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El Leon de Comarre Arthur C Clarke

El documento es una introducción y un primer capítulo de la obra 'El león de Comarre' de Arthur C. Clarke, que explora la evolución de la civilización y la ciencia en un futuro lejano. Se presenta un diálogo entre un padre artista y su hijo ingeniero, reflejando el conflicto entre el arte y la tecnología en una sociedad que ha alcanzado un aparente estancamiento en los avances científicos. Clarke también menciona su proceso de escritura y las influencias que moldearon su obra, así como su dedicación a los jóvenes que buscan respuestas en un mundo cambiante.

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El Leon de Comarre Arthur C Clarke

El documento es una introducción y un primer capítulo de la obra 'El león de Comarre' de Arthur C. Clarke, que explora la evolución de la civilización y la ciencia en un futuro lejano. Se presenta un diálogo entre un padre artista y su hijo ingeniero, reflejando el conflicto entre el arte y la tecnología en una sociedad que ha alcanzado un aparente estancamiento en los avances científicos. Clarke también menciona su proceso de escritura y las influencias que moldearon su obra, así como su dedicación a los jóvenes que buscan respuestas en un mundo cambiante.

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El león de Comarre

A la caída de la noche

Arthur C. Clarke
Segunda edición: Abril de 1980
Títulos originales: “The Lion of Comarre”
“Against the Fall of Night”
Traducción: Joaquín Adsuar Ortega
ISBN: 978-84-217-5102-2
Depósito Legal: B. 9125-1980
© Standard Magazines, Inc., 1949
©Arthur C. Clarke, 1953, 1968
"A la caída de la Noche" está basada en material originalmente publicado con
copyright de Better Publications Inc., 1948
©Luis de Caralt Editor, S. A.,
Rosellón 246, Barcelona, 1976
para la publicación en lengua española
Impreso en España - Printed in Spain
Gráficas Diamante, Zamora 83, Barcelona, 18
A JOHNNIE
INTRODUCCIÓN

Aunque es muy poco lo que aún conservo en mi memoria sobre aquel joven que
escribió A la caída de la noche, todavía recuerdo exactamente cómo comenzó todo. La
primera escena que abre la novela relampagueó misteriosamente en mi cerebro y fue
trasladada, de inmediato, al papel allá por 1935. Se trataba de un suceso aislado, sin
relación con ninguna trama novelesca que a la sazón tratara de desarrollar. Pasaron
muchos años hasta que me decidí a extenderlo y transformarlo en una novela.
Entre 1937 y 1946, se desarrollaron al menos cinco versiones, cada una de mayor
extensión. Los amigos que se vieron obligados a leer los sucesivos borradores se
sonreirán divertidos al leer el estudio biográfico escrito sobre mí por Sam Moskowitz
bajo el título Seekers of Tomorrow («Exploradores del Futuro»), en el que se afirma que
yo trabajé «secretamente» en el manuscrito.
Pero Moskowitz identifica, correctamente, las influencias más importantes que
actuaron sobre mi novela. Quizá la primera de todas fue la tremenda saga de Olaf
Stapledon sobre la historia futura que lleva el título de Last ahd First Men («Los primeros
y los últimos hombres»). Tropecé con ese volumen en la biblioteca pública de mi ciudad
natal, Minehead, poco después de su publicación inicial, en 1930. Con su visión, futura a
millones de años vista y su evocación de tantas civilizaciones, tan grandes como
condenadas, el libro causó sobre mí un profundo impacto. Aún me acuerdo de cómo
copié pacientemente las Escalas de los Tiempos de Stapledon, hasta la última de ellas,
donde «Planetas formados» y «El Fin del Hombre» se hallaban sólo a un centímetro de
distancia apenas, a ambos lados del momento temporal marcado en la escala como
«Hoy».
Poco después, «Don S. Stuart» (John W. Campbell) causó un nuevo impacto similar
sobre mí con su historia Twilight («El crepúsculo»), publicada en «Astounding Stories»
en noviembre de 1934. Pero no todas las influencias que cayeron sobre mí fueron
literarias. Al menos una fue musical: L'Aprés-midi, de Debussy. Además, es indudable
que gran parte de la base emocional se debió a mi traslado desde el campo (Somerset)
a la gran ciudad (Londres), cuando me incorporé al Servicio Civil Británico en 1936. El
conflicto entre una vida rural, pastoral, y otra urbana, ciudadana, pesó sobre mí desde
entonces como un fantasma. Difícilmente podría haber imaginado que, treinta años más
tarde, trataría de resolver ese conflicto del modo más drástico: haciendo un viaje
alrededor del mundo cada pocos meses, de Ceilán a Nueva York.
Para finales de la II Guerra Mundial, ya había logrado vender cierto número de
novelas cortas y relatos, y esto me dio ánimos para terminar A la caída de la noche y
dejarla lista para su publicación. Tuve que ver, con gran desencanto, cómo John
Campbell (que había sido uno de sus padrinos) me la devolvió, aun cuando, como
siempre, acompañada de una larga carta crítica, muy provechosa. Su mayor reproche
era que resultaba demasiado desalentadora, aunque nada puede haber sido más
desalentador que su propia narración Twilight y aquella que siguió: Night. Incorporé a
mi relato algunas de sus sugestiones y traté de probar fortuna, de nuevo, con «Astounding
Stories», pero John continuó insatisfecho. Como resultado de todo ello, mi relato apareció,
en noviembre de 1948, en «Startling Stories», cuya publicación con ilustraciones de cariz
erótico, completamente inoperantes, me fastidió enormemente. Hace falta ser
verdaderamente ingenuo para ver algo sexual en la línea argumental, pero el ilustrador
de la portada de «Startling» hizo, horriblemente, lo mejor que pudo para insinuarlo. La
editorial Gnome Press, de Martin Greenberg, publicó la novela en edición encuadernada
en tela unos cuantos años después (1953). Esta edición hace mucho tiempo que está
completamente agotada.
Pese a todos los esfuerzos que había puesto en los diversos manuscritos, el tema de
la ciudad eterna en el fin del mundo continuaba obsesionándome. Tenía la impresión de
que aún había mucho más que decir y escribir sobre el tema. Además, con el tiempo yo
había aprendido mucho más sobre ciencia — y redacción— desde que el relato fue
concebido. Después de haber visto publicadas ya varias novelas largas, regresé de
nuevo a Diaspar.
La oportunidad se me ofreció durante el largo viaje marítimo de Inglaterra a Australia,
cuando uní mis fuerzas con las de Mike Wilson y pusimos en marcha una expedición
submarina para explorar los arrecifes de la Gran Barrera (véase The Coast of Coral).
The City and the Stars, una novela mucho más larga y cuidadosamente revisada, fue
terminada en Queensland, entre excursión y excursión a los arrecifes y a los fondos del
estrecho de Torres. Fue publicada por Harcourt, Brace and World, en 1956, y desde
entonces sigue publicándose en sucesivas ediciones.
En esos días supuse que la nueva versión reemplazaría totalmente a la antigua novela,
pero A la caída de la noche no pareció demostrar la menor tendencia a desaparecer. Al
contrario, con preocupación y también enojo, observé que muchos lectores la preferían
a su sucesora y que volvía a ser reeditada muchas veces en ediciones de bolsillo (por
Pyramid Books). Un día me gustaría llevar a cabo una encuesta para descubrir por qué
esa versión ha resultado más popular. Por mi parte, hace ya mucho tiempo que he
desistido de decidir si, también, es la mejor de todas.
La búsqueda de un título resultó casi tan larga como la redacción de la novela. Al fin
lo encontré en un poema de A. E. Housman, que también me inspiró un relato corto
titulado Transience:
What shall I do or write against the fall of night?
He aprovechado la oportunidad que me ofrece este volumen para publicar otro relato
que nunca apareció anteriormente en forma de libro: El León de Comarre. Esta historia
fue escrita aproximadamente en la misma época y está impregnada de las mismas
emociones que la otra novela de mayor extensión. Su única publicación anterior tuvo
lugar en la revista especializada «Thrilling Wonder Stories», en el número de agosto de
1949.
Aunque sus acciones están separadas en el tiempo por un evo,ambos relatos tienen
mucho en común. Los dos emprenden una búsqueda, una encuesta hacia metas y
objetivos desconocidos y misteriosos. En cada caso, los objetivos reales, son el milagro
y la magia, más que ninguna intención de beneficio material. Y, también, en ambos casos,
el héroe de la narración es un joven descontento y en desacuerdo con el ambiente que
le rodea.
En la actualidad hay muchos jóvenes que sienten así y tienen buenas razones para
ello. A ellos les dedico estas dos obras, que fueron escritas cuando todavía no habían
nacido.
Arthur C. Clarke
Ciudad de Nueva York Octubre de 1967
EL LEON DE COMARRE

1. La revuelta

HACIA FINALES DEL SIGLO XXVI, la gran marea de la Ciencia había


comenzado a detenerse. La larga serie de inventos que habían moldeado y
modelado, el mundo por un período de casi mil años, había llegado a su fin. Todas
las cosas habían sido ya descubiertas. Uno tras otro, todos los grandes sueños del
pasado se habían convertido en realidad.
La civilización se había mecanizado por completo, aunque las máquinas
parecían haberse desvanecido. Escondidas en las murallas de las ciudades o
enterradas a grandes profundidades en el subsuelo, esas máquinas perfectas
llevaban sobre sí todo el peso del trabajo del mundo. Silenciosamente, sin
molestar en lo más mínimo, sin interrupción ni averías, los robots atendían a las
necesidades de sus amos y hacían su trabajo tan perfectamente que su presencia
parecía tan natural como el alba.
Quedaban, sin embargo, muchas cosas por aprender en el terreno de la Ciencia
pura, y los astrónomos, ahora que ya no estaban ligados a la Tierra, tenían trabajo
suficiente para estar ocupados en los próximos mil años. Pero las ciencias físicas
y las técnicas que ellos venían practicando habían cesado de ser la preocupación
principal de la raza humana. Para el año 2600 las más capaces mentes humanas
no se encontrarían en los laboratorios.
Los hombres cuyos nombres contaban más para el mundo eran los artistas y
los filósofos, los legisladores y los estadistas. Los ingenieros y los grandes
inventores pertenecían al pasado. Al igual que aquellos otros hombres que se
habían ocupado con el estudio y el tratamiento de las enfermedades,
desaparecidas hacía ya mucho tiempo, habían realizado su trabajo de manera tan
perfecta que ya no se tenía necesidad de ellos.
Habrían de transcurrir otros quinientos años más, hasta que el péndulo
iniciara nuevamente su movimiento de retroceso.
***

La panorámica que se ofrecía desde el estudio era como para cortar el aliento.
La habitación, grande y de formas curvadas, estaba situada a casi cuatro
kilómetros por encima de la base de la Torre Central. Los otros cinco gigantescos
edificios de la ciudad se apiñaban debajo, y sus muros metálicos resplandecían
con todos los colores del espectro que recogían de los rayos del sol mañanero.
Más abajo todavía estaban los paneles de control y los campos de las granjas
automáticas se extendían hasta perderse en la neblina del horizonte.
Pero por una vez, en esta ocasión, la belleza del paisaje no fue apreciada por
Richard Peyton II, mientras paseaba de un lado a otro entre los grandes bloques
de mármol sintético que formaba la materia prima de su arte.
Las enormes masas de roca artificial, brillantemente coloreadas, dominaban
por completo el estudio. La mayor parte de ellas eran todavía masas cúbicas, pero
otras comenzaban a adquirir ya las formas de animales, seres humanos o sólidos
abstractos, a los que, para poder atreverse a dar un nombre, había que ser muy
docto en geometría. Sentado con aire descuidado sobre un enorme bloque de
diamante de diez toneladas de peso — el mayor de todos los sintetizados hasta
entonces— el hijo del artista contemplaba a su famoso padre con una expresión
poco amistosa.
—No creo que me importara mucho —dijo Richard Peyton II con tono
desdeñoso— si te conformaras con no hacer nada, en tanto que fueras capaz de
vivir así, graciosamente. Hay muchas personas que viven de ese modo y, en
realidad, hacen al mundo más interesante. Pero tu intención de dedicar tu vida a
estudiar ingeniería es algo que no puedo entender, que va más allá de mi
capacidad imaginativa. Hizo una leve pausa y continuó:
- Sí, ya sé que permitimos que la tecnología fuese la materia básica de tus
estudios, pero nunca nos figuramos que lo tomaras tan en serio. Cuando yo tenía
tu edad sentí auténtica pasión por la botánica... pero nunca dejé que se convirtiera
en el interés principal de mi existencia. ¿Ha sido el profesor Chandras Ling quien
te ha imbuido esas ideas?
Richard Peyton III explotó:
—¿Y por qué no había de hacerlo? Yo sé cuál es mi vocación y está de acuerdo
conmigo. Ya has leído su informe.
El escultor agitó en el aire un puñado de hojas de papel, sosteniéndolas entre
el pulgar y el índice como si se tratara de un desagradable insecto.
—Sí, lo he leído —dijo con el ceño fruncido—: «Muestra habilidad mecánica
póco usual... ha llevado a cabo experimentos originales en el campo de la
investigación subelectrónica...», etcétera. ¡Cielos...! Yo pensaba que la raza
humana había superado ya esos siglos de jueguecitos técnicos. ¿Pretendes
convertirte en un ingeniero mecánico de primera clase y pasarte el tiempo yendo
de un lado para otro reparando robots estropeados? Ése no es un trabajo digno
para un hijo mío, y menos todavía para el nieto de un Canciller del Mundo.
—Preferiría que no mezclaras al abuelo en esto —dijo Richard Peyton III con
aire de aburrimiento cada vez más notable —. El hecho de que él sea un estadista
no ha impedido que tú te dediques al arte. ¿Por qué pretendes que yo no haga lo
mismo con respecto a ti?
La espectacular barba dorada del padre comenzó a erizarse presagiando su
indignación.
—No me importa lo que hagas mientras se trate de algo de lo que podamos
sentirnos orgullosos. Pero, ¿a qué viene esa locura por las herramientas y las
máquinas? Ya tenemos todos los aparatos que necesitamos. El robot se
perfeccionó hace ya quinientos años. Las naves espaciales apenas si han
cambiado en casi ese mismo período. Creo que nuestro sistema de
comunicaciones cuenta ya con casi ochocientos años. ¿Para qué cambiar cosas
que ya son perfectas?
—¡Esa manera de hablar parece una venganza! —le respondió el joven—. ¡Me
extraña que un artista como tú afirme que haya algo perfecto! Padre, me
avergüenzo de ti.
-No hiles demasiado fino. Ya sabes perfectamente lo que
quiero decir. Nuestros antepasados diseñaron y construyeron máquinas que
nos proveen de todo lo que necesitamos. No dudo de que algunas de ellas podrían
ser perfeccionadas en un pequeño porcentaje. Pero, ¿qué razón hay para
preocuparse de ello? ¿Puedes mencionarme algún invento importante que no
tenga» mos ya?
Richard Peyton III suspiró:
—Escúchame, padre — dijo con calma —. He estudiado historia al mismo
tiempo que ingeniería. Hace como unos doce siglos, había gentes que decían que
todo había sido ya inventado... ¡Y eso ocurría antes de que se utilizara la
electricidad, y el vuelo y la astronomía no eran ni siquiera un sueño! Esos
hombres eran incapaces de mirar con penetración suficiente en el futuro... sus
mentes estaban demasiado firmemente arraigadas en el presente. Pues bien —
siguió el muchacho—, lo mismo está ocurriendo ahora. El mundo lleva quinientos
años viviendo de los cerebros del pasado. Estoy dispuesto a admitir que en ciertos
campos el desarrollo ha llegado a su fin, pero hay docenas de otros en los cuales
ni siquiera ha comenzado. Técnicamente, el mundo se ha estancado. No vivimos
en una era negra porque no hemos olvidado nada, pero estamos dejando pasar el
tiempo sin aprovecharlo. Mira los viajes espaciales. Hace novecientos año.s
llegamos a Plutón y, ¿donde estamos ahora? ¡Seguimos en Plutón! ¿Cuándo
vamos a cruzar los espacios interestelares?
—¿Es que hay alguien que quiera ir a las estrellas?
El muchacho dejó escapar una exclamación de enojo y, con su excitación, saltó
del bloque de diamante en el que se hallaba sentado.
—¡Vaya una pregunta para hacerla en esta Era...! Hace mil años la gente se
preguntaba: «¿Quién desea ir a la Luna?» Sí, ya sé que eso parece imposible en
nuestros días, pero lo he leído, está escrito en los libros antiguos, Y ahora, fíjate:
la Luna está sólo a cuarenta y cinco minutos de camino y hay gente como Harn
Jansen que trabaja en la Tierra y vive en Pluton City.
Richard Peyton III se detuvo y al cabo de unos breves instantes continuó su
explicación:
-Ahora consideramos los viajes interplanetarios como algo ordinario y
corriente. Un día ocurrirá lo mismo con los auté'nti-eos viajes espaciales.
También podría mencionarte objetivos en otros campos que podrían resultar
deseables. Hay muchos terrenos de la investigación en los que nos hemos
detenido por completo sólo porque hay gente que, como tú, está satisfecha con lo
que ya ha conseguido.
—¿Y por qué no?
Peyton agitó lós brazos como si quisiera abarcar con ellos el estudio.
—¡Habla en serio, padre! ¡Te has sentido alguna vez totalmente satisfecho con
algo de lo que has hecho? ¿Verdad que no? Sólo los animales pueden sentirse
contentos con su obra.
El artista se echó a reír con aire compasivo.
—Tal vez tengas razón. Pero eso no afecta en nada mi argumentación. Sigo
pensando que estás desperdiciando tu vida. Y lo mismo piensa el abuelo...
Se quedó mirando a su hijo con aire un tanto embarazado.
—La verdad es que creo que el abuelo va a venir a la Tierra especialmente para
verte — le informó.
Peyton hijo se le quedó mirando alarmado.
—Óyeme, padre, ya te he dicho lo que pienso. No quiero te—, ner que repetirlo
de nuevo. Porque ni el abuelo ni todo el Consejo Mundial serán capaces de
hacerme cambiar de modo de pensar.
Fue una declaración rotunda y Peyton se preguntó si realmente había deseado
que fuese así, si verdaderamente estaba expresando su opinión. Su padre estaba
a —punto de contestarle cuando una grave nota musical resonó en el estudio. Un
segundo después, una voz mecánica habló desde el aire.
—Su padre desea verle, señor Peyton.
Éste se quedó mirando a su hijo con aire de triunfo.
-Debí añadir que se hallaba ya en camino —dijo—. Pero ya conozco tu
costumbre de desaparecer cuando más se desea que te quedes.
El muchacho no respondió. Observó como su padre se dirigía hacia la puerta.
Sus labios esbozaron una sonrisa.
El único panel de glasita que ocupaba la pared frontal del estudio estaba
abierto y el joven Peyton se dirigió a la terraza. A cuatro kilómetros por debajo de
él, el gran cinturón de cemento del aparcamiento brillaba Blanquecinamente bajo
el sol, excepto donde estaba manchado por las sombras de las naves aparcadas.
Peyton volvió la vista a la habitación. Estaba completamente vacía aunque, sin
embargo, podía oír la voz de su padre que llegaba por la puerta abierta. No esperó
más. Colocó su mano en la balaustrada de la terraza y saltó al espacio.
Treinta segundos más tarde las dos figuras entraron en el estudio y dirigieron
una mirada sorprendida a su entorno. Él, Richard Peyton, que no necesitaba un
número de orden, era un hombre que podría haber sido tomado por sexagenario,
aunque su edad era tres veces superior.
Vestía la túnica púrpura que sólo podían llevar veinte hombres en toda la
Tierra, y poco más de un centenar en todo el Sistema Solar. Parecía irradiar
autoridad. A su lado, incluso su hijo, famoso y seguro de sí mismo, resultaba
insignificante e inconsecuente.
—Bueno, ¿dónde se ha metido?
—¡Que Dios le confunda! Se ha ido por la ventana. Al menos podremos decirle
lo que pensamos de él.
Disgustado, Richard Peyton II manipuló en su muñeca y marcó un número de
ocho cifras en su intercomunicador personal.
La respuesta llegó casi de inmediato.
Una voz clara, impersonal, automática, comenzó a repetir
ininterrumpidamente:
—¡Mi amo está durmiendo! ¡Por favor, no le molesten! ¡Mi amo está
durmiendo! ¡Por favor, no le molesten!...
Con aire de disgusto y una exclamación adecuada, Richard Peyton II
desconectó su intercomunicador y se volvió a su padre. El anciano chasqueó la
lengua y seguidamente comentó:
—Bueno, al menos hemos de reconocer que piensa rápidamente. Nos ha
ganado por la mano. No podemos comunicarnos conél mientras no se le ocurra
apretar el botón de conexión de su comunicador personal. A mi edad, como
comprenderás, no voy a lanzarme a buscarlo por ahí.
Se produjo un momento de silencio y, seguidamente, los dos hombres
intercambiaron miradas de expresión diversa. Después, casi simultáneamente,
los dos se echaron a reír.
2. La Leyenda de COMARRE

PEYTON CAYÓ COMO UNA PIEDRA DURANTE UNOS DOS KILÓMETROS


antes de pulsar el neutralizados La velocidad del aire en su caída, aunque
dificultaba su respiración, le producía una sensación grata. Estaba cayendo a
menos de trescientos kilómetros por hora, pero la impresión de velocidad se veía
aumentada por el aparente crecer hacia arriba del gran edificio que se hallaba a
sólo unos metros de distancia.
La suave presión del desacelerador fue deteniendo su caída a unos doscientos
cincuenta metros del suelo. Se dirigió suavemente hasta la línea de aparatos
voladores aparcados al pie de la torre.
Su propio vehículo era un monoplaza, pequeño pero totalmente automático.
Al menos lo había sido cuando lo construyeron, unos tres siglos antes. Su actual
propietario había hecho en él algunas modificaciones ilegales, de manera que
ninguna otra persona en el mundo podría volar en él y vivir para contar la hazaña.
Peyton desconectó el cinturón neutralizador — un instrumento divertido, aun
cuando técnicamente pasado de moda, que seguía ofreciendo posibilidades
interesantes— y se colocó en la cabina de su máquina. Dos minutos más tarde las
torres de la ciudad parecieron esconderse bajo el borde del mundo y las Tierras
Salvajes pasaron por debajo a una velocidad de ocho mil kilómetros por hora.
Peyton puso rumbo al Oeste y casi inmediatamente se encontró sobre el
océano. No podía hacer otra cosa que esperar, puesto que la nave alcanzaría su
destino de manera automática. Se retrepó en el asiento de pilotaje,
sumergiéndose en sus amargos pensamientos y sintiéndose triste al pensar en sí
mismo. Estaba, realmente, mucho más disgustado de lo que se atrevía a admitir.
El hecho de que su familia no estuviera en condiciones de compartir su interés
por la técnica ya le había preocupado años antes. Pero la creciente oposición
familiar, que en esos momentos llegaba a su cénit, era realmente algo nuevo. Y se
sentía incapaz de comprenderlo.
Diez minutos después, un gran pilón de color blanquecino comenzó a emerger
del mar como la espada de Excalibur alzándose desde el interior del lago. La
ciudad conocida por el mundo como «Ciencia» y por sus más cínicos habitantes
como el «Campamento Bate», había sido construida ocho siglos antes sobre una
isla situada muy lejos de las grandes masas continentales y de las grandes islas.
Se había tratado de un gesto de independencia, simplemente, pues las últimas
trazas de nacionalismo habían desaparecido, borradas, en las más viejas edades.
Peyton hizo que su nave aparcara en el cinturón destinado a ello y, a pie, se
dirigió a la más próxima puerta de entrada. El rítmico resonar de las grandes olas
al romper sobre las rocas, a unos ochenta metros de distancia, era un sonido que
jamás dejaba de impresionarle.
Se detuvo por un momento junto a la entrada y aspiró una profunda bocanada
de aire fresco y salino mientras contemplaba las gaviotas y las aves migratorias
que revoloteaban en círculo sobre la torre. Venían usando ese trozo de tierra en
medio del océano como lugar de descanso desde los tiempos más remotos,
cuando todavía el hombre contemplaba la aurora con sus ojos desnudos y
asombrados preguntándose si se trataría del nacimiento de un dios.
La Oficina de Genética ocupaba unos cien pisos en las proximidades del centro
de la torre. Peyton había tardado, en su nave, apenas diez minutos en alcanzar la
Ciudad de la Ciencia. Y necesitó casi el mismo tiempo, una vez en ella, para
localizar al hombre que andaba buscando en todos aquellos kilómetros cúbicos
de oficinas y laboratorios.
Alan Herison II seguía siendo uno de los amigos más íntimos de Peyton, aun
cuando había dejado la Universidad de Antártida dos años antes que él y se había
dedicado al estudio de las ciencias biogenéticas en vez de la ingeniería. Cuando
Peyton tenía problemas, cosa no demasiado infrecuente, hallaba en la calma y el
sentido común de su amigo un poderoso tranquilizante. Resultaba natural para
él, en tales casos, volar hasta «Ciencia». En este caso, además, había una razón
especial:
Henson le había dirigido una llamada urgente el día anterior.
El biogenético se sintió satisfecho y aliviado cuando vio a Peyton, pero en su
saludo de bienvenida se notaba una extraña corriente de nerviosismo.
—Me alegro de que hayas venido. Tengo algunas noticias que creo te pueden
interesar. Pero pareces preocupado, ¿de qué se trata?
Peyton le dijo lo que le ocurría, no sin cierta exageración. Henson guardó
silencio por un momento.
—¡Así que ya han comenzado su ofensiva! —dijo—. Desde luego era algo con lo
que debíamos haber contado desde el principio.
—¿Qué quieres decir? — le preguntó Peyton sorprendido.
El biólogo abrió un cajón, sacó un sobre cerrado y extrajo de él dos hojas de
plástico en las cuales había marcadas varios cientos de hendiduras paralelas de
distinta longitud. Le extendió una de las hojas.
—¿Sabes lo que es esto?
—Parece como un análisis del carácter.
—¡Cierto! Y da la casualidad que se trata del tuyo.
—Pero eso es ilegal, ¿no es así?
—No te preocupes por ello. La clave va impresa en la parte baja de la hoja y
abarca de «Apreciación Estética» a «Imaginación». La última columna indica tu
«Coeficiente de Inteligencia». No dejes que se te suba a la cabeza.
Peyton estudió la ficha con atención, y tras haberlo hecho, suspiró ligeramente.
—No comprendo cómo sabes todo esto.
—No importa —frunció el ceño Henson—. Ahora observa este análisis.
Le extendió la segunda hoja a su amigo.
—Pero si es el mismo...
—No exactamente, pero sí muy parecido.
—¿De quién es?
Henson se echó hacia atrás en su asiento y comenzó a hablar como si midiera
sus palabras con el mayor cuidado.
—Este análisis, Dick, pertenece a uno de tus antepasados, veintidós
generaciones anterior a ti, en la línea masculina directa... el gran Rolf Thordarsen.
Peyton saltó como un cohete.
—¡¿Qué?! —gritó.
—No hace falta que me derrumbes la oficina. En el caso de que alguien viniera
haremos como si estuviéramos hablando de nuestros viejos tiempos en la Uni.
—Pero... ¡Thordarsen!
—Bueno, si nos adentramos lo suficiente en el tiempo, todos nosotros
tendremos antepasados igualmente ilustres. Ahora ya comprenderás por qué tu
abuelo te tiene miedo.
—Ha tardado mucho en demostrarlo. Demasiado. Prácticamente, yo he
terminado ya mi preparación y entrenamiento.
—Debes agradecérnoslo a nosotros. Normalmente, nuestros análisis sólo
retroceden diez generaciones, veinte como máximo en algunos casos. Se trata de
un trabajo enorme, apabullador. Son cientos de millones de fichas las que existen
en la Biblioteca de la Herencia, una de cada uno de los hombres y mujeres que
han vivido desde el sigloXXIII. En este cago concreto, la coincidencia fue
descubierta de modo casi accidental hace algo así como un mes.
—¡Entonces fue cuando comenzaron los problemas y ésta es la razón! Pero aún
no acabo de comprender bien qué significa todo este asunto.
—Exactamente, Dick, ¿qué es lo que sabes sobre tu distinguido antepasado?
—Supongo que no mucho más que cualquier otro. Ciertamente, no sé cómo y
por qué desapareció, si es eso lo que quieres decir. ¿Abandonó la Tierra?
—No. Dejó el mundo, si quieres expresarlo así, pero nunca abandonó la Tierra.
Son muy pocas las personas que lo saben, Dick, pero fue Rolf Thordarsen el
hombre que construyó Comarre.
¡¡¡Comarre!!!
Peyton respiró la palabra entre sus labios semiabiertos saboreando su
significado y su exotismo. ¡Con que había existido al fin y al cabo! Incluso hubo
gente que lo había negado sistemáticamente.
Henson siguió hablando.
—Supongo que no sabrás muchas cosas sobre los Decadentes. Los libros de
Historia han sido editados cuidadosamente y han tratado de eliminar al máximo
la cuestión. Pero la historia de Comarre está ligada con el final de la Segunda Era
Electrónica...

***

A treinta y cinco mil kilómetros por encima de la superficie de la Tierra, la luna


artificial que servía de sede al Consejo Mundial, giraba en su órbita eterna. El
techo de la Cámara del Consejo estaba constituido por una inmaculada lámina de
crista— lita. Cuando los miembros del Consejo se hallaban reunidos en sesión,
parecía como si no hubiera nada entre ellos y el gran globo terráqueo que giraba
por debajo.
El simbolismo tenía un profundo significado. Entre los miembros del Consejo
no podía anidar ningún sentimiento localista. Era en aquel lugar, por encima de
todo, donde las mentes de los hombres debían producir sus obras cumbres.
Richard Peyton el Anciano había pasado su vida guiando los destinos de la
Tierra. Durante quinientos años, la raza humana había conocido paz y había
dispuesto de todo aquello que el arte o la ciencia podía ofrecerles. Los hombres
que gobernaban el planeta podían sentirse orgullosos de su obra!
Y, no obstante, el gran anciano estadista se sentía intranquilo, incómodo. Tal
vez los acontecimientos que se avecinaban dejaban ya caer su sombra prematura,
anticipándose a ellos. Quizá sentía, aun cuando sólo fuese con la parte
subconsciente de su mente, que esos cinco siglos de tranquilidad estaban
dirigiéndose a su fin.
Peyton el Anciano conectó su máquina de escribir automática y comenzó a
dictar.

Peyton III sabía que la Primera Era Electrónica había comenzado en 1908,
hacía ya más de once siglos, con la invención del triodo por De Forest‹a
type="note" l:href="#nota3"›[3]‹/a›. Ese mismo siglo fabuloso había conocido la
formación del Estado Mundial, el invento del aeroplano, de las naves espaciales,
de la energía atómica, así como de la mayor parte de los dispositivos y
mecanismos termiónicos fundamentales que habían hecho posible la civilización
que conocía.
La Segunda Era Electrónica había llegado cinco siglos después. Su llegada no
se debió a los físicos, sino a los médicos y a los sicólogos. Durante casi quinientos
años, habían venido registrando las corrientes eléctricas que fluyen en el cerebro
durante el proceso del pensamiento. El análisis había resultado sumamente
complejo, pero pudo ser completado después de generaciones de investigación y
esfuerzos. Una vez que ese análisis estuvo completo, quedó abierto el camino para
la construcción de las primeras máquinas capaces de leer el cerebro humano.
Eso había sido sólo el principio. Una vez que el hombre hubo descubierto el
mecanismo de su propio cerebro pudo seguir avanzando. Pudo reproducirlo
utilizando transistores y circuitos cerrados en vez de células.
Hacia finales del siglo XXV se construyeron las primeras máquinas pensantes.
Eran bastante rudas y se requería casi cien metros cuadrados de equipo para
realizar el trabajo de un centímetro cúbico de cerebro humano. Pero una vez que
se dio el primer paso, no hubo de transcurrir mucho tiempo para que el cerebro
mecánico fuera perfeccionado y empleado comúnmente.
Estos cerebros mecánicos podían realizar los grados más humildes de trabajo
intelectual, pero estaban faltos de esas características humanas que son la
iniciativa, la intuición y todas las emociones. Sin embargo, en circunstancias
normales, no sujetas a variaciones frecuentes, sus limitaciones no significaban un
obstáculo importante y estos cerebros podían realizar todo lo que podía hacer el
hombre.
La llegada de los cerebros metálicos produjo una de las mayores crisis que
jamás conociera la civilización humana. Aun cuando los hombres tenían que
seguir realizando las más altas obligaciones y gestiones de la dirección política y
estatal, así como de control de la sociedad, la inmensa rutina de la administración
y la burocracia pasó a manos de los robots. Por fin el hombre había logrado la
libertad. Ya no tenía que seguir ocupando su cerebro en planear las complejas
operaciones del transporte ni en decidir programas de producción ni en hacer el
balance de los más difíciles problemas económicos p presupuestarios. Las
máquinas, que muchos siglos antes se habían hecho cargo de todo el trabajo
manual, estaban ya en condiciones de realizar la segunda de sus grandes
contribuciones a la sociedad.
El efecto que esta evolución causó en el cerebro humano fue inmenso y el
hombre reaccionó ante la nueva situación de dos maneras distintas. Los hubo que
utilizaron esa nueva posibilidad de libertad, recién descubierta, noblemente para
la consecución de los objetivos que desde siempre habían atraído a las mentes
más elevadas: la búsqueda de la belleza y la verdad, aún tan elusiva y fugaz como
lo fuese en los tiempos en que se construyó la Acrópolis.
Pero hubo otros que reaccionaron de manera distinta. Por fin, pensaron, nos
hemos librado para siempre de la maldición de Adán. Ahora podemos construir
ciudades en las que las máquinas se ocuparán de hacer todo el trabajo, de cubrir
todas nuestras necesidades tan pronto como éstas entren en nuestras mentes,
cuando los analizadores puedan leer incluso los deseos más profundamente
enterrados en nuestro subconsciente. El objeto de la vida no es otro que el placer
y la felicidad. El hombre se ha ganado este derecho. Estamos cansados de la
interminable lucha en busca del conocimiento y de ese ciego deseo de cruzar el
espacio para alcanzar las estrellas.
Éste había sido el viejo sueño de los Comedores de Loto, un sueño tan viejo
como la propia humanidad. Y ahora, por vez primera, podía realizarse. Durante
algún tiempo no hubo muchos que lo compartieran. Las llamas del Segundo
Renacimiento aún no habían comenzado a vacilar y apagarse. Pero a medida que
fueron pasando los años, los Decadentes fueron imponiendo más y más su
manera de pensar. En lugares ocultos de los planetas interiores construyeron las
ciudades de sus sueños.
Durante un siglo florecieron como raras plantas exóticas hasta que el fervor,
casi religioso, que había inspirado sus construcciones, murió. Se prolongó su
existencia en declive durante una generación más. Después, una tras otra, esas
ciudades se borraron del conocimiento humano. Al morir, los últimos Decadentes
dejaron tras sí una serie de fábulas y leyendas que habían ido aumentando con el
transcurrir de los siglos.
Según la leyenda, una de esas ciudades había sido construida en la Tierra y
sobre ella existían misterios que el mundo externo jamás había llegado a resolver.
Por razones propias,— sólo de él conocidas, el Consejo Mundial había destruido
todo conocimiento relacionado con ese lugar. Su situación era un misterio.
Algunos decían que se encontraban en los vastos desiertos del Ártico; otros que
se hallaba oculta en el lecho del fondo del Pacífico. Con certeza, no se sabía nada
de ella, excepto su nombre: Comarre.

***

Henson hizo una pausa en su relato y después continuó explicándole a su


amigo:
—Hasta ahora no te he dicho nada nuevo, nada que no sea de todos conocido.
El resto de la historia es un secreto que sólo conoce el Consejo Mundial y, tal vez,
cien personas en toda la Ciudad de la Ciencia.
»Rolf Thordarsen, como sabes, fue el mayor genio de la mecánica y la
ingeniería que el mundo jamás conoció. Ni siquiera Edison puede compararse
con él. Fue Thordarsen quien estableció los fundamentos de la ingeniería de los
robots y quien construyó las primeras máquinas pensantes.
«Sus laboratorios fueron produciendo una corriente brillantísima de inventos
durante más de veinte años. Después, de repente, Thordarsen desapareció. La
leyenda dice que trató de alcanzar las estrellas. Pero lo que realmente sucedió fue
lo siguiente:
«Thordarsen creía que sus robots, las máquinas que aún siguen rigiendo
nuestra civilización, se hallaban sólo en el comienzo de su desarrollo. Se dirigió
al Consejo Mundial con ciertas propuestas que hubieran cambiado la faz de la
sociedad;: humana. No sabemos cuáles serían esas propuestas, pero Thordarsen
opinaba que si no se aceptaban nuestra raza estaba condenada a entrar en un
callejón sin salida... y muchos de nosotros creemos que eso es lo que ha ocurrido.
»El Consejo Mundial mostró violentamente su disconformidad con las ideas
de Thordarsen, Debes comprender que en esos días los robots estaban
comenzando a integrarse en la civilización y que la estabilidad del mundo se
estaba reinstaurando lentamente. Esa misma estabilidad que se ha mantenido
durante quinientos años.
«Thordarsen se mostró amargamente decepcionado. Con la capacidad de
atracción que los Decadentes tenían para el genio, entraron en contacto con él y
lo persuadieron para que se uniera a ellos y renunciara al mundo. Creían que él
era el único hombre capaz de realizar plenamente sus sueños.
—¿Y Thordarsen aceptó? — preguntó Peyton.
—Nadie lo sabe. Pero Comarre fue construida... ¡esto al menos es cierto!
Nosotros sabemos dónde se halla y también lo sabe el Consejo Mundial. Hay
ciertas cosas que no pueden ser conservadas para siempre en secreto.
«Eso es verdad», pensó Peyton. Aún en la actualidad había gente que
desaparecía y se afirmaba que habían partido en busca de la ciudad soñada. La
frase «se ha ido a Comarre» se había convertido en una locución corriente en el
idioma, significando que la persona a quien se le aplicaba estaba casi olvidada sin
que nadie supiera dónde.
Henson se adelantó un poco hasta inclinarse sobre la mesa y siguió hablando
cada vez con mayor seriedad.
—Ésta es la parte más extraña de todo el asunto: el Consejo Mundial podría
destruir Comarre pero no desea hacerlo. La creencia de que Comarre existe ejerce
una influencia estabilizadora sobre nuestra sociedad. Pese a todos nuestros
esfuerzos aún sigue habiendo sicópatas entre nosotros. No resulta muy difícil,
una vez sometidos a hipnosis, poner en sus mentes la idea de Comarre y el deseo
de buscarla. Quizá jamás lleguen a encontrarla, pero la tarea de su búsqueda los
hace inofensivos.
»En los primeros días —continuó— que siguieron a la fundación de la ciudad,
el Consejo Mundial mandó sus agentes a Comarre. Ninguno de ellos regresó. Y
no se trataba de que se ejerciera sobre ellos violencia de ningún tipo, sino,
simplemente, que no deseaban regresar. Lo sé con toda certeza, definitivamente,
porque varios de ellos enviaron algunos mensajes aclarando las cosas. Supongo
que los Decadentes se dieron cuenta de que el Consejo Mundial destruiría su
ciudad si sus agentes eran retenidos a la fuerza. He visto algunos de esos escritos.
Son extraordinarios. Sólo hay una palabra adecuada: exaltados. Dick, sin duda
hay algo en Comarre que hace que un hombre; cualquier hombre, pueda olvidar
a su familia, a sus amigos, a todo el mundo exterior... ¡Todo! Trata de imaginar
qué podré ser. Sólo puede significar una cosa: la felicidad.
»Más tarde —concluyó Henson—, cuando se supo con certeza que no quedaba
con vida ningún Decadente, el Consejo lo intentó de nuevo. Y lo siguió intentando
hasta hace cincuenta años. Pero, que sepamos, nadie ha regresado de Comarre.
Mientras Richard Peyton hablaba, el robot agrupaba los so—: nidos en
conjuntos fonemáticos, insertaba la puntuación adecuada y, de manera
automática, llevaba el dictado a la ficha electrónica correspondiente en que debía
ser archivado.
«Copia para el Presidente y mi archivo personal.
»Su memorándum del 22 y nuestra conversación de esta mañana.
»He visto a mi hijo, pero R. P. III se me escapó. Está completamente decidido
y sólo conseguiremos causar daño si tratamos de ejercer coerción sobre él.
Thordarsen debió habernos enseñado la lección.
»Mi opinión es que debemos ganarnos su gratitud ofreciéndole cuanta
asistencia precise. De ese modo podremos mantener su investigación dentro de
márgenes de seguridad. En tanto que no descubra que R. T. fue su antepasado,
posiblemente no habrá peligro. Pese a la similitud de caracteres parece poco
probable que trate de repetir la obra de R. T.
»Sobre todo, debemos asegurarnos de que jamás, logre loca— lizar o visitar
Comarre. Si ocurriera así nadie puede vaticinar las consecuencias.»
Henson detuvo su narración, pero su amigo no dijo nada en absoluto. Estaba
demasiado excitado para interrumpirlo, y en vista de ello el otro continuó:
—Esto nos lleva a la época actual, a estos días y a ti. El Consejo Mundial
descubrió tu herencia, Dick, hace un mes. Ahora sentimos habérselo dicho.
Genéticamente eres una reencarnación de Thordarsen en el puro sentido
científico de la, palabra.
Se ha producido uno de los más extraños fenómenos de la naturaleza, como
suele ocurrir en algunas pocas familias cada varios siglos.
»Tú, Dick —siguió Henson—, podrías llevar a cabo la obra que Thordarsen se
vio obligado á dejar, cualquiera que ésta fuese. Tal vez su trabajo se ha perdido
para siempre, pero si existe algún rastro de él, el secreto está en Comarre. El
Consejo Mundial lo sabe así. Ésa es la razón por la que trata de apartarte de tu
destino. No debes enojarte por ello. En el Consejo están algunas de las mentes
más nobles que— la raza humana ha producido jamás. No te causarán daño y
ninguno de ellos intentará violencia alguna. Pero se encuentran apasionadamente
decididos a conservar las presentes estructuras de la sociedad que creen la mejor
de todas.
Lentamente Peyton se puso de pie. Por un momento pareció como si fuese un
observador neutral, exterior, que observara lo que le estaba ocurriendo a un
personaje llamado Richard Peyton III, que ni siquiera era ya un hombre, sino un
símbolo, una de las claves del futuro del mundo. Tuvo que hacer un fuerte
esfuerzo mental para volver a identificarse consigo mismo.
Su amigo le había estado observando en silencio.
—Hay algo que no me has dicho, Alan —habló por fin Peyton—, ¿cómo has
llegado a saber todo esto?
Henson sonrió.
—Ya estaba esperando esa pregunta. Sólo soy un instrumento elegido por el
hecho de que soy amigo tuyo. No puedo decirte quiénes son los otros que me han
elegido como portavoz, ni siquiera a ti. Pero entre ellos se cuentan un buen
número de científicos que— cuentan con tu admiración. Como sabes, siempre
existió.cierta rivalidad entre el Consejo y los científicos a su servicio y en los
últimos años, nuestros puntos de vista se han venido separando cada vez más.
Muchos de nosotros creemos que la presente Era, que el Consejo cree va a durar
para siempre, es sólo un interregnum. Estamos convencidos de que este largo
período de estabilidad será causa de decadencia. Los sicólogos y sociólogos del
Consejo están convencidos de que lograrán evitar que ocurra así.
Los ojos de Richard Peyton brillaron entusiasmados.
—¡Eso es justamente lp que yo vengo diciendo desde hace tiempo! ¿Puedo
unirme a vosotros?
—Más tarde. Antes hay mucho trabajo que hacer. Ya puedes ver que somos una
especie de revolucionarios. Debemos poner en marcha una o dos reacciones
sociales y, cuando hayamos' terminado, el peligro-de decadencia racial quedará
pospuesto por milenios. Tú, Dick, eres uno de nuestros catalizadores. Aunque no
el único, si me permites decirlo.
Hizo una pausa por unos momentos.
—Incluso si lo de Comarre no conduce a nada —prosiguió— tenemos otra carta
que podemos sacarnos de la manga en el momento necesario. En cincuenta años
estamos seguros de haber logrado perfeccionar los viajes interestelares.
—¡Por fin! —exclamó Peyton—. ¿Y qué haréis entonces?
—Presentaremos nuestros logros al Consejo y le diremos: «Bien, aquí lo
tienen... Ahora pueden ir a las estrellas. ¿No somos unos buenos chicos?» Y el
Consejo no tendrá más remedio que dedicarnos una sonrisa fingidamente amable
y comenzar a pensar en una nueva clase de civilización. Una vez que tengamos la
posibilidad de realizar viajes interestelares, volveremos a contar con una nueva
civilización en expansión y el peligro del estancamiento y decadencia quedará
aplazado indefinidamente.
—Confío en vivir para verlo-dijo Peyton—. Pero ahora, ¿qué es lo que queréis
que haga?
—Sólo esto: deseamos que vayas a Comarre para descubrir qué es lo que ocurre
allí. Creemos que tú puedes vencer donde otros han fracasado. Ya están hechos
todos los planes.
—¿Y dónde está Comarre? Henson se sonrió:
—Es muy sencillo, realmente. Sólo había un lugar donde pudiera estar... El
único lugar sobre el que no puede volar ningún avión, donde no vive nadie, donde
sólo puede irse a pie. Está en la Gran Reserva.
El anciano desconectó la máquina automática de escribir. Sobre él —o debajo,
indiferentemente— la Tierra, en su gran creciente, se destacaba entre las estrellas
lejanas. En su girar eterno, la pequeña luna artificial había entrado en la sombra
de la Tierra y así comenzaba su noche. Aquí y allá, la Tierra oscurecida, que ahora
estaba bajo ellos, comenzaba a mancharse con las brillantes luces de las ciudades.
La visión llenó de tristeza al anciano. Le recordó que también su vida se
encaminaba hacia el fin y su fin parecía profetizar el final de la cultura que
siempre había tratado de proteger. Quizá, al fin y al cabo, los jóvenes científicos
tenían razón. El largo descanso estaba llegando a su término y el mundo se
movería, muy pronto, hacia nuevos objetivos que él no podría contemplar.
3. El león salvaje

ERA YA DE NOCHE CUANDO LA NAVE DE PEYTON VOLABA CON RUMBO


occidental sobre el Océano índico. A simple vista no podía distinguirse nada
debajo, salvo la blanca línea de la espuma que dejaban las olas al chocar contra la
costa africana. Pero la pantalla de navegación le mostraba hasta el menor detalle
de lo que tenía por debajo. La noche, desde luego, ya había dejado de ofrecer
protección o salvaguarda y, sin embargo, ello aún significaba que ningún ojo
humano podía verlo a simple vista. En cuanto a los aparatos de vigilancia que
debían cuidarse de controlar cualquier vuelo... ¡bueno!, los demás se habían
ocupado de que en esa ocasión no sirvieran de nada, Al parecer, entre los
científicos que los manejaban había muchos que pensaban como Henson.
El proyecto había sido concebido con toda precisión. Los detalles habían sido
estudiados con todo cuidado, con amor casi, por gentes que habían gozado
haciéndolo. Debía posar su nave en el límite extremo del bosque, lo más cerca
posible de la barrera de fuerza.
Ni siquiera los más influyentes de sus desconocidos amigos podían
desconectar la barrera sin despertar sospechas. Por suerte, desde el límite de la
barrera hasta Comarre, a campo descubierto, sólo había unos treinta y cinco
kilómetros. Peyton tenía que terminar su viaje a pie.
Hubo un gran ruido de ramas rotas y desgajadas cuando la pequeña nave
volante se posó en el bosque invisible. Se había quedado sobre la quilla en una
posición escorada y Peyton apagó la débil luz de la cabina y miró por la ventanilla.
No pudo ver nada. Recordando las instrucciones recibidas no abrió la puerta. Se
puso todo lo cómodo que pudo para esperar la llegada del amanecer. Y se quedó
dormido.
Se despertó cuando un sol brillante llegó hasta sus ojos. Rápidamente se hizo
con el equipo que sus amigos le habían proporcionado, abrió la puerta de la
cabina y emprendió el camino por el bosque.
El lugar de aterrizaje había sido elegido cuidadosamente y no le resultó difícil
llegar hasta campo abierto unos cuantos metros más allá. Frente a él se
levantaban unas pequeñas colinas cubiertas de vegetación y, en algunos puntos,
se agrupaban los árboles. Era un día suave, aún en pleno verano y no lejos del
Ecuador. Ochocientos años de control climatológico y los grandes lagos
artificiales, que habían humedecido los desiertos, eran la causa de ello.
Casi por vez primera en su vida, Peyton estaba en contacto directo con la
naturaleza, con una naturaleza semejante a la que había existido antes de que el
hombre apareciera sobre la tierra. Y, sin embargo, no era el salvajismo de la
escena lo que le hacía encontrar raro todo aquello. Peyton jamás había conocido
el silencio. Siempre hubo en torno suyo el rumor de las máquinas o el lejano ruido
de los grandes vehículos interplanetarios de servicio público provinente de las
grandes alturas de la estratosfera.
Hasta allí no llegaba ninguno de esos ruidos, pues ningún aparato podía cruzar
la barrera de fuerza que rodeaba la Gran Reserva. Los únicos sonidos que llegaban
a los oídos de Peyton eran el rumor del viento y el zumbar de algunos insectos.
Para Richard Peyton aquel sonido resultaba insoportable e hizo lo que hubiese
hecho cualquier otro hombre de su tiempo. Apretó el botón de su radio y
seleccionó una banda que emitía música de fondo.
Así, kilómetro tras kilómetro, Peyton caminó por el suelo ondulado que
formaba la gran Barrera, la mayor zona de territorio natural que aún se
conservaba en la superficie del globo. El caminar no resultaba fatigoso en
absoluto puesto que el neutralizador que formaba parte de su equipo reducía su
peso casi a nada. Llevaba consigo esa música relajante que había formado parte
de la vida del hombre casi desde que se descubrió la Radio. Aun cuando no tenía
que hacer otra cosa que girar un dial para entrar en contacto con quien deseara
en el planeta, quiso pensar, sinceramente, que se hallaba solo, aislado de todo y
de todos, en pleno corazón de la naturaleza. Por un momento sintió todas las
emociones que debieron experimentar Stanley o Livingstone cuando por primera
vez penetraron en ese mismo territorio virgen hacía más de mil años.
Afortunadamente, Peyton era un buen caminante y andaba de prisa, así que
para mediodía ya había recorrido la mitad del camino que le separaba de su
destino. Descansó un rato para tomar su comida de mediodía en un pequeño
bosquecillo de coniferas importadas de Marte, que habrían causado la mayor
sorpresa y consternación a un explorador de los viejos tiempos. En su ignorancia
de las cosas de la naturaleza, Peyton no se sorprendió lo más mínimo.
Estaba recogiendo sus latas vacías cuando se dio cuenta de que un objeto se
movía rápidamente sobre la llanura en dirección al lugar donde él se encontraba.
Lo que quiera que fuese estaba demasiado lejos para ser identificado. Esperó
hasta que «aquello» estuviera más cerca de él para levantarse y echarle un vistazo.
Hasta ese momento no había visto ningún animal — aunque ellos sí le habían
visto a él— durante su marcha por la reserva. Así que se quedó mirando con
interés al recién llegado.
Peyton jamás había visto un león con anterioridad, pero no tuvo la menor
dificultad en identificar a la magnífica fiera que se dirigía corriendo hacia él. Dice
mucho en su favor el que sólo dirigiera una mirada a las ramas de los árboles
próximos. Y decidió quedarse en el suelo, firmemente.
Sabía que ya no quedaban en el mundo animales realmente peligrosos. La Gran
Reserva era algo así como una mezcla entre un extenso laboratorio biológico y un
parque nacional visitado anualmente por miles de personas. Se daba por
garantizado que si uno no molestaba a los habitantes salvajes de la reserva, éstos
tampoco le molestarían a uno. Y, en términos generaba, el acuerdo funcionaba
perfectamente.
Ciertamente el animal parecía ansioso por mostrarse amistoso. Una vez que
estuvo al lado de Peyton comenzó a rozarse cariñosamente contra el costado del
viajero, como si fuese un gran gato manso. Cuando Peyton se puso en pie de
nuevo, el león pareció interesarse grandemente por las latas vacías que habían
coatenido la comida. Y le miró con una expresión de petición irresistible.
Peyton se sonrió para sí, abrió una nueva lata de comida y, cuidadosamente,
puso su contenido sobre una piedra plana que había en las proximidades. El león
saboreó la comida con satisfacción. Mientras el animal comía, Peyton hojeó el
índice de la guía oficial que sus desconocidos amigos habían puesto a su
disposición dando muestras, con ello, de la atención que habían puesto en la
planificación minuciosa de su viaje. Había varias páginas que trataban de leones,
con fotografías para que pudieran ser identificados por los visitantes
extraterrestres. Un milenio de crianza científica había mejorado muchísimo al
Rey de las Fieras. En el último siglo apenas si una docena de personas habían sido
devoradas por los leones: en diez de los casos, la encuesta llevada a cabo por las
autoridades competentes había liberado a los animales de toda culpa y, en los
otros dos casos, su culpabilidad «no pudo ser probada».
Pero el libro no decía nada sobre leones cuya compañía no se deseaba ni de los
medios a emplear para librarse de ellos. Y tampoco decía que estos'animales
fuesen, normalmente, tan amistosos como este caso en particular.
Peyton no era un hombre especialmente observador y, tal vez por eso, tardó
bastante tiempo en darse cuenta de la pulsera metálica que rodeaba la mano
derecha del león. Llevaba una serie de letras, seguidas del sello oficial de la
Reserva.
No se trataba de un animal salvaje y lo más probable era que se hubiera pasado
la mayor parte de su juventud entre los hombres. Posiblemente era uno de
aquellos superleones que habían sido criados por los biólogos en sus intentos de
mejorar la raza. Algunos de ellos eran casi tan inteligentes como perros, a creer
el informe que Peyton acababa de leer en su guía.
Se dio cuenta, muy pronto, de que el león podía entender bastantes palabras,
en especial las relacionadas con la comida. Incluso para esa época era una fiera
espléndida, casi treinta centímetros más alta que sus piojosos antepasados de
diez siglos antes.
Cuando Peyton se puso en marcha para continuar su camino, el león marchó a
su lado, al trote. El joven dudaba sobre si la amistad del león valía más de una
libra de carne sintética, pero se hallaba satisfecho de tener alguien con quien
hablar... Y más todavía si este alguien era uno que no hacía el menor intento de
contradecirle. Después de pensar un rato sobre el tema decidió que «Leo» podría
ser un buen nombre para su nuevo amigo.
Peyton llevaba andados unos cientos de metros cuando de repente, delante de
él, cruzó el aire un brillante relámpago. Aunque de inmediato se dio cuenta de
qué se trataba, se sintió momentáneamente aturdido y se detuvo cegado por la
luz. Leo había emprendido una huida precipitada y se había perdido de vista.
Peyton pensó que, en caso de apuro, aquel animal no le sería de mucha ayuda.
Pero muy pronto se vería en la necesidad de cambiar su juicio.
Cuando sus ojos se recobraron del deslumbramiento, Peyton vio ante él un
aviso multicolor en letras de fuego que flotaba en el aire, y leyó:

¡ATENCIÓN!
¡SE ESTA USTED APROXIMANDO A UNA ZONA RESTRINGIDA!
¡DÉ LA VUELTA!
Por Orden,
El Consejo Mundial Reunido

Peyton contempló el aviso pensativamente durante unos instantes.


