SPAL MONOGRAFÍAS ARQUEOLOGÍA
LIII
APOTEOSIS
De lo humano a lo divino.
La figura del héroe
Víctor Sánchez Domínguez
Eduardo Ferrer Albelda
Andrés Pablo Guija Rodríguez
(coordinadores)
Apoteosis
ColecciÓn SPAL MonograFías ArQueología
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Víctor Sánchez Domínguez
Eduardo Ferrer Albelda
Andrés Pablo Guija Rodríguez
(coordinadores)
Apoteosis
De lo humano a lo divino.
La figura del héroe
SPAL MONOGRAFÍAS ARQUEOLOGÍA
Nº LIII
Sevilla 2024
Colección: Spal Monografías Arqueología
Núm.: LIII
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Impreso en papel ecológico
ISBN: 978-84-472-2510-1
Depósito Legal: SE 764-2024
Maquetación: Cuadratín Estudio
Impresión: Podiprint
ÍNDICE
Prólogo
Víctor Sánchez Domínguez ................................................................................
9
Babilonia, Marduk y Etemenanki: la hora de la apoteosis
Juan-Luis Montero Fenollós...............................................................................
15
El culto heroico de tradición oriental en la protohistoria del sur de la
península ibérica: Pozo Moro como caso de estudio
Álvaro Gómez Peña ...........................................................................................
27
El héroe que venció al lobo.
El mito heroico como discurso ideológico en el mundo ibérico
Jorge García Cardiel ...........................................................................................
67
Iconografía, ancestralidad y heroización en Europa central y occidental
durante la Edad del Hierro
Javier Rodríguez-Corral .....................................................................................
89
Apoteosis afortunada. El ejemplo timoleonteo como recorrido evolutivo del
héroe griego del arcaísmo al helenismo
Víctor Sánchez Domínguez ................................................................................
121
Vae, puto deus fio: actitudes ante la divinización de los emperadores romanos
Fernando Lozano Gómez y Carmen Alarcón Hernández...................................
145
Apoteosis y/o resurrección: el anuncio paulino de la resurrección a la luz de
las creencias de sus primeros oyentes corintios
Álvaro Pereira Delgado ......................................................................................
161
Apoteosis imperial y acclamatio a Cristo en el cristianismo primitivo
Francisco Juan Martínez Rojas ..........................................................................
187
EL HÉROE QUE VENCIÓ AL LOBO.
EL MITO HEROICO COMO DISCURSO
IDEOLÓGICO EN EL MUNDO IBÉRICO*
Jorge García Cardiel
Universidad Autónoma de Madrid-Grupo Occidens
1. INTRODUCCIÓN
Como Franklin D. Roosevelt señalara en su último discurso, utilizando palabras tantas
veces reformuladas antes y después de su muerte en tantos y tantos contextos, «a great
power involves great responsibility»1. Todo individuo descollante que posea unas capacidades destacadas se debe al bienestar de su comunidad. Todo héroe debe considerarse
responsable de la protección de sus (de)semejantes, pues de lo contrario no sería más que
un monstruo. Y es que todo héroe compendia de alguna manera el sistema de valores de
su comunidad, con sus gestas se convierte en un epítome de las virtudes que sus contemporáneos consideran paradigmáticas. Ello se debe a que todo héroe, si lo pensamos bien,
no es sino la proyección personificada de una cosmovisión negociada. Una negociación
en la que toman parte todos los agentes que conforman la comunidad, por supuesto, pero
en la que la elite dirigente, una elite dirigente que muy a menudo se considera la recipiendaria de la supuesta herencia heroica, suele llevar la voz cantante.
En definitiva, la creación/recreación de un héroe constituye, desde mi punto de vista,
la construcción de un discurso ideológico estructurado en forma de un personaje que se
considera paradigmático. Se base o no su leyenda en una figura real, histórica, su memoria se carga muy pronto de toda una serie de connotaciones acordes a las necesidades del
grupo social que instrumentaliza dicho recuerdo, de tal manera que, a través de sus gestas violentas, la comunidad expresará sus ambiciones y sus anhelos, su identidad colectiva y su visión del mundo. A través de su épica, recordada y respetada por todos, las
* El presente trabajo se ha llevado a cabo en el marco del proyecto de investigación PGC2018-096415B-C21. Agradezco a su IP, E. Sánchez Moreno, la lectura del borrador y sus siempre amables y provechosas
sugerencias. Asimismo, me gustaría expresar mi agradecimiento a E. Ferrer Albelda y a V. Sánchez Domínguez
por la invitación a participar en el presente volumen.
1. Daily Illinois State Journal, 14 de abril de 1945, p. 2.
68
Jorge García Cardiel
aristocracias de cada momento, de cada sociedad, se propondrán como ejemplos de virtud heroica y de gobierno benéfico para el grupo.
La violencia, o mejor dicho la remembranza y exaltación del hecho violento, se nos
presenta así como un discurso ideológico e identitario sumamente eficaz. En un trabajo
que muchos consideramos icónico, M. Mann (1986: 14) señalaba que la potencia militar constituye una de las cuatro principales fuentes de poder, junto con la economía, la
política y la ideología. En el mismo sentido, no pocos historiadores y arqueólogos han
defendido que la guerra se cuenta entre las principales fuerzas motrices de la complejidad social (vid., por ejemplo, Carneiro 1981; Carandini 1992: 516-517), o incluso que,
siguiendo en este punto a Maquiavelo o a von Clausewitz, poder y violencia son las
dos caras de una misma moneda, pues el poder es condición de la violencia y se realiza
en ella, y la violencia es ejecución del poder y se justifica en él (Lull et alii 2006: 95).
Desde este punto de vista, creo que no aciertan del todo quienes asumen la tan manida
aseveración de que un sistema político no puede sostenerse a largo plazo únicamente
mediante la coacción, sino que es necesario revestir la violencia de un discurso ideológico que naturalice las desigualdades sociales inherentes al sistema (vid., por ejemplo,
Earle 1997: 7-8; Godelier 1999: 27). Hacía falta vencer, pero también convencer, como
dijera Unamuno. Tal afirmación es básicamente correcta. Mas es necesario puntualizar
que «coacción» e «ideología» no son esferas estrictamente contrapuestas (García Cardiel
2016: 201-250), pues en el solapamiento entre ambas florece la llamada «violencia simbólica». Esta última engloba todo discurso ideológico implícita o explícitamente intimidatorio tendente a hacer prevalecer los objetivos de un sujeto o una institución sobre los
de los demás agentes mediante el recurso al miedo. Hablo, pues, de amenazas directas,
pero también de agresiones simbólicas con importantes consecuencias sobre el subconsciente colectivo (Díez 2002: 368 y 374), pese a que en muchas ocasiones pueden no terminar de ser percibidas como tales por una parte de la sociedad.
La coacción puede ser explícita, como en un campo de batalla o en una celda, pero
también implícita y perfectamente naturalizada, como en una frontera o como en un desfile militar. O también como en los mitos que rememoran las hazañas del héroe local.
