qué manos tiene! Dios se las bendiga. Merecía que se las llevaran a la calle de
Chicarreros y se las engarzasen en oro... Siempre toca bien, siempre; pero en semejante noche como
ésta es un prodigio... Él tiene una gran devoción por esta ceremonia de la Misa del Gallo, y cuando
levantan la Sagrada Forma, al punto y hora de las doce, que es cuando vino al mundo Nuestro Señor
Jesucristo..., las voces de su órgano son voces de ángeles...
»En fin, ¿para qué tengo de ponderarle lo que esta noche oirá? Baste el ver cómo todo lo más florido
de Sevilla, hasta el mismo señor arzobispo, vienen a un humilde convento para escucharle; y no se
crea que sólo la gente sabida y a la que se le alcanza esto de la solfa conocen su mérito, sino hasta el
populacho. Todas esas bandadas que veis llegar con teas encendidas entonando villancicos con
gritos desaforados al compás de los panderos, las sonajas y las zambombas, contra su costumbre,
que es la de alborotar las iglesias, callan como muertos cuando pone maese Pérez las manos en el
órgano... Y cuando alzan..., cuando alzan, no se siente una mosca...; de todos los ojos caen
lagrimones tamaños, y al concluir se oye como un suspiro inmenso, que no es otra cosa que la
respiración de los circunstantes, contenida mientras dura la música... Pero vamos, vamos, ya han
dejado de tocar las campanas, y va a comenzar la misa, vamos adentro...
»Para todo el mundo es esta noche Nochebuena, pero para nadie mejor que para nosotros».
Esto diciendo, la buena mujer que había servido de cicerone a su vecina atravesó el atrio del
convento de Santa Inés, y codazo en éste, empujón en aquél, se internó en el templo, perdiéndose
entre la muchedumbre que se agolpaba en la puerta.
- II -
La iglesia estaba iluminada con una profusión asombrosa. El torrente de luz que se desprendía de
los altares para llenar sus ámbitos chispeaba en los ricos joyeles de las damas, que, arrodillándose
sobre los cojines de terciopelo que tendían los pajes y tomando el libro de oraciones de manos de
las dueñas, vinieron a formar un brillante círculo alrededor de la verja del presbiterio. Junto a
aquella verja, de pie, envueltos en sus capas de color galoneadas de oro, dejando entrever con
estudiado descuido las encomiendas rojas y verdes, en la una mano el fieltro, cuyas plumas besaban
los tapices; la otra sobre los bruñidos gavilanes del estoque o acariciando el pomo del cincelado
puñal, los caballeros veinticuatro, con gran parte de lo mejor de la nobleza sevillana, parecían
formar un muro, destinado a defender a sus hijas y a sus esposas del contacto de la plebe. Ésta, que
se agitaba en el fondo de las naves, con un rumor parecido al del mar cuando se alborota,
prorrumpió en una aclamación de júbilo, acompañada del discordante sonido de las sonajas y los
panderos, al mirar aparecer al arzobispo, el cual, después de sentarse junto al altar mayor bajo un
solio de grana que rodearon sus familiares, echó por tres veces la bendición al pueblo.
Era la hora de que comenzase la misa.
Transcurrieron, sin embargo, algunos minutos sin que el celebrante apareciese. La multitud
comenzaba a rebullirse, demostrando su impaciencia; los caballeros cambiaban entre sí algunas
palabras a media voz y el arzobispo mandó a la sacristía a uno de sus familiares a inquirir el por qué
no comenzaba la ceremonia.
Gustavo Adolfo Bécquer. Leyendas.
-Maese Pérez se ha puesto malo, muy malo, y será imposible que asista esta noche a la misa.
Ésta fue la respuesta del familiar.
La noticia cundió instantáneamente entre la muchedumbre. Pintar el efecto desagradable que causó
en todo el mundo sería cosa imposible; baste decir que comenzó a notarse tal bullicio en el templo
que el asistente se puso de pie y los alguaciles entraron a imponer silencio, confundiéndose entre las
apiñadas olas de la multitud.
En aquel momento un hombre mal trazado, seco, huesudo y bisojo por añadidura se adelantó hasta
el sitio que ocupaba el prelado.
-Maese Pérez está enfermo -dijo-; la ceremonia no puede empezar. Si queréis yo tocaré el órgano en
su ausencia; que ni maese Pérez es el primer organista del mundo ni a su muerte dejará de usarse
ese instrumento por falta de inteligente...
El arzobispo hizo una señal de asentimiento con la cabeza, y ya algunos de los fieles que conocían a
aquel personaje extraño por un organista envidioso, enemigo del de Santa Inés, comenzaban a
prorrumpir en exclamaciones de disgusto, cuando de improviso se oyó en el atrio un ruido
espantoso.
-¡Maese Pérez está aquí!... ¡Maese Pérez está aquí!...
A estas voces de los que estaban apiñados en la puerta todo el mundo volvió la cara.
Maese Pérez, pálido y desencajado, entraba, en efecto, en la iglesia, conducido en un sillón, que
todos se disputaban el honor de llevar en sus hombros.
Los preceptos de los doctores, las lágrimas de su hija, nada había sido bastante a detenerle en el
lecho.
-No -había dicho-; ésta es la última, lo conozco, lo conozco, y no quiero morir sin visitar mi órgano,
y esta noche sobre todo, la Nochebuena. Vamos, lo quiero, lo mando; vamos a la iglesia.
Sus deseos se habían cumplido; los concurrentes le subieron en brazos a la tribuna y comenzó la
misa.
En aquel momento sonaban las doce en el reloj de la catedral.
Pasó el introito, y el Evangelio, y el ofertorio, y llegó el instante solemne en que el sacerdote toma
con la extremidad de sus dedos la Sagrada Forma y después de haberla consagrado comienza a
elevarla.
Una nube de incienso que se desenvolvía en ondas azuladas llenó el ámbito de la iglesia; las
campanillas repicaron con un sonido vibrante, y maese Pérez puso sus crispadas manos sobre las
teclas del órgano.
Las cien voces de sus tubos de metal resonaron en un acorde majestuoso y prolongado, que se
perdió poco a poco, como si una ráfaga de aire hubiese arrebatado sus últimos ecos.
A este primer acorde, que parecía una voz que se elevaba desde la tierra al cielo, respondió otro
lejano y suave que fue creciendo, creciendo, hasta convertirse en un torrente de atronadora armonía.
Era la voz de los ángeles que atravesando los espacios llegaba al mundo.
Después comenzaron a oírse como unos himnos distantes que entonaban las jerarquías de serafines;
mil himnos a la vez, al confundirse, formaban uno solo, que, no obstante, era no más el
acompañamiento de una extraña melodía, que parecía flotar sobre aquel océano de misteriosos ecos
como un jirón de niebla sobre las olas del mar.
Luego fueron perdiéndose unos cantos, después otros; la combinación se simplificaba. Ya no eran
más que dos voces cuyos ecos se confundían entre sí; luego quedó una aislada, sosteniendo una nota
Gustavo Adolfo Bécquer. Leyendas.
brillante como un hilo de luz... El sacerdote inclinó la frente, y por encima de su cabeza cana y
como a través de una gasa azul que fingía el humo del incienso apareció la Hostia a los ojos de los
fieles. En aquel instante la nota que maese Pérez sostenía trinando se abrió, se abrió, y una
explosión de armonía gigante estremeció la iglesia, en cuyos ángulos zumbaba el aire comprimido y
cuyos vidrios de colores se estremecían en sus angostos ajimeces.
De cada una de las notas que formaban aquel magnífico acorde se desarrolló un tema, y unos cerca,
otros lejos, éstos brillantes, aquéllos sordos, diríase que las aguas y los pájaros, las brisas y las
frondas, los hombres y los ángeles, la tierra y los cielos, cantaban cada cual en su idioma un himno
al nacimiento del Salvador.
La multitud escuchaba atónica y suspendida. En todos los ojos había una lágrima, en todos los
espíritus un profundo recogimiento.
El sacerdote que oficiaba sentía temblar sus manos, porque Aquél que levantaba en ellas, Aquél a
quien saludaban hombres y arcángeles era su Dios, era su Dios, y le parecía haber visto abrirse los
cielos y transfigurarse la Hostia.
El órgano proseguía sonando, pero sus voces se apagaban gradualmente como una voz que se pierde
de eco en eco y se aleja y se debilita al alejarse cuando de pronto sonó un grito de mujer.
El órgano exhaló un sonido discorde y extraño, semejante a un sollozo, y quedó mudo.
La multitud se agolpó a la escalera de la tribuna, hacia la que, arrancados de su éxtasis religioso,
volvieron la mirada con ansiedad todos los fieles.
