El Leon de Comarre Arthur C Clarke
El Leon de Comarre Arthur C Clarke
A la caída de la noche
Arthur C. Clarke
Segunda edición: Abril de 1980
Títulos originales: “The Lion of Comarre”
“Against the Fall of Night”
Traducción: Joaquín Adsuar Ortega
ISBN: 978-84-217-5102-2
Depósito Legal: B. 9125-1980
© Standard Magazines, Inc., 1949
©Arthur C. Clarke, 1953, 1968
"A la caída de la Noche" está basada en material originalmente publicado con
copyright de Better Publications Inc., 1948
©Luis de Caralt Editor, S. A.,
Rosellón 246, Barcelona, 1976
para la publicación en lengua española
Impreso en España - Printed in Spain
Gráficas Diamante, Zamora 83, Barcelona, 18
A JOHNNIE
INTRODUCCIÓN
Aunque es muy poco lo que aún conservo en mi memoria sobre aquel joven que
escribió A la caída de la noche, todavía recuerdo exactamente cómo comenzó todo. La
primera escena que abre la novela relampagueó misteriosamente en mi cerebro y fue
trasladada, de inmediato, al papel allá por 1935. Se trataba de un suceso aislado, sin
relación con ninguna trama novelesca que a la sazón tratara de desarrollar. Pasaron
muchos años hasta que me decidí a extenderlo y transformarlo en una novela.
Entre 1937 y 1946, se desarrollaron al menos cinco versiones, cada una de mayor
extensión. Los amigos que se vieron obligados a leer los sucesivos borradores se
sonreirán divertidos al leer el estudio biográfico escrito sobre mí por Sam Moskowitz
bajo el título Seekers of Tomorrow («Exploradores del Futuro»), en el que se afirma que
yo trabajé «secretamente» en el manuscrito.
Pero Moskowitz identifica, correctamente, las influencias más importantes que
actuaron sobre mi novela. Quizá la primera de todas fue la tremenda saga de Olaf
Stapledon sobre la historia futura que lleva el título de Last ahd First Men («Los primeros
y los últimos hombres»). Tropecé con ese volumen en la biblioteca pública de mi ciudad
natal, Minehead, poco después de su publicación inicial, en 1930. Con su visión, futura a
millones de años vista y su evocación de tantas civilizaciones, tan grandes como
condenadas, el libro causó sobre mí un profundo impacto. Aún me acuerdo de cómo
copié pacientemente las Escalas de los Tiempos de Stapledon, hasta la última de ellas,
donde «Planetas formados» y «El Fin del Hombre» se hallaban sólo a un centímetro de
distancia apenas, a ambos lados del momento temporal marcado en la escala como
«Hoy».
Poco después, «Don S. Stuart» (John W. Campbell) causó un nuevo impacto similar
sobre mí con su historia Twilight («El crepúsculo»), publicada en «Astounding Stories»
en noviembre de 1934. Pero no todas las influencias que cayeron sobre mí fueron
literarias. Al menos una fue musical: L'Aprés-midi, de Debussy. Además, es indudable
que gran parte de la base emocional se debió a mi traslado desde el campo (Somerset)
a la gran ciudad (Londres), cuando me incorporé al Servicio Civil Británico en 1936. El
conflicto entre una vida rural, pastoral, y otra urbana, ciudadana, pesó sobre mí desde
entonces como un fantasma. Difícilmente podría haber imaginado que, treinta años más
tarde, trataría de resolver ese conflicto del modo más drástico: haciendo un viaje
alrededor del mundo cada pocos meses, de Ceilán a Nueva York.
Para finales de la II Guerra Mundial, ya había logrado vender cierto número de
novelas cortas y relatos, y esto me dio ánimos para terminar A la caída de la noche y
dejarla lista para su publicación. Tuve que ver, con gran desencanto, cómo John
Campbell (que había sido uno de sus padrinos) me la devolvió, aun cuando, como
siempre, acompañada de una larga carta crítica, muy provechosa. Su mayor reproche
era que resultaba demasiado desalentadora, aunque nada puede haber sido más
desalentador que su propia narración Twilight y aquella que siguió: Night. Incorporé a
mi relato algunas de sus sugestiones y traté de probar fortuna, de nuevo, con «Astounding
Stories», pero John continuó insatisfecho. Como resultado de todo ello, mi relato apareció,
en noviembre de 1948, en «Startling Stories», cuya publicación con ilustraciones de cariz
erótico, completamente inoperantes, me fastidió enormemente. Hace falta ser
verdaderamente ingenuo para ver algo sexual en la línea argumental, pero el ilustrador
de la portada de «Startling» hizo, horriblemente, lo mejor que pudo para insinuarlo. La
editorial Gnome Press, de Martin Greenberg, publicó la novela en edición encuadernada
en tela unos cuantos años después (1953). Esta edición hace mucho tiempo que está
completamente agotada.
Pese a todos los esfuerzos que había puesto en los diversos manuscritos, el tema de
la ciudad eterna en el fin del mundo continuaba obsesionándome. Tenía la impresión de
que aún había mucho más que decir y escribir sobre el tema. Además, con el tiempo yo
había aprendido mucho más sobre ciencia — y redacción— desde que el relato fue
concebido. Después de haber visto publicadas ya varias novelas largas, regresé de
nuevo a Diaspar.
La oportunidad se me ofreció durante el largo viaje marítimo de Inglaterra a Australia,
cuando uní mis fuerzas con las de Mike Wilson y pusimos en marcha una expedición
submarina para explorar los arrecifes de la Gran Barrera (véase The Coast of Coral).
The City and the Stars, una novela mucho más larga y cuidadosamente revisada, fue
terminada en Queensland, entre excursión y excursión a los arrecifes y a los fondos del
estrecho de Torres. Fue publicada por Harcourt, Brace and World, en 1956, y desde
entonces sigue publicándose en sucesivas ediciones.
En esos días supuse que la nueva versión reemplazaría totalmente a la antigua novela,
pero A la caída de la noche no pareció demostrar la menor tendencia a desaparecer. Al
contrario, con preocupación y también enojo, observé que muchos lectores la preferían
a su sucesora y que volvía a ser reeditada muchas veces en ediciones de bolsillo (por
Pyramid Books). Un día me gustaría llevar a cabo una encuesta para descubrir por qué
esa versión ha resultado más popular. Por mi parte, hace ya mucho tiempo que he
desistido de decidir si, también, es la mejor de todas.
La búsqueda de un título resultó casi tan larga como la redacción de la novela. Al fin
lo encontré en un poema de A. E. Housman, que también me inspiró un relato corto
titulado Transience:
What shall I do or write against the fall of night?
He aprovechado la oportunidad que me ofrece este volumen para publicar otro relato
que nunca apareció anteriormente en forma de libro: El León de Comarre. Esta historia
fue escrita aproximadamente en la misma época y está impregnada de las mismas
emociones que la otra novela de mayor extensión. Su única publicación anterior tuvo
lugar en la revista especializada «Thrilling Wonder Stories», en el número de agosto de
1949.
Aunque sus acciones están separadas en el tiempo por un evo,ambos relatos tienen
mucho en común. Los dos emprenden una búsqueda, una encuesta hacia metas y
objetivos desconocidos y misteriosos. En cada caso, los objetivos reales, son el milagro
y la magia, más que ninguna intención de beneficio material. Y, también, en ambos casos,
el héroe de la narración es un joven descontento y en desacuerdo con el ambiente que
le rodea.
En la actualidad hay muchos jóvenes que sienten así y tienen buenas razones para
ello. A ellos les dedico estas dos obras, que fueron escritas cuando todavía no habían
nacido.
Arthur C. Clarke
Ciudad de Nueva York Octubre de 1967
EL LEON DE COMARRE
1. La revuelta
La panorámica que se ofrecía desde el estudio era como para cortar el aliento.
La habitación, grande y de formas curvadas, estaba situada a casi cuatro
kilómetros por encima de la base de la Torre Central. Los otros cinco gigantescos
edificios de la ciudad se apiñaban debajo, y sus muros metálicos resplandecían
con todos los colores del espectro que recogían de los rayos del sol mañanero.
Más abajo todavía estaban los paneles de control y los campos de las granjas
automáticas se extendían hasta perderse en la neblina del horizonte.
Pero por una vez, en esta ocasión, la belleza del paisaje no fue apreciada por
Richard Peyton II, mientras paseaba de un lado a otro entre los grandes bloques
de mármol sintético que formaba la materia prima de su arte.
Las enormes masas de roca artificial, brillantemente coloreadas, dominaban
por completo el estudio. La mayor parte de ellas eran todavía masas cúbicas, pero
otras comenzaban a adquirir ya las formas de animales, seres humanos o sólidos
abstractos, a los que, para poder atreverse a dar un nombre, había que ser muy
docto en geometría. Sentado con aire descuidado sobre un enorme bloque de
diamante de diez toneladas de peso — el mayor de todos los sintetizados hasta
entonces— el hijo del artista contemplaba a su famoso padre con una expresión
poco amistosa.
—No creo que me importara mucho —dijo Richard Peyton II con tono
desdeñoso— si te conformaras con no hacer nada, en tanto que fueras capaz de
vivir así, graciosamente. Hay muchas personas que viven de ese modo y, en
realidad, hacen al mundo más interesante. Pero tu intención de dedicar tu vida a
estudiar ingeniería es algo que no puedo entender, que va más allá de mi
capacidad imaginativa. Hizo una leve pausa y continuó:
- Sí, ya sé que permitimos que la tecnología fuese la materia básica de tus
estudios, pero nunca nos figuramos que lo tomaras tan en serio. Cuando yo tenía
tu edad sentí auténtica pasión por la botánica... pero nunca dejé que se convirtiera
en el interés principal de mi existencia. ¿Ha sido el profesor Chandras Ling quien
te ha imbuido esas ideas?
Richard Peyton III explotó:
—¿Y por qué no había de hacerlo? Yo sé cuál es mi vocación y está de acuerdo
conmigo. Ya has leído su informe.
El escultor agitó en el aire un puñado de hojas de papel, sosteniéndolas entre
el pulgar y el índice como si se tratara de un desagradable insecto.
—Sí, lo he leído —dijo con el ceño fruncido—: «Muestra habilidad mecánica
póco usual... ha llevado a cabo experimentos originales en el campo de la
investigación subelectrónica...», etcétera. ¡Cielos...! Yo pensaba que la raza
humana había superado ya esos siglos de jueguecitos técnicos. ¿Pretendes
convertirte en un ingeniero mecánico de primera clase y pasarte el tiempo yendo
de un lado para otro reparando robots estropeados? Ése no es un trabajo digno
para un hijo mío, y menos todavía para el nieto de un Canciller del Mundo.
—Preferiría que no mezclaras al abuelo en esto —dijo Richard Peyton III con
aire de aburrimiento cada vez más notable —. El hecho de que él sea un estadista
no ha impedido que tú te dediques al arte. ¿Por qué pretendes que yo no haga lo
mismo con respecto a ti?
La espectacular barba dorada del padre comenzó a erizarse presagiando su
indignación.
—No me importa lo que hagas mientras se trate de algo de lo que podamos
sentirnos orgullosos. Pero, ¿a qué viene esa locura por las herramientas y las
máquinas? Ya tenemos todos los aparatos que necesitamos. El robot se
perfeccionó hace ya quinientos años. Las naves espaciales apenas si han
cambiado en casi ese mismo período. Creo que nuestro sistema de
comunicaciones cuenta ya con casi ochocientos años. ¿Para qué cambiar cosas
que ya son perfectas?
—¡Esa manera de hablar parece una venganza! —le respondió el joven—. ¡Me
extraña que un artista como tú afirme que haya algo perfecto! Padre, me
avergüenzo de ti.
-No hiles demasiado fino. Ya sabes perfectamente lo que
quiero decir. Nuestros antepasados diseñaron y construyeron máquinas que
nos proveen de todo lo que necesitamos. No dudo de que algunas de ellas podrían
ser perfeccionadas en un pequeño porcentaje. Pero, ¿qué razón hay para
preocuparse de ello? ¿Puedes mencionarme algún invento importante que no
tenga» mos ya?
Richard Peyton III suspiró:
—Escúchame, padre — dijo con calma —. He estudiado historia al mismo
tiempo que ingeniería. Hace como unos doce siglos, había gentes que decían que
todo había sido ya inventado... ¡Y eso ocurría antes de que se utilizara la
electricidad, y el vuelo y la astronomía no eran ni siquiera un sueño! Esos
hombres eran incapaces de mirar con penetración suficiente en el futuro... sus
mentes estaban demasiado firmemente arraigadas en el presente. Pues bien —
siguió el muchacho—, lo mismo está ocurriendo ahora. El mundo lleva quinientos
años viviendo de los cerebros del pasado. Estoy dispuesto a admitir que en ciertos
campos el desarrollo ha llegado a su fin, pero hay docenas de otros en los cuales
ni siquiera ha comenzado. Técnicamente, el mundo se ha estancado. No vivimos
en una era negra porque no hemos olvidado nada, pero estamos dejando pasar el
tiempo sin aprovecharlo. Mira los viajes espaciales. Hace novecientos año.s
llegamos a Plutón y, ¿donde estamos ahora? ¡Seguimos en Plutón! ¿Cuándo
vamos a cruzar los espacios interestelares?
—¿Es que hay alguien que quiera ir a las estrellas?
El muchacho dejó escapar una exclamación de enojo y, con su excitación, saltó
del bloque de diamante en el que se hallaba sentado.
—¡Vaya una pregunta para hacerla en esta Era...! Hace mil años la gente se
preguntaba: «¿Quién desea ir a la Luna?» Sí, ya sé que eso parece imposible en
nuestros días, pero lo he leído, está escrito en los libros antiguos, Y ahora, fíjate:
la Luna está sólo a cuarenta y cinco minutos de camino y hay gente como Harn
Jansen que trabaja en la Tierra y vive en Pluton City.
Richard Peyton III se detuvo y al cabo de unos breves instantes continuó su
explicación:
-Ahora consideramos los viajes interplanetarios como algo ordinario y
corriente. Un día ocurrirá lo mismo con los auté'nti-eos viajes espaciales.
También podría mencionarte objetivos en otros campos que podrían resultar
deseables. Hay muchos terrenos de la investigación en los que nos hemos
detenido por completo sólo porque hay gente que, como tú, está satisfecha con lo
que ya ha conseguido.
—¿Y por qué no?
Peyton agitó lós brazos como si quisiera abarcar con ellos el estudio.
—¡Habla en serio, padre! ¡Te has sentido alguna vez totalmente satisfecho con
algo de lo que has hecho? ¿Verdad que no? Sólo los animales pueden sentirse
contentos con su obra.
El artista se echó a reír con aire compasivo.
—Tal vez tengas razón. Pero eso no afecta en nada mi argumentación. Sigo
pensando que estás desperdiciando tu vida. Y lo mismo piensa el abuelo...
Se quedó mirando a su hijo con aire un tanto embarazado.
—La verdad es que creo que el abuelo va a venir a la Tierra especialmente para
verte — le informó.
Peyton hijo se le quedó mirando alarmado.
—Óyeme, padre, ya te he dicho lo que pienso. No quiero te—, ner que repetirlo
de nuevo. Porque ni el abuelo ni todo el Consejo Mundial serán capaces de
hacerme cambiar de modo de pensar.
Fue una declaración rotunda y Peyton se preguntó si realmente había deseado
que fuese así, si verdaderamente estaba expresando su opinión. Su padre estaba
a —punto de contestarle cuando una grave nota musical resonó en el estudio. Un
segundo después, una voz mecánica habló desde el aire.
—Su padre desea verle, señor Peyton.
Éste se quedó mirando a su hijo con aire de triunfo.
-Debí añadir que se hallaba ya en camino —dijo—. Pero ya conozco tu
costumbre de desaparecer cuando más se desea que te quedes.
El muchacho no respondió. Observó como su padre se dirigía hacia la puerta.
Sus labios esbozaron una sonrisa.
El único panel de glasita que ocupaba la pared frontal del estudio estaba
abierto y el joven Peyton se dirigió a la terraza. A cuatro kilómetros por debajo de
él, el gran cinturón de cemento del aparcamiento brillaba Blanquecinamente bajo
el sol, excepto donde estaba manchado por las sombras de las naves aparcadas.
Peyton volvió la vista a la habitación. Estaba completamente vacía aunque, sin
embargo, podía oír la voz de su padre que llegaba por la puerta abierta. No esperó
más. Colocó su mano en la balaustrada de la terraza y saltó al espacio.
Treinta segundos más tarde las dos figuras entraron en el estudio y dirigieron
una mirada sorprendida a su entorno. Él, Richard Peyton, que no necesitaba un
número de orden, era un hombre que podría haber sido tomado por sexagenario,
aunque su edad era tres veces superior.
Vestía la túnica púrpura que sólo podían llevar veinte hombres en toda la
Tierra, y poco más de un centenar en todo el Sistema Solar. Parecía irradiar
autoridad. A su lado, incluso su hijo, famoso y seguro de sí mismo, resultaba
insignificante e inconsecuente.
—Bueno, ¿dónde se ha metido?
—¡Que Dios le confunda! Se ha ido por la ventana. Al menos podremos decirle
lo que pensamos de él.
Disgustado, Richard Peyton II manipuló en su muñeca y marcó un número de
ocho cifras en su intercomunicador personal.
La respuesta llegó casi de inmediato.
Una voz clara, impersonal, automática, comenzó a repetir
ininterrumpidamente:
—¡Mi amo está durmiendo! ¡Por favor, no le molesten! ¡Mi amo está
durmiendo! ¡Por favor, no le molesten!...
Con aire de disgusto y una exclamación adecuada, Richard Peyton II
desconectó su intercomunicador y se volvió a su padre. El anciano chasqueó la
lengua y seguidamente comentó:
—Bueno, al menos hemos de reconocer que piensa rápidamente. Nos ha
ganado por la mano. No podemos comunicarnos conél mientras no se le ocurra
apretar el botón de conexión de su comunicador personal. A mi edad, como
comprenderás, no voy a lanzarme a buscarlo por ahí.
Se produjo un momento de silencio y, seguidamente, los dos hombres
intercambiaron miradas de expresión diversa. Después, casi simultáneamente,
los dos se echaron a reír.
2. La Leyenda de COMARRE
***
Peyton III sabía que la Primera Era Electrónica había comenzado en 1908,
hacía ya más de once siglos, con la invención del triodo por De Forest‹a
type="note" l:href="#nota3"›[3]‹/a›. Ese mismo siglo fabuloso había conocido la
formación del Estado Mundial, el invento del aeroplano, de las naves espaciales,
de la energía atómica, así como de la mayor parte de los dispositivos y
mecanismos termiónicos fundamentales que habían hecho posible la civilización
que conocía.
La Segunda Era Electrónica había llegado cinco siglos después. Su llegada no
se debió a los físicos, sino a los médicos y a los sicólogos. Durante casi quinientos
años, habían venido registrando las corrientes eléctricas que fluyen en el cerebro
durante el proceso del pensamiento. El análisis había resultado sumamente
complejo, pero pudo ser completado después de generaciones de investigación y
esfuerzos. Una vez que ese análisis estuvo completo, quedó abierto el camino para
la construcción de las primeras máquinas capaces de leer el cerebro humano.
Eso había sido sólo el principio. Una vez que el hombre hubo descubierto el
mecanismo de su propio cerebro pudo seguir avanzando. Pudo reproducirlo
utilizando transistores y circuitos cerrados en vez de células.
Hacia finales del siglo XXV se construyeron las primeras máquinas pensantes.
Eran bastante rudas y se requería casi cien metros cuadrados de equipo para
realizar el trabajo de un centímetro cúbico de cerebro humano. Pero una vez que
se dio el primer paso, no hubo de transcurrir mucho tiempo para que el cerebro
mecánico fuera perfeccionado y empleado comúnmente.
Estos cerebros mecánicos podían realizar los grados más humildes de trabajo
intelectual, pero estaban faltos de esas características humanas que son la
iniciativa, la intuición y todas las emociones. Sin embargo, en circunstancias
normales, no sujetas a variaciones frecuentes, sus limitaciones no significaban un
obstáculo importante y estos cerebros podían realizar todo lo que podía hacer el
hombre.
La llegada de los cerebros metálicos produjo una de las mayores crisis que
jamás conociera la civilización humana. Aun cuando los hombres tenían que
seguir realizando las más altas obligaciones y gestiones de la dirección política y
estatal, así como de control de la sociedad, la inmensa rutina de la administración
y la burocracia pasó a manos de los robots. Por fin el hombre había logrado la
libertad. Ya no tenía que seguir ocupando su cerebro en planear las complejas
operaciones del transporte ni en decidir programas de producción ni en hacer el
balance de los más difíciles problemas económicos p presupuestarios. Las
máquinas, que muchos siglos antes se habían hecho cargo de todo el trabajo
manual, estaban ya en condiciones de realizar la segunda de sus grandes
contribuciones a la sociedad.