Pues, al presentarse como el defensor y representante de la comunidad y de su elite dirigente, al erigirse en adalid de ambas frente a los enemigos declarados o potenciales del
orden vigente, el héroe enfatiza, con su mera existencia, el acceso privilegiado que determinados individuos de la sociedad detentan sobre los mecanismos coercitivos, y también
las amenazas que ponen en jaque la perpetuación de las estructuras sociales. No puede
haber héroe sin un villano, sin una amenaza que haga necesaria la existencia y la preeminencia social que los héroes, y sus supuestos herederos mortales, suelen arrogarse. Pues,
si lo pensamos bien, cuando la comunidad se congrega en torno al héroe capaz de protegerla, o en torno a su recuerdo, está aceptando de forma implícita, está naturalizando, las
relaciones desiguales de poder y, en sentido lato, la compleja cosmovisión y el sistema
de valores que dicho héroe defiende, y que la memoria de dicho héroe da por sentada.
En las presentes páginas, trataré de profundizar en el análisis de la miríada de recreaciones diversas que los iberos se forjaron de sus propios héroes. Es este un tema sobre
el que se ha vertido ya abundante bibliografía (vid., sin ánimo de exhaustividad, Almagro 1996; Olmos 2003; Chapa y Olmos 2004; Ruiz Rodríguez 2004; Perea, Williams
y Olmos 2007; Almagro y Lorrio 2011; Chapa 2011; Ruiz Rodríguez y Molinos 2013;
El héroe que venció al lobo. El mito heroico como discurso ideológico en el mundo ibérico
69
Figura 3.1. Principales yacimientos mencionados en el texto. Elaboración propia
Uroz 2013; Grau y Rueda 2014), basada sobre todo, dada la ausencia de una literatura
propiamente ibérica que nos revele sus mitos y creencias, en el estudio de la iconografía. En excesivas ocasiones, sin embargo, las imágenes ibéricas han sido estudiadas asumiendo que podían ser descifradas a partir de nuestros conocimientos acumulados sobre
otras civilizaciones clásicas mejor estudiadas, o bien desde la más pura subjetividad del
exégeta. En las últimas décadas, no obstante, R. Olmos y su escuela vienen abogando por
una lectura de la iconografía ibérica desde dentro, concibiéndola como un lenguaje en sí
mismo, con su propia semántica y sintaxis, lectura esta de la que buena parte de los estudios antedichos son claros deudores. No tendría sentido negar la fecundidad de los paralelos entre la iconografía ibérica y la de los otros pueblos mediterráneos, pero estos no
bastan para interpretar las imágenes ibéricas, cuya comprensión debe partir del análisis
semiótico de sus propios esquemas iconográficos y mentales (Olmos 1991: 211-227), un
análisis que integre de manera sistemática todas las informaciones contextuales posibles
para cada imagen, considerándolas tanto en su diacronía como en su sincronía (Olmos,
ed., 1996).
Por mi parte, incidiré en la consideración de la imagen ibérica como materialización
de una ideología; esto es, como un lenguaje que no solamente «ilustraba», sino que también «creaba», «recreaba» y «ordenaba» una cosmovisión particular. Cuando los iberos
representaban a sus héroes y rememoraban sus leyendas, estaban reafirmando su manera
de ver el mundo y su sistema de valores particular, pero al mismo tiempo los estaban
promoviendo y negociando entre todos los miembros de la comunidad que escuchaban,
70
Jorge García Cardiel
aprendían y repetían a su vez el mito. De ahí que estime particularmente interesante desgranar un recorrido diacrónico por la plétora de héroes de los que tenemos noticia gracias a la iconografía ibérica. Ellos nos proporcionarán, al fin y al cabo, sugerentes pistas
sobre cómo concebían su mundo los iberos de cada comunidad y de cada momento, cuáles eran sus angustias vitales y, sobre todo, en quién confiaban para tratar de solventarlas.
2. EL HÉROE DE POZO MORO
Los paneles del conjunto monumental de Pozo Moro (Chinchilla de Montearagón, Albacete) nos proporcionan, seguramente, las primeras referencias iconográficas de héroes
propiamente ibéricos. Hablamos de unos relieves que fueron labrados, según su excavador, hacia finales del siglo VI a. C., y que fueron dispuestos adornando las paredes de un
monumento turriforme diseñado para señalizar la sepultura de un jerarca local (Almagro
1983). En conjunto, parecen pensados para ensalzar el recuerdo de los ancestros heroicos
y divinos de la familia aristocrática que erigió el monumento, y que a la altura de comienzos del siglo VI a. C. estaría pugnando por construir su distinción en plenos momentos
formativos de la cultura ibérica (Olmos 1996). Apenas sorprende, por ende, que entre los
fragmentos conservados distingamos al menos tres representaciones de héroes, o quizás
tres imágenes de un mismo héroe, protagonizando otras tantas hazañas asombrosas. Me
refiero al conocido relieve del «dendróforo» (vid. Fig. 3.2), al del «guerrero» y al mal llamado relieve del «centauro» (Almagro 1978: 260-261; 1983: 207). En el primero, el protagonista aparece transportando sobre su espalda un árbol florido y repleto de pájaros, a
buen seguro un árbol de la vida, mientras resiste el embate de varios monstruos que escupen fuego; en el segundo, el varón ha sido representado de perfil, enarbolando lanza y
escudo frente a un adversario que no conocemos, pero que quizás cabría identificar con
la fiera de varias cabezas tipo «hidra» de la que conservamos un pequeño fragmento descontextualizado (López Pardo 2006: 72-75); en el tercero, finalmente, tan solo conservamos el brazo derecho de nuestro héroe, figurado en el momento mismo de apuñalar a su
monstruoso contrincante sobre el lomo (García Cardiel 2014a: 619-628).
En los tres casos hablamos de un varón que ha de combatir en solitario (o asistido por
pequeños ayudantes, en el caso del dendróforo, aunque estos no participan directamente
en la refriega) contra sus monstruosos enemigos: unas fieras con cabeza de felino que
lanzan fuego por la boca, una posible hidra, y un misterioso ser híbrido con cuerpo de
cuadrúpedo y de cuya cola brota una cabeza de serpiente que podríamos identificar como
una Quimera o un perro Cerbero, o mejor dicho, con las reinterpretaciones ibéricas de
dichas bestias (García Cardiel y Olmos 2021). Es más, entre los demás fragmentos relivarios de Pozo Moro distinguimos también un centauro y un tritón (Almagro 1978: 262),
fieras híbridas ambas que, al menos en la mitología griega, se contaron entre los adversarios menos conocidos de Heracles pero que, en nuestro caso, aunque en efecto parezca
lo más probable, desconocemos si originalmente habrían sido representados afrontados
a un héroe.
Los héroes de Pozo Moro cuentan con varias bazas para triunfar sobre sus adversarios. Esgrimen, para empezar, armas singulares. El dendróforo, por ejemplo, se protege con un sencillo capacete y, lo que resulta más sorprendente, con unas grebas, cuyos
El héroe que venció al lobo. El mito heroico como discurso ideológico en el mundo ibérico
71
Figura 3.2. Relieve
de Pozo Moro.