-¿Qué ha sucedido? ¿Qué pasa? -se decían unos a otros. Y nadie sabía responder y todos se
empeñaban en adivinarlo, y crecía la confusión y el alboroto comenzaba a subir de punto,
amenazando turbar el orden y el recogimiento propios de la iglesia.
-¿Qué ha sido eso? -preguntaban las damas al asistente, que, precedido de los ministriles, fue uno de
los primeros a subir a la tribuna, y que, pálido y con muestras de profundo pesar, se dirigía al puesto
en donde le esperaba el arzobispo, ansioso, como todos, por saber la causa de aquel desorden.
-¿Qué hay?
-Que maese Pérez acaba de morir.
En efecto, cuando los primeros fieles, después de atropellarse por la escalera, llegaron a la tribuna
vieron al pobre organista caído de boca sobre las teclas de su viejo instrumento, que aún vibraba
sordamente, mientras su hija, arrodillada a sus pies, le llamaba en vano entre suspiros y sollozos.
- III -
-Buenas noches, mi señora doña Baltasara: ¿también usarced viene esta noche a la Misa del Gallo?
Por mi parte, tenía hecha intención de irla a oír a la parroquia; pero lo que sucede... ¿Dónde va
Vicente? Donde va la gente. Y eso que, si he de decir verdad, desde que murió maese Pérez parece
que me echan una losa sobre el corazón cuando entro en Santa Inés... ¡Pobrecito! ¡Era un Santo!...
Yo de mí sé decir que conservo un pedazo de su jubón como una reliquia, y lo merece, pues en Dios
y en mi ánima que si el señor arzobispo tomara mano en ello es seguro que nuestros nietos le verían
en los altares... Mas ¡cómo ha de ser!... A muertos y a idos no hay amigos... Ahora lo que priva es la
novedad... Ya me entiende usarced. ¡Qué! ¿No sabe nada de lo que pasa? Verdad que nosotras nos
Gustavo Adolfo Bécquer. Leyendas.
parecemos en eso: de nuestra casita a la iglesia y de la iglesia a nuestra casita, sin cuidarnos de lo
que se dice o déjase de decir... Sólo que yo, así..., al vuelo..., una palabra de acá, otra de acullá..., sin
ganas de enterarme siquiera, suelo estar al corriente de algunas novedades... Pues, sí, señor; parece
cosa hecha que el organista de San Román, aquel bisojo, que siempre está echando pestes de los
otros organistas; aquel perdulariote, que más parece jifero de la puerta de la Carne que maestro de
solfa, va a tocar esta Nochebuena en lugar de maese Pérez. Ya sabrá usarced, porque esto lo ha
sabido todo el mundo y es cosa pública en Sevilla, que nadie quería comprometerse a hacerlo. Ni
aun su hija, que es profesora, y después de la muerte de su padre entró en el convento de novicia. Y
era natural: acostumbrados a oír aquellas maravillas cualquiera otra cosa había de parecernos mala,
por más que quisieran evitarse las comparaciones. Pues cuando ya la comunidad había decidido
que, en honor del difunto y como muestra de respeto a su memoria, permanecería callado el órgano
en esta noche, hete aquí que se presenta nuestro hombre diciendo que él se atreve a tocarlo... No hay
nada más atrevido que la ignorancia... Cierto que la culpa no es suya, sino de los que le consienten
esta profanación...; pero así va el mundo...; y digo, no es cosa la gente que acude...; cualquiera diría
que nada ha cambiado desde un año a otro. Los mismos personajes, el mismo lujo, los mismos
empellones en la puerta, la misma animación en el atrio, la misma multitud en el templo... ¡Ay, si
levantara la cabeza el muerto se volvía a morir por no oír su órgano tocado por manos semejantes!
Lo que tiene que, si es verdad lo que me han dicho las gentes del barrio, le preparan una buena al
intruso. Cuando llegue el momento de poner la mano sobre las teclas va a comenzar una algarabía
de sonajas, panderos y zambombas que no haya más que oír... Pero, ¡calle!, ya entra en la iglesia el
héroe de la función. ¡Jesús, qué ropilla de colorines, qué gorguera de cañutos, qué aires de
personaje! Vamos, vamos, que ya hace rato que llegó el arzobispo y va a comenzar la misa... Vamos,
que me parece que esta noche va a darnos que contar para muchos días.
Esto diciendo la buena mujer, que ya conocen nuestros lectores por sus exabruptos de locuacidad,
penetró en Santa Inés, abriéndose, según costumbre, camino entre la multitud a fuerza de
empellones y codazos.
Ya se había dado principio a la ceremonia.
El templo estaba tan brillante como el año anterior.
El nuevo organista, después de atravesar por en medio de los fieles que ocupaban las naves para ir a
besar el anillo del prelado, había subido a la tribuna, donde tocaba unos tras otros los registros del
órgano con una gravedad tan afectada como ridícula.
Entre la gente menuda que se apiñaba a los pies de la iglesia se oía un rumor sordo y confuso, cierto
presagio de que la tempestad comenzaba a fraguarse y no tardaría mucho en dejarse sentir.
-Es un truhán, que, por no hacer nada bien, ni aun mira a derechas -decían los unos.
-Es un ignorantón, que, después de haber puesto el órgano de su parroquia peor que una carraca,
viene a profanar el de maese Pérez -decían los otros.
Y mientras éste se desembarazaba del capote para prepararse a darle de firme a su pandero y aquél
apercibía sus sonajas y todos se disponían a hacer bulla a más y mejor, sólo alguno que otro se
aventuraba a defender tibiamente al extraño personaje, cuyo porte orgulloso y pendantesco hacía tan
notable contraposición con la modesta apariencia y la afable bondad del difunto maese Pérez.
Al fin llegó el esperado momento, el momento solemne en que el sacerdote, después de inclinarse y
murmurar algunas palabras santas, tomó la Hostia en sus manos... Las campanillas repicaron,
Gustavo Adolfo Bécquer. Leyendas.
semejando su repique una lluvia de notas de cristal; se elevaron las diáfanas ondas de incienso, y
sonó el órgano.
Una estruendoso algarabía llenó los ámbitos de la iglesia en aquel instante y ahogó su primer
acorde.
Zampoñas, gaitas, sonajas, panderos, todos los instrumentos del populacho, alzaron sus
discordantes voces a la vez; pero la confusión y el estrépito sólo duró algunos segundos. Todos a la
vez, como habían comenzado, enmudecieron de pronto.
El segundo acorde, amplio, valiente, magnífico, se sostenía aún brotando de los tubos de metal del
órgano, como una cascada de armonía inagotable y sonora.
Cantos celestes como los que acarician los oídos en los momentos de éxtasis; cantos que percibe el
espíritu y no los puede repetir el labio; notas sueltas de una melodía lejana, que suenan a intervalos,
traídas en las ráfagas del viento; rumor de hojas que se besan en los árboles con un murmullo
semejante al de la lluvia; trinos de alondras que se levantan gorjeando de entre las flores como una
saeta despedida a las nubes; estruendos sin nombre, imponentes como los rugidos de una tempestad;
coros de serafines sin ritmo ni cadencia, ignota música del cielo, que sólo la imaginación
comprende; himnos alados, que parecían remontarse al trono del Señor como una tromba de luz y
de sonidos..., todo lo expresaban las cien voces del órgano con más pujanza, con más misteriosa
poesía, con más fantástico color que lo habían expresado nunca...
Cuando el organista bajó de la tribuna la muchedumbre que se agolpó a la escalera fue tanta y tanto
su afán por verle y admirarle que el asistente, temiendo, no sin razón, que le ahogaran entre todos,
mandó a algunos de sus ministriles para que, vara en mano, le fueran abriendo camino hasta llegar
al altar mayor, donde el prelado le esperaba.
-Ya veis -le dijo este último cuando le trajeron a su presencia-: vengo desde mi palacio aquí sólo por
escucharos. ¿Seréis tan cruel como maese Pérez, que nunca quiso excusarme el viaje, tocando la
Nochebuena en la misa de la catedral?
-El año que viene -respondió el organista-, prometo daros gusto, pues por todo el oro de la tierra no
volvería a tocar este órgano.
-¿Y por qué? -interrumpió el prelado.
-Porque... -añadió el organista, procurando dominar la emoción que se revelaba en la palidez de su
rostro-, porque es viejo y malo y no puede expresar todo lo que se quiere.
