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Estudios cervantinos
© Daniel Eisenberg
Estudios cervantinos
Daniel Eisenberg
-I¿Tenía Cervantes una biblioteca?1
El que lee mucho y anda mucho, vee mucho y sabe mucho2.
Tomemos o no como autobiográfica la afirmación del «segundo autor» del Quijote cuando dice que era «aficionado a leer, aunque sean los papeles rotos
de las calles» (I, 129, 28-29: I, 9), no cabe duda que a Cervantes le gustaban los libros y que leyó un gran número de ellos. Nos lo confirman muchos pasajes.
En sus obras se habla frecuentemente de libros: de lo que contienen, de lo que deberían contener y no contienen, cuáles leer y cómo escribir mejores. Un
interés por los libros que no se limita de ningún modo al Quijote: el «Canto de Calíope», al principio de su carrera como escritor, es un discurso detallado
sobre literatura, y casi al final de su carrera el Viaje del Parnaso, poema de la extensión de un libro, está dedicado al mismo tema. Cervantes estaba tan
enamorado de los libros que incluso los perros Cipión y Berganza conversan sobre ellos. Aunque comprende la necesidad humana de divertirse y, a la vez,
de una actividad constructiva con la que ocupar las horas de ocio, Cervantes reprueba a menudo otras formas de diversión3.
Quizá insisto demasiado en lo que es obvio, pues que Cervantes amaba los libros y que era un bibliófilo no está sujeto a controversia. En este artículo
espero demostrar que Cervantes no sólo amaba los libros sino que además los poseía, que tenía una biblioteca. Hay, al parecer, tres razones por las que esta
tesis modesta no ha sido aceptada.
La primera es la suposición que Cervantes leía libros prestados. Aunque es probable que en ocasiones recurriera a libros de otros, no hay fundamento
documental o textual para una dependencia de primer orden. El Quijote sugiere más el prestar libros que el pedirlos prestados4, y hubiera sido difícil para
Cervantes haber obtenido su gran cultura con libros ajenos. Tampoco conocemos a ningún otro propietario cuyos gustos, en materia de libros, coincidieran
con los de Cervantes. Que él se refiriera tan raramente a libros antiguos es una razón contra el uso regular de la biblioteca de un noble como el conde de
Lemos. Algunas veces encontramos también la sugerencia de que Cervantes leía con regularidad libros de las existencias de sus editores, los libreros
Francisco de Robles y Juan de Villarroel5, lo que es incompatible con la costumbre de un buen vendedor de libros.
Una segunda razón, por la cual se ha creído que Cervantes tenía pocos libros, se basa en la convicción de que apenas podía costeárselos: «los libros
cuestan caros y Cervantes era pobre», como dijo Armando Cotarelo en Cervantes, lector6. Supongamos por un momento que esto sea verdad, que la
condición económica de Cervantes estaba por debajo de la de aquellas personas para las que se publicaban libros nuevos, y que describiera a Alonso Quijano
sacrificándose, como él mismo no lo hubiera hecho, para adquirir libros7. Sin embargo, entre los «muchos amigos»8 de Cervantes había figuras literarias:
Cristóbal de Mesa, Pedro de Padilla, Salas Barbadillo, Juan de Jáuregui, Vicente Espinel, etc. Alguien tan digno, pero tan pobre que no podía permitirse
comprar libros, los habría recibido como regalo. Los autores, lo mismo que hoy, recibían ejemplares gratuitos de sus libros9. Como mínimo, Cervantes debió
de recibir ejemplares de los muchos libros en que se habían publicado versos proemiales suyos.