Tomado de López
Pardo 2006: 203
primeros prototipos «reales» no aparecerán en el registro arqueológico ibérico hasta
algunas décadas después (Farnié y Quesada 2005: 199). Pero más exótica todavía resulta
su espada curva, una auténtica ἅρπη de reminiscencias orientales para la que no poseemos otros paralelos peninsulares y que, si bien en esta escena parece particularmente adecuada por su doble carácter de arma y podadera, en el Próximo Oriente estaría cargada
también de connotaciones rituales y sagradas (James 1966: 131-133 y 152). El guerrero,
en cambio, enarbola lo que parece una sencilla lanza y se protege con una caetra, pero
llama la atención su casco, dotado de un pequeño par de cuernos y de toda una serie de
elementos que la bibliografía ha interpretado alternativamente como plumas o llamas,
pero que, en todo caso, en su momento servirían para identificar de manera inequívoca al
héroe que portaba este atractivo casco (Almagro 1978: 263; López Pardo 2006: 70-72).
Y otro tanto puede decirse sobre la espada con la que el tercero de nuestros héroes se
encuentra apuñalando al Cerbero/Quimera: su pomo de tamaño desmesurado, con una
cabeza de felino con las fauces abiertas, no encuentra paralelos en todo el Mediterráneo
occidental antiguo, sino que parece derivar de prototipos anatolios (Farnié y Quesada
2005: 127-128). Es más, en un trabajo anterior apuntaba que una de las tumbas de Pozo
Moro de mediados del siglo IV a. C. (la 4D3) contenía una falcata en cuya empuñadura se
había representado una cabeza parecida (Alcalá-Zamora 2003: 52), y que quizás podría
haber sido fabricada expresamente para evocar a este viejo héroe que en los relieves del
monumento daba muerte al Cerbero/Quimera (García Cardiel 2014a); mas la pieza no ha
podido ser localizada entre los fondos del Museo Arqueológico Nacional y la consulta de
los inventarios de la institución no certifica de manera inequívoca que una pieza semejante procediera realmente de este contexto arqueológico. Una vez más, por consiguiente,
la espada del relieve albacetense vuelve a quedarse sin paralelos conocidos en Occidente.
Los rasgos físicos de todos estos héroes son, asimismo, significativos. No me refiero
al ojo amigdaloide ni a la nariz puntiaguda que caracterizan el rostro del dendróforo, pues
tales rasgos responden a los cánones estilísticos generales del monumento, y de ellos
72
Jorge García Cardiel
participan también todos los demás personajes. Fijémonos más bien en el torso sumario
del guerrero y en los brazos delgados del adversario del Cerbero/Quimera, por contraposición a las formas orondas de los monstruos antropomorfos que protagonizan, por ejemplo, el llamado relieve del «banquete infernal» (Almagro 1978: 260). Y también, sobre
todo, en las gruesas piernas de potentes gemelos que caracterizan tanto al dendróforo
como al guerrero: los héroes de Pozo Moro eran, sin lugar a dudas, varones de «muslos
bien formados», μηροὶ εὐφυέες, como dijera Homero2, análogos a los guerreros que en
esta misma época estaban siendo representados en las cerámicas áticas de figuras negras
(García Cardiel y Olmos 2021).
Piernas y muslos hiperdesarrollados estos que, quizás, nos permitan identificar a un
último héroe (o una última representación del mismo héroe) en Pozo Moro que hasta el
momento habíamos pasado por alto: el varón desnudo que mantiene un encuentro sexual
con una mujer mucho más alta que él, sin duda una diosa, en el llamado relieve de la
«hierogamia» (Almagro 1978: 261-262; García Cardiel 2013).
Así pues, el linaje que mandó esculpir los relieves de Pozo Moro para arrogarse
un glorioso pasado legendario recreó a un héroe (o a unos héroes) de gran vigor físico,
pero que además contaba con toda una panoplia de armas singulares, exóticas, con un
fuerte componente identificativo (eran las armas privativas de ese héroe en concreto) y
claros paralelos foráneos, orientales. Otro tanto cabe decir de sus monstruosos antagonistas, seres híbridos todos ellos sin apenas tradición en la iconografía peninsular, pero
que recuerdan, o podrían recordar, a los enemigos del Heracles-Melqart panmediterráneo. Rasgos ambos que parecen especialmente adecuados para unas elites sociales que,
en estos momentos formativos del mundo ibérico, pugnan por consolidar su posición
al frente de sus respectivas comunidades, por distinguirse, y que, para ello, tienden a
hacer valer sus especiales vínculos con los agentes coloniales mediterráneos que les proveen constantemente de bienes de prestigio, armas y tecnología (García Cardiel 2016:
96-100). No es casual, por tanto, que, en su afán por dotarse de un ancestro heroico que,
en un pasado lejano, había procurado la prosperidad a su comunidad, la había librado de
los monstruos que la atenazaban y había obtenido a cambio de sus desvelos el acceso al
lecho de la diosa, estos aristócratas pensaran en un héroe de rasgos orientales, que enarbolaba armas de aire oriental y que hubo de medirse a monstruos bien conocidos en todo
el Mediterráneo.
No disponemos de ningún otro conjunto iconográfico complejo para la época en la
que fechamos la erección de Pozo Moro, por lo que ignoramos si los patrones que sus
relieves sugieren podrían extrapolarse a otras comunidades ibéricas. Repárese, no obstante, que entre las escasísimas representaciones antropomorfas masculinas ibéricas que
conservamos de la época, se cuenta asimismo la estela de Altea la Vella (Alicante), erigida en un área necropolitana datable entre finales del siglo VI y comienzos del V a. C.
La estela, un paralelepípedo de arenisca de 108x29x20 cm, representa de forma esquemática a un varón revestido de una túnica larga de escote triangular ceñida mediante un
grueso cinturón y que porta, suspendidos, un cuchillo afalcatado y una espada de antenas
(Morote 1981). Los prototipos más cercanos de esta extraordinaria espada, que el artesano quiso enfatizar dotándola de un gran tamaño, aparecen en el noreste peninsular y
2. Hom., Il. 4.147.
El héroe que venció al lobo. El mito heroico como discurso ideológico en el mundo ibérico
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al norte de los Pirineos en contextos contemporáneos a la necrópolis (Farnié y Quesada
2005: 125). Se trata, por consiguiente, de un arma que resultaría exótica en el sureste
peninsular, lo que redundaría, de nuevo, en las especiales conexiones mediterráneas y en
el conocimiento armamentístico especializado de su, acaso, heroico portador.
3. LOS HÉROES DE LA ÉPOCA IBÉRICA PLENA:
DEL ADALID ACORAZADO AL HÉROE CÍVICO
A partir de mediados del siglo V a. C., y entre las múltiples transformaciones perceptibles
en las estructuras culturales ibéricas, asistimos a una cierta proliferación de las representaciones antropomorfas en la plástica ibérica, entre las que se advierte, además, una tendencia homogeneizadora materializada en muchas otras esferas de la iconografía, y que
los especialistas en la materia han explicado atendiendo al deslizamiento entre un entorno
vital aldeano y uno progresivamente urbano (Chapa 2003: 115).