El arzobispo se retiró, seguido de sus familiares. Unas tras otras, las literas de los señores fueron
desfilando y perdiéndose en las revueltas de las calles vecinas; los grupos del atrio se disolvieron,
dispersándose los fieles en distintas direcciones, y ya la demandadera se disponía a cerrar las
puertas de la entrada del atrio cuando se divisaban aún dos mujeres que, después de persignarse y
murmurar una oración ante el retablo del arco de San Felipe, prosiguieron su camino, internándose
en el callejón de las Dueñas.
-¿Qué quiere usarced, mi señora doña Baltasara? -decía la una-, yo soy de este genial. Cada loco
con su tema... Me lo habían de asegurar capuchinos descalzos y no lo creería del todo... Ese hombre
no puede haber tocado lo que acabamos de escuchar... Si yo lo he oído mil veces en San Bartolomé,
que era su parroquia, y de donde tuvo que echarle el señor cura por malo, y era cosa de taparse los
oídos con algodones... Yo me acuerdo, pobrecito, como si lo estuviera viendo, me acuerdo de la cara
de maese Pérez cuando en semejante noche como ésta bajaba de la tribuna después de haber
suspendido el auditorio con sus primores... ¡Qué sonrisa tan bondadosa, qué color tan animado!...
Gustavo Adolfo Bécquer. Leyendas.
Era viejo y parecía un ángel... No que éste ha bajado las escaleras a trompicones, como si le ladrase
un perro en la meseta, y con un color de difunto y unas... Vamos, mi señora doña Baltasara, créame
usarced, y créame con todas veras..., yo sospecho que aquí hay busilis...
Comentando las últimas palabras, las dos mujeres doblaban la esquina del callejón y desaparecían.
Creemos inútil decir a nuestros lectores quién era una de ellas.
- IV -
Había transcurrido un año más. La abadesa del convento de Santa Inés y la hija de maese Pérez
hablaron en voz baja, medio ocultas entre las sombras del coro de la iglesia. El esquilón llamaba a
voz herida a los fieles desde la torre, y alguna que otra rara persona atravesaba el atrio silencioso y
desierto esta vez, y después de tomar el agua bendita en la puerta escogía un puesto en un rincón de
las naves, donde unos cuantos vecinos del barrio esperaban tranquilamente que comenzara la Misa
del Gallo.
-Ya lo veis -decía la superiora-: vuestro temor es sobremanera pueril; nadie hay en el templo; toda
Sevilla acude en tropel a la catedral esta noche. Tocad vos el órgano y tocadle sin desconfianza de
ninguna clase; estaremos en comunidad... Pero... proseguís callando, sin que cesen vuestros
suspiros. ¿Qué os pasa? ¿Qué tenéis?
-Tengo... miedo -exclamó la joven con un acento profundamente conmovido.
-¡Miedo! ¿De qué?
-No sé..., de una cosa sobrenatural... Anoche, mirad, yo os había oído decir que teníais empeño en
que tocase el órgano en la misa, y, ufana con esta distinción, pensé arreglar sus registros y
templarle, al fin de que hoy os sorprendiese... Vine al coro... sola..., abrí la puerta que conduce a la
tribuna... En el reloj de la catedral sonaba en aquel momento una hora..., no sé cuál... Pero las
campanas eran tristísimas y muchas..., muchas...; estuvieron sonando todo el tiempo que yo
permanecí como clavada en el dintel, y aquel tiempo me pareció un siglo.
La iglesia estaba desierta y obscura... Allá lejos, en el fondo, brillaba, como una estrella perdida en
el cielo de la noche, una luz moribunda... la luz de la lámpara que arde en el altar mayor... A sus
reflejos debilísimos, que sólo contribuían a hacer más visible todo el profundo horror de las
sombras, vi..., le vi, madre, no lo dudéis, vi un hombre que en silencio y vuelto de espaldas hacia el
sitio en que yo estaba recorría con una mano las teclas del órgano mientras tocaba con la otra a sus
registros... y el órgano sonaba, pero sonaba de una manera indescriptible. Cada una de sus notas
parecía un sollozo ahogado dentro del tubo de metal, que vibraba con el aire comprimido en su
hueco, y reproducía el tono sordo, casi imperceptible, pero justo.
Y el reloj de la catedral continuaba dando la hora y el hombre aquél proseguía recorriendo las
teclas. Yo oía hasta su respiración.
El horror había helado la sangre de mis venas; sentía en mi cuerpo como un frío glacial, y en mis
sienes, fuego... Entonces quise gritar, pero no pude. El hombre aquél había vuelto la cara y me había
mirado...; digo mal, no me había mirado, porque era ciego... ¡Era mi padre!
-¡Bah!, hermana, desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura turbar las imaginaciones
débiles... Rezad un Paternóster y un Ave María al Arcángel San Miguel, jefe de las milicias
Gustavo Adolfo Bécquer. Leyendas.
celestiales, para que os asista contra los malos espíritus. Llevad al cuello un escapulario tocado en la
reliquia de San Pacomio, abogado contra las tentaciones, y marchad, marchad a ocupar la tribuna
del órgano; la Misa va a comenzar, y ya esperan con impaciencia los fieles. Vuestro padre está en el
cielo, y desde allí, antes que daros sustos, bajará a inspirar a su hija en esta ceremonia solemne, para
el objeto de tan especial devoción.
La priora fue a ocupar su sillón en el coro en medio de la comunidad. La hija de maese Pérez abrió
con mano temblorosa la puerta de la tribuna para sentarse en el banquillo del órgano, y comenzó la
Misa.
Comenzó la Misa y prosiguió sin que ocurriese nada de notable hasta que llegó la consagración. En
aquel momento sonó el órgano, y al mismo tiempo que el órgano un grito de la hija de maese
Pérez...
La superiora, las monjas y algunos de los fieles corrieron a la tribuna.
-¡Miradle! ¡Miradle! -decía la joven fijando sus desencajados ojos en el banquillo, de donde se
había levantado asombrada para agarrarse con sus manos convulsas al barandal de la tribuna.
Todo el mundo fijó sus miradas en aquel punto. El órgano estaba solo, y, no obstante, el órgano
seguía sonando..., sonando como sólo los arcángeles podrían imitarlo en sus raptos de místico
alborozo.
-¿No os lo dije yo una y mil veces, mi señora doña Baltasara, no os lo dije yo?... ¡Aquí hay
busilis...! Oídlo; qué, ¿no estuvisteis anoche en la Misa del Gallo? Pero, en fin, ya sabréis lo que
pasó. En toda Sevilla no se habla de otra cosa... El señor arzobispo está hecho, y con razón, una
furia... Haber dejado de asistir a Santa Inés; no haber podido presenciar el portento... ¿Y para qué?
Para oír una cencerrada; porque personas que lo oyeron dicen que lo que hizo el dichoso organista
de San Bartolomé, en la catedral, no fue otra cosa... Si lo decía yo. Eso no puede haberlo tocado el
bisojo, mentira... Aquí hay busilis; y el busilis era, en efecto, el alma de maese Pérez.
Gustavo Adolfo Bécquer. Leyendas.
-Herido va el ciervo..., herido va; no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del
monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas... Nuestro joven señor comienza
por donde otros acaban... En cuarenta años de montero no he visto mejor golpe... Pero, ¡por San
Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los perros, soplad en esas
trompas hasta echar los hígados y hundidles a los corceles una cuarta de hierro en los ijares; ¿no
veis que se dirige hacia la fuente de los Álamos, y si la salva antes de morir podemos darle por
perdido?
Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir de la
jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con nueva furia, y el confuso tropel de
hombres, caballos y perros se dirigió al punto que Íñigo, el montero mayor de los marqueses de
Almenar, señalara como el más a propósito para cortarle el paso a la res.
Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas jadeante y
cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo, rápido como una saeta, las había salvado de un solo
brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la fuente.
-¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! -gritó Íñigo entonces-. Estaba de Dios que había de marcharse.
Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles, refunfuñando, dejaron la
pista a la voz de los cazadores.
En aquel momento se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el
primogénito de Almenar.
-¿Qué haces? -exclamó, dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se pintaba el asombro en
sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos-. ¿Qué haces, imbécil? ¡Es que la pieza está herida, que
es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a morir en
el fondo del bosque! ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos para festines de lobos?
-Señor -murmuró Íñigo entre dientes-, es imposible pasar de este punto.
-¡Imposible! ¿Y por qué?
-Porque esa trocha -prosiguió el montero- conduce a la fuente de los Álamos; la fuente de los
Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente paga caro su
Gustavo Adolfo Bécquer. Leyendas.
atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes; ¿cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra
cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan
un tributo. Pieza que se refugia en esa fuente misteriosa, pieza perdida.
-¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el ánima en
manos de Satanás que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la
primicia de mis excursiones de cazador... ¿Lo ves?... ¿Lo ves?... Aún se distingue a intervalos desde
aquí..., las piernas le fallan, su carrera se acorta; déjame..., déjame...; suelta esa brida o te revuelco
en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la fuente? Y si llegase, al diablo ella,
su limpidez y sus habitadores. ¡Sus! ¡Relámpago! ¡Sus, caballo mío! Si lo alcanzas, mando engarzar
los diamantes de mi joyel en tu serreta de oro.
Caballo y jinete partieron como un huracán.
Íñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los ojos en
derredor suyo; todos, como él, permanecieron inmóviles y consternados.
El montero exclamó al fin:
-Señores, vosotros lo habéis visto, me he expuesto a morir entre los pies de su caballo por
detenerle. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el
montero con su ballesta; de aquí adelante, que pruebe a pasar el capellán con su hisopo.
- II -
-Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío; ¿qué os sucede? Desde el día, que yo
siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Álamos en pos de la res herida,
diríase que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos.
Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas
despierta sus ecos. Solo con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la
ballesta para enderezaros en la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando
la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo en balde busco en la bandolera los despojos
de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren?
Mientras Íñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su
escaño de ébano con el cuchillo de monte.
Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalarse sobre la
pulimentada madera, el joven exclamó dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera escuchado
una sola de sus palabras:
-Íñigo, tú que eres viejo; tú que conoces todas las guaridas del Moncayo, que has vivido en
sus faldas persiguiendo a las fieras y en tus errantes excursiones de cazador subiste más de una vez
a su cumbre, dime: ¿has encontrado por acaso una mujer que vive entre sus rocas?
-¡Una mujer! -exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.
-Sí -dijo el joven-; es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña... Creí poder guardar
ese secreto eternamente, pero no es ya posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. Voy,
Gustavo Adolfo Bécquer. Leyendas.
pues, a revelártelo... Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve a esa criatura, que, al
parecer, sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede darme razón de ella.
El montero, sin desplegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarle junto al escaño de
su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos. Éste, después de coordinar sus ideas,
prosiguió así:
-Desde el día en que, a pesar de tus funestas predicciones, llegué a la fuente de los Álamos y,
atravesando sus aguas, recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó mi
alma del deseo de la soledad.
Tú no conoces aquel sitio. Mira, la fuente brota escondida en el seno de una peña y cae
resbalándose gota a gota por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de
su cuna. Aquellas gotas, que al desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas de
un instrumento, se reúnen entre los céspedes, y, susurrando, susurrando, con un ruido semejante al
de las abejas que zumban en torno de las flores, se alejan por entre las arenas, y forman un cauce, y
luchan con los obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, y saltan, y
huyen, y corren, unas veces con risa, otras con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con
un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel
rumor cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente
misteriosa para estancarse en una balsa profunda, cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la
tarde.
Todo es allí grande. La soledad con sus mil rumores desconocidos vive en aquellos lugares y
embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos
de las peñas, en las ondas del agua parecen que nos hablan los invisibles espíritus de la Naturaleza,
que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre.
Cuando, al despuntar la mañana, me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no era
nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no; iba a sentarme al borde de la fuente,
a buscar en sus ondas... no sé qué, ¡una locura! El día en que salté sobre ella con mi Relámpago creí
haber visto brillar en su fondo una cosa extraña..., muy extraña...: los ojos de una mujer.
Tal vez sería un rayo de sol que serpeó fugitivo entre su espuma; tal vez una de esas flores
que flotan entre las algas de su seno, y cuyos cálices parecen esmeraldas..., no sé; yo creí ver una
mirada que se clavó en la mía; una mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable:
el de encontrar una persona con unos ojos como aquellos.
En su busca fui un día y otro a aquel sitio.
Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño...; pero no, es verdad; la he hablado ya
muchas veces, como te hablo a ti ahora...; una tarde encontré sentada en mi puesto, y vestida con
unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda
ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las
pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto..., sí, porque los ojos de aquella mujer
eran de un color imposible; unos ojos...
-¡Verdes! -exclamó Íñigo con un acento de profundo terror, e incorporándose de un salto en
su asiento.
Gustavo Adolfo Bécquer. Leyendas.
Fernando le miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que iba a decir, y le
preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:
-¿La conoces?
-¡Oh no! -dijo el montero-. ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al prohibirme llegar
hasta esos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus
aguas, tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro, por lo que más améis en la tierra, a no volver a la
fuente de los Álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza, y expiaréis muriendo el delito de
haber encenagado sus ondas.
-¡Por lo que más amo!... -murmuró el joven con una triste sonrisa.
-Sí -prosiguió el anciano-: por vuestros padres, por vuestros deudos, por las lágrimas de la
que el cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor que os ha visto nacer...
-¿Sabes tú lo que más amo en este mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre,
los besos de la que me dio la vida, y todo el cariño que puedan atesorar todas las mujeres de la
tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos... ¡Cómo podré yo dejar de buscarlos!
Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los párpados de
Íñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó con acento sombrío:
-¡Cúmplase la voluntad del cielo!
- III -
-¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día y otro en tu busca, y
ni veo el corcel que te trae a estos lugares, ni a los servidores que conducen tu litera. Rompe de una
vez el misterioso velo en que te envuelves como en una noche profunda. Yo te amo, y, noble o
villana, seré tuyo, tuyo siempre...
El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a grandes pasos por su
falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco a poco de la
superficie del lago, comenzaba a envolver las rocas de su margen.
Sobre una de estas rocas, sobre una que parecía próxima a desplomarse en el fondo de las
aguas, en cuya superficie se retrataba, temblando, el primogénito de Almenar, de rodillas a los pies
de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.
Ella era hermosa, hermosa y pálida como una estatua de alabastro. Uno de sus rizos caía
sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo, como un rayo de sol que atraviesa las
nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas, como dos esmeraldas sujetas en
una joya de oro.
Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar algunas
palabras; pero sólo exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que
empuja una brisa al morir entre los juncos.
Gustavo Adolfo Bécquer. Leyendas.
-¡No me respondes! -exclamó Fernando al ver burlada su esperanza- ¿Querrás que dé crédito
a lo que de ti me han dicho? ¡Oh! No... Háblame; yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si
puedo amarte, si eres una mujer...
-O un demonio... ¿Y si lo fuese?
El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se dilataron al
fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y, fascinado por su brillo fosfórico, demente casi,
exclamó en un arrebató de amor:
-Si lo fueses..., te amaría como te amo ahora, como es mi destino amarte, hasta más allá de
esta vida, si hay algo más allá de ella.
-Fernando -dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una música-, yo te amo más
aún que tú me amas; yo que desciendo hasta un mortal, siendo un espíritu puro. No soy una mujer
como las que existen en la tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior a los demás hombres.
Yo vivo en el fondo de estas aguas; incorpórea como ellas, fugaz y transparente, hablo con sus
rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes le
premio con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones del vulgo, como a un amante
capaz de comprender mi cariño extraño y misterioso.
Mientras ella hablaba así, el joven, absorto en la contemplación de su fantástica hermosura,
atraído como por una fuente desconocida, se aproximaba más y más al borde de la roca. La mujer
de los ojos verdes prosiguió así:
-¿Ves, ves el límpido fondo de ese lago, ves esas plantas de largas y verdes hojas que se
agitan en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales... y yo... te daré una
felicidad sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio, y que no puede ofrecerte
nadie... Ven; la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino...; las ondas nos
llaman con sus voces incomprensibles; el viento empieza entre los álamos sus himnos de amor;
ven..., ven...
La noche empezaba a extender sus sombras; la luna rielaba en la superficie del lago; la niebla
se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos
que corren sobre el haz de las aguas infectas... Ven..., ven... Estas palabras zumbaban en los oídos
de Fernando como un conjuro. Ven... Y la mujer misteriosa le llamaba al borde del abismo, donde
estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso..., un beso...
Fernando dio un paso hacia ella...; otro..., y sintió unos brazos delgados y flexibles que se
liaban a su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve..., y vaciló..., y
perdió pie, y calló al agua con un rumor sordo y lúgubre.
Las aguas saltaron en chispas de luz y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de plata
fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las orillas.
Gustavo Adolfo Bécquer. Leyendas.
El beso.
I
Cuando una parte del ejército francés se apoderó a principios de este siglo de la histórica
Toledo, sus jefes, que no ignoraban el peligro a que se exponían en las poblaciones españolas
diseminándose en alojamientos separados, comenzaron por habilitar para cuarteles los más grandes
y mejores edificios de la ciudad.