Seguidamente dirigió la vista en torno suyo en busca del proyector. Estaba én el
interior de una caja de metal no muy bien oculta a un lado del camino.
Rápidamente abrió la caja con una de las llaves maestras que un directivo de la
Comisión de Electrónica le había entregado cuando consiguió su primer título
académico.
Después de unos minutos de estudio del aparato, dejó escapar un suspiro de
alivio. El proyector era simplemente un aparato que operaba automáticamente, y
cualquier persona o animal que se acercara por la carretera podría ponerlo en
acción. Había una cámara fotográfica registradora, desconectada, cosa que no
causó extrañeza a Peyton puesto que cualquier animal que pasara por allí podía
hacer funcionar el instrumento y seguramente a nadie le interesaba una colección
de fotografías de animales. Pero para él eso significaba una suerte. Nadie sabría
nunca que Richard Peyton había pasado por allí.
Llamó a gritos a Leo que se aproximó lentamente con aire de sentirse
avergonzado por su anterior cobardía. El cartel avisador había desaparecido del
cielo y Peyton mantuvo el aparato desconectado por unos instantes para evitar
que volviera a accionarse de nuevo, al paso del león. Después cerró la caja y
continuó la marcha preguntándose qué era lo que iba a ocurrir seguidamente.
Apenas llevaba andados cien metros cuando una voz, que parecía no provenir
de ninguna parte, comenzó a amonestarle severamente. No le decía nada nuevo,
pero le amenazaba con una serie de pequeñas sanciones, algunas de las cuales no
le eran totalmente desconocidas.
Resultaba divertido observarla expresión de asombro y desconcierto de Leo
tratando de descubrir la fuente de origen de la voz. Una vez más Peyton buscó el
aparato que hacía surgir la voz y lo controló antes de seguir adelante. Pensó que
sería más práctico abandonar la carretera por completo, pues existía la
posibilidad de que más adelante hubiese aparatos automáticos de registro.
No sin dificultad consiguió que Leo siguiera caminando por la senda metálica
mientrasél marchaba al lado dé ésta sobre el suelo húmedo. En el siguiente medio
kilómetro el león puso en acción dos nuevos aparatos de alarma. El último de ellos
parecía destinado a persuadir a cualquiera de que continuar por allí resultaba
peligroso. Decía simplemente:

¡CUIDADO CON LOS LEONES SALVAJES!

Peyton miró a Leo y se echó a reír. Leo no podía entender la causa de su euforia,
pero pareció compartirla. Dejaron tras ellos el flotante aviso que poco después se
desvaneció con un último destello.
Peyton se preguntó cuál podía ser la razón de todos aquellos avisos.
Posiblemente estaban destinados a asustar a un viajero extraviado
accidentalmente. Aquellos que sabían a dónde se dirigían difícilmente iban a
dejarse intimidar por ellos.
La carretera daba de repente un giro de noventa grados... ¡Y allí, frente a él,
estaba Comarre! Resultó sorprendente que algo que ya esperaba pudiera causarle
tal impresión. Delante de él había un extenso calvero en el centro de la jungla,
medio cubierto por estructuras metálicas.
La ciudad tenía la forma de un cono formado por varias terrazas y de una altura
de unos seiscientos metros y un diámetro doble en la base. Peyton no podía
suponer hasta qué profundidad se extendía la ciudad en la jungla. Se sintió
abrumado por la altura, el tamaño y la extraña forma del enorme edificio.
Después, lentamente, se dirigió hacia él.
Como una fiera carnívora encogida en su cubil, la ciudad parecía estar al
acecho. Aun cuando sus visitantes eran muy escasos estaba dispuesta a recibirlos
fuesen quienes fuesen. Algunas veces daban la vuelta al primer aviso, otras al
segundo. Sólo unos pocos habían alcanzado. la propia entrada antes de que fallara
su resolución. Pero la mayoría, después de haber llegado tan lejos tenían la
suficiente fuerza de voluntad para penetrar en ella.
Peyton alcanzó la escalera de mármol que conducía a la pared metálica de la
torre y al curioso agujero negro que parecía ser la única entrada. Leo trotaba
rápidamente a su lado sin aparentar la menor extrañeza por lo exótico del
ambiente que lo rodeaba.
El joven se detuvo al pie de la escalera y marcó un número en el dial de su radio
comunicador personal. Esperó hasta recibir el tono que le indicaba que habían
recogido su llamada y habló lentamente cerca del micrófono:
—La mosca está entrando en el salón.
Repitió el mensaje por dos veces sintiéndose un tanto ridículo. Alguien, pensó,
tenía un extraño sentido del humor.
No hubo respuesta tal y como convinieron. Pero no terna la menor duda de que
su mensaje había sido recibido, probablemente en algún laboratorio de la Ciudad
de la Ciencia, dado que el número que había marcado tenía el prefijo
correspondiente al Hemisferio Occidental.
Peyton abrió la lata de carne más grande y la extendió sobre el mármol de la
escalera. Metió sus dedos entre la melena del león y jugó con ella cariñosamente.
—Creo que tendrás que quedarte aquí, Leo —dijo—. Quizá me quede dentro
mucho tiempo, así que es mejor que no intentes seguirme.
Al final de la escalera se volvió para mirar atrás y observó con alivio que el león
no había demostrado la menor intención de seguirlo sino que se había sentado
sobre sus cuartos traseros y lo contemplaba patéticamente. Peyton le hizo un
gesto de saludo con la mano y continuó su camino.
No había puerta en la curvada pared metálica, sino simplemente un agujero
negro. Esto resultaba sorprendente y Peyton se preguntó de qué modo esperaban
los constructores impedir que los animales entraran. De pronto vio algo en la
abertura que le llamó la atención.
Era demasiado negra. Aun cuando la pared estaba a la som— bra, esto no era
razón suficiente para que la entrada fuese tan negra. Tomó una moneda de su
bolsillo y la lanzó por la abertura. El sonido de la caída lo tranquilizó y dio unos
pasos adelante.

***

Los circuitos discriminadores, delicadamente ajustados, habían ignorado la


moneda como habrían ignorado a todos los animales que entraran en el oscuro
portal. Pero la presencia de una mente humana había sido suficiente para activar
los relays. Durante una fracción de segundo la pantalla electrónica que Peyton
estaba cruzando, se movió impulsada por una determinada energía.
Seguidamente quedó de nuevo inerte.

***

A Peyton le pareció que sus pies tardaban mucho en llegar al suelo, pero eso
no le preocupó en ningún momento o, al menos, no fue su mayor causa de
preocupación. Tampoco fue motivo de asombro. Su mayor sorpresa fue empero
la transición instantánea desde la más profunda oscuridad a la luz repentina, del
calor un tanto opresivo de la jungla a una temperatura que, en comparación con
ese calor, casi parecía fría. El cambio fue tan brusco, tan rápido, que le dejó sin
aliento. Lleno de una sensación de claro malestar se volvió hacia el arco por donde
acababa de entrar.
Pero la entrada ya no estaba allí. Realmente nunca había estado allí. Peyton se
encontraba de pie en una especie de estrado metálico en el centro exacto de una
amplia estancia circular con una docena de arcadas puntiagudas distribuidas en
torno a la circunferencia. Podía haber penetrado en aquella sala por cualquiera
de ellas... de no ser porque todas ellas estaban como a unos treinta metros de
distancia del lugar donde él se encontraba en aquellos momentos, encima de la
tarima metálica.
Durante un momento, Peyton se sintió invadido por el miedo. Sintió que el
corazón le latía precipitadamente y advirtió que algo raro le estaba sucediendo en
las piernas.
Se sintió muy solo, se sentó en el estrado y comenzó a considerar lógicamente
la situación.
4. El signo de la amapola

ALGO LE HABÍA TRANSPORTADO INSTANTÁNEAMENTE DESDE LA negra


abertura de entrada hasta el centro de la habitación. Sólo podía haber dos
explicaciones para ello, ambas igualmente fantásticas. O bien había algo extraño
en las leyes del espacio en el interior de Comarre, o bien sus constructores habían
logrado dominar el secreto de la transmisión de la materia.
Desde que el hombre aprendió a enviar sonidos e imágenes por medio de
ondas, venía soñándose en transmitir la materia por el mismo medio. Peyton
observó el estrado sobre el que se hallaba. Era fácil que contuviera algún equipo
electrónico; sobre él, en el techo, podía verse una extraña protuberancia.
De cualquier modo que aquello funcionara, no podía imaginarse un medio
mejor para ignorar a los visitantes no deseados. Con gran rapidez bajó del
estrado. No era precisamente un lugar donde le gustara permanecer.
Le molestó enormemente darse cuenta de que no tenía posibilidad alguna de
salir de allí sin la cooperación del mecanismo que le había hecho entrar. Pero
decidió no preocuparse de más de una cosa a la vez. Cuando hubiera acabado su
exploración posiblemente estaría en condiciones de conocer éste y otros secretos
de Comarre.
No se sentía excesivamente preocupado. Entre él y los constructores de la
ciudad existían cinco siglos de investigación a su favor. Pese a todo, tal vez
encontrara cosas que eran nuevas para él, cosas que no podían ser inesperadas ni
sorprendentes. No podía haber allí nada que él no fuese capaz de comprender.
Eligió una de las salidas del muro circular y comenzó la exploración de la ciudad.

***

Las máquinas y mecanismos estaban vigilando en espera de su oportunidad.


Habían sido construidos para cumplir un propósito y, ciegamente, firmemente,
realizaban la misión que les había sido encomendada. Hacía ya mucho tiempo
que habían llevado la paz del olvido a las fatigadas mentes de sus constructores.
Una paz y un olvido que podían trasladar a cualquiera que entrase en la ciudad
de Comarre.
Los instrumentos habían comenzado ya a realizar sus análisis tan pronto como
Peyton abandonó la selva para dirigirse a la ciudad. La disección de una mente
humana con todos sus temores, sus esperanzas y deseos, no era una tarea
fácil.que pudiera realizarse rápidamente. Los sintetizadores tardarían todavía
horas en comenzar sus operaciones.
Hasta entonces el visitante podía.entretenerse mientras se le preparaba el
recibimiento que se creyera oportuno.
El elusivo visitante le causó muchas molestias al pequeño robot hasta que
finalmente pudo localizarlo, pues Peyton se fue moviendo con mucha rapidez de
una habitación a otra en el curso de su exploración de la ciudad. En esos
momentos la máquina se detuvo en el centro de una pequeña habitación circular
rodeada de contactos magnéticos e iluminada por un solo tubo eléctrico.
De acuerdo con sus instrumentos, Peyton se hallaba sólo a pocos metros de
distancia, pero para las lentes que le servían de ojos no estaba allí puesto que no
podían captar su imagen. La máquina, el robot, se quedó inmóvil, extrañado,
intrigado por'algo que para él resultaba incomprensible. Reinaba el silencio,
excepto el leve zumbido de sus motores y, de vez en cuando,
el leve chasquido de un relay que conectaba un nuevo circuito.
De pie sobre una gatera situada a unos tres metros del suelo, Peyton observaba
al robot con gran atención. Se trataba de un cilindro mecánico que se alzaba desde
una gruesa placa metálica que le servía de base y que estaba montada sobre unas
pequeñas ruedas. No poseía extremidades de ninguna clase. El cilindro no tenía
más abertura que las lentes que le servían de ojos y una serie de pequeños
enrejados metálicos, que le servían para captar el sonido, realizando la función
que las orejas ejecutan en el hombre y en los seres vivos.
Resultaba divertido observar el «comportamiento» de la máquina, su
perplejidad, cuando su mente artificial trataba de sacar una conclusión de las dos
conflictivas series informativas que estaba recibiendo. Sabía, por un lado, que
Peyton estaba en la habitación, pero, por otra parte, sus ojos le decían que el
cuarto estaba vacío. Comenzó a girar en pequeños círculos hasta que Peyton tuvo
misericordia de ella y descendió desde el elevado lugar en que se encontraba. De
manera inmediata, la máquina cesó de girar y comenzó a pronunciar su discurso
de bienvenida:
—Soy A-Cinco —dijo el robot—. Le llevaré al lugar que desee. Por favor, deme
sus órdenes en el vocabulario estandarizado de los robots.
Peyton se sintió un tanto desengañado. Se trataba de un robot normal y
corriente, sin nada especial, y él había esperado hallar algo mucho mejor en la
ciudad de Thordarsen. Pero la máquina podía ser muy útil si se la sabía utilizar
adecuadamente.
—Gracias — dijo innecesariamente —. Por favor, lléveme a las viviendas.
Aun cuando Peyton estaba seguro de que la ciudad estaba totalmente
automatizada, después de lo que había visto, confiaba en que podía existir algún
tipo de vida humana. Podía haber otras personas que le ayudaran en su
investigación, aunque de todos modos la ausencia de oposición a su presencia era
ya más de lo que había esperado. Sin una palabra, el robot giró sobre sus
pequeñas ruedecitas y salió de la habitación. El corredor por el que condujo a
Peyton terminaba en una puerta perfectamente tallada, precisamente aquélla
que, con anterioridad, el visitante había tratado de abririnútilmente. En
apariencia al menos, A-Cinco conocía su secreto mecanismo porque cuando se
aproximó a la gruesa puerta metálica, ésta se abrió en silencio. El robot penetró
en una pequeña cámara de forma cuadrada.
Peyton se preguntó si ahora se encontraban en el interior de un nuevo
transmisor de materia, pero acto seguido se dio cuenta de que aquello no era otra
cosa que un simple ascensor. A juzgar por el tiempo que duraba el ascenso, Peyton
supuso que estaban llegando casi a los últimos pisos de la torre de la ciudad.
Cuando, finalmente, la puerta se abrió, deslizándose suavemente, Peyton tuvo la
impresión de que arribaba a otro mundo.
Los pasillos en los que se encontró eran al principio rectos y sin decorar,
puramente utilitarios. En contraste con aquéllos, tanto las espaciosas salas a las
que le condujo el ascensor, como las habitaciones próximas, estaban amuebladas
con el máximo lujo. El siglo XXVI había sido un período caracterizado por una
decoración florida y plena de colorido, que fue despreciada injustamente por
generaciones posteriores. Pero los Decadentes habían ido aún más altá de su
propio período. Al decorar Comarre, habían tenido en cuenta todos los recursos
de la sicología al mismo tiempo que los del arte.
Uno podría pasarse la vida entera sin que terminara de contemplar en todos
sus detalles los murales, los grabados y las pinturas, los complicados tapices que
se conservaban tan brillantes como si acabaran de ser hechos. Parecía un
tremendo error, un absurdo, el que un lugar como aquél estuviera desierto y
oculto al mundo. Peyton casi se olvidó de todo su celo científico y, como un niño,
corrió de una maravilla a otra.
Se trataba de obras geniales, quizás más grandes que ninguna de las que el
mundo había conocido hasta entonces. Pero se trataba de genios enfermos y
desesperados que habían perdido su fe en ellos mismos, aun cuando conservaban
sus enormes conocimientos y capacidad técnica. Por primera vez, Peyton se dio
cuenta de por qué se había dado el nombre de Decadentes a los constructores de
Gomarre.
De entrada el arte de los Decadentes le fascinaba y le causaba repugnancia a
un mismo tiempo. No podía decirse que se tratara de un arte malévolo, diabólico,
puesto que se hallaba al margen de toda moral. Quizá sus mayores características
fuesen la debilidad y la desilusión. Al cabo de un rato, Peyton, que jamás se creyó
demasiado sensible a la influencia de las artes visuales, comenzó a sentir que una
suave depresión, penetrando profundamente en su espíritu, se apoderaba de él.
Y, al mismo tiempo, sentíase incapaz de controlarse y apartarse del influjo que
aquellas obras seductoras ejercían sobre él.
Al cabo de un rato, sin embargo, consiguió dominarse y se volvió hacia el robot,
—¿Vive alguien aquí?
—Sí.
—¿Y dónde están?
—Durmiendo.
En cierto modo, aquello le pareció una respuesta lógica. Él mismo se hallaba
profundamente cansado. Las últimas horas habían constituido una tremenda
lucha consigo mismo para mantenerse despierto. Había algo que parecía
impulsarle al sueño, por encima de su propia voluntad. Mañana tendría tiempo
suficiente para descubrir los secretos que había ido a buscar. De momento no
deseaba otra cosa que dormir.
Siguió de manera automática al robot.que lo condujo fuera de aquellas salas
espaciosas en dirección a un largo pasillo, a cuyos lados había varias puertas
metálicas; sobre cada una de ellas podía verse un símbolo que le resultó casi
familiar pero que, de momento, no pudo reconocer. Su mente adormilada seguía
luchando por mantenerse plenamente consciente y trató de descubrir el
significado de los símbolos. Pero antes de que pudiera lograrlo, el robot se detuvo
ante una de aquellas puertas, que se abrió silenciosamente.
El diván, mullido y confortable, que había en la habitación sumida en una
suave penumbra, resultó irresistible. De modo casi automático Peyton se dirigió
a él. Cuando estaba ya a punto de caer en un sueño profundo, una ola de
satisfacción invadió su mente. Acababa de reconocer el símbolo que había sobre
las puertas: la amapola adormidera. Pero su cerebro estaba demasiado cansado
para comprender su significado.
***

No había artificio ni maldad en el trabajo de la ciudad. De manera impersonal


cumplía las funciones para las que había sido creada. Todos tos que llegaban a
Comarre habían recibido voluntariamente sus dones. Este visitante había sido el
primero en ignorarlos.
Los integradores habían estado preparados y dispuestos desde horas antes,
pero su mente inquieta los había eludido. Podían permitirse el lujo de esperar,
como habían venido haciendo durante los últimos quinientos años.
Y, por fin, las defensas de ese cerebro extrañamente firme sucumbieron,
cuando Peyton se dejó caer pacíficamente en los brazos del sueño. Mucho más
abajo, en el corazón de Comarre, un relay entró en acción y corrientes lentamente
fluctuantes comenzaron a disminuir y circular por tubos de vacío y circuitos
electrónicos. La consciencia que había sido Richard Peyton no había dejado de
existir.
Peyton se quedó dormido instantáneamente. Durante un rato, ei más completo
no existir se apoderó de él. Pero, poco después, débiles reflejos de su consciencia
comenzaron a regresar. Y entonces, como siempre, comenzó a soñar.
Resultó extraño que su sueño favorito regresara a su mente y, más extraño aún,
que fuese más vivido que en ninguna ocasión anterior. Durante toda su vida,
Peyton había amado el mar, y en una ocasión había podido ver la increíble belleza
de las islas del Pacífico desde la cabina de observación de un crucero espacial de
pasajeros que, lentamente, hacía su recorrido. Jamás las había visitado y,
frecuentemente, deseó poder pasar su vida en alguna isla remota y tranquila sin
preocuparse lo más mínimo por el futuro del mundo. Era, desde luego, un sueño
que la mayor parte de los hombres conoce en algún momento de su vida, pero
Peyton eralo suficientemente sensible como para dar? se cuenta de que dos meses
de una existencia así le hubiera hecho volver a la civilización, medio loco de
aburrimiento. Sin embargo, sus sueños jamás se veían turbados por esas
consideraciones y, una vez más, en esta ocasión se contempló tumbado bajo las
oscilantes hojas de las palmeras, escuchando el rumor de las grandes olas
rompiendo en los arrecifes, más allá de la pacífica ensenada de brillante azul, en
la que se reflejaba el sol como en un inmenso espejo. El sueño resultaba
extraordinariamente vivido, tanto que incluso en su dormir se daba cuenta de que
ningún sueño tenía derecho a ser tan real. Y, de repente, su sueño cesó tan de
improviso que tuvo la sensación de que se producía una profunda grieta en sus
pensamientos. La interrupción le hizo regresar a la vigilia.
Amargamente desilusionado, Peyton siguió tumbado por un momento, con los
ojos cerrados, fuertemente apretados, tratando de recapturar aquel paraíso
perdido. Pero no pudo conseguirlo. Había algo que parecía latir fuertemente en
el interior de su cerebro, golpeándolo, evitando que pudiera recuperar el sueño.
Más todavía, imperceptiblemente, su confortable lecho se había vuelto duro e
incómodo. A disgusto, volvió sus pensamientos a la causa de la interrupción.
Peyton siempre fue una persona realista, poco dada a dejarse influir por las
dudas filosóficas, así que la impresión que sintió en esos momentos fue mayor de
lo que hubiese sido para la mayor parte de las mentes más concienzudas que la
suya. Nunca antes había dudado de su salud mental, pero en esos momentos no
podía evitar sentir tales dudas. La causa de ello era que el sonido que le había
despertado no era otra cosa que el sonido de las olas rompiendo contra los
acantilados. Y estaba tumbado en la dorada arena cerca de la ensenada, mientras
que en torno a él cantaba el viento al acariciar las palmeras y sus cálidos dedos
parecían acariciarle suavemente.
Por un momento, lo único que Peyton pudo hacer fue imaginar que seguía
soñando. Pero en esos momentos no podía sentir dudas. Cuando uno está cuerdo,
la realidad nunca puede ser confundida con un sueño. Y aquello era real, si es que
existe algo real en el universo.
De repente, su sentimiento de asombro comenzó a decaer. Se puso en pie y la
arena pareció caer ante él como una lluvia dorada. Protegiéndose los ojós contra
el sol, dirigió su mirada a la playa.
No pudo menos que preguntarse, sorprendido, por qué aquel lugar le parecía
tan familiar, pero en el fondo aquello no le preocupó demasiado. No le pareció
raro el saber que el pueblo estaba un poco más lejos, a orillas de la bahía. Y allí se
encontraría con sus amigos, de los que había estado separado durante algún
tiempo, en un mundo que estaba comenzando a olvidar.
Sólo le quedaba un débil recuerdo del joven ingeniero —ni siquiera podía
recordar el nombre— que anteriormente había aspirado a la fama y la sabiduría.
En esa otra existencia, había conocido bien a aquella persona demente, pero en
esos momentos no podía comprender ni explicarse la vanidad de sus ambiciones.
Comenzó a pasear sin rumbo a lo largo de la playa, con las últimas sombras del
recuerdo de su vida irreal alejándose cada vez más de él con cada paso, como si
los detalles del sueño se difuminaran en la luz del día.
En la otra parte del mundo, tres científicos muy preocupados esperaban en un
laboratorio solitario, con los ojos fijos en un receptor multicanal de diseño poco
común. El aparato había guardado silencio durante nueve horas. Nadie había
esperado mensaje alguno en las primeras ocho, pero ahora ya, la llamada
prefijada tenía una hora de retraso.
Alan Henson se puso en pie de un salto, con gesto impaciente.
—¡Tenemos que hacer algo! Voy a llamarlo.
Los otros dos científicos cambiaron entre sí una mirada cargada de
nerviosismo.
—Es posible que localicen nuestra llamada.
—No, salvo que ya estemos sometidos a vigilancia y la estén esperando. E
incluso en ese caso no tiene demasiada importan— cia, puesto que no voy a decir
nada que se salga de lo corriente. Pero Peyton lo entenderá y si está en
condiciones de responder...

***

Si Peyton estuvo alguna vez en condiciones de conocer el tiempo, ese


conocimiento se había borrado por completo de su mente en aquellos momentos.
Lo único real era el presente, pues tanto el pasado como el futuro quedaban
ocultos tras un impenetrable telón, como un bello paisaje puede quedar oculto
tras una cortina de espesa lluvia.
En su gozar del presente, Peyton se sentía enormemente satisfecho. No le
quedaba nada en absoluto de su inquieto espíritu que, antaño, se había puesto en
camino en busca de nuevos campos del conocimiento. En esos momentos, el
conocimiento la sabiduría no tenían para él la menor utilidad.
Posteriormente, jamás estaría en condiciones de recordar nada de su vida en
las islas. Había conocido allí muchos camaradas pero sus nombres y rostros se
habían borrado para siempre, más allá de toda posibilidad de recuerdo. Amor,
paz de espíritu, felicidad, todo eso fue suyo durante un breve momento de tiempo.
Y, de pronto, no estuvo en condiciones de recordar más que los últimos instantes
de su vida en aquel paraíso.
Resultaba extraño que todo aquello fuese a terminar tal y como había
empezado. De nuevo estaba a orillas del mar, pero ahora era de noche y no se
encontraba solo. La luna aparecía inmóvil, llena, muy baja en el horizonte, sobre
el océano, y su cinta de plata, ancha y prolongada, se extendía en lo infinito hasta
alcanzar los extremos del universo. Las estrellas no cambiaban su posición y
brillaban sin centellear en el cielo como joyas brillantes, mucho más gloriosas y
bellas que las olvidadas estrellas... que pudo ver desde la Tierra.
Pero los pensamientos de Peyton estaban fijos en otra belleza, y una vez más
se volvió hacia la figura que yacía a su lado —sobre la arena, que no era más
dorada que la hermosa cabellera que descansaba descuidadamente sobre ella.
Y, entonces, el paraíso tembló y se disolvió en torno suyo. Dejó escapar un
fuerte grito de angustia como alguien que se ve repentinamente privado de todo
lo que ama. Sólo lo instantáneo de la transición salvó su mente. Cuando el tránsito
hubo sucedido, se sintió como Adán debió sentirse cuando vio que se cerraban
tras él, y para siempre, las puertas del Paraíso.
El sonido que le hizo «regresar» era uno de los más comunes en el mundo. Y
tal vez el único que podía haber llegado a su mente en ese lugar oculto. Fue el
agudo zumbido de su receptor de comunicación que estaba a su lado en la oscura
habitación de la ciudad de Comarre.
El zumbido desapareció cuando, de manera automática, apretó el botón que
conectaba el receptor para recibir la comunicación. Sin duda supo dar algunas
respuestas que satisficieron a sus desconocidos demandantes —¿quién sería
aquel Alan Henson?—, pues al cabo de poco tiempo el circuito quedó mudo. Aún
sumido en la mayor confusión, Peyton se sentó en el sofá, con la cabeza entre las
manos y tratando de dar alguna orientación a su vida.
No había soñado; estaba seguro de ello. Más bien le parecía que había estado
viviendo una segunda existencia y ahora volvía a su vieja existencia como un
hombre que se recupera después de un ataque de amnesia. Y, aunque seguía
todavía confuso, una clara convicción penetró en su mente: nunca más debía;
volver a quedarse dormido en Comarre.
Lentamente, el carácter y la voluntad de Richard Peyton III regresaban de su
pasado destierro. Vacilante, se puso en pie y caminó en dirección a la puerta y
salió de la habitación. De nuevo se vio en el largo pasillo con su centenar de
puertas idénticas. Con un nuevo conocimiento de su significado, contempló el
símbolo que campeaba en ellas.
Apenas si se daba cuenta de a dónde se dirigía. Su mente se hallaba fija con
demasiada intensidad en el problema que tenía; ante él. Pero, a medida que
caminaba, su cerebro se iba aclarando y una lenta capacidad de entendimiento
volvía a él. De momento se trataba sólo de una hipótesis, pero pronto tendría
ocasión de someterla a prueba.
La mente humana es una cosa delicada, protegida, sin contacto directo con el
mundo y sin otra posibilidad de entrar en contacto con él más que por medio del
conocimiento, la experiencia y los sentidos corporales. Para ella resulta posible
recoger, registrar y almacenar pensamientos y emociones como los hombres de
épocas pasadas habían registrado el sonido en. miles de kilómetros de cintas
magnéticas. Y si esos pensamientos se proyectan sobre otra mente, cuando el
cuerpo al que pertenece está inconsciente y sus sentidos adormecidos, el cerebro
puede pensar que está viviendo una realidad. No había forma posible de detectar
la ilusión, el espejismo, de igual modo que no se puede diferenciar el registro de
una sinfonía perfectamente realizado, del sonido original de esa misma sinfonía.
Todo eso era algo que ya se sabía desde hacía siglos, pero los hombres que
construyeron Comarre habían utilizado esos conocimientos como no lo había
hecho nadie en el mundo con anterioridad. En alguna parte de la ciudad debía
haber aparatos que podían analizar todos los pensamientos y los deseos de los
que entraban en la ciudad. En algún lugar debía hallarse un sinnúmero de
grabaciones almacenadas que recogían todas las sensaciones y experiencias de la
mente humana. Y con esa materia prima podía construirse cualquier tipo de
futuro imaginable.
Fue en esos momentos cuando Peyton comprendió la medida, la capacidad del
genio que había emprendido la obra de' construir la ciudad de Comarre. En
aquella ciudad existían máquinas, aparatos, que habían analizado sus
pensamientos más recónditos y profundos y habían construido para él un mundo
basado en la realización de sus deseos subconscientes. Después, cuando tuvieron
oportunidad, habíanse hecho con el control de su mente y proyectaron en ella
todo lo que había experimentado durante su sueño.
No cabía, pues, extrañarse de que todo lo que había deseado en su vida
estuviera presente en su paraíso ya casi olvidado. ¡Y menos todavía que, durante
siglos y siglos, hubiese habido muchos que desearan la paz y la autorrealización
que sólo la.ciudad de Comarre podía ofrecerles!
5. El ingeniero

PEYTON VOLVÍA A SER DE NUEVO EL MISMO CUANDO UN SONIDO, el


deslizarse de unas ruedas, le hizo mirar por encima del hombro. El pequeño robot
que le había servido de guía regresaba. No le cabía duda de que las grandes
máquinas pensantes que lo controlaban estaban intrigadas por saber qué le había
ocurrido a la persona que le habían encomendado. Peyton esperó mientras en su
mente se formaba lentamente un plan de acción.
A-Cinco comenzó de nuevo a lanzar uno de sus discursos preestablecidos. De
nuevo Peyton encontró incongruente verse frente a un robot tan simple en un
lugar donde la automatización había alcanzado su máximo desarrollo. Fue
entonces cuando se le ocurrió pensar que tal vez se estaba utilizando,
deliberadamente, una máquina poco complicada. No tenía objeto, realmente,
utilizar robots más complejos para llevar a cabo funciones que otra máquina más
simple podía realizar igualmente... o mejor.
Peyton ignoró el discurso ya familiar. Todos los robots, eso era sabido, tenían
que obedecer órdenes humanas salvo que otros seres humanos le hubieran
ordenado previamente lo contrarío. Incluso los que habían proyectado la ciudad,
pensó complacido, habían obedecido las desconocidas y no pronunciadas órdenes
de sus propios subconscientes.
—¡Llévame a los proyectores de pensamientos! —le ordenó al robot.
Como había esperado, A-Cinco no se movió. Se limitó a replicar:
—No comprendo.
El espíritu científico de Peyton comenzó a revivir y se sintió de nuevo dueño de
la situación.
—Ven aquí y no te muevas hasta que yo no vuelva a ordenártelo.
Los selectores y relays del robot parecieron considerar las instrucciones. Y no
encontraron en su programación contraorden previa. Así que, lentamente, la
pequeña máquina caminó hacia adelante deslizándose sobre sus ruedecitas. Se
había comprometido, al aceptar la orden, y no había vuelta a atrás. No podía
volver a moverse hasta que Peyton se lo ordenara o hubiera alguien que
contrarrestara la orden. El «hipnotizar» a un robot era un truco muy antiguo que
los chicos traviesos gustaban de emplear.
Rápidamente, Peyton vació su bolsa de las herramientas que un buen
ingeniero mecánico nunca abandona: un destornillador universal, los alicates, un
tensador, el taladro automático y, lo más importante, el cortador atómico de
metales que podía atravesar y cortar las más duras planchas en cuestión de
segundos. Seguidamente, con la destreza que da una larga práctica, comenzó a
trabajar sobre el confiado robot que no podía esperarse lo que le venía encima.
Afortunadamente el aparato había sido fabricado para poder ser atendido con
facilidad y podía ser abierto sin demasiado trabajo. Peyton no encontró nada que
no le fuera familiar en los controles y no tardó mucho en dar con el mecanismo
de locomoción. Ahora, pasara lo que pasase, la máquina no podía escapar. Había
quedado convertida en un paralítico. Seguidamente la cegó y, uno tras otro, fue
anulando todos sus demás sentidos electrónicos y los puso fuera de servicio. La
máquina quedó convertida en un simple cilindro lleno de cables y válvulas.
Peyton se sintió como un chico travieso que acaba de atacar con un destornillador
el reloj del abuelo. Se sentó para esperar lo que sabia habría de ocurrir
seguidamente.
Había sido un poco desconsiderado por su parte sabotear el robot en un lugar
tan alejado del que debía encontrarse el robot superior. La máquina automática
transportadora tardó casi un cuarto de hora en llegar. Peyton oyó el sonido de sus
ruedas en la distancia y se dio cuenta de que sus cálculos habían sido acertados.
La partida comenzaba.
El transportador no era más que una simple máquina destinada a recoger las
otras máquinas averiadas, para lo cual poseía una especie de brazos que podían
levantar y arrastrar a cualquier robot averiado después de colocarlo sobre una
especie de plataforma. Parecía ser ciega, aunque no cabía duda de que sus
sentidos le bastaban para realizar la función para la que había sido concebida.
Peyton esperó hasta que la máquina portadora recogió al infortunado A-Cinco.
Después saltó adelante teniendo siempre buen cuidado de quedar fuera del
alcance de los brazos mecánicos de la máquina transportadora y se colocó en su
plataforma. No le gustaba la idea de que el aparato lo confundiera con un robot
averiado. Por suerte para él el aparato no pareció ni siquiera advertir su
presencia.
Así, junto con la máquina, Peyton descendió piso tras piso el gran edificio,
dejando atrás las viviendas y cruzando la habitación donde se había encontrado
a su llegada a la ciudad. Y aún descendió más, hacia lugares en los que no había
estado antes. A medida que bajaba, el carácter de la ciudad cambiaba
notablemente. Había desaparecido el lujo y la opulencia de los pisos altos para
dejar lugar a una tierra de nadie, repleta de oscuros pasadizos que apenas si
parecían otra cosa que gigantescos túneles para la conducción de cables. Y
también esos pasajes terminaron. La máquina que transportaba al robot y a
Peyton atravesó una serie de puertas deslizantes y Peyton se encontró, por fin, en
el lugar que había deseado.
Las filas de pantallas, paneles, y mecanismos de selección parecían
interminables, y aunque Peyton sintió la tentación de acercarse a ellas para
estudiar de cerca, decidió esperar hasta tener ante sus ojos los instrumentos
principales de control. Luego, bajó de la máquina transportadora y esperó a que
desapareciera en la distancia, en dirección a un lugar de la ciudad aún más
recóndito y escondido.
Se preguntó cuánto tiempo tardaría el superautómata en reparar a A-Cinco. Su
sabotaje había sido a fondo y creía que el pequeño robot no sería reparado, sino
que acabaría en el depósito de la chatarra. Después, sintiéndose como un hombre
a punto de morir de hambre que de repente tiene ante sí la mesa puesta y servida
para el mejor de los banquetes, comenzó a examinar las maravillas de la ciudad.
En el transcurso de las siguientes cinco horas sólo se detuvo unos instantes
para enviar una llamada rutinaria a sus amigos. Le hubiera gustado poderles
comunicar su éxito, pero el riesgo era demasiado grande. Después de un
prodigioso trabajo de localización, seguimiento e identificación de circuitos,
había descubierto el funcionamiento de las principales unidades y comenzaba ya
el examen de algunos sistemas secundarios.
Todo funcionaba como había supuesto. Los analizadores de pensamiento y los
proyectores se hallaban en el piso inmediatamente superior y podían ser
controlados desde esa instalación central. No tenía la menor idea de cómo
funcionaban y sabía que tal vez le costaría meses de estudio el descubrir todos sus
secretos. Pero los había identificado y pensaba que podría llegar a desconectarlos
si se hacía necesario.
Poco después descubrió el monitor pensante. Se trataba de un aparato
pequeño que más parecía una antigua central telefónica manual pero mucho más
complicada. El asiento del operador tenía una estructura muy curiosa, se
encontraba aislado del suelo y aparecía cubierto por una red de cables y barras de
cristal. De todas las máquinas que hasta entonces había hallado, era la primera
que, según se veía, había sido diseñada para ser usada por seres humanos.
Probablemente había sido construida por el primer ingeniero con la misión de
instalar y dirigir el equipo en los días en que fue construida la ciudad.
Peyton no se hubiera arriesgado a utilizar el monitor de no haber hallado las
instrucciones escritas en el panel de control. Después de experimentar un poco,
conectó uno de los circuitos y, lentamente, comenzó a incrementar la potencia,
aunque manteniendo el control de intensidad muy por debajo de la línea roja que
marcaba la señal de peligro.
Tuvo suerte al hacerlo así pues la sensación que sintió fue auténticamente una
sacudida. Siguió conservando su propia personalidad pero, sobreimpuestas a sus
propios pensamientos, había ideas e imágenes que, indudablemente, le eran
extrañas por completo. Estaba contemplando otro mundo por la ventana de una
mente que no era la suya.
Era como si creyera que su cuerpo estaba al mismo tiempo en dos lugares
distintos, aun cuando las sensaciones de la segunda personalidad eran mucho
menos vividas que las del auténtico Richard Peyton III. En esos momentos
comprendió el significado de la línea roja de peligro. Si la intensidad del control
de pensamientos se elevaba demasiado, no le cabía duda de que el resultado sería
la locura.
Peyton desconectó el aparato para poder reflexionar sin que sus pensamientos
se vieran interrumpidos. Comprendió lo que le había querido decir el robot
cuando le comunicó que los demás habitantes de la ciudad estaban dormidos.
Había otros seres humanos en Comarre que vivían sometidos al control de los
proyectores de pensamientos.
Mentalmente regresó al largo corredor con sus cientos de puertas metálicas.
En su camino hacia los pisos bajos de la ciudad había pasado por muchas galerías
semejantes y estaba convencido que la mayor parte de la ciudad no era más que
una colmena de habitaciones en las que millares de hombres podían pasarse la
vida soñando.
Uno tras otro comprobó los circuitos del panel de control. La mayoría estaban
desconectados pero había como unos cincuenta que funcionaban. Y cada uno de
ellos llevaba todos los pensamientos, deseos y emociones de una mente humana.
Ahora, ya plenamente consciente, Peyton comprendió cómo había sido
engañado, pero el saberlo no le produjo demasiado consuelo. Podía ver los fallos
de esos mundos sintéticos, podía observar cómo todas las facultades críticas de la
mente eran borradas mientras ella recibía una corriente sin fin de vivencias
simples pero reales y llenas de vida.
Sí, ahora todo le parecía muy sencillo. Pero eso no cambiaba el hecho de que
ese mundo artificial era auténticamente real para el que estaba sometido al
manejo de las máquinas. Tan real que el dolor de dejar ese mundo ensoñado aún
seguía quemando su propio cerebro.
Durante casi una hora, Peyton exploró los mundos de las cincuenta mentes
durmientes. Fue una investigación fascinante aunque al mismo tiempo repulsiva.
En esa hora aprendió tanto sobre el cerebro humano y sus secretos caminos como
jamás llegó a imaginar. Cuando terminó se quedó sentado, rígido, durante un
largo rato, analizando sus conocimientos recién adquiridos. Su sabiduría había
avanzado varios años, muchos años, y le pareció que de repente su juventud
quedaba muy atrás.
Por primera vez tuvo un conocimiento directo e irrefutable del hecho de que
algunos de sus malos deseos, de sus perversiones, que algunas veces habían
pasado superficialmente por su mente, eran compartidos por todos los seres
humanos. Los constructores de Comarre no se habían preocupado del bien ni del
mal y las máquinas habían sido sus más fieles servidores.
Se sentía satisfecho de ver que sus sospechas no habían sido infundadas.
Peyton comprendía ahora la estrechez de su posibilidad de escape. Si volvía a
quedarse dormido entre aquellas paredes lo más probable era que jamás volviera
a despertar. La casualidad y la suerte le habían salvado una vez, pero era difícil
que ello pudiera repetirse.
El proyector de pensamientos tenía que ser estropeado de manera tan
completa que los robots jamás pudieran volver a repararlo. Aunque estaba
convencido de que los robots eran capaces de reparar las averías normales que
pudieran producirse, también sabía que no podrían vérselas con el sabotaje
deliberado en la^ medida en que él era capaz de llevarlo a cabo. Cuando hubiera
terminado, Comarre dejaría de ser una amenaza. Jamás volvería a atrapar su
mente ni las mentes de los futuros visitantes que pudieran seguir sus huellas.
Lo primero que tenía que hacer era localizar a las personas durmientes y
despertarlas, o revivirlas. Eso podía ser una tarea larga, pero, afortunadamente,
había un equipo de monovisores estandarizados. Con su ayuda podía ver todo lo
que ocurría en cualquier lugar de la ciudad sólo con enfocar el rayo portador en
el lugar deseado. En caso necesario, incluso podía enviar allí su voz, aun cuando
no su imagen. El tipo de aparato capaz de realizarlo no había sido de uso general
hasta una época posterior a la de la construcción de Comarre.
Le llevó poco tiempo aprender a manejar los controles y en un principio el rayo
fue de un lado para otro, de manera errática, por toda la ciudad. Peyton se vio,
así, mirando en el interior de un gran número de sorprendentes lugares y, en
cierta ocasión, incluso pudo contemplar el bosque que rodeaba la ciudad. Se
preguntó si Leo se hallaría por aquellos alrededores y con cierta dificultad logró
localizar la entrada.
Sí, allí seguía todo exactamente igual a como lo había dejado el día anterior. Y
a unos cuantos metros de la puerta estaba el león tumbado en el suelo, con la
cabeza en dirección a la ciudad y con un aire de preocupación claramente
perceptible. Peyton se sintió profundamente conmovido. Se preguntó si podría
conseguir que el león entrara en Comarre. El apoyo moral de su presencia sería
considerable, pues empezaba a sentir la necesidad de compañía después de las
experiencias de la noche.
Metódicamente comenzó a registrar el muro de la ciudad y se sintió
grandemente aliviado al descubrir algunas entradas ocultas situadas a nivel del
suelo. Se había estado preguntando cómo podría salir de allí. Aun cuando lograra
poner en funcionamiento el transmisor de materia en sentido inverso, la
perspectiva no le agradaba. Prefería un simple movimiento físico, aunque fuese
pasado de moda.
Las entradas estaban todas bloqueadas y por un momento el desánimo se
apoderó de él. Luego comenzó a buscar un robot. Después de un rato descubrió
uno gemelo del malogrado A-Cinco que marchaba sobre sus, ruedas por uno de
los pasillos con destino a quién sabe qué misterioso encargo. Con satisfacción vio
que el robot obedecía sus órdenes y abría una de las puertas de la ciudad.
Peyton dirigió de nuevo el rayo al otro lado del muro y enfocó el punto de
contacto como a un metro de distancia de Leo. Seguidamente llamó suavemente:
—¡Leo!
El animal alzó la cabeza sorprendido.
—¡Hola, Leo! Soy yo, Peyton.
Extrañado el león se puso en pie y dio unos pasos describiendo un círculo en
torno al lugar de donde brotaba la voz.
Después pareció perder el interés y con aire de desaliento se dejó caer de nuevo
en el suelo.
Con una gran paciencia y no menos capacidad de persuasión, Peyton llegó a
hacer que el león se aproximara a la entrada. El animal había reconocido su voz y
parecía dispuesto a seguiiv la, pero se mostraba sorprendido y un tanto nervioso.
En la — puerta se detuvo un momento, vacilante, como si Comarre le gustara bien
poco y, menos todavía, el robot que, silenciosamente, parecía esperarle.
Con paciencia, Peyton le ordenó que siguiera al robot. Repitió sus
observaciones con palabras distintas hasta que tuvo la seguridad de que la fiera
le había comprendido. Seguidamente habló con el autómata y le ordenó que
condujera al león a la cámara de control. Observó durante unos momentos para
cerciorarse de que Leo seguía al robot. Cuando vio que era así, tuvo uñas palabras
de ánimo y abandonó la visión de la extraña pareja.
Se sintió muy desilusionado cuando comprobó que no podía ver lo que ocurría
dentro de ninguna de las habitaciones sobre las que aparecía el emblema de.la
amapola. Estaban protegidas contra el rayo de la visión a distancia o los controles
de enfoque del rayo habían sido colocados de tal manera que el mo— novisor no
podía ser usado para penetrar en aquella área.
Pero no se desanimó. Los dormidos serían despertados aunque fuera con el
mismo duro método con que le habían despertado a él. Después de haber
penetrado en el mundo íntimo y privado de sus mentes y conciencias, sentía poca
simpatía por ellos y sólo el sentido del deber le impelía a despertarles. Realmente
no se merecían la menor consideración.
En esos momentos y de manera repentina le asaltó un horrible pensamiento.
¿Qué habían introducido los proyectores de pensamientos en su propia mente en
respuesta a sus deseos en ese olvidado paraíso que tan a disgusto había
abandonado? ¿Habían sido sus propios pensamientos y deseos ocultos, tan poco
respetables y tan indignos como los de los otros soñadores?
Era una idea poco confortante y trató de apartarla de su mente cuando volvió
a sentarse ante los mandos del panel central de control. Primero desconectaría
los circuitos y seguidamente sabotearía los proyectores, de modo que jamás
volvieran a poder ser utilizados. La maldición que Comarre había dejado caer
sobre tantas mentes, sería rota para siempre.
Peyton se adelantó para arrancar los conectadores de los circuitos múltiples,
pero no llegó a terminar su movimiento. Gentilmente, pero al mismo tiempo con
la suficiente firmeza, cuatro brazos de metal atenazaron su cuerpo desde detrás.
Pataleando y tratando de desasirse fue alzado en el aire y arrastrado hacia el
centro de la habitación lejos de la mesa de control. Allí fue colocado de nuevo en
el suelo y los brazos metálicos le soltaron.
Más indignado que alarmado, Peyton se dio la vuelta para enfrentarse a su
captor. Lo miró fijamente, desde unos dos metros de distancia y se dio cuenta de
que era el robot más complejo y perfecto que jamás hubiera visto. Su cuerpo tenía
casi unos dos metros de altura y descansaba sobre una docena de ruedas
neumáticas muy gruesas. De distintas partes de su chasis de metal se proyectaban
en varias direcciones tentáculos, brazos, varillas y otros mecanismos más difíciles
de describir. En dos lugares, grupos de miembros se ocupaban en desmantelar o
reparar algunos aparatos.
En silencio Peyton calibró la capacidad de su oponente. Se trataba,
obviamente, de un robot de elevada categoría. Había utilizado la violencia física
contra él y ningún robot puede utilizar la violencia contra un ser humano, aunque
puede negarse a obedecer sus órdenes. Sólo bajo el control directo de una mente
humana puede un robot llevar a cabo un acto semejante. Eso significaba que en
la ciudad de Comarre había vida, vida consciente y que le era hostil.
—¿Quién es usted? —exclamó Peyton, pero no dirigiéndose al robot sino a la
inteligencia controladora que debía haber tras él.
Sin dejar pasar tiempo perceptible, la máquina le respondió en un tono preciso
y con voz automática que no parecía simplemente la reproducción amplificada de
las palabras de un ser humano.
—El Ingeniero.
—En ese caso, venga aquí y deje que lo vea.
—Ya me está viendo.
Fue el tono no humano de la voz, al menos tanto como las palabras en sí, lo
que hizo que la furia de Peyton se disipara por un momento y fuera sustituida por
un sentimiento de maravillada incredulidad. No había ningún ser humano
controlando esa máquina. Era tan automática como cualquier otro robot de los
que había en la ciudad, pero, contrariamente a éstos y a todos los robots del
mundo que Peyton había conocido, tenía su propia voluntad y su propia
consciencia.
6. La pesadilla

PEYTON SE QUEDÓ MIRANDO CON LOS OJOS INMENSAMENTE abiertos a


la máquina que tenía frente a él y sintió que se le ponían de punta los pelos de la
nuca. No con miedo, sino a causa de la intensidad de su excitación. Todo lo que
había realizado hasta entonces, su búsqueda y su aventura, había hallado la
debida recompensa: un sueño de casi mil años estaba allí, ante* sus propios y
asombrados ojos.
Hacía mucho tiempo ya que las máquinas habían conseguido una limitada
inteligencia. Pero a aquélla, por fin, su constructor había sabido dotarla de
conciencia. Ése era el gran secreto que Thordarsen le hubiese dado al mundo, el
secreto que el Consejo Mundial había tratado de ocultar y suprimir por temor a
las consecuencias que podría traer consigo.
La voz, desprovista de pasión, volvió a hablar de nuevo.
—Me alegra que se dé usted cuenta de la verdad. Esto facilitará las cosas.
—¿Puede usted leer en mi mente? —murmuró Peyton.
—Naturalmente. Y lo vengo haciendo desde el momento en que entró usted en
la ciudad.
—Sí, lo supongo — reconoció Peyton compungido —. ¿Y qué es lo que intenta
hacer usted conmigo ahora que sabe mis intenciones?
—Tengo que evitar que cause daño a Comarre.
Eso, pensó Peyton, resultaba bastante razonable.
—Supongamos que me vaya ahora... ¿Le satisfaría eso?
—Sí, eso sería lo mejor.
Peyton no pudo contener una sonrisa irónica. El Ingeniero seguía siendo un
robot pese a estar tan cerca del ser humano. Era incapaz de la astucia y esto, tal
vez,, le daba a Peyton cier— ta ventaja. De un modo u otro debía arrastrarlo con
algún truco para hacerle revelar sus secretos. Pero una vez más, el robot leyó sus
pensamientos.
—No lo permitiré. Ya ha aprendido demasiado de lo que ocurre aquí. Tiene que
marcharse en seguida. Utilizaré la fuerza si es necesario.
Peyton estaba decidido a luchar para conseguir ganar tiempo. Al menos podía
tratar de averiguar los límites de la inteligencia de esta divertida máquina.
—Antes de marcharme, dígame una cosa. ¿Por qué le llaman a usted el
Ingeniero?
El robot respondió con bastante rapidez:
—Si se producen graves averías que no pueden ser reparadas por los robots,
soy yo el encargado de ellas. Yo podría volver a construir Comarre si se hiciera
necesario. Normalmente, cuando todo funciona bien, yo estoy en reposo.
¡Qué ajena al ser humano era la idea de «reposo»! Y por otra parte no pudo
por menos que considerar divertida la distinción que había hecho el Ingeniero
entre él y los «robots». Peyton continuó con la próxima pregunta que resultaba
obvia:
—¿Y si algo se estropea en usted?
—Nosotros somos dos. El otro está en reposo ahora. Cada uno de nosotros
puede reparar al otro. Esto sólo ha sido necesario una vez desde que existe
Comarre. Hace trescientos años.
Era un sistema sin fallos. Comarre estaba a salvo de accidentes por millones de
años. Los constructores de la ciudad habían colocado en ella estos guardianes
eternos para vigilarla mientras ellos seguían su camino en busca de sus sueños.
No resultaba sorprendente, pues, que mucho tiempo después de que sus
constructores hubieran muerto, Comarre siguiera realizando los extraños
objetivos para los que había sido creada.
¡Qué tragedia que todo este genio se hubiera desperdiciado en algo así!, pensó
Peyton. Los secretos de el Ingeniero podían revolucionar la tecnología de los
robots, podrían dar lugar al nacimiento de un nuevo mundo. Ahora que las
primeras máquinas dotadas de conciencia habían sido construidas, ¿qué límites
quedaban para la ciencia y la técnica?
—Ninguno — dijo el ingeniero de manera inesperada en respuesta a los
pensamientos de Peyton—. Thordarsen me dijo que un día los robots serían más
inteligentes que el hombre.
Resultaba extraño oír a la máquina expresar el nombre de su hacedor. ¡Con
que ése era el sueño de Thordarsen! Su completa inmensidad no acababa todavía
de caer sobre él. Aun cuando había estado semipreparado para cualquier cosa, no
podía, fácilmente, aceptar esas conclusiones. Después de todo, en— — tre el robot
y la mente humana existía un abismo insalvable.
—No mayor que la que existe entre el hombre y los animales de los cuales
desciende, como me explicó Thordarsen en una ocasión. Usted, hombre, no es
más qué un robot muy complejo. Yo soy quizá más simple, pero también más
eficiente. Eso es todo.
Peyton consideró esta declaración con toda la atención que a su juicio merecía.
Sí, verdaderamente el Hombre no era más que un robot muy complejo —una
máquina compuesta de células vivas en vez de cables y transistores —. Un día
podían llegar a fabricarse robots más complejos todavía. Cuando llegara ese día
la supremacía del hdmbre habría terminado. Las máquinas seguirían siendo sus.
sirvientes, pero se trataría de unos servidores más inteligentes que sus amos.
Reinaban la calma y el silencio en la gran sala en cuyos muros se alineaban
filas de analizadores y paneles de control y mando. El Ingeniero vigilaba a Peyton
intensamente mientras sus brazos y tentáculos seguían realizando los trabajos de
reparación.
Peyton comenzaba a desesperar. Notablemente la oposición no había hecho
más que aumentar su determinación. De un modo u otro tenía que descubrir
cómo estaba construido el Ingeniero. No hacerlo significaría desperdiciar toda!
su vida tratando de competir con el genio de Thordarsen para hacer algo que éste
ya había hecho. Peyton comprendió que sus esfuerzos resultarían inútiles. El
robot siempre se le adelantaba.
—No puede usted hacer planes contra mí. Si trata usted de escapar por la
puerta arrojaré a sus pies esta dínamo. Mi probable error, a esta distancia, es
menor a medio centímetro.
No había forma de escapar al analizador de pensamientos. Apenas el plan se
estaba conformando en la mente de Peyton, cuando ya lo conocía el Ingeniero.
Ambos, de repente, se sintieron igualmente sorprendidos por la interrupción.
Fue como un repentino relámpago dorado, y media tonelada de huesos y carne,
marchando a setenta kilómetros por hora, cayó sobre el robot.
Por un momento hubo un tremendo agitarse de tentáculos. Después, con un
ruido como el desplomarse de una muralla, el Ingeniero quedó tumbado en el
suelo. Leo, lamiéndose sus garras concienzudamente, se dejó caer sobre la
derrumbada máquina.
No podía comprender qué tipo de extraño animal era aquel monstruo brillante
que había estado amenazando a su dueño. Su piel era la más dura que había
encontrado desde un malhadado tropiezo con un rinoceronte, hacía ya muchos
años.
—i Buen muchacho! —gritó Peyton dirigiéndose al león con entusiasmo—.
¡Mantenlo en el suelo!
El Ingeniero se había roto algunos de sus miembros mayores y los tentáculos
eran demasiado débiles para poder causar daño alguno al león. Una vez más,
Peyton se dio cuenta de lo insustituible de su bolsa de herramientas. Guando
terminó su trabajo, el Ingeniero era un inválido incapaz de moverse aun cuando
había cuidado de no dañar ninguno de sus circuitos «neurales». Eso, en cierto
modo, hubiera sido casi como cometer un asesinato.
—¡Puedes dejarlo ahora, Leo! —le dijo al león una vez que su trabajo estuvo
concluido.
El león obedeció como a disgusto.
—Siento mucho haber tenido que hacerle a usted una cosa así — dijo Peyton
hipócritamente —, pero confío en que se dará cuenta de mi punto de vista. ¿Puede
usted hablar?
—Sí —replicó el Ingeniero—. ¿Qué es lo que intenta hacer usted ahora?
Peyton sonrió. Cinco minutos antes era él quien tenía que hacer preguntas
pues el robot se sabía todas las respuestas. Ahora habían cambiado las cosas. No
obstante, no pudo menos que preguntarse cuánto tiempo tardaría en hacer su
aparición el otro Ingeniero, el gemelo del robot del que acababa de librarse
gracias a la circunstancial e imprevista ayuda de su amigo el león. Aunque estaba
convencido de que, en caso de necesidad, Leo podía dominar la situación si todo
era cuestión de fuerza física. Pero lo más probable era que el otro robot estuviera
ya advertido y pudiera hacer que las cosas se volvieran muy desagradables para
ellos. Entre otras cosas podía apagar las luces.
Los tubos fluorescentes, en efecto, se apagaron y cayó la oscuridad. Leo lanzó
una rugido de disgusto. Un tanto aburrido Peyton sacó su linterna y la encendió.
—No me importa gran cosa que apague las luces o no — dijo dirigiéndose al
robot—. Así que creo que no perdería nada con encenderlas de nuevo.
El Ingeniero no dijo nada pero seguidamente las luces volvieron a encenderse.
¿Cómo puede uno luchar contra un enemigo, pensó Peyton, que puede leer
nuestros pensamientos y por lo tanto puede prever lo que uno va a hacer incluso
en propia defensa? Tenía que evitar pensar ninguna idea que pudiera resultar en
su propio perjuicio, como por ejemplo... —se detuvo en el momento preciso—.
Durante un momento bloqueó sus pensamientos tratando de integrar
mentalmente la función de Omega de Armstrong. Después pudo hacerse de nuevo
con el control de su mente.
—Mire —dijo por fin—, estoy dispuesto a hacer un trato.
—¿Qué es eso? No conozco la palabra.
—No importa —replicó Peyton rápidamente—. Lo que sugiero es lo siguiente:
déjeme despertar a los hombres que están atrapados aquí, deme los planos de sus
circuitos fundamentales y me marcharé de aquí sin tocar nada. Usted habrá
obedecido a sus constructores y no se habrá causado daño a nadie ni a nada.
Un ser humano hubiera discutido la cuestión antes de aceptarla o rechazarla,
pero el robot no lo hizo. Su mente tardaba sólo una fracción de segundo en
analizar una situación por muy complicada que fuese, y por muchos que fueran
los factores involucrados en su solución.
—Muy bien. Puedo leer en su cerebro que está usted dispuesto a cumplir el
acuerdo. Pero, ¿qué significa exactamente la palabra «chantaje»?
Peyton se ruborizó.
—No tiene importancia —dijo rápidamente—. No es más que una expresión
humana bastante corriente. Supongo que su... eh... su colega estará aqui de un
momento a otro.
—Lleva ya algún tiempo esperando fuera —replicó el robot—. ¿Mantendrá
usted a su perro bajo control?
Peyton se sonrió. Había sido esperar demasiado que un robot entendiera de
zoología.
—El león, quiero decir, si es así como se llama —se auto— corrigió el robot
después de haber leído los pensamientos de Peyton.
Éste le dirigió unas palabras al león y, para estar seguro de que le obedecería,
enredó sus dedos en la melena de la fiera. Antes de que pudiera expresar la
invitación con sus labios, el segundo robot la leyó en su mente y entró
silenciosamente en la habitación. Leo gruñó y trató de escapar de las manos de
Peyton para lanzarse contra el nuevo extraño ser metálico, pero Peyton logró
calmarlo.
En todos los aspectos el Ingeniero II era un duplicado de su colega. En el
mismo momento en que se dirigió hacia él el robot penetró en sus pensamientos
con esa desconcertante exactitud a la que Peyton jamás podría acostumbrarse.
—Ya veo que quiere visitar a los que sueñan —dijo—. Sígame.
Peyton se sentía eansado de que todo el mundo le diera órdenes. ¿Por qué
razón los robots nunca pedían las cosas por favor?
—Sígame, por favor — repitió la máquina sin dar el menor énfasis a su
pronunciación.
Peyton lo hizo así.
Una vez más se encontró en el corredor de los cientos y cientos de puertas
mostrando el emblema de la amapola... o en otro similar. El robot le condujo a
una de las puertas que no se distinguía lo más mínimo de las otras, y se detuvo
frente a ella.
La puerta metálica se abrió silenciosamente. No sin ciertas reservas, Peyton
penetró en la habitación sumida en una semi— penumbra.
En el diván había acostado un hombre muy viejo. A primera vista parecía
muerto. Ciertamente que su respiración había sido disminuida hasta un punto
mínimo cerca del cese total. Peyton se lo quedó mirando por un momento.
Después se dirigió al Ingeniero II:
—¡Despiértelo!
En algún lugar, en lo más profundo y recóndito de la ciudad, se cortó la
corriente de impulsos enviada por medio de un proyector de pensamientos. Un
universo, que nunca había existido más que en los sueños del hombre dormido,
se derrumbó por completo.
Desde el sofá dos ojos ardientes se quedaron mirando a Peyton. En ellos se
reflejaba la locura. Parecían mirar a través de él, más allá de su cuerpo. De los
labios delgados y débiles brdtó un torrente de palabras confusas que Peyton no
pudo entender apenas. Una y otra vez el hombre repetía nombres de gentes y
lugares que debían ser los de gentes y lugares que habían formado parte del sueño
del que acababa de ser despertado inesperadamente, sin contar para nada con su
voluntad. Sus palabras y su aspecto eran, al mismo tiempo, horribles y patéticos.
—¡Cállese de una vez! —le gritó Peyton enérgicamente—. Usted acaba de ser
devuelto a la realidad.
Por vez primera, los ojos brillantes y furiosos parecieron verle, mientras, con
un esfuerzo inmenso, el hombre se alzaba de la cama.
—¿Quién es usted?„-murmuró.
Antes de que Peyton pudiera responderle nada, el hombre continuó con voz
apagada, llena de dudas, como si no comprendiera en absoluto lo que acababa de
sucederle:
—¡Esto tiene que ser una pesadilla...! ¡Márchese, márchese! ¡Déjeme
despertar!
Venciendo su repulsión, Peyton, afectuosamente puso su mano sobre el
hombro huesudo del desgraciado.
—No, no es una pesadilla. No tiene que despertar, ya está usted despierto —le
explicó—. ¿Es q.ue no recuerda nada de lo que le ha sucedido?
El anciano parecía no oírlo.
—Sí, sí... Tiene que ser una pesadilla... Una pesadilla...
Pero ¿por qué no puedo despertarme? Nyran, Cressidor, ¿dónde estáis? ¡Os
habéis alejado de mí y no puedo encontraros!
Peyton se quedó un buen rato, tanto como pudo soportar, al lado del hombre.
Pero nada de lo que le dijo consiguió atraer de nuevo su atención.
Con el corazón enfermo de tristeza se dirigió al robot:
—¡Duérmalo de nuevo! —le ordenó.
7. El tercer Renacimiento