La forma en la que las comunidades locales ibéricas conceptualizaron a sus héroes,
evidentemente, no se mantuvo al margen de todas estas transformaciones sociales e iconográficas. Atrás quedaron, desde muy pronto, esos viejos héroes que con la ayuda de sus
armas singulares importadas del Mediterráneo se enfrentaban a toda una amplia pléyade
de monstruos híbridos. Las nuevas comunidades cívicas, y sobre todo sus aristocracias,
requerían de nuevos referentes ideológicos en los que verse reflejadas.
El conjunto escultórico de Cerrillo Blanco de Porcuna, labrado durante la segunda
mitad del siglo V a. C., y destruido y amortizado apenas unos años después (González Navarrete 1987: 22), ilustra bien esta transición. Desconocemos cuál fue la función
última de todas estas estatuas, pero su erección en un espacio hasta entonces desocupado
y el establecimiento de una necrópolis en aquel lugar coincidiendo con su amortización
parecen hablarnos del esfuerzo simbólico de una comunidad por justificar su apropiación
del espacio (Chapa 2003: 108-109; Ruiz Rodríguez 2011: 405-406).
Pues bien, entre todas estas esculturas cabe distinguir varios héroes. Uno de ellos,
de hecho, se adecúa parcialmente a los patrones descritos para Pozo Moro: hablamos
del guerrero que, vistiendo una sencilla túnica corta ceñida por un cinturón grueso, se
enfrenta con las manos desnudas a un grifo en un duelo de resultado incierto: nuestro
héroe sujeta al grifo por la oreja y la mandíbula, pero este último clava sus garras en
el muslo de su adversario humano (González Navarrete 1987: 139-146). Todavía hay
mucho de oriental en esta grifomaquia, para la que se pueden argüir paralelos cercanos
en algunas placas de marfil del mediodía peninsular o en el cinturón de la Aliseda (Olmos
2002: 109), pero reparemos en que se detectan ya algunos cambios respecto de los héroes
de Pozo Moro: la victoria del héroe no se atribuye ya al exotismo de sus armas singulares
(de hecho, carece de ellas), sino al valor y a la destreza del campeón, que pese a la arremetida del grifo tiene la sangre fría de sujetarle por las fauces y las orejas. Su victoria,
además, si es que se produce, no es tan inapelable como la de los héroes semidivinos de
Pozo Moro: es una victoria agónica que, de alguna manera, humaniza a su protagonista
en vez de divinizarlo. Volveremos más adelante sobre este mismo esquema.
Y es que, entre la estatuaria de Porcuna, resulta más frecuente otro tipo muy distinto de héroe. Me refiero en este caso al guerrero que, convenientemente protegido con
74
Jorge García Cardiel
un disco coraza, hombreras y grebas, con la espada de frontón aún envainada y su caballo aguardando tras él, ha sido representado alanceando a un rival vencido (González
Navarrete 1987: 43-46) (fig. 3.3); o al guerrero que, además del consabido disco-coraza,
exhibe un ostentoso casco (González Navarrete 1987: 43-46); o también al que complementa su armadura con una caetra que pende de su correa y una falcata al costado (González Navarrete 1987: 61-66); por no hablar de un nutrido número de piezas fragmentarias alusivas, una y otra vez, a guerreros pesadamente armados con este tipo de panoplia.
Guerreros cuyas anatomías evidencian una vez más los mismos rasgos «homéricos» que
ya observábamos en Pozo Moro (torsos sucintos y brazos delgados, sin bíceps marcados,
pero enormes caderas y piernas de poderosos muslos hiperdesarrollados), pero en los que
el énfasis se pone ante todo en su dominio de las sobreabundantes armas puestas a su
disposición. Una panoplia pesada y costosa, cuyo manejo efectivo requeriría un adiestramiento específico, y que parece especialmente apta para el combate singular cuerpo
a cuerpo entre campeones (Quesada 1998: 125-126). Una panoplia, en suma, propia de
aristócratas, que «aristocratiza» a sus portadores por tratarse de un bien de prestigio privativo de la elite social.
Encontramos otras representaciones análogas entre la estatuaria de la Alcudia de Elche
(Alicante), cuyos contextos de aparición nos resultan muy mal conocidos pero que posiblemente serían, grosso modo al menos, contemporáneas a las esculturas de Porcuna. También aquí encontramos un guerrero protegido con un disco-coraza (Lorrio 2004: 157-158),
varios otros que se defenderían con sus respectivas caetrae (Lorrio 2004: 159-161), un
fragmento de pierna con una greba (Lorrio 2004: 158-159) e incluso una cabeza con un
casco (Lorrio 2004: 161). Armamento todo este que encontramos repetido, diríase incluso
que enfatizado, en otras imágenes de guerreros del siglo V a. C., como el torso de Casas de
Juan Núñez (Giménez 1988) o, atendiendo ya a las pequeñas representaciones en bronce,
el célebre guerrero de Mogente (Lorrio y Almagro 2004-2005: 39; Almagro y Lorrio
2007). La interpretación de este último, por cierto, como remate de un báculo o signum
equitum concebido para construir la distinción heroica de su portador, no puede dejar de
resultar significativa.
Seguramente, muchos de estos campeones armados eran considerados «ancestros»
de las comunidades y los grupos sociales que los representaron, pero ello no va en detrimento del carácter heroico de, siquiera, algunos de ellos. Repárese en los duelos singulares en los que están participando, y en los que, pese a la aparente simetría de fuerzas entre
los contendientes (todos ellos están armados igual, pues todos pertenecen a la misma
clase social y se reconocen como pares), terminarán imponiéndose gracias a su virtud
sobresaliente, a su ἀρετή, demostrando así que ellos son los ἄριστοι, los «mejores». Dicho
en otras palabras, eran los individuos más aptos, ellos y sus supuestos descendientes, para
gobernar y defender a su comunidad en detrimento de las familias aristocráticas rivales.
A este respecto, M. Almagro (1996: 84-86) propuso que entre el siglo VI y el V asistimos a una transición en la concepción ibérica del poder, en virtud de la cual las «dinastías
sacras orientalizantes» dejaron paso a las «monarquías heroicas». Aunque, por nuestra
parte, no nos atreveríamos a sostener más allá de toda duda muchas de las connotaciones
que ambos términos llevan aparejadas, sí que parece claro, como este autor quiso subrayar, que los referentes legitimatorios que las elites locales esgrimían para naturalizar su
poder habían cambiado: frente a la evocación de unos héroes «distintos», de apariencia
El héroe que venció al lobo. El mito heroico como discurso ideológico en el mundo ibérico
75
Figura 3.3. Escultura de Cerrillo Blanco de Porcuna. Tomada de Aranegui 1998: 24
oriental y que libraban combates contra monstruos híbridos valiéndose de armas exóticas
y singulares, nos encontramos ahora con unos héroes aristocráticos que, pese a la magnitud sobresaliente de sus hazañas, son mucho más «humanos»: esgrimen armas «reales»,
privativas de la elite pero difundidas por buena parte del mundo ibérico, y combaten contra sus homólogos, a los que terminan venciendo, pero no sin grandes esfuerzos y penalidades. En resumidas cuentas, todo apunta a que las elites sociales que recreaban estos
héroes para verse reflejadas en ellos no buscaban ya tanto destacar la distinción frente
al resto de la comunidad (acaso ya suficientemente naturalizada), como competir por el
poder entre sus iguales aristocráticos.