Con todo, ningún extremo de la afirmación de Cotarelo es correcto: los libros no eran caros, como veremos más adelante, y aunque Cervantes no era
rico, esto no quiere decir que fuera pobre10; su supuesta miseria económica tiene algo de mito romántico11. Respecto de su fortuna personal, sabemos que al
contraer matrimonio, en 1586, dio a su mujer 1.100 reales (100 ducados)12, «que confieso que caben en la décima parte de mis bienes y acciones» (Astrana,
VII, 689)13. Los bienes de su mujer ascendían a 4.262 reales (144.897 maravedíes)14, además de las propiedades que heredaría, «[una] hacienda familiar
[...] no [...] despreciable» (Astrana, III, 473). La alusión de Márquez Torres a la pobreza de Cervantes (supra, nota 10), y el comentario de Cide Hamete
sobre la pobreza (IV, 71, 10-72, 9: II, 44), a veces citado como evidencia de la de Cervantes, fueron escritos durante el período en que éste estaba
económicamente más desahogado, publicaba mucho y era asistido, al menos en parte, por un protector. El comentario de Cide Hamete va acompañado de un
ataque contra la ostentación, que también es criticada en la presentación de Teresa Panza y en las experiencias de Sancho como gobernador. En marcado
contraste con el Lazarillo y el Guzmán de Alfarache, en las obras de Cervantes encontramos poca insistencia en el tema del hambre y las necesidades
materiales, y sí, en cambio, escenas de abundancia, combinadas con una relativa indiferencia por los bienes materiales.
La prueba decisiva de la pobreza de Cervantes para sus biógrafos, como Fitzmaurice-Kelly, son las peticiones de dinero prestado15. Éstas no
representan, sin embargo, un signo de pobreza sino del buen crédito que Cervantes mantuvo durante toda su vida. Por ejemplo, era capaz de encontrar un
garante por la suma de 44.000 reales (4.000 ducados) y su palabra y la de su mujer eran aceptadas como aval suficiente para 29.400 reales (1.000.000 de
maravedíes)16. En 1585 pudo pedir prestada una cantidad de dinero muy grande (6.000 reales) para un propósito desconocido, que seguramente devolvió,
según lo acordado, seis meses después17. Otro dato sugiriendo una cara oculta de los asuntos financieros de Cervantes es que en 1589 nos lo encontramos
«extrañamente muy a lo dineroso» (Astrana, IV, 336) y capaz de prestar la elevada suma de 1.600 reales. Astrana Marín sólo se explica esta cantidad a través
de las ganancias en el juego18, lo cual es bastante improbable. De la misma fecha es una mención a un préstamo anterior por una cantidad incluso mayor,
2.160 reales19. En otra ocasión prestó 990 reales (90 ducados)20, y en aun otra 340 (Asensio, p. 15; Fitzmaurice-Kelly, p. 80, n. 5). Cervantes había dado un
poder a un ayudante en junio de 1589, y otro a su mujer y a su hermana en julio de 1590, para cobrar deudas (por lo demás desconocidas para nosotros)21.
En vista de estos datos me parece incorrecto sacar conclusiones de pobreza por el hecho de pedir prestado de 100 a 200 reales22.
Volvamos a los ingresos de Cervantes. Recibía un sueldo aceptable como proveedor de la armada: 12 reales y, más tarde, 10 reales al día23. Y un salario
más alto (16 reales) como recaudador de impuestos24. No siempre cobraba su sueldo puntualmente y en algunos casos el cobro se retrasaba hasta la revisión
de sus cuentas25; pero los recibos indican que cobraba26. Se han conservado documentos que demuestran el percibo de 1.100 reales (100 ducados) por un
breve empleo de funcionario en 158127.
Cervantes también ganó importantes sumas con los derechos de escritor. En 1585 vendió a Gaspar de Porres, un «autor de comedias», dos obras de
teatro, La confusa y El trato de Costantinopla y muerte de Celín, por 440 reales (40 ducados)28. Éstas son sólo dos de sus veinte o treinta obras que fueron
representadas (prólogo a las Ocho comedias), y que a buen seguro también cobró29. Por La Galatea Cervantes recibió 1.336 reales30.