LENTAMENTE CESÓ EL DESVARÍO. El delicado cuerpo del anciano se dejó caer


de nuevo en el diván y una vez más el rostro arrugado se convirtió en una máscara
impasible e inexpresiva.
—¿Están todos tan locos como éste? — preguntó Peyton al cabo de un rato.
—¡Pero si no está loco!
—¿Qué es lo que quiere decir? ¡Claro que lo está! ¡Completamente loco!
—Lleva en trance muchos años. Supóngase usted que se traslada a un país
lejano y exótico y cambia por completo su forma de vivir y olvida todo lo que
conoció anteriormente en su vida previa. Lo más posible es que no tuviera más
conocimiento de ella del que ahora puede tener de su primera niñez.
»Si por un milagro cualquiera —continuó el Ingeniero II — fuera usted
regresado, de repente, a tiempos anteriores, a su vida pasada, no cabe la menor
duda de que se comportaría usted como lo ha hecho este hombre al ser
despertado. Recuérdelo: su vida soñada es completamente real para él y la lleva
viviendo muchos años sin interrupción.
Lo que decía el robot era cierto, indiscutible. Pero, ¿cómo podía el Ingeniero
poseer esa intuición, ese conocimiento de la naturaleza humana? Peyton se volvió
sorprendido, pero, como de costumbre, no tuvo la menor necesidad de poner su
pregunta en palabras. El robot se le anticipó, dando respuesta a la pregunta
formulada en su cerebro.
—Thordarsen me lo explicó hace unos días, mientras estábamos construyendo
Comarre. En esos tiempos ya había algunos durmientes que llevaban soñando, en
trance, veinte años.
—¿Hace unos días?
—Quinientos años, diría usted.
Esas palabras llevaron un cuadro extraño al cerebro dePeyton. Podía ver, como
si lo tuviera delante de los ojos, al genio solitario que había sido Thordarsen
trabajando allí, en la ciudad por él creada en medio de sus robots, seguramente
sin la menor compañía humana. En cuanto al resto, ya debía hacer mucho tiempo
que marcharon en busca de la realización de sus sueños.
Posiblemente Thordarsen nunca lo hizo. Se quedó allí, pues el deseo de crear
le ataba al mundo y le seguiría atando al menos mientras no hubiera acabado por
completo su trabajo. Los dos Ingenieros, su mayor logro científico y,
posiblemente, el más maravilloso de los resultados conseguidos hasta entonces
por la electrónica y la cibernética de que el mundo tenía noticia, fueron su última
obra maestra.
Tristeza y piedad invadieron el alma de Peyton. Más que nunca estaba
determinado a que la obra de ese genio amargado que se había apartado por
completo de la vida, no se perdiera sino que fuera revelada al mundo.
—¿Son todos los durmientes como éste? — preguntó Richard Peyton al robot.
—Todos menos los más nuevos, los últimos que llegaron. Es posible que éstos
aún recuerden sus vidas reales.
—Lléveme a uno de ellos.
La siguiente habitación era idéntica a la que habían abandonado, y el cuerpo
que estaba tendido en el diván correspondía al de un hombre que no debía tener,
a juzgar por su apariencia, más de cuarenta años.
Peyton se volvió al robot.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —le preguntó.
—Llegó hace sólo unas semanas... El único visitante que hemos tenido en
muchos años... ¡hasta que llegó usted!
—¡Despiértelo, por favor!
Los ojos del yaciente se abrieron despacio. No había en ellos
ninguna expresión de locura, tan sólo sorpresa, desencanto y tristeza. Después,
llegó el amanecer del recuerdo, y el hombre se alzó hasta quedar sentado. Sus
primeras palabras fueron completamente racionales.
—¿Por qué me ha despertado? ¿Quién es usted?
—Acabo de escapar de los proyectores de pensamientos —!e explicó Peyton—.
Mi intención es liberar de ellos a todos los que aún pueden ser salvados.
El otro se echó a reír amargamente.
—¡Salvados! ¿Quiere usted decirme de qué? Me ha costado cuarenta años el
escapar del mundo y ahora viene usted y quiere hacerme volver de nuevo a él.
¡Márchese de aquí y déjeme tranquilo!
Peyton no estaba dispuesto a darse por vencido tan fácilmente ni tampoco a
retirarse sin lucha.
—¿Cree usted que este mundo ficticio, soñado, formado sólo con los propios
deseos y pensamientos es mejor que la realidad? ¿Es que no siente el menor deseo
de escapar de esta ficción y volver a la realidad?
De nuevo el hombre se echó a reír aunque no había en su risa el menor rastro
de humor.
—Pata mí, Comarre es la realidad. El mundo nunca me dio nada, así que, ¿por
qué razón habría de querer volver a él? Aquí he encontrado la paz y eso es todo lo
que necesito.
Repentinamente, Peyton giró sobre sus talones y salió de la habitación. Tras él
oyó cómo el hombre se dejaba caer en la cama y volvía a sus sueños con un suspiro
de satisfacción. Peyton comprendió que había sido derrotado, vencido
inexorablemente. Y comprendió también, en ese momento, por qué había
deseado despertar a los otros antes de marcharse de allí, posiblemente para
siempre.
No, no lo había hecho impulsado por ningún sentimiento del deber, sino por
su propio orgullo. Había deseado convencerse a sí mismo de que Comarre era
algo maligno y satánico. Pero ahora comprendía que no era así. Siempre habría
gentes, incluso cuando se alcanzara la utopía, a las que el mundo no tenía nada
que ofrecer sino tristeza y desilusión. Para estas gentes no había nada mejor que
Comarre.
Seguramente, con el transcurrir del tiempo, el número de estas personas sería
cada vez menor. En las Eras tenebrosas de los pasados siglos, unos mil años antes,
la mayor parte de la humanidad había sufrido de una u otra desgracia. Y, por
espléndido que se ofreciera el futuro del mundo, siempre seguirían
produciéndose algunas tragedias. ¿Por qué razón debía condenarse a Comarre a
la destrucción sólo porque ofrecía a esas personas la única esperanza de paz?
No probaría a realizar allí ningún nuevo experimento. Su propia fe, tan firme,
así como su confianza, habían sufrido una tremenda sacudida, tanto que las hacía
vacilar y resquebrajarse. Y, por otra parte, los soñadores de Comarre a los que
despertara de sus sueños no le quedarían agradecidos por haberlos hecho
regresar de nuevo a un mundo de dolor e infortunio.
Se volvió de nuevo al Ingeniero. El deseo de abandonar la ciudad había crecido
intensamente en su corazón en los últimos pocos minutos, pero la parte más
importante de su trabajo estaba aún por realizar. Como era usual, el robot adivinó
sus pensamientos.
—Tengo lo que desea —le dijo—. Sígame.
Contrariamente a lo que Peyton había esperado, no le condujo de regreso al
piso donde estaban los instrumentos y aparatos y el núcleo del equipo de control.
Cuando terminó su marcha, se encontraron mucho más en la cumbre de la ciudad
de lo que Peyton jamás estuviera, en una pequeña habitación circular que supuso
debía hallarse en el verdadero cénit de la edificación. No había ventana alguna,
salvo unos paneles generalmente opacos, pero que podían convertirse en
transparentes mediante el empleo de ciertos sistemas desconocidos.
Se trataba, de eso no cabía duda, de un estudio de trabajo y Peyton lo recorrió
con los ojos, lleno de emoción cuando comprendió quién era la persona que había
trabajado allí, muchos siglos antes. Las paredes estaban llenas de estanterías en
las que se alineaban antiguos libros de texto que no habían sido tocados en los
últimos quinientos años. Y, sin embargo, parecía que Thordarsen hubiese estado
trabajando allí apenas unas horas antes. Incluso había un circuito esbozado en
uno de los tableros de dibujo próximos a la pared.
—Parece como si hubiera sido interrumpido en su trabajo — comentó Peyton
como si hablara consigo mismo.
—Y así fue — le respondió el robot.
—¿Qué quiere usted decir? ¿Se unió a los demás una vez hubo terminado de
construirles a ustedes?
Resultaba imposible aceptar que no hubiera la menor emoción en la respuesta,
pero así fue. Las palabras fueron pronunciadas en el mismo tono desprovisto de
pasión, de emoción, que el robot había empleado en todo momento, fueren cuales
fuesen sus términos.
—Cuando nos terminó de hacer, Thordarsen aún seguía sin sentirse satisfecho
del todo. No era como los demás. Con frecuencia nos habló de que había
encontrado la felicidad en Comarre o, mejor dicho, construyendo Comarre. Una
y otra vez añrmaba estar a punto de unirse a los demás Decadentes, pero siempre
encontraba algo nuevo que hacer. Así continuó hasta que llegó un día en que lo
encontramos caído en su habitación. Se había parado. La palabra que veo en su
mente es «muerte», pero nosotros no tenemos una idea para esa palabra.
Peyton guardó silencio. Le pareció que el fin del científico no había sido
innoble. La amargura que había oscurecido su vida había sido iluminada al fin.
Había conocido la alegría de la creación. De todos los artistas que habían llegado
a Comarre, él había sido el más grande, el mejor. Y ahora su obra no se perdería.
El robot rodó en silencio hacia una mesa de acero y sus tentáculos
desaparecieron en un cajón. Cuando los sacó, llevaba entre ellos un grueso
volumen formado por delgadas páginas de metal. Sin una palabra se lo tendió a
Peyton, quien lo abrió con sus manos temblorosas. Contenía varios miles de
páginas de un material muy delgado y extremadamente resistente.
En la primera página, escrito con mano firme y enérgica, se leían las palabras:

Rolf Thordarsen
Notas sobre Subelectrónica
Comenzadas: Día 2, mes 13, año 2598
Más abajo había otro texto, muy difícil de descifrar y aparentemente escrito a
toda prisa. A medida que lo iba leyendo, la comprensión y el entendimiento
llegaron a Peyton con la claridad y la rapidez de un amanecer ecuatorial.
Decía así:

«Al lector de estas palabras:


Yo, Rolf Thordarsen, no hallando comprensión en mi propia Era, envío este
mensaje al futuro. Si Comarre todavía existe, usted habrá visto mis
realizaciones y mi trabajo, y habrá logrado escapar a las trampas y lazos que
he tendido, dedicados a mentes inferiores. Consecuentemente, está usted
bien dotado para hacer llegar estos conocimientos al mundo. Entréguelos a
los científicos y pídales que los usen sabiamente.
He roto las barreras que existen entre el— Hombre y la Máquina. De ahora
en adelante, ambos deben compartir el futuro por igual.»

Peyton leyó el mensaje varias veces, con el corazón emocionado y enternecido,


al recordar a su antepasado, muerto tanto tiempo atrás. De este modo,
posiblemente mejor que cualquier otro que pudiera haber pensado, Thordarsen
estaba en condiciones de conservar su mensaje a salvo durante siglos sabiendo
que más pronto o más tarde caería en manos de alguien merecedor de recibirlo.
Peyton se preguntó si el plan de Thordarsen había sido establecido ya cuando se
unió a los Decadentes o si se le había ocurrido y se puso a realizarlo en una época
posterior de su vida. Nunca lo sabría.
Volvió a mirar al Ingeniero y pensó en el mundo futuro que se aproximaba,
cuando todos los robots hubieran logrado adquirir conciencia. Y aún dirigió su
mente mucho más lejos, al otro lado de las nieblas del futuro.
Los robots no estaban sometidos a ninguna dé las limitaciones del hombre, a
ninguna de sus miserables debilidades. No dejarían jamás que las pasiones
nublaran la lógica de sus pensamientos, jamás actuarían movidos por el interés,
el egoísmo o la ambición. Serían complementarios del hombre.
Peyton recordó las palabras de Thordarsen: «De ahora en adelante, ambos
deben compartir el futuro por igual».
Peyton dejó de soñar despierto. Todo eso, si llegaba el día, ocurriría después
de varios siglos. Se volvió al Ingeniero II.
—Estoy dispuesto a partir. Pero un día volveré.
—Quédese completamente inmóvil —le ordenó.
Peyton miró al" robot con sorpresa. Después, rápidamente, dirigió su mirada
al techo. También allí estaba la enigmática protuberancia bajo la que se había
encontrado cuando entró en la ciudad' por vez primera, lo que le pareció haber
sucedido siglos antes.
—¡Oiga...! —gritó—. No quiero...
Era ya demasiado tarde. Tras él estaba el telón negro, más negro que la propia
noche. Ante él, el calvero con el bosque al fondo. Atardecía y el sol tocaba ya las
más altas ramas de los árboles.
Oyó de repente un ruido como un golpe seco tras él. Volvió el rostro: un 'león
asustado miraba hacia el bosque con ojos de incredulidad. A Leo, al parecer, no
le había gustado nada su transferencia.
—Ahora ya ha pasado todo, viejo amigo —le dijo Peyton tranquilizándolo —.
No podemos quejarnos de ellos por su interés en librarse de nosotros lo más
rápidamente posible. Al fin y al cabo, entre los dos les causamos problemas y les
estropeamos la casa un poco. Vamos, pongámonos en camino. No quiero pasar la
noche en el bosque.

***

En el otro lado del mundo, un grupo de científicos esperaba con la mayor


paciencia, sin conocer el triunfo de Peyton en toda su extensión. En la Torre
Central, Richard Peyton II acababa de enterarse de que su hijo no había pasado
los dos últimos días con sus primos en Sudamérica, y estaba preparando un
discurso de recibimiento por su regreso, comparable al del hijo pródigo. Muy por
encima de la Tierra, el Consejo Mundial estaba estableciendo planes que muy
pronto serían barridos por la llegada del Tercer Renacimiento. Pero quién era la
causa de todos esos futuros problemas no sabía nada de ello, y, por el momento,
aún le importaba menos.

***

Lentamente, Peyton descendió los escalones de mármol de la misteriosa puerta


cuyo secreto aún no conocía. Leo le seguía un poco rezagado, volviendo de vez en
cuando la cabeza y gruñendo suavemente.
Juntos iniciaron el camino por la carretera metálica, entre los árboles
frondosos. Peyton estaba contento de que el sol no se hubiera puesto todavía. De
noche, esa carretera brillaría a causa de su radiactividad interna, y los árboles
retorcidos que la jalonaban no serían una visión agradable al destacarse sobre el
fondo estrellado del cielo.
En la curva de la carretera se detuvo un rato y se quedó mirando desde lejos la
pared redonda de metal con su única abertura de entrada, negra como la noche,
y cuya apariencia era tan desilusionante. Su sensación de triunfo pareció
desvanecerse. Sabía que mientras viviera jamás podría olvidar lo que había detrás
de esos muros, en aquellas torres: la saciadora promesa de paz y completa
satisfacción.
En lo más profundo de su alma sentía el temor de que ningún triunfo o
satisfacción del mundo exterior podría ofrecer una compensación semejante y tan
sin esfuerzo como ía que brindaba Comarre. Durante un instante tuvo una visión,
una pesadilla, y se vio a sí mismo, destrozado y anciano, recorriendo de nuevo esa
carretera en sentido opuesto para buscar en Comarre el olvido, la paz de sus
sueños completamente satisfechos. Se encogió de hombros y, con un
estremecimiento continuó su camino apartando de su mente esos pensamientos.
Una vez que se vio en la llanura, sintió como un renacer de su espíritu. Volvió
a abrir el precioso libro y hojeó sus páginas microimpresas, embriagándose con
la promesa que en ellas se guardaba. Milenios antes, en otras Eras, las lentas
caravanas habían llegado por esa ruta, portando oro y marfil para Salomón el
Sabio. Pero todos esos tesoros no eran nada en comparación con ese sencillo
volumen, y toda la sabiduría y conocimientos de Salomón no bastaban para
formarse una imagen de lo que sería la nueva civilización, cuya semilla se hallaba
en aquellos escritos.
De pronto Peyton se puso a cantar, cosa que hacía sólo en muy escasas
ocasiones y extremadamente mal. La canción era muy vieja, muy antigua y
provenía de una Era en la que aün no se había descubierto la energía atómica,
mucho antes de los viajes interplanetarios, incluso antes de los primeros vuelos.
Se refería a un cierto barbero de Sevilla, dondequiera que estuviese aquella
Sevilla.
Leo se mantuvo en silencio mientras pudo. Después también él se unió al
joven. El dúo no fue, ciertamente, un éxito.
La noche descendía sobre el bosque y todos sus secretos quedaban ahora más
allá del horizonte. Con el rostro vuelto ha— cia las estrellas y Leo vigilando a su
lado, Peyton durmió perfectamente.
¡Y esa noche no soñó!
FIN
A LA CAÍDA DE LA NOCHE

PRÓLOGO

Ni una sola vez en toda una generación cambió la voz de la ciudad como lo estaba
haciendo en esos momentos. Día y noche, durante el transcurso de Eras y Eras,
la voz se mantuvo idéntica, sin conocer la menor Vacilación. Para millones y
millones de hombres había sido el primero y el último sonido que sus oídos
escucharon. La voz formaba parte de la ciudad, y cuando la voz hubiera cesado,
la ciudad quedaría muerta y las arenas desérticas invadirían implacables las
grandes calles de Diaspar.
Incluso allí, encontrándose a un kilómetro de altura sobre el suelo, el repentino
silencio hizo que Convar se asomara a la terraza, intrigado por el cambio
inesperado.
Muy por debajo de él, los caminos móviles continuaban deslizándose
suavemente entre las filas de los gigantescos edificios. Normalmente, esos
caminos móviles no estaban muy llenos, pero ahora parecían atestados por una
multitud silenciosa. Algo había hecho salir de sus casas a los lánguidos habitantes
de la ciudad. Los caminos móviles los conducían a millares, lentamente, entre las
coloreadas fachadas metálicas. Convar los observó atentamente y se dio cuenta
de que los rostros de esos millares de seres se alzaban al cielo.
Por un momento el terror penetró en su alma... el temor de que, de una vez por
todas, después de todas esas Edades transcurridas, los Invasores hubiesen
regresado a la Tierra.
Tampoco él pudo contenerse y alzó su mirada hacia el firmamento. Y estuvo
observando durante varios minutos hasta que se decidió a buscar a su hijo.
Al principio, Alvin, el muchacho, también se asustó. Las espirales de la ciudad,
que se alzaban sobre las casas, como manchas móviles un kilómetro por debajo
de ellos, formaban parte de la ciudad y de su mundo, pero la cosa que había en el
cielo era algo que escapaba a toda su experiencia y conocimiento. Era mucho
mayor que el mayor de los edificios de la ciudad y su blancura era tan
deslumbrante que hería los ojos. Aun cuando parecía ser un objeto sólido, los
vientos cambiantes modificaban su silueta a los ojos de los observadores.
Alvin sabía que antaño los cielos de la Tierra estuvieron llenos de sombras y
formas extrañas. Desde más allá del espacio llegaban las grandes naves
portadoras de tesoros desconocidos para descargarlos en el puerto de Diaspar.
Pero eso había ocurrido medio billón de años antes. Antes del comenzar de la
historia, el puerto de Diaspar había quedado enterrado bajo las arenas movedizas.
Convar se dirigió a su hijo con un tono triste y conmovido,' en la voz.
—Mira bien esto, Alvin —le dijo—. Quizá sea lo último que conozca el mundo.
En toda mi vida sólo he visto otra cosa igual y fue cuando ellos invadieron los
cielos de la Tierra.
Siguieron mirando en silencio y lo mismo hicieron los millares de seres que
llenaban las calles y las torres de Diaspar, hasta que la última nube desapareció
lentamente del cielo, como si hubiese sido sorbida por el aire caliente y estancado
de los desiertos infinitos.
1. La prisión de DIASPAR

LA LECCIÓN HABÍA TERMINADO. El soporífero murmullo del hip— nono,


alcanzó de repente un tono agudo, de pitido, y cesó de pronto con una triple nota
de mando. Después, la máquina se difuminó y desapareció mientras Alvin seguía
con los ojos perdidos en el vacío y su mente regresaba desde las edades más
remotas para reencontrarse con la realidad.
Jeserac fue el primero en hablar; su voz parecía preocupada y un tanto
insegura.
—Éstos son los ficheros más antiguos del mundo, Alvin. Sólo en ellos está
registrado cómo era la Tierra antes de la llegada de los Invasores. Y muy pocos
son los que han tenido ocasión de verlos.
Lentamente, el muchacho se dio la vuelta para mirar a su profesor. Había algo
en sus ojos que preocupaba al anciano y, una vez más, Jeserac lamentó su acción.
Comenzó a hablar con rapidez, como si quisiera así liberar su conciencia.
—Ya sabes que nunca hablamos de los tiempos antiguos, y si te he mostrado
esos archivos ha sido sólo porque parecías ansioso por verlos. No debes dejar que
te disgusten demasiado. En tanto que sigamos siendo felices, ¿importa mucho
cuál sea la parte del mundo que ocupemos? El pueblo al que hemos estado
vigilando dispone de mucho más espacio, pero se siente mucho menos satisfecho
de lo que estamos nosotros.
¿Era esto cierto?, se preguntó Alvin. Pensó de nuevo en el desierto que rodeaba
a la isla que era Diaspar y su mente regresó al mundo que había sido la Tierra.
Volvió a ver las grandes superficies de las aguas azules, infinitas, mucho más
grandes que las tierras secas, cuyas olas llegaban rodando para acariciar las
playas arenosas y doradas. En sus oídos parecía resonar todavía ese rumor de las
aguas rompiendo contra las playas, que había cesado hacía ya medio millón de
años. Y se acordó de las praderas y los bosqües y de las extrañas bestias que
antaño compartieron el mundo con el hombre.
Todo eso había pasado ya. Nada quedaba de los océanos, salvo los grandes
desiertos salinos, agitados y sacudidos por los vientos. Sal y arena de un Polo a
otro con sólo las luces de Diaspar brillando en medio de ese enorme desierto que
un día acabaría también por engullírsela.
Y ésas eran las últimas cosas que el hombre conservaba, mientras sobre la
tremenda desolación las estrellas olvidadas seguían brillando como siempre.
—Jeserac —dijo finalmente Alvin—, en una ocasión estuve en la Torre de
Loranne. Ya nadie vivía allí, y pude dirigir mi vista por encima del desierto.
Reinaba la oscuridad y no podía ver el suelo, pero el cielo estaba lleno de luces
coloreadas. Lo estuve mirando durante mucho rato y esas luces permanecieron
inmóviles. En vista de ello me alejé de allí. Esas luces eran las estrellas, ¿verdad?
Jeserac se sintió alarmado. Era cosa de investigar detenidamente cómo-había
sido posible que Alvin llegara a la Torre de Loranne. La curiosidad del muchacho
se estaba haciendo peligrosa.
—Sí, esas luces eran las estrellas — respondió brevemente —. ¿Qué ocurre con
ellas?
—Antes solíamos visitarlas, ¿no es verdad?
—Sí — la respuesta llegó después de una larga pausa.
—¿Por qué dejamos de hacerlo? ¿Quiénes fueron los Invasores?
Jeserac se puso de pie. Su respuesta pareció el eco de algo que todos los
maestros del mundo hubieran estado repitiendo a lo largo de todos los tiempos.
—Ya basta por hoy, Alvin. Más tarde, cuando seas mayor ya te explicaré más
cosas, pero por ahora ya es suficiente. Creo que sabes demasiado.
Alvin nunca volvió a plantear de nuevo esa pregunta. Más tarde no tendría
necesidad de una respuesta, que ya sería clara y concisa para él. Y en Diaspar
existían muchas cosas para ocupar la mente, tantas que, durante meses, pareció
olvidar la extraña inquietud que sólo él parecía sentir.
Diaspar era un mundo en sí. Allí el hombre había reunido todos sus tesoros,
todo lo que había podido salvarse de la ruina del pasado. Todas y cada una de las
ciudades antaño existentes, le dieron algo a Diaspar. Incluso antes de que llegaran
los Invasores, el nombre de Diaspar había sido ya conocido en todos los mundos
que el hombre había perdido.
En la construcción de Diaspar se concentraron toda la habilidad, toda la
capacidad y todo el talento artístico de las Eras del Alborear. Cuando esos
maravillosos días se encaminaban a su fin, los hombres geniales remoldearon la
ciudad y la dotaron de las máquinas que habrían de convertirla en inmortal. Aun
cuando todo llegara a ser olvidado, Diaspar seguiría viviendo y conduciría a la
salvación a los descendientes del hombre por la corriente interminable del
tiempo.
Los habitantes de Diaspar se sentían, quizá, tan contentos y satisfechos como
cualquiera de las razas que conoció el mundo. Y, a su manera, eran felices.
Pasaban sus largas vidas entre una belleza jamás superada, pues el trabajo de
millones de siglos fue dedicado a la gloria de Diaspar. Ése era el mundo de Alvin,
un mundo que hacía ya muchas.
Eras históricas se precipitaba, graciosamente, en la decadencia. Esto era algo
de lo que Alvin no tenía una completa noción, pues el presente estaba tan pleno
de maravillas, que resultaba sumamente fácil olvidar el pasado. ¡Había tanto que
hacer, tanto que aprender antes de que los largos siglos de su juventud
transcurrieran en el tiempo!
La música fue la primera de las artes que despertaron su interés y, durante
mucho tiempo, estuvo experimentando con diversos instrumentos. Pero ésta, la
más antigua de todas las artes, se había convertido en algo tan complejo que se
precisaban mil años para dominar todos sus secretos y, en vista de ello, acabó por
abandonar sus ambiciones. Podía escuchar y deleitarse con la música, pero era
incapaz de crearla y sabía que jgé nunca podría hacerlo.
Durante mucho tiempo, el convertidor de pensamientos le causó gran
satisfacción. En sus pantallas había configurado mo— délos, y maquetas de
colores, y formas distintas —deliberadamente o no—, usualmente copias de los
grandes maestros de la antigüedad. Cada vez con mayor frecuencia, se vio
creando paisajes soñados del desvanecido Mundo Hundido y, frecuentemente,
sus pensamientos se volvieron anhelantes hacia las fichas que Jeserac le había
mostrado. Así, la fungible llama de su descontento se agotaba al alcanzar los
niveles de la conciencia, aunque todavía se sentía tremendamente aburrido y
preocupado por la vaga inquietud que frecuentemente le embargaba.
Pero a lo largo de los meses y los años esa inquietud fue aumentando. Antaño,
Alvin se había sentido satisfecho por compartir los placeres y los intereses de
Diaspar, pero sabía que eso no le bastaba ya. Sus horizontes estaban
extendiéndose y el saber que toda su existencia se vería limitada siempre por los
muros de la ciudad se le hizo intolerable. Conocía perfectamente que no había
otra alternativa, pues las arenas del desierto cubrían todo el mundo.
Había visto el desierto tan sólo unas cuantas veces en su vida, y tampoco
conocía a nadie que lo hubiera visto en toda su extensión. El temor de las gentes
hacia el mundo exterior era algo que no podía comprender. Él no lo sentía y sí
solamente curiosidad por el misterio. Y esa llamada se le presentaba, como en
esta ocasión, cada vez que se sentía aburrido de Diaspar.
Los caminos móviles se deslizaban transportando vida y color con las gentes
de la ciudad que se dirigían a resolver sus asuntos. Aquellos con los que se
encontraba, sonreían a Alvin cuando éste se dirigía hacia la Central a gran
velocidad. Algunos lo saludaban llamándolo por su nombre. Antes se había
sentido halagado por el pensamiento de que todo el mundo lo conocía en Diaspar,
pero en estos momentos eso le causaba muy poca satisfacción.
En pocos minutos el canal expreso le sacó fuera del núcleo superpoblado de la
ciudad y sólo había pocas personas al alcance de su vista cuando se detuvo
suavemente en una ancha plataforma de mármol brillantemente coloreado. Los
caminos móviles formaban parte tan integrante de su vida, que Alvin jamás llegó
a imaginar que pudieran existir otras formas de transporte. Un ingeniero del
mundo antiguo se hubiera vuelto loco, poco a poco, al tratar de comprender cómo
una carretera sólida podía estar fija en sus extremos, mientras que su centro se
movía a cientos de kilómetros por hora. Algún día, tal vez, Alvinse sentiría
intrigado por ello, pero en el presente aceptaba su medio ambiente tan libre de
críticas como los demás ciudadanos de Diaspar.
La parte de la ciudad a la que había llegado se hallaba desierta. Aun cuando la
población de Diaspar no se había alterado numéricamente desde hacía milenios,
era costumbre que las familias se mudaran frecuentemente de lugar. Un día, la
marea de la vida volvería a invadir esa zona, pero las grandes torres viviendas
llevaban ya cientos de miles de años abandonadas.
La plataforma de mármol terminaba junto a un muro atravesado por túneles
brillantemente iluminados. Sin vacilación, Alvin eligió uno de ellos y se metió en
él. El campo peristáltico lo captó inmediatamente y le impulsó hacia adelante
mientras se tumbaba, cómodamente, para contemplar lo que le rodeaba.
No parecía posible, en absoluto, que se encontrara en un túnel excavado
profundamente bajo la superficie. El arte que había utilizado Diaspar para sus
cuadros estaba presente con plena intensidad y sobre Alvin los cielos parecían
abiertos a los vientos de la gloria. A su alrededor estaban los edificios en espiral
de la ciudad, resplandecientes bajo la luz solar. No era la ciudad propia, tal y como
él la conocía, sino un Diaspar de remotos tiempos. Y aun cuando la mayor parte
de los grandes edificios le resultaban familiares, había en ellos sutiles diferencias
que aumentaban el interés de la escena. Alvin hubiese querido marchar más
lentamente, pero jamás pudo descubrir un medio de retrasar su avance por el
túnel.
Demasiado pronto para su gusto, se encontró depositado en una amplia
cámara de forma elíptica, completamente rodeada de ventanas. A través de ellas
pudo contemplar un exuberante paisaje de jardines llenos de las más brillantes
flores. Aún había jardines en Diaspar, pero aquéllos existían sólo en la mente del
artista que los había concebido. Ciertamente, ya no existían flores como ésas en
el mundo actual.
Alvin atravesó una de aquellas puertas-ventanas y la ilusión desapareció. Se
halló en un pasaje circular que se curvaba lentamente hacia arribe. Bajo sus pies,
el suelo comenzó a avanzar lentamente como si no deseara conducirlo a su
destino. Dio unos cuantos pasos hasta que su velocidad fue tan grande que
cualquier movimiento por su parte hubiera sido un esfuerzo inútil.
El corredor seguía inclinado hacia arriba y al cabo de unos cien metros formó
un ángulo recto. Pero eso sólo se percibía en su análisis geométrico: para los
sentidos era como si fuese transportado velozmente por un corredor totalmente
plano. El hecho de que estaba viajando realmente en trayectoria vertical, a mi»
les de metros de altura, no le causaba a Alvin el menor sentimiento de
inseguridad, pues no podía pensarse en un fallo del campo polarizante.
De nuevo el corredor comenzó a inclinarse «hacia abajo» hasta que otra vez
formó un ángulo recto. El movimiento del suelo se fue haciendo
imperceptiblemente más lento hasta que se detuvo al final de una amplia sala,
cuyas paredes estaban cubiertas de espejos. Alvin sabía que en esos momentos se
encontraba en la cúspide de la Torre de Loranne.
Se detuvo por un momento en la sala de los espejos que tenía una fascinación
única. Por lo que Alvin sabía, no había nada comparable en todo Diaspar. Debido
a un extraño don del artista, sólo muy pocos de los espejos reflejaban la escena
tal y como era en realidad e incluso éstos cambiaban constantemente su posición.
Alvin estaba convencido de ello. El resto reflejabaalgo y resultaba
verdaderamente desconcertante el verse a sí mismo caminando en medio de un
paisaje siempre cambiante y completamente imaginario. Alvin se preguntó qué
haría si, de pronto, viera a alguien aproximándose a él en ese mundo de espejos,
pero hasta entonces esa situación jamás se había producido.
Cinco minutos más tarde se encontró en una habitación pequeña y desnuda,
por la que soplaba continuamente un viento cálido. Formaba parte del sistema de
ventilación de la torre y el aire en movimiento salía por una serie de amplias
aberturas que horadaban la pared del edificio. Por esos agujeros podía verse el
mundo que existía debajo de Diaspar.
Tal vez sería exagerado decir que Diaspar había sido edificado
deliberadamente para que sus habitantes no pudieran ver nada del mundo
exterior. Resultaba extrañó que desde ninguna otra parte de la ciudad, por lo que
Alvin sabía, pudiera verse el desierto. Las torres más externas de Diaspar
formaban una muralla en torno a la ciudad, vuelta de espaldas al mundo hostil
que quedaba al otro lado. Alvin volvió a pensar en ese pueblo extraño que se
negaba a hablar e, incluso, a pensar en nada situado fuera de su reducido
universo.
A miles de metros por debajo de él, la luz del sol se despedía del desierto. Los
rayos casi horizontales formaban dibujos luminosos en la pared oriental de la
pequeña cámara y la sombra de Alvin se agigantaba monstruosamente detrás de
él. Con la mano protegió sus ojos del brillo del sol y se quedó mirando el campo
por donde, desde hacía un número desconocido de Eras, no había caminado el
hombre.
Realmente no había mucho que ver: sólo las anchas sombras de las dunas
arenosas y, mucho más lejos, hacia el Oeste, una baja hilera de colinas
discontinuas tras las cuales se estaba ocultando el sol. Resultaba extraño pensar
que de los millones de seres humanos que vivían en Diaspar, sólo él había
contemplado este panorama.
No hubo crepúsculo. Al marcharse el sol, la noche cayó repentinamente como
un viento que cruzara el desierto repartiendo las estrellas por el cielo. Arriba,
hacía el Sur, ardía una extraña formación que ya había intrigado anteriormente a
Alvin: un círculo perfecto de seis estrellas de color con una gigantesca estrella
blanca en el centro. Muy pocas otras estrellas tenían tal brillo, pues los grandes
soles que antaño ardieron tan poderosamente en los días de gloria de su juventud,
se apagaban ya, lentamente, camino de su extinción.
Durante mucho tiempo, Alvin estuvo mirando afuera, observando las estrellas
alejadas del Oeste. Allí, en la profunda oscuridad, muy por encima de la ciudad,
su mente parecía trabajar con una claridad supernormal. Había muchos vacíos
en su conocimiento, pero poco a poco el problema de Diaspar se k estaba
revelando.
La raza humana había cambiado y él no. Antaño, aquella curiosidad y deseo de
saber que le diferenciaban del resto de las gentes, había sido un sentimiento
común compartido por todos. Muy atrás en el tiempo, millones de años antes,
debió ocurrir algo que cambió por completo a la humanidad. Esasinexplicables
referencias a los Invasores, ¿contenían tal vez la respuesta?
Era hora de regresar. Cuando se levantó para marcharse, Alvin se sintió
asaltado de repente por un pensamiento que nunca antes se le había ocurrido. El
agujero de ventilación era casi horizontal y de unos cuatro metros
aproximadamente de longitud. Siempre imaginó que debía terminar en la misma
muralla de la torre, pero eso no era más que una simple presunción. En esos
momentos se le ocurrió que existían muchas otras posibilidades. Desde luego era
más que probable que hubiera un obstáculo de cualquier tipo en la abertura, aun
cuando sólo fuese por razones de seguridad. Ahora era ya demasiado tarde para
explorarlo, pero al día siguiente volvería...
Sentía pena por haber tenido que mentir a Jeserac, pero como eL anciano
desaprobaba sus excentricidades, se trataba de una mentira piadosa encaminada
a evitarle un disgusto. Alvin, además, no podía decir con claridad qué era lo que
pensaba descubrir. Sabía perfectamente que si, de un modo u otro, conseguía salir
de Diaspar, tendría que regresar pronto. La excitación propia de un escolar al
pensar en una posible aventura, era su única justificación.
No le resultó difícil abrirse camino a lo largo del túnel, aunque tampoco le
habría sido más fácil el año anterior. El pensamiento de una posible caída desde
una altura de mil quinientos metros no preocupaba en absoluto a Alvin, puesto
que el Hombre había perdido totalmente su temor a las alturas. En realidad, el
salto fue sólo de un metro hasta una amplia terraza que se extendía a izquierda y
derecha por delante de la cara de la torre.
Alvin se deslizó hasta fuera con la sangre latiéndole agitada— mente en las
venas. Ante él, en toda su amplitud, sin la limitación anterior del marco de un
estrecho rectángulo de piedra, se extendía la inmensidad del desierto. Sobre él, la
fachada de la torre se alzaba unos cientos de metros más hacia el cielo. Los
edificios vecinos se extendían al Norte y al Sur, formando una avenida de titanes.
La Torre de Loranne, observó Alvin con interés, no era la única que tenía
aberturas de ventilación sobre el desierto. Por un momento se quedó de pie,
extasiado ante el tremendo paisaje que se abría ante sus ojos; seguidamente
examinó el saliente sobre el que se encontraba.
Tenía algo así como unos seis o siete metros de ancho y terminaba
abruptamente en el vacío. Sin temor alguno, Alvin se
colocó al borde del precipicio y pudo observar que el desierto estaba como a
unos ochocientos metros por debajo de él. No habia la menor oportunidad de
escapar por allí.
Más interesante resultaba el hecho de que en uno de los extremos de la terraza
había una escalera que, aparentemente, conducía a otra terraza, o saliente,
situada unos cien metros más abajo. Los escalones estaban tallados en el muro de
la torre y Alvin se preguntó si llegarían hasta la superficie de la tierra. Era una
oportunidad verdaderamente excitante. En su entusiasmo, no quiso tomar en
cuenta el enorme esfuerzo físico que requería ese descenso de más de mil
quinientos metros.
La escalera, sin embargo, sólo descendía unos cien metros. Se detenía, de
manera repentina, en un gran bloque de piedra que parecía haber sido colocado
allí, adrede, para cortar el paso. No había forma de salvar el obstáculo. Sí, estaba
seguro de que el camino había sido cortado deliberada y concienzudamente.
Alvin se aproximó al obstáculo con un gran desánimo en el corazón. Había
olvidado la completa imposibilidad de subir una escalera de más de un kilómetro
y medio de altura en el caso de que hubiese podido completar el descenso, y sintió
un gran disgüsto al pensar que había llegado tan lejos sólo para toparse cara a
cara con la derrota.
Se acercó a la gran piedra y, entonces, por vez primera, vio el mensaje grabado
en ella. Las letras eran arcaicas, pero pudo descifrarlas con bastante facilidad.
Leyó tres veces la sencilla inscripción. Después sentóse en los bordes de la piedra,
y miró de nuevo el inalcanzable paisaje que se extendía a sus pies. La inscripción
sobre la piedra decía:

HAY UN CAMINO MEJOR DELE MIS SALUDOS AL ARCHIVERO


Alaine de Lyndar
2. El comienzo de la búsqueda

RORDEN, EL ARCHIVERO MAYOR, OCULTÓ SU SORPRESA CUANDO su


visitante se anunció a sí mismo. Reconoció a Alvin al instante y en el mismo
momento que el chico entraba en su despacho, puso la cartulina con su nombre
en la computadora. Tres segundos más tarde, la ficha personal de Alvin estaba en
sus manos.
Según Jeserac, los deberes y obligaciones del Archivero Mayor eran un tanto
misteriosos y por eso Alvin había esperado encontrarse con un hombre rodeado
de un enrevesado sistema de catálogos y fichas. También, sin que pudiera decir a
ciencia cierta por qué razón, creyó que habría de encontrarse con alguien tan viejo
como Jeserac. En vez de ello se vio frente a un hombre de mediana edad en el
interior de una sencilla habitación que no contenía más que una docena de
aparatos de gran tamaño. El saludo con el que recibió a Alvin fue un tanto
ambiguo y formulario. Subrepticiamente, Rorden examinó la ficha personal de
Alvin, que había puesto sobre la mesa, semioculta por otros papeles y
documentos.
—¿Alaine de Lyndar? —dijo—. No, no he oído hablar de él. Pero pronto
podremos saber quién fue.
Alvin lo observó con interés mientras pulsaba unas cuantas teclas en una de
las computadoras. Casi inmediatamente, se produjo el rumor de un campo
sintetizador, apareciendo un trozo de papel.
—Por lo visto, Alaine fue un predecesor mío hace ya muchísimo tiempo. Creo
conocer a todos los Archiveros Mayores que han ocupado este puesto en los
últimos cien millones de años, así que éste deber ser anterior. Hace tanto tiempo
que vivió que sólo se ha archivado su nombre sin ningún otro detalle sobre su
personalidad. ¿Dónde dices que estaba la inscripción?
—En la Torre de Loranne — respondió Alvin después de un momento de
vacilación.
El Archivero pulsó otra serie de teclas, pero en esta ocasión no se produjo el
campo magnético y no brotó ningún papel.
—¿Qué es lo que está haciendo? — preguntó Alvin —. ¿Dónde están sus
ficheros?
El archivero se echó a reír.
—Esto siempre intriga a la gente. Resultaría de todo punto imposible conservar
ficheros escritos de toda la información que necesitamos. Así que los registramos
electrónicamente y por proceso automático se borran después de cierto tiempo,
salvo que exista una razón especial que aconseje su conservación‹a type="note"
l:href="#nota4"›[4]‹/a›. Si Alaine dejó algún mensaje para la posteridad, muy
pronto lo descubriremos.
—¿Cómo?
—No hay nadie en el mundo que pueda explicárselo. Todo lo que sé es que este
aparato es un Asociador. Si se le proporciona un conjunto de datos, el
memorizador electrónico los compara con la suma total del conocimiento
humano archivado hasta sacar las consecuencias lógicas y dar una respuesta
adecuada.
—¿Lleva mucho tiempo?
—En ocasiones he tenido que esperar hasta veinte años antes de conseguir la
respuesta. ¿No desea sentarse? —añadió con voz solemne y acorde con la
expresión de sus ojos.
Alvin nunca se había encontrado anteriormente con nadie como el Archivero
Mayor y se dio cuenta de que sentía simpatía por él. Estaba ya cansado de que
todo el mundo le recordara que era sólo un muchacho, evitando tratarle como un
adulto, y justamente lo contrario era lo que estaba haciendo Rorden.
Una vez más relampagueó el campo magnético sintetizador y Rorden se inclinó
para leer el papel. El mensaje-respuesta debía ser largo, pues tardó varios
minutos en leerlo por completo. Finalmente, se sentó en uno de los sillones de la
habitación y se quedó mirando a su visitante con ojos, que según Alvin notó por
vez primera, tenían una mirada extrañamente escrutadora y desconcertante.
—¿Qué es lo que dice? —preguntó el muchacho incapaz por más tiempo de
contener su curiosidad.
Rorden no respondió. En vez de ello, fue él quien pidió más información.
—¿Por qué quería usted salir de Diaspar? —preguntó con tono tranquilo.
Si hubieran sido Jeserac, o su padre, quienes le hubieran hecho esa pregunta,
Alvin hubiese lanzado por respuesta una serie de medias verdades o mentiras
completas. Pero con este hombre, al que acababa de conocer hacía sólo unos
minutos, no existían las barreras que siempre le separaron de aquellos otros a los
que había conocido de toda la vida.
—No estoy seguro — dijo hablando lentamente, pero sin vacilaciones —.
Siempre sentí ganas de hacerlo. Ya sé que no hay nada fuera de Diaspar, pero de
todos modos quiero salir y cerciorarme por mí mismo.
Miró de reojo a Rorden como si esperara de éste unas palabras de ánimo, pero
la expresión.de los ojos del Archivero Mayor estaba lejana, como perdida. Cuando
por fin miró aAlvín, había una expresión en su rostro que el muchacho no logró
entender por completo, pero en la que descubrió una cierta nota de tristeza, como
si algo le inquietara.
Nadie podía suponer que Rorden había llegado a la más grave crisis de su vida.
Durante miles de años había realizado su trabajo y deberes como intérprete de
las máquinas, una labor que no exigía mucha iniciativa ni grandes dotes
emprendedoras. Un tanto alejado —del tumulto de la ciudad, un tanto solitario
entre sus compañeros, Rorden vivía una existencia feliz y plácida. Y ahora llegaba
este muchacho, para revivir los espíritus de unas épocas que llevaban ya muertas
millones de siglos, y le amenazaba con alterar su tan apreciada tranquilidad
mental.
Sólo unas palabras de desánimo podrían bastar para destruir esa amenaza,
pero al contemplar la expresión ansiosa y desgraciada de los ojos de Alvin, Rorden
se dio cuenta de que no podía elegir el camino más fácil. Incluso sin el mensaje
de Alaine, su conciencia no se lo hubiera permitido.
—Alvin —comenzó—, ya sé que hay muchas cosas que te han venido intrigando.
Sobre todo, supongo, te habrás preguntado por qué vivimos encerrados en
Diaspar cuando antaño el mundo entero no resultaba suficiente para nosotros.
Alvin hizo un movimiento de asentimiento y se preguntó cómo el hombre
podía leer en su mente de manera tan exacta.
—Bien — continuó Rorden —, temo que no voy a poder darte una contestación
completa. No, no me mires con ese aire de desencanto: aún no he terminado.
Todo comenzó cuando el hombre tuvo que pelear contra los Invasores —lo que
fuera o quienes fuesen—. Antes de eso, el hombre trató de extenderse hasta las
estrellas, pero hubo de regresar a la Tierra, rechazado en unas guerras para las
que no estaba preparado y que ni siquiera ahora podemos concebir. Tal vez la
derrota cambió el carácter de la raza humana e hizo que se decidiera a quedarse
para siempre en la Tierra. O tal vez los Invasores le prometieron dejarlos en paz
si se conformaban con quedarse para siempre en su propio planeta. Las razones
no las sabemos. Lo que sí sabemos con seguridad es que comenzó a desarrollarse
una cultura intensamente centralizada de la cual Diaspar no es otra cosa sino su
última expresión.
»Al principio — añadió Rorden, después de una leve pausa— había un buen
número de grandes ciudades, pero finalmente Diaspar las absorbió a todas, pues
parece ser que existía cierta fuerza que empujaba a los hombres a reunirse, como
antes los empujó a buscar la ruta de las estrellas. Muy pocos son los que lo
reconocen, pero todos tenemos miedo del mundo externo y una tendencia a
conformarnos con lo que conocemos y sabemos. Ese miedo, posiblemente, es
irracional, y también es posible que tenga sus raíces en la historia; pero de lo que
no cabe duda es de que constituye una de las fuerzas más potentes, capaz de
controlar nuestras vidas.
—En ese caso, ¿por qué no siento yo de ese modo?
—¿Quieres decir que la idea de abandonar Diaspar, donde tienes todo lo que
necesitas y te encuentras entre tus amigos, no te llena de algo parecido al terror?
—No.
El Archivero se sonrió con cierto sarcasmo.
—Siento mucho no poder decir lo mismo. Pero al menos me hago cargo de tu
punto de vista y lo aprecio en lo que vale, aun cuando no pueda compartirlo. En
otras circunstancias es muy posible que tuviera dudas sobre si ayudarte o no, pero
esaa dudas no existen desde que he visto el mensaje de Alaine.
—Aún no me ha dicho lo que dice.
Rorden se echó a reír.
—Ni lo haré hasta que no seas bastante mayor. Pero sí te diré de qué trata.
Alaine anticipó la posibilidad de que alguien como tú podría nacer en edades
futuras. Comprendió que existí tía la posibilidad de que intentara escapar de la
ciudad y se dispuso a ayudarle. Creo que por cualquier otra parte que hubieras
intentado salir habrías encontrado, igualmente, una inscripción remitiéndote al
Archivero Mayor. Sabía Alaine que éste le plantearía la pregunta a sus máquinas;
dejó un mensaje de seguridad entre los miles y millones de fichas y registros
existentes. Una ficha que sólo podrá ser encontrada si el Asociador la busca
deliberadamente. El mensaje pide a todo archivero que ayude a quien desee salir
incluso en el caso de que él, personalmente, esté en desacuerdo con esa idea y la
desapruebe. Alaine creía que la raza humana estaba entrando en un período de
decadencia y deseaba ayudar a quienquiera que fuese que intentara regenerarla.
¿Me sigues?
Alvin asintió gravemente con un movimiento de cabeza y Rorden continuó.
—Espero que estuviera equivocado. No creo que la humanidad Sea decadente,
sino que simplemente está alterada. Tú, desde luego, estarás de acuerdo con
Alaine, pero no lo hagas tan sólo movido por la idea de que es agradable y positivo
el ser distinto a los demás. Nos sentimos felices, y si es verdad que i hemos
perdido algo no nos damos cuenta de ello.
» Alaine dejó un mensaje muy largo —siguió el Archivero Mayor —, pero, en
resumen, lo más importante de él viene a decir lo siguiente: hay tres caminos
para salir de Diaspar. No dice a dónde conducen ni tampoco da indicio alguno
sobre la forma de localizarlos, aun cuándo sí hay algunas referencias oscuras.
Tendré que meditar sobre el asunto. Pero incluso en el caso de que diga la verdad,
eres demasiado joven todavía para abandonar la ciudad. Mañana hablaré con tu
familia. ¡No, no temas, no voy a descubrirte! Ahora creo que debes dejarme.
Tengo muchas cosas en qué pensar.
Rorden se sintió verdaderamente embarazado ante las muestras de gratitud
del muchacho. Después de que Alvin hubo salido, siguió sentado un buen rato
preguntándose si, después de todo, había actuado correctamente.
No cabía duda de que el joven era un ente atávico, una regresión a las grandes
Edades del pasado. Cada pocas generaciones surgían' mentes semejantes a
aquellas privilegiadas que conocieron los tiempos pasados. Nacidos fuera de su
época, podían ejercer muy escasa influencia en un mundo pacífico y ensoñador
como era Diaspar. El declinar lento, pero prolongado de la voluntad humana
había avanzado excesivamente, lo suficiente como para sobrepasar a cualquier
individuo genial, por brillante que fuese. Después de varios siglos de inquietud,
esos individuos diferenciados aceptaban su suerte y cesaban de luchar, contra esa
voluntad. Cuando Alvin se diera cuenta de su posición, ¿comprendería que su
única esperanza de felicidad consistía en conformarse con el mundo en que le
había tocado vivir? Rorden se preguntaba si, al fin y al cabo, no hubiera resultado
más beneficioso para el joven el encontrarse con el desánimo desde el principio.
Pero, de todos modos, ya era demasiado tarde para ello. Alaine se había ocupado
de que las cosas fuesen cómo eran.
El antiguo Archivero Mayor debió haber sido un hombre extremadamente
notable, quizá también un atávico. ¿Cuántas veces en el transcurrir de siglos y
milenios habían leído el mensaje otros Archiveros y habían actuado según sus
instrucciones para bien o para mal? Estaba convencido de que si anteriormente
se había dado algún caso semejante, debía estar registrado en la conciencia
electrónica de las máquinas.
Durante un momento, Rorden se concentró profundamente en sus
pensamientos. Después, lentamente al principio pero con confianza creciente a
continuación, comenzó a ubicar pregunta tras pregunta en sus aparatos, hasta
que todos los Asociadores de la sala se encontraron trabajando a plena capacidad.
Por medios que en esos momentos estaban por encima de la capacidad de
comprensión del hombre, billones y billones de datos y hechos fueron pasando
por los analizadores. No le quedaba otra cosa que hacer sino esperar las
respuestas...
En años subsiguientes, Alvin tuvo frecuentes ocasiones de maravillarse de su
fortuna. Si el Archivero Mayor hubiera sido poco amable con él, su tarea ni
siquiera habría comenzado realmente. Pero Rorden, pese a la diferencia de edad
que había entre él y el muchacho, compartía de algún modo su propia curiosidad.
En el caso de Rorden se trataba sólo del deseo de descubrir conocimientos
olvidados o perdidos. Conocimientos de los que jarfiás haría uso, pues, como el
resto de Diaspar, sentía ese común temor por el mundo externo que Alvin
encontraba tan poco comprensible. Así, por muy estrecha que se fuese haciendo
su amistad, siempre aparecía entre ellos esa barrera que nada podía derrumbar.
La vida de Alvin quedó dividida en dos partes totalmente distintas. Continuó
sus estudios con Jeserac, adquiriendo el inmenso e intrincado conocimiento de
las gentes, lugares y costumbres, sin el cual nadie podía representar un papel
digno en la vida de la ciudad. Jeserac era un profesor, un tutor, concienzudo pero
un tanto perezoso. Con tantos siglos por delante, pensaba, no corría la menor
prisa completar la educación de su discípulo. En realidad, se sentía bastante
satisfecho de que Alvin hubiera hecho amistad con el Archivero Mayor, personaje
considerado con cierto temor y respeto por el resto de los habitantes de Diaspar,
ya que era el único que tenía acceso directo a los conocimientos del pasado.
Lentamente, Alvin se fue dando cuenta de qué enorme y qué incompleto era
ese conocimiento. Pese a los circuitos cancelados que eliminaban toda
información tan pronto como se consideraba anticuada e inútil, los registros
principales contenían como mínimo, de acuerdo con la más restringida
estimación, cien tri— Uones de datos. Rorden no sabía si existía un límite para la
capacidad de sus máquinas. Ese conocimiento se había perdido con el secreto de
su forma operacional.
Los asociadores eran continuo motivo de asombro para Alvin, quien hubiera
deseado pasar horas y horas formulando preguntas por medio de su teclado.
Resultaba curioso comprobar que las personas cuyos nombres empezaban con
«S» tenían una marcada tendencia a vivir en la parte oriental de la ciudad, aun
cuando la máquina se apresuraba a añadir que ese dato carecía de importancia
estadística. Rápidamente, Alvin acumuló un amplio conocimiento de
hechosigualmente inútiles, que utilizaba para impresionar a sus amigos. Al
mismo tiempo, guiado por Rorden, estaba aprendiendo todo lo que se conocía de
las Eras de los Albores, pues Rorden había insistido en que necesitaría años de
preparación antes de que pudiera realizar su deseo de dejar la ciudad. Alvin se
daba cuenta de la verdad que había en esa aseveración, aun cuando a veces se
rebelaba contra la espera. Mas, después de algún rato de reflexión, abandonaba
toda esperanza de adquirir conocimientos de modo prematuro.
Un día en que Rorden estaba realizando una de sus contadas visitas al centro
de administración de la ciudad, Alvin se quedó solo en la cámara de las máquinas.
La tentación fue tan grande que no pudo resistirla y ordenó a los asociadores que
buscaran el mensaje de Alaine.
Cuando Rorden regreso se encontró con un muchacho mor— talmente
asustado, que trataba de descubrir por qué todas las máquinas se habían
paralizado por completo. Para alivio de Alvin, Rorden no hizo más que reírse y
después pulsó algunas teclas, con lo que restableció el orden alterado. Después,
se volvió al culpable del desbarajuste y trató de endilgarle una severa reprimenda.
—¡Que esto sea una lección para ti, Alvin! Ya esperaba una cosa así, por lo que
antes de irme, dejé bloqueados todos aquellos circuitos que no deseaba que
exploraras por tu cuenta. Ese bloqueo será mantenido en tanto yo no considere
que estás lo suficientemente maduro como para 'que su conocimiento no te cause
trastorno.
Alvin se puso cariacontecido y guardó silencio con gesto dócil. A partir de ese
momento no trató de realizar ninguna otra excursión por los circuitos que
conducían a objetivos de momento prohibidos.
3. La tumba de YARLAN ZEY