Este tipo de representaciones de campeones acorazados, no obstante, fueron efímeras
en el tiempo, pues a partir de finales del siglo V a. C. el énfasis en la sobreabundancia de
armas desaparece de la iconografía. Ello se debe, previsiblemente, a las transformaciones
que no dejaban de operarse en las estructuras socioeconómicas ibéricas. Unas transformaciones que, en este caso, se plasman en el registro funerario. Y es que, frente a la etapa
precedente, durante la cual no fue nada habitual incluir armas entre los ajuares funerarios que acompañaban a los difuntos en sus sepulturas, a lo largo del siglo IV y la primera
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Jorge García Cardiel
mitad del III a. C. entre un 25 y un 50 % de las tumbas ibéricas documentadas contenían
algún arma. Es más, estas aparecen de manera relativamente habitual incluso en los enterramientos infantiles, y ocasionalmente también en los femeninos, pues no delatan necesariamente la «profesión guerrera» del difunto enterrado, sino más bien su estatus social
(Quesada 1997: 647-649). Como buena parte de los objetos que componían los ajuares
funerarios, las armas servían para proporcionar al individuo una existencia en el Más Allá
acorde con la que había vivido (o hubiera vivido de haber tenido la oportunidad) en el
Más Acá, por lo que, en conjunción con el resto del ajuar, materializaban la negociación
de la identidad social del individuo y, por consiguiente, el puesto que sus deudos ocuparían en lo sucesivo en la comunidad. La familia que introducía armas en las sepulturas de
sus difuntos estaba reivindicando su pertenencia a un grupo social concreto que se arrogaba la posesión e identificación con estas, y que se creía, seguramente, corresponsable
de la defensa de su comunidad. Y reparemos que se trataba de un grupo social amplio,
que rebasaría holgadamente los límites de las elites aristocráticas. La amplia distribución
de armas entre las viviendas del asentamiento de Bastida de les Alcuses (Mogente, Valencia), abandonado a mediados del siglo IV a. C., así lo confirma (Quesada 2011). En vista
de esta relativa «democratización» de las armas y de la responsabilidad de la protección
de la comunidad, ya no tendría sentido que las aristocracias continuaran enfatizando en
sus autorrepresentaciones su carácter «armado». En la iconografía de los siglos IV y primera mitad del III a. C. continuarán apareciendo armas, bien es cierto, pero estas pasarán,
significativamente, a un segundo plano (García Cardiel 2016: 221-227).
Seguramente, el héroe que mejor ejemplifica estos nuevos discursos ideológicos
es el esforzado personaje que recibió culto en el santuario extraurbano de El Pajarillo
(Huelma, Jaén). Hablamos de un recinto sacro instituido durante la primera mitad del
siglo IV a. C. en el confín del pagus de Úbeda la Vieja; es decir, el territorio político que,
siguiendo la cuenca del río Jandulilla hasta su nacimiento (inmediato al santuario), fue
creado y puesto en explotación por el citado oppidum precisamente en la fecha en la que
se erigió el santuario. De hecho, este estaría destinado, con toda probabilidad, a señalizar
dicho confín y justificar la susodicha colonización (Molinos et alii 1998: 243-260). Una
justificación ideológica que, al parecer, vino dada de la mano del héroe cuya hazaña se
conmemoraba en el santuario, ligando así la memoria colectiva del personaje y el espacio en el que su gesta, en teoría, habría tenido lugar.
Pero detengámonos en el héroe y en su hazaña. Lo conocemos gracias al grupo escultórico erigido en la parte central del santuario, sobre un podio ciclópeo y rodeado de toda
una compleja escenografía que no hacía sino realzar la épica de la acción. En él observamos a un varón representado en el momento tenso que antecede a su enfrentamiento
con un gigantesco lobo que retiene entre sus garras a un niño. Se trata acaso de la bestia extraordinaria (su tamaño lo delata) que amenaza la supervivencia de la comunidad,
encarnada esta última en el niño cautivo que yace a sus pies. El representante de la comunidad, el héroe, ha viajado hasta los confines del territorio para dar con la guarida de la
fiera, rescatar al prisionero y acabar de una vez por todas con la amenaza. Mas fijémonos
en que nuestro héroe apenas está armado: viste tan solo una túnica corta y un manto, que
por cierto se ha enrollado en torno al brazo izquierdo para prevenir las mordeduras del
lobo, como hubiera hecho cualquier pastor para enfrentarse a las alimañas. Aprovecha,
además, los pliegues del manto para ocultar su única arma, una falcata, la espada ibérica
El héroe que venció al lobo. El mito heroico como discurso ideológico en el mundo ibérico
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Figura 3.4. Escultura de El Pajarillo. Tomada
de Molinos et alii 1998: 268
más habitual en la época, que aferra en su mano derecha sin terminar todavía de desenvainarla, hurtándola de la vista del lobo hasta el momento definitivo en el que la descargue sobre él (fig. 3.4). Las armas, pues, están presentes en la escena, pero ni son singulares ni especialmente aristocráticas, y desde luego no se hace especial énfasis en ellas. Lo
que convierte en héroe al personaje de El Pajarillo es su extraordinario valor para enfrentarse a la bestia y su desusada inteligencia para escoger la mejor manera de hacerlo, algo
que le garantizará el éxito allí donde todos los demás habían fracasado. Aunque su físico
también le acompaña: observemos una vez más los músculos hiperdesarrollados de los
muslos, que la corta falda deja a la vista, así como los genitales, que asoman apenas bajo
la misma, insinuando, que no mostrando, lo que griegos y romanos habrían considerado
un desnudo heroico.
4. HÉROES DE LA IBERIA PROVINCIAL: DEL JEFE
MILITAR AL HÉROE CIVILIZADOR
La conquista y ocupación cartaginesa de una parte del mundo ibérico a partir del 237 a. C.,
primero, y la posterior invasión de las legiones romanas y el consiguiente proceso de provincialización, provocaron enormes transformaciones a todos los niveles en las comunidades locales ibéricas. Estas hubieron de renegociar su identidad cívica y su relación con
sus vecinos y con los aparatos imperiales cartaginés y romano, y en el seno de cada una
de ellas las elites sociales hubieron de dotarse de nuevos referentes legitimatorios para
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Jorge García Cardiel
conservar el poder, en un contexto en el que no pocos rivales tratarían de aprovechar los
cambios de coyuntura para suplantarlos. Proliferaron, pues, los procesos de etnogénesis, se «rememoraron» nuevas leyendas de fundación que pretendían naturalizar el nuevo
presente contemplándolo como la conclusión lógica de un devenir histórico sin fisuras
(Olmos 2004: 131-133), y toda una nueva hornada de héroes invadió la iconografía para
congregar en torno a su recuerdo (y a su sistema de valores, y a las familias aristocráticas
que se arrogaban su herencia) a toda la comunidad local, transida por las tensiones propias de una coyuntura sumamente convulsa.