El efecto que esta evolución causó en el cerebro humano fue inmenso y el
hombre reaccionó ante la nueva situación de dos maneras distintas. Los hubo que
utilizaron esa nueva posibilidad de libertad, recién descubierta, noblemente para
la consecución de los objetivos que desde siempre habían atraído a las mentes
más elevadas: la búsqueda de la belleza y la verdad, aún tan elusiva y fugaz como
lo fuese en los tiempos en que se construyó la Acrópolis.
Pero hubo otros que reaccionaron de manera distinta. Por fin, pensaron, nos
hemos librado para siempre de la maldición de Adán. Ahora podemos construir
ciudades en las que las máquinas se ocuparán de hacer todo el trabajo, de cubrir
todas nuestras necesidades tan pronto como éstas entren en nuestras mentes,
cuando los analizadores puedan leer incluso los deseos más profundamente
enterrados en nuestro subconsciente. El objeto de la vida no es otro que el placer
y la felicidad. El hombre se ha ganado este derecho. Estamos cansados de la
interminable lucha en busca del conocimiento y de ese ciego deseo de cruzar el
espacio para alcanzar las estrellas.
Éste había sido el viejo sueño de los Comedores de Loto, un sueño tan viejo
como la propia humanidad. Y ahora, por vez primera, podía realizarse. Durante
algún tiempo no hubo muchos que lo compartieran. Las llamas del Segundo
Renacimiento aún no habían comenzado a vacilar y apagarse. Pero a medida que
fueron pasando los años, los Decadentes fueron imponiendo más y más su
manera de pensar. En lugares ocultos de los planetas interiores construyeron las
ciudades de sus sueños.
Durante un siglo florecieron como raras plantas exóticas hasta que el fervor,
casi religioso, que había inspirado sus construcciones, murió. Se prolongó su
existencia en declive durante una generación más. Después, una tras otra, esas
ciudades se borraron del conocimiento humano. Al morir, los últimos Decadentes
dejaron tras sí una serie de fábulas y leyendas que habían ido aumentando con el
transcurrir de los siglos.
Según la leyenda, una de esas ciudades había sido construida en la Tierra y
sobre ella existían misterios que el mundo externo jamás había llegado a resolver.
Por razones propias,— sólo de él conocidas, el Consejo Mundial había destruido
todo conocimiento relacionado con ese lugar. Su situación era un misterio.
Algunos decían que se encontraban en los vastos desiertos del Ártico; otros que
se hallaba oculta en el lecho del fondo del Pacífico. Con certeza, no se sabía nada
de ella, excepto su nombre: Comarre.
***
¡ATENCIÓN!
¡SE ESTA USTED APROXIMANDO A UNA ZONA RESTRINGIDA!
¡DÉ LA VUELTA!
Por Orden,
El Consejo Mundial Reunido
Peyton miró a Leo y se echó a reír. Leo no podía entender la causa de su euforia,
pero pareció compartirla. Dejaron tras ellos el flotante aviso que poco después se
desvaneció con un último destello.
Peyton se preguntó cuál podía ser la razón de todos aquellos avisos.
Posiblemente estaban destinados a asustar a un viajero extraviado
accidentalmente. Aquellos que sabían a dónde se dirigían difícilmente iban a
dejarse intimidar por ellos.
La carretera daba de repente un giro de noventa grados... ¡Y allí, frente a él,
estaba Comarre! Resultó sorprendente que algo que ya esperaba pudiera causarle
tal impresión. Delante de él había un extenso calvero en el centro de la jungla,
medio cubierto por estructuras metálicas.
La ciudad tenía la forma de un cono formado por varias terrazas y de una altura
de unos seiscientos metros y un diámetro doble en la base. Peyton no podía
suponer hasta qué profundidad se extendía la ciudad en la jungla. Se sintió
abrumado por la altura, el tamaño y la extraña forma del enorme edificio.
Después, lentamente, se dirigió hacia él.
Como una fiera carnívora encogida en su cubil, la ciudad parecía estar al
acecho. Aun cuando sus visitantes eran muy escasos estaba dispuesta a recibirlos
fuesen quienes fuesen. Algunas veces daban la vuelta al primer aviso, otras al
segundo. Sólo unos pocos habían alcanzado. la propia entrada antes de que fallara
su resolución. Pero la mayoría, después de haber llegado tan lejos tenían la
suficiente fuerza de voluntad para penetrar en ella.
Peyton alcanzó la escalera de mármol que conducía a la pared metálica de la
torre y al curioso agujero negro que parecía ser la única entrada. Leo trotaba
rápidamente a su lado sin aparentar la menor extrañeza por lo exótico del
ambiente que lo rodeaba.
El joven se detuvo al pie de la escalera y marcó un número en el dial de su radio
comunicador personal. Esperó hasta recibir el tono que le indicaba que habían
recogido su llamada y habló lentamente cerca del micrófono:
—La mosca está entrando en el salón.
Repitió el mensaje por dos veces sintiéndose un tanto ridículo. Alguien, pensó,
tenía un extraño sentido del humor.
No hubo respuesta tal y como convinieron. Pero no terna la menor duda de que
su mensaje había sido recibido, probablemente en algún laboratorio de la Ciudad
de la Ciencia, dado que el número que había marcado tenía el prefijo
correspondiente al Hemisferio Occidental.
Peyton abrió la lata de carne más grande y la extendió sobre el mármol de la
escalera. Metió sus dedos entre la melena del león y jugó con ella cariñosamente.
—Creo que tendrás que quedarte aquí, Leo —dijo—. Quizá me quede dentro
mucho tiempo, así que es mejor que no intentes seguirme.
Al final de la escalera se volvió para mirar atrás y observó con alivio que el león
no había demostrado la menor intención de seguirlo sino que se había sentado
sobre sus cuartos traseros y lo contemplaba patéticamente. Peyton le hizo un
gesto de saludo con la mano y continuó su camino.
No había puerta en la curvada pared metálica, sino simplemente un agujero
negro. Esto resultaba sorprendente y Peyton se preguntó de qué modo esperaban
los constructores impedir que los animales entraran. De pronto vio algo en la
abertura que le llamó la atención.
Era demasiado negra. Aun cuando la pared estaba a la som— bra, esto no era
razón suficiente para que la entrada fuese tan negra. Tomó una moneda de su
bolsillo y la lanzó por la abertura. El sonido de la caída lo tranquilizó y dio unos
pasos adelante.
***
***
A Peyton le pareció que sus pies tardaban mucho en llegar al suelo, pero eso
no le preocupó en ningún momento o, al menos, no fue su mayor causa de
preocupación. Tampoco fue motivo de asombro. Su mayor sorpresa fue empero
la transición instantánea desde la más profunda oscuridad a la luz repentina, del
calor un tanto opresivo de la jungla a una temperatura que, en comparación con
ese calor, casi parecía fría. El cambio fue tan brusco, tan rápido, que le dejó sin
aliento. Lleno de una sensación de claro malestar se volvió hacia el arco por donde
acababa de entrar.
Pero la entrada ya no estaba allí. Realmente nunca había estado allí. Peyton se
encontraba de pie en una especie de estrado metálico en el centro exacto de una
amplia estancia circular con una docena de arcadas puntiagudas distribuidas en
torno a la circunferencia. Podía haber penetrado en aquella sala por cualquiera
de ellas... de no ser porque todas ellas estaban como a unos treinta metros de
distancia del lugar donde él se encontraba en aquellos momentos, encima de la
tarima metálica.
Durante un momento, Peyton se sintió invadido por el miedo. Sintió que el
corazón le latía precipitadamente y advirtió que algo raro le estaba sucediendo en
las piernas.
Se sintió muy solo, se sentó en el estrado y comenzó a considerar lógicamente
la situación.
4. El signo de la amapola
***
***
Rolf Thordarsen
Notas sobre Subelectrónica
Comenzadas: Día 2, mes 13, año 2598
Más abajo había otro texto, muy difícil de descifrar y aparentemente escrito a
toda prisa. A medida que lo iba leyendo, la comprensión y el entendimiento
llegaron a Peyton con la claridad y la rapidez de un amanecer ecuatorial.
Decía así:
***
***
PRÓLOGO
Ni una sola vez en toda una generación cambió la voz de la ciudad como lo estaba
haciendo en esos momentos. Día y noche, durante el transcurso de Eras y Eras,
la voz se mantuvo idéntica, sin conocer la menor Vacilación. Para millones y
millones de hombres había sido el primero y el último sonido que sus oídos
escucharon. La voz formaba parte de la ciudad, y cuando la voz hubiera cesado,
la ciudad quedaría muerta y las arenas desérticas invadirían implacables las
grandes calles de Diaspar.
Incluso allí, encontrándose a un kilómetro de altura sobre el suelo, el repentino
silencio hizo que Convar se asomara a la terraza, intrigado por el cambio
inesperado.
Muy por debajo de él, los caminos móviles continuaban deslizándose
suavemente entre las filas de los gigantescos edificios. Normalmente, esos
caminos móviles no estaban muy llenos, pero ahora parecían atestados por una
multitud silenciosa. Algo había hecho salir de sus casas a los lánguidos habitantes
de la ciudad. Los caminos móviles los conducían a millares, lentamente, entre las
coloreadas fachadas metálicas. Convar los observó atentamente y se dio cuenta
de que los rostros de esos millares de seres se alzaban al cielo.
Por un momento el terror penetró en su alma... el temor de que, de una vez por
todas, después de todas esas Edades transcurridas, los Invasores hubiesen
regresado a la Tierra.
Tampoco él pudo contenerse y alzó su mirada hacia el firmamento. Y estuvo
observando durante varios minutos hasta que se decidió a buscar a su hijo.
Al principio, Alvin, el muchacho, también se asustó. Las espirales de la ciudad,
que se alzaban sobre las casas, como manchas móviles un kilómetro por debajo
de ellos, formaban parte de la ciudad y de su mundo, pero la cosa que había en el
cielo era algo que escapaba a toda su experiencia y conocimiento. Era mucho
mayor que el mayor de los edificios de la ciudad y su blancura era tan
deslumbrante que hería los ojos. Aun cuando parecía ser un objeto sólido, los
vientos cambiantes modificaban su silueta a los ojos de los observadores.
Alvin sabía que antaño los cielos de la Tierra estuvieron llenos de sombras y
formas extrañas. Desde más allá del espacio llegaban las grandes naves
portadoras de tesoros desconocidos para descargarlos en el puerto de Diaspar.
Pero eso había ocurrido medio billón de años antes. Antes del comenzar de la
historia, el puerto de Diaspar había quedado enterrado bajo las arenas movedizas.
Convar se dirigió a su hijo con un tono triste y conmovido,' en la voz.
—Mira bien esto, Alvin —le dijo—. Quizá sea lo último que conozca el mundo.
En toda mi vida sólo he visto otra cosa igual y fue cuando ellos invadieron los
cielos de la Tierra.
Siguieron mirando en silencio y lo mismo hicieron los millares de seres que
llenaban las calles y las torres de Diaspar, hasta que la última nube desapareció
lentamente del cielo, como si hubiese sido sorbida por el aire caliente y estancado
de los desiertos infinitos.
1. La prisión de DIASPAR
AHORA QUE POR FIN LE PARECÍA TENER EL CAMINO LIBRE ante.él, Alvin
comenzó a sentir una extraña reluctancia a abandonar el mundo iamiliar de
Diaspar. Comenzaba a descubrir que tampoco él se hallaba inmune a los temores
que con tanta frecuencia había despreciado en los otros.
En una o dos ocasiones Rorden trató de disuadirlo, pero realmente esos
intentos no fueron muy rigurosos. A cualquier hombre de los que vivieron en las
Edades del Alborear les hubiera parecido extraño que ni Alvin ni Rorden
pudieran ver el menor peligro en lo que estaban haciendo. Pero, durante millones
de años, el mundo no tenía ya nada que pudiera amenazar al hombre y ni siquiera
Alvin podía suponer la existencia de seres humanos que se diferenciaran
grandemente de los que poblaban Diaspar y que él tan bien conocía. Por lo tanto,
resultaba inimaginable para él el pensamiento de que podría ser detenido coiitra
su voluntad. Lo peor que podía pasarle era que no lograra descubrir nada en
absoluto.
Tres días más tarde, Rorden y Alvin se dirigieron de nuevo a la cámara de los
caminos móviles. Bajo sus pies la flecha luminosa aún seguía señalando hacia Lys.
Y estaban dispuestos a seguir esa dirección.
Cuando penetraron en el túnel, sintieron de inmediato el familiar tirón del
campo peristáltico y seguidamente se vieron arrastrados sin esfuerzo alguno a las
profundidades. El viaje duró apenas medio minuto y cuando terminó se hallaron
en uno de los extremos de un recinto estrecho y largo en forma de se— micilindro.
En el otro extremo, dos túneles débilmente iluminados se adelantaban hacia el
infinito.
Los hombres de la mayor parte de las civilizaciones que habían existido desde
el Alborear, hubieran encontrado aquel lugar completamente familiar. Pero para
Alvin y Rorden era como una visión de otro mundo. El propósito de la larga
máquina estilizada y aerodinámica, semejante a un proyectil dispuesto a ser
lanzado, que se hallaba al otro extremo del túnel, resultaba obvio, pero no por.
ello dejaba de ser una extrema novedad para ellos. Su parte superior era
transparente y, mirando a través de sus paredes, Alvin pudo ver unas filas de
asientos cómodos y lujosos. No había nada que señalara dónde se encontraba la
entrada, y la máquina sencillamente flotaba como a unos treinta centímetros de
distancia del simple raíl de metal que se perdía en la distancia, desapareciendo
en uno de los túneles. A pocos metros, otro raíl conducía a otro de los túneles pero
no había aparato alguno flotando sobre él. Alvin estaba convencido, como si se lo
hubiera dicho alguien de cuya palabra no podía dudar, que en algún lugar
desconocido, lejos de Lys, la segunda máquina estaba esperando en una cámara
semejante a aquélla.
—Bien —dijo Rorden con tono un tanto inseguro—. ¿Estás listo?
Alvin asintió.
—Me gustaría que viniera conmigo —dijo el muchacho, pero rápidamente se
arrepintió de ello al ver la inquietud que se reflejaba en el rostro de su. amigo.
Rorden se había convertido en el amigo más íntimo que jamás tuviera, pero no
podría romper jamás la barrera que rodeaba a todos los de su raza.
—Estaré de regreso dentro de seis horas —prometió Alvin, hablando con cierta
dificultad, pues un misterioso temblor conmovía su garganta—. No se moleste en
esperarme. Si regreso antes de lo convenido le llamaré. Por aquí debe haber algún
comunicador.
Todo aquello resultaba normal, lógico, se estaba diciendo Alvin a sí mismo.
Pero no pudo menos que dar un salto de entusiasmo cuando una de las paredes
de la máquina se abrió y todo su interior, magníficamente diseñado, pleno de
belleza, quedó por completo ante sus ojos.
Rorden estaba hablando con rapidez y emoción.
—No tendrás la menor dificultad en el manejo de la máquina — le explicó —.
¿Te has dado cuenta de que obedece a los pensamientos de mi mente? Entraré y
daré un vistazo para ver si el tiempo del viaje está determinado.
Alvin entró en la nave. Dejó las pertenencias que llevaba para el viaje en el
asiénto más próximo y se volvió para mirar a Rorden qtie-estaba de pie en el
marco casi invisible de la puerta. Durante un momento reinó un silencio completo
como si cada uno de ellos estuviese esperando que el otro fuera el primero en
pablar.
No tuvieron que decidirse. Un leve resplandor translúcido, intermitente, brilló
varias veces y de nuevo la pared de la máquina se cerró, dejando a Rorden fuera.
En el momento en que Rorden comenzó a agitar su mano en un gesto de
despedida, el largo cilindro comenzó a ponerse suavemente en movimiento hacia
adelante. Antes de que entrara en el túnel, su velocidad había aumentado
considerablemente.
Rorden, lentamente, emprendió el camino de regreso hacia la cámara de los
caminos móviles con su gran— pilastra central. La luz del sol penetraba por la
abertura cada vez más clara a medida que se aproximaba a la superficie. Cuando
de nuevo emergió frente a la estatua de Yardan Zey, se sintió desconcertado,
aunque no sorprendido, ai ver un grupo de curiosos que lo contemplaron
asombrados,
—No hay razón alguna para alarmarse —les dijo con tono grave y seguro—.
Aunque no parezca necesario alguien tiene que hacer esto cada pocos miles.de
años. Los cimientos de la ciudad son perfectamente firmes, estables y seguros, no
se han movido ni un micrón desde que el Parque se construyó, pero resulta
conveniente comprobarlo.
Se alejó de allí caminando con rapidez. Antes de salir de la tumba, dirigió una
rapida mirada hacia atrás y se dio cuenta de que el grupo de curiosos estaba
deshaciéndose con rapidez. Rorden conocía a sus conciudadanos lo
suficientemente bien como para estar seguro de que ya habrían dejado de pensar
en el asunto.
Alvin se retrepó en su cómodo asiento y dejó que sus ojos recorrieran el interior
del aparato. Por primera vez se dio cuenta del panel indicador que formaba parte
de la pared delantera. En él había una sola indicación:
LYS 35 MINUTOS
LYS 23 MINUTOS
LYS 1 MINUTO
Un minuto que fue el más largo que jamás conoció Alvin en toda su vida
anterior. El aparato comenzó a moverse cada vez a menor velocidad hasta que,
transcurrido ese minuto, se detuvo por completo.
Suave y silenciosamente, el largo cilindro había dejado el túnel para entrar en
una cámara o caverna que parecía gemela de la existente bajo Diaspar. Por un
momento Alvin se sintió demasiado excitado como para ver nada con claridad.
Sus pensamientos vacilaban y ni siquiera pudo controlar mentalmente la puerta,
que se abrió y se cerró varias veces antes de que lograra dominarse. Cuando
descendió de la máquina dirigió su última mirada al indicador. En esta ocasión
no sólo había cambiado la cifra sino también las letras.
El mensaje que Alvin leyó en ellas tenía mucho de tranquilizador:
DIASPAR
35 MINUTOS
5. El país de LYS
TODO HABÍA SIDO ASÍ DE SENCILLO. Nada parecía indicar que acababa de
realizar un viaje que sería más influyente y decisivo que ningún otro en la historia
del Hombre.
Cuando comenzó a buscar el camino para salir de la cámara, Alvin tuvo ya la
primera indicación de que se encontraba en una civilización muy distinta de la
que acababa de dejar. El camino a la superficie estaba iluminado y conducía por
un bajo túnel, situado en un extremo de la caverna. Y por el túnel se llegaba a
unas escaleras. Una cosa así era algo casi completamente desconocido en Diaspar.
A las máquinas no les gustan las escaleras y los arquitectos de la ciudad habían
construido rampas o corredores inclinados cuando había un cambio de nivel del
suelo. ¿Era posible que en Lys no existiesen máquinas? La idea resultaba tan
fantástica que Alvin la rechazó de inmediato.
La escalera era corta y terminaba junto a unas puertas que se abrieron cuando
se aproximó a ellas. Cuando se cerraron silenciosamente tras él, Alvin se encontró
una amplia habitación cúbica que no parecía tener otra salida que aquella por la
que había llegado. Se quedó extrañado por un momento y comenzó a examinar la
pared opuesta. Lo estaba haciendo así cuando la puerta por la que había entrado
se abrió de nuevo. Sintiéndose un tanto descorazonado, Alvin abandonó el lugar...
para encontrarse en otro distinto al que dejara al entrar en la habitación cúbica:
un pasillo abovedado que conducía, en reducida pendiente, hasta una arcada que
servía de marco a un semicírculo de firmamento. Comprendió que debía haber
ascendido algunos cientos de metros mientras estuvo en la habitación cúbica pero
no había notado la menor sensación de movimiento. Se apresuró a dirigirse hacia
la salida, al otro lado de la cual brillaba el sol.
Se encontró en la falda de una cocina baja y por un momento tuvo la impresión
de que se encontraba de nuevo en el Parque central de Diaspar. Pero si aquello
era realmente un parque resultaba demasiado enorme para que su mente pudiera
aceptarlo. La ciudad que había esperado encontrar no aparecía por parte alguna.
A todo el alcance de su vista no había más que bosques y llanuras cubiertas de
hierba.