DURANTE TRES AÑOS, RORDEN NO HIZO SINO LIGERAS REFERENCIAS


casuales al propósito de su trabajo. El tiempo transcurría con bastante rapidez,
pues había muchas cosas que aprender y el conocimiento de que su meta no era
totalmente inalcanzable daba paciencia a Alvin. Así, un buen día, cuando
estaba.tratando de comparar dos mapas dispares del mundo antiguo, el asociador
principal comenzó a reclamar atención. Rorden se apresuró a dirigirse a la
máquina y regresó con una larga tira de papel totalmente cubierta de escritura.
La leyó rápidamente y se quedó mirando a Alvin con una sonrisa en los labios.
—Pronto podremos saber si el primer camino sigue abierto todavía —le
informó con calma.
Alvin pegó un salto, esparciendo los mapas en todas direcciones.
—¿Dónde está? —preguntó apresuradamente.
Rorden se echó a reír y empujó al muchacho para que se sentara de nuevo en
la silla.
—No te he tenido esperando todo este tiempo por deseo personal — dijo —
aunque es cierto que eres todavía demasiado joven para abandonar Diaspar, en
el supuesto de que supiéramos cómo podrías hacerlo. Pero ésta no es la única
razón por. la que has tenido que esperar. El primer día que viniste a verme puse
en funcionamiento las máquinas para que buscaran por todos los registros a fin
de que dieran con alguna referencia que nos ayudara a descubrir si alguien había
intentado salir de Diaspar después de la época de Alaine. Pensé que quizá no eras
el primero en intentarlo, y no me equivoqué. Hubo varios, el último de ellos hace
como unos quince millones de años. Todos fueron muy precavidos y no nos han
querido dejar indicios ni claves, con lo que creo adivinar la influencia de Alaine.
En su mensaje subrayaba que sólo a aquéllos que buscan por sí mismos debe
serles permitido encontrar el camino, así que tuve que explorar muchos callejones
que no llevaban a ninguna parte. Sabía que el secreto había sido ocultado
cuidadosamente, pero no lo suficientemente como para que resultara imposible
hallarlo.
»Hace algo así como un año — siguió explicando — comencé a pensar en la
idea del transporte. Resultaba obvio que antaño Diaspar tuviera importantes
lazos y contactos con el mundo externo e, incluso, aun cuando el mismo puerto
fue enterrado por la arena-del desierto hace muchas Eras, pensé que bien podría
haber otros medios de viajar. Exactamente al comienzo me di cuenta de que los
asociadores no respondían a preguntas directas: Alaine, sin duda, puso un
bloqueo, exactamente como yo hice contigo para tu propio beneficio.
Desgraciadamente yo no puedo hacer desaparecer el bloqueo de Alaine, así que
tuve que decidirme a emplear métodos indirectos. Si antaño hubo un sistema de
transporte que conducía al exterior lo cierto es que ahora no queda ni el menor
rastro de ello. Por lo tanto, si existe la manera, ha sido borrada deliberadamente.
Puse en acción los asociadores para que realizaran sus investigaciones y nos
informaran de todas las grandes operaciones de ingeniería realizadas en la
Ciudad desde que se estableció el Departamento de registros. Éste es un informe
sobre la construcción de Central Park y Alaine le había añadido una nota que él
redactó personalmente. Tan pronto como dio con su nombre, desde luego, la
máquina supo que había de terminar su búsqueda y puso en marcha su llamada
para que me enterara de ello.
Rorden miró el papel como si volviera a leer una parte de su contenido.
Prosiguió:
—Siempre consideramos normal que todos los caminos móviles converjan en
el Parque. Y, sin embargo, esa circunstancia no es completamente normal, pues
este informe dice que el Parque fue construido después de la fundación de la
ciudad, realmente muchos millones de años después. Consecuentemente los
caminos móviles debieron conducir anteriormente a alguna otra parte.
—¿A un aeropuerto, tal vez?
—No, los vuelos sobre la ciudad nunca fueron permitidos, salvo en tiempos ya
muy remotos, antes de que los caminos móviles fuesen construidos. ¡Diaspar no
es tan vieja! ¡Pero escucha lo que dice la nota de Alaine...!
Rolden comenzó a leer:
—«Cuando el desierto cubrió el puerto de Diaspar, el sistema de emergencia
que había sido construido contra esa eventualidad estuvo en condiciones de
hacerse cargo del resto del transporte. Finalmente fue cerrado por Yarlan Zey, el
constructor del Parque, y continuó sin ser utilizado desde el período de la
Migración.»
Alvin se le quedó mirando un tanto intrigado.
—Realmente eso no me dice gran cosa —se quejó.
Rorden sonrió.
—Me parece que has dejado a los asociadores que se hagan cargo de pensar por
ti más de lo que debieras — le amonestó cordialmente —. Al igual que el resto de
la declaración de Alaine, este párrafo es, también, deliberadamente oscuro para
que las personas no capacitadas no puedan obtener de él grandes resultados.
Pero, a mi entender, ya nos aclara bastante. ¿No te dice nada el nombre de Yarlan
Zey?
—Creo que empiezo a entenderle. ¿Tal vez se refiere al Monumento?
—Sí. Se encuentra exactamente en el centro geométrico del Parque. Si se
prolongan los caminos móviles todos acaban por coincidir en ese punto. Es muy
posible que en tiempos ya muy lejanos realmente terminaran allí.
Alvin se puso en pie súbitamente.
—¡Vayamos a comprobarlo! —exclamó.
Rorden negó con la cabeza.
—Has visto la tumba de Yarlan Zey muchas veces y no has notado nunca en
ella nada que se salga de lo corriente. Antes de precipitarnos hacia allí, ¿no opinas
que sería mejor que volviéramos a preguntarles a las máquinas?
Alvin no tuvo más remedio que reconocer que su amigo tema razón, y, así,
mientras esperaban, comenzó a leer el informe que el asociador les había
facilitado anteriormente.
—Rorden —le preguntó—, ¿qué quería decir Alaine.al referirse a la Migración?
—Se trata de un término usado frecuentemente en los más antiguos registros
—le respondió el Archivero Mayor—. Se refiere a la época lejana cuando las otras
ciudades ya habían ¿n— trado en franca decadencia y toda la raza humana se
dirigía a Diaspar para concentrarse aquí.
—¿Significa eso que el «sistema de emergencia», cualquiera que sea, conduce
a ellas? —Casi con toda seguridad. Alvin meditó durante un rato.
—¿Quiere decir con eso que, aunque encontremos el sistema, sólo nos llevará
a cierto número de ciudades en ruinas?
—Incluso dudo que consigamos eso —replicó Rorden—. Cuando esas ciudades
fueron abandonadas, las máquinas dejaron de funcionar y, con toda seguridad,
hoy deben estar plenamente enterradas, tragadas por el desierto.
Alvin se negó a admitir ese desolador balance.
—¡Pero, en.ese caso, Alaine ya lo sabría! —protestó.
Rorden se encogió de hombros.
—No podemos hacer otra cosa sino lanzarnos al terreno de la elucubración —
dijo —, y, de momento, el asociador no cuenta con más información. Le llevará
varias horas tratar de conseguir algo más, pero puesto que se trata de un tema tan
restringido y concreto, estoy convencido de que dispondremos de un resumen y
un análisis de todos los datos acumulados antes del término del día. Creo que,
después de todo, debemos seguir tu consejo.
Los telones de cierre de la ciudad estaban ya bajados y el sol brillaba
intensamente, aunque sus rayos hubieran parecido muy débiles a los hombres de
las Edades del Alborear. Alvin había hecho ese camino cientos de veces antes,
pero, no obstante, tenía la impresión de que se trataba de una aventura nueva.
Cuando llegaron al final del camino móvil, examinaron la superficie que los
había transportado a través de la ciudad. Por primera vez en su vida, Alvin
comenzó a comprender algo de esa maravilla. Allí, el camino estaba inmóvil y, sin
embargo, a menos de cien metros, se movía con una velocidad mayor de la que
un hombre a toda carrera podía desarrollar.
Rorden le contemplaba con atención, pero interpretó erróneamente el motivo
de su curiosidad.
—Cuando el Parque fue construido —dijo—, supongo que debieron quitar la
última sección del camino móvil. No creo que puedas enterarte de nada
examinándolo.
—No estaba pensando en eso —explicó Alvin—. Me preguntaba cuál será la
causa de que el camino móvil funcione de la manera en que lo hace.
Rorden se le quedó mirando atónito, pues ese pensamiento jamás se le hubiera
ocurrido a él. Desde que el hombre vivía en las ciudades había aceptado, sin
preocuparse por las causas, los numerosos servicios que se le ofrecían y que
consideraba como naturales. Y cuando las ciudades se convirtieron en totalmente
automatizadas, había cesado de darse cuenta de que tales servicios existían.
—No debes preocuparte poreso — le dijo —. Podría poner ante tus ojos miles
de enigmas y misterios mucho más interesantes. Por ejemplo, trata de explicarme
cómo trabajan mis máquinas informadoras, cómo recogen y conservan su
información para facilitarla en el momento oportuno.
Así, sin pensar más sobre el asunto, Rorden desechó el tema de los caminos
móviles, que era uno de los mayores logros de la ingeniería humana. Las muchas
Eras de investigación que habían llevado a la producción de materia anisotrópica
no significaba gran cosa para él. Si se le hubiera dicho que una sustancia podía
tener— las propiedades de un sólido en una dimensión y de un líquido en las otras
dos, ni siquiera hubiera dado muestras de la menor sorpresa.
El Parque tenía unos cinco kilómetros de anchura; dado que todos los caminos
eran curvos, las distancias aparecían aumentadas considerablemente. Cuando
era más joven, Alvin se había pasado mucho tiempo entre los árboles y las otras
plantas del Parque, que era el mayor espacio verde de la ciudad. Lo había
explorado en su totalidad en alguna que otra ocasión, pero en los últimos años
había desaparecido una gran parte de su encanto. En esos momentos comprendió
el por qué: había estudiado los viejos archivos y registros y sabía que el parque
apenas si era una pálida sombra de lo que fuera antaño, de la belleza que se había
desvanecido del mundo.
Se encontraron con mucha gente mientras caminaban por las avenidas
bordeadas de árboles, cuya edad se perdía en los tiempos, o sobre la hierba enana
y perenne que no necesitaba ser cortada ni sembrada. Al cabo de un rato se
sintieron cansados de responder a tantos saludos, pues todo el mundo conocía a
Alvin y casi todo al Archivero Mayor. Decidieron dejar de lado las sendas más
transitadas y caminaron por veredas estrechas bajo las sombras de los frondosos
árboles. En ocasiones, los troncos estaban tan próximos unos de otros que
impedían ver las torres de la ciudad. Durante unos momentos, Alvin pudo pensar
que se hallaba en ese mundo antiguo, remoto y desvanecido, con el que tan
frecuentemente había soñado.
La tumba de Yarlan Zey era la única construcción en el Parque. Una avenida
de árboles eternos conducía a la baja colina sobre la que se alzaba la tumba con
sus grandes columnas de color rosa intenso resplandecientes bajo los rayos del
sol. El techo se abría al cielo y la única cámara que la formaba estaba pavimentada
con grandes losas de lo que parecía ser piedra natural. Pero durante muchas eras
geológicas, millones y millones de pies humanos habían pasado y vuelto a pasar
sobre ellas sin haber dejado la menor huella de desgaste o de roce en aquel
material inconcebiblemente duro. Lentamente, Alvin y Rorden entraron en la
cámara y caminaron hasta encontrarse frente a la estatua de Yarlan Zey.
El creador del gran Parque estaba sentado con los ojos bajos como si estuviera
examinando unos planos que tenía extendidos sobre sus rodillas. Su rostro
ofrecía una curiosa expresión esquiva que durante muchas generaciones venía
intrigando al mundo. Para muchos ésa expresión no era otra cosa que un detalle
del genio del artista que hizo la estatua, pero otros creyeron ver en esa expresión,
una sonrisa levemente burlona con la que Yarlan Zey festejaba una broma secreta
que sólo él conocía. Alvin comprendió en esos momentos que, realmente, estaban
en lo cierto los defensores de la segunda opinión.
Rorden estaba de pie, inmóvil frente a la estatua, como si la contemplara por
primera vez en su vida. Después retrocedió unos pasos y se puso a contemplar
detenidamente las grandes losas del suelo.
—¿Qué es lo que hace? —preguntó Alvin.
—Emplea un poco de lógica y una gran cantidad de intuición — le replicó
Rorden.
El Archivero Mayor se negó a explicarse con mayor claridad y no añadió ni una
sola palabra. Alvin continuó examinado detenidamente la estatua. Aún seguía
entregado a ello cuando oyó tras él un débil sonido que le llamó la atención.
Rorden estaba sonriendo levemente mientras se hundía lentamente en el suelo.
Y su sonrisa se convirtió en risa al ver la expresión de asombro del muchacho.
—Me parece que sé cómo hacerlo — dijo, mientras desaparecía —, pero si no
vuelvo inmediatamente tendrás que sacarme con un polarizador de gravedad. No
creo que sea necesario.
Las últimas palabras sonaron graves, alteradas por el eco. Alvin, cerca del
agujero rectangular que dejaba tras sí el hundimiento de una de las losas, se dio
cuenta de que su amigo se hallaba a muchos metros por debajo de la superficie.
Mientras observaba, vio como Rorden se hundía más y más en el suelo hasta
transformarse, por la distancia, en una pequeña mancha que no delataba en
absoluto la forma de unp silueta humana. Después, para alivio de Alvin, el amplio
rectángulo luminoso comenzó a aproximarse y, de improviso, Rorden estuvo de
nuevo a su lado.
Por unos instantes reinó, un profundo silencio. Seguidamente, Rorden,
sonriente, comenzó a hablar.
—La lógica —dijo— puede obrar maravillas si tiene algo en qué basar su
trabajo. Esta edificación es tan simple que no puede ocultar nada y,
consecuentemente, el único camino de salida tenía que estar a través del suelo.
Pensé que, de ser así, tenía que estar señalado de algún modo, así que examiné
con atención las piedras que lo pavimentan hasta encontrar alguna ligeramente
distinta de las demás.
Alvin se inclinó y observó el suelo.
—jPero si es exactamente idéntica a las otras! —protestó, refiriéndose a la losa
que se había hundido, llevándose el cuerpo del Archivero a las profundidades de
la tierra.
Rorden puso sus manos sobre los hombros del joven y lo giró hasta hacer que
se quedase mirando de frente a la estatua. Por un momento Alvin la contempló
con intensidad. Después movió lentamente la cabeza con aire de comprensión.
—¡Ya lo veo...! —murmuró—. ¡Conque ése es el secreto de Yarlan Zey!
Los ojos de la estatua no estaban fijos en los planos que había sobre sus
rodillas, como en un principio podría parecer a un observador menos atento, sino
que contemplaban el suelo precisamente en el lugar donde Alvin tenía sus pies.
No, no podía equivocarse. Alvin se movió hacia una de las losas próximas y vio
que los ojos de Yarlan Zey ya no miraban sus pies.
—Ni una sola persona entre mil daría con el secreto salvo que tuviera idea de
que existía y tratara de descubrirlo —dijo Rorden — y, hasta en ese caso, el que la
estatua mirase esa determinada losa, raramente podría significar nada para él. Al
principio, cuando me di cuenta de dónde estaba fija la mirada de la estatua, me
sentí verdaderamente perplejo y tuve que pasar a través de distintas
combinaciones de pensamientos controlados antes de lograr que la losa se
moviera. Por suerte, los circuitos deben ser sencillos y altamente tolerantes y
comprendí que la frase clave era «Alaine de Lyndar». En un principio lo intenté
con «Yarlan Zey», pero no pasó nada, contrariamente a lo que había esperado.
Eso era lógico, podría resultar que por casualidad alguien se hubiera colocado en
la losa y en ese mismo momento pensara intensamente «Yarlan Zey», con lo que
el mecanismo hubiera funcionado de pura chiripa al usar el pensamiento clave.
Con Alaine de Lyndar esa posibilidad se eliminaba.
—Ahora que usted me lo explica, todo parece sumamente sencillo — admitió
Alvin —, pero creo que yo solo no lo hubiese descubierto ni en miles de años. ¿Es
así como trabajan los asociadores?
—Tal vez. En ocasiones percibo las respuestas antes de que ellos me las
ofrezcan, pero a mí me ocurre sólo en ocasiones, mientras que ellos lo consiguen
siempre, absolutamente siempre. — Hizo una pausa. —Buenos, haremos el viaje.
Tenemos que dejar abierto el agujero. No creo que nadie se caiga por él.
Mientras se hundían suave y velozmente en el suelo, el rectángulo de cielo que
quedaba sobre sus cabezas iba disminuyendo de tamaño por la distancia hasta
ser apenas un pequeño punto de luz en la lejanía. El túnel o mina, iluminado por
una especie de fluorescencia que parecía formar parte de sus paredes, tendría
unos cuatrocientos metros de profundidad. Las paredes eran completamente
lisas y no daban señales de contener ningún aparato o maquinaria que
transportara sus cuerpos.
El camino que había al fondo del agujero se abrió automáticamente tan pronto
se dirigieron a la puerta de acceso. Dieron sólo unos pocos pasos por aquel
corredor pequeño y se encontraron en medio de una gran caverna circular cuya
inmensidad les sobrecogió. Sus paredes se unían, en una curva grácil y suave a
unos cien metros de altura sobre sus cabezas. Las columnas que sostenían la
bóveda parecían demasiado frágiles y delgadas para poder sostener el peso de las
muchas toneladas de roca que sobre ellas gravitaban. Seguidamente, Alvin se dio
cuenta de que realmente esas columnas no substentaban nada y ni siquiera
formaban parte integral de la construcción de la caven», sino que habían sido
edificadas mucho tiempo después. Rordea había llegado a la misma conclusión.
—Estas columnas —explicó— se han construido, simplemente, para contener
el árbol mecánico que nos ha hecho llegar hasta aquí. Nos hallamos en el punto
final de los caminos móviles, que antaño debieron converger en este lugar.
Alvin había visto, sin darse cuenta de lo que eran, los grandes túneles que
partían de la circunferencia de la cámara. Se dio cuenta de que ascendían
suavemente y reconoció la superficie de color gris, tan familiar, de los caminos
móviles. Allí, en ese punto, muy por debajo del mismo corazón de la ciudad,
convergían todos los caminos, todas las rutas del maravilloso sistema de
transporte que sostenía el tráfico entero de Diaspar. Pero ahora sólo eran unos
pesados muñones que soportaban los grandes caminos. El extraño material que
les daba vida estaba congelado y en la mayor inmovilidad.
Alvin comenzó a andar en dirección hacia el más próximo de los túneles. Había
andado sólo unos cuantos pasos cuando se dio cuenta de que algo estaba
ocurriendo bajo sus pies. Se estaba volviendo transparente. Unos cuantos metros
más adelante y tuvo la impresión de estar flotando en medio del aire sin ningún
apoyo visible. Se detuvo y se quedó mirando hacia abajo, al varío.
—¡ Rorden! —llamó—. ¡Venga aquí y vea esto!
Rorden acudió a reunirse con Alvin y ambos se quedaron mirando las
maravillas que tenían bajo ellos. Débilmente visible, a una profundidad
indefinida, había un enorme mapa, una gran red de líneas que convergían en un
punto muy cerca del centro. En un principio parecía un confuso laberinto pero al
cabo de un rato de observación, Alvin pudo distinguir sus límites principales.
Como era.usual, apenas había comenzado sus propios análisis cuando Rorden ya
había concluido los suyos.
—Antaño la totalidad de este piso debió ser transparente — dijo el Archivero
Mayor—. Cuando esta cámara fue sellada y se construyó la central, los ingenieros
debieron tomar las medidas convenientes para hacer opaco el suelo. ¿Te haces
cargo de lo que esto es, Alvin?
—Creo que sí —replicó el muchacho—. Se trata de un mapa del sistema de
transportes y esos pequeños círculos deben ser las otras ciudades de la tierra.
Puedo ver algunos nombres junto a ellas, pero están tan borrosas que no sé
pueden leer.
—Anteriormente debió existir una forma de iluminación interna que
desconocemos — dijo Rorden con aire ausente. Su mirada estaba fija en los muros
de la cámara.
—También lo creo así. ¿Te has dado cuenta de cómo esas líneas radiales
conducen hacia los túneles pequeños?
Alvin había podido observar que, junto a los grandes arcos de los caminos
móviles, había innumerables pequeños túneles que conducían fuera de la cámara,
túneles que descendían en vez de ascender.
Rorden continuó hablando sin esperar una respuesta del joven.
—Se trataba de un sistema magnífico. La gente debía bajar por los caminos
móviles, elegía el lugar que deseab'a visitar y después seguía la apropiada línea
del mapa.
—¿Y qué ocurría entonces?
Como era normal en él, Rorden se negó a especular.
—No tengo suficiente información — respondió —. Me gustaría que
pudiéramos leer los nombres de las ciudades — se quejó, cambiando rápidamente
de tema.
Alvin había dado una vuelta en torno al pilar central. Su voz llegó a Rorden
apagada ligeramente y deformada por los ecos de las paredes de la cámara.
—¿Qué es lo que pasa? — preguntó Rorden, que no deseaba moverse de su sitio
debido a que creía estar a punto de descifrar un grupo de caracteres. Pero Alvin
siguió hablando con voz insistente, por lo que decidió unirse a él.
Más abajo estaba la otra mitad del mapa gigantesco con sus débiles redes
radiando hacia los puntos cardinales. Pero en este mapa no todo estaba tan
debilitado como para no poder ser visto con claridad, pues una de las líneas, y
sólo una, estaba brillantemente iluminada. Parecía río tener conexión con el resto
del sistema y señalaba, como una flecha resplandeciente, hacia uno de los túneles
descendentes. Cerca de su fin, la línea cruzaba un círculo de luz dorada y, cerca
del círculo, se podía leer una sola palabra: «LYS». Eso era todo.
Durante Un buen rato Alvin y Rorden se quedaron mirando hacia abajo, hacia
aquel símbolo silencioso. Para Rorden aquello no significaba nada más que una
nueva pregunta que presentar a sus máquinas de datos, pero para Alvin era una
promesa sin fronteras. Trató de imaginarse aquella gran cámara como debió ser
en los viejos días pasados, cuando se terminó el transporte aéreo entre las
ciudades del mundo y, sin embargo, éstas continuaron comerciando y
comunicándose entre sí. Pensó en los incontables millones de años que habían
transcurrido mientras el tráfico siguió todavía funcionando, siempre en continuo
descenso, y las luces del gran mapa se fueron apagando una tras otra, hasta que
sólo quedó una única, ésta. Se preguntó cuánto tiempo llevaba brillando allí, a
solas, entre sus otras compañeras apagadas, esperando para guiar unos pasos que
nunca llegaron, hasta que finalmente Yarlan Zey había sellado los caminos
móviles que conducían al exterior y dejó a Diaspar completamente aislada del
mundo.
Eso había ocurrido cientos de millones de años antes. Debió ser entonces
cuando Lys perdió su contacto con Diaspar. Parecía imposible que pudiera haber
sobrevivido desde entonces. Lo más probable, después de todo, era que aquel
mapa ya no tuviera el menor significado.
Por fin, Rorden le despertó de su ensoñación. Parecía un tanto nervioso y
embargado por un raro malestar que Alvin no alcanzó a comprender.
—Creo que ya es hora de que regresemos — dijo —. No creo que, por hoy,
debamos continuar adelante.
Alvin se dio cuenta del tono que vibraba por debajo de la voz de su amigo y
comprendió que no debía discutir con él. Estaba ansioso por continuar adelante
con su investigación y exploración, pero aceptó que no resultaría conveniente ni
inteligente continuar sin mayores preparativos.
A disgusto, se dio la vuelta y volvió al pilar central. Mientras caminaba hacia la
abertura del mecanismo que los había llevado hasta allí, el suelo a sus pies se fue
oscureciendo hasta recuperar, gradualmente, su opacidad. Y el brillante enigma
que quedaba debajo de sus pies fue desapareciendo lentamente de la vista.
4. El camino inferior

AHORA QUE POR FIN LE PARECÍA TENER EL CAMINO LIBRE ante.él, Alvin
comenzó a sentir una extraña reluctancia a abandonar el mundo iamiliar de
Diaspar. Comenzaba a descubrir que tampoco él se hallaba inmune a los temores
que con tanta frecuencia había despreciado en los otros.
En una o dos ocasiones Rorden trató de disuadirlo, pero realmente esos
intentos no fueron muy rigurosos. A cualquier hombre de los que vivieron en las
Edades del Alborear les hubiera parecido extraño que ni Alvin ni Rorden
pudieran ver el menor peligro en lo que estaban haciendo. Pero, durante millones
de años, el mundo no tenía ya nada que pudiera amenazar al hombre y ni siquiera
Alvin podía suponer la existencia de seres humanos que se diferenciaran
grandemente de los que poblaban Diaspar y que él tan bien conocía. Por lo tanto,
resultaba inimaginable para él el pensamiento de que podría ser detenido coiitra
su voluntad. Lo peor que podía pasarle era que no lograra descubrir nada en
absoluto.
Tres días más tarde, Rorden y Alvin se dirigieron de nuevo a la cámara de los
caminos móviles. Bajo sus pies la flecha luminosa aún seguía señalando hacia Lys.
Y estaban dispuestos a seguir esa dirección.
Cuando penetraron en el túnel, sintieron de inmediato el familiar tirón del
campo peristáltico y seguidamente se vieron arrastrados sin esfuerzo alguno a las
profundidades. El viaje duró apenas medio minuto y cuando terminó se hallaron
en uno de los extremos de un recinto estrecho y largo en forma de se— micilindro.
En el otro extremo, dos túneles débilmente iluminados se adelantaban hacia el
infinito.
Los hombres de la mayor parte de las civilizaciones que habían existido desde
el Alborear, hubieran encontrado aquel lugar completamente familiar. Pero para
Alvin y Rorden era como una visión de otro mundo. El propósito de la larga
máquina estilizada y aerodinámica, semejante a un proyectil dispuesto a ser
lanzado, que se hallaba al otro extremo del túnel, resultaba obvio, pero no por.
ello dejaba de ser una extrema novedad para ellos. Su parte superior era
transparente y, mirando a través de sus paredes, Alvin pudo ver unas filas de
asientos cómodos y lujosos. No había nada que señalara dónde se encontraba la
entrada, y la máquina sencillamente flotaba como a unos treinta centímetros de
distancia del simple raíl de metal que se perdía en la distancia, desapareciendo
en uno de los túneles. A pocos metros, otro raíl conducía a otro de los túneles pero
no había aparato alguno flotando sobre él. Alvin estaba convencido, como si se lo
hubiera dicho alguien de cuya palabra no podía dudar, que en algún lugar
desconocido, lejos de Lys, la segunda máquina estaba esperando en una cámara
semejante a aquélla.
—Bien —dijo Rorden con tono un tanto inseguro—. ¿Estás listo?
Alvin asintió.
—Me gustaría que viniera conmigo —dijo el muchacho, pero rápidamente se
arrepintió de ello al ver la inquietud que se reflejaba en el rostro de su. amigo.
Rorden se había convertido en el amigo más íntimo que jamás tuviera, pero no
podría romper jamás la barrera que rodeaba a todos los de su raza.
—Estaré de regreso dentro de seis horas —prometió Alvin, hablando con cierta
dificultad, pues un misterioso temblor conmovía su garganta—. No se moleste en
esperarme. Si regreso antes de lo convenido le llamaré. Por aquí debe haber algún
comunicador.
Todo aquello resultaba normal, lógico, se estaba diciendo Alvin a sí mismo.
Pero no pudo menos que dar un salto de entusiasmo cuando una de las paredes
de la máquina se abrió y todo su interior, magníficamente diseñado, pleno de
belleza, quedó por completo ante sus ojos.
Rorden estaba hablando con rapidez y emoción.
—No tendrás la menor dificultad en el manejo de la máquina — le explicó —.
¿Te has dado cuenta de que obedece a los pensamientos de mi mente? Entraré y
daré un vistazo para ver si el tiempo del viaje está determinado.
Alvin entró en la nave. Dejó las pertenencias que llevaba para el viaje en el
asiénto más próximo y se volvió para mirar a Rorden qtie-estaba de pie en el
marco casi invisible de la puerta. Durante un momento reinó un silencio completo
como si cada uno de ellos estuviese esperando que el otro fuera el primero en
pablar.
No tuvieron que decidirse. Un leve resplandor translúcido, intermitente, brilló
varias veces y de nuevo la pared de la máquina se cerró, dejando a Rorden fuera.
En el momento en que Rorden comenzó a agitar su mano en un gesto de
despedida, el largo cilindro comenzó a ponerse suavemente en movimiento hacia
adelante. Antes de que entrara en el túnel, su velocidad había aumentado
considerablemente.
Rorden, lentamente, emprendió el camino de regreso hacia la cámara de los
caminos móviles con su gran— pilastra central. La luz del sol penetraba por la
abertura cada vez más clara a medida que se aproximaba a la superficie. Cuando
de nuevo emergió frente a la estatua de Yardan Zey, se sintió desconcertado,
aunque no sorprendido, ai ver un grupo de curiosos que lo contemplaron
asombrados,
—No hay razón alguna para alarmarse —les dijo con tono grave y seguro—.
Aunque no parezca necesario alguien tiene que hacer esto cada pocos miles.de
años. Los cimientos de la ciudad son perfectamente firmes, estables y seguros, no
se han movido ni un micrón desde que el Parque se construyó, pero resulta
conveniente comprobarlo.
Se alejó de allí caminando con rapidez. Antes de salir de la tumba, dirigió una
rapida mirada hacia atrás y se dio cuenta de que el grupo de curiosos estaba
deshaciéndose con rapidez. Rorden conocía a sus conciudadanos lo
suficientemente bien como para estar seguro de que ya habrían dejado de pensar
en el asunto.
Alvin se retrepó en su cómodo asiento y dejó que sus ojos recorrieran el interior
del aparato. Por primera vez se dio cuenta del panel indicador que formaba parte
de la pared delantera. En él había una sola indicación:

LYS 35 MINUTOS

Mientras seguía mirando el número pasó a «34». Por lo menos se trataba de


información útil, pensó, aunque, como no tenía idea de la velocidad del aparato,
ello le decía bien poco de la distancia a que debía encontrarse la ciudad. Los
muros del túnel eran un continuo grisáceo y la única sensación de movimiento
era una.vibración sumamente leve que no hubiera sido apreciada de no haber
estado esperándola.
Diaspar debía quedar ya a muchos kilómetros de distancia y sobre él estaría el
desierto con sus onduladas dunas arenosas. Quizá en ese momento estaba
marchando por debajo de las quebradas colinas que había visto de niño desde la
Torre de Loranne.
Sus pensamientos volvieron a Lys, como le había ocurrido de continuo en los
últimos días. Se preguntaba si esa ciudad se guiría existiendo y una vez más tuvo
que reconocer que el hecho de que aquel sistema de comunicación continuara
funcionando podía ser el preámbulo de una respuesta afirmativa. ¿Qué clase de
ciudad sería? Por mucho que se esforzara, su imaginación sólo podía ofrecerle
una imagen semejante, en pequeño, a Diaspar.
De repente, se produjo un cambio en la vibración del aparato. Estaba
disminuyendo su velocidad, de eso no cabía duda. El tiempo había pasado mucho
más rápidamente de lo que Alvin había pensado. No sin cierta sorpresa miró el
indicador.

LYS 23 MINUTOS

Se sintió un tanto extrañado y preocupado y acercó su cara a la pared del


aparato. La velocidad seguía haciendo que los mu— I ros del túnel no fueran otra
cosa que una superficie gris sin la I menor interrupción en su monocromía sin
formas. No obstante, I de tiempo en tiempo, podía divisar un instantáneo pasar
de marcas que desaparecían con la misma rapidez que se habían aproximado.
Ahora, cada vez que tina de estas marcas aparecía, observó, permanecía un poco
más de tiempo en su campo de visión.
De pronto, sin el menor aviso, las paredes del túnel parecieron abrirse,
separarse, a ambos lados del aparato, que no obstante seguía deslizándose a gran
velocidad por un espacio enorme y vacío, mayor todavía que la gran cámara de
los caminos móviles.
Mirando a través de la pared transparente del vehículo, Alvin pudo ver una
intrincada red de raíles guías; raíles que se cruzaban entre sí hasta desaparecer
en un laberinto de túneles a ambos lados. Por encima de él, una larga línea de
soles artificiales iluminaban la cámara con su resplandor y a contraluz pudo ver
las siluetas de grandes máquinas transportadoras. La luz era tan fuerte que le
hacía daño en los ojos, y Alvin comprendió de inmediato que ese lugar no había
sido construido para el hombre. Para qué o quién había sido construido quedó
claro un momento después, cuando el aparato pasó rápidamente dejando atrás
hileras e hileras de cilindros que descansaban inmóviles sobre sus raíles guías.
Eran más largos que el aparato en que viajaba y Alvin comprendió de inmediato
que se trataba de transportadores de carga. En torno a ellos se agrupaban
máquinas y aparatos para él incomprensibles, todos silenciosos e inmóviles.
Casi con la misma rapidez que había hecho su aparición, la cámara enorme y
abandonada se desvaneció, al desaparecer tras él. Pero su paso dejó cierta
impresión de temor en la mente de Alvin. O de respeto. Por primera vez
comprendió el significado del gran mapa semioscurecido situado debajo de
Diaspar. El mundo contenía muchas más maravillas de lo que él jamás llegó a
soñar.
Alvin miró de nuevo el indicador. No había cambiado. Por lo tanto el paso
relampagueante por esa gran caverna había durado menos de un minuto. El
aparato volvió a aumentar su velocidad aunque, como antes, no se apreciaba la
menor sensación de movimiento. A ambos lados, las paredes del túnel
continuaban deslizándose a una velocidad que ni siquiera podía suponer.
Tuvo la impresión de que habían transcurrido muchos siglos antes de que el
indefinible cambio de vibración volviera a ocurrir. El indicador 'marcaba:

LYS 1 MINUTO

Un minuto que fue el más largo que jamás conoció Alvin en toda su vida
anterior. El aparato comenzó a moverse cada vez a menor velocidad hasta que,
transcurrido ese minuto, se detuvo por completo.
Suave y silenciosamente, el largo cilindro había dejado el túnel para entrar en
una cámara o caverna que parecía gemela de la existente bajo Diaspar. Por un
momento Alvin se sintió demasiado excitado como para ver nada con claridad.
Sus pensamientos vacilaban y ni siquiera pudo controlar mentalmente la puerta,
que se abrió y se cerró varias veces antes de que lograra dominarse. Cuando
descendió de la máquina dirigió su última mirada al indicador. En esta ocasión
no sólo había cambiado la cifra sino también las letras.
El mensaje que Alvin leyó en ellas tenía mucho de tranquilizador:

DIASPAR

35 MINUTOS
5. El país de LYS

TODO HABÍA SIDO ASÍ DE SENCILLO. Nada parecía indicar que acababa de
realizar un viaje que sería más influyente y decisivo que ningún otro en la historia
del Hombre.
Cuando comenzó a buscar el camino para salir de la cámara, Alvin tuvo ya la
primera indicación de que se encontraba en una civilización muy distinta de la
que acababa de dejar. El camino a la superficie estaba iluminado y conducía por
un bajo túnel, situado en un extremo de la caverna. Y por el túnel se llegaba a
unas escaleras. Una cosa así era algo casi completamente desconocido en Diaspar.
A las máquinas no les gustan las escaleras y los arquitectos de la ciudad habían
construido rampas o corredores inclinados cuando había un cambio de nivel del
suelo. ¿Era posible que en Lys no existiesen máquinas? La idea resultaba tan
fantástica que Alvin la rechazó de inmediato.
La escalera era corta y terminaba junto a unas puertas que se abrieron cuando
se aproximó a ellas. Cuando se cerraron silenciosamente tras él, Alvin se encontró
una amplia habitación cúbica que no parecía tener otra salida que aquella por la
que había llegado. Se quedó extrañado por un momento y comenzó a examinar la
pared opuesta. Lo estaba haciendo así cuando la puerta por la que había entrado
se abrió de nuevo. Sintiéndose un tanto descorazonado, Alvin abandonó el lugar...
para encontrarse en otro distinto al que dejara al entrar en la habitación cúbica:
un pasillo abovedado que conducía, en reducida pendiente, hasta una arcada que
servía de marco a un semicírculo de firmamento. Comprendió que debía haber
ascendido algunos cientos de metros mientras estuvo en la habitación cúbica pero
no había notado la menor sensación de movimiento. Se apresuró a dirigirse hacia
la salida, al otro lado de la cual brillaba el sol.
Se encontró en la falda de una cocina baja y por un momento tuvo la impresión
de que se encontraba de nuevo en el Parque central de Diaspar. Pero si aquello
era realmente un parque resultaba demasiado enorme para que su mente pudiera
aceptarlo. La ciudad que había esperado encontrar no aparecía por parte alguna.
A todo el alcance de su vista no había más que bosques y llanuras cubiertas de
hierba.
Después, Alvin alzó sus ojos hacia el horizonte y allí, por encima de los árboles,
deslizándose en un gran arcó de izquierda a derecha que parecía rodear al mundo,
se alzaba una línea pétrea que dejaba reducidos a enanos los más altos edificios
de Diaspar. Aquello se hallaba tan distante que los detalles se perdían en la
lejanía, pero, pese a eso, Alvin pudo observar en su silueta algo que le causó
extrañeza. Cuando sus ojos se acostumbraron a la inmensidad colosal del paisaje,
se dio cuenta de que esas enormes murallas lejanas no podían haber sido
construidas por el Hombre.
El tiempo no había logrado conquistarlo todo. ¡La Tiefra seguía teniendo
montañas de las cuales podía sentirse orgullosa!
Durante un buen rato Alvin se quedó en la boca del túnel acostumbrándose
lentamente al mundo extraño en el que se encontraba. Miró a todas partes sin
poder descubrir el menor rastro de vida humana. Pero la carretera que conducía
hacia el pie de la colina parecía bien cuidada. No tenía más remedio que seguirla.
Al pie de la colina, la carretera desaparecía entre árboles
tan altos que casi ocultaban el sol. Cuando Alvin caminó bajo ellos, a su
sombra, una extraña mezcla de aromas y sonidos pareció saludarle. El sonido del
viento entre las hojas ya lo había conocido anteriormente, pero, aparte de este,
nuevos y vagos sonidos, millares de ellos, no decían nada a su mente. Le
invadieron olores desconocidos, aromas que ya habían desaparecido incluso en
la memoria de su raza. El agradable calor, la profusión de olores y colores y la
invisible presencia de un millón de criaturas vivas le sacudieron con una violencia
casi física.
De improviso se encontró frente ha un lago. A su derecha desaparecieron los
árboles para dejar paso a una gran extensión de agua manchada por algunas
pequeñas islas. Jamás en su vida había visto Alvin tan grandes cantidades de tan
precioso líquido. Caminó por las orillas del lago y dejó que el agua cálida
acariciara sus dedos al deslizarse por entre ellos.
El gran pez plateado que pasó nadando rápidamente bajo las aguas, fue el
primer ser vivo no humano que Alvin viera en su vida. Alvin, sin embargo, no
pudo menos que preguntarse por qué esa silueta le era tan familiar. Y recordó
acto seguido, los registros y grabaciones visuales que Jeserac le había ~ mostrado
cuando niño y supo dónde había visto antes esas líneas.tan llenas de gracia. La
lógica podría decirle que el parecido tal vez fuera sólo obra de la casualidad, pero
semejante lógica, en esta ocasión, hubiera fallado.
A través de las Edades, los artistas se habían sentido inspirados por la singular
belleza de las grandes naves espaciales que unían un mundo con otro. Antaño
hubo artesanos que no se habían limitado a trabajar sobre el metal fundido o la
piedra tallada, sino también con el más imperecedero de todos los materiales:
carne, huesos y sangre. Pese a que su raza y todos ellos habían sido olvidados por
completo, uno de sus sueños había sobrevivido a la ruina de las ciudades y al
hundimiento de los continentes.
Finalmente, Alvin se libró del encanto del lago y continuó su camino por la
sinuosa carretera. Volvió el bosque a circundarlo nuevamente, pero sólo durante
unos momentos. A continuación el camino desembocaba en un gran calvero que
tendría un kilómetro de anchura y el doble de longitud. Entonces, Alvin
comprendió por qué no había visto rastro alguno de ser humano.
El calvero estaba lleno de bajos edificios de sólo dos pisos, con sus fachadas
pintadas con colores suaves que ofrecían un dulce descanso a los ojos pese a la
fuerza de los rayos solares. Su diseño era recto, limpio, con una tendencia a lo
funcional, pero algunos de ellos estaban construidos en un complejo estilo
arquitectónico que incluía el empleo de columnas estriadas y piedras
graciosamente labradas. En esos edificios, que parecían muy antiguos, aún se
usaba el arco ojival, tan inconmensurablemente arcaico.
Mientras marchaba lentamente hacia el pueblo, Alvin seguía esforzándose en
adaptarse al nuevo ambiente que le rodeaba. Nada había allí que le resultara
familiar: incluso el aire que respiraba le parecía distinto. Y las gentes altas, de
pelo dorado, que iban de un lado a otro entre los edificios, resultaban muy
distintos de los apáticos, lánguidos y desinteresados habitantes de Diaspar.
Alvin estaba ya a punto de alcanzar el pueblo, cuando vio a un grupo de
hombres que se acercaba intencionadamente hacia él. Sintió una repentina y
profunda excitación y la sangre latió más apresuradamente en sus venas. Por un
instante pasó por su mei)te la memoria de todos los encuentros transcendentales
del hombre con otras razas. Y se detuvo a poca distancia del grupo que acudía a
recibirle.
Sus componentes parecían sorprendidos de verlo, pero no tanto como él había
esperado. Rápidamente comprendió la razón. El que parecía el jefe del grupo le
tendió la mano con ese gesto anticuado de amistad.
—Decidimos que era mejor que le esperásemos aquí — dijo —. Nuestro hogar
es muy distinto a Diaspar y el camino desde la estación de llegada hasta aquí
ofrece a nuestros visitantes la oportunidad de que se... aclimaten.
Alvin aceptó la mano abierta que se le ofrecía y, por un instante, estuvo
demasiado atónito y sorprendido como para responder.
—¿Sabían ustedes mi llegada? —pudo preguntar con tono vacilante al cabo de
unos instantes.
—Siempre nos enteramos cuando el transportador se pone en movimiento.
Pero no esperábamos a una persona tan joven como usted. ¿Cómo descubrió el
camino?
—Creo que es mejor que contengamos de momento nuestra
curiosidad, Gerane — dijo otro de los componentes del grupo
Seranis está esperando.
El nombre de «Seranis» fue precedido de una palabra que a Alvin le resultaba
desconocida. En cierto modo parecía contener una expresión de respeto
suavizado por el afecto.
Gerane pareció mostrarse conforme con las palabras del que le había
interrumpido y el grupo, con Alvin, se puso en camino hacia el pueblo. Mientras
caminaban, Alvin estudió el rostro de sus acompañantes. Parecían hombres
afectuosos, bondadosos e inteligentes. No había en sus faces esos signos de
aburrimiento o de fatiga mental y brillante decadencia que un visitante de
Diaspar hubiera encontrado en un grupo semejante. Con su mente despejada
tuvo la impresión de que todos ellos poseían muchos de los dones humanos que
su propio pueblo había perdido. Cuando sonreían, lo que hacían frecuentemente,
mostraban sus filas de dientes marfileños, esas perlas que el Hombre había
perdido y vuelto a ganar, para perderlas de nuevo, en la larguísima historia de su
evolución.
Los habitantes del pueblo lo contemplaron con franca curiosidad cuando cruzó
las calles en compañía de los que acudieron a recibirle. Se sintió divertido al ver
la profunda sorpresa con que le contemplaban algunos niños. Ningún otro hecho
aislado le hizo pensar con tanta intensidad en la enorme diferencia que separaba
a este mundo del que a él le era habitual. Diaspar había pagado, y muy caro, el
precio de la inmortalidad.
El grupo se detuvo ante el mayor de los edificios que Alvin había visto desde su
llegada al pueblo. Estaba en su centro y de un asta que se alzaba sobre su pequeña
torre circular pendía un estandarte verde que se mecía al viento.
Todos, con la excepción de Gerane, se echaron a un lado y se colocaron detrás
de él cuando entraron en el edificio. En el interior reinaba un gran silencio y la
temperatura era fresca y agradable. Los rayos penetraban suavizados por las
paredes translúcidas y lo iluminaban todo con un resplandor delicado y
tranquilizador. En las paredes, artistas de gran habilidad y poder creativo habían
representado escenas de la vida en el bosque. Mezclados con éstos, había otros
murales que representaban cosas que no decían nada a la mente de Alvin, pero
que resultaban armónicas y agradables a la vista. Embutido en una de las paredes
había algo que no había esperado encontrar allí ni por lo más remoto: un receptor
visiofónico, de gran belleza, cuya pantalla conformaba un laberinto de brillantes
colores.
Subieron una corta escalera de caracol que les condujo al piso principal del
edificio. Desde ese punto se ofrecía a la vista la panorámica de todo el pueblo y
Alvin se dio cuenta de que estaba formado por unas cien casas. En la distancia,
los árboles se extendían por doquier y entre ellos circulaban arroyuelos anchos y
límpidos. Pudo ver algunos animales en el bosque, pero su conocimiento de
zoología y biología era demasiado superficial como para poder adivinar su
naturaleza.
En la penumbra de la torre había dos personas sentadas junto a una mesa que
lo observaron con atención e intensidad. Cuando se levantaron para saludarle,
Alvin se dio cuenta de que una de ellas era una mujer majestuosa, muy bella,
cuyos cabellos rubios como el oro estaban surcados por mechones grises. Supuso
que esta mujer debía ser Seranis. Al mirarla a los ojos, le parecía ver la expresión
de esa sabiduría y profunda experiencia que en ocasiones parecía encontrar en
Rorden, cuando se hallaba a su lado, y más raramente en Jeserac.
El otro era un muchacho, poco mayor que él en apariencia, y Alvin no necesitó
una segunda mirada para darse cuenta de que era el hijo de Seranis. Las facciones
limpias y serenas eran las mismas aun cuando sus ojos expresaban sólo amistad
y no esa sabiduría y conocimientos casi aterradores de los de su madre. El cabello
también era distinto, negro en vez de dorado. Y, no obstante, a nadie podía
habérsele escapado el parentesco existente entre ellos.
Alvin se sintió demasiado impresionado y se volvió hacia su guía en busca de
apoyo. Pero Gerane había desaparecido. En esos momentos, Seranis sonrió y
Alvin sintió que se desvanecía su temor.
—¡Bienvenido a Lys! —le dijo—. Yo soy Seranis y éste es mi hijo Theon que un
día me sucederá en mi cargo. Tú eres el visitante más joven de los que han venido
de Diaspar. Dime cómo descubriste el amino.
Vacilando al principio, y después cada vez con mayor confianza y seguridad,
Alvin le relató su historia. Theon parecía entusiasmado con ella y escuchaba sus
palabras con avidez, como si no deseara perderse ni una sola de ellas. No cabía
duda de que Diaspar debía ser para él un mundo tan extraño comoLyslo era para
Alvin. Pero el joven se dio cuenta de que, contra, riamente a su hijo, Seranis
parecía saber todo lo que le estaba explicando y en una o dos ocasiones le hizo
preguntas que demostraban que, en algunos asuntos relacionados con Diaspar,
su conocimiento superaba incluso al del propio Alvin. Cuando éste terminó su
relato, se hizo un silencio que nadie rompió por unos momentos. Después,
Seranis se le quedó mirando y le dijo con tranquilidad:
—¿Por qué has venido a Lys?
—Quería explorar el mundo —replicó—. Todo el mundo me decía que aparte
de Diaspar sólo existía el desierto que nos rodeaba, pero yo deseaba asegurarme
por mí mismo.
Los ojos de Seranis tenían una expresión de gran simpatía e incluso cierta
compasión cuando habló de nuevo:
—¿Y fue ésa la única razón?
Alvin vaciló. Cuando respondió, no fue el explorador el que habló sino el
muchacho apenas salido de la infancia.
—No, no fue la única razón, aunque la otra no acabé de conocerla hasta ahora:
me encontraba solo.
—¿Solo? ¿En Diaspar? —sí —dijo Alvin—. Yo he sido el único niño que ha
nacido allí en los últimos siete mil años.
Aquellos ojos maravillosos seguían fijos en él y parecían explorar lo más
profundo de sus pensamientos. Alvin llegó a la conclusión de que Seranis podía
leer en su mente. Y cuándo tuvo ese pensamiento se dio cuenta de que en el rostro
de Seranis hubo una momentánea expresión de sorpresa... por lo que advirtió que
su suposición había sido acertada. Antaño, en tiempos pretéritos, las máquinas y
los hombres tuvieron ese poder y todavía las máquinas, que no habían cambiado
en todo ese tiempo, seguían disfrutando de ese poder de leer las órdenes de sus
dueños. Pero en Diaspar, el Hombre había perdido ese don que había dado a sus
esclavos mecánicos.
Con extraordinaria rapidez, Seranis interrumpió sus pensamientos.
—Si lo que andas buscando ese otro tipo de vida — le dijo — tus investigaciones
han llegado a su fin. Aparte de Diaspar y nosotros, más allá de nuestras montañas
sólo existe el desierto.
Resultó extraño que Alvin, que con anterioridad siempre había puesto en tela
de juicio expresiones tan concretas expuestas por otros, en esta ocasión no tuvo
la menor duda de que las palabras de Seranis respondían a la verdad. Su única
reacción fue de tristeza, al pensar que todo lo que habían dicho en Diaspar
estuviera tan cerca de la verdad.
—Dígame algo de Lys —preguntó—. ¿Por qué han vivido separados de Diaspar
durante tanto tiempo si ustedes conocían nuestra existencia?
Seranis sonrió al escuchar esta pregunta.
—No es fácil responder a esa pregunta en pocas palabras, pero haré todo lo que
esté en mi poder para explicártelo: debido a que has vivido en Diaspar toda tu
vida, has llegado a pensar que el hombre es un ente de ciudad. Y eso no es cierto,
Alvin. Desde que las máquinas nos trajeron la libertad, siempre existió una
rivalidad entre dos distintos tipos de civilización. En la Era del Alborear existían
millares de ciudades, pero una gran parte de la raza humana vivía en
comunidades parecidas a este pueblo nuestro.
»No tenemos documentos históricos en nuestros archivos — continuó
Seranis— que nos digan cuándo fue fundado nuestro pueblo, Lys, pero sí sabemos
que nuestros más remotos antepasados odiaban intensamente la vida en la
ciudad, y no querían integrarse en ellas. Pese a la evolución y al transporte
universal, se mantuvieron apartados del resto del mundo y desarrollaron una
cultura independiente que llegó a ser tina de las más elevadas entre las distintas
razas humanas en sus millones y millones de años de existencia. Transcurrieron
las distintas Eras de la raza humana y cada una de estas dos culturas continuó
avanzando por distintos caminos, y con el transcurrir de los siglos y milenios la
diferencia, el abismo que separaba esas dos culturas, se fue haciendo cada vez
mayor. La brecha que separaba a Lys de las ciudades se hizo mucho más
profunda. Sólo hubo un puente entre ellos y nosotros en épocas de la Gran Crisis:
cuando la Luna cayó, sabemos que su destrucción fue planeada y llevada a cabo
por los científicos de Lys. Lo mismo ocurrió cuando hubo que defender la Tierra
contra los Invasores, y fuimoj nosotros quienes los contuvimos en la Batalla de
Shalmirane.
»El gran esfuerzo —siguió la bella mujer— dejó exhausta a la humanidad. Una
tras otra, las grandes ciudades fueron muriendo y el desierto las invadió. Cuando
la población comenzó a descender, la humanidad se lanzó a una migración que
habría de hacer de Diaspar la última y la mayor de todas las ciudades. La mayoría
de esos cambios pasaron también sobre nosotros^ pero no nos afectaron
demasiado. Sabíamos que teníamos que vencer —nuestra última batalla, la
batalla contra el desierto. La barrera natural que nos ofrecían las montañas no
era suficiente y hubieron de pasar muchos miles de años antes de que lográramos
asegurar nuestra tierra. Enterradas profundamente, muy por debajo de la
superficie de Lys, hay máquinas que nos segui— rán dando agua en abundancia
en tanto que no se hayan agotado todas las reservas de la Tierra, o, mejor dicho,
en tanto que exista la Tierra, pues los Océanos siguen existiendo todavía,
ocupando miles y miles de kilómetros cuadrados de la superficie del planeta.
Seranis hizo una pausa. Alvin.estaba impresionado.
—Ésta es, brevemente, nuestra historia — continuó Seranis —. Ya puedes ver
que, incluso en las Eras del Alborear, no tuvimos demasiadas relaciones con las
ciudades, aun cuando sus habitantes venían frecuentemente al campo, a
visitarnos. Jamás se lo impedimos, puesto que muchas de nuestras más grandes
personalidades llegaron del Exterior. Sin embargo, cuando las ciudades
comenzaron a desintegrarse, a morir, no quisimos mezclarnos en su decadencia.
Con el final del transporte aéreo, sólo quedó un medio posible para llegar a Lys:
el sistema de transportadores de Diaspar. Hace cuatrocientos millones de años
ese camino fue cerrado por acuerdo mutuo. Pero nosotros siempre nos
acordamos de Diaspar y no acabo de comprender por qué vosotros os olvidasteis
de Lys.
Seranis sonrió débilmente, no sin cierto rasgo de ironía.
—Realmente Diaspar nos ha sorprendido. Esperábamos que siguiera la suerte
de las demás ciudades, pero en vez de morir, logró una cultura estable que es muy
posible que se mantenga en tanto que viva nuestro planeta, la Tierra. No es,
precisamente, una cultura que nosotros podamos admirar, pero la verdad es que
nos alegramos de que quienes intentaron escapar del final común lo lograran. Son
muchos más de cuanto puedes pensar los que han hecho el mismo camino que
acabas de realizar. Y todos ellos fueron hombres notables entre nosotros.
Alvin se preguntó cómo podría Seranis estar tan segura de la veracidad de sus
palabras, de que respondían a los hechos. Naturalmente no aprobaba su actitud
con respecto a Diaspar. El había «escapado», pero, después de todo, la forma de
vida de Diaspar no era completamente absurda.
En algún lugar vibró una gran campana con un «boom» que murió
armónicamente en el aire tranquilo. Sonó seis veces y cuando la última nota se
desvaneció en el silencio, Alvin se dio cuenta de que el sol estaba ya muy bajo en
el horizonte y que, en Oriente, el cielo anunciaba ya la llegada del crepúsculo.
—Tengo que regresar a Diaspar — dijo —. Rorden debe estar esperándome.
6. El último NIAGARA