En la concepción de los nuevos héroes que florecieron durante las últimas décadas
del siglo III y las primeras del II a. C. coadyuvaron dos fenómenos íntimamente relacionados: la «militarización» de un mundo ibérico que hubo de adaptarse rápidamente a la
presencia y agresión de ejércitos foráneos con una complejidad sin precedentes en tierras
peninsulares, y la apropiación por parte de las aristocracias locales ibéricas de la concepción helenística del poder de la que los generales cartagineses y romanos participaban.
Como resultado de ambos factores, se impuso en todo el mundo ibérico la idea de que
los gobernantes, para serlo, habían de ser eficaces caudillos militares que velaran por la
supervivencia física de sus comunidades. En la iconografía, las armas volvieron a ocupar un primer plano, de tal modo que se hicieron frecuentes las representaciones de desfiles militares y de batallas campales. Pero ya no hablamos de campeones acorazados
como los representados en la estatuaria del siglo V a. C., revestidos de imponentes panoplias que destacaban el carácter aristocrático de sus portadores: en las decoraciones cerámicas de Sant Miquel de Llíria (Valencia), Castellar de Oliva (Valencia) o El Cigarralejo
(Mula, Murcia), por poner solo algunos ejemplos, el gobernante no se distingue de sus
subalternos ni en apariencia ni en armamento, pues todos a una componen la formación
cívica corresponsable de la defensa de la comunidad (García Cardiel 2014b: 162-166).
Ahora bien, más allá de esta ὁμόνοια a la ibérica expresada en el campo de batalla
(recuérdense al respecto las crónicas de la Segunda Guerra Púnica en las que se menciona
continuamente a «los ilergetes», «los celtíberos», «los turdetanos» o, simplemente, los
«bárbaros», guerreando sin hacer distinción entre generales y soldados de a pie: Mayorgas 2014), los aristócratas ibéricos no renunciaron a dotarse de una identidad distintiva
que naturalizara su preeminencia social, sino que lo hicieron, entre otras cosas, arrogándose ancestros heroicos prestigiosos. Buen ejemplo de ello es, verbi gratia, el linaje de la
Serreta de Alcoi que almacenaba sus reliquias en la habitación F1, dependencia en la que
apareció el célebre «Vaso de los Guerreros», depositario de la leyenda heroica familiar.
En sus paredes, toda una sucesión de escenas evoca la «educación» de un héroe, desde
que en su primera juventud dio muerte a un gigantesco lobo, pasando por el momento en
el que junto a sus compañeros cazó un ciervo sagrado, hasta que, ya adulto, se enfrentó en
combate singular a otro aristócrata, demostrando así que sus cualidades personales descollaban ya por encima de las de todos sus rivales (Olmos y Grau 2005).
Esta última escena, de hecho, nos permite evocar los diversos episodios en los que,
en el transcurso de las guerras celtibéricas, uno de los aristócratas locales abandonaba
su formación para retar en duelo singular al general romano, pretendiendo hacer valer en su
comunidad sus aptitudes excepcionales para el gobierno (García Cardiel 2012; Suárez
2021). Idénticos comportamientos estuvieron, seguramente, detrás de los juegos fúnebres que Escipión el Africano celebró en Carthago Nova en 208 a. C., ocasión en la que
El héroe que venció al lobo. El mito heroico como discurso ideológico en el mundo ibérico
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inesperadamente varios aristócratas ibéricos saltaron a la arena para medirse en toda
una larga sucesión de duelos singulares en los que habrían de dirimirse el gobierno de
sus respectivas comunidades, con el general romano como testigo3 (Hernández Prieto y
Martín 2013). Ahora bien, todas estas μονομαχίες históricas no harían sino reactualizar
un esquema ideológico de fuertes resonancias legendarias, como ponen de manifiesto
las múltiples representaciones iconográficas de combates singulares que, en esa misma
época, florecen por buena parte del levante ibérico (Sant Miquel de Llíria, La Serreta de
Alcoi, Hacienda Botella [Elche, Alicante], Cabezo del Tío Pío [Archena, Murcia], etc.),
acompañados, en la mayoría de las ocasiones, de toda una escenografía vegetal y musical que delata su carácter paradigmático, ahistórico (García Cardiel 2017): hablamos de
héroes que, como el del «Vaso de los Guerreros» de la Serreta de Alcoi, contaban con
cualidades excepcionales que ponían ahora al servicio de sus comunidades.
Al cabo de apenas dos o tres generaciones, no obstante, la consideración de los
héroes volvió a cambiar. Una vez más las armas pasaron a un segundo plano en la iconografía, desaparecieron las representaciones de ejércitos en combate, y también los duelos singulares y los desfiles militares. Las estructuras provinciales se consolidaban en
el mundo ibérico (aunque nunca de manera unívoca ni homogénea, por supuesto), y
con ellas lo que con el tiempo la propaganda imperial terminaría conociendo como pax
romana: la pérdida de autonomía de las comunidades locales en lo que a política exterior se refería y la imposición del gobernador provincial como árbitro para la resolución
de conflictos intercomunitarios. Ya no tenía sentido que los aristócratas ibéricos se hicieran representar como caudillos militares dirigiendo a sus ejércitos, pues tales figuraciones resultarían inverosímiles y por consiguiente ideológicamente ineficaces, de modo
que, aunque tardarían en olvidarse por completo, como el conflicto sertoriano demostraría (como veremos más adelante), los antiguos referentes ideológicos en torno al mundo
de la guerra cayeron, en buena medida, en desuso. Los aristócratas ibéricos hubieron de
dotarse, una vez más, de nuevos referentes que legitimaran su continuidad al frente de sus
comunidades, ahora ya por delegación de Roma. Y los encontraron rescatando un antiguo
esquema legendario del que ya hemos hablado en estas páginas, un esquema que tiempo
atrás había quedado obsoleto pero que ahora permitiría entroncar el nuevo presente provincial con la tradición ibérica más arcaica, naturalizando así la nueva situación colonial:
me refiero al viejo esquema del combate singular del héroe frente al monstruo.
Los monstruos, al fin y al cabo, como comenzábamos diciendo al comienzo de estas
páginas, exigían la aparición de héroes y explicaban el gobierno de sus descendientes.