Después, Alvin alzó sus ojos hacia el horizonte y allí, por encima de los árboles,
deslizándose en un gran arcó de izquierda a derecha que parecía rodear al mundo,
se alzaba una línea pétrea que dejaba reducidos a enanos los más altos edificios
de Diaspar. Aquello se hallaba tan distante que los detalles se perdían en la
lejanía, pero, pese a eso, Alvin pudo observar en su silueta algo que le causó
extrañeza. Cuando sus ojos se acostumbraron a la inmensidad colosal del paisaje,
se dio cuenta de que esas enormes murallas lejanas no podían haber sido
construidas por el Hombre.
El tiempo no había logrado conquistarlo todo. ¡La Tiefra seguía teniendo
montañas de las cuales podía sentirse orgullosa!
Durante un buen rato Alvin se quedó en la boca del túnel acostumbrándose
lentamente al mundo extraño en el que se encontraba. Miró a todas partes sin
poder descubrir el menor rastro de vida humana. Pero la carretera que conducía
hacia el pie de la colina parecía bien cuidada. No tenía más remedio que seguirla.
Al pie de la colina, la carretera desaparecía entre árboles
tan altos que casi ocultaban el sol. Cuando Alvin caminó bajo ellos, a su
sombra, una extraña mezcla de aromas y sonidos pareció saludarle. El sonido del
viento entre las hojas ya lo había conocido anteriormente, pero, aparte de este,
nuevos y vagos sonidos, millares de ellos, no decían nada a su mente. Le
invadieron olores desconocidos, aromas que ya habían desaparecido incluso en
la memoria de su raza. El agradable calor, la profusión de olores y colores y la
invisible presencia de un millón de criaturas vivas le sacudieron con una violencia
casi física.
De improviso se encontró frente ha un lago. A su derecha desaparecieron los
árboles para dejar paso a una gran extensión de agua manchada por algunas
pequeñas islas. Jamás en su vida había visto Alvin tan grandes cantidades de tan
precioso líquido. Caminó por las orillas del lago y dejó que el agua cálida
acariciara sus dedos al deslizarse por entre ellos.
El gran pez plateado que pasó nadando rápidamente bajo las aguas, fue el
primer ser vivo no humano que Alvin viera en su vida. Alvin, sin embargo, no
pudo menos que preguntarse por qué esa silueta le era tan familiar. Y recordó
acto seguido, los registros y grabaciones visuales que Jeserac le había ~ mostrado
cuando niño y supo dónde había visto antes esas líneas.tan llenas de gracia. La
lógica podría decirle que el parecido tal vez fuera sólo obra de la casualidad, pero
semejante lógica, en esta ocasión, hubiera fallado.
A través de las Edades, los artistas se habían sentido inspirados por la singular
belleza de las grandes naves espaciales que unían un mundo con otro. Antaño
hubo artesanos que no se habían limitado a trabajar sobre el metal fundido o la
piedra tallada, sino también con el más imperecedero de todos los materiales:
carne, huesos y sangre. Pese a que su raza y todos ellos habían sido olvidados por
completo, uno de sus sueños había sobrevivido a la ruina de las ciudades y al
hundimiento de los continentes.
Finalmente, Alvin se libró del encanto del lago y continuó su camino por la
sinuosa carretera. Volvió el bosque a circundarlo nuevamente, pero sólo durante
unos momentos. A continuación el camino desembocaba en un gran calvero que
tendría un kilómetro de anchura y el doble de longitud. Entonces, Alvin
comprendió por qué no había visto rastro alguno de ser humano.
El calvero estaba lleno de bajos edificios de sólo dos pisos, con sus fachadas
pintadas con colores suaves que ofrecían un dulce descanso a los ojos pese a la
fuerza de los rayos solares. Su diseño era recto, limpio, con una tendencia a lo
funcional, pero algunos de ellos estaban construidos en un complejo estilo
arquitectónico que incluía el empleo de columnas estriadas y piedras
graciosamente labradas. En esos edificios, que parecían muy antiguos, aún se
usaba el arco ojival, tan inconmensurablemente arcaico.
Mientras marchaba lentamente hacia el pueblo, Alvin seguía esforzándose en
adaptarse al nuevo ambiente que le rodeaba. Nada había allí que le resultara
familiar: incluso el aire que respiraba le parecía distinto. Y las gentes altas, de
pelo dorado, que iban de un lado a otro entre los edificios, resultaban muy
distintos de los apáticos, lánguidos y desinteresados habitantes de Diaspar.
Alvin estaba ya a punto de alcanzar el pueblo, cuando vio a un grupo de
hombres que se acercaba intencionadamente hacia él. Sintió una repentina y
profunda excitación y la sangre latió más apresuradamente en sus venas. Por un
instante pasó por su mei)te la memoria de todos los encuentros transcendentales
del hombre con otras razas. Y se detuvo a poca distancia del grupo que acudía a
recibirle.
Sus componentes parecían sorprendidos de verlo, pero no tanto como él había
esperado. Rápidamente comprendió la razón. El que parecía el jefe del grupo le
tendió la mano con ese gesto anticuado de amistad.
—Decidimos que era mejor que le esperásemos aquí — dijo —. Nuestro hogar
es muy distinto a Diaspar y el camino desde la estación de llegada hasta aquí
ofrece a nuestros visitantes la oportunidad de que se... aclimaten.
Alvin aceptó la mano abierta que se le ofrecía y, por un instante, estuvo
demasiado atónito y sorprendido como para responder.
—¿Sabían ustedes mi llegada? —pudo preguntar con tono vacilante al cabo de
unos instantes.
—Siempre nos enteramos cuando el transportador se pone en movimiento.
Pero no esperábamos a una persona tan joven como usted. ¿Cómo descubrió el
camino?
—Creo que es mejor que contengamos de momento nuestra
curiosidad, Gerane — dijo otro de los componentes del grupo
Seranis está esperando.
El nombre de «Seranis» fue precedido de una palabra que a Alvin le resultaba
desconocida. En cierto modo parecía contener una expresión de respeto
suavizado por el afecto.
Gerane pareció mostrarse conforme con las palabras del que le había
interrumpido y el grupo, con Alvin, se puso en camino hacia el pueblo. Mientras
caminaban, Alvin estudió el rostro de sus acompañantes. Parecían hombres
afectuosos, bondadosos e inteligentes. No había en sus faces esos signos de
aburrimiento o de fatiga mental y brillante decadencia que un visitante de
Diaspar hubiera encontrado en un grupo semejante. Con su mente despejada
tuvo la impresión de que todos ellos poseían muchos de los dones humanos que
su propio pueblo había perdido. Cuando sonreían, lo que hacían frecuentemente,
mostraban sus filas de dientes marfileños, esas perlas que el Hombre había
perdido y vuelto a ganar, para perderlas de nuevo, en la larguísima historia de su
evolución.
Los habitantes del pueblo lo contemplaron con franca curiosidad cuando cruzó
las calles en compañía de los que acudieron a recibirle. Se sintió divertido al ver
la profunda sorpresa con que le contemplaban algunos niños. Ningún otro hecho
aislado le hizo pensar con tanta intensidad en la enorme diferencia que separaba
a este mundo del que a él le era habitual. Diaspar había pagado, y muy caro, el
precio de la inmortalidad.
El grupo se detuvo ante el mayor de los edificios que Alvin había visto desde su
llegada al pueblo. Estaba en su centro y de un asta que se alzaba sobre su pequeña
torre circular pendía un estandarte verde que se mecía al viento.
Todos, con la excepción de Gerane, se echaron a un lado y se colocaron detrás
de él cuando entraron en el edificio. En el interior reinaba un gran silencio y la
temperatura era fresca y agradable. Los rayos penetraban suavizados por las
paredes translúcidas y lo iluminaban todo con un resplandor delicado y
tranquilizador. En las paredes, artistas de gran habilidad y poder creativo habían
representado escenas de la vida en el bosque. Mezclados con éstos, había otros
murales que representaban cosas que no decían nada a la mente de Alvin, pero
que resultaban armónicas y agradables a la vista. Embutido en una de las paredes
había algo que no había esperado encontrar allí ni por lo más remoto: un receptor
visiofónico, de gran belleza, cuya pantalla conformaba un laberinto de brillantes
colores.
Subieron una corta escalera de caracol que les condujo al piso principal del
edificio. Desde ese punto se ofrecía a la vista la panorámica de todo el pueblo y
Alvin se dio cuenta de que estaba formado por unas cien casas. En la distancia,
los árboles se extendían por doquier y entre ellos circulaban arroyuelos anchos y
límpidos. Pudo ver algunos animales en el bosque, pero su conocimiento de
zoología y biología era demasiado superficial como para poder adivinar su
naturaleza.
En la penumbra de la torre había dos personas sentadas junto a una mesa que
lo observaron con atención e intensidad. Cuando se levantaron para saludarle,
Alvin se dio cuenta de que una de ellas era una mujer majestuosa, muy bella,
cuyos cabellos rubios como el oro estaban surcados por mechones grises. Supuso
que esta mujer debía ser Seranis. Al mirarla a los ojos, le parecía ver la expresión
de esa sabiduría y profunda experiencia que en ocasiones parecía encontrar en
Rorden, cuando se hallaba a su lado, y más raramente en Jeserac.
El otro era un muchacho, poco mayor que él en apariencia, y Alvin no necesitó
una segunda mirada para darse cuenta de que era el hijo de Seranis. Las facciones
limpias y serenas eran las mismas aun cuando sus ojos expresaban sólo amistad
y no esa sabiduría y conocimientos casi aterradores de los de su madre. El cabello
también era distinto, negro en vez de dorado. Y, no obstante, a nadie podía
habérsele escapado el parentesco existente entre ellos.
Alvin se sintió demasiado impresionado y se volvió hacia su guía en busca de
apoyo. Pero Gerane había desaparecido. En esos momentos, Seranis sonrió y
Alvin sintió que se desvanecía su temor.
—¡Bienvenido a Lys! —le dijo—. Yo soy Seranis y éste es mi hijo Theon que un
día me sucederá en mi cargo. Tú eres el visitante más joven de los que han venido
de Diaspar. Dime cómo descubriste el amino.
Vacilando al principio, y después cada vez con mayor confianza y seguridad,
Alvin le relató su historia. Theon parecía entusiasmado con ella y escuchaba sus
palabras con avidez, como si no deseara perderse ni una sola de ellas. No cabía
duda de que Diaspar debía ser para él un mundo tan extraño comoLyslo era para
Alvin. Pero el joven se dio cuenta de que, contra, riamente a su hijo, Seranis
parecía saber todo lo que le estaba explicando y en una o dos ocasiones le hizo
preguntas que demostraban que, en algunos asuntos relacionados con Diaspar,
su conocimiento superaba incluso al del propio Alvin. Cuando éste terminó su
relato, se hizo un silencio que nadie rompió por unos momentos. Después,
Seranis se le quedó mirando y le dijo con tranquilidad:
—¿Por qué has venido a Lys?
—Quería explorar el mundo —replicó—. Todo el mundo me decía que aparte
de Diaspar sólo existía el desierto que nos rodeaba, pero yo deseaba asegurarme
por mí mismo.
Los ojos de Seranis tenían una expresión de gran simpatía e incluso cierta
compasión cuando habló de nuevo:
—¿Y fue ésa la única razón?
Alvin vaciló. Cuando respondió, no fue el explorador el que habló sino el
muchacho apenas salido de la infancia.
—No, no fue la única razón, aunque la otra no acabé de conocerla hasta ahora:
me encontraba solo.
—¿Solo? ¿En Diaspar? —sí —dijo Alvin—. Yo he sido el único niño que ha
nacido allí en los últimos siete mil años.
Aquellos ojos maravillosos seguían fijos en él y parecían explorar lo más
profundo de sus pensamientos. Alvin llegó a la conclusión de que Seranis podía
leer en su mente. Y cuándo tuvo ese pensamiento se dio cuenta de que en el rostro
de Seranis hubo una momentánea expresión de sorpresa... por lo que advirtió que
su suposición había sido acertada. Antaño, en tiempos pretéritos, las máquinas y
los hombres tuvieron ese poder y todavía las máquinas, que no habían cambiado
en todo ese tiempo, seguían disfrutando de ese poder de leer las órdenes de sus
dueños. Pero en Diaspar, el Hombre había perdido ese don que había dado a sus
esclavos mecánicos.
Con extraordinaria rapidez, Seranis interrumpió sus pensamientos.
—Si lo que andas buscando ese otro tipo de vida — le dijo — tus investigaciones
han llegado a su fin. Aparte de Diaspar y nosotros, más allá de nuestras montañas
sólo existe el desierto.
Resultó extraño que Alvin, que con anterioridad siempre había puesto en tela
de juicio expresiones tan concretas expuestas por otros, en esta ocasión no tuvo
la menor duda de que las palabras de Seranis respondían a la verdad. Su única
reacción fue de tristeza, al pensar que todo lo que habían dicho en Diaspar
estuviera tan cerca de la verdad.
—Dígame algo de Lys —preguntó—. ¿Por qué han vivido separados de Diaspar
durante tanto tiempo si ustedes conocían nuestra existencia?
Seranis sonrió al escuchar esta pregunta.
—No es fácil responder a esa pregunta en pocas palabras, pero haré todo lo que
esté en mi poder para explicártelo: debido a que has vivido en Diaspar toda tu
vida, has llegado a pensar que el hombre es un ente de ciudad. Y eso no es cierto,
Alvin. Desde que las máquinas nos trajeron la libertad, siempre existió una
rivalidad entre dos distintos tipos de civilización. En la Era del Alborear existían
millares de ciudades, pero una gran parte de la raza humana vivía en
comunidades parecidas a este pueblo nuestro.
»No tenemos documentos históricos en nuestros archivos — continuó
Seranis— que nos digan cuándo fue fundado nuestro pueblo, Lys, pero sí sabemos
que nuestros más remotos antepasados odiaban intensamente la vida en la
ciudad, y no querían integrarse en ellas. Pese a la evolución y al transporte
universal, se mantuvieron apartados del resto del mundo y desarrollaron una
cultura independiente que llegó a ser tina de las más elevadas entre las distintas
razas humanas en sus millones y millones de años de existencia. Transcurrieron
las distintas Eras de la raza humana y cada una de estas dos culturas continuó
avanzando por distintos caminos, y con el transcurrir de los siglos y milenios la
diferencia, el abismo que separaba esas dos culturas, se fue haciendo cada vez
mayor. La brecha que separaba a Lys de las ciudades se hizo mucho más
profunda. Sólo hubo un puente entre ellos y nosotros en épocas de la Gran Crisis:
cuando la Luna cayó, sabemos que su destrucción fue planeada y llevada a cabo
por los científicos de Lys. Lo mismo ocurrió cuando hubo que defender la Tierra
contra los Invasores, y fuimoj nosotros quienes los contuvimos en la Batalla de
Shalmirane.
»El gran esfuerzo —siguió la bella mujer— dejó exhausta a la humanidad. Una
tras otra, las grandes ciudades fueron muriendo y el desierto las invadió. Cuando
la población comenzó a descender, la humanidad se lanzó a una migración que
habría de hacer de Diaspar la última y la mayor de todas las ciudades. La mayoría
de esos cambios pasaron también sobre nosotros^ pero no nos afectaron
demasiado. Sabíamos que teníamos que vencer —nuestra última batalla, la
batalla contra el desierto. La barrera natural que nos ofrecían las montañas no
era suficiente y hubieron de pasar muchos miles de años antes de que lográramos
asegurar nuestra tierra. Enterradas profundamente, muy por debajo de la
superficie de Lys, hay máquinas que nos segui— rán dando agua en abundancia
en tanto que no se hayan agotado todas las reservas de la Tierra, o, mejor dicho,
en tanto que exista la Tierra, pues los Océanos siguen existiendo todavía,
ocupando miles y miles de kilómetros cuadrados de la superficie del planeta.
Seranis hizo una pausa. Alvin.estaba impresionado.
—Ésta es, brevemente, nuestra historia — continuó Seranis —. Ya puedes ver
que, incluso en las Eras del Alborear, no tuvimos demasiadas relaciones con las
ciudades, aun cuando sus habitantes venían frecuentemente al campo, a
visitarnos. Jamás se lo impedimos, puesto que muchas de nuestras más grandes
personalidades llegaron del Exterior. Sin embargo, cuando las ciudades
comenzaron a desintegrarse, a morir, no quisimos mezclarnos en su decadencia.
Con el final del transporte aéreo, sólo quedó un medio posible para llegar a Lys:
el sistema de transportadores de Diaspar. Hace cuatrocientos millones de años
ese camino fue cerrado por acuerdo mutuo. Pero nosotros siempre nos
acordamos de Diaspar y no acabo de comprender por qué vosotros os olvidasteis
de Lys.
Seranis sonrió débilmente, no sin cierto rasgo de ironía.
—Realmente Diaspar nos ha sorprendido. Esperábamos que siguiera la suerte
de las demás ciudades, pero en vez de morir, logró una cultura estable que es muy
posible que se mantenga en tanto que viva nuestro planeta, la Tierra. No es,
precisamente, una cultura que nosotros podamos admirar, pero la verdad es que
nos alegramos de que quienes intentaron escapar del final común lo lograran. Son
muchos más de cuanto puedes pensar los que han hecho el mismo camino que
acabas de realizar. Y todos ellos fueron hombres notables entre nosotros.
Alvin se preguntó cómo podría Seranis estar tan segura de la veracidad de sus
palabras, de que respondían a los hechos. Naturalmente no aprobaba su actitud
con respecto a Diaspar. El había «escapado», pero, después de todo, la forma de
vida de Diaspar no era completamente absurda.
En algún lugar vibró una gran campana con un «boom» que murió
armónicamente en el aire tranquilo. Sonó seis veces y cuando la última nota se
desvaneció en el silencio, Alvin se dio cuenta de que el sol estaba ya muy bajo en
el horizonte y que, en Oriente, el cielo anunciaba ya la llegada del crepúsculo.
—Tengo que regresar a Diaspar — dijo —. Rorden debe estar esperándome.
6. El último NIAGARA
—Realmente, ¿es todo eso necesario? — preguntó Alvin —. Vamos a estar fuera
sólo dos o tres días y al fin y al cabo llevamos un sintetizador con nosotros.
—Probablemente no — respondió Theon colocando el último contenedor de
alimentos en su pequeño vehículo terrestre —. Me parece que se trata de una
antigua costumbre, pero lo cierto es que jamás hemos sintetizado algunos de
nuestros mejores alimentos... Nos gusta verlos crecer. Es posible que nos
encontremos con otros excursionistas y es un deber de cortesía intercambiar con
ellos nuestra comida. Casi cada uno de los distritos tiene sus alimentos especiales,
típicos, y Airlee es famoso por sus melocotones. Ésa es la razón por la que he
puesto tantos a bordo... ni siquiera tú podrías comértelos todos.
Alvin le tiró su melocotón a medio comer a Theon, que se echó a un lado para
esquivarlo. Los chicos se habían hecho amigos y bromeaban entre ellos.
En esos momentos se produjo una especie de iridiscencia y un agitar de alas
invisibles cuando Krif descendió y se posó sobre la fruta caída para sorber su jugo.
Alvin no acababa de acostumbrarse a Krif. Le costaba trabajo comprender que el
gran insecto, aunque solía acudir cuando se le llamaba y, en ocasiones, hasta
obedecía algunas órdenes sencillas, estaba casi completamente desprovisto de
inteligencia. Hasta esos momentos, para Alvin, vida había sido siempre sinónimo
de inteligencia, en ocasiones incluso una inteligencia más elevada que la del
Hombre. Por eso no comprendía la existencia de aquel gran insecto.
Cuando Krif estaba posado, descansando, sus seis alas ligeras y transparentes,
se quedaban dobladas, pegadas a su cuerpo largo que brillaba a través de ellas
como una joya. Se trataba del insecto más bello y más desarrollado que el mundo
jamás había conocido, quizá la última de las criaturas que el hombre había elegido
como animal doméstico, como compañía.
El país de Lys se hallaba lleno de sorpresas y Alvin lo estaba comprobando por
propia experiencia. También su sistema de transporte, un tanto simple y sencillo,
pero no por ello menos eficiente, le había sorprendido. El vehículo-tierra, por lo
que pudo apreciar, trabajaba de acuerdo con el mismo principio que la gran
máquina que lo había llevado desde el subsuelo de Diaspar hasta allí, pues flotaba
sobre el suelo a unos cuantos centímetros. La única diferencia notable era que en
este caso no se veían rieles guías. Theon le había dicho que el vehículo sólo podía
marchar por determinados trayectos o vías. Así, todos los centros de población se
hallaban enlazados, pero las partes más alejadas del país sólo podían ser
alcanzadas a pie. Este estado de cosas le pareció, en su conjunto, extraordinario,
pero Theon, por su parte, lo consideraba una excelente idea, así como el más
práctico medio de transporte.