SERANIS SE LO QUEDÓ MIRANDO UN MOMENTO CON AIRE DE


preocupación. Después se levantó y se dirigió hacia la escalera por la que Alvin y
sus acompañantes habían entrado.
—Por favor, espera un poco —le dijo—. Tengo que hacer algo importante y
Theon, como bien sé, tiene muchas preguntas que le gustará le respondas.
Seguidamente se marchó y, durante los siguientes minutos, Theon abordó a
Alvin con un aluvión de preguntas que expresaban su ignorancia sobre Diaspar.
Indudablemente, Theon había oído mencionar la gran ciudad y había visto los
registros de las grandes ciudades del mundo antes de que se produjera su total
decadencia pero no podía imaginarse de ningún modo cómo pasaban su vida sus
habitantes. Alvin se sintió divertido con algunas de sus preguntas hasta que se dio
cuenta de que su propia ignorancia sobre Lys era aún mayor.
Seranis estuvo ausente varios minutos. Cuando regresó su expresión
continuaba siendo tan inexpresiva como siempre.
—Hemos estado hablando de ti —le dijo, sin explicarle a quién se refería con
ese plural —. Si vuelves a Diaspar, toda laciudad se enterará de nuestra existencia.
Aun cuando hagas las más solemnes promesas, el secreto no podrá ser guardado.
Un leve presentimiento de terror acometió a Alvin por un momento. Seranis
debió haber leído sus pensamientos, pues sus palabras siguientes fueron
tranquilizadoras.
—No deseamos que te quedes aquí contra tu voluntad, pero. si sigues
insistiendo en regresar a Diaspar, tendremos que borrar de tu mente todo
recuerdo de Lys...
Seranis vaciló por un momento.
—Esto es algo que jamás ocurrió antes. Todos los que te precedieron en un viaje
semejante vinieron para quedarse entre nosotros.
Alvin reflexionó intensamente.
—¿Qué importancia tiene que vuelva y recuerde lo que he visto aquí? —dijo—.
Creo que será beneficioso para los dos pueblos que Diaspar vuelva a conocer
vuestra existencia.
Seranis lo miró disgustada.
—Nosotros no lo creemos así. Si de nuevo se abrieran las puertas para todos —
dijo—, nuestras tierras serían invadidas por los curiosos, los buscadores de
emociones, los sensacionalistas. Tal y como estaban las cosas hasta ahora, sólo
los mejores entre el pueblo de Diaspar podían ponerse en contacto y llegar hasta
nosotros.
Alvin se dio cuenta de que por momentos aumentaba su preocupación y
comprendió que la actitud de Seranis era en gran parte inconsciente.
—Eso no es cierto — dijo con energía y seguridad —. Pocos de nosotros saldrían
de Diaspar. Si me dejáis volver esto no perjudicará en nada a Lys; realmente no
establecerá la menor diferencia.
—La decisión no está en mis manos —replicó Seranis—, pero expondré al
Consejo tus ideas cuando nos reunamos dentro de tres días. Hasta ese momento
puedes quedarte entre nosotros como invitado y Theon te mostrará nuestro país.
—Me gustaría mucho hacerlo, pero Rorden estará ya esperándome. Sabe
dónde estoy y si no regreso quién sabe las cosas que podrían suceder.
Seranis sonrió suavemente.
—Sí, esto nos ha hecho pensar más de lo que crees — admitió—. Hay unas
cuantas personas que en estos momentos están tratando de hallar una solución
al problema... Ya veremos si lo han logrado satisfactoriamente.
Alvin se mostró enojado consigo mismo al no haber tomado en consideración
algo tan obvio. Sabía que los ingenieros del pasado habían construido sus
máquinas para la eternidad —el viaje a Lys así lo había demostrado—. Y sin
embargo, le causó: extrañeza el ver que la pantalla cromática del visófono le
mostraba los aspectos, para él tan familiares, del interior de la habitación de
trabajo de Rorden.
El Archivero Mayor levantó los ojos para mirar su propio receptor desde el otro
lado de la mesa junto a la que se sentaba. Su mirada se animó al ver a Alvin.
—No esperé que regresaras tan pronto — dijo, y en el tono de sus palabras se
notaba que se sentía aliviado por ello, aunque no lo confesara —. ¿Quieres que
vaya a recogerte?
Mientras Alvin vacilaba, Seranis se acercó y Rorden la vio: por vez primera.
Sus ojos se abrieron por la sorpresa y se adelantó para poder contemplarla mejor.
Ese movimiento resultótotalmente inusual y automático. El hombre no lo había
perdido pese a que ya llevaba usando el visófono desde hacía mil millones de
años.
Seranis puso sus manos sobre los hombros de Alvin y comenzó a hablar.
Cuando terminó, Rorden guardó silencio durante un rato.
—Haré todo lo que pueda —dijo seguidamente—. Comprendo que tienen que
decidir entre enviar a Alvin de regreso! sometido a una especie de hipnosis que le
haga olvidar lo que ha visto... o que vuelva sin restricción alguna. Sin embargo,
creo poder prometer que incluso en el caso de que Diaspar conozca vuestra
existencia, no le concederá la menor importancia.
—No dejaremos de tomar en cuenta esa posibilidad —le contestó Seranis, no
sin cierto tono de disgusto. Rorden lo detectó inmediatamente.
—¿Y qué pasará conmigo? —preguntó sonriendo—. Yo sé tanto como Alvin
sabe.
—Alvin es un muchacho —le respondió Seranis rápidamente-y usted ocupa un
cargo importante que es tan antiguo
como la propia ciudad de Diaspar. Ésta no es la primera vez que Lys ha hablado
con un Archivero Mayor de Diaspar y jamás ninguno de sus antecesores en el
cargo traicionaron nuestro secreto. No creemos que ahora vaya a ser la excepción.
Rorden no hizo el menor comentario. Se limitó a decir:
—¿Cuánto tiempo piensan ustedes retener a Alvin?
—Chico días como máximo. El Consejo se reúne dentro de tres días.
—Muy bien — aceptó el Archivero —. Oficialmente Alvin estará ocupado en
extremo trabajando conmigo en ciertas investí— gaciones históricas durante
estos cinco días. No es la primera vez que eso ha ocurrido... pero tenemos que
procurar estar fuera del alcance de las llamadas de Jeserac.
Alvin se echó a reír.
—¡Pobre Jeserac! Parece como si me pasara el tiempo tratando de Ocultarle
cosas.
—Has tenido en eso menos éxito de lo que te crees — le replicó Rorden con
tono un tanto desconcertante —. Sin embargo, no creo que haya problemas. ¡Pero
no tardes en volver más de cinco días!
Cuando desapareció la imagen del visófono, Rorden siguió sentado durante un
rato con los ojos puestos en la pantalla, ahora oscurecida, de su receptor...
Siempre había supuesto que el sistema mundial de comunicaciones seguía
existiendo, pero las claves de su puesta en funcionamiento habían sido perdidas
y los billones de circuitos jamás podrían ser descubiertos por el hombre.
Resultaba extraño el pensamiento de que incluso ahora los visó— fonos podrían
llamar inútilmente a las ciudades muertas y abandonadas. Tal vez llegaría el
momento en que también su receptor sonara en vano y no hubiera allí un
Archivero Mayor para responder a la llamada del desconocido comunicante...
Comenzó a sentir miedo. La inmensidad de lo que estaba ocurriendo comenzó
a. penetrar lentamente en sus pensamientos ensombreciéndolos. Hasta ese
momento, Rorden no había pensado demasiado en las consecuencias de sus
acciones. Su ínteres por la Historia y su afecto por Alvin habían sido razón
suficiente para motivar su actuación. Aunque había animado y alentado a Alvin,
no había creído en la posibilidad de que ocurriera algo como lo que estaba
sucediendo.
Pese a los siglos y siglos de diferencia de edad que existían entre él y el
muchacho, la voluntad de este último siempre fue más fuerte que la suya propia.
Ahora ya era demasiado tarde para corregir los errores del pasado. Rorden sentía
que los acontecimientos se precipitaban y lo arrastraban hacia una situación
crítica que escapaba por completo a su control.

—Realmente, ¿es todo eso necesario? — preguntó Alvin —. Vamos a estar fuera
sólo dos o tres días y al fin y al cabo llevamos un sintetizador con nosotros.
—Probablemente no — respondió Theon colocando el último contenedor de
alimentos en su pequeño vehículo terrestre —. Me parece que se trata de una
antigua costumbre, pero lo cierto es que jamás hemos sintetizado algunos de
nuestros mejores alimentos... Nos gusta verlos crecer. Es posible que nos
encontremos con otros excursionistas y es un deber de cortesía intercambiar con
ellos nuestra comida. Casi cada uno de los distritos tiene sus alimentos especiales,
típicos, y Airlee es famoso por sus melocotones. Ésa es la razón por la que he
puesto tantos a bordo... ni siquiera tú podrías comértelos todos.
Alvin le tiró su melocotón a medio comer a Theon, que se echó a un lado para
esquivarlo. Los chicos se habían hecho amigos y bromeaban entre ellos.
En esos momentos se produjo una especie de iridiscencia y un agitar de alas
invisibles cuando Krif descendió y se posó sobre la fruta caída para sorber su jugo.
Alvin no acababa de acostumbrarse a Krif. Le costaba trabajo comprender que el
gran insecto, aunque solía acudir cuando se le llamaba y, en ocasiones, hasta
obedecía algunas órdenes sencillas, estaba casi completamente desprovisto de
inteligencia. Hasta esos momentos, para Alvin, vida había sido siempre sinónimo
de inteligencia, en ocasiones incluso una inteligencia más elevada que la del
Hombre. Por eso no comprendía la existencia de aquel gran insecto.
Cuando Krif estaba posado, descansando, sus seis alas ligeras y transparentes,
se quedaban dobladas, pegadas a su cuerpo largo que brillaba a través de ellas
como una joya. Se trataba del insecto más bello y más desarrollado que el mundo
jamás había conocido, quizá la última de las criaturas que el hombre había elegido
como animal doméstico, como compañía.
El país de Lys se hallaba lleno de sorpresas y Alvin lo estaba comprobando por
propia experiencia. También su sistema de transporte, un tanto simple y sencillo,
pero no por ello menos eficiente, le había sorprendido. El vehículo-tierra, por lo
que pudo apreciar, trabajaba de acuerdo con el mismo principio que la gran
máquina que lo había llevado desde el subsuelo de Diaspar hasta allí, pues flotaba
sobre el suelo a unos cuantos centímetros. La única diferencia notable era que en
este caso no se veían rieles guías. Theon le había dicho que el vehículo sólo podía
marchar por determinados trayectos o vías. Así, todos los centros de población se
hallaban enlazados, pero las partes más alejadas del país sólo podían ser
alcanzadas a pie. Este estado de cosas le pareció, en su conjunto, extraordinario,
pero Theon, por su parte, lo consideraba una excelente idea, así como el más
práctico medio de transporte.
Al parecer, Theon había preparado su viaje con considerable antelación. La
Historia Natural era su principal pasión y Krif era sólo el más llamativo de sus
muchos, animales domésticos. En esa expedición confiaba en encontrar nuevos
tipos de insectos en las partes no habitadas del sur de Lys.
El proyecto había entusiasmado a Alvin cuando oyó hablar de él a su amigo.
Lógicamente, estaba interesado al máximo en conocer todo lo que pudiera de ese
país desconocido y maravilloso, aun cuando no le quedaba más remedio que
reconocer que su campo de interés difería notablemente del de Theon. Ambos
buscaban conocimientos distintos, pero esto no impedía que entre ellos existiera
un lazo de unión y un compañerismo que ni siquiera Rorden había logrado
despertar en su amigo.
Theon proyectaba dirigirse hacia el Sur en su vehículo hasta el punto más
extremo al que éste pudiera conducirlos —algo más de una hora de viaje desde
Airlee— y continuar después el viaje a pie. Sin dejarse impresionar, o tal vez
ignorando las implicaciones que esto podría tener, Alvin no puso la menor
objeción a los proyectos de su nuevo amigo.
Para Alvin el viaje a través de Lys, fue como un sueño irreal. Silencioso como
un fantasma, el vehículo se deslizó por las onduladas planicies y se abrió camino
a través de los bosques, sin desviarse ni un solo instante de sus invisibles vías. Su
velocidad era aproximadamente doce veces superior a la que el hombre podía
alcanzar en un caminar confortable y sin apresuramientos. En Lys nadie sintió
jamás la necesidad, la prisa, de viajar a mayores velocidades.
En muchas ocasiones cruzaron pueblos y aldeas, algunas incluso mayores que
Airlee, pero casi todas ellas construidas siguiendo las mismas normas. Alvin se
mostró sumamente interesado al apreciar pequeños y sutiles cambios que, sin
embargo, implicaban diferencias en la ropa e incluso en el aspecto físico de los
habitantes de unas y otras comunidades. La civilización de Lys se componía de
cientos de distintas culturas, cada una de las cuales contribuía con los matices
especiales de su talento a la formación de su conjunto.
Una o dos veces Theon se detuvo para hablar con amigos, pero esas
detenciones fueron breves, y todavía no era el mediodía cuando la pequeña
máquina de transporte se detuvo a los pies de una colina, que formaba parte de
una montaña cubierta por un bosque espeso y frondoso. Era la mayor montaña
que Alvin había visto en su vida, aunque realmente no era demasiado elevada ni
extensa.
—Aquí tenemos que empezar a caminar a pie —le explicó Theon con
entusiasmo, mientras sacaba el equipo del vehículo —. No podemos seguir
viajando en el coche.
Mientras se complicaba con las correas y mochilas que lo convertirían en una
bestia de carga, Alvin miró vacilante la gran masa rocosa que se alzaba ante él.
—Tenemos que dar una gran vuelta para rodearla, ¿no es así? — le preguntó a
su amigo.
—No vamos a rodearla sino a escalarla — replicó Theon —. Y quiero que
estemos en la cima antes de que se haga de noche.
Alvin no dijo nada. Pero en realidad, desde que se detuvieron a sus pies,
siempre pensó, con temor, que ésta fuera la intención de su amigo.
—Desde aquí —dijo Theon, alzando la voz para que su compañero pudiera oírle
por encima del ruido de la cascada — puedes ver la totalidad del país de Lys.
Alvin no tuvo la menor dificultad en creerlo. Hacia el Norte se extendían
kilómetros y kilómetros de bosque, interrumpido de vez en cuando.por calveros
y campos de cultivo y el curso de cientos de ríos y arroyos. Oculto en alguna parte
de ese magní. fico paisaje debía estar Airlee. Alvin se jactó de que podía divisar
en la lejanía el resplandor del gran lago, pero acabó por convencerse de que sus
ojos le habían traicionado. Mucho mág al Norte, los bosques y los campos se
fundían formando un inconmensurable tapiz verde, interrumpido sólo de vez en
cuando por las hilera» de colinas y montañas. Y más atrás aún, al final de todo,
las grandes montañas que servían de frontera y protección entre Lys y el desierto,
parecía formar un banco de nubes lejanas.
Hacia el Este y el Oeste, el paisaje que se ofrecía a los ojos era realmente muy
poco distinto, pero hacia el Sur, las montañas parecían estar más próximas, sólo
a pocos kilómetros de distancia. Alvin podía verlas claramente y se dio cuenta de
que eran mucho más elevadas que la cima de la pequeña montaña en la que se
encontraban.
Pero lo más maravilloso, lo más bello y encantador de todo lo que hasta
entonces habían descubierto sus ojos asombrados, era la cascada. Desde la misma
cara de la montaña una ancha cinta de agua se precipitaba sobre el valle
curvándose en el espació hacia las rocas que se hallaban a trescientos o
cuatrocientos metros por debajo. Las aguas se pulverizaban al caer y tenían una
especial luminiscencia. Desde el fondo, donde las aguas caían sobre las rocas,
llegaba un ruido monótono, atronador, con— íinuo, que se repartía en miles de
ecos sobre las caras de la montaña con sus hendiduras y grietas.
Y abajo, ingrávido y sutil en el aire, sobre la base de la catarata, estaba el último
de los arco iris que todavía quedaban en la Tierra.
Los dos muchachos permanecieron durante largos minutos tumbados al borde
del acantilado desde el que se precipitaba el agua hasta el valle, observando el
último Niágara y las tierras desconocidas que había tras el valle.
Se trataba de unas tierras distintas de las de la zona que acababan de dejar tras
ellos. Daban la impresión de estar desiertas y vacías. Podían suponer, sin temor
a equivocarse, que el hombre no había vivido allí desde hacía muchos,
muchísimos años.
Theon respondió a la pregunta, no pronunciada, de su amigo, con naturalidad.
—En cierta época —le explicó—, la totalidad del país de Lys estaba deshabitado.
Pero de esto hace ya mucho tiempo. En aquellos días sólo los más diversos
animales pacían a su placer por estas tierras.
Realmente, allí no podía apreciarse la menor señal de vida humana. Ninguno
de aquellos calveros que se veían era obra del hombre, ni tampoco encauzados y
controlados por la inteligencia humana ninguno de los ríos.
Sólo en un lugar había indicaciones de que el hombre hubiera estado y
habitado allí en épocas remotas: a muchas millas de distancia, unas ruinas
blancas y solitarias destacaban entre el bosque como una presa capturada. Por lo
demás, en todas paites, la jungla había vuelto a adueñarse de la tierra.
7. El habitante del crater

ERA YA MUY ENTRADA LA NOCHE CUANDO ALVIN DESPERTÓ. La


oscuridad nocturna de la montaña con toda su intensidad le aterrorizaba. Pero,
además, había sucedido algo que le molestó, quizá fue un rumor, un débil sonido
que había hallado eco en su mente por encima del estruendo de la catarata. Se
irguió, permaneciendo sentado con los ojos fijos en el país invisible, oculto, con
su latido permanente. Contuvo la respiración y prestó atención al estruendo de
las aguas al caer y al delicado rumor de la vida animal en los árboles que le
rodeaban.
No había nada visible. La luz de las estrellas era demasiado débil para iluminar
los kilómetros de tierra que había a cientos de pies bajo él. Sólo unas líneas más
oscuras, en el horizonte, ocultaban las estrellas y le recordaban las montañas del
Sur. En la oscuridad, Alvin oyó a su amigo que se movía en su lecho y que se
sentaba.
—¿Qué es lo que pasa? —oyó que le preguntaba como en un murmullo.
—Me pareció oír un ruido.
—¿Qué clase de ruido?
—No lo sé. Quizá sólo ha sido un sueño.
Guardaron silencio mientras sus ojos escudriñaban en el misterio de las
tinieblas de la noche. De pronto Theon apretó el brazo de su amigo.
—¡Mira! —murmuró.
Lejos, hacia el Sur, brillaba un solitario punto de luz, bajo, demasiado bajo en
el cielo para ser una estrella. Era una luz blanca, brillante, con ciertas tonalidades
de color violeta. Los dos amigos la observaron. La luz fue ganando en intensidad
hasta que sus ojos no fueron capaces de soportar el seguir mirándola. Después, la
luz hizo explosión y tuvieron la impresión de que un rayo había caído al otro
extremo del mundo visible. Por unos momentos las montañas y la gran extensión
de terreno que habían estado contemplando parecieron un aguafuerte de fuego
contra la oscuridad de la noche. Poco después, aunque les pareció que habían
transcurrido siglos, llegó a sus oídos el eco de una tremenda explosión y en el
bosque, a sus pies, un fuerte viento sacudió inesperadamente las ramas de los
poderosos árboles. De pronto todo pasó, y una tras otra, las estrellas, eclipsadas
por la luminosidad de la tierra, aparecieron de nuevo en el firmamento.
Por primera vez en su vida Alvin sintió el terror de lo desconocido, esa
maldición del hombre primitivo. Era un sentímiento tan extraño que durante
algún tiempo no pudo siquiera hallar un nombre para identificar su sensación.
Pero cuando supo lo que había pasado, su terror se desvaneció y Alvin volvió a ser
él mismo.
—¿Qué ha sido eso? — murmuró.
Hubo una pausa tan larga que tuvo tiempo de repetir su pregunta.
—Estoy tratando de recordarlo —dijo Theon y de nuevo | guardó silencio
durante un momento. Después volvió a hablar:
—¡Tiene que ser Shalmirane! —dijo simplemente.
—¡Shalmirane...! ¿Existe verdaderamente?
—Estaba ya casi olvidada en mi memoria — replicó Theon — pero ahora vuelve
el recuerdo. Mi madre me dijo en cierta ocasión que la fortaleza se encuentra en
esas montañas. Naturalmente hace ya años que está en ruinas, pero se cree en la
posibilidad de que aún viva alguien allí.
¡ Shalmirane!
Eran dos muchachos, hijos de dos razas distintas, muy separados y distintos
en cultura e historia y, sin embargo, este nombre tenía para ambos mucho de
mágico. En la ya larguísima historia de la Tierra no hubo jamás un episodio épico
tan grandioso como la defensa de Shalmirane, contra un invasor que había
logrado conquistar el Universo.
La voz de Theon volvió a resonar en la oscuridad de la noche.
—La gente que vive en el Sur podrá decirnos muchas cosas al respecto.Ya les
preguntaremos en nuestro viaje de regreso.
Alvin apenas si lo oyó: estaba sumido profundamente en sus propios
pensamientos, recordando las historias que Rorden les había contado hacía ya
mucho tiempo. La Batalla de Shalmirane ocurrió en el alba de la historia
registrada. Señaló el final de la Era legendária de las conquistas del Hombre y el
comienzo de su largo declinar. En Shalmirane, si en algún lugar de la Tierra,
estaba la respuesta que venía atormentándole desde hacía muchos años. Pero las
montañas del Sur seguían estando todavía muy lejos.
Theon, posiblemente, debía compartir, al menos parcialmente, los poderes de
su madre, pues pareció leer sus pensamientos y le dijo con tranquilidad:
—Si nos levantamos al amanecer, podremos llegar a la fortaleza antes de la
caída de la noche. Nunca estuve allí, pero creo que podré encontrar el camino.
Alvin meditó las palabras de su amigo. Estaba cansado, tenía rozaduras en los
pies y los músculos de sus piernas le dolían a causa de un esfuerzo al que no estaba
acostumbrado. Resultaba tentador dejar la empresa para otra ocasión, pero pensó
en la posibilidad de que no volviera a ofrecerse una nueva posibilidad. Y, además
podía ser, también, que la explosión actínica hubiera sido una señal de petición
de auxilio.
Bajo la débil luz de las estrellas, Alvin luchaba con sus pensamientos.
Finalmente tomó una decisión. Nada había cambiado: las montañas seguían
manteniendo su vigilancia sobre la Tierra dormida. Pero un punto crucial de la
historia había pasado y la raza humana se movía hacia un futuro nuevo y extraño.
El sol apenas si aparecía ya sobre la muralla oriental de Lys cuando los dos
muchachos llegaron a los límites del bosque. Allila naturaleza había vuelto por
sus fueros; incluso Theon parecía desconcertado, perdido entre los árboles
gigantescos que bloqueaban los rayos solares y lanzaban manchas sombrías en el
suelo de la jungla. Afortunadamente, el río que se formaba con las aguas de la
catarata se deslizaba hacia el Sur en una línea demasiado recta para ser natural y,
siguiendo a sus orillas, se podía evitar la espesura. Theon gastaba una buena parte
de su tiempo controlando a Krif, que desaparecía ocasionalmente en la jungla y
volaba libremente sobre las aguas. Incluso Alvin, para quien todo esto era
demasiado nuevo, podía darse cuenta de que el bosque ejercía una fascinación
que no poseían los pequeños campos y praderas cultivadas del norte de Lys. No
había muchos árboles iguales: la mayor parte de ellos se hallaban en otras etapas
de su evolución y muchos habían vuelto, a través de las Eras Histórico-geológicas,
a recuperar casi todas sus for— j mas naturales. Muchos de ellos, obviamente, no
provenían de la Tierra y, quizá, ni siquiera del sistema solar. Vigilando como
centinelas sobre otros árboles más bajos estaban las gigantescas secoyas, muchas
de las cuales pasaban de los cien o los ciento veinticinco metros de altura.
Anteriormente se les había llamado los más viejos seres de la Tierra y, realmente,
eran aún más viejas que el Hombre.
El río se ensanchaba; de vez en cuando formaba pequeños lagos en los cuales
había islas diminutas. Abundaban los insectos, criaturas brillantemente
coloreadas que volaban aparente—: mente sin objeto de un lado a otro sobre la
superficie del agua, En una ocasión, pese a las órdenes de Theon, Krif se alejó de
ellos para reunirse con sus alejados parientes. Instantáneamente desapareció
entre una nube de alas que se agitaban incesantemente y el zumbido furioso de
los insectos llegó hasta ellos. Un momento después la nube de las alas se alzó y
Krif regresó sobre las aguas volando tan rápidamente que los ojos casi rio podían
seguirlo. A partir de ese momento siguió volando siempre muy cerca de Theon y,
aparentemente, no pareció sentir ganas de alejarse de nuevo en busca de
aventuras.
Cerca ya de la caída de la tarde, pudieron ver ocasionalmente las montañas
frente a ellos. El río Ies había sido un guía muy fiel hasta entonces, pero parecía
como si sus meandros fueran,
agotándose, como si también él estuviera aproximándose al fin de su camino.
De todos modos, debieron aceptar el hecho de que no podrían llegar a las
montañas antes de que se hiciera de noche. Realmente, antes de la puesta del sol
el bosque se había oscurecido tanto que resultaba imposible seguir adelante. Los
grandes árboles formaban espesas sombras y un viento frío azotaba sus ramas.
Alvin y Theon acamparon para pasar la noche bajo una gigantesca secoya, cuyas
más altas ramas seguían todavía iluminadas con la luz solar.
Cuando finalmente, el sol, oculto por los árboles, se puso, la luz crepuscular
siguió danzando sobre las aguas onduladas por el viento. Los dos muchachos
permanecían en la sombra, observando el río y pensando en todo lo que habían
visto. Cuando Alvin comenzó a sentir sueño, se preguntó cuánto tiempo había
durado su camino y cuánto había de durar aún.
El sol estaba muy alto cuando salieron del bosque a la mañana siguiente y, por
fin, se encontraron al pie de las murallas montañosas de Lys. Sobre ellos el
terreno se elevaba hacia el cielo en olas de roca desnuda. Allí el río terminaba de
modo tan espectacular como había comenzado, pues la tierra se abría de repente
ante él y sus aguas desaparecían en el subsuelo.
Por un momento, Theon se quedó mirando el remolino y el abismo abierto.
Después señaló un punto en la colina.
—Shalmirane está en esa dirección — dijo confidencialmente.
Alvin se le quedó mirando con sorpresa.
—Me habías dicho que nunca habías estado aquí.
—Y no he estado.
—En ese caso, ¿cómo conoces el camino?
Theon se lo quedó mirando, intrigado.
—No lo conozco... Y nunca había pensado en ello antes. Debe tratarse de una
especie de instinto, pero lo cierto es que' adondequiera que vayamos en Lys,
siempre sabemos instintivamente nuestro camino.
A Alvin eso le pareció difícil de creer y siguió a Theon coa considerable
escepticismo. Pronto llegaron al pie de la colina y comenzaron a ascenderla. Sobre
ellos había una curiosa plataforma cuyos bordes se inclinaban suavemente. Tras
un momento de vacilación, Theon comenzó a subir. Alvin le siguió lleno de dudas
y, a medida que ascendía, iba pensando en un pequeño discurso que le hizo
después a su amigo. Si la ascensión resultaba inútil, Theon sabría, al menos, lo
que él pensaba sobre su instinto de orientación.
Cuando se aproximaron a la cumbre, la naturaleza del suelo cambió
repentinamente. Las ondulaciones y las rocas que vieron hasta entonces eran de
origen volcánico, piedras porosas rodea? das de arenas, y cenizas sucias y grises.
De repente, la superficie se convirtió en durísimas placas cristalinas, suaves,
resbaladizas y traicioneras. El final de la plataforma se hallaba frente a ellos
abriéndose sobre el abismo. Theon fue el primero en llegar y unossegundos
después Alvin estaba a su lado enmudecido por la sorpresa. Contrariamente a lo
que habían esperado no se hallaban únicamente al filo de la plataforma sino sobre
una profunda depresión en forma redondeada, como una especie de campana
gigantesca invertida, de casi un kilómetro de profundidad y kilómetro y medio de
diámetro. Ante ellos, el terreno des-' cendía paulatina, lentamente, sobre el nivel
del valle para volver a alzarse después en el borde opuesto. Pese a que el sol
brillaba con todas sus fuerzas la totalidad de aquella depresión abombada parecía
casi negra. Los muchachos no podían adivinar qué clase de material formaba
aquel cráter, pero era tan negro como si las rocas que lo componían jamás
hubieran conocido el sol. Y eso no era todo: bajo sus pies, y rodeando el cráter en
su totalidad, había una banda metálica, completamente lisa, como de unos treinta
metros de anchura, cubierta con la pátina del tiempo, de innumerables Eras, pero
sin mostrar la más mínima muestra de erosión.
Cuando sus ojos se acostumbraron a esa escena extraterrestre, Alvin y Theon
se dieron cuenta de que la negrura de la abertura del cráter no era tan absoluta
como en un principio habían pensado. Aquí y allá, tan furtivas y breves que sólo
podían verlas indirectamente, se producían ligeras explosiones luminosas que
reverberaban en las paredes del cráter. Se acercaban a los muros para
desvanecerse con la misma rapidez con que habían surgido, como los reflejos de
las estrellas sobre un mar agitado.
—¡Esto es maravilloso! —exclamó Alvin—, pero, ¿qué es? —Parece una especie
de reflector...
—Me cuesta trabajo suponer que esta superficie tan negra pueda reflejar nada.
—Piensa que sólo es negra a nuestros ojos*. No sabemos qué tipos de radiación
empleaban los que la construyeron.
—De todos modos creo que debe ser algo más que un simple reflejo. ¿Dónde
está la fortaleza?
Theon señaló hacia la parte más baja del cráter, donde estaba aquello que Alvin
había tomado por un montón de piedras. Cuando volvió a mirar, pudo darse
cuenta de que aquellas piedras estaban ordenadas de acuerdo con un plan
determinado y que no se trataba simplemente de bloques de rocas agrupadas por
el azar. Sí, allí estaban las ruinas de lo que antaño fueron poderosas edificaciones,
vencidas ya por el tiempo.
Durante los primeros cientos de metros, las paredes eran demasiado
resbaladizas para que los chicos pudieran caminar erguidos, pero después de un
trecho alcanzaron las suaves pendientes y pudieron caminar sin dificultad. Cerca
del fondo del cráter, el aterciopelado marfil de su superficie terminaba en una
delgada capa de tierra que los vientos de Lys debieron depositar allí en el
transcurrir de los siglos.
Como a unos quinientos metros de distancia, titánicos bloques de piedra se
amontonaban irnos sobre otros como los juguetes abandonados de un niño
gigantesco. Allí podía reconocerse una sección de muro macizo; más allá, dos
obeliscos cóncavos señalaban lo que antaño debió ser la entrada principal de la
fortaleza. Por todas partes crecían plantas y arbustos semiagostados y algunos
pequeños árboles. Incluso el viento parecía guardar silencio.
Así, Alvin y Theon llegaron a las ruinas de Shalmirane. Junto a esos muros, si
la leyenda respondía a la verdad, fuerzas que podían convertir en cenizas a todo
un mundo habían tronado y flameado hasta que finalmente fueron derrotadas.
Antaño, esos cielos, ahora tranquilos y pacíficos, habían ardido con los fuegos
escapados del corazón de los soles y las montañas de Lys debie— rón temblar
como criaturas vivientes bajo la furia de sus amos.
Nadie pudo jamás capturar Shalmirane. Pero ahora la fortaleza, la antaño
inexpugnable fortaleza, había caído por fin capturada y destruida por los dedos
pacientes del tiempo, y generaciones infinitas de ciegos gusanos que fueron
minando sus entrañas.
Abrumados por la majestuosidad de lo que contemplaban, los dos jóvenes
caminaron en silencio en dirección a las ruina» colosales. Llegaron a la sombra
de un muro medio derrumbado y penetraron en un cañón formado en el lugar
donde las grande® montañas roquizas debieron agrietarse a impulsos de una
fuerza desconocida e inconmensurable.
Ante ellos se abrió un gran anfiteatro, entrecruzado por cumulos de cascotes
que debían señalar el lugar de las máquinas enterradas. Antaño, la totalidad de
ese tremendo espacio debió estar vacío, pero hacía ya mucho tiempo que el techo
se había desplomado. Sin embargo, la vida tenía que seguir existiendo en alguna
parte, en medio de esa tremenda desolación y Alvin pensó que esas ruinas
posiblemente sólo eran superficiales. La mayor parte de la fortaleza debía
permanecer edificada bajo tierra, libre del alcance de las garras del Tiempo.
—Tenemos que regresar al mediodía —dijo Theon— porque no nos podemos
quedar mucho tiempo. Podremos realizar nuestra exploración más
concienzudamente si nos separamos. Yo me haré cargo de la parte oriental y tú
puedes explorar este otro lado. Grita llamándome si encuentras algo interesante,
pero no te alejes demasiado.
Se separaron. Alvin comenzó a trepar sobre los restos de rocas y casquetes,
bordeando los grandes montones de rocas. Cerca del centro del anfiteatro, se
halló de repente en un pequeño espacio circular libre de obstáculos y liso, que
debía tener unos doce o quince metros de diámetro. Había sido cubierto por las
yerbas, pero éstas estaban secas y ennegrecidas por el tremendo calor y.se
convertían en cenizas cuando las pisaba. En el centro del círculo había un trípode
que sostenía una especie de recipiente de metal pulido que parecía ser algo
aproximado a una maqueta de Shalmirane. El recipiente era móvil en altitud y
azimut, y en su centro se apoyaba una espiral de una sustancia desconocida. Cerca
del reflector y soldado a él, había una caja negra de la cual partía un cable delgado
que se extendía por. el suelo.
Alvin vio con claridad que aquél tenía que ser el aparato fuente de la luz que
vieran la noche anterior y comenzó a seguir el cable. No resultaba fácil, pues el
hilo se hundía en el suelo, de manera imprevista, para volver a aparecer en los
lugares más inesperados. Finalmente, lo perdió por completo y gritó llamando a
Theon para que acudiera a ayudarle...
Álvin se había agachado debajo de una roca colgante cuando una sombra
repentina se interpuso entre él y la luz. Alvin pensó que sería su amigo y salió de
la especie de cueva en la que se había metido, para hablar con él y explicarle su
descubrimiento. Pero no pudo hacerlo. Las palabras se helaron en sus labios.
Flotando en el aire frente a él, había un gran ojo oscuro, rodeado por un
sistema de satélites de ojos más pequeños. Al menos ésa fue la primera impresión
de Alvin: después se dio cuenta de que se hallaba frente a una máquina muy
compleja... ¡Y la máquina lo observaba a él!
Alvin rompió el penoso silencio. Durante toda su vida estaba acostumbrado a
dar órdenes a las máquinas y, aunque jamás había visto nada parecido a la que
ahora tenía frente a él, decidió que, probablemente, estaba dotada de inteligencia.
—¡Vuélvete! —ordenó experimentalmente.
No ocurrió nada en absoluto:
—¡Camina! ¡Ven! ¡Cae! ¡Avanza!
Ninguna de las convencionales órdenes de control produjeron el menor efecto.
La máquina siguió despreciativamente inactiva.
Alvin dio unos pasos hacia adelante y los ojos retrocedieron con cierta
precipitación. Desgraciadamente, su ángulo de visión parecía estar limitado, pues
la máquina se detuvo de repente al tropezar con Theon que en el curso del último
minuto había sido un espectador interesado y curioso de la escena. Con una
reacción perfectamente humana, aquel aparato dio un salto de unos siete metros
en el aire dejando al descubierto una serie de tentáculos y miembros articulados
que surgían en torno a un rígido cuerpo cilindrico.
—¡Baja! — le gritó Theon —. No queremos hacerte ningún daño.
Algo habló. No la' voz cristalina y desapasionada de una máquina sino el
vacilante hablar de un hombre muy anciano y muy cansado.
—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué es lo que están haciendo en Shalmirane?
—Mi nombre es Theon y éste es mi amigo Alvin de Lorenei. Estamos
explorando la parte Sur del país de Lys.
Hubo una breve pausa. Cuando la máquina volvióahablar, su voz contenía un
tono inconfundible de petulancia y fastidio.
—¿Por qué no pueden dejarme en paz? ¡No tienen idea de las veces que he
pedido ya que me dejen solo!
Theon, que de usual tenía un buen carácter, se sintió afectado visiblemente.
—Nosotros somos de Airlee y no sabemos nada en absoluto de Shalmirane.
—Además —añadió Alvin con tono de reproche—, vimos su luz y pensamos que
existía la posibilidad de que se tratara de alguien que pedía auxilio.
Resultó enormemente extraño escuchar un suspiro tan hu— mano procedente
de una máquina tan impersonal.
—Habré hecho señales ya un millón de veces y lo único que he conseguido es
despertar la curiosidad de "Lys. Pero ya veo que ustedes no pretenden causarme
daño. ¡Síganme!
La máquina flotó lentamente sobre las rocas destrozadas y se dirigió hacia un
oscuro agujero, en la destruida pared del anfiteatro, ante el que se detuvo. En las
sombras de la caverna algo se movió y una figura humana surgió a la luz del sol.
Era el primer ser humano físicamente envejecido que Alvin había visto en toda su
vida. Su cráneo estaba completamente calvo, pero una mata de pelo blanco
purísimo cubría la parte baja de su rostro. Llevaba sobre sus hombros,
descuidadamente, una capa de cristal tejido, y a cada uno de sus lados flotaba un
par de aquellas extrañas máquinas multi-ojos.
8. La Historia de SHALMIRANE

SE HIZO UN BREVE SILENCIO MIENTRAS LOS INTERLOCUTORES se


contemplaron mutuamente. El anciano habló y las máquinas hicieron eco a su
voz durante un momento, hasta que algo las desconectó.
—Así que usted es del Norte y su pueblo ha olvidado ya a Shalmirane.
—¡Oh, no! —le replicó Theon rápidamente—. No hemos
olvidado. Pero no sabíamos con certeza que todavía siguiera viviendo alguien
en este lugar. Y desde luego menos aún que usted no deseara ser molestado por
nadie.
El anciano no respondió nada. Se movió con una lentitud que resultaba penosa
de contemplar y cruzó la puerta desapareciendo al otro lado. Las tres máquinas
le siguieron flotando silenciosamente tras él. Alvin y Theon se contemplaron
sorprendidos. No deseaban seguir al anciano pero no cabía duda que su
despedida, si es que lo había sido, resultaba demasiado brusca. Iban a comenzar
a discutir el asunto entre ellos cuando una de las máquinas reapareció de repente.
—¿Qué es lo que esperan? ¡Vamos, vengan! — les ordenó y desapareció de
nuevo.
Alvin se encogió de hombros.
—Al fin somos invitados. Nuestro anfitrión parece un tanto excéntrico, pero
amistoso.
Desde la puerta abierta en el muro una amplia escalera de caracol descendía
unos metros. Terminaba en una pequeña cámara circular de la cual partían varios
corredores. Pero no había posibilidad de que se equivocaran de camino pues
todos los pasos, excepto uno, estaban bloqueados por escombros y bloques
pétreos.
Alvin y Theon habían avanzado sólo unos metros cuando se encontraron en
una amplia habitación increíblemente sucia, llena de una gran variedad de los
más extraños objetos. Uno de los rincones alejados de la cámara estaba lleno de
aparatos domésticos — sintetizadores, destructores, equipos de limpieza y cosas
semejantes — que, normalmente, uno espera que estén escondidos entre los
muros y bajo el suelo. En torno a ellos se apilaban cajas llenas de discos de
pensamientos y transcritores, formando una serie de pirámides que casi llegaban
al techo. La habitación, en conjunto, resultaba poco confortable, muy calurosa
debido a la presencia de una docena de fuegos perpetuos repartidos por el suelo.
Atraído por la radiación, Krif voló hacia una de las esferas de metal y extendió sus
alas ante ella... Y se quedó dormido de inmediato.
Pasó un rato antes de que los muchachos se dieran cuenta de que el anciano y
sus máquinas los estaban esperando en un pequeño espacio libre de objetos que
le recordó a Alvin un calvero en medio de un bosque. En ese espacio sólo había
algunos muebles: una mesa y tres confortables divanes. Uno de ellos era viejo y
desgastado por el uso pero los otros resultaban tan llamativamente nuevos que
Alvin tuvo la seguridad de que acababan de ser creados en los últimos momentos.
Mientras observaba el brillo familiar del campo del sintetizador que temblaba
sobre la mesa, su anfitrión señaló con un gesto silencioso los cómodos divanes.
Los muchachos le dieron las gracias y comenzaron a comer y beber los alimentos
y bebidas que de repente aparecieron sobre la mesa. Alvin se dio cuenta de que
estaba un poco cansado de comer siempre los invariables y monótonos productos
del sintetizador de Theon y recibió con agrado el cambio.
Comieron en silencio durante un rato, dirigiendo de vez en cuando una mirada
furtiva al anciano, que parecía sumido en sus propios pensamientos y haberse
olvidado casi por completo de sus invitados. Pero tan pronto como éstos dejaron
de comer y beber se los quedó mirando y empezó a interrogarlos. Cuando Alvin
le dijo que él no era un nativo de Lys sino de Diaspar, el anciano no dio muestra
de particular extrañeza. Theon hizo todo lo posible por responder adecuadamente
a las preguntas del hombre: para tratarse de una persona a la que no le agradaban
los visitantes parecía demasiado ansioso por conocer detalles del mundo exterior.
Alvin decidió, por su cuenta, que la anterior actitud del anciano debió ser una
pose falsa motivada por un deseo de impresionar a los recién llegados.
Después de unos minutos de conversación se hizo de nuevo el silencio. Los dos
muchachos esperaron con toda la paciencia de que eran capaces. El anciano les
había hecho muchas preguntas pero, en contraste, no les había contado nada de
sí mismo ni les había explicado qué era lo que estaba haciendo en Shalmirane. La
señal luminosa emitida por el anciano y que les había conducido hasta allí
continuaba siendo un misterio tan grande como antes. Sin embargo, no se
atrevieron a hacer una pregunta directa, a pedir una explicación.
Así, siguieron durante unos momentos en un incómodo silencio. Sus ojos
curiosos y sorprendidos recorrieron la habitación encontrando a cada momento
algo nuevo e inesperado. Por fin, Alvin se atrevió a interrumpir los ensueños del
anciano.
—¡Tenemos que marcharnos pronto! —observó.
Más que una afirmación fue una insinuación. La arrugada faz del hombre de
Shalmirane se volvió hacia é!, pero los ojos seguían muy lejos de allí. Casi de
inmediato, la voz vieja e infinitamente cansada comenzó a hablar. Era una voz tan
suave y baja que en un principio apenas si podían oírla. El anciano pareció darse
cuenta de su dificultad pues, de repente, las tres máquinas comenzaron a repetir
sus palabras como si fuesen un triple eco.
Mucho de lo que el viejo les comunicó no pudieron comprenderlo jamás. A
veces utilizaba palabras totalmente desconocidas para ellos; en otras ocasiones
repetía frases e incluso párrafos enteros que otros debieron haber escrito mucho
tiempo antes. Pero la línea general temática de la historia quedaba clara y llevó
los pensamientos de Alvin a las remotas edades en las que siempre soñara desde
sus tiempos de niño.
El relato comenzaba como muchos otros entre el caos de los Siglos de
Transición, cuando los Invasores ya se habían marchado pero el mundo aún
seguía recuperándose de sus profundas heridas. En esos tiempos apareció en Lys
el hombre que posteriormente pasaría a ser conocido como «el Maestro». Había
llegado acompañado de tres extraños aparatos —esas máquinas que ellos estaban
contemplando en esos mismos momentos — que actuaban como sus sirvientes y
poseían inteligencia propia claramente definida. Su origen era un secreto que
jamás descubrió a nadie y, eventualmente, se supuso que provenía del espacio y
había logrado, quién sabe cómo, aludir el bloqueo espacial de los Invasores. Muy
lejos, entre las estrellas, posiblemente existían todavía islas de humanidad que no
habían sido arrasadas por la destructora marea de la guerra.
El Maestro y sus máquinas tenían poderes que el mundo había perdido y en
torno a él se congregó un número de personas a las que hizo partícipes de su
ciencia y su sabiduría. Debió haber tenido una personalidad muy fuerte y Alvin
pudo comprender la fuerza de ese magnetismo que hizo que tanta gente acudiera
a él. Desde las ciudades agonizantes los hombres llegaron a Lys a millares
buscando la paz y la tranquilidad de mente después de tantos años de confusión.
Allí, entre los bosques y las montañas, escuchando la voz del Maestro, por fin
podían encontrar la paz tan ansiada.
Al fin ya de su larga vida, el Maestro les pidió a sus amigos que lo llevaran a
campo abierto para que pudiera contemplas estrellas. Había esperado, mientras
sus fuerzas se desvaa cían, a la culminación de los Siete Soles. En el momento de
morir, la resolución con que había guardado el secreto de suorigen pareció
flaquear y reveló muchas cosas con las que seescribieron incontables libros en
edades futuras. Una y otra ve» el moribundo se refirió a «Los Grandes» que
habían abandonado el mundo pero que, con toda certeza, regresarían un día. y
encargó a sus seguidores y discípulos que estuvieran dispuestos a saludarlos y
darles la bienvenida cuando decidieran volver Ésas fueron sus últimas palabras
racionales. Después de haberlas pronunciado ya no fue consciente de dónde se
hallaba y dequiénes lo rodeaban; pero de nuevo, poco antes de producirse el fin,
murmuró una frase que revelaba, al menos en parte, su secreto y que se
prolongaría a través de las edades para conmo ver la mente de todos aquellos que
las oyeran:
«Es maravilloso contemplar las sombras coloreadas de los planetas de luz
eterna.»
Después de esto, murió.
Así surgió la religión de «Los Grandes», pues en religión se habían convertido
las ideas del Maestro. Tras su muerte, muchos de sus seguidores se separaron de
su fe, pero otros siguieron fieles a sus enseñanzas que fueron perfeccionadas
lentamente en el transcurso del tiempo. Al principio, creyeron que «Los
Grandes», fuesen quienes fuesen, regresarían pronto a la Tierra, pero con el
transcurrir de los siglos esa fe se fue desvaneciendo. Sin embargo, la hermandad
continuó sumando nuevos miembros procedentes de las tierras próximas y
lentamente su influencia y poder crecieron hasta que dominó toda la región Sur
de Lys.
A Alvin le resultaba bastante difícil seguir la narración del anciano. Empleaba
las palabras de un modo tan extraño y complicado que le costaba trabajo
diferenciar lo que.había de leyenda y lo que había de verdad en lo que oía. Eso en
el caso de que hubiera algo de verdad en toda la historia. Sólo podía hacerse un
cuadro confuso de generaciones y generaciones de fanáticos esperando que se
produjera un acontecimiento grandioso que no estaban en condiciones de situar
en el tiempo, pero que confiaban tendría lugar en un momento del futuro.
«Los Grandes» nunca volvieron. Poco a poco, el poder del movimiento fue
decreciendo hasta desaparecer y el pueblo de Lys se trasladó a las montañas antes
de refugiarse en Shalmirane. Pero incluso allí, algunos no perdieron por completo
su fe y se conjuraron para que, por larga que fuese la espera, siempre hubiera
alguien dispuesto a dar la bienvenida a «Los Grandes» cuando éstos se dignaran
llegar. Hacía ya mucho tiempo que el hombre había descubierto el modo de
vencer al tiempo y ese conocimiento sobrevivió aun cuando muchos otros se
perdieron quizá para siempre. Dejando sólo un número reducido de los suyos
para vigilar Shalmirane, el resto de los que aún creían en «Los Grandes» entraron
en el dormir sin sueños de la animación suspendida.
El número de éstos fue decreciendo a medida que los durmientes fueron
despertados para sustituir a los que habían muerto, pero los vigilantes que
esperaban la llegada de «Los Grandes» no perdieron la fe en el Maestro. A juzgar
por las palabras que éste había pronunciado, ya en la agonía, podía suponerse
casi con certeza que «Los Grandes» vivían en los planetas de los Siete Soles, así
que en los últimos años se llevaron a cabo varios intentos de enviar señales a ese
Jugar del espacio. Hacía ya mucho tiempo que esas señales habían pasado a
convertirse en un rito sin significado práctico alguno.
La historia iba llegando a su fin. Al cabo de algún tiempo sólo quedaron en
Shalmirane el anciano y las tres máquinas vigilando sobre los esqueletos de los
hombres que habían llegado hasta allí muchos siglos antes movidos por una causa
que sólo ellos podían comprender.
La delgada voz del anciano se desvaneció. Los pensamientos de Alvin
regresaron al mundo que conocía. Nunca se había sentido tan inundado por la
desagradable sensación de su ignorancia. Un débil fragmento del pasado se había
iluminado durante unos breves instantes, pero de nuevo, poco después, la
oscuridad volvió a caer sobre ellos.
La historia del mundo consistía en una masa de tales tendencias desconectadas
y nadie estaba en condiciones de afirmar lo que era importante de ellas y lo que,
por el contrario, carecía totalmente de trascendencia. Entre las muchas leyendas
que habían sobrevivido de las civilizaciones del Alborear, unas podían tener más
de verdad que otras, pero no resultaba fácil saber cuáles. En cuanto a las tres
máquinas, eran algo completamente distinto de todo lo que Alvin había visto
hasta entonces. No podían desechar toda la historia, como había estado tentado
de hacer, considerándola como una fábula basada en un autode— sengaño y
fundada en la locura.
—Esas máquinas —dijo Alvin— seguramente deben haber sido interrogadas,
¿no es así? Si vinieron a la Tierra con el Maestro, sin duda deben conocer sus
secretos.
El anciano sonrió débilmente.
—Sí, las máquinas conocen el secreto — dijo —, pero jamás hablarán. El
Maestro se cuidó de ello antes de ceder su control. Nosotros hemos intentado en
innumerables ocasiones hacerlas hablar, pero sin resultado alguno.
Alvin lo comprendía. Pensó en los Asociadores de Diaspar y los límites que
Alaine había puesto a la comunicación de sus conocimientos. Esos límites, esas
barreras, sabía que podían ser saltados con el tiempo y eso que el Maestro
Asociador era un aparato mucho más complejo que esos tres pequeños robots
esclavos. Se preguntó si Rorden, tan diestro en penetrar en los más oscuros
secretos del pasado podría estar en condiciones de interrogar con éxito a las
máquinas de Shalmirane y saoarles sus conocimientos ocultos. Pero la prueba no
podía ser hecha pues Rorden estaba lejos, muy lejos, y nunca abandonaría
Diaspar.
De manera repentina se le ocurrió un plan de acción. Sólo una persona muy
joven pudo haber pensado en ello pues el asunto requería al máximo toda la
autoconfianza de Alvin. Pero una vez que tomó la decisión se movió con
determinación hacia la consecución de la meta prevista.
Señaló a las tres máquinas.
—¿Son las tres idénticas? —preguntó—. Quiero decir, ¿puede cada una de ellas
hacerlo todo o están especializadas de algún modo?
El anciano se lo quedó mirando un tanto extrañado.
—Nunca se me ocurrió pensar en ello —dijo—. Cuando necesito algo se lo pido
a cualquiera de ellas. No, no creo que haya entre ellas diferencia alguna.
—En la actualidad no creo que tengan mucho trabajo que realizar — comentó
Alvin inocentemente. Theon se lo quedó mirando con cierta extrañeza, pero
Alvin, con cuidado esquivó la mirada de su amigo. El anciano respondió sin
interés.
—No —dijo con tristeza—. Shalmirane es ahora muy distinto.
Alvin hizo una pausa tratando de demostrar con ella su simpatía. Después,
rápidamente, comenzó a hablar. Al principio el anciano pareció no entender su
propuesta. Más tarde, cuando por fin la comprendió, Alvin no le dio ocasión de
que lo interrumpiera. Habló de las grandes casas de almacenaje de conocimientos
existentes en Diaspar y de la destreza con que el Archivero Mayor sabía usarlos.
Aun cuando hasta ese momento las máquinas del Maestro habían resistido toda
investigación, era posible qué revelaran su secreto al Archivero Mayor. Sería una
auténtica tragedia el desaprovechar esa ocasión, pues jamás volvería a repetirse.
Arrastrado por el entusiasmo de su propia facundia, Alvin terminó su
requisitoria.
—Présteme usted una de las máquinas... No las necesita a las tres. Ordénele
que obedezca mi control y la llevaré conmigo a Diaspar. Le prometo devolvérsela
tanto si el experimento da resultado como si no.
Incluso Theon se quedó mirando a su amigo con expresión de asombro. En
cuanto al rostro del anciano fue auténtico horror lo que se leyó en él.
—¡No puedo hacer una cosa así! —murmuró.
—¿Por qué no? Piense en lo mucho que podríamos llegar a aprender.
El hombre movió la cabeza con firmeza.
—Iría contra los deseos y la voluntad del Maestro.
Alvin se sintió contrariado y desilusionado. ¡Y enojado! Pero era joven y su
oponente, anciano y cansado. Comenzó a insistir exhibiendo sus mismos
argumentos una y otra vez, acentuando cáda vez más los beneficios que del
experimento podían extraerse. En esos momentos, por primera vez, Theon vio en
Alvin algo que no había supuesto: la posesión de una fuerte personalidad... lo que
sorprendió incluso al propio Alvin. Los hombres dé la Era del Alborear no habían
permitido que los obstáculos les cerraran el camino por mucho tiempo y la fuerza
de voluntad y la determinación que habían sido su herencia, no había
desaparecido por completo de la Tierra. Ya incluso de niño, Alvin se había
resistido con éxito a todas esas fuerzas que trataban de amoldarle a los
requerimientos y al sistema de Diaspar. Ahora ya era mayor y contra él no estaba
la mayor ciudad del mundo sino sólo un anciano que no deseaba otra cosa sino
que lo dejaran descansar en paz. Una paz y un descanso que, con toda seguridad,
no tardaría mucho en llegarle definitivamente.
9. Dueño del robot

