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Locura Mental 3

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Capítulo 3: El Silencio que Grita

De vuelta en mi oficina, la presión del caso comenzaba a disiparse,


pero las secuelas emocionales no se iban tan fácilmente. El rescate
de la niña, María, y la captura del asesino deberían haber traído alivio,
pero en lugar de eso, dejaban una sensación de vacío y preguntas sin
respuesta. La mente humana, en su lado más oscuro, sigue siendo un
misterio difícil de descifrar. Sentado en mi escritorio, repasaba cada
detalle de los crímenes, buscando algún patrón oculto que hubiera
pasado por alto, algún indicio que explicara el porqué definitivo de
todo esto.

El informe forense estaba frente a mí, detallando las atrocidades


cometidas sobre las tres mujeres. Lo que más me inquietaba no eran
las heridas físicas, aunque grotescas, sino los ojos abiertos de cada
víctima. Todas habían sido dejadas mirando hacia el cielo, como si
hubieran presenciado algo antes de morir. Para el asesino, esos ojos
no eran solo ventanas al alma; eran la prueba de que sus víctimas
debían "ver" algo. ¿Pero qué? Esa obsesión con los ojos me llevaba de
vuelta a la psicología de su ritual, el terror que quería provocar en sus
víctimas antes de que murieran.

La Conexión del Dolor con el Poder

En conversaciones con varios colegas psicólogos, se discutió un punto


crucial: para los asesinos como este, el acto de matar no es
meramente el fin de una vida, sino una forma de conexión con algo
mayor, algo que ellos no pueden controlar, pero que a través del
dolor y la muerte sienten que sí dominan. Es el control absoluto sobre
una vida lo que otorga poder. Sin embargo, en este caso, el asesino
estaba buscando algo más que control físico: buscaba el control
espiritual. Creía que a través de sus rituales estaba previniendo el
regreso de Jesucristo, pero más profundamente, estaba tratando de
llenar un vacío existencial que no podía explicar de otra forma.

El dolor en los ojos de las víctimas reflejaba esa búsqueda de poder.


Al dejarlas con los ojos abiertos, estaba capturando ese último
instante de terror y sumisión. Es un patrón común entre asesinos que
desean una conexión emocional, incluso aunque esa conexión sea
retorcida y perversa. Ver esos ojos abiertos era, en su mente, una
forma de inmortalizar su poder sobre ellas, como si esos ojos fueran
testigos de su "gran misión".

La Historia de María

Pero había otra pieza clave en este caso que seguía sin resolverse:
María. La niña era la única que había sobrevivido, y su testimonio no
solo sería vital para cerrar este caso, sino que también revelaría más
sobre la mente del asesino. Decidí visitarla, ya que había sido
trasladada a un refugio en un pueblo cercano, donde una familia la
acogió temporalmente.

Cuando llegué, la encontré sentada en el porche, dibujando con un


palo en la tierra. Al verme, sus ojos se iluminaron levemente, pero
seguían cargados de una tristeza abrumadora, un peso que no
debería estar en los hombros de alguien tan joven.

"¿Cómo estás, María?", le pregunté suavemente mientras me sentaba


junto a ella.

"Bien", respondió, pero su voz era monótona, casi apagada. Sabía que
necesitaba ganarme su confianza antes de que pudiera compartir lo
que realmente sucedió en esa cabaña.

Le ofrecí una pequeña libreta y un lápiz, invitándola a que dibujara lo


que quisiera. Al principio fue reacia, pero poco a poco empezó a
esbozar formas simples: una cabaña, árboles y un río. Hasta que, de
repente, dibujó algo que me puso los pelos de punta: un símbolo
babilónico, el mismo que habíamos encontrado grabado en las
víctimas.

“¿Qué significa esto, María?”, le pregunté.


“No lo sé… Él me dijo que era para protegernos, para que Jesús no
volviera”, respondió con una inocencia desgarradora. Su pequeña
mente no podía comprender la magnitud de lo que había
experimentado, pero claramente había absorbido las palabras del
asesino.

El Relato del Horror

Con mucho cuidado, le pedí que me contara más sobre lo que había
visto en la cabaña, y poco a poco, los detalles emergieron. El asesino
le había hablado de las tres mujeres, de cómo sus muertes habían
sido "necesarias" para prevenir algo peor. En su estado mental
alterado, les había dicho que sus sacrificios eran parte de un plan
divino, una creencia que se había transformado en una obsesión.

“Él decía que si lo hacíamos bien, Jesús no vendría y el mundo no se


acabaría”, dijo María, sus ojos grandes llenos de miedo. “Pero yo solo
quería irme a casa.”

La manipulación psicológica que el asesino había ejercido sobre María


era profunda. No solo había secuestrado su cuerpo, sino también su
mente, obligándola a participar pasivamente en su retorcida visión
del mundo. Para ella, todo había sido un juego de poder que no
comprendía, y ahora, necesitaba empezar a reconstruir su vida, lejos
del horror que había presenciado.

La Herencia del Caos

Después de esa conversación, me di cuenta de que la mente del


asesino había dejado una marca indeleble en la niña. A pesar de que
había sido liberada físicamente, el trauma psicológico persistiría,
afectando su vida para siempre. Casos como estos no solo dejan
víctimas en los cadáveres que encontramos, sino en las vidas que
tocan indirectamente. María tendría que lidiar con el miedo, la
confusión y las cicatrices de la manipulación durante años, si no para
siempre.
Esa noche, mientras volvía a mi oficina, reflexioné sobre el caos que
los psicópatas dejan a su paso. No son solo monstruos que quitan
vidas, sino seres que fragmentan la realidad de quienes los rodean.
Este caso no solo era un recordatorio de la naturaleza perversa del
mal, sino también de la fragilidad de la mente humana cuando se
enfrenta a lo inexplicable.

Conclusión: El Enigma del Asesino

Este capítulo del caso estaba casi cerrado, pero quedaba una
pregunta que me atormentaba: ¿Realmente el asesino creía en la
locura que predicaba? ¿O simplemente había encontrado en esas
creencias un vehículo para canalizar su sed de poder? La frontera
entre la fe y la locura es tenue, y este hombre había navegado esa
línea de manera aterradora.

Mientras observaba las estrellas esa noche, me di cuenta de que,


aunque había detenido al asesino, no podía detener lo que él había
sembrado. El miedo. La fragilidad. El caos. Todo eso quedaba atrás,
como un eco constante en la mente de los que sobrevivieron y en los
corazones de quienes intentamos desentrañar esos oscuros misterios.

Raúl Cano, detective forense, había cerrado otro capítulo, pero sabía
que aún quedaba mucho por descubrir.

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