Al parecer, Theon había preparado su viaje con considerable antelación. La
Historia Natural era su principal pasión y Krif era sólo el más llamativo de sus
muchos, animales domésticos. En esa expedición confiaba en encontrar nuevos
tipos de insectos en las partes no habitadas del sur de Lys.
El proyecto había entusiasmado a Alvin cuando oyó hablar de él a su amigo.
Lógicamente, estaba interesado al máximo en conocer todo lo que pudiera de ese
país desconocido y maravilloso, aun cuando no le quedaba más remedio que
reconocer que su campo de interés difería notablemente del de Theon. Ambos
buscaban conocimientos distintos, pero esto no impedía que entre ellos existiera
un lazo de unión y un compañerismo que ni siquiera Rorden había logrado
despertar en su amigo.
Theon proyectaba dirigirse hacia el Sur en su vehículo hasta el punto más
extremo al que éste pudiera conducirlos —algo más de una hora de viaje desde
Airlee— y continuar después el viaje a pie. Sin dejarse impresionar, o tal vez
ignorando las implicaciones que esto podría tener, Alvin no puso la menor
objeción a los proyectos de su nuevo amigo.
Para Alvin el viaje a través de Lys, fue como un sueño irreal. Silencioso como
un fantasma, el vehículo se deslizó por las onduladas planicies y se abrió camino
a través de los bosques, sin desviarse ni un solo instante de sus invisibles vías. Su
velocidad era aproximadamente doce veces superior a la que el hombre podía
alcanzar en un caminar confortable y sin apresuramientos. En Lys nadie sintió
jamás la necesidad, la prisa, de viajar a mayores velocidades.
En muchas ocasiones cruzaron pueblos y aldeas, algunas incluso mayores que
Airlee, pero casi todas ellas construidas siguiendo las mismas normas. Alvin se
mostró sumamente interesado al apreciar pequeños y sutiles cambios que, sin
embargo, implicaban diferencias en la ropa e incluso en el aspecto físico de los
habitantes de unas y otras comunidades. La civilización de Lys se componía de
cientos de distintas culturas, cada una de las cuales contribuía con los matices
especiales de su talento a la formación de su conjunto.
Una o dos veces Theon se detuvo para hablar con amigos, pero esas
detenciones fueron breves, y todavía no era el mediodía cuando la pequeña
máquina de transporte se detuvo a los pies de una colina, que formaba parte de
una montaña cubierta por un bosque espeso y frondoso. Era la mayor montaña
que Alvin había visto en su vida, aunque realmente no era demasiado elevada ni
extensa.
—Aquí tenemos que empezar a caminar a pie —le explicó Theon con
entusiasmo, mientras sacaba el equipo del vehículo —. No podemos seguir
viajando en el coche.
Mientras se complicaba con las correas y mochilas que lo convertirían en una
bestia de carga, Alvin miró vacilante la gran masa rocosa que se alzaba ante él.
—Tenemos que dar una gran vuelta para rodearla, ¿no es así? — le preguntó a
su amigo.
—No vamos a rodearla sino a escalarla — replicó Theon —. Y quiero que
estemos en la cima antes de que se haga de noche.
Alvin no dijo nada. Pero en realidad, desde que se detuvieron a sus pies,
siempre pensó, con temor, que ésta fuera la intención de su amigo.
—Desde aquí —dijo Theon, alzando la voz para que su compañero pudiera oírle
por encima del ruido de la cascada — puedes ver la totalidad del país de Lys.
Alvin no tuvo la menor dificultad en creerlo. Hacia el Norte se extendían
kilómetros y kilómetros de bosque, interrumpido de vez en cuando.por calveros
y campos de cultivo y el curso de cientos de ríos y arroyos. Oculto en alguna parte
de ese magní. fico paisaje debía estar Airlee. Alvin se jactó de que podía divisar
en la lejanía el resplandor del gran lago, pero acabó por convencerse de que sus
ojos le habían traicionado. Mucho mág al Norte, los bosques y los campos se
fundían formando un inconmensurable tapiz verde, interrumpido sólo de vez en
cuando por las hilera» de colinas y montañas. Y más atrás aún, al final de todo,
las grandes montañas que servían de frontera y protección entre Lys y el desierto,
parecía formar un banco de nubes lejanas.
Hacia el Este y el Oeste, el paisaje que se ofrecía a los ojos era realmente muy
poco distinto, pero hacia el Sur, las montañas parecían estar más próximas, sólo
a pocos kilómetros de distancia. Alvin podía verlas claramente y se dio cuenta de
que eran mucho más elevadas que la cima de la pequeña montaña en la que se
encontraban.
Pero lo más maravilloso, lo más bello y encantador de todo lo que hasta
entonces habían descubierto sus ojos asombrados, era la cascada. Desde la misma
cara de la montaña una ancha cinta de agua se precipitaba sobre el valle
curvándose en el espació hacia las rocas que se hallaban a trescientos o
cuatrocientos metros por debajo. Las aguas se pulverizaban al caer y tenían una
especial luminiscencia. Desde el fondo, donde las aguas caían sobre las rocas,
llegaba un ruido monótono, atronador, con— íinuo, que se repartía en miles de
ecos sobre las caras de la montaña con sus hendiduras y grietas.
Y abajo, ingrávido y sutil en el aire, sobre la base de la catarata, estaba el último
de los arco iris que todavía quedaban en la Tierra.
Los dos muchachos permanecieron durante largos minutos tumbados al borde
del acantilado desde el que se precipitaba el agua hasta el valle, observando el
último Niágara y las tierras desconocidas que había tras el valle.
Se trataba de unas tierras distintas de las de la zona que acababan de dejar tras
ellos. Daban la impresión de estar desiertas y vacías. Podían suponer, sin temor
a equivocarse, que el hombre no había vivido allí desde hacía muchos,
muchísimos años.
Theon respondió a la pregunta, no pronunciada, de su amigo, con naturalidad.
—En cierta época —le explicó—, la totalidad del país de Lys estaba deshabitado.
Pero de esto hace ya mucho tiempo. En aquellos días sólo los más diversos
animales pacían a su placer por estas tierras.
Realmente, allí no podía apreciarse la menor señal de vida humana. Ninguno
de aquellos calveros que se veían era obra del hombre, ni tampoco encauzados y
controlados por la inteligencia humana ninguno de los ríos.
Sólo en un lugar había indicaciones de que el hombre hubiera estado y
habitado allí en épocas remotas: a muchas millas de distancia, unas ruinas
blancas y solitarias destacaban entre el bosque como una presa capturada. Por lo
demás, en todas paites, la jungla había vuelto a adueñarse de la tierra.
7. El habitante del crater
—COMO PUEDE VER —concluyó Alvin— cumplirá cualquier orden que yo le dé,
por complicada que sea. Pero tan pronto le hago alguna pregunta sobre su origen
se queda «congelado», como ahora.
La máquina de Shalminare flotaba inmóvil sobre el asociador principal y sus
lentes cristalinas brillaban a la luz plateada como las piedras de una maravillosa
joya.
De todos los robots que Rorden había encontrado en su vida éste era el más
sorprendente. Estaba casi completamente seguro que había sido construido por
una civilización no humana. Con tales sirvientes eternos no resultaba
sorprendente que la personalidad del Maestro hubiera lograda sobrevivir tantas
eras históricas.
El regreso de Alvin trajo consigo tantos problemas que Rorden casi se sentía
asustado sólo de pensar en ellos. El mismo no había encontrado sencillo aceptar
la existencia de Lys con todas las implicaciones que eso envolvía y se preguntaba
cómo reaccionaría Diaspar ante el nuevo conocimiento. Posiblemente la enorme
inercia de la ciudad sería como un colchón que suavizaría el shock. Ciertamente,
tendrían que pasar muchos años antes de que sus habitantes apreciaran en su
importancia plena el hecho de que no eran los únicos habitantes de la Tierra.
En cuanto a Alvin, tenía su propia forma de hacer las cosas y por ello su camino
era mucho más rápido. Llegó a haber momentos en los que Rorden lamentó el
fracaso del plan de Seranis... Todo hubiera sido mucho más simple si Alvin
hubiera perdido por completo la memoria de lo que le había sucedido y había
visto fuera de Diaspar! El problema era inmenso y, por segunda vez en su vida,
Rorden no podía decidir cuál era el curso de acción correcto. Se preguntaba
cuántas veces más Alvin se colocaría en dilemas parecidos y sólo de pensarlo
aparecía en sus labios una sonrisa mitad irónica mitad amarga. Para él, desde
luego, aquello no implicaba diferencia alguna, pues estaba convencido de que
Alvin haría siempre las cosas que le vinieran en gana.
De momento sólo una decena de personas, fuera de la fami: lia del muchacho,
conocían lo sucedido. Sus padres, con los cuales tenía tan poco en común, a los
que se pasaba semanas sin ver, parecían seguir creyendo todavía que,
simplemente, había pasado esos días, en otra parte de la ciudad. Jeserac fue la
única persona que reaccionó con determinada violencia' y una vez que hubo
superado la impresión se enfrascó en una dura disputa con Rorden y desde
entonces casi no se dirigían la palabra. Alvin, que hacía ya tiempo que veía venir
este estado de cosas entre ambos, sólo podía suponer las razones generales de la
disputa pero, para su disgusto y desilusión, ninguno de los protagonistas quiso
hablar con él del asunto.
Posteriormente llegaría el momento de ver cómo reaccionaba Diaspar ante esa
verdad: de momento Alvin estaba tan interesado en el robot que no le quedaba
tiempo para preocuparse por ninguna otra cosa. Sentía, y este sentimiento era
compartido por Rorden, que la leyenda que había oído en Shalmirane sólo era un
fragmento de otra mucho más extensa. Al principio, Rorden se había mostrado
escéptico y seguía creyendo que «Los Grandes» no eran otra cosa que uno de los
innumerables mitos religiosos que habían pasado por la Tierra. Sólo el robot sabía
la verdad, pero había logrado desafiar, victoriosamente, a un millón de siglos de
preguntas sobre su origen y parecía dispuesto a seguir haciéndolo durante
muchos milenios más.
—El problema principal estriba en que ya no quedan ingenieros en el mundo
—comentó Rorden.
Alvin se lo quedó mirando extrañado. Pese a sus contactos con el Archivero
Mayor, que habían aumentado bastante su vocabulario, aún seguían existiendo
muchas palabras arcaicas, como por ejemplo «ingeniero», que no entendía.
—Un ingeniero —explicó Rorden — era un hombre que diseñaba, planeaba y
construía máquinas y aparatos. Para nosotros resulta imposible imaginar una era
sin robots, pero todas las máquinas que existen en el mundo tuvieron que ser
inventadas en una u otra ocasión. Hasta que se construyó el Robot Maestro hacía
falta la existencia de hombres bien preparados para cuidarse de los robots. Una
vez que se construyeron máquinas capaces de cuidar de las otras, los ingenieros
humanos dejaron de ser necesarios. Creo que ésta es una explicación lógica
aunque desde luego no sea más que una charla sin trascendencia. Todas las
máquinas que existen y que poseemos, existían ya al comienzo de nuestra historia
e, incluso, muchas otras desaparecieron antes de que nuestra civilización
comenzara.
—Como aparatos voladores y naves espaciales — añadió Alvin.
—Sí — añadió Rorden —, como los grandes comunicadores que podían
alcanzar las estrellas. Todas estas invenciones desaparecieron cuando dejaron de
ser necesarias.
—Sigo creyendo — dijo Alvin meneando la cabeza — que la desaparición de las
naves espaciales no puede ser explicada de manera tan sencilla. Pero volvamos a
referirnos a las máquinas ¿cree usted que el Robot Maestro puede ayudarnos? Yo
jamás í he visto uno, desde luego, y no sé mucho sobre ellos.
—¿Ayudarnos? ¿De qué modo?
—No estoy seguro —dijo Alvin vagamente—. Tal vez ellos puedan forzarlo a
obedecertodas mis órdenes. ¿No están para reparar? Supongo que eso será como
una especie de repara ción...
La voz fue desfalleciendo paulatinamente como si él mismo hubiera sido
incapaz de convencerse de que sus palabras eran acertadas y lógicas.
Rorden sonrió: la idea era demasiado ingenua como para poner en ella mucha
fe. Sin embargo, este trabajo de investigación histórica era el primer esquema por
el que podía entusiasmarse... Y de momento no era capaz de encontrar un plan
mejor.
Caminó hacia el asociador, sobre el cual seguía flotando el robot como en una
postura de estudiada indiferencia. Cuando comenzó, casi de manera automática,
a colocar sus preguntas en el teclado, se sintió de repente tan conmovido por su
incongruencia que rompió a reír.
Alvin se quedó mirando a su amigo con sorpresa cuando Rorden se dirigió a él.
—Alvin —dijo entre risas—. Temo que aún tenemos que aprender muchas cosas
sobre las máquinas.
Dejó sus manos sobre el suave acero del cuerpo del robot y añadió:
—Las máquinas no comparten los sentimientos humanos, como bien sabes. No
era necesario, de ningún modo, que habláramos en voz baja, como hemos hecho,
como si temiéramos herir sus sentimientos.
***
Este mundo, Alvin lo sabía, no había sido hecho para el hombre. Bajo el
resplandor de las luces tricromáticas —tan fuertes y oscilantes que hacían doler
los ojos— los largos y anchos pasillos se extendían hasta el infinito. Por esos
pasillos entraban todos los robots de Diaspar al final de su vida paciente y servil,
pero sólo una vez en un millón de años se oía el eco de unos pasos humanos.
No había resultado difícil localizar los mapas de la ciudad subterránea, la
ciudad de las máquinas sin las cuales Diaspar no podía existir. A unos pocos
cientos de metros hacia adelante se abría a una cámara circular de más de dos
kilómetros de anchura, con el techo soportado por grandes columnas que debían
soportar el inimaginable peso de la Central de Energía. Aquí, si el mapa decía la
verdad, los Robots Maestros, las mayores de todas las máquinas inteligentes,
vigilaban el buen funcionamiento de Diaspar.
Sí, la cámara estaba allí y era mucho mayor de lo que Alvin se había imaginado,
pero ¿dónde estaban las máquinas? Alvin se detuvo un momento, sorprendido,
ante el tremendo espectáculo, y al mismo tiempo carente para él de significado,
que se ofrecía a sus ojos. El corredor terminaba en la alta pared de la cámara —
seguramente la mayor cavidad jamás construida por el hombre — y a ambos lados
había rampas que descendían a los pisos inferiores. Cubriendo el total de ese
enorme espacio, brillantemente iluminado, había centenares de grandes
estructuras blancas que surgían de un modo tan inesperado que, por un
momento, Alvin tuvo la impresión de hallarse en una ciudad humana subterránea
y que éstos eran sus edificios. La impresión era vivida y resultaba verdaderamente
imposible librarse de ella por completo. Por ninguna parte veía señal de lo que
había esperado: el brillo familiar del metal que desde el comienzo de esas Eras el
hombre estaba acostumbrado a asociar con sus sirvientes mecánicos.
Allí estaba el fin de una evolución casi tan larga como la del hombre. Sus
comienzos se perdían en las nieblas de la Era del Alborear, cuando la humanidad
había aprendido a utilizar la energía y a enviar sus máquinas a circular por el
mundo.
El vapor, el agua, el viento, y muchas otras cosas, habían sido utilizados
durante un corto período y después fueron abandonados. Durante siglos, la
energía de la materia sirvió para mover todas las-máquinas del mundo hasta que
a su vez también fue superada y sustituida. Con cada cambio, las máquinas viejas
tenían que ser sustituidas y eran abandonadas, olvidadas, cuando las nuevas las
reemplazaban. Lentamente, durante un período de millones de años, se llegó a
una aproximación muy cercana de la máquina ideal, perfecta. Un ideal que
primero fue un sueño, después un proyecto próximo y, finalmente, una realidad:
Ninguna máquina debía tener piezas móviles.
Allí estaba la última expresión de ese ideal. Su realización le costó al hombre,
tal vez, un millar de millones de años y después de conseguido este triunfo, le
volvió para siempre la espalda a las máquinas.
El robot que ellos buscaban no era tan grande como la mayor parte de sus
compañeros, pero Alvin y Rorden se sintieron como enanos cuando estuvieron
frente a él. Sus cinco hileras con sus líneas horizontales le daban la impresión de
una bestia agazapada y, al compararlo con su propio robot, Alvin no pudo menos
de extrañarse de que ambas máquinas pertenecieran al mismo mundo.
A un metro aproximadamente del suelo un amplio panel transparente ascendía
cubriendo casi la totalidad de la estructura. Alvin apoyó su frente contra el
extraño y cálido material y miró en el interior de la máquina. Al principio no logró
ver nada, pero después, cuando sus ojos se habituaron, pudo distinguir millares
de débiles puntitos luminosos que parecían flotar en la nada. Estaban alineados
tridimensionalmente en una extraña celosía cuya forma no significaba nada para
él, como las estrellas tampoco significaron nada para el hombre antiguo.
Rorden se le había unido y juntos miraron las entrañas del gigantesco
monstruo mecánico. Aun cuando estuvieron estudiándolo durante varios
minutos, ni uno solo de los millares de puntitos de luz se movió de su sitio ni varió
la intensidad de su brillo. Poco después, Alvin se separó de la máquina y se volvió
a su amigo.
—¿Qué tipo de máquinas son éstas? —preguntó Alvin lleno de perplejidad.
—Si nosotros pudiéramos mirar en nuestras propias mentes — respondió
indirectamente Roden—, veríamos que su esquema resulta igualmente falto de
significado para nosotro's. Esos robots nos parecen inmóviles porque nosotros no
somos capaces de leer sus pensamientos.
Por vez primera Alvin miró la larguísima avenida, jalonada de titanes, con
cierto sentido de comprensión. Durante toda su vida había aceptado la existencia
de robots y otras máquinas automatizadas como lo más natural. Había admitido
el milagro de los sintetizadorés que durante siglos y siglos estuvieron dotando
incansablemente a la ciudad de todo lo que necesitaba. Miles de veces había
observado el acto de creación que ésas máquinas ejecutaban, sin pararse a pensar
que en algún lugar tenía que estar el prototipo que de aquellas cosas que él había
visto venir al mundo.
Al igual que una mente humana puede ocuparse durante algún tiempo con un
solo pensamiento, así esos grandes cerebros podían captar y conservar para
siempre las ideas más intrincadas. Los modelos de todas las cosas creadas debían
estar conservados para siempre en sus mentes eternas, sin necesitar otra cosa que
la orden de una voluntad humana para producirlas con plena realidad.
El mundo había caminado muy deprisa, quemando etapas, desde que el primer
hombre de las cavernas afiló pacientemente la punta pétrea de su flecha y el filo
de sus cuchillos de pedernal.
—Ahora nuestro problema está en entrar en contacto con el gran Robot
Maestro —explicó Rorden—. No puede tener ningún conocimiento directo del
hombre porque no existe medio alguno para que nosotros podamos afectar su
conciencia. Si mi información es correcta, en alguna parte debe haber una
máquina intérprete. Se trata de un tipo especial de robot que puede convertir las
instrucciones humanas en órdenes al alcance de la comprensión del Robot
Maestro. Son máquinas dotadas de inteligencia pura con muy escasa memoria, es
decir, todo lo contrario de estas otras, que poseen una memoria tremenda y una
inteligencia relativamente pequeña.
Alvin meditó un momento. Después señaló a su propio robot.
—¿Por qué no lo utilizamos a él? —sugirió—. Los robots poseen unas mentes
muy formalistas. No se negará a transmitir.nuestras instrucciones, aunque dudo
de que el Robot Maestro jamás se haya encontrado en una situación semejante.
Rorden se echó a reír.
—Eso creo yo también, pero puesto que por aquí hay una máquina
especialmente construida para este trabajo, opino que lo mejor que podemos
hacer es valemos de ella.