Estos seres híbridos constituían una amenaza difusa e intangible, que escapaba a la experiencia cotidiana pero que, no por ello, resultaba menos aterradora. A falta de enemigos
reales de los que poder defender a sus respectivas comunidades en el campo de batalla,
el recurso a estos monstruos sobrenaturales, a esta vieja amenaza a la supervivencia de la
comunidad, permitió a los aristócratas ibéricos que gobernaban por delegación de Roma
explicar su propia preeminencia local a través de las gestas de sus ancestros, sin que
dichas gestas pusieran de relieve la recientemente perdida autonomía en lo que al empleo
de las armas se refería.
3. Liv. 28.21.
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Jorge García Cardiel
Quizás el caso mejor conocido al respecto sea el del llamado «Vaso del Joven y
el Lobo» de la Alcudia de Elche (Tortosa 1996: 153), una tinaja en la que un varón se
enfrenta, en efecto, a una bestia monstruosa parecida a un lobo pero que le supera en
altura. El joven ya no ostenta el físico característico de los héroes arcaicos (los tiempos, y
los cánones estéticos, habían cambiado) y, aunque empuña una lanza, no la usa, sino que
se contenta con inmovilizar al lobo agarrándole la lengua. Este último gesto, de hecho,
recuerda al viejo héroe de Cerrillo Blanco que intentaba defenderse del ataque del grifo
aferrándole por la mandíbula y las orejas, pero más aún otra escena fragmentaria, contemporánea a la ilicitana pero hallada en este caso en El Castelillo (Alloza, Teruel), en la
que un guerrero no desenvaina su falcata sino que inmoviliza al lobo al que se enfrenta
sujetándole por la lengua (Maestro 1989: 71). Las representaciones de combates entre
un héroe y un lobo de tamaño desmesurado, en todo caso, proliferan en la cerámica ilicitana, abanderando, al parecer, el programa propagandístico de la próspera comunidad
política junto con la efigie de la diosa local; evocando, quizás, un nuevo-viejo mito local
en el que un héroe ilicitano dio muerte a una de estas fieras monstruosas en salvaguarda
de su comunidad. Recuérdese a este respecto, por cierto, la escultura ilicitana de finales
del siglo V a. C. en la que se representaba a un héroe con un disco-coraza en el que aparece la efigie de un lobo (Almagro 1999): figuraría esta escultura a un héroe conocido
por haberse impuesto sobre el lobo? Y, en ese caso, ¿se recordaría en la Alcudia de los
siglos II y I a. C. este antiguo mito del siglo V a. C.? De ser así, nos encontraríamos ante
un caso muy sugerente de reactivación de un antiguo mito local largamente obviado,
recuperado ahora con unos fines políticos totalmente distintos de los que en su momento
había abanderado.
Un caso muy sugerente, en efecto, pero de ninguna manera el único. Ya hace unos
años M. S. Mozas (2006) reparó en que la ceca de Iltiraka, situada con toda probabilidad en el viejo oppidum ibérico de Úbeda la Vieja, acuñó a mediados del siglo II a. C.
moneda de bronce en cuyo reverso se representaba a un lobo emergiendo de la floresta con una presa no identificada aferrada entre las fauces. Tipo iconográfico este que
resulta fácil identificar con el lobo cuya historia se celebraba dos siglos antes, a mediados del siglo IV a. C., en el santuario de El Pajarillo, sito en los márgenes del territorio
de este mismo oppidum. El lobo que, recordemos, había secuestrado a un niño, y al que
el héroe local (¿acaso el varón representado en el anverso de las monedas tardías? ¿O
quizás el supuesto ancestro del gobernante representado?) hubo de hacer frente con templanza e ingenio.
Los combates singulares entre un héroe y un monstruo, no obstante, no se circunscribieron a la iconografía ilicitana, sino que aparecen por doquier en la Iberia de los siglos II
y I a. C. Recuérdese, por ejemplo, la llamada fíbula de Braganza, en la que un guerrero
aristocrático se enfrenta a una mixtura entre lobo y león (Chapa 2011); el vaso de Cola de
Zama Norte (Hellín, Albacete), en el que un héroe con falcata apenas vislumbrado en la
rotura del fragmento combate contra un lobo (García Cardiel 2014: 168); un vaso de Los
Villares de Caudete (Valencia), en el que un valiente joven se lanza al agua para acabar con
un extraño monstruo submarino (Olmos 2000: 67-68); o el vaso de Corral de Saus, en el
que un héroe con una especie de leontea hace frente a una esfinge, a la que termina dando
muerte pese a no poder evitar que esta, como el grifo de la ya varias veces citada escultura
de Cerrillo Blanco, le hiera con sus garras en el muslo (Izquierdo 1995) (fig. 3.5).
El héroe que venció al lobo. El mito heroico como discurso ideológico en el mundo ibérico
81
Figura 3.5. Vaso de Corral de Saus. Tomado de Izquierdo 1995: 97
Vaso de Corral de Saus este último que, por cierto, nos pone sobre la pista de un
héroe concreto, cuya sombra llevaba planeando, inasible para nosotros historiadores,
desde la misma génesis del mundo ibérico, pero que solo ahora, en época tardía y por
influjo de la ya mencionada ideología helenística del poder, termina de materializarse
con fuerza por todo el mundo ibérico: Heracles. No es casualidad, en este sentido, que,
entre los miles de peregrinos que depositaron exvotos con sus propias efigies en los santuarios jienenses, al menos uno de ellos ofrendara un retrato del dios, con el que quizás,
dado el contexto votivo imperante en estos santuarios, pretendía identificarse (Rueda y
Olmos 2010). Mas repárese también en que los generales Barca eligieron vincularse con
el héroe-dios para atraerse a las poblaciones locales hispanas durante su guerra contra
Roma, y que otro tanto haría la administración romana para tender puentes con las comunidades conquistadas durante el proceso de provincialización (García Cardiel 2019). Y
es que, aunque seguramente los iberos lo conocían desde antiguo, esta época tardía, en
la que proliferaban los héroes que combatían contra monstruos para defender a sus respectivas comunidades, parecía particularmente propicia para la generalización del culto
al héroe-dios, amparado y visto con buenos ojos por la propia administración romana.
Fenómeno este, por cierto, que culminará en época altoimperial, cuando las referencias
a Hércules se generalicen por buena parte de Hispania de la mano del proceso de municipalización (Oria 2002).