Después de ocupado el suntuoso alcázar de Carlos V, echose mano de la casa de Consejos; y
cuando ésta no pudo contener más gente comenzaron a invadir el asilo de las comunidades
religiosas, acabando a la postre por transformar en cuadras hasta las iglesias consagradas al culto.
En esta conformidad se encontraban las cosas en la población donde tuvo lugar el suceso que voy a
referir, cuando una noche, ya a hora bastante avanzada, envueltos en sus oscuros capotes de guerra
y ensordeciendo las estrechas y solitarias calles que conducen desde la Puerta del Sol a Zocodover,
con el choque de sus armas y el ruidoso golpear de los cascos de sus corceles, que sacaban chispas
de los pedernales, entraron en la ciudad hasta unos cien dragones de aquellos altos, arrogantes y
fornidos, de que todavía nos hablan con admiración nuestras abuelas.
Mandaba la fuerza un oficial bastante joven, el cual iba como a distancia de unos treinta
pasos de su gente hablando a media voz con otro, también militar a lo que podía colegirse por su
traje. Éste, que caminaba a pie delante de su interlocutor, llevando en la mano un farolillo, parecía
seguirle de guía por entre aquel laberinto de calles oscuras, enmarañadas y revueltas.
-Con verdad -decía el jinete a su acompañante-, que si el alojamiento que se nos prepara es tal
y como me lo pintas, casi, casi sería preferible arrancharnos en el campo o en medio de una plaza.
-¿Y qué queréis, mi capitán -contestole el guía, que efectivamente era un sargento
aposentador-; en el alcázar no cabe ya un grano de trigo, cuanto más un hombre; de San Juan de los
Reyes no digamos, porque hay celda de fraile en la que duermen quince húsares. El convento
adonde voy a conduciros no era mal local, pero hará cosa de tres o cuatro días nos cayó aquí como
de las nubes una de las columnas volantes que recorren la provincia, y gracias que hemos podido
conseguir que se amontonen por los claustros y dejen libre la iglesia.
-En fin -exclamó el oficial después de un corto silencio y como resignándose con el extraño
alojamiento que la casualidad le deparaba-, más vale incómodo que ninguno. De todas maneras, si
llueve, que no será difícil según se agrupan las nubes, estamos a cubierto, y algo es algo.
Interrumpida la conversación en este punto, los jinetes precedidos del guía, siguieron en
silencio el camino adelante hasta llegar a una plazuela, en cuyo fondo se destacaba la negra silueta
del convento con su torre morisca, su campanario de espadaña, su cúpula ojival y sus tejados de
crestas desiguales y oscuras.
-He aquí vuestro alojamiento -exclamó el aposentador al divisarle y dirigiéndose al capitán,
que, después que hubo mandado hacer alto a la tropa, echó pie a tierra, tomó el farolillo de manos
del guía y se dirigió hacia el punto que éste le señalaba.
Como quiera que la iglesia del convento estaba completamente desmantelada, los soldados
que ocupaban el resto del edificio habían creído que las puertas le eran ya poco menos que inútiles,
y un tablero hoy, otro mañana, habían ido arrancándolas pedazo a pedazo para hacer hogueras con
que calentarse por las noches.
Gustavo Adolfo Bécquer. Leyendas.
Nuestro joven oficial no tuvo, pues, que torcer llaves ni descorrer cerrojos para penetrar en el
interior del templo.
A la luz del farolillo, cuya dudosa claridad se perdía entre las espesas sombras de las naves y
dibujaba con gigantescas proporciones sobre el muro la fantástica sombra del sargento aposentador
que iba precediéndole, recorrió la iglesia de arriba abajo y escudriñó una por una todas sus desiertas
capillas, hasta que una vez hecho cargo del local, mandó echar pie a tierra a su gente, y, hombres y
caballos revueltos, fue acomodándola como mejor pudo.
Según dejamos dicho, la iglesia estaba completamente desmantelada, en el altar mayor
pendían aún de las altas cornisas los rotos girones del velo con que lo habían cubierto los religiosos
al abandonar aquel recinto; diseminados por las naves veíanse algunos retablos adosados al muro,
sin imágenes en las hornacinas; en el coro se dibujaban con un ribete de luz los extraños perfiles de
la oscura sillería de alerce; en el pavimento, destrozado en varios puntos, distinguíanse aún anchas
losas sepulcrales llenas de timbres; escudos y largas inscripciones góticas; y allá a lo lejos, en el
fondo de las silenciosas capillas y a la largo del crucero, se destacaban confusamente entre la
oscuridad, semejantes a blancos e inmóviles fantasmas, las estatuas de piedra que, unas tendidas,
otras de hinojos sobre el mármol de sus tumbas, parecían ser los únicos habitantes del ruinoso
edificio.
A cualquiera otro menos molido que el oficial de dragones; el cual traía una jornada de
catorce leguas en el cuerpo, o menos acostumbrado a ver estos sacrilegios como la cosa más natural
del mundo, hubiéranle bastado dos adarmes de imaginación para no pegar los ojos en toda la noche
en aquel oscuro e imponente recinto, donde las blasfemias de los soldados que se quejaban en alta
voz del improvisado cuartel, el metálico golpe de sus espuelas que resonaban sobre las anchas losas
sepulcrales del pavimento, el ruido de los caballos que piafaban impacientes, cabeceando y
haciendo sonar las cadenas con que estaban sujetos a los pilares, formaban un rumor extraño y
temeroso que se dilataba por todo el ámbito de la iglesia y se reproducía cada vez más confuso,
repetido de eco en eco en sus altas bóvedas.
Pero nuestro héroe, aunque joven, estaba ya tan familiarizado con estas peripecias de la vida
de campaña, que apenas hubo acomodado a su gente, mandó colocar un saco de forraje al pie de la
grada del presbiterio, y arrebujándose como mejor pudo en su capote y echando la cabeza en el
escalón, a los cinco minutos roncaba con más tranquilidad que el mismo rey José en su palacio de
Madrid.
Los soldados, haciéndose almohadas de las monturas, imitaron su ejemplo, y poca a poco fue
apagándose el murmullo de sus voces.
A la media hora sólo se oían los ahogados gemidos del aire que entraba por las rotas vidrieras
de las ojivas del templo, el atolondrado revolotear de las aves nocturnas que tenían sus nidos en el
dosel de piedra de las esculturas de los muros, y el alternado rumor de los pasos del vigilante que se
paseaba, envuelto en los anchos pliegues de su capote a lo largo del pórtico.
II
En la época a que se remonta la relación de esta historia, tan verídica como extraordinaria, lo
mismo que al presente, para los que no sabían apreciar los tesoros del arte que encierran sus muros,
la ciudad de Toledo no era más que un poblachón destartalado, antiguo, ruinoso e insufrible.
Gustavo Adolfo Bécquer. Leyendas.
Los oficiales del ejército francés, que, a juzgar por los actos de vandalismo con que dejaron
en ella triste y perdurable memoria de su ocupación, de todo tenían menos de artistas o arqueólogos,
no hay para que decir que se fastidiaban soberanamente en la vetusta ciudad de los Césares.
En esta situación de ánimo, la más insignificante novedad que viniese a romper la monótona
quietud de aquellos días eternos e iguales, era acogida con avidez entre los ociosos: así es que la
promoción al grado inmediato de uno de sus camaradas; la noticia del movimiento estratégico de
una columna volante, la salida de un correo de gabinete o la llegada de una fuerza cualquiera a la
ciudad, convertíanse en tema fecundo de conversación y objeto de toda clase de comentarios, hasta
tanto que otro incidente venía a sustituirlo, sirviendo de base a nuevas quejas, críticas y
suposiciones.
Como era de esperar, entre los oficiales que; según tenían de costumbre, acudieron al día
siguiente a tomar el sol y a charlar un rato en el Zocodover, no se hizo platillo de otra cosa que la
llegada de los dragones, cuyo jefe dejamos en el anterior capítulo durmiendo a pierna suelta y
descansando de las fatigas de su viaje. Cerca de una hora hacía que la conversación giraba alrededor
de este asunto, y ya comenzaba a interpretarse de diversos modos la ausencia del recién venido, a
quien uno de los presentes, antiguo compañero suyo de colegio, había citado para el Zocodover,
cuando en una de las bocacalles de la plaza apareció al fin nuestro bizarro capitán despojado de su
ancho capotón de guerra, luciendo un gran casco de metal con penacho de plumas blancas, una
casaca azul turquí con vueltas rojas y un magnífico mandoble con vaina de acero, que resonaba
arrastrándose al compás de sus marciales pasos y del golpe seco y agudo de sus espuelas de oro.