El intérprete era un aparato relativamente pequeño construido en forma de
herradura en torno a una pantalla visual que se iluminó cuando se acercaron a
ella. De todas las máquinas que se guardaban en aquellas caverna ésa fue la única
que demostró reconocer y reaccionar ante la presencia del hombre, pero su saludo
resultó un poco seco. En la pantalla aparecieron las siguientes palabras:
EXPONGA SU PROBLEMA
Alvin se volvió a su amigo con un gesto de desilusión, pero aun antes de que
pudiera expresar en palabras su desengaño, las letras de la pantalla cambiaron y
un segundo mensaje apareció en ella:
Alvin se dirigió a la máquina y examinó el papel que había por debajo del lugar
donde la luz roja se encendía y se apagaba. En el panel había una especie de
ventana constituido por una extraña sustancia casi invisible que sostenía un
bolígrafo que lo atravesaba verticalmente. La punta de bolígrafo descansaba
sobre una hoja de material blanco que ya llevaba varias firmas y fechas. La última
fecha era de unos cincuenta mil años antes y Alvin reconoció el nombre como el
de un reciente presidente del Consejo. Sobre él sólo se veían otros dos nombres,
pero ninguno de ellos significaba nada para el muchacho ni para Rorden. Esto no
podía sorprender a nadie pues esas firmas habían sido estampadas treinta y tres
millones y cincuenta y siete millones de años antes.
Alvin no podía comprender el sentido de ese ritual de la firma, pero sabía que
no debía tratar de suponer los métodos de trabajo de las mentes que habían
construido aquel lugar. Con ligero sentimiento de irrealidad tomó el bolígrafo y
empezó a escribir su nombre. El instrumento parecía tener completa libertad de
moverse horizontalmente, siguiendo la línea normal de la escritura, pues en esa
dirección la sustancia que lo sostenía no ofrecía más resistencia de la que pudiera
oponer una pompa de jabón. Pero ni haciendo uso de toda su fuerza podía lograr
moverlo verticalrnente. Se dio cuenta de ello porque lo intentó, sin saber por qué,
como un simple capricho.
Con el mayor cuidado escribió la fecha y dejó el bolígrafo. Éste se movió
lentamente hasta recobrar su posición inicial sobre la hoja... Y.de inmediato el
panel con su luz roja intermitente desapareció.
Mientras Alvin se alejaba de allí se preguntaba cuál habría sido la razón que
llevó a los hombres que lo precedieron, cuyas firmas figuraban sobre la suya, a
visitar aquella cámara. No le cabía duda de que dentro de miles o millones de
años en el futuro otros hombres mirarían el panel y se preguntarían a sí mismos:
«¿Quién era Alvin Loronei?» O tal vez en vez de ello aquellos hombres del futuro
conocerían su nombre, convertido en famoso, y exclamarían: «¡Mira...! ¡ Aquí!
¡Ésta es la firma de Alvin...!»
Ese pensamiento no era raro en él y en esa situación optimista, después de su
éxito en la excursión fuera de los muros de Diaspar y la posibilidad de descifrar
el misterio de Shalmirane, resultaba casi justificado. Sin embargo, se guardó el
pensamiento y no se lo comunicó a su amigo por temor a que éste se burlara de
su vanidad.
Cuando llegaron a la entrada del corredor se volvieron para mirar hacia atrás
y la ilusión fue más fuerte que nunca. Allí, tras ellos, quedaba la ciudad muerta
con esos extraños edificios, una ciudad iluminada fantasmagóricamente por una
luz que no estaba concebida para el ojo humano. Pero tal vez la palabra no era
«muerta» pues aquella «ciudad» jamás tuvo vida, al menos en el sentido humano
de la palabra. Alvin sabía que cuando, quién sabe tras cuantos millones o billones
de años, Diaspar hubiera desaparecido, aquellas máquinas seguirían allí, sin
poder jamás apartar de sus mentes artificiales los pensamientos que los grandes
genios humanos que las crearon les habían dado y a los que debían servir
eternamente.
Alvin y Rorden casi no hablaron en su camino de regreso a casa mientras
cruzaban las calles dé Diaspar iluminadas por la luz solar que parecía pálida— y
desfallecida en contraste con la que acababan de dejar en la ciudad de los robots.
Cada uno de ellos, a su manera, iba pensando en el conocimiento que en breve
alcanzarían y consecuentemente no tuvieron la menor consideración por la
belleza de las grandes torres entre las queca minaban o por las miradas curiosas
que les dirigían sus conciudadanos.
Resultaba extraño, pensó Alvin, cómo todo lo sucedido le había arrastrado
hasta situarlo en ese momento. Sabía bien que los hombres eran los creadores de
sus propios destinos, pero en su caso, sobre todo desde que se encontró con
Rorden, todo parecía haberse movido de un modo automático, predestinado,
conduciéndolo a un objetivo predeterminado. El mensaje de Alaine... Lys...
Shalmirane... en cada una de las etapas de su aventura podía haber dado la vuelta,
sin ver muchas de las cosas que había a su alrededor; pero había una fuerza
extraña, un algo, que le había impulsado hasta el fin de su aventura. Resultaba
agradable pensar que el Destino le había favorecido precisamente a él, pero su
mente racional sabía que había otra ex—, plicación mejor, más próxima a la
verdad. Cualquier otro hombre podía haber hallado la misma senda que
recorrieron sus pasos e incontables veces, en el pasado, muchos otros debieron'
llegar casi tan lejos como él. Simplemente ocurrió que había tenido más suerte.
O, mejor dicho, fue el primero en tener suerte.
¡El primero en tener suerte!
Las palabras parecían repetirse como un eco burlón en su mente cuando
cruzaron el umbral de la puerta del despacho de Rorden. Tranquilo,
esperándolos, con las manos cruzadas pacientemente sobre sus rodillas, había un
hombre que vestía una curiosa túnica como Alvin jamás viera otra con
anterioridad. El desconocido miró a Rorden con una expresión interrogadora y
se sintió instantáneamente conmovido, sorprendido, por lá palidez de su cara. En
esos momentos se dio cuenta de quién era el visitante.
Éste se levantó cuando entraron e hizo una leve reverencia cortés. Sin una
palabra le extendió a Rorden un pequeño cilindro. Éste lo tomó y rompió el sello
que cerraba el mensaje. La rareza, casi inconcebible en esos días, de un mensaje
escrito hizo el intercambio silencioso aun más impresionante. Cuando Rorden
terminó, devolvió el cilindro con otra leve reverencia, ante lo cual, y pese a toda
su ansiedad, Alvin no pudo evitar una ¿omisa.
Rorden pareció recobrado de la impresión rápidamente, pues cuando comenzó
a hablar sus palabras tenían una entonación completamente normal.
—Al parecer el Consejo quiere tener unas palabras con nosotros, Alvin. Temo
que ya les hemos hecho esperar más de la cuenta.
Eso exactamente era lo que Alvin había esperado. La crisis había llegado
pronto, mucho más pronto de lo que había confiado. Pero, se dijo, no sentía el
menor temor ante el Consejo, aunque le disgustaba la interrupción que la visita
significaba en sus investigaciones. Eso le volvía loco. Sus ojos se dirigieron,
involuntariamente, hacia los dos robots.
—Tendrás que dejarlos aquí —dijo Rorden con firmeza.
Sus ojos se encontraron y se entendieron. Después Alvin se volvió al
Mensajero.
—Muy bien, estoy dispuesto —dijo con calma.
El grupo caminó en silencio hasta la Cámara del Consejo. Alvin iba meditando
sobre los argumentos que debía exponer, pues hasta ese momento jamás se había
ocupado de poner en orden sus pensamientos, pensando que pasarían años antes
de tener que dar una explicación. Se sentía más enojado que alarmado y sentía
rabia contra sí mismo por haberse dejado llevar a una situación así, sin estar
preparado por —completo para enfrentarse con ella.
Esperaron en la antesala sólo unos pocos minutos, pero fueron lo
suficientemente largos para que Alvin se preguntara por qué, si no tenía miedo,
sus piernas le temblaban de aquel modo. Pronto las enormes puertas se
contrajeron y entraron en la Sala en la que veinte hombres estaban sentados en
torno a su famosa mesa.
Ésta, Alvin lo sabía, era la primera reunión del Consejo en todo lo que él llevaba
de vida y se sintió halagado al ver que no había ni una silla vacía. Todos los
miembros del Consejo estaban allí, entre ellos Jeserac, lo que causó sorpresa a
Alvin que nunca había supuesto que su maestro formara parte del Consejo.
Cuando dirigió una mirada sorprendida y curiosa a su anciano profesor, éste se
agitó nerviosamente en su silla y le dedicó una débil sonrisa como si quisiera
decirle: «Esto no tiene nada que ver conmigo». Los demás miembros del Consejo
eran personas que Alvin había supuesto ostentaban ese importante cargo y
sólo dos de ellos le resultaban completamente desconocidos.
El Presidente comenzó a dirigirse a ellos con voz amistosa y, al mirar a los
rostros familiares que tenía ante sí, Alvin no pudo comprender la causa de la
alarma de Rorden. Comenzó a recuperar su confianza: Rorden, pensó, es un poco
cobarde. Con ese juicio, desde luego, no hacía justicia a su amigo, pues si
ciertamente el valor no había sido nunca una de sus cualidades más destacadas,
en esos momentos su preocupación se refería más a su puesto que a su propia
persona. Nunca en toda la historia de Diaspar, un Archivero Mayor había sido
depuesto de su —cargo. Rorden no quería, en modo alguno, ser el primero en
crear semejante precedente.
A los pocos minutos de haber entrado en la Cámara del Consejo, los planes
originales de Alvin sufrieron un cambio notable. El discurso que había preparado
tan cuidadosamente estaba olvidado; las rebuscadas frases que había elegido
fueron descartadas a disgusto. En su apoyo había llegado su más traidor aliado,
ese sentido del ridículo que siempre hizo que resultara imposible para él tomarse
en serio las más solemnes oca-x siones. El Consejo podía reunirse quizá una vez
en mil años, podía controlar los destinos de Díaspar... pero sus Consejeros, —
aquellos que se sentaban en torno a la mesa de deliberaciones, no eran más que
un gnipo de hombres viejos y cansados. Alvin conocía muy bien a Jeserac y no
creía que los otros fuesen muy distintos a él. Sintió una piedad desconcertante
hacia ellos, una piedad que tenía mucho de menosprecio y de repente recordó las
palabras de Seranis en Lys: «Hace muchos años, nosotros sacrificarnos nuestra
inmortalidad, pero Diaspár aún sigue fiel a ese falso sueño». Sí, realmente, esos
hombres habían seguido fieles a ese sueño y él no podía creer que eso les había
traído felicidad.
Así, cuando a petición del Presidente, Alvin comenzó a relatarle su viaje a Lys,
lo hizo como si no fuese más que un muchacho que, por casualidad, había hecho
un descubrimiento que creía de poca importancia, pero que ellos, con su mayor
sabiduría, consideraban de manera distinta. No había en el relato de Alvin nada
que pudiera hacer pensar que había actuado movido por un propósito
determinado, profundo y grave. Sólo la cunosioa d, una curiosidad natural, le
había llevado a salir de Diaspar. Eso podía haberle ocurrido a cualquiera, aunque,
sin embargo, el muchacho contribuyó con sus palabras a crear la impresión de
que esperaba un poco de alabanza por su listeza. No se refirió en lo más mínimo
a Shalmirane ni a sus robots.
Había sido una buena representación teatral, aunque sólo Alvin estaba en
condiciones de poderla apreciar en todo lo que valía. El Consejo, en conjunto,
pareció favorablemente impresionado, pero en la expresión de Jeserac se
reflejaba la lucha interna que en él se desarrollaba entre el alivio y la incredulidad.
En cuanto a Rorden, Alvin ni siquiera se atrevió a mirarlo.
Cuando Alvin terminó su declaración hubo un breve silencio, durante el cual
el Consejo pareció deliberar. Poco después el Presidente volvió a tomar la palabra.
—Apreciamos plenamente — dijo con voz solemne eligiendo cuidadosamente
las palabras — que has actuado movido por los mejores motivos. Sin embargo,
con tu conducta has creado una situación que resulta difícil para nosotros. ¿Estás
seguro de que tu descubrimiento ha sido accidental y que nadie te ha, digamos,
inducido o influenciado en ningún sentido?
El Presidente miró preocupado a Rorden.
Por última vez Alvin recurrió a la rapidez astuta de su mente.
—No lo diría yo así — dijo después de aparentar que reflexionaba
considerablemente la respuesta. Se produjo un rápido movimiento de inquietud
e interés en los miembros del Consejo y también Rorden se sintió inquieto y
tembló en su silla. Alvin dedicó a la audiencia una sonrisa que parecía encerrar
todo el candor del mundo y añadió, seguidamente, en una voz que parecía
totalmente inocente:
—¡Estoy seguro de que mucho de mi interés se lo debo a mi mentor!
Ante este reconocimiento tan singular y peligroso, pero expresado por él en
tono de la mayor gratitud y reconocimiento, todos los ojos se volvieron hacia
Jeserac, que se ruborizó y fue a comenzar a hablar, pero lo pensó mejor y decidió
guardar silencio. Éste se prolongó hasta que el Presidente volvió a tomar la
palabra.
—¡Muchas gracias! —dijo—. Deberás esperar aquí hasta que lleguemos a una
conclusión.
Rorden soltó un suspiro de alivio claramente audible y éste fue el último sonido
que Alvin oyó en algún tiempo. Una capa de silencio cayó sobre él y aunque podía
ver al Consejo discutir con calor, no llegaba a él ni una sola de las palabras de su
deliberación. Al principio resultaba divertido ver gesticular y mover los labios a
todos aquellos personajes sin que se oyera el menor sonido, pero al cabo de
observarlos un rato Alvin se aburrió de ello, así que se sintió dichoso cuando le
devolvieron su sentido del oído y pudo escucharlos de nuevo.
—Hemos llegado a una conclusión —dijo por fin el Presidente—: Que se ha
producido un hecho desgraciado del que realmente nadie puede ser considerado
responsable... aunque por otra parte pensamos que el Archivero Mayor debiera
habernos avisado de lo ocurrido con mayor rapidez. Debemos considerarademás
que quizá resulte provechoso que haya sido hecho este peligroso descubrimiento,
pues ahora estamos en condiciones de poder tomar las medidas oportunas para
evitar que vuelva a repetirse. Ya nos ocuparemos del sistema de transporte que
has descubierto. En cuanto a usted —el Presidente se volvió para dirigirse a
Rorden— debe ocuparse de que todas las referencias a Lys sean borradas de los
registros de sus archivos.
Hubo un murmullo de aprobación y una expresión de satisfacción se extendió
por los rostros de los Consejeros. Una situación difícil había sido resuelta rápida
y eficazmente. Se había evitado la necesidad de dar una reprimenda a Rorden, lo
cual les hubiera resultado muy desagradable y ahora cada uno de ellos podía
volver a su vida normal con el sentimiento de que, como ciudadanos responsables
del bien de Diaspar, habían sabido cumplir con su deber. Con buena suerte, quizá
pasarían varios siglos sin necesidad de volverse a reunir.
Incluso Rorden, pese a hallarse disgustado por la conducta de Alvin, y porque
debían prescindir de seguir adelante con sus proyectos, se sintió satisfecho con el
resultado. Las cosas podían haber acabado mucho peor...
Una voz que nunca había oído anteriormente lo sacó de sus pensamientos
consoladores e hizo que los Consejeros se quedaran mudos, helados, en sus sillas.
—¿Y, precisamente, cuál es la razón por la que van ustedes a cerrar el camino
que conduce a Lys?
Hubo de transcurrir un tiempo hasta que la mente de iyor— den, que no
deseaba admitir el desastre, aceptara que aquélla había sido la voz de Alvin.
El éxito de su subterfugio sólo le había dado a Alvin una momentánea
satisfacción. Durante el discurso del Presidente su furia había ido continuamente
en aumento, al darse cuenta de que pese a su truco y su astucia, sus planes no
podrían ser proseguidos como él deseaba. Los sentimientos que había
experimentado en Lys, cuando Seranis le presentó su ultimátum, habían vuelto a
él con redoblada fuerza. Había ganado la prueba y el sabor del poder seguía
siendo dulce en sus labios.
En esa ocasión no disponía de ningún robot que pudiera ayudarle y no sabía
cuál sería el resultado de su atrevimiento, pero ya no sentía el menor temor de
esos estúpidos viejos que se creían y se llamaban a sí mismos los gobernantes de
Diaspar. Había visto a los verdaderos gobernantes de la ciudad y había hablado
con ellos en el profundo silencio de su mundo brillante y subterráneo. Así,
dominado por su furia y su arrogancia, Alvin se despojó del disfraz de humildad
e inocencia y los Consejeros trataron de encontrar inútilmente de nuevo al
muchacho cortés y comedido que sólo unos minutos antes había hablado con ellos
tan respetuosamente.
—¿Por qué quieren ustedes cerrar el camino a Lys?
Se hizo.un profundo silencio en la Cámara del Consejo, pero los labios de
Jeserac se contrajeron en una sonrisa disimulada y breve. Ese Alvin resultaba
nuevo para él, pero menos extraño y lejano que el otro, el que había hablado unos
momentos antes.
En un principio, el Presidente pareció ignorar el desafío a su autoridad que
implicaba la rotunda pregunta de Alvin. En realidad no lograba aceptar la idea de
que se trataba simplemente de la pregunta inocente de los labios de un muchacho,
sobre todo debido al tono violento con que había sido pronunciada.
—Se trata de un asunto de alta política que no puede ser discutido aquí —dijo
pomposamente—, pero Diaspar no puede arriesgarse a ser contaminado por otras
culturas.
Al terminar sus palabras le dirigió a Alvin una sonrisa benevolente y un tanto
teñida de superioridad.
—Resulta extraño que en Lys se me dijera lo mismo — replicó Alvin fríamente—
sobre Diaspar...
Se sintió áatisfecho al ver una expresión de enojo y preocupación en su
audiencia, pero no les dio tiempo a que lo interrumpieran.
—Lys —continuó— es mucho mayor que Diaspar y su cultura, ciertamente, no
es inferior a la nuestra. Ellos siempre supieron de nuestra existencia pero
decidieron que era mejor hacer como que la ignoraban para... como usted ha
repetido, evitar la contaminación. ¿No resulta obvio que ambos estamos
equivocados?
Miró expectante a la fila de rostros pero no pudo leer en ninguno de ellos la
menor comprensión para sus palabras. De repente su odio contra aquellos
hombres viejos, de ojos fatigados, fue in crescendo. La sangre le afluyó a las
mejillas y su voz se hizo más alta y había en ella una nota de helado desprecio que
incluso el más pacífico y tranquilo de los Consejeros no podía ignorar.
—Nuestros antepasados —comenzó Alvin— construyeron un imperio que
llegaba hasta las éstrellas. Los hombres iban y venían a su voluntad de uno a otro
de esos mundos... Y ahora sus descendientes tienen miedo de salir fuera de los
muros de su propia ciudad. ¿Debo decirles por qué?
Hizo una pausa. No hubo el menor sonido ni el menor movimiento en la amplia
sala.
—Porque tenemos miedo — añadió seguidamente —,. miedo de algo que
sucedió al principio de nuestra historia. Se me dijo la verdad en Lys, pero ya
anteriormente yo había supuesto algo semejante. ¿Tenemos que escondernos
para siempre en Diaspar, como unos cobardes, pretendiendo creer que no existe
nada fuera de nuestros muros... sólo porque hace medio billón de años los
Invasores nos obligaron a regresar a la Tierra?
Alvin había puesto el dedo en la llaga de su terror secreto, ese miedo que él
jamás sintió como los demás habitantes de Diaspar y cuyo poder no podía
comprender. Ahora esos ancianos podían hacer lo que desearan: él habíá dicho la
verdad.
Su furia se fue desvaneciendo y pronto volvió a ser el mismo Alvin de siempre.
Incluso llegó a sentirse un poco alarmado por lo que había hecho.
Pero no quiso demostrar su leve inquietud y, en un último gesto de
independencia, se volvió hacia el Presidente, que aún no había salido de su
asombro.
—¿Tengo su permiso para marcharme?
Nadie pronunció una palabra, pero la ligera inclinación de cabeza del
Presidente le devolvió su tranquilidad perdida parcialmente por unos brevísimos
instantes. La gran puerta se abrió ante él y no fue hasta mucho tiempo después
de que de nuevo volviera a cerrarse, cuando la tormenta estalló en el interior de
la Cámara del Consejo.
Él Presidente esperó hasta que los ánimos se hubieron serenado un poco.
Seguidamente se volvió hacia el anciano Jeserac, el mentor de Alvin.
—Me parece —dijo— que en primer lugar lo que debemos hacer es escuchar las
explicaciones que esté en condiciones de darnos.
Jeserac consideró minuciosamente las palabras del Presidente del Consejo
tratando de ver si en ellas podía existir alguna trampa peligrosa para él. Luego se
decidió a contestar.
—Creo que Diaspar está a punto de perder uno de sus más destacados cerebros.
El Presidente pareció no entender lo que el anciano insinuaba.
—¿Qué es lo que quiere usted decir?