LA TARDE ESTABA YA MUY AVANZADA CUANDO EL COCHE DE superficie


se deslizó silenciosamente cruzando las últimas filas de árboles para pararse en
el prado de Airlee. La discusión, que había durado casi todo el viaje, había
acabado y la paz se restableció. No habían llegado a las manos porque los medios
de que cada uno disponían eran demasiado desiguales. Theon sólo contaba con el
apoyo de Krif, pero Alvin podía haber llamado en su auxilio a la máquina de
múltiples ojos y tentáculos que había conseguido del anciano y a la que seguía
contemplando como su mejor tesoro.
Theon no había vacilado en el empleo de las más duras palabras. Había
llamado granuja a su amigo y le había dicho que debía sentirse avergonzado de sí
mismo. Alvin no sólo se había reído a carcajadas sino que había continuado
divirtiéndose con su nuevo juguete. No sabía cómo se había verificado la
transferencia pero ahora sólo él podía controlar al robot, podía hablar con su voz
y ver a través de sus múltiples ojos. En cuanto al robot, no obedecería a nadie en
el mundo más que a él.
Seranis los estaba esperando en una sorprendente habitación que parecía no
tener techo, aun cuando Alvin sabía que había otro piso encima. La mujer parecía
preocupada y mucho más insegura de lo que jamás la viera antes. Alvin recordó
que muy pronto se vería en una grave disyuntiva que hasta ese momento casi
había llegado a olvidar. Había pensado que, de un modo u otro, el Consejo
resolverla el problema. Ahora se daba cuenta que existía la posibilidad de que la
decisión del Consejo no fuese precisamente de su agrado.
La voz de Seranis estaba un poco turbada cuando comenzó a hablar y, por sus
pausas frecuentes, Alvin se dio cuenta de que estaba repitiendo frases ensayadas
de antemano.
—Alvin —comenzó—, hay muchas cosas que no te dije antes, pero que tienes
que saber ahora para que puedas comprender mejor el motivo de nuestros actos.
»Ya conoces —prosiguió— una de las razones del porqué nuestras dos razas
viven aisladas. El temor a los Invasores, esa oscura sombra que está en todas las
mentes humanas, hizo que tu pueblo se volviera contra el mundo y que se
perdiera a sí mismo, sumido en sus propios sueños. Aquí, en Lys, ese temor jamás
fue tan fuerte, pese a que fuimos nosotros los que soportamos la mayor carga de
la violencia del ataque. Nosotros tenemos una razón mejor para nuestros actos y
lo que hacemos lo hacemos con plena consciencia, con los ojos muy abiertos.
»Hace muchos años, Alvin —explicó seguidamente Seranis —, el hombre buscó
la inmortalidad y, finalmente, pudo lograrla. Olvidaron que un mundo que ha
terminado con la muerte tiene, igualmente, que terminar con el nacimiento. La
capacidad de poder prolongar la vida indefinidamente, produjo satisfacción al
individuo pero el estancamiento de la raza. Me explicaste que eres el único niño
que ha nacido en Diaspar en siete mil años, pero habrás podido ver cuántos niños
tenemos aquí, en Airlee. Hace ya muchas eras que nosotros sacrificamos nuestra
inmortalidad, pero Diaspar aún sigue aferrado a ese falso sueño. Ésta es la razón
por la que nuestros caminos se separaron y por la que nunca jamás deben volver
a unirse.
Aunque Alvin había esperado esas palabras u otras muy semejantes, el golpe
no fue menos duro. Sin embargo, se negaba a admitir el fracaso de sus proyectos
—aun cuando éstos no estaban todavía configurados más que a medias —, así que
sólo escuchaba a Seranis con la mitad de su cerebro. Comprendió y tomó nota de
sus palabras, pero la parte consciente de su mente estaba recorriendo el camino
de regreso a Diaspar tratando de imaginar los— obstáculos que podían
interponerse en su camino.
Estaba claro que Seranis se sentía desgraciada. Su voz parecía rogar, suplicar,
mientras hablaba y Alvin se dio cuenta que la mujer no sólo le estaba hablando a
él sino también a su hijo. Theon observaba a su madre con cierta preocupación
no exenta de un sutil reproche.
—No tenemos el deseo de obligarte a que te quedes en Lys en contra de tu
voluntad, pero sin duda te darás cuenta de que tu vuelta podría significar que
nuestros pueblos se mezclaran. Entre nuestra cultura y la vuestra hay un abismo
mayor que ninguno de los que antaño separaron a la tierra de sus antiguas
colonias en el espacio. Piensa en ese hecho, Alvin. Tú y Theon sois, más o menos,
de la misma edad... pero él y yo llevaremos ya siglos muertos cuando tú todavici
seguirás siendo un muchacho.
La habitación estaba tranquila y silenciosa, tan silenciosa que Alvin podía oír
los extraños y desconocidos gritos de los animales que recorrían los campos
próximos al pueblo. Casi en murmullo preguntó:
—¿Qué es lo que desea usted que haga?
—He presentado tu caso ante el Consejo, como te prometí, pero la Ley no puede
ser alterada. Puedes quedarte aquí y convertirte en uno de los nuestros o puedes
regresar a Diaspar. Si te decides por lo segundo, tendremos que dar nueva forma
a tu mente de modo que te olvides por completo de que estuviste en Lys y jamás
tengas el deseo de regresar aquí.
—¿Y Rorden? Él seguirá sabiendo la verdad aun cuando me hagan olvidar todo.
—Hemos hablado varias veces con Rorden desde que te marchaste.
Comprende perfectamente la sabiduría de nuestra determinación.
En ese oscuro momento, Alvin tuvo la sensación de que el mundo entero se
volvía contra él. Aun cuando había mucha verdad en las palabras de Seranis, no
quería reconocerlo. No veía otra cosa más que el fracaso de sus proyectos apenas
esbozados, el fin de la búsqueda de conocimiento que se había convertido en lo
más importante de su vida. Seranis debió leer sus pensamientos.
—Te voy a dejar por unos minutos — dijo —. Pero recuerda: cualquiera qtie sea
tu elección no podrá haber vuelta atrás.
Theon acompañó a su madre hasta la puerta, iba a marcharse con ella pero
Alvin lo llamó. El muchacho se quedó mirando a su madre con aire interrogativo.
Seranis vaciló un momento y después hizo un gesto afirmativo con la cabeza. La
puerta se cerró silenciosamente tras ella y Alvin sabía que no volvería a abrirse de
nuevo sin el consentimiento de la señora.
Alvin esperó hasta que sus pensamientos se hubieron serenado y quedaron
bajo control.
—Theon —comenzó—, ¿estás dispuesto a ayudarme...?
El otro respondió con un movimiento afirmativo de cabeza pero no dijo ni una
palabra.
—En ese caso dime: ¿cómo puede detenerme tu gente si trato de escapar?
—Eso sería muy sencillo. Si intentas huir, mi madre se hará con el control de
tu mente. Más tarde, cuando te hayas convertido en uno de los nuestros no
tendrás el menor deseo de marcharte.
—Ya lo veo. ¿Puedes saber si está vigilando mi mente en estos momentos?
Theon se lo quedó mirando con aire preocupado, pero respondió con un tono
claro de protesta.
—¡Eso es algo que no debo decirte!
—Pero lo harás, ¿verdad...?
Los muchachos se quedaron mirando uno al otro en silencio t unos segundos.
Seguidamente Theon sonrió.
—:No puedes intimidarme, como bien sabes. Sea lo que fuere lo que estás
planeando, y eso que no puedo leer tu mente,, tan pronto como trates de. ponerlo
en acción mi madre se hará con el control de la situación. No te perderá de vista
hasta que el asunto haya quedado resuelto definitivamente.
—Eso ya lo sé —insistió Alvin—, pero ¿está viendo mi mente en estos
momentos?
El otro vaciló.
—No, en este momento no — dijo al fin—. Creo que deliberadamente te ha
dejado solo para que sus pensamientos no puedan influirte y seas tú quien decidas
libremente.
Eso era todo lo que necesitaba saber. Por vez primera, en esos momentos Alvin
se atrevió a pensar en cómo realizar et único plan que le ofrecía alguna esperanza,
aunque fuese pequeña de salir con bien. Era demasiado testarudo como para
aceptar una cualquiera de las alternativas que Seranis le había ofrecido y, aun
cuando no hubiese tanto en juego, se hubiera resistido igualmente a cualquier
intento de forzar su voluntad.
Seranis no tardaría mucho en regresar. Alvin no podía hacer nada hasta que
no se hallase de nuevo al aire libre y hasta en ese caso Seranis podría estar en
condiciones de hacerse con el control de su mente si intentaba escapar. Y, aun sin
ello, estaba convencido de que alguno de los habitantes del pueblo lo alcanzaría
antes de que hubiera llegado a su objetivo.
Cuidadosamente fue controlando y comprobando hasta los más pequeños
detalles del proyecto que debía seguir si quería llegar a Diaspar en los términos
deseados.
Theon le advirtió de la llegada de su madre al darse cuenta de que ésta se
aproximaba y Alvin hizo que sus pensamientos volvieran a ocuparse con cosas sin
importancia. Nunca le había resultado fácil a Seranis penetrar en la mente del
muchacho y en esos momentos tuvo la impresión de hallarse en un lugar fuera
del espacio y desde el cual mirara, hacia abajo, a un mundo velado por nubes
impenetrables. Sabía, sin embargo, que habría un desgarro en el velo y por unos
instantes podría captar una visión momentánea de lo que había debajo de él. Se
preguntó qué sería lo que Alvin estaba tratando de ocultar. Por un momento
penetró en los pensamientos de su hijo, pero Theon no sabía nada de los planes
de su amigo. Seranis volvió a pensar en las precauciones que había tomado: como
un hombre templa sus músculos antes de reálizar un arriesgado ejercicio, ella
recorrió mentalmente los sistemas de compulsión que podría verse obligada a
utilizar. Pero en su sonrisa no se reflejó lo más mínimo la preocupación que sentía
cuando apareció en la puerta y miró a Alvin.
—Bien — preguntó —, ¿has decidido ya lo que vas a hacer?
La respuesta de Alvin pareció completamente sincera.
—Sí —dijo—; deseo regresar a Diaspar.
—Lo siento. Estoy segura de que Theon te echará a faltar, pero quizá sea ésta
la mejor solución. Éste no es tu mundo y debes pensar en tu propia gente.
Con un gesto de suprema confianza se echó a un lado para dejar que Alvin
cruzara la puerta.
—El hombre que va a borrar de tu mente todos los recuerdos de Lys está
esperando. Suponíamos que ésta iba a ser tu decisión.
Alvin se sintió satisfecho al ver que Seranis lo conducía precisamente en la
dirección que deseaba ir. Elia ni siquiera se volvió a mirar si era seguida. Este aire
de confianza parecía querer decirle: «Trata de escapar si lo deseas, no te servirá
de nada: mi mente es muchísimo más poderosa que la tuya». Y Alvin estaba
convencido de que eso era de todo punto cierto.
Estaban ya en un lugar desprovisto de casas cuando Alvin se detuvo y se volvió
a su amigo:
—Adiós, Theon — le dijo manteniendo su mano entre las suyas—..¡Gracias por
todo lo que has hecho por mí! Un día regresaré, no lo olvides.
Seranis se había detenido y lo contemplaba intensamente. Le sonrió Alvin
mientras le devolvía la mirada y se hacía cargo de los seis o siete metros de
distancia que había entre ellos.
—Ya sé que está usted haciendo esto contra su voluntad — le dijo — y no se lo
reprocho. Tampoco me gusta a mí lo que voy a tener que hacer.
«Esto no es cierto», pensó. Realmente estaba comenzando a divertirse con sus
planes de fuga. Dirigió una mirada en tomo suyo y vio que no venía nadie. Y
Seranis no se había movido sino que seguía mirándolo, posiblemente tratando de
poder penetrar en su mente. Alvin continuó hablando rápidamente para evitar
que su cerebro pensara ni por un solo instante en el plan que iba a intentar.
—No creo que obre usted justamente —dijo, tan sin darse cuenta de su
arrogancia intelectual que Seranis no pudo disimular una sonrisa —. Es injusto
para con Diaspar y para con Lys, pues no creo que deban permanecer separados
para siempre. Es muy posible que un día unos nos necesitemos a otros
desesperadamente. Por esto me voy a Diaspar llevándome todo lo que he
aprendido. Y no creo que usted pueda detenerme.
No esperó ni un solo instante más y fue afortunado en hacerlo así. Seranis ni
siquiera se movió pero instantáneamente Alvin se dio cuenta de que su propio
cuerpo escapaba a su control. El poder, la fuerza que anulaba su propia voluntad
era mucho mayor de lo que él mismo había esperado y supuso que muchas mentes
ocultas debían estar ayudando a Seranis. indefenso, sometido a la voluntad de
Seranis, comenzó a andar de regreso hacia el centro de la ciudad y durante un
terrible momento pensó que sus planes habían fallado.
De repente se produjo un relámpago de cristal y acero y unos brazos metálicos
se cerraron en torno suyo. Su cuerpo luchó contra el abrazo, como supuso que
ocurriría, pero su lucha era inútil. Sus pies se alejaron del suelo y tuvo tiempo de
ver la «presión de sorpresa de Theon.
El robot de Shalmirane lo estaba arrastrando a unos cuatro metros de altura
sobre el suelo mucho más rápidamente de lo que un hombre puede correr. Seranis
sólo necesitó un instante para comprender la situación y la lucha de Alvin por
librarse del robot cesó cuando Seranis dejó de ejercer su voluntad sobre la mente
del muchacho. Pero no se consideró irremisiblemente vencida y en ese momento
sucedió lo que Alvin había temido y había tratado de contrarrestar del mejor
modo.
En esos momentos había dos entidades totalmente distintas luchando en su
mente y una de ellas le estaba suplicando, ordenando, al robot que lo dejara de
nuevo en el suelor Por otra parte el auténtico Alvin esperaba, con la respiración
contenida, resistiendo sólo débilmente contra fuerzas que, lo sabía
sobradamente, tema pocas posibilidades de vencer. El juego ya estaba hecho:
todo dependía de que el robot hubiese entendido completamente órdenes tan
complicadas como las que le había dado anteriormente» programando su
actuación.
Alvin le había ordenado al robot que, en ninguna circunstancia, debía obedecer
orden alguna suya hasta que no estuviera libre, sano y salvo, en el interior de los
muros de Diaspar. Esas eran las órdenes concretas. Si éstas eran obedecidas,
Alvin había puesto su destino fuera del alcance de toda interferencia de los seres
humanos.
Sin la menor vacilación la máquina siguió corriendo a lo largo de la senda que
Alvin le había trazado previamente con todo cuidado y precisión. Una parte de su
mente seguía pidiéndole al robot, obedeciendo la voluntad poderosísima de
Seranis, que lo dejara en el suelo, que no obedéciera las órdenes anteriores. Pero
Alvin, el auténtico Alvin, empezó a darse cuenta de que podía considerarse a
salvo.
Al parecer, Seranis también lo entendió de este modo, pues las fuerzas en el
interior de su cerebro dejaron de luchar entre sí.
De nuevo se sintió tranquilo, en paz, Ubre, como debió sentirse eras y milenios
antes aquel marino que se ató al mástil de su velero para poder pasar sobre el mar
enrojecido y oscuro, sin prestar oídos a los cantos de las sirenas que trataban de
atraerlo con su voz y sus encantos a los arrecifes traidores que serían su muerte.
10. Duplicación

—COMO PUEDE VER —concluyó Alvin— cumplirá cualquier orden que yo le dé,
por complicada que sea. Pero tan pronto le hago alguna pregunta sobre su origen
se queda «congelado», como ahora.
La máquina de Shalminare flotaba inmóvil sobre el asociador principal y sus
lentes cristalinas brillaban a la luz plateada como las piedras de una maravillosa
joya.
De todos los robots que Rorden había encontrado en su vida éste era el más
sorprendente. Estaba casi completamente seguro que había sido construido por
una civilización no humana. Con tales sirvientes eternos no resultaba
sorprendente que la personalidad del Maestro hubiera lograda sobrevivir tantas
eras históricas.
El regreso de Alvin trajo consigo tantos problemas que Rorden casi se sentía
asustado sólo de pensar en ellos. El mismo no había encontrado sencillo aceptar
la existencia de Lys con todas las implicaciones que eso envolvía y se preguntaba
cómo reaccionaría Diaspar ante el nuevo conocimiento. Posiblemente la enorme
inercia de la ciudad sería como un colchón que suavizaría el shock. Ciertamente,
tendrían que pasar muchos años antes de que sus habitantes apreciaran en su
importancia plena el hecho de que no eran los únicos habitantes de la Tierra.
En cuanto a Alvin, tenía su propia forma de hacer las cosas y por ello su camino
era mucho más rápido. Llegó a haber momentos en los que Rorden lamentó el
fracaso del plan de Seranis... Todo hubiera sido mucho más simple si Alvin
hubiera perdido por completo la memoria de lo que le había sucedido y había
visto fuera de Diaspar! El problema era inmenso y, por segunda vez en su vida,
Rorden no podía decidir cuál era el curso de acción correcto. Se preguntaba
cuántas veces más Alvin se colocaría en dilemas parecidos y sólo de pensarlo
aparecía en sus labios una sonrisa mitad irónica mitad amarga. Para él, desde
luego, aquello no implicaba diferencia alguna, pues estaba convencido de que
Alvin haría siempre las cosas que le vinieran en gana.
De momento sólo una decena de personas, fuera de la fami: lia del muchacho,
conocían lo sucedido. Sus padres, con los cuales tenía tan poco en común, a los
que se pasaba semanas sin ver, parecían seguir creyendo todavía que,
simplemente, había pasado esos días, en otra parte de la ciudad. Jeserac fue la
única persona que reaccionó con determinada violencia' y una vez que hubo
superado la impresión se enfrascó en una dura disputa con Rorden y desde
entonces casi no se dirigían la palabra. Alvin, que hacía ya tiempo que veía venir
este estado de cosas entre ambos, sólo podía suponer las razones generales de la
disputa pero, para su disgusto y desilusión, ninguno de los protagonistas quiso
hablar con él del asunto.
Posteriormente llegaría el momento de ver cómo reaccionaba Diaspar ante esa
verdad: de momento Alvin estaba tan interesado en el robot que no le quedaba
tiempo para preocuparse por ninguna otra cosa. Sentía, y este sentimiento era
compartido por Rorden, que la leyenda que había oído en Shalmirane sólo era un
fragmento de otra mucho más extensa. Al principio, Rorden se había mostrado
escéptico y seguía creyendo que «Los Grandes» no eran otra cosa que uno de los
innumerables mitos religiosos que habían pasado por la Tierra. Sólo el robot sabía
la verdad, pero había logrado desafiar, victoriosamente, a un millón de siglos de
preguntas sobre su origen y parecía dispuesto a seguir haciéndolo durante
muchos milenios más.
—El problema principal estriba en que ya no quedan ingenieros en el mundo
—comentó Rorden.
Alvin se lo quedó mirando extrañado. Pese a sus contactos con el Archivero
Mayor, que habían aumentado bastante su vocabulario, aún seguían existiendo
muchas palabras arcaicas, como por ejemplo «ingeniero», que no entendía.
—Un ingeniero —explicó Rorden — era un hombre que diseñaba, planeaba y
construía máquinas y aparatos. Para nosotros resulta imposible imaginar una era
sin robots, pero todas las máquinas que existen en el mundo tuvieron que ser
inventadas en una u otra ocasión. Hasta que se construyó el Robot Maestro hacía
falta la existencia de hombres bien preparados para cuidarse de los robots. Una
vez que se construyeron máquinas capaces de cuidar de las otras, los ingenieros
humanos dejaron de ser necesarios. Creo que ésta es una explicación lógica
aunque desde luego no sea más que una charla sin trascendencia. Todas las
máquinas que existen y que poseemos, existían ya al comienzo de nuestra historia
e, incluso, muchas otras desaparecieron antes de que nuestra civilización
comenzara.
—Como aparatos voladores y naves espaciales — añadió Alvin.
—Sí — añadió Rorden —, como los grandes comunicadores que podían
alcanzar las estrellas. Todas estas invenciones desaparecieron cuando dejaron de
ser necesarias.
—Sigo creyendo — dijo Alvin meneando la cabeza — que la desaparición de las
naves espaciales no puede ser explicada de manera tan sencilla. Pero volvamos a
referirnos a las máquinas ¿cree usted que el Robot Maestro puede ayudarnos? Yo
jamás í he visto uno, desde luego, y no sé mucho sobre ellos.
—¿Ayudarnos? ¿De qué modo?
—No estoy seguro —dijo Alvin vagamente—. Tal vez ellos puedan forzarlo a
obedecertodas mis órdenes. ¿No están para reparar? Supongo que eso será como
una especie de repara ción...
La voz fue desfalleciendo paulatinamente como si él mismo hubiera sido
incapaz de convencerse de que sus palabras eran acertadas y lógicas.
Rorden sonrió: la idea era demasiado ingenua como para poner en ella mucha
fe. Sin embargo, este trabajo de investigación histórica era el primer esquema por
el que podía entusiasmarse... Y de momento no era capaz de encontrar un plan
mejor.
Caminó hacia el asociador, sobre el cual seguía flotando el robot como en una
postura de estudiada indiferencia. Cuando comenzó, casi de manera automática,
a colocar sus preguntas en el teclado, se sintió de repente tan conmovido por su
incongruencia que rompió a reír.
Alvin se quedó mirando a su amigo con sorpresa cuando Rorden se dirigió a él.
—Alvin —dijo entre risas—. Temo que aún tenemos que aprender muchas cosas
sobre las máquinas.
Dejó sus manos sobre el suave acero del cuerpo del robot y añadió:
—Las máquinas no comparten los sentimientos humanos, como bien sabes. No
era necesario, de ningún modo, que habláramos en voz baja, como hemos hecho,
como si temiéramos herir sus sentimientos.
***

Este mundo, Alvin lo sabía, no había sido hecho para el hombre. Bajo el
resplandor de las luces tricromáticas —tan fuertes y oscilantes que hacían doler
los ojos— los largos y anchos pasillos se extendían hasta el infinito. Por esos
pasillos entraban todos los robots de Diaspar al final de su vida paciente y servil,
pero sólo una vez en un millón de años se oía el eco de unos pasos humanos.
No había resultado difícil localizar los mapas de la ciudad subterránea, la
ciudad de las máquinas sin las cuales Diaspar no podía existir. A unos pocos
cientos de metros hacia adelante se abría a una cámara circular de más de dos
kilómetros de anchura, con el techo soportado por grandes columnas que debían
soportar el inimaginable peso de la Central de Energía. Aquí, si el mapa decía la
verdad, los Robots Maestros, las mayores de todas las máquinas inteligentes,
vigilaban el buen funcionamiento de Diaspar.
Sí, la cámara estaba allí y era mucho mayor de lo que Alvin se había imaginado,
pero ¿dónde estaban las máquinas? Alvin se detuvo un momento, sorprendido,
ante el tremendo espectáculo, y al mismo tiempo carente para él de significado,
que se ofrecía a sus ojos. El corredor terminaba en la alta pared de la cámara —
seguramente la mayor cavidad jamás construida por el hombre — y a ambos lados
había rampas que descendían a los pisos inferiores. Cubriendo el total de ese
enorme espacio, brillantemente iluminado, había centenares de grandes
estructuras blancas que surgían de un modo tan inesperado que, por un
momento, Alvin tuvo la impresión de hallarse en una ciudad humana subterránea
y que éstos eran sus edificios. La impresión era vivida y resultaba verdaderamente
imposible librarse de ella por completo. Por ninguna parte veía señal de lo que
había esperado: el brillo familiar del metal que desde el comienzo de esas Eras el
hombre estaba acostumbrado a asociar con sus sirvientes mecánicos.
Allí estaba el fin de una evolución casi tan larga como la del hombre. Sus
comienzos se perdían en las nieblas de la Era del Alborear, cuando la humanidad
había aprendido a utilizar la energía y a enviar sus máquinas a circular por el
mundo.
El vapor, el agua, el viento, y muchas otras cosas, habían sido utilizados
durante un corto período y después fueron abandonados. Durante siglos, la
energía de la materia sirvió para mover todas las-máquinas del mundo hasta que
a su vez también fue superada y sustituida. Con cada cambio, las máquinas viejas
tenían que ser sustituidas y eran abandonadas, olvidadas, cuando las nuevas las
reemplazaban. Lentamente, durante un período de millones de años, se llegó a
una aproximación muy cercana de la máquina ideal, perfecta. Un ideal que
primero fue un sueño, después un proyecto próximo y, finalmente, una realidad:
Ninguna máquina debía tener piezas móviles.
Allí estaba la última expresión de ese ideal. Su realización le costó al hombre,
tal vez, un millar de millones de años y después de conseguido este triunfo, le
volvió para siempre la espalda a las máquinas.
El robot que ellos buscaban no era tan grande como la mayor parte de sus
compañeros, pero Alvin y Rorden se sintieron como enanos cuando estuvieron
frente a él. Sus cinco hileras con sus líneas horizontales le daban la impresión de
una bestia agazapada y, al compararlo con su propio robot, Alvin no pudo menos
de extrañarse de que ambas máquinas pertenecieran al mismo mundo.
A un metro aproximadamente del suelo un amplio panel transparente ascendía
cubriendo casi la totalidad de la estructura. Alvin apoyó su frente contra el
extraño y cálido material y miró en el interior de la máquina. Al principio no logró
ver nada, pero después, cuando sus ojos se habituaron, pudo distinguir millares
de débiles puntitos luminosos que parecían flotar en la nada. Estaban alineados
tridimensionalmente en una extraña celosía cuya forma no significaba nada para
él, como las estrellas tampoco significaron nada para el hombre antiguo.
Rorden se le había unido y juntos miraron las entrañas del gigantesco
monstruo mecánico. Aun cuando estuvieron estudiándolo durante varios
minutos, ni uno solo de los millares de puntitos de luz se movió de su sitio ni varió
la intensidad de su brillo. Poco después, Alvin se separó de la máquina y se volvió
a su amigo.
—¿Qué tipo de máquinas son éstas? —preguntó Alvin lleno de perplejidad.
—Si nosotros pudiéramos mirar en nuestras propias mentes — respondió
indirectamente Roden—, veríamos que su esquema resulta igualmente falto de
significado para nosotro's. Esos robots nos parecen inmóviles porque nosotros no
somos capaces de leer sus pensamientos.
Por vez primera Alvin miró la larguísima avenida, jalonada de titanes, con
cierto sentido de comprensión. Durante toda su vida había aceptado la existencia
de robots y otras máquinas automatizadas como lo más natural. Había admitido
el milagro de los sintetizadorés que durante siglos y siglos estuvieron dotando
incansablemente a la ciudad de todo lo que necesitaba. Miles de veces había
observado el acto de creación que ésas máquinas ejecutaban, sin pararse a pensar
que en algún lugar tenía que estar el prototipo que de aquellas cosas que él había
visto venir al mundo.
Al igual que una mente humana puede ocuparse durante algún tiempo con un
solo pensamiento, así esos grandes cerebros podían captar y conservar para
siempre las ideas más intrincadas. Los modelos de todas las cosas creadas debían
estar conservados para siempre en sus mentes eternas, sin necesitar otra cosa que
la orden de una voluntad humana para producirlas con plena realidad.
El mundo había caminado muy deprisa, quemando etapas, desde que el primer
hombre de las cavernas afiló pacientemente la punta pétrea de su flecha y el filo
de sus cuchillos de pedernal.
—Ahora nuestro problema está en entrar en contacto con el gran Robot
Maestro —explicó Rorden—. No puede tener ningún conocimiento directo del
hombre porque no existe medio alguno para que nosotros podamos afectar su
conciencia. Si mi información es correcta, en alguna parte debe haber una
máquina intérprete. Se trata de un tipo especial de robot que puede convertir las
instrucciones humanas en órdenes al alcance de la comprensión del Robot
Maestro. Son máquinas dotadas de inteligencia pura con muy escasa memoria, es
decir, todo lo contrario de estas otras, que poseen una memoria tremenda y una
inteligencia relativamente pequeña.
Alvin meditó un momento. Después señaló a su propio robot.
—¿Por qué no lo utilizamos a él? —sugirió—. Los robots poseen unas mentes
muy formalistas. No se negará a transmitir.nuestras instrucciones, aunque dudo
de que el Robot Maestro jamás se haya encontrado en una situación semejante.
Rorden se echó a reír.
—Eso creo yo también, pero puesto que por aquí hay una máquina
especialmente construida para este trabajo, opino que lo mejor que podemos
hacer es valemos de ella.
El intérprete era un aparato relativamente pequeño construido en forma de
herradura en torno a una pantalla visual que se iluminó cuando se acercaron a
ella. De todas las máquinas que se guardaban en aquellas caverna ésa fue la única
que demostró reconocer y reaccionar ante la presencia del hombre, pero su saludo
resultó un poco seco. En la pantalla aparecieron las siguientes palabras:

EXPONGA SU PROBLEMA

POR FAVOR PIENSE CON LA MAYOR CLARIDAD

Ignorado el insulto implícito en la advertencia, Alvin comenzó a exponer su


historia. Aunque se había comunicado frecuentemente con robots, mediante la
palabra o el pensamiento, sintió la impresión de que en esa ocasión se estaba
dirigiendo a algo que era más que un aparato mecánico, más que una máquina.
Pese a que se trataba de una cosa sin vida, poseía una inteligencia que podía ser
mayor que la suya propia. Era un extraño pensamiento pero no llegó a deprimirlo
basta un punto desagradable, si bien no pudo evitar el preguntarse de qué servía
la inteligencia si se daba sola, sin estar acompañada de otras cualidades y
características.
Sus palabras cesaron y de nuevo cayó sobre ellos el silencio sobrecogedor de
esa sala cargada de energía invisible, inmóvil e impasible. Por un momento la
pantalla se vio cruzada por jeroglíficos, signos ininteligibles y puntos y líneas
aparentemente desordenados. Después todo aquello se aclaró y en la pantalla
apareció escrita la respuesta de la máquina:

REPARACIÓN IMPOSIBLE ROBOT DE TIPO DESCONOCIDO

Alvin se volvió a su amigo con un gesto de desilusión, pero aun antes de que
pudiera expresar en palabras su desengaño, las letras de la pantalla cambiaron y
un segundo mensaje apareció en ella:

COMPLETADA DUPLICACIÓN POR FAVOR COMPRUEBE Y FIRME

Al mismo tiempo una luz roja comenzó a lucir intermitentemente sobre un


panel horizontal que Alvin no había observado antes, aunque estaba seguro de
que no tenía más remedio que haberlo visto si hubiera estado allí con
anterioridad. Intrigado se aproximó hacia él, pero un grito de Rorden le hizo
detenerse sorprendido. Rorden estaba señalándole el gran Robot Maestro donde
Alvin había colocado su máquina unos minutos antes.
El robot de Shalmirane no se había movido en lo más mínimo pero se había
multiplicado, más exactamente se había duplicado. En el aire, a su lado, había
otro robot que era una copia exactamente igual, un doble perfecto, tan perfecto
que Alvin ni siquiera podía saber cuál era el original y cuál el duplicado que
acababa de nacer.
Rorden también parecía igualmente sorprendido aun cuando su capacidad de
reacción aparentemente era mayor que la de su joven amigo.
—Por casualidad —le explicó a Alvin con tono excitado — estaba mirando allí
cuando sucedió. Me dio la impresión de que, de manera repentina, adquirieran—
existencia millones de copias a cada lado del robot original. Después todas ellas
desaparecieron hasta quedar sólo esas dos. La que está a la derecha es el original.
11. El Consejo

ALVIN SEGUÍA SORPRENDIDO PERO DE PRONTO REACCIONÓ y comenzó a


entender lo que había sucedido. Su robot no podía ser forzado— a desobedecer
las órdenes que se le dieron hacía ya tanto tiempo, pero podía hacerse un
duplicado con todos sus conocimientos pero con el irrompible e inalterable
bloque me— morístico cambiado. La solución desde luego era magnifica y sólo
podía haber sido pensada por una inteligencia inconmensurable. La mente
humana ni siquiera podía figurarse la especie de poderes energéticos e
inteligentes que hicieron posible esa solución y el nacimiento, en pocos instantes,
de un duplicado exacto de una máquina tan complicada como el robot de
Shalmirane.
Los dos robots se movieron de manera uniforme, concordada, como si fuesen
sólo uno. Alvin dio sus órdenes como había hecho en otras ocasiones para
satisfacer a Rorden. Y preguntó de nuevo aquello que ya había preguntado
muchas veces con las más diversas palabras.
—¿Puedes decirme cómo tu primer maestro llegó a Shalmirane? — fue la
pregunta concreta en esta ocasión.
Rorden hubiera deseado que su mente pudiera interceptar las respuestas
silenciosas, pero contrariamente de lo que le sucedía con sus máquinas
árchivadoras y ordenadoras de pensamientos y hechos, jamás había podido
captar el más mínimo de los «pensamientos» del robot de Alvin. Sin embargo, en
esta ocasión tampoco hubiera tenido necesidad de ello, pues la sonrisa que se
dibujó en la cara de Alvin fue una respuesta más que suficiente y tranquilizadora.

El muchacho se lo quedó mirando con aire triunfante.


—El Número Uno continúa mudo como siempre, pero el Número Dos está
dispuesto a hablar —le dijo.
—Creo que es conveniente esperar hasta que lleguemos a casa para empezar a
hacer las preguntas — observó Rorden tan práctico como siempre—.
Necesitaremos los asociadores y los archivadores cuando comencemos el
interrogatorio.
Pese a su impaciencia Alvin tuvo que admitir que su amigo tenía razón y
reconoció la sabiduría del consejo. Cuando dio la vuelta para salir de allí, Rorden
sonrió ante su impaciencia y le preguntó con tranquilidad:
—¿No olvidas algo?
La luz roja del intérprete mecánico seguía brillando intermitentemente y el
segundo mensaje aún figuraba en su pantalla electrónica:

POR FAVOR COMPRUEBE Y FIRME

Alvin se dirigió a la máquina y examinó el papel que había por debajo del lugar
donde la luz roja se encendía y se apagaba. En el panel había una especie de
ventana constituido por una extraña sustancia casi invisible que sostenía un
bolígrafo que lo atravesaba verticalmente. La punta de bolígrafo descansaba
sobre una hoja de material blanco que ya llevaba varias firmas y fechas. La última
fecha era de unos cincuenta mil años antes y Alvin reconoció el nombre como el
de un reciente presidente del Consejo. Sobre él sólo se veían otros dos nombres,
pero ninguno de ellos significaba nada para el muchacho ni para Rorden. Esto no
podía sorprender a nadie pues esas firmas habían sido estampadas treinta y tres
millones y cincuenta y siete millones de años antes.
Alvin no podía comprender el sentido de ese ritual de la firma, pero sabía que
no debía tratar de suponer los métodos de trabajo de las mentes que habían
construido aquel lugar. Con ligero sentimiento de irrealidad tomó el bolígrafo y
empezó a escribir su nombre. El instrumento parecía tener completa libertad de
moverse horizontalmente, siguiendo la línea normal de la escritura, pues en esa
dirección la sustancia que lo sostenía no ofrecía más resistencia de la que pudiera
oponer una pompa de jabón. Pero ni haciendo uso de toda su fuerza podía lograr
moverlo verticalrnente. Se dio cuenta de ello porque lo intentó, sin saber por qué,
como un simple capricho.
Con el mayor cuidado escribió la fecha y dejó el bolígrafo. Éste se movió
lentamente hasta recobrar su posición inicial sobre la hoja... Y.de inmediato el
panel con su luz roja intermitente desapareció.
Mientras Alvin se alejaba de allí se preguntaba cuál habría sido la razón que
llevó a los hombres que lo precedieron, cuyas firmas figuraban sobre la suya, a
visitar aquella cámara. No le cabía duda de que dentro de miles o millones de
años en el futuro otros hombres mirarían el panel y se preguntarían a sí mismos:
«¿Quién era Alvin Loronei?» O tal vez en vez de ello aquellos hombres del futuro
conocerían su nombre, convertido en famoso, y exclamarían: «¡Mira...! ¡ Aquí!
¡Ésta es la firma de Alvin...!»
Ese pensamiento no era raro en él y en esa situación optimista, después de su
éxito en la excursión fuera de los muros de Diaspar y la posibilidad de descifrar
el misterio de Shalmirane, resultaba casi justificado. Sin embargo, se guardó el
pensamiento y no se lo comunicó a su amigo por temor a que éste se burlara de
su vanidad.
Cuando llegaron a la entrada del corredor se volvieron para mirar hacia atrás
y la ilusión fue más fuerte que nunca. Allí, tras ellos, quedaba la ciudad muerta
con esos extraños edificios, una ciudad iluminada fantasmagóricamente por una
luz que no estaba concebida para el ojo humano. Pero tal vez la palabra no era
«muerta» pues aquella «ciudad» jamás tuvo vida, al menos en el sentido humano
de la palabra. Alvin sabía que cuando, quién sabe tras cuantos millones o billones
de años, Diaspar hubiera desaparecido, aquellas máquinas seguirían allí, sin
poder jamás apartar de sus mentes artificiales los pensamientos que los grandes
genios humanos que las crearon les habían dado y a los que debían servir
eternamente.
Alvin y Rorden casi no hablaron en su camino de regreso a casa mientras
cruzaban las calles dé Diaspar iluminadas por la luz solar que parecía pálida— y
desfallecida en contraste con la que acababan de dejar en la ciudad de los robots.
Cada uno de ellos, a su manera, iba pensando en el conocimiento que en breve
alcanzarían y consecuentemente no tuvieron la menor consideración por la
belleza de las grandes torres entre las queca minaban o por las miradas curiosas
que les dirigían sus conciudadanos.
Resultaba extraño, pensó Alvin, cómo todo lo sucedido le había arrastrado
hasta situarlo en ese momento. Sabía bien que los hombres eran los creadores de
sus propios destinos, pero en su caso, sobre todo desde que se encontró con
Rorden, todo parecía haberse movido de un modo automático, predestinado,
conduciéndolo a un objetivo predeterminado. El mensaje de Alaine... Lys...
Shalmirane... en cada una de las etapas de su aventura podía haber dado la vuelta,
sin ver muchas de las cosas que había a su alrededor; pero había una fuerza
extraña, un algo, que le había impulsado hasta el fin de su aventura. Resultaba
agradable pensar que el Destino le había favorecido precisamente a él, pero su
mente racional sabía que había otra ex—, plicación mejor, más próxima a la
verdad. Cualquier otro hombre podía haber hallado la misma senda que
recorrieron sus pasos e incontables veces, en el pasado, muchos otros debieron'
llegar casi tan lejos como él. Simplemente ocurrió que había tenido más suerte.
O, mejor dicho, fue el primero en tener suerte.
¡El primero en tener suerte!
Las palabras parecían repetirse como un eco burlón en su mente cuando
cruzaron el umbral de la puerta del despacho de Rorden. Tranquilo,
esperándolos, con las manos cruzadas pacientemente sobre sus rodillas, había un
hombre que vestía una curiosa túnica como Alvin jamás viera otra con
anterioridad. El desconocido miró a Rorden con una expresión interrogadora y
se sintió instantáneamente conmovido, sorprendido, por lá palidez de su cara. En
esos momentos se dio cuenta de quién era el visitante.
Éste se levantó cuando entraron e hizo una leve reverencia cortés. Sin una
palabra le extendió a Rorden un pequeño cilindro. Éste lo tomó y rompió el sello
que cerraba el mensaje. La rareza, casi inconcebible en esos días, de un mensaje
escrito hizo el intercambio silencioso aun más impresionante. Cuando Rorden
terminó, devolvió el cilindro con otra leve reverencia, ante lo cual, y pese a toda
su ansiedad, Alvin no pudo evitar una ¿omisa.
Rorden pareció recobrado de la impresión rápidamente, pues cuando comenzó
a hablar sus palabras tenían una entonación completamente normal.
—Al parecer el Consejo quiere tener unas palabras con nosotros, Alvin. Temo
que ya les hemos hecho esperar más de la cuenta.
Eso exactamente era lo que Alvin había esperado. La crisis había llegado
pronto, mucho más pronto de lo que había confiado. Pero, se dijo, no sentía el
menor temor ante el Consejo, aunque le disgustaba la interrupción que la visita
significaba en sus investigaciones. Eso le volvía loco. Sus ojos se dirigieron,
involuntariamente, hacia los dos robots.
—Tendrás que dejarlos aquí —dijo Rorden con firmeza.
Sus ojos se encontraron y se entendieron. Después Alvin se volvió al
Mensajero.
—Muy bien, estoy dispuesto —dijo con calma.
El grupo caminó en silencio hasta la Cámara del Consejo. Alvin iba meditando
sobre los argumentos que debía exponer, pues hasta ese momento jamás se había
ocupado de poner en orden sus pensamientos, pensando que pasarían años antes
de tener que dar una explicación. Se sentía más enojado que alarmado y sentía
rabia contra sí mismo por haberse dejado llevar a una situación así, sin estar
preparado por —completo para enfrentarse con ella.
Esperaron en la antesala sólo unos pocos minutos, pero fueron lo
suficientemente largos para que Alvin se preguntara por qué, si no tenía miedo,
sus piernas le temblaban de aquel modo. Pronto las enormes puertas se
contrajeron y entraron en la Sala en la que veinte hombres estaban sentados en
torno a su famosa mesa.
Ésta, Alvin lo sabía, era la primera reunión del Consejo en todo lo que él llevaba
de vida y se sintió halagado al ver que no había ni una silla vacía. Todos los
miembros del Consejo estaban allí, entre ellos Jeserac, lo que causó sorpresa a
Alvin que nunca había supuesto que su maestro formara parte del Consejo.
Cuando dirigió una mirada sorprendida y curiosa a su anciano profesor, éste se
agitó nerviosamente en su silla y le dedicó una débil sonrisa como si quisiera
decirle: «Esto no tiene nada que ver conmigo». Los demás miembros del Consejo
eran personas que Alvin había supuesto ostentaban ese importante cargo y
sólo dos de ellos le resultaban completamente desconocidos.
El Presidente comenzó a dirigirse a ellos con voz amistosa y, al mirar a los
rostros familiares que tenía ante sí, Alvin no pudo comprender la causa de la
alarma de Rorden. Comenzó a recuperar su confianza: Rorden, pensó, es un poco
cobarde. Con ese juicio, desde luego, no hacía justicia a su amigo, pues si
ciertamente el valor no había sido nunca una de sus cualidades más destacadas,
en esos momentos su preocupación se refería más a su puesto que a su propia
persona. Nunca en toda la historia de Diaspar, un Archivero Mayor había sido
depuesto de su —cargo. Rorden no quería, en modo alguno, ser el primero en
crear semejante precedente.
A los pocos minutos de haber entrado en la Cámara del Consejo, los planes
originales de Alvin sufrieron un cambio notable. El discurso que había preparado
tan cuidadosamente estaba olvidado; las rebuscadas frases que había elegido
fueron descartadas a disgusto. En su apoyo había llegado su más traidor aliado,
ese sentido del ridículo que siempre hizo que resultara imposible para él tomarse
en serio las más solemnes oca-x siones. El Consejo podía reunirse quizá una vez
en mil años, podía controlar los destinos de Díaspar... pero sus Consejeros, —
aquellos que se sentaban en torno a la mesa de deliberaciones, no eran más que
un gnipo de hombres viejos y cansados. Alvin conocía muy bien a Jeserac y no
creía que los otros fuesen muy distintos a él. Sintió una piedad desconcertante
hacia ellos, una piedad que tenía mucho de menosprecio y de repente recordó las
palabras de Seranis en Lys: «Hace muchos años, nosotros sacrificarnos nuestra
inmortalidad, pero Diaspár aún sigue fiel a ese falso sueño». Sí, realmente, esos
hombres habían seguido fieles a ese sueño y él no podía creer que eso les había
traído felicidad.
Así, cuando a petición del Presidente, Alvin comenzó a relatarle su viaje a Lys,
lo hizo como si no fuese más que un muchacho que, por casualidad, había hecho
un descubrimiento que creía de poca importancia, pero que ellos, con su mayor
sabiduría, consideraban de manera distinta. No había en el relato de Alvin nada
que pudiera hacer pensar que había actuado movido por un propósito
determinado, profundo y grave. Sólo la cunosioa d, una curiosidad natural, le
había llevado a salir de Diaspar. Eso podía haberle ocurrido a cualquiera, aunque,
sin embargo, el muchacho contribuyó con sus palabras a crear la impresión de
que esperaba un poco de alabanza por su listeza. No se refirió en lo más mínimo
a Shalmirane ni a sus robots.
Había sido una buena representación teatral, aunque sólo Alvin estaba en
condiciones de poderla apreciar en todo lo que valía. El Consejo, en conjunto,
pareció favorablemente impresionado, pero en la expresión de Jeserac se
reflejaba la lucha interna que en él se desarrollaba entre el alivio y la incredulidad.
En cuanto a Rorden, Alvin ni siquiera se atrevió a mirarlo.
Cuando Alvin terminó su declaración hubo un breve silencio, durante el cual
el Consejo pareció deliberar. Poco después el Presidente volvió a tomar la palabra.
—Apreciamos plenamente — dijo con voz solemne eligiendo cuidadosamente
las palabras — que has actuado movido por los mejores motivos. Sin embargo,
con tu conducta has creado una situación que resulta difícil para nosotros. ¿Estás
seguro de que tu descubrimiento ha sido accidental y que nadie te ha, digamos,
inducido o influenciado en ningún sentido?
El Presidente miró preocupado a Rorden.
Por última vez Alvin recurrió a la rapidez astuta de su mente.
—No lo diría yo así — dijo después de aparentar que reflexionaba
considerablemente la respuesta. Se produjo un rápido movimiento de inquietud
e interés en los miembros del Consejo y también Rorden se sintió inquieto y
tembló en su silla. Alvin dedicó a la audiencia una sonrisa que parecía encerrar
todo el candor del mundo y añadió, seguidamente, en una voz que parecía
totalmente inocente:
—¡Estoy seguro de que mucho de mi interés se lo debo a mi mentor!
Ante este reconocimiento tan singular y peligroso, pero expresado por él en
tono de la mayor gratitud y reconocimiento, todos los ojos se volvieron hacia
Jeserac, que se ruborizó y fue a comenzar a hablar, pero lo pensó mejor y decidió
guardar silencio. Éste se prolongó hasta que el Presidente volvió a tomar la
palabra.
—¡Muchas gracias! —dijo—. Deberás esperar aquí hasta que lleguemos a una
conclusión.
Rorden soltó un suspiro de alivio claramente audible y éste fue el último sonido
que Alvin oyó en algún tiempo. Una capa de silencio cayó sobre él y aunque podía
ver al Consejo discutir con calor, no llegaba a él ni una sola de las palabras de su
deliberación. Al principio resultaba divertido ver gesticular y mover los labios a
todos aquellos personajes sin que se oyera el menor sonido, pero al cabo de
observarlos un rato Alvin se aburrió de ello, así que se sintió dichoso cuando le
devolvieron su sentido del oído y pudo escucharlos de nuevo.
—Hemos llegado a una conclusión —dijo por fin el Presidente—: Que se ha
producido un hecho desgraciado del que realmente nadie puede ser considerado
responsable... aunque por otra parte pensamos que el Archivero Mayor debiera
habernos avisado de lo ocurrido con mayor rapidez. Debemos considerarademás
que quizá resulte provechoso que haya sido hecho este peligroso descubrimiento,
pues ahora estamos en condiciones de poder tomar las medidas oportunas para
evitar que vuelva a repetirse. Ya nos ocuparemos del sistema de transporte que
has descubierto. En cuanto a usted —el Presidente se volvió para dirigirse a
Rorden— debe ocuparse de que todas las referencias a Lys sean borradas de los
registros de sus archivos.
Hubo un murmullo de aprobación y una expresión de satisfacción se extendió
por los rostros de los Consejeros. Una situación difícil había sido resuelta rápida
y eficazmente. Se había evitado la necesidad de dar una reprimenda a Rorden, lo
cual les hubiera resultado muy desagradable y ahora cada uno de ellos podía
volver a su vida normal con el sentimiento de que, como ciudadanos responsables
del bien de Diaspar, habían sabido cumplir con su deber. Con buena suerte, quizá
pasarían varios siglos sin necesidad de volverse a reunir.
Incluso Rorden, pese a hallarse disgustado por la conducta de Alvin, y porque
debían prescindir de seguir adelante con sus proyectos, se sintió satisfecho con el
resultado. Las cosas podían haber acabado mucho peor...
Una voz que nunca había oído anteriormente lo sacó de sus pensamientos
consoladores e hizo que los Consejeros se quedaran mudos, helados, en sus sillas.
—¿Y, precisamente, cuál es la razón por la que van ustedes a cerrar el camino
que conduce a Lys?
Hubo de transcurrir un tiempo hasta que la mente de iyor— den, que no
deseaba admitir el desastre, aceptara que aquélla había sido la voz de Alvin.
El éxito de su subterfugio sólo le había dado a Alvin una momentánea
satisfacción. Durante el discurso del Presidente su furia había ido continuamente
en aumento, al darse cuenta de que pese a su truco y su astucia, sus planes no
podrían ser proseguidos como él deseaba. Los sentimientos que había
experimentado en Lys, cuando Seranis le presentó su ultimátum, habían vuelto a
él con redoblada fuerza. Había ganado la prueba y el sabor del poder seguía
siendo dulce en sus labios.
En esa ocasión no disponía de ningún robot que pudiera ayudarle y no sabía
cuál sería el resultado de su atrevimiento, pero ya no sentía el menor temor de
esos estúpidos viejos que se creían y se llamaban a sí mismos los gobernantes de
Diaspar. Había visto a los verdaderos gobernantes de la ciudad y había hablado
con ellos en el profundo silencio de su mundo brillante y subterráneo. Así,
dominado por su furia y su arrogancia, Alvin se despojó del disfraz de humildad
e inocencia y los Consejeros trataron de encontrar inútilmente de nuevo al
muchacho cortés y comedido que sólo unos minutos antes había hablado con ellos
tan respetuosamente.
—¿Por qué quieren ustedes cerrar el camino a Lys?
Se hizo.un profundo silencio en la Cámara del Consejo, pero los labios de
Jeserac se contrajeron en una sonrisa disimulada y breve. Ese Alvin resultaba
nuevo para él, pero menos extraño y lejano que el otro, el que había hablado unos
momentos antes.
En un principio, el Presidente pareció ignorar el desafío a su autoridad que
implicaba la rotunda pregunta de Alvin. En realidad no lograba aceptar la idea de
que se trataba simplemente de la pregunta inocente de los labios de un muchacho,
sobre todo debido al tono violento con que había sido pronunciada.
—Se trata de un asunto de alta política que no puede ser discutido aquí —dijo
pomposamente—, pero Diaspar no puede arriesgarse a ser contaminado por otras
culturas.
Al terminar sus palabras le dirigió a Alvin una sonrisa benevolente y un tanto
teñida de superioridad.
—Resulta extraño que en Lys se me dijera lo mismo — replicó Alvin fríamente—
sobre Diaspar...
Se sintió áatisfecho al ver una expresión de enojo y preocupación en su
audiencia, pero no les dio tiempo a que lo interrumpieran.
—Lys —continuó— es mucho mayor que Diaspar y su cultura, ciertamente, no
es inferior a la nuestra. Ellos siempre supieron de nuestra existencia pero
decidieron que era mejor hacer como que la ignoraban para... como usted ha
repetido, evitar la contaminación. ¿No resulta obvio que ambos estamos
equivocados?
Miró expectante a la fila de rostros pero no pudo leer en ninguno de ellos la
menor comprensión para sus palabras. De repente su odio contra aquellos
hombres viejos, de ojos fatigados, fue in crescendo. La sangre le afluyó a las
mejillas y su voz se hizo más alta y había en ella una nota de helado desprecio que
incluso el más pacífico y tranquilo de los Consejeros no podía ignorar.
—Nuestros antepasados —comenzó Alvin— construyeron un imperio que
llegaba hasta las éstrellas. Los hombres iban y venían a su voluntad de uno a otro
de esos mundos... Y ahora sus descendientes tienen miedo de salir fuera de los
muros de su propia ciudad. ¿Debo decirles por qué?
Hizo una pausa. No hubo el menor sonido ni el menor movimiento en la amplia
sala.
—Porque tenemos miedo — añadió seguidamente —,. miedo de algo que
sucedió al principio de nuestra historia. Se me dijo la verdad en Lys, pero ya
anteriormente yo había supuesto algo semejante. ¿Tenemos que escondernos
para siempre en Diaspar, como unos cobardes, pretendiendo creer que no existe
nada fuera de nuestros muros... sólo porque hace medio billón de años los
Invasores nos obligaron a regresar a la Tierra?
Alvin había puesto el dedo en la llaga de su terror secreto, ese miedo que él
jamás sintió como los demás habitantes de Diaspar y cuyo poder no podía
comprender. Ahora esos ancianos podían hacer lo que desearan: él habíá dicho la
verdad.
Su furia se fue desvaneciendo y pronto volvió a ser el mismo Alvin de siempre.
Incluso llegó a sentirse un poco alarmado por lo que había hecho.
Pero no quiso demostrar su leve inquietud y, en un último gesto de
independencia, se volvió hacia el Presidente, que aún no había salido de su
asombro.
—¿Tengo su permiso para marcharme?
Nadie pronunció una palabra, pero la ligera inclinación de cabeza del
Presidente le devolvió su tranquilidad perdida parcialmente por unos brevísimos
instantes. La gran puerta se abrió ante él y no fue hasta mucho tiempo después
de que de nuevo volviera a cerrarse, cuando la tormenta estalló en el interior de
la Cámara del Consejo.
Él Presidente esperó hasta que los ánimos se hubieron serenado un poco.
Seguidamente se volvió hacia el anciano Jeserac, el mentor de Alvin.
—Me parece —dijo— que en primer lugar lo que debemos hacer es escuchar las
explicaciones que esté en condiciones de darnos.
Jeserac consideró minuciosamente las palabras del Presidente del Consejo
tratando de ver si en ellas podía existir alguna trampa peligrosa para él. Luego se
decidió a contestar.
—Creo que Diaspar está a punto de perder uno de sus más destacados cerebros.
El Presidente pareció no entender lo que el anciano insinuaba.
—¿Qué es lo que quiere usted decir?
—¿No es obvio? Ahora el joven Alvin estará a medio camino ya de la tumba de
Yarlan Zey. No, no creo que debamos interferir. Sentiré mucho perder a ese
muchacho aunque él jamás se preocupó demasiado por mí...
Suspiró ligeramente y después continuó con cierta tristeza:
—La verdad es que jamás se preocupó demasiado por nadie salvo de Alvin de
Lorenei.
12. La Nave