Apenas le vio su camarada, salió a su encuentro para saludarle, y con él se adelantaron casi
todos los que a la sazón se encontraban en el corrillo, en quienes habían despertado la curiosidad y
la gana de conocerle los pormenores que ya habían oído referir acerca de su carácter original y
extraño.
Después de los estrechos abrazos de costumbre y de las exclamaciones, plácemes y preguntas
de rigor en estas entrevistas; después de hablar largo y tendido sobre las novedades que andaban por
Madrid, la varia fortuna de la guerra y los amigotes muertos o ausentes rodando de uno en otro
asunto la conversación, vino a parar al tema obligado, esto es, las penalidades del servicio, la falta
de distracciones de la ciudad y el inconveniente de los alojamientos.
Al llegar a este punto, uno de los de la reunión que, por lo visto, tenía noticias del mal talante
con que el joven oficial se había resignado a acomodar su gente en la abandonada iglesia, le dijo
con aire de zumba:
-Y a propósito de alojamiento, ¿qué tal se ha pasado la noche en el que ocupáis?
-Ha habido de todo -contestó el interpelado-; pues si bien es verdad que no he dormido gran
cosa, el origen de mi vigilia merece la pena de la velada. El insomnio junto a una mujer bonita no es
seguramente el peor de los males.
-¡Una mujer! -repitió su interlocutor como admirándose de la buena fortuna del recién
venido; eso es lo que se llama llegar y besar el santo.
-Será tal vez algún antiguo amor de la corte que le sigue a Toledo para hacerle más soportable
el ostracismo -añadió otro de los del grupo.
-¡Oh!, no -dijo entonces el capitán-; nada menos que eso. Juro, a fe de quien soy, que no la
conocía y que nunca creí hallar tan bella patrona en tan incómodo alojamiento. Es todo lo que se
llama una verdadera aventura.
Gustavo Adolfo Bécquer. Leyendas.
-¡Contadla!, ¡contadla! -exclamaron en coro los oficiales que rodeaban al capitán; y como
éste se dispusiera a hacerlo así, todos prestaron la mayor atención a sus palabras mientras él
comenzó la historia en estos términos:
-Dormía esta noche pasada como duerme un hombre que trae en el cuerpo trece leguas de
camino, cuando he aquí que en lo mejor del sueño me hizo despertar sobresaltado e incorporarme
sobre el codo un estruendo, horrible, un estruendo tal, que me ensordeció un instante para dejarme
después los oídos zumbando cerca de un minuto, como si un moscardón me cantase a la oreja.
Como os habréis figurado, la causa de mi susto era el primer golpe que oía de esa endiablada
campana gorda, especie de sochantre de bronce, que los canónigos de Toledo han colgado en su
catedral con el laudable propósito de matar a disgustos a los necesitados de reposo.
Renegando entre dientes de la campana y del campanero que la toca, disponíame, una vez
apagado aquel insólito y temeroso rumor, a coger nuevamente el hilo del interrumpido sueño,
cuando vino a herir mi imaginación y a ofrecerse ante mis ojos una cosa extraordinaria. A la dudosa
luz de la luna que entraba en el templo por el estrecho ajimez del muro de la capilla mayor, vi a una
mujer arrodillada junto al altar.
Los oficiales se miraron entre sí con expresión entre asombrada e incrédula; el capitán sin
atender al efecto que su narración producía, continuó de este modo:
-No podéis figuraros nada semejante, aquella nocturna y fantástica visión que se dibujaba
confusamente en la penumbra de la capilla, como esas vírgenes pintadas en los vidrios de colores
que habréis visto alguna vez destacarse a lo lejos, blancas y luminosas, sobre el oscuro fondo de las
catedrales.
Su rostro ovalado, en donde se veía impreso el sello de una leve y espiritual demacración, sus
armoniosas facciones llenas de una suave y melancólica dulzura, su intensa palidez, las purísimas
líneas de su contorno esbelto, su ademán reposado y noble, su traje blanco flotante, me traían a la
memoria esas mujeres que yo soñaba cuando casi era un niño. ¡Castas y celestes imágenes,
quimérico objeto del vago amor de la adolescencia!
Yo me creía juguete de una alucinación, y sin quitarle un punto los ojos, ni aun osaba respirar,
temiendo que un soplo desvaneciese el encanto. Ella permanecía inmóvil.
Antojábaseme, al verla tan diáfana y luminosa que no era una criatura terrenal, sino un
espíritu que, revistiendo por un instante la forma humana, había descendido en el rayo de la luna,
dejando en el aire y en pos de sí la azulada estela que desde el alto ajimez bajaba verticalmente
hasta el pie del opuesto muro, rompiendo la oscura sombra de aquel recinto lóbrego y misterioso.
-Pero... -exclamó interrumpiéndole su camarada de colegio, que comenzando por echar a
broma la historia, había concluido interesándose con su relato -¿cómo estaba allí aquella mujer?
¿No le dijiste nada? ¿No te explicó su presencia en aquel sitio?
-No me determiné a hablarle, porque estaba seguro de que no había de contestarme, ni verme,
ni oírme.
-¿Era sorda?
-¿Era ciega?
-¿Era muda? -exclamaron a un tiempo tres o cuatro de los que escuchaban la relación.
-Lo era todo a la vez -exclamó al fin el capitán después de un momento de pausa-, porque
era... de mármol.
Al oír el estupendo desenlace de tan extraña aventura, cuantos había en el corro
prorrumpieron en una ruidosa carcajada, mientras uno de ellos dijo al narrador de la peregrina
historia, que era el único que permanecía callado y en una grave actitud:
Gustavo Adolfo Bécquer. Leyendas.
-¡Acabáramos de una vez! Lo que es de ese género, tengo yo más de un millar, un verdadero
serrallo, en San Juan de los Reyes; serrallo que desde ahora pongo a vuestra disposición, ya que, a
lo que parece, tanto os da de una mujer de carne como de piedra.
-¡Oh!, no... -continuó el capitán, sin alterarse en lo más mínimo por las carcajadas de sus
compañeros-: estoy seguro de que no pueden ser como la mía. La mía es una verdadera dama
castellana que por un milagro de la escultura parece que no la han enterrado en su sepulcro, sino
que aún permanece en cuerpo y alma de hinojos sobre la losa que lo cubre, inmóvil, con las manos
juntas en ademán suplicante, sumergida en un éxtasis de místico amor.
-De tal modo te explicas, que acabarás por probarnos la verosimilitud de la fábula de Galatea.
-Por mi parte, puedo deciros que siempre la creí una locura; mas desde anoche comienzo a
comprender la pasión del escultor griego.
-Dadas las especiales condiciones de tu nueva dama, creo que no tendrás inconveniente en
presentarnos a ella. De mí sé decir que ya no vivo hasta ver esa maravilla. Pero... ¿qué diantres te
pasa?... diríase que esquivas la presentación. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! Bonito fuera que ya te tuviéramos hasta
celoso.
-Celoso -se apresuró a decir el capitán-, celoso... de los hombres, no...; mas ved, sin embargo,
hasta dónde llega mi extravagancia. Junto a la imagen de esa mujer, también de mármol, grave y al
parecer con vida como ella, hay un guerrero... su marido sin duda... Pues bien...: lo voy a decir todo,
aunque os moféis de mi necesidad... Si no hubiera temido que me tratasen de loco, creo que ya lo
habría hecho cien veces pedazos.
Una nueva y aún más ruidosa carcajada de los oficiales saludó esta original revelación del
estrambótico enamorado de la dama de piedra.
-Nada, nada; es preciso que la veamos -decían los unos.
-Sí, sí; es preciso saber si el objeto corresponde a tan alta pasión -añadían los otros.
-¿Cuándo nos reunimos a echar un trago en la iglesia en que os alojáis? -exclamaron los
demás.
-Cuando mejor os parezca: esta misma noche si queréis -respondió el joven capitán,
recobrando su habitual sonrisa, disipada un instante por aquel relámpago de celos-. A propósito.
Con los bagajes he traído hasta un par de docenas de botellas de Champagne,
verdadero Champagne, restos de un regalo hecho a nuestro general de brigada, que, como sabéis, es
algo pariente.
-¡Bravo!, ¡bravo! -exclamaron los oficiales a una voz, prorrumpiendo en alegres
exclamaciones.
-¡Se beberá vino del país!
-¡Y cantaremos una canción de Ronsard!
-Y hablaremos de mujeres, a propósito de la dama del anfitrión.
-Conque... ¡hasta la noche!
¡Hasta la noche!