—¿No es obvio? Ahora el joven Alvin estará a medio camino ya de la tumba de
Yarlan Zey. No, no creo que debamos interferir. Sentiré mucho perder a ese
muchacho aunque él jamás se preocupó demasiado por mí...
Suspiró ligeramente y después continuó con cierta tristeza:
—La verdad es que jamás se preocupó demasiado por nadie salvo de Alvin de
Lorenei.
12. La Nave
A RORDEN LE COSTÓ, más de una hora poder librarse de la Cámara del Consejo.
El retraso fue para él una tortura y cuando llegó a sus habitaciones comprendió
en seguida que ya era demasiado tarde. Se detuvo junto a la entrada
preguntándose si Alvin le habría dejado algún mensaje y comprendió con tristeza
lo vacíos y solitarios que serían para él los años futuros.
El mensaje, en efecto, estaba allí, pero su texto era totalmente inesperado.
Rorden lo leyó varias veces pero seguía sin comprender totalmente lo que había
por debajo de su significado aparentemente claro.
El mensaje decía simplemente:
«Reúnase conmigo en la Torre de Loranne».
Rorden sólo había estado en una ocasión en la Torre de Loranne, cuando Alvin
lo había llevado hasta allí sólo para contemplar la puesta del sol al otro lado de
los muros. De eso hacía ya muchos años y se trató de una experiencia inolvidable.
Pero las sombras de la noche cayendo sobre el desierto le habían causado un
terror tan intenso que escapó de allí perseguido por las burlas irónicas de Alvin.
Y se prometió a sí mismo que nunca más volvería allí...
Y sin embargo, allí estaba, en la desolada habitación con las aberturas
horizontales destinadas a la ventilación. No se veía rastro alguno de Alvin, pero
cuando lo llamó, la voz del chico respondió de inmediato.
—Estoy en el parapeto, venga aquí. Puede salir por la abertura central.
Rorden vaciló. Había muchas otras cosas que él haría con mayor gusto. Pero
un momento después estaba de pie, junto a Alvin, de espaldas a la ciudad y con la
inmensidad del desierto extendiéndose sin fin ante ellos.
Se miraron en silencio durante un rato. Seguidamente, Alvin habló con tono
contrito.
—Espero no haberle causado problemas.
Rorden se sintió conmovido y muchos de los justificados y verdaderos
reproches que estaban a punto de salir de sus labios se ahogaron en ellos. Así, en
vez de ello, replicó:
—El Consejo estaba demasiado ocupado discutiendo entre sí como para
preocuparse de mí... —vaciló un momento y después continuó—: Jeserac estaba
haciendo una estupenda defensa cuando salí de allí. Temo haberme equivocado
al juzgarlo.
—También lo siento mucho por Jeserac.
—Sí, es posible que hayas empleado un sucio truco con el pobre anciano, pero
tengo la impresión que más que enojarse se estaba divirtiendo con ello. Al fin y al
cabo no dejaba de haber mucho de verdad en tus observaciones. Él fue la primera
persona en hacerte conocer los secretos de los mundos pasados y supongo que
eso le causa remordimientos de conciencia.
Por vez primera Alvin sonrió.
—Resulta raro — dijo — pero hasta que perdí la cabeza no acabé de comprender
cuál era mi intención. Jamás supe a ciencia cierta lo que verdaderamente deseaba
hacer. Tanto si lo quieren como si no, voy a romper el muro que separa a Diaspar
de Lys. Pero eso puede esperar. De momento no es lo más importante.
Rorden se sintió un tanto alarmado.
—¿Qué es lo que quieres decir? — le preguntó ansiosamente. Por primera vez
se dio cuenta de que en el parapeto sólo se hallaba uno de los dos robots.
Inmediatamente le preguntó a Alvin:
—¿Dónde está la otra máquina?
Lentamente Alvin alzó los brazos y señaló al desierto; hacia las quebradas
colinas y la larga línea de dunas que cruzaban la superficie de la tierra como olas
de un mar congelado'. Muy lejos, en la distancia, Rorden creyó ver el
inconfundible brillo del metal bajo los rayos del sol.
—Le estuvimos esperando — dijo Alvin con tranquilidad —. Tan pronto como
salí de la Sala del Consejo me dirigí a recoger los robots. Pasara lo que pasara
quería tener la seguridad de que nadie me separaba de ellos antes de que llegara
a saber todo lo que pueden enseñarme. No me ha llevado mucho tiempo pues,
realmente, no son muy inteligentes y saben mucho menos de lo que yo había
supuesto. Pero he descubierto el secreto del Maestro.
Hizo una pausa y seguidamente señaló en dirección adonde se encontraba el
casi invisible robot.
—¡Mire! —le dijo a su amigo.
La brillante mancha se alzó sobre el desierto y se quedó parada como a unos
doscientos o trescientos metros del suelo. Al principio, como no sabía qué
esperar, Rorden no pudo apreciar cambio alguno. Después, sin atreverse apenas
a creer a sus ojos, vio como una nube de polvo se levantaba en el desierto.
No hay nada más terrible que un movimiento cuando no puede esperarse que
se produzca movimiento alguno; pero en esos momentos, Rorden estaba ya por
encima de toda capacidad de sorpresa o miedo cuando vio que las grandes dunas
arenosas comenzaban a deslizarse, a abrirse. Por debajo del desierto algo se
estaba moviendo con las fuerzas de un gigante que se despertara de su sueño y se
sacudiera las arenas que, jugando, unos amigos hubieran echado sobre su cuerpo
poderoso. A los oídos de Rorden llegó el terrible ruido de la tierra al desgarrarse
como impulsada por una fuerza irresistible. Después, de repente, un gran geyser
de arena y piedras se alzo a cientos de metros en el aire y el suelo quedó nublado
por el polvo, fuera del alcance de la vista.
Lentamente, el polvo arenoso comenzó a sentarse de nuevo en el suelo del
desierto. Pero Rorden y Alvin aún seguían con los ojos fijos en el cielo abierto en
el lugar donde sólo unos segundos antes había estado el robot. Rorden no podía
imaginarse de ningún modo lo que Alvin estaba pensando. Pero al menos
comprendía por qué el muchacho había dicho que de momento no había ninguna
otra cosa tan importante. La gran ciudad a sus espaldas, el desierto enfrente, la
timidez del Consejo y el orgullo de Lys... ¡Todo eso parecía en esos momentos una
suma de asuntos sin importancia!
La cubertura de polvo, tierra y rocas, podía empañar pero no ocultar por
completo las "líneas orgullosas de la nave que seguía ascendiendo desde el
desierto hendido. Mientras Rorden observaba, la nave dio un giro y se quedó de
frente a ellos tras haber descrito un círculo. Después, lentamente, ese círculo
comenzó a extenderse en expansión.
Alvin comenzó a hablar con inusitada rapidez, como si le faltara tiempo para
todo lo que tenía que decir:
—Aún sigo sin saber quién era el Maestro o por qué vino a la Tierra. Lo que el
robot me ha dicho, me ha causado la impresión de que aterrizó en secreto y
escondió su nave espacial en un lugar donde podía volver a encontrarla fácilmente
si de nuevo tenía necesidad de ella. En todo el mundo no podía haber un lugar
más apropiado para ello que el Puerto de Diaspar, que ahora está enterrado bajo
estas arenas y que ya en la lejanísima época en que el Maestro llegó a la Tierra
debía estar completamente desierto y abandonado. Es posible, incluso, que el
Maestro viviera algún tiempo en Diaspar antes de dirigirse a Shalmirane.
Seguramente la carretera aún estaba abierta. Pero jamás volvió a tener necesidad
de su nave, que durante muchas Eras, inútilmente esperó enterrada bajo las
arenas.
La nave se hallaba en esos momentos muy cerca de ellos, pues el robot la
guiaba hasta el parapeto. Rorden pudo apreciar que debía tener como unos
treinta metros de longitud y era muy puntiaguda en sus dos extremos. No apreció
la existencia de ventanas ni otros orificios aun cuando la verdad era que la capa
de polvo que la cubría hubiera hecho imposible distinguir su existencia.
De repente, ellos también se vieron cubiertos por una nube de polvo, cuando
una sección de la armazón se abrió hacia adelante y Rorden pudo ver una especie
de cámara pequeña, desierta, con una segunda *puerta en el otro extremo. El
navío espacial flotaba inmóvil a unos treinta o cuarenta centímetros de distancia
del parapeto al que se había aproximado lenta y cautelosamente, como si fuera
un animal vivo y sensible. Por un momento Rorden retrocedió unos pasos como
si sintiera miedo, lo cual no estaba lejos de ser verdad. Para él la nave espacial
simbolizaba todo el terror y todos los misterios del Universo y despertaba en él,
de nuevo, como ninguna otra cosa hubiera podido hacerlo, los ancestrales
terrores raciales que durante tantos años venían paralizando la voluntad de la
raza humana. Al mirar a su amigo Alvin comprendió de inmediato cuáles eran los
pensamientos que estaban pasando por su cerebro. Por primera vez en (su vida
admitió que existen fuerzas en la mente humana sobre las cuales el individuo no
tiene control. Y se dio cuenta de que el Consejo, realmente, era más merecedor de
piedad que de reproche.
Ni siquiera en Diaspar, Alvin había visto jamás tanto lujo como el que se ofreció
a sus ojos cuando se abrió la puerta interior de la nave. Al principio no
comprendió todas las implicaciones, pero seguidamente comprendió que aquello
era señal de un largo viaje y comenzó a preguntarse, casi de inmediato, cuánto
tiempo tendría que pasar dentro de ese mundo diminuto en su camino hacia las
estrellas.
En la nave no había ningún tipo de controles de mando, y sin embargo, la
pantalla oval, de gran tamaño, que cubría por completo la pared frontal,
demostraba que aquélla no era una habitación normal. Alineados en semicírculo
había tres bajos sofás. El resto de la cabina estaba ocupado por dos mesas, unas
sillas de aspecto muy cómodo y algunos curiosos instrumentos y aparatos que, de
momento, Alvin no estaba en condiciones de identificar.
Una vez que se puso cómodo frente a la pantalla dirigió la vista en torno suyo
para localizar a sus robots. Con sorpresa vio que habían desaparecido, aunque
seguidamente los localizó situados, inmóviles, como descansando, a bastante
altura cerca del techo curvo de la estancia. Su acción había sido realizada de
manera tan natural que Alvin comprendió de inmediato el propósito para el que
habían sido creados. Recordó al Robot Maestro. Éstos eran los intérpretes sin los
cuales ninguna mente humana, no entrenada especialmente para ello, podría
controlar una máquina tan compleja como una nave espacial. Fueron ellos lo que
llevaron al Maestro a la Tierra y después, como sus más fieles sirvientes, lo
siguieron hasta Lys. Ahora, eones después de su viaje de ida a la Tierra, como si
todo ese tiempo inmenso no hubiera transcurrido, estaban dispuestos a realizar
de nuevo sus deberes.
Alvin probó con una orden mental experimental y de inmediato se encendió la
pantalla que tenía frente a él, como si de pronto recobrara la vida tras un sueño
de siglos. Ante él estaba la Torre de Loranne, curiosamente reducida en la
perspectiva, y situada a un lado. Otros intentos le ofrecieron vistas panorámicas
del cielo, de la ciudad y de grandes extensiones del desierto. La definición de las
imágenes era brillantísima, casi sobrenatural, clara, aun cuando no daba la
impresión en absoluto de estar proyectadas por un aparato amplificador o de
aumento. Alvin se preguntó si el navio espacial se movería cuando las imágenes
cambiaban, pero no sabía la manera de comprobarlo. Experimentó con su mente
durante un buen rato hasta que estuvo en condiciones de obtener cualquier vista
que deseara. Una vez conseguido esto se consideró en condiciones de partir.
«Llévame a Lys», ordenó mentalmente.
La orden era simple pero, se preguntó, ¿cómo puede obedecerme la nave si yo
mismo no sé la dirección? Alvin no había pensado en eso y cuando la idea le vino
a la mente, la nave estaba ya volando sobre la superficie del desierto a tremenda
velocidad. Se encogió de hombros, agradecido, aceptando como un hecho aquello
que no podía comprender.
Le costaba trabajo calcular la escala de las imágenes que se le presentaban en
la pantalla pero, por la velocidad con que éstas se sucedían, no tuvo más remedio
que concluir que volaba a muchos kilómetros por minuto. No muy lejos de
Diaspar, el color del suelo había cambiado, dejando la tonalidad amarillenta del
desierto para adquirir un tono gris oscuro. Alvin comprendió que estaba pasando
por encima del lecho de uno de los océanos desaparecidos. Antaño, Diaspar debió
estar muy cerca del mar, aunque no había la menor referencia a ello ni siquiera
en las grabaciones más antiguas archivadas. Aunque la ciudad era inmensamente
antigua, los océanos debieron haberse extinguido aun antes de que Diaspar fuese
edificado.
Cientos y cientos de kilómetros después, el suelo se alzó de manera abrupta y
el desierto volvió. En una ocasión Alvin detuvo la nave sobre un modelo curioso
de líneas que se interceptaban y destacaban levemente sobre la arena. Por un
momento se preguntó, extrañado, qué podría ser aquello, pero pronto
comprendió que se trataba de las ruinas de alguna ciudad perdida, olvidada. No
se detuvo durante mucho tiempo, pues le entristecía la idea de que tal vez miles
de millones de hombres habían habitado aquella ciudad en el transcurso de toda
su existencia sin dejar tras sí otra cosa que aquellas ruinas medio ocultas por la
arena.
La suave curva del horizonte se rompió con las cumbres de montañas que,
apenas si divisadas en la lejanía, eran dejadas atrás por la nave. Pronto pudo
apreciar que su navíoí estaba empezando a disminuir su velocidad y
aproximándose a la tierra describiendo un suave arco de unos doscientos
kilómetros. De pronto, bajo sus pies, estaba Lys con sus bosques y sus ríos
interminables conformando una panorámica de tan incomparable belleza que por
un instante deseó no seguir adelante y quedarse allí para siempre. Hacia el Este,
el suelo aparecía como sombreado y entre aquellas sombras destacaban los
grandes lagos como trozos de noche. Pero hacia el Oeste, las aguas parecían
temblar, bailar, despidiendo chispas de luz con una gama tan amplia de colores
como él jamás había llegado a imaginarse.
No le costó trabajo localizar Airlee, lo cual resultó una suerte, pues los robots
no podían conducirlo más lejos. Alvin ya había esperado algo así y se sintió feliz
al ver que también había límites para el poder de aquellas máquinas. Después de
unos cuantos experimentos hizo que la nave se posara junto a la falda de la colina
desde la que había visto por primera vez las tierras de Lys, No resultaba nada
difícil controlar la nave. No tenía más que indicar sus deseos en términos
generales y los robots se cuidaban de realizar los detalles. Posiblemente, se
imaginó, no obedecerían ninguna orden equivocada, peligrosa o imposible. Pero
no se decidió a hacer la prueba.
Estaba casi seguro del todo que nadie había visto su llegada. Esto resultaba
muy importante pues no tenía el menor deseo de volver a enfrentarse a Seranis
en un combate mental en el que tenía todas las de perder. Sus planes aún no
estaban completamente esbozados, eran algo vago. Pero no estaba dispuesto a
correr riesgo alguno hasta no haber restablecido relaciones amistosas.
El descubrimiento de que el robot original ya no le obedecía en absoluto le
produjo un gran disgusto y sorpresa. Cuando le ordenó que bajara se negó a
moverse y se quedó inmóvil, observándolo desapasionadamente con sus
múltiples ojos. Para consuelo de Alvin el duplicado hecho en Diaspar le obedeció
de.inmediato. Pero por mucho que insistió no logró que el prototipo cumpliera ni
siquiera la más sencilla de sus órdenes. Durante largo tiempo Alvin se sintió
preocupado por esa circunstancia hasta que por fin se le ocurrió la posible
explicación de ese motín del robot. Pese a todas sus maravillosas habilidades, los
robots no eran excesivamente inteligentes y los acontecimientos de la hora
anterior debieron ser demasiado para la infortunada máquina que había visto,
una vez tras otra, cómo todas las órdenes de su Maestro —esas órdenes a las que
había obedecido con tal sencillez de propósito durante millones de años—, eran
desafiadas y discutidas.
Ya era demasiado tarde para lamentarse, aunque Alvin se sintió desconsolado
por no haber tenido la ocurrencia de hacer más de un duplicado, para compensar
la pérdida del robot que le había prestado el anciano de Shalmirane y que se había
vuelto insano.
Alvin o mejor dicho su robot no se encontró con nadie en su camino hacia
Airlee. Resultaba extraño verse sentado en el navio espacial mientras su campo
de visión transportado por el robot se movía sin el menor esfuerzo a lo largo de la
ruta que ya le era familiar y a sus oídos llegaban los innumerables sonidos de los
bosques. Pero se sentía incapaz de identificarse totalmente con la máquina y el
esfuerzo que necesitaba para controlarla era Considerable.
Era ya casi oscuro cuando llegó a Airlee. Las pequeñas casas parecían flotar en
lagunas de luz. Alvin (el robot) se mantuvo en la sombra y estuvo a punto ya de
llegar al hogar de Seranis cuando fue descubierto. De repente oyó como un
zumbido furioso, muy agudo y su campo de visión se vio bloqueado por un furioso
batir de alas. Retrocedió involuntariamente ante aquel ataque, pero de inmediato
se dio cuenta de lo que sucedía. Krif no aprobaba nada que pudiera volar sin alas.
Sólo la presencia de Theon había impedido, en ocasiones anteriores, que atacara
al robot. No deseando hacer daño a aquella criatura viva, tan bella como estúpida,
Alvin hizo que su robot se detuviera para esquivar los golpes que parecían
dirigidos contra él. Aún cuando estaba sentado confortablemente a dos
kilómetros de distancia, no pudo evitar retroceder instintivamente y se sintió
dichoso cuando Theon se aproximó al robot para investigar la causa de la
excitación de su gran insecto doméstico.
13. La crisis
CUANDO SU DUEÑO SE ACERCÓ, Krif se alejó un poco del robot, sin dejar de
zumbar durante un momento. Después se hizo el silencio y Theon se quedó
mirando al robot durante unos instantes. Después sonrió.
—Bien venido, Alvin. Me alegro de que hayas vuelto. ¿O sigues todavía en
Diaspar?
No por primera vez Alvin sintió un ligero sentimiento de envidia al darse
cuenta de que la rapidez mental de Theon superaba con mucho a la suya.
—No — respondió, preguntándose con qué claridad el robot se haría eco de su
voz—. Estoy en Airlee, no muy lejos de ahí, pero de momento me quedaré donde
estoy.
Theon se echó a reír alegremente.
—Creo que haces bien — dijo —. Mi madre te ha perdonado pero no así el
Consejo Central. En estos momentos se está celebrando una conferencia a puerta
cerrada. Yo tengo que evitar que nadie se acerque.
—¿De qué se trata en esa reunión?
—Se supone que yo no debo saberlo pero me han preguntado todo tipo de cosas
sobre ti. Y tuve que decirles lo que había sucedido el Shalmirane.
—Eso no tiene mucha importancia — le replicó Alvin —. Han ocurrido muchas
otras cosas más importantes desde entonces Me gustaría tener una charla con ese
Consejo Central vuestro.
—jOh...! La totalidad del Consejo no está aquí, naturalmente, pero tres de sus
miembros han estado haciendo averiguaciones desde que te fuiste.
Alvin sonrió. No le costaba trabajo creerlo. Donde quiera que iba parecía dejar
tras él una estela de preocupaciones y dolores de cabeza.
El confort y la seguridad de la nave espacial le daban una confianza que
raramente había sentido anteriormente. Realmente cuando, identificado con el
robot, siguió a Theon al interior de la casa, se sentía completamente dueño de la
situación. La puerta de la sala de conferencias estaba cerrada y transcurrió algún
tiempo hasta que Theon logró hacer notar su presencia. Cuando lo logró las
paredes se abrieron como a disgusto y Alvin hizo que el robot entrara en la sala.
La habitación ya le era familiar, pues en ella tuvo lugar su última entrevista con
Seranis. Sobre sus cabezas brillaban las estrellas como si no hubiera encima techo
ni otro piso y una vez más Alvin, que sabía que sí lo había, se preguntó cómo se
lograba aquel efecto. Los tres consejeros se quedaron inmóviles, como
atornillados a sus sillas, al ver al flotante robot que se aproximaba hacia ellos.
Pero por el rostro de Seranis sólo cruzó una ligera chispa de sorpresa.
—¡Buenas tardes! — saludó Alvin por medio del robot como.si aquella entrada
imprevista fuera la cosa más natural del mundo—. He decidido regresar.