A RORDEN LE COSTÓ, más de una hora poder librarse de la Cámara del Consejo.
El retraso fue para él una tortura y cuando llegó a sus habitaciones comprendió
en seguida que ya era demasiado tarde. Se detuvo junto a la entrada
preguntándose si Alvin le habría dejado algún mensaje y comprendió con tristeza
lo vacíos y solitarios que serían para él los años futuros.
El mensaje, en efecto, estaba allí, pero su texto era totalmente inesperado.
Rorden lo leyó varias veces pero seguía sin comprender totalmente lo que había
por debajo de su significado aparentemente claro.
El mensaje decía simplemente:
«Reúnase conmigo en la Torre de Loranne».
Rorden sólo había estado en una ocasión en la Torre de Loranne, cuando Alvin
lo había llevado hasta allí sólo para contemplar la puesta del sol al otro lado de
los muros. De eso hacía ya muchos años y se trató de una experiencia inolvidable.
Pero las sombras de la noche cayendo sobre el desierto le habían causado un
terror tan intenso que escapó de allí perseguido por las burlas irónicas de Alvin.
Y se prometió a sí mismo que nunca más volvería allí...
Y sin embargo, allí estaba, en la desolada habitación con las aberturas
horizontales destinadas a la ventilación. No se veía rastro alguno de Alvin, pero
cuando lo llamó, la voz del chico respondió de inmediato.
—Estoy en el parapeto, venga aquí. Puede salir por la abertura central.
Rorden vaciló. Había muchas otras cosas que él haría con mayor gusto. Pero
un momento después estaba de pie, junto a Alvin, de espaldas a la ciudad y con la
inmensidad del desierto extendiéndose sin fin ante ellos.
Se miraron en silencio durante un rato. Seguidamente, Alvin habló con tono
contrito.
—Espero no haberle causado problemas.
Rorden se sintió conmovido y muchos de los justificados y verdaderos
reproches que estaban a punto de salir de sus labios se ahogaron en ellos. Así, en
vez de ello, replicó:
—El Consejo estaba demasiado ocupado discutiendo entre sí como para
preocuparse de mí... —vaciló un momento y después continuó—: Jeserac estaba
haciendo una estupenda defensa cuando salí de allí. Temo haberme equivocado
al juzgarlo.
—También lo siento mucho por Jeserac.
—Sí, es posible que hayas empleado un sucio truco con el pobre anciano, pero
tengo la impresión que más que enojarse se estaba divirtiendo con ello. Al fin y al
cabo no dejaba de haber mucho de verdad en tus observaciones. Él fue la primera
persona en hacerte conocer los secretos de los mundos pasados y supongo que
eso le causa remordimientos de conciencia.
Por vez primera Alvin sonrió.
—Resulta raro — dijo — pero hasta que perdí la cabeza no acabé de comprender
cuál era mi intención. Jamás supe a ciencia cierta lo que verdaderamente deseaba
hacer. Tanto si lo quieren como si no, voy a romper el muro que separa a Diaspar
de Lys. Pero eso puede esperar. De momento no es lo más importante.
Rorden se sintió un tanto alarmado.
—¿Qué es lo que quieres decir? — le preguntó ansiosamente. Por primera vez
se dio cuenta de que en el parapeto sólo se hallaba uno de los dos robots.
Inmediatamente le preguntó a Alvin:
—¿Dónde está la otra máquina?
Lentamente Alvin alzó los brazos y señaló al desierto; hacia las quebradas
colinas y la larga línea de dunas que cruzaban la superficie de la tierra como olas
de un mar congelado'. Muy lejos, en la distancia, Rorden creyó ver el
inconfundible brillo del metal bajo los rayos del sol.
—Le estuvimos esperando — dijo Alvin con tranquilidad —. Tan pronto como
salí de la Sala del Consejo me dirigí a recoger los robots. Pasara lo que pasara
quería tener la seguridad de que nadie me separaba de ellos antes de que llegara
a saber todo lo que pueden enseñarme. No me ha llevado mucho tiempo pues,
realmente, no son muy inteligentes y saben mucho menos de lo que yo había
supuesto. Pero he descubierto el secreto del Maestro.
Hizo una pausa y seguidamente señaló en dirección adonde se encontraba el
casi invisible robot.
—¡Mire! —le dijo a su amigo.
La brillante mancha se alzó sobre el desierto y se quedó parada como a unos
doscientos o trescientos metros del suelo. Al principio, como no sabía qué
esperar, Rorden no pudo apreciar cambio alguno. Después, sin atreverse apenas
a creer a sus ojos, vio como una nube de polvo se levantaba en el desierto.
No hay nada más terrible que un movimiento cuando no puede esperarse que
se produzca movimiento alguno; pero en esos momentos, Rorden estaba ya por
encima de toda capacidad de sorpresa o miedo cuando vio que las grandes dunas
arenosas comenzaban a deslizarse, a abrirse. Por debajo del desierto algo se
estaba moviendo con las fuerzas de un gigante que se despertara de su sueño y se
sacudiera las arenas que, jugando, unos amigos hubieran echado sobre su cuerpo
poderoso. A los oídos de Rorden llegó el terrible ruido de la tierra al desgarrarse
como impulsada por una fuerza irresistible. Después, de repente, un gran geyser
de arena y piedras se alzo a cientos de metros en el aire y el suelo quedó nublado
por el polvo, fuera del alcance de la vista.
Lentamente, el polvo arenoso comenzó a sentarse de nuevo en el suelo del
desierto. Pero Rorden y Alvin aún seguían con los ojos fijos en el cielo abierto en
el lugar donde sólo unos segundos antes había estado el robot. Rorden no podía
imaginarse de ningún modo lo que Alvin estaba pensando. Pero al menos
comprendía por qué el muchacho había dicho que de momento no había ninguna
otra cosa tan importante. La gran ciudad a sus espaldas, el desierto enfrente, la
timidez del Consejo y el orgullo de Lys... ¡Todo eso parecía en esos momentos una
suma de asuntos sin importancia!
La cubertura de polvo, tierra y rocas, podía empañar pero no ocultar por
completo las "líneas orgullosas de la nave que seguía ascendiendo desde el
desierto hendido. Mientras Rorden observaba, la nave dio un giro y se quedó de
frente a ellos tras haber descrito un círculo. Después, lentamente, ese círculo
comenzó a extenderse en expansión.
Alvin comenzó a hablar con inusitada rapidez, como si le faltara tiempo para
todo lo que tenía que decir:
—Aún sigo sin saber quién era el Maestro o por qué vino a la Tierra. Lo que el
robot me ha dicho, me ha causado la impresión de que aterrizó en secreto y
escondió su nave espacial en un lugar donde podía volver a encontrarla fácilmente
si de nuevo tenía necesidad de ella. En todo el mundo no podía haber un lugar
más apropiado para ello que el Puerto de Diaspar, que ahora está enterrado bajo
estas arenas y que ya en la lejanísima época en que el Maestro llegó a la Tierra
debía estar completamente desierto y abandonado. Es posible, incluso, que el
Maestro viviera algún tiempo en Diaspar antes de dirigirse a Shalmirane.
Seguramente la carretera aún estaba abierta. Pero jamás volvió a tener necesidad
de su nave, que durante muchas Eras, inútilmente esperó enterrada bajo las
arenas.
La nave se hallaba en esos momentos muy cerca de ellos, pues el robot la
guiaba hasta el parapeto. Rorden pudo apreciar que debía tener como unos
treinta metros de longitud y era muy puntiaguda en sus dos extremos. No apreció
la existencia de ventanas ni otros orificios aun cuando la verdad era que la capa
de polvo que la cubría hubiera hecho imposible distinguir su existencia.
De repente, ellos también se vieron cubiertos por una nube de polvo, cuando
una sección de la armazón se abrió hacia adelante y Rorden pudo ver una especie
de cámara pequeña, desierta, con una segunda *puerta en el otro extremo. El
navío espacial flotaba inmóvil a unos treinta o cuarenta centímetros de distancia
del parapeto al que se había aproximado lenta y cautelosamente, como si fuera
un animal vivo y sensible. Por un momento Rorden retrocedió unos pasos como
si sintiera miedo, lo cual no estaba lejos de ser verdad. Para él la nave espacial
simbolizaba todo el terror y todos los misterios del Universo y despertaba en él,
de nuevo, como ninguna otra cosa hubiera podido hacerlo, los ancestrales
terrores raciales que durante tantos años venían paralizando la voluntad de la
raza humana. Al mirar a su amigo Alvin comprendió de inmediato cuáles eran los
pensamientos que estaban pasando por su cerebro. Por primera vez en (su vida
admitió que existen fuerzas en la mente humana sobre las cuales el individuo no
tiene control. Y se dio cuenta de que el Consejo, realmente, era más merecedor de
piedad que de reproche.

En un silencio total, la nave se alejó de la torre. Rorden pensó que resultaba


extraño que por segunda vez en su vida se estuviera despidiendo de Alvin. Hasta
entonces el cerrado mundo de Diaspar sólo conocía un «adiós» y éste siempre era
para toda la eternidad.
La nave espacial era sólo una sombra oscura contra el fondo azulado del cielo
y, de repente, Rorden la perdió de vista por completo. No la había visto
desaparecer, pero de pronto oyó el eco, desde el cielo, del más aterrorizador de
todos los sonidos que el hombre jamás llegó a producir: el prolongado y
estruendoso tronar del aire al penetrar, kilómetros y kilómetros, en un túnel que
surcara repentinamente el firmamento.
Incluso cuando el último eco de aquel tronar murió en la distancia, Rorden
continuó inmóvil. Estaba pensando en el muchacho que se había marchado,
preguntándose, como ya hiciera tantas otras veces, si alguna vez llegaría a
entender la mente solitaria y sorprendente de Alvin. Este jamás se convertiría en
un hombre adulto: para él el Universo entero no era más que un juguete, un
gigantesco puzzle que había que ordenar aunque sólo fuera por propia
satisfacción y por el placer de jugar. Y en ese juego, había encontrado el máximo
juguete, un juguete que podría resultar peligroso, mortal, que podía destruir lo
que aún quedaba de la civilización humana. Pero en tanto que siguiera existiendo
una posibilidad de aventura, aquello seguiría siendo un juego atractivo,
subyugante para Alvin.
El sol estaba ya bajo en el horizonte y un viento helado llegaba desde el
desierto. Sin embargo, Rorden se quedó esperando un rato más, dominando sus
temores... ¡Y por primera vez en su vida, contempló las estrellas!

Ni siquiera en Diaspar, Alvin había visto jamás tanto lujo como el que se ofreció
a sus ojos cuando se abrió la puerta interior de la nave. Al principio no
comprendió todas las implicaciones, pero seguidamente comprendió que aquello
era señal de un largo viaje y comenzó a preguntarse, casi de inmediato, cuánto
tiempo tendría que pasar dentro de ese mundo diminuto en su camino hacia las
estrellas.
En la nave no había ningún tipo de controles de mando, y sin embargo, la
pantalla oval, de gran tamaño, que cubría por completo la pared frontal,
demostraba que aquélla no era una habitación normal. Alineados en semicírculo
había tres bajos sofás. El resto de la cabina estaba ocupado por dos mesas, unas
sillas de aspecto muy cómodo y algunos curiosos instrumentos y aparatos que, de
momento, Alvin no estaba en condiciones de identificar.
Una vez que se puso cómodo frente a la pantalla dirigió la vista en torno suyo
para localizar a sus robots. Con sorpresa vio que habían desaparecido, aunque
seguidamente los localizó situados, inmóviles, como descansando, a bastante
altura cerca del techo curvo de la estancia. Su acción había sido realizada de
manera tan natural que Alvin comprendió de inmediato el propósito para el que
habían sido creados. Recordó al Robot Maestro. Éstos eran los intérpretes sin los
cuales ninguna mente humana, no entrenada especialmente para ello, podría
controlar una máquina tan compleja como una nave espacial. Fueron ellos lo que
llevaron al Maestro a la Tierra y después, como sus más fieles sirvientes, lo
siguieron hasta Lys. Ahora, eones después de su viaje de ida a la Tierra, como si
todo ese tiempo inmenso no hubiera transcurrido, estaban dispuestos a realizar
de nuevo sus deberes.
Alvin probó con una orden mental experimental y de inmediato se encendió la
pantalla que tenía frente a él, como si de pronto recobrara la vida tras un sueño
de siglos. Ante él estaba la Torre de Loranne, curiosamente reducida en la
perspectiva, y situada a un lado. Otros intentos le ofrecieron vistas panorámicas
del cielo, de la ciudad y de grandes extensiones del desierto. La definición de las
imágenes era brillantísima, casi sobrenatural, clara, aun cuando no daba la
impresión en absoluto de estar proyectadas por un aparato amplificador o de
aumento. Alvin se preguntó si el navio espacial se movería cuando las imágenes
cambiaban, pero no sabía la manera de comprobarlo. Experimentó con su mente
durante un buen rato hasta que estuvo en condiciones de obtener cualquier vista
que deseara. Una vez conseguido esto se consideró en condiciones de partir.
«Llévame a Lys», ordenó mentalmente.
La orden era simple pero, se preguntó, ¿cómo puede obedecerme la nave si yo
mismo no sé la dirección? Alvin no había pensado en eso y cuando la idea le vino
a la mente, la nave estaba ya volando sobre la superficie del desierto a tremenda
velocidad. Se encogió de hombros, agradecido, aceptando como un hecho aquello
que no podía comprender.
Le costaba trabajo calcular la escala de las imágenes que se le presentaban en
la pantalla pero, por la velocidad con que éstas se sucedían, no tuvo más remedio
que concluir que volaba a muchos kilómetros por minuto. No muy lejos de
Diaspar, el color del suelo había cambiado, dejando la tonalidad amarillenta del
desierto para adquirir un tono gris oscuro. Alvin comprendió que estaba pasando
por encima del lecho de uno de los océanos desaparecidos. Antaño, Diaspar debió
estar muy cerca del mar, aunque no había la menor referencia a ello ni siquiera
en las grabaciones más antiguas archivadas. Aunque la ciudad era inmensamente
antigua, los océanos debieron haberse extinguido aun antes de que Diaspar fuese
edificado.
Cientos y cientos de kilómetros después, el suelo se alzó de manera abrupta y
el desierto volvió. En una ocasión Alvin detuvo la nave sobre un modelo curioso
de líneas que se interceptaban y destacaban levemente sobre la arena. Por un
momento se preguntó, extrañado, qué podría ser aquello, pero pronto
comprendió que se trataba de las ruinas de alguna ciudad perdida, olvidada. No
se detuvo durante mucho tiempo, pues le entristecía la idea de que tal vez miles
de millones de hombres habían habitado aquella ciudad en el transcurso de toda
su existencia sin dejar tras sí otra cosa que aquellas ruinas medio ocultas por la
arena.
La suave curva del horizonte se rompió con las cumbres de montañas que,
apenas si divisadas en la lejanía, eran dejadas atrás por la nave. Pronto pudo
apreciar que su navíoí estaba empezando a disminuir su velocidad y
aproximándose a la tierra describiendo un suave arco de unos doscientos
kilómetros. De pronto, bajo sus pies, estaba Lys con sus bosques y sus ríos
interminables conformando una panorámica de tan incomparable belleza que por
un instante deseó no seguir adelante y quedarse allí para siempre. Hacia el Este,
el suelo aparecía como sombreado y entre aquellas sombras destacaban los
grandes lagos como trozos de noche. Pero hacia el Oeste, las aguas parecían
temblar, bailar, despidiendo chispas de luz con una gama tan amplia de colores
como él jamás había llegado a imaginarse.
No le costó trabajo localizar Airlee, lo cual resultó una suerte, pues los robots
no podían conducirlo más lejos. Alvin ya había esperado algo así y se sintió feliz
al ver que también había límites para el poder de aquellas máquinas. Después de
unos cuantos experimentos hizo que la nave se posara junto a la falda de la colina
desde la que había visto por primera vez las tierras de Lys, No resultaba nada
difícil controlar la nave. No tenía más que indicar sus deseos en términos
generales y los robots se cuidaban de realizar los detalles. Posiblemente, se
imaginó, no obedecerían ninguna orden equivocada, peligrosa o imposible. Pero
no se decidió a hacer la prueba.
Estaba casi seguro del todo que nadie había visto su llegada. Esto resultaba
muy importante pues no tenía el menor deseo de volver a enfrentarse a Seranis
en un combate mental en el que tenía todas las de perder. Sus planes aún no
estaban completamente esbozados, eran algo vago. Pero no estaba dispuesto a
correr riesgo alguno hasta no haber restablecido relaciones amistosas.
El descubrimiento de que el robot original ya no le obedecía en absoluto le
produjo un gran disgusto y sorpresa. Cuando le ordenó que bajara se negó a
moverse y se quedó inmóvil, observándolo desapasionadamente con sus
múltiples ojos. Para consuelo de Alvin el duplicado hecho en Diaspar le obedeció
de.inmediato. Pero por mucho que insistió no logró que el prototipo cumpliera ni
siquiera la más sencilla de sus órdenes. Durante largo tiempo Alvin se sintió
preocupado por esa circunstancia hasta que por fin se le ocurrió la posible
explicación de ese motín del robot. Pese a todas sus maravillosas habilidades, los
robots no eran excesivamente inteligentes y los acontecimientos de la hora
anterior debieron ser demasiado para la infortunada máquina que había visto,
una vez tras otra, cómo todas las órdenes de su Maestro —esas órdenes a las que
había obedecido con tal sencillez de propósito durante millones de años—, eran
desafiadas y discutidas.
Ya era demasiado tarde para lamentarse, aunque Alvin se sintió desconsolado
por no haber tenido la ocurrencia de hacer más de un duplicado, para compensar
la pérdida del robot que le había prestado el anciano de Shalmirane y que se había
vuelto insano.
Alvin o mejor dicho su robot no se encontró con nadie en su camino hacia
Airlee. Resultaba extraño verse sentado en el navio espacial mientras su campo
de visión transportado por el robot se movía sin el menor esfuerzo a lo largo de la
ruta que ya le era familiar y a sus oídos llegaban los innumerables sonidos de los
bosques. Pero se sentía incapaz de identificarse totalmente con la máquina y el
esfuerzo que necesitaba para controlarla era Considerable.
Era ya casi oscuro cuando llegó a Airlee. Las pequeñas casas parecían flotar en
lagunas de luz. Alvin (el robot) se mantuvo en la sombra y estuvo a punto ya de
llegar al hogar de Seranis cuando fue descubierto. De repente oyó como un
zumbido furioso, muy agudo y su campo de visión se vio bloqueado por un furioso
batir de alas. Retrocedió involuntariamente ante aquel ataque, pero de inmediato
se dio cuenta de lo que sucedía. Krif no aprobaba nada que pudiera volar sin alas.
Sólo la presencia de Theon había impedido, en ocasiones anteriores, que atacara
al robot. No deseando hacer daño a aquella criatura viva, tan bella como estúpida,
Alvin hizo que su robot se detuviera para esquivar los golpes que parecían
dirigidos contra él. Aún cuando estaba sentado confortablemente a dos
kilómetros de distancia, no pudo evitar retroceder instintivamente y se sintió
dichoso cuando Theon se aproximó al robot para investigar la causa de la
excitación de su gran insecto doméstico.
13. La crisis

CUANDO SU DUEÑO SE ACERCÓ, Krif se alejó un poco del robot, sin dejar de
zumbar durante un momento. Después se hizo el silencio y Theon se quedó
mirando al robot durante unos instantes. Después sonrió.
—Bien venido, Alvin. Me alegro de que hayas vuelto. ¿O sigues todavía en
Diaspar?
No por primera vez Alvin sintió un ligero sentimiento de envidia al darse
cuenta de que la rapidez mental de Theon superaba con mucho a la suya.
—No — respondió, preguntándose con qué claridad el robot se haría eco de su
voz—. Estoy en Airlee, no muy lejos de ahí, pero de momento me quedaré donde
estoy.
Theon se echó a reír alegremente.
—Creo que haces bien — dijo —. Mi madre te ha perdonado pero no así el
Consejo Central. En estos momentos se está celebrando una conferencia a puerta
cerrada. Yo tengo que evitar que nadie se acerque.
—¿De qué se trata en esa reunión?
—Se supone que yo no debo saberlo pero me han preguntado todo tipo de cosas
sobre ti. Y tuve que decirles lo que había sucedido el Shalmirane.
—Eso no tiene mucha importancia — le replicó Alvin —. Han ocurrido muchas
otras cosas más importantes desde entonces Me gustaría tener una charla con ese
Consejo Central vuestro.
—jOh...! La totalidad del Consejo no está aquí, naturalmente, pero tres de sus
miembros han estado haciendo averiguaciones desde que te fuiste.
Alvin sonrió. No le costaba trabajo creerlo. Donde quiera que iba parecía dejar
tras él una estela de preocupaciones y dolores de cabeza.
El confort y la seguridad de la nave espacial le daban una confianza que
raramente había sentido anteriormente. Realmente cuando, identificado con el
robot, siguió a Theon al interior de la casa, se sentía completamente dueño de la
situación. La puerta de la sala de conferencias estaba cerrada y transcurrió algún
tiempo hasta que Theon logró hacer notar su presencia. Cuando lo logró las
paredes se abrieron como a disgusto y Alvin hizo que el robot entrara en la sala.
La habitación ya le era familiar, pues en ella tuvo lugar su última entrevista con
Seranis. Sobre sus cabezas brillaban las estrellas como si no hubiera encima techo
ni otro piso y una vez más Alvin, que sabía que sí lo había, se preguntó cómo se
lograba aquel efecto. Los tres consejeros se quedaron inmóviles, como
atornillados a sus sillas, al ver al flotante robot que se aproximaba hacia ellos.
Pero por el rostro de Seranis sólo cruzó una ligera chispa de sorpresa.
—¡Buenas tardes! — saludó Alvin por medio del robot como.si aquella entrada
imprevista fuera la cosa más natural del mundo—. He decidido regresar.
La sorpresa de los presentes excedió a todo lo que Alvin había esperado. Uno
de los consejeros, un hombre joven con el pelo gris, fue el primero en recobrarse
de su impresión y se dirigió al muchacho:
—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —murmuró. Alvin creyó conveniente eludir la
respuesta; la forma como la pregunta había sido hecha le pareció sospechosa y se
preguntó si el sistema de transporte subterráneo habría sido puesto fuera del
servicio.
—¿Cómo...? Exactamente como la otra vez —mintió. Dos de los consejeros se
quedaron mirando fijamente al tercero, quien abrió los brazos como en gesto de
muda resignación. El joven que se había dirigido a él antes, volvió a preguntarle:
—¿No ha tenido ninguna... dificultad?
—Ninguna en absoluto —dijo Alvin determinado a aumentar la confusión de
los miembros del Consejo. Y se dio cuenta de que lo estaba logrando.
—He regresado por mi propia y libre voluntad —continuó —, pero en vista de
nuestro anterior desacuerdo he decidido permanecer lejos de su vista de
momento. Si aparezco personalmente, ¿me prometen solemnemente que no
tratarán de nuevo de restringir mis movimientos?
Durante unos instantes nadie dijo nada y Alvin se preguntó qué tipo de
pensamientos estarían intercambiando entre ellos. Después, fue Seranis la que
habló en nombre de todos.
—Pienso que ya no tiene objeto el hacerlo así. Diaspar debe estar ya enterada
de nuestra existencia y saber todo sobre nosotros.
Alvin se sintió ligeramente conmovido ante el tono de reproche que creyó notar
en la voz.
—Sí, Diaspar ya lo sabe —replicó—. Pero no quiere tener nada que ver con
ustedes. Su deseo principal es evitar la contaminación que podía llegarle del
contacto con una cultura inferior.
Resultó satisfactorio, casi un placer, observar la reacción de los consejeros e
incluso Seranis se ruborizó un poco al oír sus palabras. Si Alvin lograba que Lys y
Diáspar se sintieran lo suficientemente indignados uno contra otro, Alvin pensó
que eso podría significar la solución de su problema. Estaba aprendiendo, aunque
inconscientemente, el sutil y largo tiempo olvidado arte de la política.
—Bien, yo no quiero quedarme aquí toda la noche, así que, ¿tengo la palabra
de ustedes?
Seranis suspiró y una débil sonrisa jugó en sus labios.
—¡Sí, la tienes! —dijo—. No trataremos de controlarte de ningún modo.
Aunque ya ves que la otra vez tampoco tuvimos mucho éxito en la empresa.
Alvin esperó hasta que el robot hubo regresado. Con el mayor cuidado impartió
sus instrucciones a la máquina e hizo que el robot se las repitiera. Después dejó
la nave y la puerta se cerró silenciosamente tras él.
No se oía otro ruido que el leve murmullo del viento. Por un momento una
sombra tapó el resplandor de las estrellas.
Inmediatamente después, el navio espacial había desaparecido. No fue hasta
ese momento cuando Alvin se dio cuenta de que había cometido un grave error
de cálculo. Había olvidado que los sentidos de los robots eran muy distintos a los
suyos propios y la noche mucho más oscura de lo que había esperado. En más de
una ocasión se salió del camino y varias veces estuvo a punto de darse de narices
contra un árbol. En el interior del bosque, la oscuridad era casi completa y en una
ocasión algo bastante largo se aproximó hacia él entre las hierbas. Oyó el ruido
de la hierba al ser pisada y dos ojos verdes y brillantes como esmeraldas lo
miraron fijamente a una altura como a nivel de su cintura. Alvin pronunció unas
palabras tranquilizadoras en tono suave y amable y una lengua increíblemente
larga y rasposa recorrió su mano. Un momento después, un cuerpo poderoso se
frotó cariñosamente contra él y, después, aquella cosa se alejó tan
silenciosamente como había llegado. Alvin no tenía la menor idea de qué podía
haber sido.
Pronto las luces de la ciudad brillaron por entre las ramas de los árboles. Pero
precisamente ya no necesitaba esa guía, pues la senda que tenía bajo sus pies se
había convertido en una especie de río de delicado fuego azul. El suelo sobre el
que caminaba era luminiscente y sus pasos dejaban unas huellas oscuras que
desaparecían lentamente detrás de él. Aquello resultaba muy agradable a la vista
y cuando Alvin se detuvo y se agachó para coger un puñado de la tierra extraña,
ésta brilló por unos momentos en la cavidad de sus manos antes de que su
fluorescencia muriera.
Theon lo estaba esperando a la puerta de la casa y por segunda vez fue
introducido en la habitación donde se encontraban los tres miembros del
Consejo. Se dio cuenta, con cierta preocupación, que estos prohombres no
ocultaron su sorpresa. Sin darse cuenta de las ventajas que su juventud le daba y
de las cuales no se aprovechaba en absoluto, al menos conscientemente, nunca se
preocupaba de recordársela a los demás.
Apenas hablaron mientras el muchacho se refrescaba y Alvin se preguntó qué
notas mentales estarían comparando. El conservó su mente todo lo vacía de
pensamientos importantes que pudo conseguir hasta que terminó. Después
comenzó a hablar como nunca antes lo hiciera.
El tema fue Diaspar. Les describió la ciudad tal y como él la conocía, soñando
al borde del desierto, con sus torres brillantes alzándose en el cielo como globos
cautivos, como arcos iris artificiales gracias a sus luces multicolores. Desde el
tesoro de su memoria sacó los cantos que hicieron poetas de otras edades en
honor y loa de Diaspar. Se refirió a los incontables hombres que habían
consumido sus vidas en un incansable esfuerzo para aumentar su belleza. Nadie
ahora, les dijo, podría gastar ni la centésima parte de los tesoros que allí se
guardaban, por. larga que fuese su vida. Durante un buen rato fue explicando las
maravillas que habían logrado los habitantes de Diaspar. Trató de reflejar aunque
sólo fuese una débil chispa de la gran belleza que artistas tales como Shervane y
Perildor habían creado para admiración eterna de los hombres. Y habló también
de Loronei, cuyo apellido él llevaba y sugirió que bien podía ser cierto lo que de
él se decía que su música había sido la última que el hombre radió a las estrellas.
Los Consejeros de Lys lo oyeron sin interrumpirlo ni hacerle pregunta alguna.
Cuando Alvin terminó su discurso era muy tarde y se sintió más cansado que
nunca lo había estado antes, al menos en lo que podía recordar. La excitación y la
emoción de todas las cosas que le habían sucedido aquel día cayeron sobre él
como un pesado fardo de sueño y, casi de improviso, se quedó dormido.

Alvin aún estaba cansado cuando dejó el pueblo poco después del alba. Aunque
era muy temprano no fue el primero en encontrarse en la carretera. Junto al lago,
Alvin se encontró con los tres consejeros y se saludaron cortésmente. Alvin sabía
perfectamente a dónde se dirigía aquel comité de investigación y pensó que le
agradecerían si les evitaba un trabajo inútil. Se detuvo cuando llegaron al pie de
la ladera de la colina y se volvió a sus acompañantes.
—Siento tener que decirles que ayer les engañé a ustedes — dijo con aire
compungido —. La verdad es que no he venido a Lys por el viejo camino, así que
no tienen por qué intentar cerrarlo.
Los rostros de los consejeros fueron un estudio en relieve de la mayor
perplejidad.
—En ese caso, ¿cómo viniste?
El principal de los tres consejeros fue quien hizo la pregunta y Alvin se dio
cuenta de que estaban empezando a sospechar la verdad. Se preguntó si habían
logrado interceptar las órdenes que su mente había estado enviando en los
momentos en que se encontraron en el camino. Pero no dijo nada y se limitó a
señalar, en silencio, hacia el cielo, en dirección Norte.
Demasiado yeloz para que sus ojos pudieran seguirla, una aguja de luz plateada
se alzaba sobre las montañas dejando tras sí una cola de varios kilómetros de
luminiscencia. A unos siete mil metros de altura sobre Lys la nave se detuvo. No
hubo desaceleración, ni un frenado lento de su colosal velocidad sino que todo se
produjo instantáneamente, hasta tal punto que los ojos se adelantaron siguiendo
la supuesta trayectoria que la nave debía haber seguido en el espacio, antes de
que el cerebro pudiera detener su movimiento. Desde el cielo llegó un trueno
violento, prolongado, el sonido del aire conmovido y golpeado por la violencia
que la nave causaba en él al surcarlo a tan tremenda velocidad. Poco después, el
navio espacial, brillando espléndidamente bajo la luz del sol, llegó a posarse junto
a la colina a unos cien metros de distancia de donde ellos se encontraban.
Costaba trabajo decir quién quedó más sorprendido. Pero la verdad es que
Alvin fue el primero en reponerse. Cuando se dirigieron hacia la nave — casi
corriendo — se preguntó si siempre se detenía de aquella forma abrupta. El
pensamiento era desconcertante, pues cuando estuvo dentro de la nave no tuvo
la menor sensación de velocidad ni de detención en seco. También resultaba
sorprendente, tal vez más, el que el día anterior esa espléndida criatura metálica
había estado oculta bajo una típica capa de roca dura como el hierro. No fue hasta
después de que Alvin llegó a la nave y se quemó los dedos al tocar
inadvertidamente la cubierta todavía caliente de la máquina, que comprendió
perfectamente lo que había ocurrido. Cerca de la ropa habían quedado algunos
restos de tierra ahora convertidos en lava. El resto del polvo y tierra había
desaparecido de la superficie de aquel metal durísimo e incorruptible que ni el
tiempo ni ninguna otra fuerza natural podía alterar.
Con Theon a su lado, Alvin se colocó junto a la puerta abierta y se volvió para
mirar a los tres consejeros que permanecían silenciosos. Se preguntó qué estarían
pensando, pero su expresión no delataba, en absoluto, lo que ocupaba sus
cerebros.
—Tengo que pagar una deuda en Shalmirane —dijo—. Por favor, díganle a
Seranis que estaré de regreso al mediodía.
Los consejeros esperaron hasta que la nave, moviéndose al principio con
bastante lentitud —el camino que debía recorrer era muy corto — desapareció en
dirección Sur. Seguidamente, el más joven del grupo se encogió de hombros
filosóficamente.
—Ustedes siempre se opusieron a cualquier cambio — dijo — y hasta el
momento se habían salido con la suya, pero ahora no creo que el futuro esté de su
parte. Lys y Diaspar están llegando al final de una Era y creo que debemos tratar
de sacar el máximo provecho de ello.
Se hizo un corto silencio. Después, uno de sus compañeros habló con tono
preocupado.
—No sé nada de arqueología, pero estoy completamente seguro de que ese
aparato es demasiado grande para ser una máquina voladora normal. ¿No creen
ustedes que, posiblemente, se trate de...?
—¿Un navio espacial? Si es así, podemos estar seguros de que habremos de
enfrentarnos a una crisis decisiva.
El tercero de los consejeros también había estado pensando en silencio y
profundamente.
—La desaparición de las máquinas voladoras así como de las naves espaciales,
constituye uno de los mayores misterios del Interregnum. Esa máquina puede ser
una de las dos cosas. De momento creo que debemos asumir lo peor. Si se trata
de un navio espacial debemos hacer todo lo que esté en nuestras manos para
impedir que el muchacho abandone la Tierra. Si lo hiciera existe el peligro de que
su conducta atraiga de nuevo a los Invasores. Y eso sería el fin de todos.
El silencio, agobiante, pesó sobre el grupo durante un rato hasta que
finalmente el jefe volvió a hablar.
—Esa máquina procede de Diaspar —dijo lentamente—. Alguien allí debe saber
la verdad. Creo que debemos cambiar impresiones con nuestros primos... si es
que consienten en hablar con nosotros.
Así, mucho antes de lo que Alvin había supuesto, la semilla por él plantada
estaba comenzando a germinar.
Las montañas seguían todavía flotando en las sombras cuando llegaron a
Shalmirane. Desde la altura, la cavidad que constituía la fortaleza parecía muy
pequeña. Semejaba imposible la idea de que todo el destino de la Tierra se jugó
una vez, definitivamente, en ese pequeño cráter negro.
Cuando Alvin posó la nave entre las ruinas, la desolación del lugar hizo que un
escalofrío atravesara su alma. De momento no vio la menor señal del anciano ni
su robot y tuvo ciertas dificultades en dar con la entrada del túnel. En la parte
superior de la escalera, Alvin gritó para avisar de su llegada. No tuvieron
respuesta y siguieron adelante pensando que tal vez el anciano se había quedado
dormido.
Sí, parecía dormido, con las manos descansando pacíficamente sobre el pecho.
Tenía los ojos abiertos, fijos en el techo macizo y poderoso como si pudiera ver a
través de él las estrellas lejanas. En sus labios se dibujaba una débil sonrisa. La
muerte no había llegado a él como un enemigo despiadado sino, casi, con la
ternura de una mano amorosa y delicada.
14. Fuera del sistema

LOS DOS ROBOTS ESTABAN JUNTO A ÉL FLOTANDO INMÓVILES EN EL


AIRE. CuandoAlvin trató de aproximarse al cuerpo, los tentáculos de las
máquinas se opusieron. No había nada que pudiera hacer para evitar que los
robots defendieran el cuerpo sin vida de su antiguo amo. Alvin, en aquella cámara
desolada, sintió frío y una fuerte congoja estremeció su corazón. Era la primera
vez' que veía el rostro marmóreo de la Muerte y tuvo la seguridad que algo de su
niñez moría en él para siempre.
La muerte del anciano significaba el fin de una extraña hermandad, quizá de
la última de ese tipo que llegaría a conocer en su vida. Aunque la existencia de
aquellos hombres que permanecieron fieles al Maestro había constituido un
auténtico desengaño, la inútil espera de un ideal no realizado, ciertamente no
podía decirse que hubieran desperdiciado íntegramente su vida. Habían Salvado
conocimientos del pasado, como por un milagro, que sin ellos se hubieran
perdido para siempre. Ahora su orden podía seguir el mismo camino que habían
seguido miles de otras fes y religiones del pasado que también, en su tiempo, se
creyeron eternas.
Dejaron al anciano dormido en su tumba, entre las montañas, donde nadie lo
molestaría jamás hasta el final de los tiempos. Para guardar su cuerpo, quedaban
allí las máquinas que le habían servido en vida. Alvin estaba convencido de que
jamás lo abandonarían en ninguna circunstancia. Los robots quedarían allí,
pendientes de su mente, esperando órdenes que nunca llegarían hasta que las
montañas se derrumbaran en el cataclismo final.
El pequeño animal cuadrúpedo que antaño, muchos millones de años había
servido al hombre con la máxima devoción y fidelidad, la misma que los robots,
había desaparecido hacía ya tanto tiempo que el muchacho ni siquiera había oído
hablar del perro.
Alvin y Theon caminaron en silencio hacia la nave que esperaba y, desde la
altura, la fortaleza fue de nuevo como un lago oscuro entre las montañas. Alvin
no hizo nada para dirigir la nave que se levantó perpendicular en el aire hasta que
toda la tierra de Lys se extendió bajo ellos como una gran isla verde en medio de
un mar naranja. Nunca con anterioridad había volado Alvin a tanta altura.
Cuando la nave cesó su ascensión, el crescente de la Tierra era visible bajo ellos.
Lys era un pequeñísimo punto, sólo una sombra diminuta entre el gris y el
naranja del desierto. Pero un poco más bajo, en la línea del horizonte, algo
resplandecía como una joya brillante de múltiples colores. Así» Por primera vez,
Theon vio la ciudad de Diaspar.
Se quedaron largo tiempo contemplando el girar lento de la Tierra bajo ellos.
De todos ios antiguos poderes del hombre éste era sin duda el último que debía
perder. Alvin hubiera querido que en aquel momento los gobernantes de Lys y de
Diaspar pudieran gozar de aquella visión terrestre que se ofrecía a sus ojos.
—Theon — le preguntó a su amigo — ¿crees que es justo lo que estoy haciendo?
La pregunta sorprendió a Theon que no sabía nada de las dudas que, en
ocasiones, atenazaban a su amigo. No le resultaba fácil responder
desapasionadamente. Al igual que Rorden, aunque con menos motivo para ello,
Theon se daba cuenta de que su carácter quedaba ensombrecido, como vencido
por la personalidad de su nuevo amigo, arrastrado hacia el vértice que Alvin
dejaba tras sí con su forma de entender y vivir la vida.
—Sí, creo que sí —le respondió lentamente al cabo de un rato de reflexión—.
Nuestros dos pueblos han vivido separados demasiado tiempo.
Eso era cierto, aunque sabía que sus propios sentimientos no estaban del todo
acordes con la respuesta. Y Alvin siguió preocupado pese a la aprobación de su
amigo.
—Hay un problema en el que no he pensado hasta ahora — continuó con voz
entrecortada— y es el de la diferencia de ritmo del tiempo que existe entre
nosotros.
No tuvo que decir nada más, pero cada uno de ellos sabía lo que pensaba el
otro.
—También yo me he preocupado por ello en muchas ocasiones — admitió
Theon— pero creo que el problema se resolverá por si solo cuando nos lleguemos
a conocer mejor. Ambos no podemos tener razón... Nuestras vidas pueden ser
demasiado cortas, pero con toda seguridad, las vuestras son demasiado largas.
Con el tiempo quizá se llegue a un compromiso entre ambas posturas.
Alvin se sorprendió. El camino, ciertamente, dejaba paso a la esperanza, pero
no le cabía duda de que los años de transición serían duros. Volvió a rebordar las
amargas palabras de Seranis: «Nosotros ya estaremos muertos cuando tú todavía
se— güiras siendo un muchacho». Bien, así era. Él estaba dispuesto a aceptar las
condiciones. Incluso en Diaspar todas las amistades estaban oscurecidas por esa
misma sombra. Lo ocurrido hacía cien años o un* millón de años no se
diferenciaba apenas entre sí a los ojos de la gente. El bienestar y la supervivencia
de la raza exigía el que las dos culturas volvieran a asimilarse y combinarse entre
sí y frente a esa necesidad la felicidad individual no tenía demasiada importancia.
Por un momento Alvin vio a la humanidad como algo mucho más importante que
la base vital en la que se asentaba su propia existencia y aceptó sin vacilar la
desgracia individual que su decisión pudiera acarrearle un día. No volverían a
hablar de eso jamás.
Bajo sus pies, la Tierra seguía girando lentamente, eternamente. Al darse
cuenta del estado de ánimo de su amigo, Theon no se atrevió a decirle nada. El
silencio fue roto de nuevo por el muchacho de Diaspar.
—Cuando salí de Diaspar — dijo — no sabía en absoluto lo que buscaba ni lo
que iba a hallar. El hallazgo de Lys debió haberme satisfecho... y quizá fue así al
principio, pero ahora, todo, la Tierra entera, me parece pequeño e insignificante.
Cada descubrimiento que he realizado me ha presentado un nuevo y mayor
interrogante y, ahora, no podré darme por satisfecho hasta que no logre averiguar
quién era el Maestro y por qué vino a la Tierra. Y si alguna vez logro saberlo
comenzaré a preocuparme por los Grandes y los Invasores, y así sucesivamente.
Theon jamás había visto a Alvin tan pensativo y preocupado y no quiso
interrumpir su soliloquio. En los últimos minutos había aprendido mucho sobre
el carácter de su amigo...
—El robot me dijo que esta máquina puede alcanzar los Siete Soles en menos
de un día — continuó Alvin —. ¿Crees que debo ir allí?
—¿Crees que puedo detenerte? —fue la respuesta tranquila de Theon.
Alvin sonrió.
—Eso no es una contestación —dijo— aun cuando pueda haber mucho de
verdad en ello. No sabemos en absoluto lo que hay en el espacio, fuera de nuestro
sistema. Es posible que los Invasores hayan abandonado el Universo, pero puede
haber otros seres inteligentes enemigos del hombre.
—¿por qué razón —preguntó Theon—. Ésa es una de las cuestiones que
nuestros filósofos vienen debatiendo desde hace tniles y miles de años. Una raza
realmente inteligente no debería ser enemiga del hombre.
—Pero los Invasores...
Theon señaló al desierto que se extendía a sus pies, interminable y fcterno.
—Antaño teníamos un imperio. Pero ahora, ¿qué tenemos que otros seres
inteligentes puedan desear?
Alvin se mostró un tanto sorprendido ante el punto de vista de su compañero.
—¿Piensa toda tu gente como tú?
—Sólo una minoría. El término medio de la gente ni siquiera se preocupa con
la cuestión y, probablemente, diría que los Invasores, si verdaderamente
deseaban destruir la Tierra ya hubieran vuelto hace millones de años. Sólo muy
pocas personas, entre ellas mi madre, tienen miedo todavía de la vuelta de los
Invasores.
—Las cosas son distintas en Diaspar —dijo Alvin—. Mi pueblo es un pueblo de
cobardes. Pero lo siento por tu madre, ¿crees que te impedirá que vengas
conmigo?
—Estoy convencido de que sí — replicó Theon con gran énfasis. Pero, como
Alvin ya había esperado esa respuesta, casi ni siquiera reaccionó ante ella.
Alvin reflexionó un momento.
—Ahora ya estará informada de la existencia de esta nave y supondrá lo que
pienso hacer. Debemos regresar a Airlee.
—No, no sería seguro. Yo tengo un proyecto mucho mejor.
El pequeño pueblecito en el que aterrizaron estaba sólo a unos veinte
kilómetros de Airlee, pero Alvin se mostró sorprendido al ver las grandes
diferencias en arquitectura y situación. Las casas eran más altas, de varios pisos
y fueron construidas a orillas de un lago, siguiendo la curva de sus aguas y de cara
a éstas. Un amplio número de buques de colores brillantes flotaban anclados
junto a la orilla. A Alvin aquello le fascinó, pues nunca había oído hablar de
aquellas cosas y se preguntó cuál podía ser su misión.
Alvin esperó en su nave espacial mientras Theon salía para ver a sus amigos.
Resultaba divertido ver la consternación y lasorpresa de las gentes que se habían
congregado en torno a la máquina sin darse cuenta de que estaban siendo
observados desde dentro. Theon estuvo fuera sólo unos minutos y tuvo
dificultades en volver a entrar por la escotilla, en medio de tanta gente como se
había congregado. Lanzó un suspiro de alivio cuando volvió a hallarse en el
interior de la nave y la puerta se cerró tras él.
—En dos o tres minutos mi madre habrá recibido el mensaje. No le he dicho
dónde pensamos ir, pero estoy seguro de que lo supondrá en seguida. Y además,
tengo otras noticias qué creo te interesarán bastante.
—¿Qué noticias?
—El Consejo Central ha decidido celebrar conversaciones con Diaspar.
—¡Cómo...?
—Es totalmente cierto, aun cuando todavía no se haya hecho público el
comunicado de manera oficial. Ese tipo de cosas no pueden guardarse en secreto.
Alvin ya se había dado cuenta de ello. En más de una ocasión se había
preguntado si en Lys podía guardarse algo en secreto.
Alvin sonrió con cierta tristeza, como si tuviera un poco de remordimiento.
—Así que piensas que el miedo ha triunfado donde fallaron la lógica y la
persuasión.
—Así parece. Lo cierto es que anoche llegaste a impresionar a los consejeros.
Estuvieron hablando entre sí mucho rato después de que te fuiste a la cama.
Alvin se sentía muy satisfecho por la intención de los habitantes de Lys de
entrar en conversaciones con los de Diaspar, aunque no sabía a ciencia cierta
cuáles podían ser las razones justificantes del hecho. Lys y Diaspar se habían
mostrado lentos en su reacción, pero ahora los acontecimientos los habían
forzado a salir de su marasmo. La crisis había llegado a su punto álgido. Alvin no
quería pensar que existía la posibilidad de que la crisis tuviera desagradables
consecuencias para él. En realidad eso no le importaba demasiado.
Se hallaban a gran altura cuando le dieron al robot sus últimas instrucciones.
El navio espacial estaba casi inmóvil y la Tierra, quizá a dos mil kilómetros por
debajo de ellos, parecía Henar el cielo por completo. Alvin se preguntó cuántas
otras naves espaciales del pasado se habían elevado desde allí para emprender
viaje a otros mundos.
Se produjo una pausa apreciable, como si el robot estuviera comprobando
controles y circuitos que no habían sido empleados desde hacía eras geológicas.
Seguidamente, se produjo un leve ruido, el primero que Alvin le había oído a la
máquina. Era como un suave pitido que ascendía en la escala, octava tras octava,
hasta quedarse perdido casi al límite de la capacidad de escucha del oído1
humano. No se produjo la menor sensación de cambio de movimiento o velocidad
pero, de repente, se dio cuenta de que las estrellas parecían precipitarse contra la
pantalla. La Tierra reapareció y después desapareció, para volver a aparecer en
una posición distinta. El navio espacial parecía tratar de orientarse en el espacio
como una aguja de brújula que busca su norte. Durante minutos, el cielo giró
hasta que, finalmente, la nave espacial puso rumbo a su destino como un
gigantesco proyectil siguiendo una trayectoria cuyo fin estaba en las estrellas.
En el centro de la pantalla, el gran anillo de los Siete Soles resplandecía con la
belleza de un arco iris. Todavía seguía viéndose en una esquina de la pantalla un
pequeño trozo de la Tierra, como en un creciente oscuro cuyo borde resplandecía
dorado bajo ios rayos del sol. «Algo está ocurriendo ahora», se dijo Alvin. Era algo
que sabía por encima de toda experiencia. Esperó, rígido en su asiento, mientras
que los segundos pasaban y los Siete Soles aumentaban de tamaño en la pantalla.
No había el menor ruido, sólo una especie de temblor casi imperceptible. Y la
Tierra había desaparecido ya como si una mano gigante la hubiera quitado del
Universo. Estaban solos en el espacio, a solas con las estrellas y un extraño y
desfalleciente Sol. Era como si la Tierra jamás hubiera existido.
De nuevo se produjo el débil pitido como si por vez primera los generadores
estuvieran ejerciendo una fracción apreciable de su capacidad productora de
energía. Por un momento pareció, sin embargo, como si no sucediera nada más;
después Alvin se dio ctienta de que también había desaparecido elSol y las
estrellas pasaban como si le fueran abriendo camino a la nave. Miró hacia atrás
por un momento y no vio nada... nada en absoluto. Era como si todos los cielos se
hubieran extinguido, borrados, por un hemisferio de noche. El navio espacial
viajaba a mayor velocidad que la luz y Alvin sabía que ya no estaban en el familiar
espacio ocupado por el Sol y la Tierra.
Cuando de nuevo, por tercera vez, se produjo el silbido característico, el
corazón de Albín casi dejó de latir. La extraña confusión de la visión se hizo
patente con mayor intensidad y todo lo que le rodeaba pareció distorsionarse
hasta casi hacerse irreconocible. El significado de esa distorsión le llegó como un
relámpago intuitivo que no podía explicar. Supo que aquello era algo real y no
una ilusión de sus ojos: en cierto modo iba captando, al pasar por la delgada
película del presente, una perspectiva de los cambios que se estaban, produciendo
en el espacio que los envolvía.
En ese instante el pitido de los motores se convirtió en un roncar vibrante que
hizo temblar la nave. Se trataba de un sonido impresionante que conmovió a
Alvin, pues era la primera vez que oía el rugido de una máquina que parecía como
un grito de protesta. De repente pasó todo y un inesperado silencio hirió sus
oídos. Los grandes generadores habían realizado su trabajo y no serían
necesitados hasta el fin del viaje. Las estrellas, fuera, brillaban con luz blanco-
azulada para desvanecerse en el ultravioleta. Como consecuencia de cierta magia
de la ciencia o la naturaleza, los Siete Soles seguían siendo visibles, aun cuando
su posición y sus colores habían cambiado sutilmente. Ahora el navio espacial se
dirigía hacia allí a lo largo de un túnel de oscuridad situado fuera de los límites
del espacio y el tiempo, a una velocidad demasiado enorme para que la mente
pudiera entenderla.
Parecía imposible aceptar que habían escapado fuera del sistema solar a una
velocidad que, si no era controlada, los sacaría pronto del corazón de la galaxia
para conducirlo al gran vacío fuera de ella. Ni Alvin ni Theon podían concebir la
real inmensidad de su viaje: las grandes sagas de la exploración espacial habían
cambiado por completo el concepto del hombre con respecto al Universo e
incluso, todavía, millones de siglos después, las viejas tradiciones no habían
muerto por completo.
Una leyenda hablaba de una nave espacial que circundó el Cosmos en el
espacio comprendido entre la salida y la puesta del Sol. Los billones y billones de
kilómetros de distancia entre las estrellas no significaba nada en absoluto para
las tremendas velocidades que esas naves podían alcanzar. Para Alvin el viaje se
limitaba a ser un poco más largo y un poco más peligroso, quizá, que el de Diaspar
a Lys en la primera vez que salió fuera de los muros de su ciudad.
Fue la voz de Theon la que rompió el silencio expresando sus pensamientos
sobre los Siete Soles que brillaban en la pantalla.
—Alvin — observó —, esa formación estelar no puede ser de origen natural.
Él otro afirmó:
—Ya venía pensando una cosa así, desde hace años, pero la idea aún me parece
fantástica.
—Ese sistema tal vez no ha sido construido por el hombre replicó Theon — pero
puede haber sido creado por otra forma de inteligencia. La Naturaleza jamás pudo
producir un círculo tan perfecto de estrellas, una con cada uno de los colores
primarios del arco iris, todas igualmente brillantes. En todo el universo visible no
existe, además, nada parecido al Sol Central de ese sistema.
—Pero, ¿con qué objeto se habría construido una cosa semejante? —preguntó
Alvin aun sabiendo que su amigo tampoco estaba en condiciones de dar una
respuesta siquiera aproximada a su pregunta.
Pero Theon estaba dispuesto a emitir no una sino varias teorías.
—Puedo pensar en un buen número de razones justificativas dijo con
seriedad—. Puede ser una señal para que cualquier nave espacial extraña que
entre en el Universo sepa dónde debe buscar vida inteligente. Tal vez marca el
centro de la administración de la galaxia. O, tal vez, y creo que ésta es sin duda la
más posible de todas las explicaciones, se trata simplemente de la mayor y más
espectacular de todas las obras de arte. Pero resulta estúpido especular con esto.
Dentro de poco sabremos la verdad de manera directa.
15. VANAMONDE

ESPERARON, pues, sumidos en sus propios sueños, mientras hora tras hora, ios
Siete Soles se iban acercando hasta llegar a llenar el extraño túnel de noche y
oscuridad por el que viajaba el navio espacial. Después, una tras otra, las seis
estrellas exteriores desaparecieron al borde de la oscuridad y sólo siguió visible el
brillante Sol Central. Aun cuando no podía estar completamente contenido en el
espacio seguía brillando con la luz nacarada que le hacía tan distinto de las demás
estrellas. Minuto a minuto crecía su luminosidad hasta que dejó de ser un punto
para convertirse en un pequeño disco. Y ahora el disco comenzaba a aumentar de
tamaño.
Se produjo una advertencia, una alarma inesperada. Por un momento una nota
grave, semejante a una campanada, vibró en la cabina. Alvin se aferró al brazo de
su sillón aunque sabía que se trataba sólo de un gesto inútil e injustificado.
Una vez más los grandes generadores entraron en acción y, al mismo tiempo,
de manera tan fuerte e inesperada que casi los ccgó, las estrellas reaparecieron.
El navio espacial volvía al espacio, de regreso al Universo de soles y planetas, al
mundo natural donde nada puede moverse a velocidad mayor que la de la luz.
Estaban ya en el sistema de los Siete Soles y el gran anillo de los seis astros
coloreados dominaba el cielo. ¡Y qué cielo! Todas las estrellas que ellos conocían,
que formaban parte de las constelaciones familiares, habían desaparecido. La Vía
Láctea ya no era una cinta de polvo que cruzaba lateralmente el cielo. Se había
convertido en el centro de la creación y su gran círculo dividía en dos partes
iguales al Universo.
El navio espacial se movía a gran velocidad en dirección al Sol Central. Las seis
restantes estrellas del sistema eran como luciérnagas coloreadas colocadas
simétricamente en el firmamento. No lejos de la más próxima de ellas se veían las
diminutas chispi tas brillantes de sus planetas circulantes, mundos que tenían
que ser de enorme tamaño para ser visibles a tal distancia.
La visión tenía una magnificencia que no podía ser superada por nada
construido por la naturaleza y Alvin se dio cuenta de que Theon tenía razón al
decir que aquello tenía que ser obra de una inteligencia superior. La soberbia
simetría era un desafío deliberado lanzado contra todas las restantes estrellas del
Universo repartidas sin orden ni concierto por los cielos.
La causa de la luz nacarada del Sol Central era ya visible claramente. La gran
estrella, sin duda una de la más brillante de todo el Universo, estaba rodeada por
una envoltura de gas que suavizaba sus radiaciones y les daba su color
característico. La neblina envolvente era sólo visible de manera indirecta y se
retorcía en extrañas sombras que parecían eludir el ojo humano. Pero estaba allí,
presente, y mientras más tiempo se la miraba más extensa parecía.
Alvin se preguntó adonde los conduciría el robot. ¿Seguía las instrucciones
grabadas de antiguo en su memoria, o era guiado por señales emitidas desde el
espacio que los rodeaba? Había dejado la elección de su punto de destino a la libre
voluntad de la máquina y en esos momentos se dio cuenta de que había una pálida
emisión de luz hacia la que parecían dirigirse. Estaba casi perdida en la claridad
nacarada del Sol Central y en torno suyo lucía el débil resplandor de otros
mundos. El enorme viaje estaba llegando a su fin.
El planeta hacia el que se dirigían, que se hallaba ya a sólo unos millones de
kilómetros, era una esfera bellísima de luces multicolores. No parecía haber ni un
solo punto de oscuridad en su superficie. En esos momentos Alvin vio con
claridad el significado de las palabras que según se decía pronunció el Maestro
cuando estaba agonizando: «Es maravilloso contemplar las sombras coloreadas
de los planetas de la luz eterna».
Estaban ya tan cerca que podían ver los continentes y los océanos y la fina y
matizada atmósfera. Había algo extraño en su forma y colocación y Alvin se dio
cuenta que las divisiones entre la tierra y el agua eran demasiado regulares. Los
continentes del planeta no estaban como la naturaleza los había colocado, sino
que habían sido modificados de manera artificial. De todos modos ésa era una
tarea ridiculamente pequeña y sin importancia para una inteligencia capaz de
crear estos soles y planetas. '
—Pero eso no son océanos — exclamó de repente Theon —. Mira, ahora puedes
verlo.
Pero no fue hasta que el planeta estuvo un poco más cerca cuando Alvin se dio
cuenta de lo que quería decir su amigo. Vio entonces las finas líneas a lo largo de
los continentes, bien dentro de lo que había creído que eran los límites del mar.
La visión le dejó lleno de dudas repentinas, pues sabía perfectamente el
significado de esas líneas. Ya las había visto con anterioridad en el desierto que
se extendía frente a Diaspar y le decían que su viaje había sido en vano.
—Este planeta está tan seco como la Tierra — dijo sombríamente—. El agua ha
desaparecido. Esas marcas son los lechos salinos del mar ya evaporado.
—No hubieran dejado que eso ocurriera — replicó Theon —. Así que la única
conclusión posible es que hemos llegado demasiado tarde.
Su desencanto era tan grande que Alvin no se atrevió a seguir hablando y se
concentró en la contemplación de ese mundo que tenía delante. Con
impresionante lentitud, el planeta giraba en torno suyo y su superficie emergía
majestuosamente como si quisiera salir a su encuentro. Pronto estuvieron en
condiciones de ver los edificios, pequeñas incrustaciones blancas que se
extendían por doquier con excepción de los lechos secos de los océanos.
Antaño, quién sabe cuántos millones de años antes, ese mundo había sido el
centro del Universo. Ahora estaba quieto el aire vacío y sin ninguna-de esas
señales clásicas de vida en su superficie. El navio espacial se deslizó sobre un seco
mar pétreo.
Finalmente la nave se detuvo como si el robot hubiera podido localizar,
finalmente, la fuente de su memoria. Bajo ellos había una columna de piedra
blanca como la nieve que se alzaba en el centro de un anfiteatro marmóreo. Alvin
esperó un poco y después de que la máquina se quedó inmóvil la dirigió para que
se posara a los pies de la columna.
Hasta entonces Alvin había confiado en encontrar vida en ese planeta. Pero su
esperanza se desvaneció de inmediato tan pronto salió de la nave. Nunca en su
vida, ni siquiera la tremenda desolación de Shalmirane, le había envuelto en un
silencio tan extremado y sobrecogedor. En la Tierra siempre había rumores de
voces, el vibrar de las criaturas vivas o el silbar del viento. Allí no existía ninguno
de esos ruidos ni lo volvería a haber jamás.
No podían saber las razones por las cuales su aparato los había llevado hasta
allí precisamente, pero Alvin sabía que la elección no tenía demasiada
importancia. La gran columna de piedra blanca era quizá veinte veces tan alta
como un hombre y se asentaba sobre una base metálica circular que se alzaba
ligeramente sobre el nivel del suelo. No tenía inscripción ni señales algunas y su
propósito no podía ser adivinado. Podían suponerlo, pero en realidad nunca
llegarían a saber que, antaño, había marcado el Punto Cero de todos las
mediciones astronómicas.
¡Conque éste iba a ser el final de toda su búsqueda...! Alvin lo supo de
inmediato y comprendió que resultaba de todo punto inútil seguir visitando los
restantes mundos de los Siete Soles. Incluso aceptando que aún existiera
inteligencia en el Universo, ¿dónde buscarla? Había visto las miríadas de estrellas
repartidas por todo el Universo y sabía que, ni aun en toda su larga vida, podría
explorar una parte infinitesimal de ellas.
De repente lo invadió una sensación de soledad y opresión como jamás
experimentara con anterioridad. En esos momentos llegó a entender el temor de
Diaspar hacia los grandes espacios del Universo, el terror que había llevado a su
pueblo a encerrarse en el pequeño microcosmos de su ciudad. Pero le resultaba
muy duro el tener que admitir que, después de todo, habían tenido razón al obrar
como lo habían hecho.
Se volvió hacia Theon en busca de apoyo moral, pero éste estaba de pie, rígido,
con las manos apretadas y las cejas fruncidas y una mirada extraña en sus ojos.
—¿Qué pasa? —le preguntó Alvin alarmado.
Theon seguía con los ojos perdidos en el vacío cuando le replicó.
—Algo viene... Creo que lo mejor que podemos hacer es volver a la nave.