III
Ya hacía largo rato que los pacíficos habitantes de Toledo habían cerrado con llave y cerrojo
las pesadas puertas de sus antiguos caserones; la campana gorda de la catedral anunciaba la hora de
Gustavo Adolfo Bécquer. Leyendas.
la queda, y en lo alto del alcázar, convertido en cuartel, se oía el último toque de silencio de los
clarines, cuando diez o doce oficiales que poco a poco habían ido reuniéndose en el Zocodover
tomaron el camino que conduce desde aquel punto al convento en que se alojaba el capitán,
animados más con la esperanza de apurar las prometidas botellas, que con el deseo de conocer la
maravillosa escultura.
La noche había cerrado sombría y amenazadora; el cielo estaba cubierto de nubes de color de
plomo; el aire, que zumbaba encarcelado en las estrechas y retorcidas calles, agitaba la moribunda
luz del farolillo de los retablos o hacía girar con un chirrido agudo las veletas de hierro de las torres.
Apenas los oficiales dieron vista a la plaza en que se hallaba situado el alojamiento de su
nuevo amigo, éste, que les aguardaba impaciente, salió a encontrarles; y después de cambiar
algunas palabras a media voz, todos penetraron juntos en la iglesia, en cuyo lóbrego recinto la
escasa claridad de una linterna luchaba trabajosamente con las oscuras y espesísimas sombras.
-¡Por quién soy! -exclamó uno de los convidados tendiendo a su alrededor la vista-, que el
local es de los menos a propósito del mundo para una fiesta.
-Efectivamente -dijo otro-; nos traes a conocer a una dama, y apenas si con mucha dificultad
se ven los dedos de la mano.
-Y, sobre todo, hace un frío, que no parece sino que estamos en la Siberia -añadió un tercero
arrebujándose en el capote.
-Calma, señores, calma -interrumpió el anfitrión-; calma, que a todo se proveerá. ¡Eh,
muchacho! -prosiguió dirigiéndose a uno de sus asistentes-: busca por ahí un poco de leña, y
enciéndenos una buena fogata en la capilla mayor.
El asistente, obedeciendo las órdenes de su capitán, comenzó a descargar golpes en la sillería
del coro, y después que hubo reunido una gran cantidad de leña que fue apilando al pie de las gradas
del presbiterio, tornó la linterna y se dispuso a hacer un auto de fe con aquellos fragmentos tallados
de riquísimas labores, entre los que se veían, por aquí, parte de una columnilla salomónica; por allá,
la imagen de un santo abad, el torso de una mujer o la disforme cabeza de un grifo asomado entre
hojarascas.
A los pocos minutos, una gran claridad que de improviso se derramó por todo el ámbito de la
iglesia anunció a los oficiales que había llegado la hora de comenzar el festín.
El capitán, que hacía los honores de su alojamiento con la misma ceremonia que hubiera
hecho los de su casa, exclamó dirigiéndose a los convidados:
Si gustáis, pasaremos al buffet.
Sus camaradas, afectando la mayor gravedad, respondieron a la invitación con un cómico
saludo, y se encaminaron a la capilla mayor precedidos del héroe de la fiesta, que al llegar a la
escalinata se detuvo un instante, y extendiendo la mano en dirección al sitio que ocupaba la tumba,
les dijo con la finura más exquisita.
-Tengo el placer de presentaros a la dama de mis pensamientos. Creo que convendréis
conmigo en que no he exagerado su belleza.
Los oficiales volvieron los ojos al punto que les señalaba su amigo, y una exclamación de
asombro se escapó involuntariamente de todos los labios.
En el fondo de un arco sepulcral revestido de mármoles negros, arrodillada delante de un
reclinatorio, con las manos juntas y la cara vuelta hacia el altar, vieron, en efecto, la imagen de una
mujer tan bella, que jamás salió otra igual de manos de un escultor, ni el deseo pudo pintarla en la
fantasía más soberanamente hermosa.
-En verdad que es un ángel -exclamó uno de ellos.
Gustavo Adolfo Bécquer. Leyendas.
-¡Capitán! -exclamó en aquel punto uno de sus camaradas en tono de zumba- cuidado con lo
que hacéis... Mirad que esas bromas con la gente de piedra suelen costar caras... Acordaos de lo que
aconteció a los húsares del 5.º en el monasterio de Poblet... Los guerreros del claustro dicen que
pusieron mano una noche a sus espadas de granito, y dieron que hacer a los que se entretenían en
pintarles bigotes con carbón.
Los jóvenes acogieron con grandes carcajadas esta ocurrencia; pero el capitán, sin hacer caso
de sus risas, continuó siempre fijo en la misma idea:
-¿Creéis que yo le hubiera dado el vino a no saber que se tragaba al menos el que le cayese en
la boca?... ¡Oh!... ¡no!.... yo no creo, como vosotros, que esas estatuas son un pedazo de mármol tan
inerte hoy como el día en que lo arrancaron de la cantera. Indudablemente el artista, que es casi un
dios, da a su obra un soplo de vida que no logra hacer que ande y se mueva, pero que le infunde una
vida incomprensible y extraña; vida que yo no me explico bien, pero que la siento, sobre todo
cuando bebo un poco.
-¡Magnífico! -exclamaron sus camaradas-, bebe y prosigue.
El oficial bebió, y, fijando los ojos en la imagen de doña Elvira, prosiguió con una exaltación
creciente:
-¡Miradla!... ¡miradla!... ¿No veis esos cambiantes rojos de sus carnes mórbidas y
transparentes?... ¿No parece que por debajo de esa ligera epidermis azulada y suave de alabastro
circula un fluido de luz color de rosa?... ¿Queréis más vida?... ¿Queréis más realidad?...
-¡Oh!, sí, seguramente -dijo uno de los que le escuchaban-; quisiéramos que fuese de carne y
hueso.
-¡Carne y hueso!... ¡Miseria, podredumbre!... -exclamó el capitán-. Yo he sentido en una orgía
arder mis labios y mi cabeza; yo he sentido este fuego que corre por las venas hirviente como la
lava de un volcán, cuyos vapores caliginosos turban y trastornan el cerebro y hacen ver visiones
extrañas. Entonces el beso de esas mujeres materiales me quemaba como un hierro candente, y las
apartaba de mí con disgusto, con horror, hasta con asco; porque entonces, como ahora, necesitaba
un soplo de brisa del mar para mi frente calurosa, beber hielo y besar nieve... nieve teñida de suave
luz, nieve coloreada por un dorado rayo de sol.... una mujer blanca, hermosa y fría, como esa mujer
de piedra que parece incitarme con su fantástica hermosura, que parece que oscila al compás de la
llama, y me provoca entreabriendo sus labios y ofreciéndome un tesoro de amor... ¡Oh!... sí... un
beso... sólo un beso tuyo podrá calmar el ardor que me consume.
-¡Capitán! -exclamaron algunos de los oficiales al verle dirigirse hacia la estatua como fuera
de sí, extraviada la vista y con pasos inseguros-, ¿qué locura vais a hacer? ¡Basta de broma y dejad
en paz a los muertos!
El joven ni oyó siquiera las palabras de sus amigos y tambaleando y como pudo llegó a la
tumba y aproximose a la estatua; pero al tenderle los brazos resonó un grito de horror en el templo.
Arrojando sangre por ojos, boca y nariz, había caído desplomado y con la cara deshecha al pie del
sepulcro.
Los oficiales, mudos y espantados, ni se atrevían a dar un paso para prestarle socorro.
En el momento en que su camarada intentó acercar sus labios ardientes a los de doña Elvira,
habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano y derribarle con una espantosa bofetada de su
guantelete de piedra.
Gustavo Adolfo Bécquer. Leyendas.
La ajorca de oro.
I
Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo; hermosa con esa
hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en los ángeles, que, sin embargo, es
sobrenatural; hermosura diabólica, que tal vez presta el demonio a algunos seres para
hacerlos sus instrumentos en la tierra.
Él la amaba; la amaba con ese amor que no conoce freno ni límites; la amaba con ese
amor en que se busca un goce y sólo se encuentran martirios; amor que se asemeja a la
felicidad, y que, no obstante, parece infundir el cielo para la expiación de una culpa.
Ella era caprichosa, caprichosa: y extravagante como todas las mujeres del mundo.
Él, supersticioso, supersticioso y valiente, como todos los hombres de su época.
Ella se llamaba María Antúnez.
Él, Pedro Alfonso de Orellana.
Los dos eran toledanos, y los dos vivían en la misma ciudad que los vio nacer.
La tradición que refiere esta maravillosa historia, acaecida hace muchos años, no dice
nada más acerca de los personajes que fueron sus héroes.
Yo, en mi calidad de cronista verídico, no añadiré ni una sola palabra de mi cosecha
para caracterizarlos mejor.