La sorpresa de los presentes excedió a todo lo que Alvin había esperado. Uno
de los consejeros, un hombre joven con el pelo gris, fue el primero en recobrarse
de su impresión y se dirigió al muchacho:
—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —murmuró. Alvin creyó conveniente eludir la
respuesta; la forma como la pregunta había sido hecha le pareció sospechosa y se
preguntó si el sistema de transporte subterráneo habría sido puesto fuera del
servicio.
—¿Cómo...? Exactamente como la otra vez —mintió. Dos de los consejeros se
quedaron mirando fijamente al tercero, quien abrió los brazos como en gesto de
muda resignación. El joven que se había dirigido a él antes, volvió a preguntarle:
—¿No ha tenido ninguna... dificultad?
—Ninguna en absoluto —dijo Alvin determinado a aumentar la confusión de
los miembros del Consejo. Y se dio cuenta de que lo estaba logrando.
—He regresado por mi propia y libre voluntad —continuó —, pero en vista de
nuestro anterior desacuerdo he decidido permanecer lejos de su vista de
momento. Si aparezco personalmente, ¿me prometen solemnemente que no
tratarán de nuevo de restringir mis movimientos?
Durante unos instantes nadie dijo nada y Alvin se preguntó qué tipo de
pensamientos estarían intercambiando entre ellos. Después, fue Seranis la que
habló en nombre de todos.
—Pienso que ya no tiene objeto el hacerlo así. Diaspar debe estar ya enterada
de nuestra existencia y saber todo sobre nosotros.
Alvin se sintió ligeramente conmovido ante el tono de reproche que creyó notar
en la voz.
—Sí, Diaspar ya lo sabe —replicó—. Pero no quiere tener nada que ver con
ustedes. Su deseo principal es evitar la contaminación que podía llegarle del
contacto con una cultura inferior.
Resultó satisfactorio, casi un placer, observar la reacción de los consejeros e
incluso Seranis se ruborizó un poco al oír sus palabras. Si Alvin lograba que Lys y
Diáspar se sintieran lo suficientemente indignados uno contra otro, Alvin pensó
que eso podría significar la solución de su problema. Estaba aprendiendo, aunque
inconscientemente, el sutil y largo tiempo olvidado arte de la política.
—Bien, yo no quiero quedarme aquí toda la noche, así que, ¿tengo la palabra
de ustedes?
Seranis suspiró y una débil sonrisa jugó en sus labios.
—¡Sí, la tienes! —dijo—. No trataremos de controlarte de ningún modo.
Aunque ya ves que la otra vez tampoco tuvimos mucho éxito en la empresa.
Alvin esperó hasta que el robot hubo regresado. Con el mayor cuidado impartió
sus instrucciones a la máquina e hizo que el robot se las repitiera. Después dejó
la nave y la puerta se cerró silenciosamente tras él.
No se oía otro ruido que el leve murmullo del viento. Por un momento una
sombra tapó el resplandor de las estrellas.
Inmediatamente después, el navio espacial había desaparecido. No fue hasta
ese momento cuando Alvin se dio cuenta de que había cometido un grave error
de cálculo. Había olvidado que los sentidos de los robots eran muy distintos a los
suyos propios y la noche mucho más oscura de lo que había esperado. En más de
una ocasión se salió del camino y varias veces estuvo a punto de darse de narices
contra un árbol. En el interior del bosque, la oscuridad era casi completa y en una
ocasión algo bastante largo se aproximó hacia él entre las hierbas. Oyó el ruido
de la hierba al ser pisada y dos ojos verdes y brillantes como esmeraldas lo
miraron fijamente a una altura como a nivel de su cintura. Alvin pronunció unas
palabras tranquilizadoras en tono suave y amable y una lengua increíblemente
larga y rasposa recorrió su mano. Un momento después, un cuerpo poderoso se
frotó cariñosamente contra él y, después, aquella cosa se alejó tan
silenciosamente como había llegado. Alvin no tenía la menor idea de qué podía
haber sido.
Pronto las luces de la ciudad brillaron por entre las ramas de los árboles. Pero
precisamente ya no necesitaba esa guía, pues la senda que tenía bajo sus pies se
había convertido en una especie de río de delicado fuego azul. El suelo sobre el
que caminaba era luminiscente y sus pasos dejaban unas huellas oscuras que
desaparecían lentamente detrás de él. Aquello resultaba muy agradable a la vista
y cuando Alvin se detuvo y se agachó para coger un puñado de la tierra extraña,
ésta brilló por unos momentos en la cavidad de sus manos antes de que su
fluorescencia muriera.
Theon lo estaba esperando a la puerta de la casa y por segunda vez fue
introducido en la habitación donde se encontraban los tres miembros del
Consejo. Se dio cuenta, con cierta preocupación, que estos prohombres no
ocultaron su sorpresa. Sin darse cuenta de las ventajas que su juventud le daba y
de las cuales no se aprovechaba en absoluto, al menos conscientemente, nunca se
preocupaba de recordársela a los demás.
Apenas hablaron mientras el muchacho se refrescaba y Alvin se preguntó qué
notas mentales estarían comparando. El conservó su mente todo lo vacía de
pensamientos importantes que pudo conseguir hasta que terminó. Después
comenzó a hablar como nunca antes lo hiciera.
El tema fue Diaspar. Les describió la ciudad tal y como él la conocía, soñando
al borde del desierto, con sus torres brillantes alzándose en el cielo como globos
cautivos, como arcos iris artificiales gracias a sus luces multicolores. Desde el
tesoro de su memoria sacó los cantos que hicieron poetas de otras edades en
honor y loa de Diaspar. Se refirió a los incontables hombres que habían
consumido sus vidas en un incansable esfuerzo para aumentar su belleza. Nadie
ahora, les dijo, podría gastar ni la centésima parte de los tesoros que allí se
guardaban, por. larga que fuese su vida. Durante un buen rato fue explicando las
maravillas que habían logrado los habitantes de Diaspar. Trató de reflejar aunque
sólo fuese una débil chispa de la gran belleza que artistas tales como Shervane y
Perildor habían creado para admiración eterna de los hombres. Y habló también
de Loronei, cuyo apellido él llevaba y sugirió que bien podía ser cierto lo que de
él se decía que su música había sido la última que el hombre radió a las estrellas.
Los Consejeros de Lys lo oyeron sin interrumpirlo ni hacerle pregunta alguna.
Cuando Alvin terminó su discurso era muy tarde y se sintió más cansado que
nunca lo había estado antes, al menos en lo que podía recordar. La excitación y la
emoción de todas las cosas que le habían sucedido aquel día cayeron sobre él
como un pesado fardo de sueño y, casi de improviso, se quedó dormido.
Alvin aún estaba cansado cuando dejó el pueblo poco después del alba. Aunque
era muy temprano no fue el primero en encontrarse en la carretera. Junto al lago,
Alvin se encontró con los tres consejeros y se saludaron cortésmente. Alvin sabía
perfectamente a dónde se dirigía aquel comité de investigación y pensó que le
agradecerían si les evitaba un trabajo inútil. Se detuvo cuando llegaron al pie de
la ladera de la colina y se volvió a sus acompañantes.
—Siento tener que decirles que ayer les engañé a ustedes — dijo con aire
compungido —. La verdad es que no he venido a Lys por el viejo camino, así que
no tienen por qué intentar cerrarlo.
Los rostros de los consejeros fueron un estudio en relieve de la mayor
perplejidad.
—En ese caso, ¿cómo viniste?
El principal de los tres consejeros fue quien hizo la pregunta y Alvin se dio
cuenta de que estaban empezando a sospechar la verdad. Se preguntó si habían
logrado interceptar las órdenes que su mente había estado enviando en los
momentos en que se encontraron en el camino. Pero no dijo nada y se limitó a
señalar, en silencio, hacia el cielo, en dirección Norte.
Demasiado yeloz para que sus ojos pudieran seguirla, una aguja de luz plateada
se alzaba sobre las montañas dejando tras sí una cola de varios kilómetros de
luminiscencia. A unos siete mil metros de altura sobre Lys la nave se detuvo. No
hubo desaceleración, ni un frenado lento de su colosal velocidad sino que todo se
produjo instantáneamente, hasta tal punto que los ojos se adelantaron siguiendo
la supuesta trayectoria que la nave debía haber seguido en el espacio, antes de
que el cerebro pudiera detener su movimiento. Desde el cielo llegó un trueno
violento, prolongado, el sonido del aire conmovido y golpeado por la violencia
que la nave causaba en él al surcarlo a tan tremenda velocidad. Poco después, el
navio espacial, brillando espléndidamente bajo la luz del sol, llegó a posarse junto
a la colina a unos cien metros de distancia de donde ellos se encontraban.
Costaba trabajo decir quién quedó más sorprendido. Pero la verdad es que
Alvin fue el primero en reponerse. Cuando se dirigieron hacia la nave — casi
corriendo — se preguntó si siempre se detenía de aquella forma abrupta. El
pensamiento era desconcertante, pues cuando estuvo dentro de la nave no tuvo
la menor sensación de velocidad ni de detención en seco. También resultaba
sorprendente, tal vez más, el que el día anterior esa espléndida criatura metálica
había estado oculta bajo una típica capa de roca dura como el hierro. No fue hasta
después de que Alvin llegó a la nave y se quemó los dedos al tocar
inadvertidamente la cubierta todavía caliente de la máquina, que comprendió
perfectamente lo que había ocurrido. Cerca de la ropa habían quedado algunos
restos de tierra ahora convertidos en lava. El resto del polvo y tierra había
desaparecido de la superficie de aquel metal durísimo e incorruptible que ni el
tiempo ni ninguna otra fuerza natural podía alterar.
Con Theon a su lado, Alvin se colocó junto a la puerta abierta y se volvió para
mirar a los tres consejeros que permanecían silenciosos. Se preguntó qué estarían
pensando, pero su expresión no delataba, en absoluto, lo que ocupaba sus
cerebros.
—Tengo que pagar una deuda en Shalmirane —dijo—. Por favor, díganle a
Seranis que estaré de regreso al mediodía.
Los consejeros esperaron hasta que la nave, moviéndose al principio con
bastante lentitud —el camino que debía recorrer era muy corto — desapareció en
dirección Sur. Seguidamente, el más joven del grupo se encogió de hombros
filosóficamente.
—Ustedes siempre se opusieron a cualquier cambio — dijo — y hasta el
momento se habían salido con la suya, pero ahora no creo que el futuro esté de su
parte. Lys y Diaspar están llegando al final de una Era y creo que debemos tratar
de sacar el máximo provecho de ello.
Se hizo un corto silencio. Después, uno de sus compañeros habló con tono
preocupado.
—No sé nada de arqueología, pero estoy completamente seguro de que ese
aparato es demasiado grande para ser una máquina voladora normal. ¿No creen
ustedes que, posiblemente, se trate de...?
—¿Un navio espacial? Si es así, podemos estar seguros de que habremos de
enfrentarnos a una crisis decisiva.
El tercero de los consejeros también había estado pensando en silencio y
profundamente.
—La desaparición de las máquinas voladoras así como de las naves espaciales,
constituye uno de los mayores misterios del Interregnum. Esa máquina puede ser
una de las dos cosas. De momento creo que debemos asumir lo peor. Si se trata
de un navio espacial debemos hacer todo lo que esté en nuestras manos para
impedir que el muchacho abandone la Tierra. Si lo hiciera existe el peligro de que
su conducta atraiga de nuevo a los Invasores. Y eso sería el fin de todos.
El silencio, agobiante, pesó sobre el grupo durante un rato hasta que
finalmente el jefe volvió a hablar.
—Esa máquina procede de Diaspar —dijo lentamente—. Alguien allí debe saber
la verdad. Creo que debemos cambiar impresiones con nuestros primos... si es
que consienten en hablar con nosotros.
Así, mucho antes de lo que Alvin había supuesto, la semilla por él plantada
estaba comenzando a germinar.
Las montañas seguían todavía flotando en las sombras cuando llegaron a
Shalmirane. Desde la altura, la cavidad que constituía la fortaleza parecía muy
pequeña. Semejaba imposible la idea de que todo el destino de la Tierra se jugó
una vez, definitivamente, en ese pequeño cráter negro.
Cuando Alvin posó la nave entre las ruinas, la desolación del lugar hizo que un
escalofrío atravesara su alma. De momento no vio la menor señal del anciano ni
su robot y tuvo ciertas dificultades en dar con la entrada del túnel. En la parte
superior de la escalera, Alvin gritó para avisar de su llegada. No tuvieron
respuesta y siguieron adelante pensando que tal vez el anciano se había quedado
dormido.
Sí, parecía dormido, con las manos descansando pacíficamente sobre el pecho.
Tenía los ojos abiertos, fijos en el techo macizo y poderoso como si pudiera ver a
través de él las estrellas lejanas. En sus labios se dibujaba una débil sonrisa. La
muerte no había llegado a él como un enemigo despiadado sino, casi, con la
ternura de una mano amorosa y delicada.
14. Fuera del sistema
ESPERARON, pues, sumidos en sus propios sueños, mientras hora tras hora, ios
Siete Soles se iban acercando hasta llegar a llenar el extraño túnel de noche y
oscuridad por el que viajaba el navio espacial. Después, una tras otra, las seis
estrellas exteriores desaparecieron al borde de la oscuridad y sólo siguió visible el
brillante Sol Central. Aun cuando no podía estar completamente contenido en el
espacio seguía brillando con la luz nacarada que le hacía tan distinto de las demás
estrellas. Minuto a minuto crecía su luminosidad hasta que dejó de ser un punto
para convertirse en un pequeño disco. Y ahora el disco comenzaba a aumentar de
tamaño.
Se produjo una advertencia, una alarma inesperada. Por un momento una nota
grave, semejante a una campanada, vibró en la cabina. Alvin se aferró al brazo de
su sillón aunque sabía que se trataba sólo de un gesto inútil e injustificado.
Una vez más los grandes generadores entraron en acción y, al mismo tiempo,
de manera tan fuerte e inesperada que casi los ccgó, las estrellas reaparecieron.
El navio espacial volvía al espacio, de regreso al Universo de soles y planetas, al
mundo natural donde nada puede moverse a velocidad mayor que la de la luz.
Estaban ya en el sistema de los Siete Soles y el gran anillo de los seis astros
coloreados dominaba el cielo. ¡Y qué cielo! Todas las estrellas que ellos conocían,
que formaban parte de las constelaciones familiares, habían desaparecido. La Vía
Láctea ya no era una cinta de polvo que cruzaba lateralmente el cielo. Se había
convertido en el centro de la creación y su gran círculo dividía en dos partes
iguales al Universo.
El navio espacial se movía a gran velocidad en dirección al Sol Central. Las seis
restantes estrellas del sistema eran como luciérnagas coloreadas colocadas
simétricamente en el firmamento. No lejos de la más próxima de ellas se veían las
diminutas chispi tas brillantes de sus planetas circulantes, mundos que tenían
que ser de enorme tamaño para ser visibles a tal distancia.
La visión tenía una magnificencia que no podía ser superada por nada
construido por la naturaleza y Alvin se dio cuenta de que Theon tenía razón al
decir que aquello tenía que ser obra de una inteligencia superior. La soberbia
simetría era un desafío deliberado lanzado contra todas las restantes estrellas del
Universo repartidas sin orden ni concierto por los cielos.
La causa de la luz nacarada del Sol Central era ya visible claramente. La gran
estrella, sin duda una de la más brillante de todo el Universo, estaba rodeada por
una envoltura de gas que suavizaba sus radiaciones y les daba su color
característico. La neblina envolvente era sólo visible de manera indirecta y se
retorcía en extrañas sombras que parecían eludir el ojo humano. Pero estaba allí,
presente, y mientras más tiempo se la miraba más extensa parecía.
Alvin se preguntó adonde los conduciría el robot. ¿Seguía las instrucciones
grabadas de antiguo en su memoria, o era guiado por señales emitidas desde el
espacio que los rodeaba? Había dejado la elección de su punto de destino a la libre
voluntad de la máquina y en esos momentos se dio cuenta de que había una pálida
emisión de luz hacia la que parecían dirigirse. Estaba casi perdida en la claridad
nacarada del Sol Central y en torno suyo lucía el débil resplandor de otros
mundos. El enorme viaje estaba llegando a su fin.
El planeta hacia el que se dirigían, que se hallaba ya a sólo unos millones de
kilómetros, era una esfera bellísima de luces multicolores. No parecía haber ni un
solo punto de oscuridad en su superficie. En esos momentos Alvin vio con
claridad el significado de las palabras que según se decía pronunció el Maestro
cuando estaba agonizando: «Es maravilloso contemplar las sombras coloreadas
de los planetas de la luz eterna».
Estaban ya tan cerca que podían ver los continentes y los océanos y la fina y
matizada atmósfera. Había algo extraño en su forma y colocación y Alvin se dio
cuenta que las divisiones entre la tierra y el agua eran demasiado regulares. Los
continentes del planeta no estaban como la naturaleza los había colocado, sino
que habían sido modificados de manera artificial. De todos modos ésa era una
tarea ridiculamente pequeña y sin importancia para una inteligencia capaz de
crear estos soles y planetas. '
—Pero eso no son océanos — exclamó de repente Theon —. Mira, ahora puedes
verlo.
Pero no fue hasta que el planeta estuvo un poco más cerca cuando Alvin se dio
cuenta de lo que quería decir su amigo. Vio entonces las finas líneas a lo largo de
los continentes, bien dentro de lo que había creído que eran los límites del mar.
La visión le dejó lleno de dudas repentinas, pues sabía perfectamente el
significado de esas líneas. Ya las había visto con anterioridad en el desierto que
se extendía frente a Diaspar y le decían que su viaje había sido en vano.
—Este planeta está tan seco como la Tierra — dijo sombríamente—. El agua ha
desaparecido. Esas marcas son los lechos salinos del mar ya evaporado.
—No hubieran dejado que eso ocurriera — replicó Theon —. Así que la única
conclusión posible es que hemos llegado demasiado tarde.
Su desencanto era tan grande que Alvin no se atrevió a seguir hablando y se
concentró en la contemplación de ese mundo que tenía delante. Con
impresionante lentitud, el planeta giraba en torno suyo y su superficie emergía
majestuosamente como si quisiera salir a su encuentro. Pronto estuvieron en
condiciones de ver los edificios, pequeñas incrustaciones blancas que se
extendían por doquier con excepción de los lechos secos de los océanos.
Antaño, quién sabe cuántos millones de años antes, ese mundo había sido el
centro del Universo. Ahora estaba quieto el aire vacío y sin ninguna-de esas
señales clásicas de vida en su superficie. El navio espacial se deslizó sobre un seco
mar pétreo.
Finalmente la nave se detuvo como si el robot hubiera podido localizar,
finalmente, la fuente de su memoria. Bajo ellos había una columna de piedra
blanca como la nieve que se alzaba en el centro de un anfiteatro marmóreo. Alvin
esperó un poco y después de que la máquina se quedó inmóvil la dirigió para que
se posara a los pies de la columna.
Hasta entonces Alvin había confiado en encontrar vida en ese planeta. Pero su
esperanza se desvaneció de inmediato tan pronto salió de la nave. Nunca en su
vida, ni siquiera la tremenda desolación de Shalmirane, le había envuelto en un
silencio tan extremado y sobrecogedor. En la Tierra siempre había rumores de
voces, el vibrar de las criaturas vivas o el silbar del viento. Allí no existía ninguno
de esos ruidos ni lo volvería a haber jamás.
No podían saber las razones por las cuales su aparato los había llevado hasta
allí precisamente, pero Alvin sabía que la elección no tenía demasiada
importancia. La gran columna de piedra blanca era quizá veinte veces tan alta
como un hombre y se asentaba sobre una base metálica circular que se alzaba
ligeramente sobre el nivel del suelo. No tenía inscripción ni señales algunas y su
propósito no podía ser adivinado. Podían suponerlo, pero en realidad nunca
llegarían a saber que, antaño, había marcado el Punto Cero de todos las
mediciones astronómicas.
¡Conque éste iba a ser el final de toda su búsqueda...! Alvin lo supo de
inmediato y comprendió que resultaba de todo punto inútil seguir visitando los
restantes mundos de los Siete Soles. Incluso aceptando que aún existiera
inteligencia en el Universo, ¿dónde buscarla? Había visto las miríadas de estrellas
repartidas por todo el Universo y sabía que, ni aun en toda su larga vida, podría
explorar una parte infinitesimal de ellas.
De repente lo invadió una sensación de soledad y opresión como jamás
experimentara con anterioridad. En esos momentos llegó a entender el temor de
Diaspar hacia los grandes espacios del Universo, el terror que había llevado a su
pueblo a encerrarse en el pequeño microcosmos de su ciudad. Pero le resultaba
muy duro el tener que admitir que, después de todo, habían tenido razón al obrar
como lo habían hecho.