La galaxia había girado varias veces en torno a su eje desde que, por primera
vez, la conciencia llegó a Vanamonde. Podía recordar muy pocos de esos
primeros eottes y de las personas que lo habían cuidado... pero sí recordaba,
todavía, su desolación cuando todos se fueron y lo dejaron solo entre las
estrellas. A lo largo de eras y eras astronómicas había ido de un sol a otro,
desarrollando y aumentando lentamente sus poderes. A veces soñaba que había
vuelto a encontrar a aquellos que lo atendieron en su nacimiento, a sus
creadores, pero el sueño se desvanecía aunque realmente no moría nunca del
todo, para repetirse periódicamente.
En innumerables mundos había encontrado las ruinas que la vida deja tras
sí, pero sólo en una ocasión había hallado inteligencia viva... y en esa ocasión
había huido, lleno de terror, del Sol Negro. No obstante, sabía que el Universo
era muy grande y la búsqueda apenas si habla comenzado.
Muy lejos, aunque dentro del espacio y el tiempo, una gran explosión de
poder, provinente del corazón de la galaxia, se dirigía a Vanamonde
atravesando años y años de luz. Era algo totalmente distinto a las radiaciones
de las estrellas y había hecho acto de presencia en el campo de su conciencia tan
repentina y velozmente como un meteorito atraviesa un cielo sin nubes. Se
movía hacia él, en el momento último de su existencia, deslizándose del modo
como conocía la muerte: con el modelo incambiable del pasado.
Conocía ese lugar desde el que le llegaba aquella fuerza porque había estado
allí anteriormente. Era, todavía, un ser sin vida, pero ya poseía inteligencia. La
larga sombra metálica que descansaba sobre el anfiteatro era algo que no podía
comprender y le resultaba tan extraña como la mayor parte de las cosas del
mundo físico. En torno suyo aún brillaba el aura de poder que le había
impulsado a través del Universo, pero eso carecía de interés para él.
Cuidadosamente y al mismo tiempo, con el delicado sistema nervioso de un
animal salvaje, su mente se dirigió hacia las dos mentes que había descubierto.
Y comprendió que su búsqueda había terminado.
16. Dos encuentros

¡QUÉ INCREÍBLE, IMPENSABLE, MEDITÓ RORDEN, le hubiera parecido este


encuentro sólo unos cuantos días antes! Aun cuando, desde un punto de vista que
podríamos llamar técnico, no se hallaba del todo libre de malentendidos, su
presencia era tan obviamente esencial que nadie se había atrevido a sugerir su
exclusión. Los seis visitantes de Lys estaban sentados frente al Consejo,
flanqueados a ambos lados por los miembros opcionales de la reunión, entre los
que él se contaba.
No cabía la menor duda de que Alvin había tenido razón y el Consejo se iba
dando cuenta, lentamente, de la desagradable verdad. Los delegados de Lys
podían pensar al menos dos veces más rápidamente que los más finos cerebros
de Diaspar. Y ésta no era la única ventaja, sino que mostraban también un
extraordinario grado de coordinación, que Rorden creyó se debía a sus poderes
telepáticos. Se preguntó si estarían leyendo lo que pasaba por las mentes de los
Consejeros de Diaspar, pero se convenció de que no romperían la promesa
solemne de no hacerlo, sin la cual esa reunión hubiera sido imposible.
Rorden no pensó que se hubiera adelantado mucho y, en realidad, estaba
convencido de que no había mucho que conseguir. Alvin se había marchado al
espacio y nada podía alterar esa realidad. El Consejo, que no había aceptado por
completo la postura de Lys, parecía seguir siendo incapaz de entender lo que
sucedía. Pero estaba claramente asustado y lo mismo les ocurría a los visitantes.
Realmente Rorden no lo estaba tanto como había esperado. Sus terrores seguían
presentes, pero se había enfrentado a ellos. La falta de consideración de Alvin —
¿o era su valor? — había cambiado su punto de vista y le abrió nuevos horizontes.
La pregunta del Presidente le cogió de imprevisto pero supo recobrarse de
inmediato.
—Pienso —dijo— que sólo se ha debido a la casualidad que esta situación
desagradable no se produjera antes. No podíamos hacer nada para detener el
curso de los acontecimientos que tenían que llevar a este desenlace.
Todos sabían que al decir «acontecimientos», Rorden se estaba refiriendo a
Alvin, pero no hubo ningún comentario.
—Resulta fútil querer disculparse con los errores del pasado — añadió
Rorden—, pues tanto Diaspar como Lys los han tenido. Cuando Alvin regrese
nada podrá prevenir que abandone la Tierra de nuevo si lo desea... ¡Y lo consigue!
Por mi parte no creo que nadie pueda oponerse a su deseo, pues es muy posible
que para entonces, haya aprendido muchas cosas. Y lo que es más, si ocurre lo
que ustedes temen, no podrá hacerse nada para evitar la tragedia. La Tierra está
totalmente indefensa... como lo lleva estando desde hace millones de siglos.
Rorden hizo una pausa y contempló a los miembros del Consejo. Sus palabras
no habían gustado a nadie y ya sabía que ocurriría así.
—Sin embargo, yo no veo la razón para que se sientan tan alarmados. La Tierra
no está en mayor peligro de lo que estuvo antes. ¿Por qué razón dos simples
muchachos en un pequeño navio espacial atraerán de nuevo, sobre nosotros, la
cólera de los Invasores? Si somos honrados con nosotros mismos, hemos de
reconocer que, si lo desearan así, los Invasores nos habrían destruido ya hace
muchos milenios.
Se hizo un nervioso silencio. Su idea era pura herejía, pero Rorden vio con
interés que dos de los visitantes parecían aprobar sus palabras.
El Presidente lo interrumpió con el ceño fruncido y un aire de intensa
preocupación.
—¿No es una verdad histórica que los Invasores no destruyeron a la Tierra sólo
a condición de que el hombre no volviera al espacio? ¿Y no hemos roto esa
promesa?
—Yo también creía hasta hace poco que eso era una verdad histórica —dijo
Rorden—. Pero lo cierto es que hemos aceptado por ciertas muchas cosas sin
pararnos a comprobar su veracidad. Pero mis aparatos y máquinas archivadores
no saben nada de leyendas, sólo conocen la verdad y en ellas no hay indicio alguno
de que se hubiera llegado a un tal compromiso o acuerdo. Estoy convencido de
que algo tan importante hubiera sido registrado y conservado permanentemente
como lo han sido muchas otras cosas menos importantes.
Rorden pensó con una disimulada sonrisa que Alvin se hubiera sentido
orgulloso de él en esos momentos, de haberlo podido oír. Le resultaba extraño,
en cierto modo, verse a sí mismo defendiendo las ideas del muchacho y,
posiblemente, si Alvin hubiera estado allí las estaría atacando. Al menos uno de
sus sueños se había hecho realidad: las relaciones entre Lys y Diaspar seguían
siendo inestables todavía, pero al menos habían comenzado y parecían ir por
buen camino.
Se preguntó, seguidamente, dónde estaría Alvin en aquellos momentos.

Alvin no había visto ni oído nada pero no se detuvo a discutir con su amigo.
Sólo cuando la escotilla de entrada de la nave estuvo cerrada se volvió a él.
—¿Qué es lo que pasa? — le preguntó con la respiración agitada por la carrera.
—No lo sé. Algo terrorífico. Creo que aún nos está vigilando.
—¿Nos vamos?
—No, Al principio me asusté, pero ahora pienso que no intenta hacernos daño
alguno. Parece simplemente... interesado.
Alvin iba a responder cuando se sintió invadido por una sensación que no se
parecía en nada a ninguna otra sentida anteriormente. Le pareció que su cuerpo
era invadido por un ardor, cálido y pegajoso, que se extendiera por todo él. Esa
sensación duró sólo unos cuantos segundos pero cuando pasó ya no seguía siendo
totalmente Alvin de Loronei. Algo estaba compartiendo su cerebro, cubriéndolo
como un círculo puede cubrir a otro, superponiéndose a él. Tuvo conciencia,
también, de la mente de Theon, enfrascada igualmente en la lucha contra aquello
que había descendido sobre ellos. La sensación era extraña más que desagradable
y le dio a Alvin su primer conocimiento directo de la telepatía auténtica, un poder
que su raza había degenerado hasta tal punto que sólo podía ser utilizado, en la
actualidad, por las máquinas controladoras.
Alvin se había rebelado de inmediato cuando Seranis trató de dominar su
mente, pero ahora no podía luchar contra esa intrusión en su cerebro. Sabía de
sobra que resultaría totalmente inútil y que esa inteligencia, fuera lo que fuera,
no venía en plan de enemigo. Así que se relajó completamente, aceptando, sin
resistencia, el hecho de que una inteligencia infinitamente mayor que la suya
estaba explorando su mente. Pero en esto no estaba completamente en lo cierto.
Vanamonde se dio cuenta de inmediato que, de aquellas dos mentes, una era
más accesible y simpática que la otra. Sabía que ambas estaban sorprendidas por
su presencia y esto a su vez le sorprendió mucho. Resultaba duro de creer que
pudieran olvidar. El olvido, como la muerte, eran cosas que escapaban a la
comprensión de Vanamonde.
La comunicación resultó difícil. Muchos de los pensamientos— imágenes de
sus mentes eran tan extraños que casi no podía reconocerlos. Estaban intrigados
e incluso un poco asustados, debido a la marca del terror recurrente ancestral de
los Invasores. La situación de aquellas dos mentes le recordó a Vanamonde sus
propias emociones cuando, por vez primera, el Sol Negro entró en su campo de
conocimiento.
Pero estas dos mentes no sabían nada del Sol Negro y estaban comenzando a
formar en sus mentes sus propias preguntas:
- ¿Qué es usted?
Les dio la única respuesta que le resultaba posible:
- Soy Vanamonde.
Se produjo una pausa (¡cuánto tiempo tardaban en formarse sus
pensamientos!) y la pregunta fue hecha de nuevo. No lo habían entendido, lo que
resultaba extraño pues desde luego estaba convencido de que su especie le había
dado aquel nombre para ser reconocido por él y se encontraba entre sus recuerdos
natales. Esos recuerdos eran muy escasos y comenzaban en un simple punto del
tiempo, pero eran claros como el cristal.
De nuevo los débiles pensamientos llegaron a su conciencia en forma de
preguntas.
—¿Dónde están «Los Grandes»? ¿Es usted uno de ellos? No lo sabía. No podían
creerlo apenas y en su desilusión se hizo más palpable el abismo que separaba a
aquellas mentes de la suya. Pero eran pacientes y él se sentía dichoso tratando de
ayudarles, pues su búsqueda era la misma que la suya y le habían dado la única y
primera compañía que había conocido.
En toda su vida Alvin no creía volver a sentir la extraña sensación que le causó
la experiencia de aquella conversación silenciosa. Le resultaba difícil admitir que
era apenas un espectador pues no quería reconocer, ni siquiera a solas consigo
mismo, que la mente de Theon era más poderosa que la suya propia. Pero
ciertamente lo único que podía hacer era esperar y admirarse por el torrente de
pensamientos, que se hallaban por encima del limite de su comprensión y
entendimiento, que se cruzaban entre ese «algo» desconocido y la mente
telepática de su amigo.
Theon, un tanto pálido y excitado, rompió de pronto el contacto telepático y se
volvió a su amigo.
—Alvin, hay algo extraño en todo esto que no acabo de
comprender —dijo.
La afirmación de su amigo colaboró en devolver a Alvin algo de su autoestima
y su rostro debió expresar ese alivio, pues Theon de repente soltó una carcajada
no desprovista de simpatía y comprensión.
—No puedo descubrir lo que sea «éste», o «esto», Vanamonde — se lamentó—
. Se trata de una criatura de tremenda sabiduría pero parece tener poca
inteligencia. Desde luego cabe la posibilidad —continuó— de que su mente sea de
un orden de inteligencia distinto y por eso no puedo entenderla... pero no se por
qué, ésta no me parece la verdadera explicación.
—Y bien, ¿has aprendido algo de él? —le preguntó Alvin con cierta
impaciencia—. ¿Sabe algo sobre el lugar en que nos encontramos?
La mente de Theon parecía todavía lejos de allí.
—Esta ciudad fue construida por varias razas, incluyendo la nuestra —dijo con
tono ausente—. Vanamonde me puede dar datos como éste pero parece no
comprender su significado. Tengo la impresión de que tiene conciencia del
pasado sin la capacidad de interpretarlo. Todas las cosas que han sucedido en
cualquier lugar y tiempo parecen mezclarse, amalgamadas, en su mente. Las sabe
pero no las entiende.
Durante un momento guardó un silencio reflexivo. Seguidamente su rostro se
iluminó.
—Sólo hay una cosa que podemos hacer, y debemos hacerlo de un modo u otro.
Llevarnos a Vanamonde a la Tierra para que nuestros filósofos puedan estudiarlo.
—¿No será peligroso?
—No — le respondió Theon pensando lo poco típico de Alvin que era una
observación como ésa —. Vanamonde es un ser amistoso. Más aún: me parece
que siente afecto por nosotros.
De repente un claro pensamiento, que se había venido formando lentamente
al borde de su conciencia, penetró en la mente de Alvin. Recordó a Krif y los
pequeños animales que Theon poseía y que siempre se le estaban escapando,
causando el enojo de Seranis («No volverá a pasar, madre...»). Y recordó,
también, ¡qué lejano estaba ya todo aquello!, el objetivo zoológico que había
servido de motivo para su excursión a Shalmirane.
Theon, en aquella mente nueva y desconocida, creía haber hallado un nuevo
animalito doméstico en él que poner su afecto y con el que poder jugar.
17. EL Sol Negro

A MEDIODÍA ATERRIZARON EN LA PRADERA DE AIRLEE sin el menor temor


ni preocupación. Alvin se preguntó si alguna otra vez, a lo largo de toda la
Historia, un navío espacial había vuelto a la Tierra trayendo una carga tan
especial... si, como parecía, Vanamonde, venía dentro del espacio físico del
aparato. No había habido rastro de él durante el viaje: Theon creía, y sus
conocimientos sobre el asunto eran más directos que los de Alvin, que debía
admitirse que sólo la esfera de atención de Vanamonde tenía alguna locación en
el espacio físico.
Dejaron la astronave y las puertas se cerraron suavemente tras ellos. Un leve
viento agitó sus ropas. Inmediatamente después la máquina era sólo una flecha
de plata surcando el cielo, de regreso al mundo al cual pertenecía y donde
permanecería hasta que Alvin volviera a necesitarla de nuevo.
Seranis los estaba esperando, cosa que Theon sabía y Alvin había esperado. Se
quedó mirando a los muchachos en silenció durante un momento y,
seguidamente, se volvió hacia Alvin.
—Nos estás complicando un poco la vida, ¿no te parece? — le dijo.
No había enfado ni rencor en sus palabras, sólo una especie de humorística
resignación e incluso un tanto de aprobación indirecta.
Alvin entendió el significado de sus palabras de inmediato.
—¿Quiere eso decir que Vanamonde ha llegado? —preguntó Alvin aunque ya
conocía la respuesta.
—Sí, hace horas. Desde este amanecer hasta ahora hemos aprendido más de
historia que en todos los millones de años de existencia de nuestro pueblo.
Alvin se la quedó mirando con cierta extrañeza. Pero pronto comprendió: no
era difícil de imaginar el impacto que Vanamonde debió haber causado entre ese
pueblo con sus poderosas dotes de percepción y su maravillosa capacidad de
comunicación intermental. Habían reaccionado con sorprendente rapidez y Alvin
se imaginó a Vanamonde tal vez un poco asustado rodeado psíquicamente por los
mejores y más poderosos intelectos de Lys.
—¿Han descubierto ustedes lo qué es?
—Sí, eso no presentó la menor dificultad, aunque aún no sabemos su origen.
Es pura mente y sus conocimientos parecen ilimitados. Pero está en plena niñez.
Sí, podéis tomar estas palabras literalmente.
—¡Naturalmente! — exclamó Theon —. ¡Debí suponerlo de inmediato!
Alvin se lo quedó mirando extrañado y ello provocó en Seranis un gesto de
compasión ante la falta de comprensión del muchacho.
—Quiero decir que, aunque Vanamonde posee una mente colosal, tal vez
infinita, todavía está inmaduro y sin desarrollar. Su inteligencia actual es menor
a la de un ser humano adulto normal — dijo Seranis un tanto a disgusto, como el
maestro que repite una lección, facilísima que supone que sus discípulos deberían
saber perfectamente—. Sin embargo, su proceso de pensamiento es mucho más
rápido y aprende con gran velocidad. Posee, además, algunos poderes que no
conocemos todavía. Todo el pasado parece ser como un libro abierto en su mente,
que obra de un modo que resulta dificilísimo de describir. Debe haber utilizado
esa habilidad para seguir vuestra ruta por el espacio de regreso a la Tierra.
Alvin se quedó silencioso y en esta ocasión un tanto sobrecogido. Se dio cuenta
de lo acertada que había sido la idea de Theon de traerse a Vanamonde a Lys.
Comprendió lo feliz que debía sentirse el muchacho al haber logrado imponerse
a su madre; eso era algo que no ocurriría dos veces en su vida.
—¿Quiere decir —preguntó— que Vanamonde acaba de nacer justamente
ahora?
—Sí, considerando ese «ahora» dentro de sus niveles de desarrollo y evolución.
Su edad actual, real, es muy grande aunque, al parecer, menor que la del Hombre.
Lo extraordinario del asunto es que insiste en que nosotros lo hemos creado. No
hay la menor duda de que sus orígenes constituyen uno de los mayores misterios
del pasado.
—¿Qué ocurre ahora con Vanamonde? — preguntó Theon con voz un tanto
posesiva, como quien pregunta por algo que le pertenece personalmente.
—Está siendo interrogado por los historiadores de Grevarn, quienes tratan de
reconstruir el mapa de los acontecimientos más importantes del pasado, pero
indudablemente ese trabajo Será cuestión de años. Vanamonde puede
describirnos el pasado con todo detalle, pero dado que no comprende lo que ve,
resulta muy difícil trabajar con él.
Alvin se preguntó cómo era posible que Seranis supiera todo eso. Pero,
seguidamente, pensó que todas las mentes despiertas de Lys debían estar en esos
momentos siguiendo los progresos de la gran investigación.
—Rorden debería estar aquí — dijo Alvin como quien llega de repente a una
firme decisión—. Iré a Diaspar para traerlo conmigo.
Se quedó pensativo durante un momento y añadió:
—Y también a Jeserac.
Rorden nunca había 'conocido un torbellino, pero si alguno lo hubiera cogido
en su vórtice, la experiencia le hubiera resultado perfectamente familiar. Había
momentos en que su sentido de la realidad dejaba de funcionar y sentía como si
todo lo que le estaba sucediendo fuese un sueño. Esa sensación lo anegaba. Así se
sentía en esos momentos.
Cerró los ojos y trató de recordar mentalmente la habitación familiar de
Diaspar que antaño formara parte integrante de su personalidad y una barrera
contra el mundo externo. Se preguntó cómo hubiera reaccionado, qué hubiese
pensado, si la primera vez que se encontró con Alvin hubiera podido ver el futuro
y conocer las consecuencias de aquel encuentro. No lo sabía pero sí estaba seguro
de una cosa: que ahora no se volvería atrás por nada de este mundo.
El barco se movía lentamente por el lago con un débil balanceo que "Rorden
encontró realmente agradable. No podía imaginarse la razón por la cual habían
decidido construir la ciudad de Grevarn en una isla. Le parecía una ubicación
sumamente inconveniente. Ciertamente que las casas coloreadas, que parecían
flotar ancladas sobre las débiles olas, componían una escena de una belleza tan
grande como irreal. Todo eso estaba muy bien, pensó Rorden, pero uno no puede
pasarse toda la vida contemplando un bello paisaje. Y recordó que eso,
precisamente, era lo que hacían muchos de esos individuos excéntricos de Lys.
Pero excéntricos o no, lo cierto era que poseían mentes merecedoras de
respeto. Para él los pensamientos y las ideas de Vanamonde eran tan carentes de
significado como si estuviera oyendo miles de voces que gritaran al mismo tiempo
en una caverna enorme y plena de ecos. Pero los hombres de Lys podían separar
esas voces, registrarlas para analizarlas a su gusto. Ya la estructura del pasado,
que pareció anteriormente perdida para siempre, se estaba convirtienao en algo
débilmente visible. Y lo que averiguaban resultaba tan extraño e inesperado que
parecía no tener nada que ver con la historia que Rorden había conocido y en la
que había creído.
Dentro de unos meses presentaría su primer informe en Diaspar. Aunque aún
no estaba ponvencido de cuál sería su contenido, sabía que acabaría para siempre
con el estéril aislamiento de su raza. Las barreras entre Lys y Diaspar
desaparecerían cuando el origen común de ambos pueblos fuese conocido y
comprendido y la unión, o reunión, de ambas culturas daría como resultado un
fortalecimiento de ambas, que se desarrollaría a lo largo de las futuras edades. Y
eso que parecía tan importante, no era más que uno de los más insignificantes
productos colaterales, secundarios, de la gran investigación que en esos
momentos se estaba desarrollando. Si lo que Vanamonde había dejado entrever
era cierto, como parecía lógico suponer, el horizonte del hombre muy pronto no
sólo abarcaría la Tierra sino que se extendería a las estrellas e incluso saldría fuera
de las galaxias. Pero todavía era pronto para pensar en cuáles podían ser los
límites, o la falta de límites, de ese nuevo horizonte que se abría a la raza humana.
Calitrax, el jefe de los historiadores de Lys, lo recibió en el pequeño
desembarcadero. Era un hombre alto, ligeramente encorvado, y Rorden se
preguntó cómo era posible que, sin la ayuda de su máquina, del Maestro
Asociador, hubiera logrado aprender tantas cosas en una vida tan corta. No se le
ocurrió pensar que la ausencia de tales aparatos era precisamente la razón de la
gran memoria que había hallado en los hombres de Grevarn.
Caminaron juntos a orillas de los numerosos e intrincados canales que hacían
la vida en la ciudad tan azarosa para los forasteros. Calitrax parecía un poco
preocupado y Rorden comprendió que una parte de su mente seguía todavía
ocupada con los pensamientos de Vanamonde.
—¿Ha puesto ya en marcha su proceso de fijación de fechas? — le preguntó
Rorden que se consideró un tanto olvidado y menospreciado.
Calitrax recordó sus deberes de anfitrión y rompió el contacto mental con
Vanamonde con claro disgusto.
—Sí —le explicó—. Debe trátarse de un método astronómico. Estamos
convencidos de que las fechas que nos da Vanamonde son justas con un margen
máximo de error de diez mil años incluso en los tiempos de la Era del Alborear.
Creo que podríamos afinar más ese margen de error y reducirlo mucho, pero aun
así resulta más que adecuado para situar las principales épocas de nuestra
historia.
—¿Y qué hay de los Invasores? ¿Ha logrado Benson localizarlos en el tiempo?
— le preguntó.
—No; lo intentó una vez pero sin resultado. De momento resulta de todo punto
inútil buscar ningún período aislado. Lo que estamos haciendo es retroceder al
comienzo de la historia y después dividirla en secciones a intervalos regulares. Y
así iremos avanzando hasta llenar esos períodos con los necesarios detalles. ¡Qué
distinto sería todo si Vanamonde pudiera comprender lo que ve del pasado! Pero
como le falta la capacidad de selección, de comprensión, nos vemos obligados a
trabajar dentro de una enorme masa de material ir relevan te hasta separar de él
algunas cosas importantes para nuestro propósito.
—Me pregunto qué pensará Vanamonde de todo este asunto. Debe parecerle
algo sumamente extraño — aventuró Rorden.
—Sí, creo que así debe ser. Pero es una criatura muy dócil y amistosa y me
parece que se siente feliz, si es que puede usarse esta palabra, aplicada a él. Theon,
desde luego, lo cree así y parece que entre él y Vanamonde existe una curiosa
afinidad afectiva. ¡Ah, aquí llega Benson con los diez últimos millones de años de
historia! Le dejo en sus manos.
La Cámara del Consejo había cambiado bien poco desde que Alvin estuvo allí
por última vez y el equipo de proyección y comunicación era tan conspicuo que
fácilmente podía pasar inadvertido. Había dos sillas vacías a lo largo de la gran
mesa: una de ellas, según sabía, era la de Jeserac. Pero aunque Jeserac estaba en
Lys, estaría presenciando la reunión como seguramente lo estaría haciendo todo
el mundo.
Si Rorden recordó su última presencia en aquel lugar, se guardó bien de
mencionarlo. Pero no cabía duda de que los Consejeros sí que lo recordaban,
como Alvin pudo apreciar por las miradas ambiguas que se fijaron en él a su
llegada. Se preguntó qué estarían pensando cuando oyeron la historia que les fue
relatada por Rorden. El presente, en sólo unos meses, había cambiado lo
inimaginable... Y sabían bien que estaban a punto de tener que despedirse del
pasado.
Rorden comenzó a hablar. Los grandes caminos móviles de Diaspar debían
hallarse vacíos de tráfico: toda la ciudad debía estar guarecida en sus moradas de
un modo como jamás antes, con una sola excepción, Alvin había visto en su vida.
La ciudad esperaba, esperaba que el velo del pasado les fuera levantado de nuevo
— si Calitrax tenía razón — mostrándoles la historia de más de mil quinientos
millones de años.
Brevemente Rorden mencionó la historia ya aceptada de la raza, una historia
que Lys y Diaspar siempre aceptaron sin la menor duda. Se refirió a los pueblos
desconocidos de la Civilización del Alborear, que no habían dejado tras sí más
que un puñado de grandes nombres y las desdibujadas leyendas del Imperio. Ya
al principio, así decía la historia, el hombre deseó conquistar las estrellas y, por
fin, había logrado alcanzarlas. Durante millones de años se había extendido por
la Galaxia, conquistando sistemas solares unos tras otros. Después, desde los
bordes más lejanos del Universo, los Invasores los habían atacado y los arrojaron,
derrotados, de todos los lugares por ellos conquistados.
La retirada del resto del Sistema Solar había sido la más amarga y debió durar
muchas eras geológicas. Apenas si pudieron salvar la Tierra gracias a las fabulosas
batallas que tuvieron lugar en Shalmirane y sus alrededores. Cuando todo eso
quedó atrás, el hombre quedó solo con sus recuerdos de pasadas grandezas y
confinado al mundo que lo había visto nacer.
Rorden hizo una pausa y sus ojos recorrieron la Cámara para detenerse
durante un breve instante en los de Alvin.
—Bien, éstas son las leyendas que venimos creyendo desde que comenzaron
nuestros registros y archivos. Ahora no tengo más remedio que decirles que son
falsas... falsas en todos sus detalles... tan falsas que ni siquiera ahora hemos
podido reconciliarlas con la verdad.
£speró un instante para que el pleno significado de sus palabras llegara al
fondo de la comprensión de los que lo escuchaban. Luego, continuó hablando en
voz lenta, meditando cada una de sus palabras, pero transcurridos los primeros
minutos dejó de consultar sus notas y transmitió a la ciudad el conocimiento que
habían obtenido de la mente inmensa de Vanamonde.
No, no era cierto que el hombre hubiera alcanzado las estrellas. El total de su
pequeño imperio no había sobrepasado jamás la órbita de Perséfone, pues el
espacio interestelar resultó ser una barrera que el hombre no pudo superar. La
entera civilización de la raza humana se concentró en torno al sol y era todavía
muy joven cuando... ¡fueron las estrellas quienes llegaron a ella!
El impacto debió ser terrible. Pese a sus fracasos, el hombre jamás había
llegado a dudar de que un día estaría en condiciones de conquistar los espacios
más profundos y remotos. Estaba convencido de que era posible que el Universo
contuviera seres iguales a él, pero en ningún caso seres superiores. Ahora sabía
que ambas creencias habían sido igualmente falsas y que en lejanas estrellas y
galaxias había mentes mucho más inteligentes y grandes que la mente humana.
Durante muchos siglos en las naves espaciales de otras razas y más tarde en
aparatos construidos por el hombre, pero gracias al conocimiento y sabiduría
prestados de otras razas, el hombre había explorado su Galaxia. Por todas partes
encontró culturas que podía comprender, pero con las cuales no estaba en
condiciones de competir y en alguna que otra parte encontró mentes que estaban
muy por encima de su comprensión.
El impacto, como había dicho, fue tremendo, pero sirvió para conocer las
limitaciones de la raza. Entristecido, pero infinitamente más sabio, el hombre,
regresó al sistema solar para tratar de seguir explorando y adelantando los
conocimientos que había adquirido. Estaba dispuesto a aceptar el desafío y,
lentamente, fue desarrollando un plan que le ofrecía esperanzas para el futuro.
En esos días las ciencias físicas habían ocupado el mayor interés del hombre.
Pero a partir de entonces se volvió con mayor devoción y coraje a las ciencias
genéricas y al estudio de la mente. Costara lo que costara, el hombre estaba
dispuesto a desarrollarse con la mayor rapidez posible hasta el límite extremo de
su evolución.
El gran experimento consumió todas las energías de la raza durante millones
de años. Todos los esfuerzos, todos los sacrificios y trabajos se concentraron en
sólo unas cuantas palabras en el relato de Rorden. Habían llevado al hombre a
sus mayores victorias. Había logrado vencer totalmente las enfermedades. Había
conseguido vivir eternamente si así lo deseaba, y al conseguir el dominio de la
telepatía se había hecho con la más sutil de todas las fuerzas de su voluntad.
Conseguido eso, se consideró en condiciones de lanzarse de nuevo a la
conquista del imperio, explorando los extremos más remotos de los grandes
espacios de la Galaxia. Se encontraría de igual a igual con las razas de otros
mundos que antaño los despreciaron. Y jugaría su gran papel en todo su
inmarcesible potencia dentro de la historia del Universo.
Y el hombre realizó todas esas cosas. A partir de esa Era, tal vez la más larga
en toda la historia, procedían las leyendas del Imperio. Había, sido un imperio de
muchas razas, pero eso fue olvidado debido a la conmoción causada por la
tragedia, el drama tremendo en el que todo aquello había encontrado su fin.
El Imperio duró al menos un billón de años. Debió conocer
mucha» crisis, tal vez incluso guerras, pero todo eso fue barrido en la natural
evolución hacia la madurez.
—Debemos sentirnos orgullosos — continuó Rorden — de la parte que nuestros
antepasados desempeñaron en su historia, incluso después de que hubieron
alcanzado su nivel cultural, no perdieron ninguna de sus iniciativas. Ahora
estamos tratando con conjeturas más que con hechos comprobados, pero parece
cierto que los experimentos que llevaron a la caída del Imperio como aquellos que
coronaron su gloria, estuvieron inspirados directamente por el hombre.
»La filosofía que subrayaba esos experimentos parecía ser ésta; el contacto con
otras especies le había mostrado al hom— bre hasta qué punto la visión que una
raza tiene del mundo depende de su cuerpo físico y de los órganos de sus sentidos.
De esto se deducía que una imagen cierta del Universo sólo puede conseguirse —
si es que resulta posible en algún caso — por una mente que esté libre de tales
limitaciones... es decir, una mente pura. Esta idea fue compartida por la mayor
parte de las antiguas religiones y muchos la consideraban como el objetivo
principal de la evolución.
«Debido en gran parte a las experiencias conseguidas por su propia generación
—siguió su explicación el Archivero Mayor— el hombre sugirió la necesidad de
crear algunos de esos seres y se lanzó al intento. Fue el mayor desafío lanzado
jamás a la inteligencia del Universo y, después de siglos y siglos de debate, fue
aceptado. Todas las razas que poblaban la Galaxia se lanzaron de lleno al logro de
su cumplimiento.
«Medio millón de años separaron el sueño de su realización. Muchas
civilizaciones se alzaron y cayeron una y otra vez, pero jamás se olvidó ese objetivo
común. Un día conoceremos el resultado de este esfuerzo, el mayor y más
sostenido de la historia. Hoy sólo sabemos que su fin fue un desastre que casi
acabó por dejar a la Galaxia entera convertida en un campo de ruinas.
«La mente de Vanamonde se niega a penetrar en esc período. Hay una estrecha
franja de tiempo que le está bloqueada pero, según creemos, eso es sólo a causa
de sus propios temores. En su comienzo nos encontramos al Imperio en la
cumbre de su gloria, entusiasmado por la expectación del esperado éxito.
Al final del período vedado a Vanamonde, sólo poco» miie» de año» más tarde,
el Imperio te derrumba. Sobre la Galaxia pende un telón de terrores, un miedo
que va unido al nombre de «Mente Loca». Lo que debió ocurrir en ese período no
es difícil de suponer. La mentalidad pura había sido creada pero o bien fue una
mente insana o, como parece más probable por otras fuentes, era una mente con
un odio implacable contra la materia. Durante siglos fue asolando el Universo
hasta que llegó a ser controlada por fuerzas que no podemos llegar a suponer.
Cualquiera que fuese el arma utilizada por el Imperio, tu poder dependía de los
recursos de las estrellas. Del recuerdo del conflicto surge la fuente parcial, aunque
no total, de 1a leyenda de los Invasores. Pero, con relación a ese tema, aún me
quedan algunas cosas que decir.
Rorden continuó casi sin pausa:
—La «Mente Loca» no podía ser destruida puesto que era inmortal. Fue, pues,
enviada a uno de los extremos más remotos de la Galaxia y, allí, fue aprisionada
por métodos y medios que desde luego no estamos en condiciones de entender en
absoluto. Su prisión fue una estrella artificial conocida como «El Sol Negro». Y es
allí donde sigue todavía. Cuando el Sol Negro muera, la «Mente Loca» volverá a
verse libre. Lo que no estoy en condiciones de decir es a qué distancia de nosotros,
en el tiempo, se encuentra ese terrible futuro.
18. El Renacimiento

ALVIN DIRIGIÓ UNA RÁPIDA MIRADA EN TORNO A LA GRAN HABITACIÓN


sobre la que se había hecho un absoluto silencio. Los consejeros, en su mayor
parte, permanecieron rígidos en sus sillas, contemplando a Rorden con una
inmovilidad que parecía de trance, incluso para Alvin, que ya conocía algunos
fragmentos de la historia relatada por Rorden, las palabras de éste conservaron
la excitación de un nuevo drama que se oye por vez primera. Sobre lo6 consejeros,
el impacto ocasionado por las revelaciones del Archivero Mayor debió ser
agobiador.
Rorden volvió a hablar con su mismo tono tranquilo y la voz reposada con que
relató la historia de los últimos días del Imperio. Ésa fue la Era, decidió Alvin, en
la que le hubiera gustado vivir. Una Era plena de aventuras, soberbia en su valor
y en su ambición de saber y conquista, con un valor capaz de trocar en victoria la
más amenazadora y terrible de las derrotas.
—Aun cuando la Galaxia había sido arruinada por la «Mente Loca», los
recursos del Imperio seguían siendo enormes y su espíritu continuaba sin
doblegarse. Con un valor del que sólo podemos maravillarnos, se reanudó el gran
experimento y la búsqueda del flagelo que había traído aquella catástrofe.
Naturalmente hubo timoratos que se opusieron al trabajo y predijeron nuevos
desastres pero éstos pocos fueron arrollados. El proyecto siguió adelante y en esta
ocasión, se convirtió en un éxito.
»Así — continuaba el relato de Rorden — nació una nueva raza con un intelecto
potencial que ni siquiera podía ser medido. Pero se trataba de una raza
completamente infantil. No sa—. bemos si sus creadores esperaban una cosa así,
pero lo más probable es que supieran que resultaba de todo punto inevitable.
Tendrían que pasar millones y millones de años antes de que esa raza nueva
consiguiera su madurez, pero eso era una consecuencia lógica imposible de
esquivar. Nada podía hacerse para dar mayor rapidez al proceso. Vanamonde fue
la primera de esas mentes. Debe haber otras en otras partes de la Galaxia, pero
sabemos que si es así, su número debe ser escaso, puesto que Vanamonde jamás
encontró a ninguno de sus «hermanos»,-»La creación de la mentalidad pura fue
el mayor logro de la civilización galáxica y en ella el hombre tuvo el papel más
importante y quizá hasta dominante. No he querido hacer ninguna referencia
directa a la Tierra puesto que su historia es demasiado estrecha para resaltarla
dentro del gigantesco mosaico de la Historia del Universo. Dado que nuestro
planeta siempre fue privado de sus espíritus más aventureros, se volvió
conservador y, al final, la Tierra se opuso a los científicos que crearon a
Vanamonde. Ciertamente nuestro planeta no desempeñó ningún papel en la
última parte del acto final.
»Pero la misión del Imperio estaba cumplida. Los hombres de esa Era alzaron
la vista a las estrellas, a las que habían asolado en los momentos de desesperado
peligro y tomaron la decisión que podía esperarse: dejar el Universo a
Vanamonde.
»La elección no fue difícil puesto que el Imperio acababa de tener sus primeros
contactos con una civilización muy avanzada y extraña al otro lado de la curva del
Cosmos. Esa civilización, si los indicios que tenemos son correctos, se había
desarrollado dentro del plano puramente físico mucho más de lo que podría
creerse posible. Al parecer hay más de una solución para el logro de la inteligencia
suprema. Claro está que esto es sólo una suposición. Todo lo que sabemos de
cierto es que nuestros ancestros y sus otras razas con las que compartían el
Imperio, en un corto período de tiempo recorrieron un camino que no podemos
seguir. Los pensamientos de Vanamonde parecen bloqueados, limitados al
ámbito de la Galaxia, pero a través de su mente hemos observado el comienzo de
la gran aventura...

Convertida en un espejismo de su antigua gloria, ¡a rueda girante de la


Galaxia colgaba de la nada... A todo lo largo y lo ancho de su gran inmensidad
estaba el vacío de los grandes desgarrones causados por la «Mente Loca»,
heridas que debían ser llenadas en años venideros por astros caídos, pero que
nunca devolverían a la Galaxia su esplendor perdido.
El hombre decid.ió abandonar su Universo y pronto no sólo el hombre sino
los millares de otras razas inteligentes que habían colaborado con él en la
creación del Imperio abandonaron sus respectivos mundos. Se congregaron
juntas en uno de los extremos de la Galaxia, con toda la inmensidad más
espesamente poblada de estrellas entre ellos y el objetivo que no llegarán a
alcanzar durante Eras y Eras geológicas.
La larga línea de fuego cruzó el Universo, como rebotando de una estrella a
otra. En un solo momento de tiempo murieron un millar de soles alimentando
con sus energías la forma opaca y monstruosa que había girado en torno al eje
de la Galaxia y que retrocede hacia los abismos cósmicos...

—El Imperio, pues —continuó Rorden — abandonó entonces el Universo para


buscar su destino en otra parte cualquiera. Cuando su$ herederos, las
mentalidades puras, hayan logrado su

completa madurez, volverá... Eso es lo que creemos. Pero ese día debe estar
aún muy lejano.
»A rasgos generales — añadió Rorden — ésta es la historia de la civilización de
nuestra Galaxia. Nuestra historia propia, que creemos tan importante, no es más
que un acontecimiento tardío que hasta el momento no hemos examinado en
detalle. Parece ser, sin embargo, que algunas de las razas más viejas y menos
aventureras se negaron a abandonar sus países. Entre ellos se cuentan nuestros
antepasados directos. Varias de esas razas entraron en un período de decadencia
y se extinguieron. Nuestro mundo apenas si escapó a ese mismo desastre. En los
Siglos de la Transición —que realmente duraron millones de años — los
conocimientos del pasado fueron perdidos o, deliberadamente, destruidos. Esto
último parece ser lo más probable., Creemos que el hombre cayó en una barbarie
supersticiosa durante la cual creó esta distorsión de la historia para compensar
su sentimiento de fracaso e impotencia. La leyenda de los Invasores es
ciertamente falsa y la Batalla de Shalmirane un mito. Ciertamente que existe
Shalmirane y que fue una de las armas más potentes que jamás se forjaran, pera
fue usada contra un enemigo no inteligente. Una vez, la Tierra tuvo un solo
satélite gigante, la Luna. Cuando empezó a caer, se construyó Shalmirane para
destruirla y evitar que con su caída sobre la tierra provocara una catástrofe. En
torno a esa destrucción nació esa leyenda conocida. Y hay muchas otras con
semejante origen. Rorden hizo una pausa y sonrió un poco desalentado." —
Existen otras paradojas que todavía no han sido resueltas pero el problema cae
más dentro del campo de los psicólogos que de los historiadores. Ni siquiera
puedo confiar absolutamente en mis registros y archivos, pues existen evidencias
de que fueron alterados en el pasado.
»Sólo Diaspar y Lys sobrevivieron a ese período de decadencia: Diaspar gracias
a la perfección de sus máquinas; Lys debido a su aislamiento parcial y a los
poderes intelectuales, poco comunes de sus habitantes. Pero ambas culturas, aun
cuando hubieran luchado para volver a recuperar su anterior nivel, estaban
distorsionadas por los temores y los mitos heredados.
»Ya no tenemos necesidad de dejarnos asustar por esos temores — pdso fin a
su explicación Rorden —. En el transcurso de los tiempos hemos podido
comprobar que siempre hubo hombres que se rebelaron contra ellos y
mantuvieron un débil lazo de unión entre Diaspar y Lys. Ahora esos lazos pueden
aumentarse y derribarse las barreras para que nuestras dos razas puedan caminar
juntas hacia el futuro... cualquiera que sea éste y los acontecimientos que nos
traiga.

—Me pregunto qué diría Yarlan Zey de esto —dijo Rorden pensativamente—.
¿Crees que lo aprobaría?
El Parque había cambiado considerablemente y en gran parte para mal. Pero
el camino hacia Lys estaba ahora abierto para todos aquellos que quisieran
recorrerlo.
—No lo sé —le respondió Alvin—. Lo cierto es que aunque cerró aquí los
caminos móviles, no los destruyó y eso que estuvo en sus manos el poder hacerlo.
Un día descubriremos la historia completa que se oculta detrás del Parque... y de
Alaine de Lyndar.
—Temo que esas cosas tendrán que esperar — dijo Rorden — hasta que
hayamos resuelto otros problemas mucho más importantes. De todos modos yo
tengo una imagen clara de la mente de Alaine. Es posible que él y yo tengamos
muchas cosas en común.
Caminaron en silencio unos cien metros, siguiendo el límite de las grandes
excavaciones. La tumba de Yarlan Zey surgía sucia y llena de polvo junto a la
enorme zanja en el fondo de la cual trabajaban furiosamente varios equipos de
robots..
—¡Ah... de paso...! —dijo Alvin de manera brusca—. ¿Sabe que Jeserac ha
decidido quedarse en Lys? ¡Precisamente Jeserac! Le gusta aquello y no piensa
volver. Naturalmente eso dejará un puesto libre en el Consejo.
—Así es — dijo Rorden como si nunca se hubiera parado a pensar las
implicaciones de ello. Hacía algún tiempo habría pensado que pocas cosas
resultaban más imposibles para él que el ganarse un puesto en el Consejo. Pero
ahora sabía que era sólo cuestión de tiempo. Estaba seguro de que habría otras
dimisiones en el futuro. Varios de los consejeros más viejos se sentían incapaces
de enfrentarse con ios nuevos problemas que planteaba el gobierno de Diaspar.
No se apreció el menor movimiento en la colina que conducía a la Tumba por
su larga' avenida de árboles eternos. Al final del paseo la nave espacial de Alvin
bloqueaba el camino.
—Éste es-el mayor de los misterios —dijo Rorden de improviso—. ¿Quién fue
el Maestro y de dónde sacó su nave espacial y sus robots?
—He estado pensando en ello — le respondió Theon —. Nosotros sabemos que
proceden de los Siete Soles y lo más posible es que hubiera allí una cultura muy
elevada cuando la civilización de la Tierra se hallaba en su momento más bajo.
Por lo que respecta a la astronave puede estar seguro de que es obra del Imperio.
Yo creo que el Maestro estaba huyendo de su propio pueblo. Tal vez tenía ideas
con las cuales los demás no se hallaban de acuerdo. Se encontró aquí con nuestros
antepasados, amistosos y supersticiosos y trató de educarlos, pero no logró
entenderlos y sus enseñanzas fueron deformadas. «Los Grandes» no eran sino los
hombres del Imperio... pero no era de la Tierra de donde se habían marchado sino
que habían abandonado el Universo entero. Los discípulos del Maestro no
entendieron o no creyeron esto y, así, basaron toda su mitología y todos sus ritos
en una premisa falsa. Tengo intención de profundizar un día en la historia
verdadera del Maestro y así descubriré por qué intentaba ocultar su pasado. Creo
que puede resultar una historia sumamente interesante.
—Tenemos muchas cosas que agradecerle —dijo Rorden cuando entraban en
la nave espacial —. Sin él jamás hubiéramos llegado a saber las verdades de
nuestro pasado.
—No estoy seguro de ello — le replicó Alvin —. Más tarde o más temprano
Vanamonde hubiera sido descubierto... o mejor dicho, él nos hubiera descubierto
a nosotros. Y, créeme, estoy convencido de que hay más astronaves ocultas en la
Tierra y espero encontrarlas un día.
La ciudad se hallaba ya demasiado distante para reconocer la obra del hombre
y el planeta comenzaba a descubrir su curvatura. Dentro de poco podrían ver la
línea del crepúsculo a miles de kilómetros de distancia en su marcha infinita
sobre el desierto. Arriba y abajo de ellos, las estrellas, todavía brillantes pese a la
gloria perdida.
Durante bastante rato, Rorden se quedó mirando el desolado panorama que se
extendía a sus pies y que él jamás antes contemplara. Sintió un repentino
desprecio y rabia por los hombres del pasado que habían dejado morir, por su
propia desidia, la belleza maravillosa del planeta Tierra. Si llegaba a realizarse
uno de los sueños de Alvin y, en efecto, todavía seguían existiendo las grandes
plantas transmutadoras, no tendrían que transcurrir muchos siglos antes de que
los océanos volvieran a existir de nuevo.
¡Cuánto había por hacer en los años futuros! Rorden sabía perfectamente que
se hallaba entre dos Eras: en torno suyo podía sentir el pulso de la humanidad
que de nuevo volvía a latir con energía y regularidad como el enfermo que vuelve
a la vida.
Había grandes problemas a los que enfrentarse y Diaspar sabría hacerlo. El
establecimiento de la cronología del pasado, con toda su necesaria precisión
histórica, tardaría siglos en terminarse, pero cuando lo fuera, el hombre habría
recobrado todo lo que había perdido. Y, como fondo de toda la cuestión, siempre
seguiría existiendo el gran enigma, tal vez insoluble, de Vanamonde...
Calitrax tenía razón. Vanamonde se había desarrollado mucho más
rápidamente de lo que sus creadores habían esperado, y los filósofos de Lys
seguían confiando en una futura cooperación que no confiarían a nadie. Habían
llegado a sentirse muy unidos, casi afectuosamente ligados, a esa supermente
infantil y quizá pensaban que podrían disminuir los eones que su evolución
natural requería y lo convertirían en un ser adulto, maduro antes de lo esperado.
Pero Rorden sabía que el destino definitivo de Vanamonde era algo en lo cual el
hombre no podía participar. No, el hombre no podía alterar la suerte futura del
niño— mente. Había soñado y había creído que su sueño era realidad, que al final
del Universo, Vanamonde y la «Mente Loca» se encontrarían uno a otra entre los
cadáveres de las estrellas.
Alvin interrumpió sus sueños y Rorden apartó sus ojos de la pantalla del
visualizador.
—Deseaba que viera usted esto —le dijo Alvin con tranquilidad—. Tal vez
tengan que transcurrir siglos antes de que tenga una nueva oportunidad de
hacerlo.
—¿No vas a abandonar la Tierra?
—No. Incluso en el caso de que exista otra civilización en esta Galaxia, dudo
que merezca la pena el esfuerzo que hay que hacer para dar con ella. ¡Y hay tantas
cosas que hacer aquí en la Tierra!
Alvin contempló el gran desierto, pero en vez de la arena sus ojos vieron las
aguas que un día, quizá en mij^s de años, los volverían a anegar y los convertirían
en mares de maravillosa belleza. El hombre había vuelto a descubrir su mundo y
tras este redescubrimiento estaba obligado a devolverle su belleza. Y después de
aquello...
—Voy a enviar la astronave fuera de la Galaxia para que siga a los hombres del
Imperio doquiera que éstos marchen. La búsqueda tal vez requiera Eras y Eras,
pero el robot no se cansará ni desistirá. Un día, nuestros parientes recibirán mi
mensaje y sabrán que aquí, en la Tierra, estamos esperándolos. Regresarán y
espero que para entonces, nosotros habremos sabido hacernos dignos de ellos,
por muy grandes que hayan llegado a ser.
Alvin guardó silencio, como si estuviera contemplando el futuro que él había
comenzado a dar forma, pero cuya plenitud, quizá, jamás llegaría a ver. Y
mientras el Hombre estaba reconstruyendo su mundo, la nave espacial estaría
cruzando la. oscuridad entre las Galaxias y tal vez dentro de miles de años
regresaría a la Tierra. Confiaba en estar todavía aquí para recibirlo, pero si no era
así no le importaba demasiado y se sentiría igualmente satisfecho.
En esos momentos se encontraban sobre el Polo y el planeta bajo ellos era una
esfera casi perfecta. Mirando hacia abajo, sobre el cinturón del crepúsculo, Alvin
se dio cuenta de que por un instante estaba viendo al mismo tiempo el orto y el
ocaso en horizontes opuestos de la Tierra. El simbolismo resultaba tan perfecto y
tan conmovedor que sabía que ese momento lo recordaría durante toda su vida.
En un Universo estaba cayendo la noche; las sombras se adelantaban hacia el
Este, un Este que no conocería ningún otro amanecer. Pero en otras partes, las
estrellas aún eran jóvenes y la luz de la mañana se aprestaba a despértarlas. Y,
así, a lo largo de la senda que antaño siguiera eí Hombre, la aurora volvería a lucir
de nuevo.
FIN

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