Lo que hay en Sundance no es tanto un festival de cine sino una serie de presunciones sobre lo que significa . Están las películas que consideran que lo cinematográfico es reducible a una cuidadosa receta que induce un estado emocional específico a través de la “narrativa", y las que, por otro lado, asumen que la "libertad creativa" implica el abandono de todo rigor y la ausencia de estructura, favoreciendo la saturación del plano y omitiendo su construcción. En medio, películas que usan la mecánica como propuesta estética, producto de largas sesiones de "labs", "pitching" y demás proceso industrial que neutraliza todo resquicio de personalidad, y en las que no, deja en evidencia la superficialidad de los realizadores, lo obtuso de sus ideas y lo opaco de sus imágenes que se ostentan orgullosamente como "independientes", término que podrían asumir relativamente en términos de su financiamiento, mas no de su espíritu. Paradójicamente, la mejor película del festival es una que repudia al cine por el abrumador y nocivo fetichismo que se despierta alrededor de él. El documental "The Most Beautiful Boy in the World" parecer tratarse del actor sueco Björn Andresen y el daño que el culto alrededor de su personaje en "Muerte en Venecia”, de Luchino Visconti, causó en su vida, pero se ve imposibilitado de escapar de las objeciones y la crítica que la misma está tratando de señalar. Un dilema similar parece presentarse en casi todas las películas que llevan el "sello" de un festival, pesada loza que casi siempre impide una apreciación más justa de las películas y que las suscribe a ciertas tendencias o vicios que magnifican sus deficiencias y atenúan sus virtudes. Poco queda del Sundance que alojó los trabajos de Sayles, Haynes o Dash pero que todavía se alimenta del prestigio cosechado desde aquellas fechas hasta el punto de una diplomática canibalización que atraviesa actualmente, confirmada por el abominable palmarés que coronó la edición con una película como "Coda", un remake de una película francesa que era, de por sí, profundamente complaciente y anodina, con tres premios. Quizá sería mejor que se admitiera que el cine es un interés periférico en estos eventos, cuyas intenciones son tan cuestionables como las de muchas de sus películas, y así nos evitaríamos demandar algo que simplemente no se va a recibir, pero que, cuando llega, incluso en dosis limitadas, es capaz de dar una enorme, aunque fugaz, satisfacción.