Se volvió hacia Theon en busca de apoyo moral, pero éste estaba de pie, rígido,
con las manos apretadas y las cejas fruncidas y una mirada extraña en sus ojos.
—¿Qué pasa? —le preguntó Alvin alarmado.
Theon seguía con los ojos perdidos en el vacío cuando le replicó.
—Algo viene... Creo que lo mejor que podemos hacer es volver a la nave.
La galaxia había girado varias veces en torno a su eje desde que, por primera
vez, la conciencia llegó a Vanamonde. Podía recordar muy pocos de esos
primeros eottes y de las personas que lo habían cuidado... pero sí recordaba,
todavía, su desolación cuando todos se fueron y lo dejaron solo entre las
estrellas. A lo largo de eras y eras astronómicas había ido de un sol a otro,
desarrollando y aumentando lentamente sus poderes. A veces soñaba que había
vuelto a encontrar a aquellos que lo atendieron en su nacimiento, a sus
creadores, pero el sueño se desvanecía aunque realmente no moría nunca del
todo, para repetirse periódicamente.
En innumerables mundos había encontrado las ruinas que la vida deja tras
sí, pero sólo en una ocasión había hallado inteligencia viva... y en esa ocasión
había huido, lleno de terror, del Sol Negro. No obstante, sabía que el Universo
era muy grande y la búsqueda apenas si habla comenzado.
Muy lejos, aunque dentro del espacio y el tiempo, una gran explosión de
poder, provinente del corazón de la galaxia, se dirigía a Vanamonde
atravesando años y años de luz. Era algo totalmente distinto a las radiaciones
de las estrellas y había hecho acto de presencia en el campo de su conciencia tan
repentina y velozmente como un meteorito atraviesa un cielo sin nubes. Se
movía hacia él, en el momento último de su existencia, deslizándose del modo
como conocía la muerte: con el modelo incambiable del pasado.
Conocía ese lugar desde el que le llegaba aquella fuerza porque había estado
allí anteriormente. Era, todavía, un ser sin vida, pero ya poseía inteligencia. La
larga sombra metálica que descansaba sobre el anfiteatro era algo que no podía
comprender y le resultaba tan extraña como la mayor parte de las cosas del
mundo físico. En torno suyo aún brillaba el aura de poder que le había
impulsado a través del Universo, pero eso carecía de interés para él.
Cuidadosamente y al mismo tiempo, con el delicado sistema nervioso de un
animal salvaje, su mente se dirigió hacia las dos mentes que había descubierto.
Y comprendió que su búsqueda había terminado.
16. Dos encuentros
Alvin no había visto ni oído nada pero no se detuvo a discutir con su amigo.
Sólo cuando la escotilla de entrada de la nave estuvo cerrada se volvió a él.
—¿Qué es lo que pasa? — le preguntó con la respiración agitada por la carrera.
—No lo sé. Algo terrorífico. Creo que aún nos está vigilando.
—¿Nos vamos?
—No, Al principio me asusté, pero ahora pienso que no intenta hacernos daño
alguno. Parece simplemente... interesado.
Alvin iba a responder cuando se sintió invadido por una sensación que no se
parecía en nada a ninguna otra sentida anteriormente. Le pareció que su cuerpo
era invadido por un ardor, cálido y pegajoso, que se extendiera por todo él. Esa
sensación duró sólo unos cuantos segundos pero cuando pasó ya no seguía siendo
totalmente Alvin de Loronei. Algo estaba compartiendo su cerebro, cubriéndolo
como un círculo puede cubrir a otro, superponiéndose a él. Tuvo conciencia,
también, de la mente de Theon, enfrascada igualmente en la lucha contra aquello
que había descendido sobre ellos. La sensación era extraña más que desagradable
y le dio a Alvin su primer conocimiento directo de la telepatía auténtica, un poder
que su raza había degenerado hasta tal punto que sólo podía ser utilizado, en la
actualidad, por las máquinas controladoras.
Alvin se había rebelado de inmediato cuando Seranis trató de dominar su
mente, pero ahora no podía luchar contra esa intrusión en su cerebro. Sabía de
sobra que resultaría totalmente inútil y que esa inteligencia, fuera lo que fuera,
no venía en plan de enemigo. Así que se relajó completamente, aceptando, sin
resistencia, el hecho de que una inteligencia infinitamente mayor que la suya
estaba explorando su mente. Pero en esto no estaba completamente en lo cierto.
Vanamonde se dio cuenta de inmediato que, de aquellas dos mentes, una era
más accesible y simpática que la otra. Sabía que ambas estaban sorprendidas por
su presencia y esto a su vez le sorprendió mucho. Resultaba duro de creer que
pudieran olvidar. El olvido, como la muerte, eran cosas que escapaban a la
comprensión de Vanamonde.
La comunicación resultó difícil. Muchos de los pensamientos— imágenes de
sus mentes eran tan extraños que casi no podía reconocerlos. Estaban intrigados
e incluso un poco asustados, debido a la marca del terror recurrente ancestral de
los Invasores. La situación de aquellas dos mentes le recordó a Vanamonde sus
propias emociones cuando, por vez primera, el Sol Negro entró en su campo de
conocimiento.
Pero estas dos mentes no sabían nada del Sol Negro y estaban comenzando a
formar en sus mentes sus propias preguntas:
- ¿Qué es usted?
Les dio la única respuesta que le resultaba posible:
- Soy Vanamonde.
Se produjo una pausa (¡cuánto tiempo tardaban en formarse sus
pensamientos!) y la pregunta fue hecha de nuevo. No lo habían entendido, lo que
resultaba extraño pues desde luego estaba convencido de que su especie le había
dado aquel nombre para ser reconocido por él y se encontraba entre sus recuerdos
natales. Esos recuerdos eran muy escasos y comenzaban en un simple punto del
tiempo, pero eran claros como el cristal.
De nuevo los débiles pensamientos llegaron a su conciencia en forma de
preguntas.
—¿Dónde están «Los Grandes»? ¿Es usted uno de ellos? No lo sabía. No podían
creerlo apenas y en su desilusión se hizo más palpable el abismo que separaba a
aquellas mentes de la suya. Pero eran pacientes y él se sentía dichoso tratando de
ayudarles, pues su búsqueda era la misma que la suya y le habían dado la única y
primera compañía que había conocido.
En toda su vida Alvin no creía volver a sentir la extraña sensación que le causó
la experiencia de aquella conversación silenciosa. Le resultaba difícil admitir que
era apenas un espectador pues no quería reconocer, ni siquiera a solas consigo
mismo, que la mente de Theon era más poderosa que la suya propia. Pero
ciertamente lo único que podía hacer era esperar y admirarse por el torrente de
pensamientos, que se hallaban por encima del limite de su comprensión y
entendimiento, que se cruzaban entre ese «algo» desconocido y la mente
telepática de su amigo.
Theon, un tanto pálido y excitado, rompió de pronto el contacto telepático y se
volvió a su amigo.
—Alvin, hay algo extraño en todo esto que no acabo de
comprender —dijo.
La afirmación de su amigo colaboró en devolver a Alvin algo de su autoestima
y su rostro debió expresar ese alivio, pues Theon de repente soltó una carcajada
no desprovista de simpatía y comprensión.
—No puedo descubrir lo que sea «éste», o «esto», Vanamonde — se lamentó—
. Se trata de una criatura de tremenda sabiduría pero parece tener poca
inteligencia. Desde luego cabe la posibilidad —continuó— de que su mente sea de
un orden de inteligencia distinto y por eso no puedo entenderla... pero no se por
qué, ésta no me parece la verdadera explicación.
—Y bien, ¿has aprendido algo de él? —le preguntó Alvin con cierta
impaciencia—. ¿Sabe algo sobre el lugar en que nos encontramos?
La mente de Theon parecía todavía lejos de allí.
—Esta ciudad fue construida por varias razas, incluyendo la nuestra —dijo con
tono ausente—. Vanamonde me puede dar datos como éste pero parece no
comprender su significado. Tengo la impresión de que tiene conciencia del
pasado sin la capacidad de interpretarlo. Todas las cosas que han sucedido en
cualquier lugar y tiempo parecen mezclarse, amalgamadas, en su mente. Las sabe
pero no las entiende.
Durante un momento guardó un silencio reflexivo. Seguidamente su rostro se
iluminó.
—Sólo hay una cosa que podemos hacer, y debemos hacerlo de un modo u otro.
Llevarnos a Vanamonde a la Tierra para que nuestros filósofos puedan estudiarlo.
—¿No será peligroso?
—No — le respondió Theon pensando lo poco típico de Alvin que era una
observación como ésa —. Vanamonde es un ser amistoso. Más aún: me parece
que siente afecto por nosotros.
De repente un claro pensamiento, que se había venido formando lentamente
al borde de su conciencia, penetró en la mente de Alvin. Recordó a Krif y los
pequeños animales que Theon poseía y que siempre se le estaban escapando,
causando el enojo de Seranis («No volverá a pasar, madre...»). Y recordó,
también, ¡qué lejano estaba ya todo aquello!, el objetivo zoológico que había
servido de motivo para su excursión a Shalmirane.
Theon, en aquella mente nueva y desconocida, creía haber hallado un nuevo
animalito doméstico en él que poner su afecto y con el que poder jugar.
17. EL Sol Negro
completa madurez, volverá... Eso es lo que creemos. Pero ese día debe estar
aún muy lejano.
»A rasgos generales — añadió Rorden — ésta es la historia de la civilización de
nuestra Galaxia. Nuestra historia propia, que creemos tan importante, no es más
que un acontecimiento tardío que hasta el momento no hemos examinado en
detalle. Parece ser, sin embargo, que algunas de las razas más viejas y menos
aventureras se negaron a abandonar sus países. Entre ellos se cuentan nuestros
antepasados directos. Varias de esas razas entraron en un período de decadencia
y se extinguieron. Nuestro mundo apenas si escapó a ese mismo desastre. En los
Siglos de la Transición —que realmente duraron millones de años — los
conocimientos del pasado fueron perdidos o, deliberadamente, destruidos. Esto
último parece ser lo más probable., Creemos que el hombre cayó en una barbarie
supersticiosa durante la cual creó esta distorsión de la historia para compensar
su sentimiento de fracaso e impotencia. La leyenda de los Invasores es
ciertamente falsa y la Batalla de Shalmirane un mito. Ciertamente que existe
Shalmirane y que fue una de las armas más potentes que jamás se forjaran, pera
fue usada contra un enemigo no inteligente. Una vez, la Tierra tuvo un solo
satélite gigante, la Luna. Cuando empezó a caer, se construyó Shalmirane para
destruirla y evitar que con su caída sobre la tierra provocara una catástrofe. En
torno a esa destrucción nació esa leyenda conocida. Y hay muchas otras con
semejante origen. Rorden hizo una pausa y sonrió un poco desalentado." —
Existen otras paradojas que todavía no han sido resueltas pero el problema cae
más dentro del campo de los psicólogos que de los historiadores. Ni siquiera
puedo confiar absolutamente en mis registros y archivos, pues existen evidencias
de que fueron alterados en el pasado.
»Sólo Diaspar y Lys sobrevivieron a ese período de decadencia: Diaspar gracias
a la perfección de sus máquinas; Lys debido a su aislamiento parcial y a los
poderes intelectuales, poco comunes de sus habitantes. Pero ambas culturas, aun
cuando hubieran luchado para volver a recuperar su anterior nivel, estaban
distorsionadas por los temores y los mitos heredados.
»Ya no tenemos necesidad de dejarnos asustar por esos temores — pdso fin a
su explicación Rorden —. En el transcurso de los tiempos hemos podido
comprobar que siempre hubo hombres que se rebelaron contra ellos y
mantuvieron un débil lazo de unión entre Diaspar y Lys. Ahora esos lazos pueden
aumentarse y derribarse las barreras para que nuestras dos razas puedan caminar
juntas hacia el futuro... cualquiera que sea éste y los acontecimientos que nos
traiga.
—Me pregunto qué diría Yarlan Zey de esto —dijo Rorden pensativamente—.
¿Crees que lo aprobaría?
El Parque había cambiado considerablemente y en gran parte para mal. Pero
el camino hacia Lys estaba ahora abierto para todos aquellos que quisieran
recorrerlo.
—No lo sé —le respondió Alvin—. Lo cierto es que aunque cerró aquí los
caminos móviles, no los destruyó y eso que estuvo en sus manos el poder hacerlo.
Un día descubriremos la historia completa que se oculta detrás del Parque... y de
Alaine de Lyndar.
—Temo que esas cosas tendrán que esperar — dijo Rorden — hasta que
hayamos resuelto otros problemas mucho más importantes. De todos modos yo
tengo una imagen clara de la mente de Alaine. Es posible que él y yo tengamos
muchas cosas en común.
Caminaron en silencio unos cien metros, siguiendo el límite de las grandes
excavaciones. La tumba de Yarlan Zey surgía sucia y llena de polvo junto a la
enorme zanja en el fondo de la cual trabajaban furiosamente varios equipos de
robots..
—¡Ah... de paso...! —dijo Alvin de manera brusca—. ¿Sabe que Jeserac ha
decidido quedarse en Lys? ¡Precisamente Jeserac! Le gusta aquello y no piensa
volver. Naturalmente eso dejará un puesto libre en el Consejo.
—Así es — dijo Rorden como si nunca se hubiera parado a pensar las
implicaciones de ello. Hacía algún tiempo habría pensado que pocas cosas
resultaban más imposibles para él que el ganarse un puesto en el Consejo. Pero
ahora sabía que era sólo cuestión de tiempo. Estaba seguro de que habría otras
dimisiones en el futuro. Varios de los consejeros más viejos se sentían incapaces
de enfrentarse con ios nuevos problemas que planteaba el gobierno de Diaspar.
No se apreció el menor movimiento en la colina que conducía a la Tumba por
su larga' avenida de árboles eternos. Al final del paseo la nave espacial de Alvin
bloqueaba el camino.
—Éste es-el mayor de los misterios —dijo Rorden de improviso—. ¿Quién fue
el Maestro y de dónde sacó su nave espacial y sus robots?
—He estado pensando en ello — le respondió Theon —. Nosotros sabemos que
proceden de los Siete Soles y lo más posible es que hubiera allí una cultura muy
elevada cuando la civilización de la Tierra se hallaba en su momento más bajo.
Por lo que respecta a la astronave puede estar seguro de que es obra del Imperio.
Yo creo que el Maestro estaba huyendo de su propio pueblo. Tal vez tenía ideas
con las cuales los demás no se hallaban de acuerdo. Se encontró aquí con nuestros
antepasados, amistosos y supersticiosos y trató de educarlos, pero no logró
entenderlos y sus enseñanzas fueron deformadas. «Los Grandes» no eran sino los
hombres del Imperio... pero no era de la Tierra de donde se habían marchado sino
que habían abandonado el Universo entero. Los discípulos del Maestro no
entendieron o no creyeron esto y, así, basaron toda su mitología y todos sus ritos
en una premisa falsa. Tengo intención de profundizar un día en la historia
verdadera del Maestro y así descubriré por qué intentaba ocultar su pasado. Creo
que puede resultar una historia sumamente interesante.
—Tenemos muchas cosas que agradecerle —dijo Rorden cuando entraban en
la nave espacial —. Sin él jamás hubiéramos llegado a saber las verdades de
nuestro pasado.
—No estoy seguro de ello — le replicó Alvin —. Más tarde o más temprano
Vanamonde hubiera sido descubierto... o mejor dicho, él nos hubiera descubierto
a nosotros. Y, créeme, estoy convencido de que hay más astronaves ocultas en la
Tierra y espero encontrarlas un día.
La ciudad se hallaba ya demasiado distante para reconocer la obra del hombre
y el planeta comenzaba a descubrir su curvatura. Dentro de poco podrían ver la
línea del crepúsculo a miles de kilómetros de distancia en su marcha infinita
sobre el desierto. Arriba y abajo de ellos, las estrellas, todavía brillantes pese a la
gloria perdida.
Durante bastante rato, Rorden se quedó mirando el desolado panorama que se
extendía a sus pies y que él jamás antes contemplara. Sintió un repentino
desprecio y rabia por los hombres del pasado que habían dejado morir, por su
propia desidia, la belleza maravillosa del planeta Tierra. Si llegaba a realizarse
uno de los sueños de Alvin y, en efecto, todavía seguían existiendo las grandes
plantas transmutadoras, no tendrían que transcurrir muchos siglos antes de que
los océanos volvieran a existir de nuevo.
¡Cuánto había por hacer en los años futuros! Rorden sabía perfectamente que
se hallaba entre dos Eras: en torno suyo podía sentir el pulso de la humanidad
que de nuevo volvía a latir con energía y regularidad como el enfermo que vuelve
a la vida.
Había grandes problemas a los que enfrentarse y Diaspar sabría hacerlo. El
establecimiento de la cronología del pasado, con toda su necesaria precisión
histórica, tardaría siglos en terminarse, pero cuando lo fuera, el hombre habría
recobrado todo lo que había perdido. Y, como fondo de toda la cuestión, siempre
seguiría existiendo el gran enigma, tal vez insoluble, de Vanamonde...
Calitrax tenía razón. Vanamonde se había desarrollado mucho más
rápidamente de lo que sus creadores habían esperado, y los filósofos de Lys
seguían confiando en una futura cooperación que no confiarían a nadie. Habían
llegado a sentirse muy unidos, casi afectuosamente ligados, a esa supermente
infantil y quizá pensaban que podrían disminuir los eones que su evolución
natural requería y lo convertirían en un ser adulto, maduro antes de lo esperado.
Pero Rorden sabía que el destino definitivo de Vanamonde era algo en lo cual el
hombre no podía participar. No, el hombre no podía alterar la suerte futura del
niño— mente. Había soñado y había creído que su sueño era realidad, que al final
del Universo, Vanamonde y la «Mente Loca» se encontrarían uno a otra entre los
cadáveres de las estrellas.
Alvin interrumpió sus sueños y Rorden apartó sus ojos de la pantalla del
visualizador.
—Deseaba que viera usted esto —le dijo Alvin con tranquilidad—. Tal vez
tengan que transcurrir siglos antes de que tenga una nueva oportunidad de
hacerlo.
—¿No vas a abandonar la Tierra?
—No. Incluso en el caso de que exista otra civilización en esta Galaxia, dudo
que merezca la pena el esfuerzo que hay que hacer para dar con ella. ¡Y hay tantas
cosas que hacer aquí en la Tierra!
Alvin contempló el gran desierto, pero en vez de la arena sus ojos vieron las
aguas que un día, quizá en mij^s de años, los volverían a anegar y los convertirían
en mares de maravillosa belleza. El hombre había vuelto a descubrir su mundo y
tras este redescubrimiento estaba obligado a devolverle su belleza. Y después de
aquello...
—Voy a enviar la astronave fuera de la Galaxia para que siga a los hombres del
Imperio doquiera que éstos marchen. La búsqueda tal vez requiera Eras y Eras,
pero el robot no se cansará ni desistirá. Un día, nuestros parientes recibirán mi
mensaje y sabrán que aquí, en la Tierra, estamos esperándolos. Regresarán y
espero que para entonces, nosotros habremos sabido hacernos dignos de ellos,
por muy grandes que hayan llegado a ser.
Alvin guardó silencio, como si estuviera contemplando el futuro que él había
comenzado a dar forma, pero cuya plenitud, quizá, jamás llegaría a ver. Y
mientras el Hombre estaba reconstruyendo su mundo, la nave espacial estaría
cruzando la. oscuridad entre las Galaxias y tal vez dentro de miles de años
regresaría a la Tierra. Confiaba en estar todavía aquí para recibirlo, pero si no era
así no le importaba demasiado y se sentiría igualmente satisfecho.
En esos momentos se encontraban sobre el Polo y el planeta bajo ellos era una
esfera casi perfecta. Mirando hacia abajo, sobre el cinturón del crepúsculo, Alvin
se dio cuenta de que por un instante estaba viendo al mismo tiempo el orto y el
ocaso en horizontes opuestos de la Tierra. El simbolismo resultaba tan perfecto y
tan conmovedor que sabía que ese momento lo recordaría durante toda su vida.
En un Universo estaba cayendo la noche; las sombras se adelantaban hacia el
Este, un Este que no conocería ningún otro amanecer. Pero en otras partes, las
estrellas aún eran jóvenes y la luz de la mañana se aprestaba a despértarlas. Y,
así, a lo largo de la senda que antaño siguiera eí Hombre, la aurora volvería a lucir
de nuevo.
FIN