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Jorge García Cardiel
Repárese, en todo caso, en que no hablamos más que de tendencias, y que los discursos ideológicos de cada comunidad irían variando a medida que lo hicieran las agendas de sus integrantes a lo largo del tiempo. La época del conflicto sertoriano es especialmente reveladora en este sentido, pues, como en toda guerra civil, la necesidad de
posicionarse en uno u otro bando auspició el resurgir de toda una serie de rivalidades
inter e intracomunitarias que habían permanecido larvadas desde tiempo atrás, al tiempo
que la inestabilidad permitía a los diversos agentes políticos recobrar una autonomía
de la que no habían gozado desde la consolidación de las estructuras provinciales. No
es casualidad que sea precisamente en estos años cuando en ciertas comunidades como
Libisosa (Lezuza, Albacete), Tolmo de Minateda (Hellín, Albacete) o Tossal de la Cala
(Benidorm, Alicante) las elites locales recuperaron viejos estilos figurativos y volvieron a
representarse como caudillos militares participando en desfiles armados, dirigiendo a sus
tropas al combate o protagonizando combates singulares (Uroz 2012; Abad y Sanz 1995;
Bayo 2010). Ni tampoco que en el Cabezo de Alcalá (Azaila, Teruel), un asentamiento
destruido precisamente en esta época, nos topemos con la que posiblemente sea una de
las más impresionantes exaltaciones de un héroe helenístico en tierras hispanas, sin precedentes en el mundo ibérico pero tampoco en el romano: la erección, sobre el podio
de un templo in antis, de un grupo escultórico en bronce que representaba a un varón
togado que sostenía las bridas de su caballo mientras una Niké alada le presentaba una
corona (Nony 1969; contra, Beltrán 1996: 159-161, quien sostiene que no se trataría de
una toga sino de un palludamentum militar, aunque sin proponer argumentos definitivos
sobre la matización). La guerra de Sertorio fue una época en la que proliferarían los episodios heroicos, a buen seguro, pero en la que una vez más las elites hubieron de buscar
nuevos referentes sobre los que fundamentar los nuevos equilibrios de poderes vigentes.
Y lo hicieron, como siempre, recreando unos héroes acordes con la imagen que de ellos
mismos pretendían proyectar. Una imagen ya profundamente hibridada, y todo lo original que la fertilidad cultural de un contexto político convulso como este podía propiciar.
5. CONCLUSIONES
A lo largo de las presentes páginas, hemos tratado de evaluar, primeramente, hasta qué
punto el análisis de la iconografía ibérica, necesariamente desprovisto de una contrastación literaria que facilitase el acceso al ἔπος, puede permitir una aproximación a los mitos
heroicos ibéricos, a la figura de los héroes y a la comprensión del significado último de
sus gestas. Tal y como se ha pretendido demostrar, aunque difícilmente lleguemos nunca
a identificar dichos héroes, y mucho menos a sistematizar sus epopeyas y sagas, sí podemos explorar las estructuras culturales, sociopolíticas y económicas que propiciaron el
surgimiento, difusión y redefinición de sus mitos. El objetivo último de estas páginas, por
consiguiente, ha sido el de analizar las necesidades que las distintas comunidades ibéricas, y más en concreto sus elites dirigentes, pretendieron solventar mediante el recurso a
la memoria heroica.
Desde estos postulados, se ha observado que, en época ibérica arcaica, las epopeyas se articulaban en torno a la figura de unos héroes físicamente poderosos, que luchaban en solitario contra unas monstruosas bestias híbridas a las que solamente lograban
El héroe que venció al lobo. El mito heroico como discurso ideológico en el mundo ibérico
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domeñar gracias a sus armas singulares. Tanto dichas armas como las propias fieras destilaban unas resonancias mediterráneas que posiblemente habían sido voluntariamente
enfatizadas por los artesanos que las representaron, dada la escasez, si es que no ausencia, de paralelos reales e iconográficos en suelo ibero. A través de estos héroes, los aristócratas que los representaron buscaron subrayar su propia distinción, construida –entre
otras cosas– en torno a la memoria de unos linajes semidivinos y a sus privativos contactos con el mundo colonial mediterráneo.
A partir de mediados del siglo V a. C., la figura del héroe ibérico pasará a ser la del
adalid que, convenientemente revestido de su compleja panoplia aristocrática, lucha en
combate singular contra alguno de sus homólogos. Han desaparecido aquí todos, o casi
todos, los atributos que antaño permitían individualizar al héroe, pues lo que se subraya
ahora es su pertenencia a una clase social, la aristocrática, la verdadera protagonista en
este tipo de escenas. Solo los aristócratas, los únicos capaces de poseer y utilizar tales
armas de prestigio, están capacitados para defender a sus respectivas comunidades. Y lo
habrán de hacer, por cierto, frente a las aristocracias vecinas.
Este tipo de iconografía, no obstante, es efímera, pues una progresiva generalización en la identificación individual a través de las armas (cada vez más sectores sociales se consideran a sí mismos «guerreros», y por ende corresponsables de la defensa de
su comunidad) empujó a las elites locales a buscar nuevos referentes legitimatorios. Los
nuevos héroes del siglo IV a. C. portarán armas, pero no las ostentarán, pues lo que les
distingue es su particular ἀρετή, sus valores morales excepcionales, que justifican en sí
mismos el gobierno de estos individuos y el de sus descendientes.
Las convulsiones derivadas de la conquista cartaginesa del territorio ibérico, la
Segunda Guerra Púnica y la consiguiente invasión romana de la región entrañaron una
exaltación, episódica pero espectacular en el registro, del ἔθος guerrero ibérico. Durante
una o dos generaciones, las elites locales volvieron a representarse en el campo de batalla, aunque ahora ya no necesariamente como campeones individuales, sino, al menos en
ocasiones, dirigiendo hombro con hombro a sus soldados. La épica heroica, no obstante,
nunca dejó de estar presente entre sus discursos legitimadores, materializada en toda una
serie de historias familiares que hablaban de duelos singulares y de horribles enfrentamientos contra bestias híbridas. Estas últimas, de hecho, pronto ganarán protagonismo
en la iconografía ibérica, a medida que la pax romana impida a las elites ibéricas locales
continuar presentándose como adalides militares, y por consiguiente les impulse a buscar
nuevos referentes legitimatorios. Una búsqueda que los llevará, al menos en ocasiones, a
recuperar y reactualizar viejos mitos en torno al enfrentamiento del héroe local contra el
lobo. Viejos mitos que en su momento se habían vinculado a agendas políticas muy distintas de las que ahora estaban en marcha, pero que, gracias a la fértil mitomotricidad que
suele caracterizar a todas estas estructuras discursivas (vid., para este concepto, Assmann
2011: 75-76), se movilizaron ahora para entroncar el tradicional pasado ibérico con el
nuevo contexto colonial hispanorromano, naturalizándolo.
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Jorge García Cardiel
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Apoteosis: de lo humano a lo divino. La figura del héroe es una colección
de ocho estudios que tienen en común el tema de la divinización de
seres humanos a través de procesos de apoteosis. La figura central del
héroe, una persona a medio camino entre lo divino y lo humano que
deslumbra a los hombres, provocó los más encontrados sentimientos
hasta alcanzar la divinidad. Desde Marduk, dios patrón de Babilonia,
hasta Jesucristo, se hace un recorrido transversal, centrado en la Antigüedad, sobre diversos hitos de la cultura mediterránea y europea,
como la simbología oriental en la península ibérica a través de la mediación fenicia, el héroe en las culturas ibera y celta, la figura concreta
de Timoleón entre los griegos de Sicilia, la divinización de los emperadores romanos o la resurrección de Jesús de Nazaret a través de las
cartas paulinas y su configuración en el Cristianismo primitivo, en un
contexto religioso, el romano, de conflicto.
ISBN 978-84-472-3076-1