II
La hermosa, rompiendo al fin su obstinado silencio, dijo a su amante con voz sorda y
entrecortada:
-Tú lo quieres, es una locura que te hará reír; pero no importa: te lo diré, puesto que lo
deseas.
Ayer estuve en el templo. Se celebraba la fiesta de la Virgen; su imagen, colocada en el
altar mayor sobre un escabel de oro, resplandecía como un ascua de fuego; las notas del
órgano temblaban dilatándose de eco en eco por el ámbito de la iglesia, y en el coro los
sacerdotes entonaban el Salve, Regina.
Yo rezaba, rezaba absorta en mis pensamientos religiosos, cuando maquinalmente
levanté la cabeza y mi vista se dirigió al altar. No sé por qué mis ojos se fijaron desde luego
en la imagen; digo mal, en la imagen no: se fijaron en un objeto que hasta entonces no había
visto, un objeto que, sin poder explicármelo, llamaba sobre sí toda mi atención... No te rías...
aquel objeto era la ajorca de oro que tiene la Madre de Dios en uno de los brazos en que
descansa su divino Hijo... Yo aparté la vista y torné a rezar... ¡Imposible! Mis ojos se volvían
involuntariamente al mismo punto. Las luces del altar, reflejándose en las mil facetas de sus
diamantes, se reproducían de una manera prodigiosa. Millones de chispas de luz rojas y
azules, verdes y amarillas, volteaban alrededor de las piedras como un torbellino de átomos
de fuego, como una vertiginosa ronda de esos espíritus de llamas que fascinan con su brillo y
su increíble inquietud...
Salí del templo, vine a casa, pero vine con aquella idea fija en la imaginación. Me
acosté para dormir; no pude... Pasó la noche, eterna con aquel pensamiento... Al amanecer se
cerraron mis párpados, y, ¿lo creerás?, aún en el sueño veía cruzar, perderse y tornar de nuevo
una mujer, una mujer morena y hermosa, que llevaba la joya de oro y de pedrería; una mujer,
sí, porque ya no era la Virgen que yo adoro y ante quien me humillo; era una mujer, otra
mujer como yo, que me miraba y se reía mofándose de mí. -¿La ves? -parecía decirme,
mostrándome la joya-. ¡Cómo brilla! Parece un círculo de estrellas arrancadas del cielo de
una noche de verano. ¿La ves? Pues no es tuya, no lo será nunca, nunca... Tendrás acaso otras
mejores, más ricas, si es posible; pero ésta, ésta, que resplandece de un modo tan fantástico,
tan fascinador... nunca... nunca... Desperté; pero con la misma idea fija aquí, entonces como
ahora semejante a un clavo ardiendo, diabólica, incontrastable, inspirada sin duda por el
mismo Satanás... ¿Y qué?... Callas, callas y doblas la frente... ¿No te hace reír mi locura?
Pedro, con un movimiento convulsivo, oprimió el puño de su espada, levantó la cabeza,
que en efecto había inclinado, y dijo con voz sorda:
-¿Qué Virgen tiene esa presea?
-¡La del Sagrario! -murmuró María.
-¡La del Sagrario! -repitió el joven con acento de terror-: ¡la del Sagrario de la
Catedral!... Y en sus facciones se retrató un instante el estado de su alma, espantada en una
idea.
¡Ah! ¿por qué no la posee otra Virgen? -prosiguió con acento enérgico y apasionado-;
¿por qué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en su corona o el diablo entre sus garras?
Yo se la arrancaría para ti, aunque me costase la vida o la condenación. Pero a la Virgen del
Sagrario, a nuestra Santa Patrona, yo... yo que he nacido en Toledo, ¡imposible, imposible!
-¡Nunca! -murmuró María con voz casi imperceptible-; ¡nunca!
Y siguió llorando.
Gustavo Adolfo Bécquer. Leyendas.
Pedro fijó una mirada estúpida en la corriente del río. En la corriente, que pasaba y
pasaba sin cesar ante sus extraviados ojos, quebrándose al pie del mirador entre las rocas
sobre que se asienta la ciudad imperial.
III
Pero él estaba allí, y estaba allí para llevar a cabo su criminal propósito. En su mirada
inquieta, en el temblor de sus rodillas, en el sudor que corría en anchas gotas por su frente,
llevaba escrito su pensamiento.
La catedral estaba sola, completamente sola, y sumergida en un silencio profundo.
No obstante, de cuando en cuando se percibían como unos rumores confusos:
chasquidos de madera tal vez, o murmullos del viento, o ¿quién sabe?, acaso ilusión de la
fantasía, que oye y ve y palpa en su exaltación lo que no existe; pero la verdad era que ya
cerca, ya lejos, ora a sus espaldas, ora a su lado mismo, sonaban como sollozos que se
comprimen, como roce de telas que se arrastran, como rumor de pasos que van y vienen sin
cesar.
Pedro hizo un esfuerzo para seguir en su camino; llegó a la verja y subió la primera
grada de la capilla mayor. Alrededor de esta capilla están las tumbas de los reyes, cuyas
imágenes de piedra, con la mano en la empuñadura de la espada, parecen velar noche y día
por el santuario, a cuya sombra descansan todos por una eternidad.
-¡Adelante! -murmuró en voz baja, y quiso andar y no pudo. Parecía que sus pies se
habían clavado en el pavimento. Bajó los ojos, y sus cabellos se erizaron de horror: el suelo
de la capilla lo formaban anchas y oscuras losas sepulcrales.
Por un momento creyó que una mano fría y descarnada le sujetaba en aquel punto con
una fuerza invencible. Las moribundas lámparas que brillaban en el fondo de las naves como
estrellas perdidas entre las sombras, oscilaron a su vista, y oscilaron las estatuas de los
sepulcros y las imágenes del altar, y osciló el templo todo con sus arcadas de granito y sus
machones de sillería.
¡Adelante! -volvió a exclamar Pedro como fuera de sí, y se acercó al ara, y trepando por
ella, subió hasta el escabel de la imagen. Todo alrededor suyo se revestía de formas
quiméricas y horribles; todo era tinieblas y luz dudosa, más imponente aún que la oscuridad.
Sólo la Reina de los cielos, suavemente iluminada por una lámpara de oro, parecía sonreír
tranquila, bondadosa y serena en medio de tanto horror.
Sin embargo, aquella sonrisa muda e inmóvil que le tranquilizara un instante concluyó
por infundirle temor; un temor más extraño, más profundo que el que hasta entonces había
sentido.
Tornó empero a dominarse, cerró los ojos para no verla, extendió la mano con un
movimiento convulsivo y le arrancó la ajorca de oro, piadosa ofrenda de un santo arzobispo;
la ajorca de oro cuyo valor equivalía a una fortuna.
Ya la presea estaba en su poder; sus dedos crispados la oprimían con una fuerza
sobrenatural; sólo restaba huir, huir con ella; pero para esto era preciso abrir los ojos, y Pedro
tenía miedo de ver, de ver la imagen, de ver los reyes de las sepulturas, los demonios de las
cornisas, los endriagos de los capiteles, las fajas de sombras y los rayos de luz que,
semejantes a blancos y gigantescos fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las naves,
pobladas de rumores temerosos y extraños.
Al fin abrió los ojos, tendió una mirada, y un grito agudo se escapó de sus labios.
La catedral estaba llena de estatuas, estatuas que, vestidas con luengos y no vistos
ropajes, habían descendido de sus huecos y ocupaban todo el ámbito de la iglesia, y le
miraban con sus ojos sin pupila.
Santos, monjas, ángeles, demonios, guerreros, damas, pajes, cenobitas y villanos se
rodeaban y confundían en las naves y en el altar. A sus pies oficiaban, en presencia de los
Gustavo Adolfo Bécquer. Leyendas.
reyes, de hinojos sobre sus tumbas, los arzobispos de mármol que él había visto otras veces
inmóviles sobre sus lechos mortuorios, mientras que arrastrándose por las losas, trepando por
los machones, acurrucados en los doseles, suspendidos de las bóvedas, pululaban, como los
gusanos de un inmenso cadáver, todo un mundo de reptiles y alimañas de granito, quiméricos,
deformes, horrorosos.
Ya no puedo resistir más. Las sienes le latieron con una violencia espantosa; una nube
de sangre oscureció sus pupilas; arrojó un segundo grito, un grito desgarrador y
sobrehumano, y cayó desvanecido sobre el ara.
Cuando al otro día los dependientes de la iglesia le encontraron al pie del altar, tenía
aún la ajorca de oro entre sus manos, y al verlos aproximarse, exclamó con una estridente
carcajada:
-¡Suya, suya!
El infeliz estaba loco.