Aunque no consta que recibiera un sueldo después de 1600, es obvio que Cervantes no vivía pobremente. Aunque tenía casas en Esquivias y en Toledo,
donde podía haber vivido sin gastos31, prefirió vivir en la corte, Valladolid; incluso su traslado allí, que supuso algunos gastos, sería inexplicable si no
hubiera tenido recursos. Si bien Cervantes vivía en un barrio pobre, Valladolid era entonces la ciudad más cara de España, que con los nuevos residentes
rebosaba de habitantes. Compartía el primer piso o «principal» de una casa nueva con Luisa de Montoya, la viuda de Esteban Garibay, el cronista real32. En
el piso de arriba vivía otra amiga, Juana Gaitán, de Esquivias (viuda de Pedro Laínez, «maestro poético» de Cervantes), que poseía bienes raíces33. Aunque
Cervantes vivía con cuatro mujeres de su familia, sin embargo, tenía una criada34.
Simón Méndez, uno de sus amigos más destacados35, «tesorero general de las rentas de los diezmos de la mar de Castilla y de Galicia»36, lo visitaba
con frecuencia por negocios37. Por la misma razón también lo visitaban su amigo Fernando de Toledo («octavo señor de Higares») y «el asentista genovés
Agustín Ragio»38.
Cuando la corte regresó a Madrid en 1606, provocando la caída de los alquileres en Valladolid (Astrana, VI, 151; Alonso Cortés, «Tres amigos», p.
158), Cervantes también se mudó. Con intervalos en Esquivias, vivió en Madrid hasta su muerte, en casas modestas, pero bien situadas39. La última era,
como en Valladolid, una casa nueva (Astrana, VII, 251). Un único documento hace constar, sin especificar cuándo fue contraída la deuda, que Cervantes en
1607 debía a Francisco de Robles 450 reales; Juan de la Cuesta, en el mismo documento, debía a Robles una suma mucho mayor40. Otros dos documentos
financieros de este período informan de una gran dote de 22.000 reales (2.000 ducados)41 para su hija Isabel y la compra de 1.800 reales de tela para el ajuar
de ésta42.
Cervantes también obtenía ingresos en calidad de escritor durante su segundo y último período de labor literaria. Las Novelas ejemplares, además de los
veinticuatro ejemplares gratuitos ya mencionados (nota 9), le proporcionaron 1.600 reales; el documento de la compra a Robles del privilegio también
contiene la curiosa afirmación de que Cervantes admitía que éste era «su justo y verdadero precio y que no ha hallado quien más ni otro tanto por ello le
dé»43. Declaró, en el prólogo a sus obras dramáticas, que había sido pagado «razonablemente» por éstas. Por el Quijote, primera parte, Cervantes admitió
que «su labor le tiene pagado, de que se dio por contento»44. No tenemos las cifras de la segunda parte, pero en el prólogo de Avellaneda encontramos un
intento de perjudicar a Cervantes económicamente con su continuación («quéxesse de mi trabajo por la ganancia que le quito de su segunda parte»), lo que
hace suponer que esperaba alguna suma importante de dinero.
Cervantes también recibía, como ocurría con otros escritores de éxito, dinero de la nobleza45. En la dedicatoria a las Novelas ejemplares Cervantes
decía que Lemos era su «verdadero señor y bienhechor»; la generosidad de Lemos es, pues, anterior a la dedicatoria. En la de Ocho comedias y ocho
entremeses, Lemos era su «firme y verdadero amparo»; en la segunda parte del Quijote decía no poder viajar a China porque estaba «muy sin dineros»,
empero Lemos «me sustenta, me ampara y hace más merced que la que yo acierto a desear». Podemos suponer que Cervantes fue recompensado también por
el duque de Béjar por la dedicatoria de la primera parte del Quijote, a pesar de la vieja suposición en contra46; como hacen notar Schevill y Bonilla (su
edición del Quijote, I, 412), Cervantes no volvió a mencionar a Ascanio Colonna después de dedicarle La Galatea, y nadie ha sugerido que esto implique
que la dedicatoria a La Galatea fuera mal recibida. En los versos preliminares de Urganda la Desconocida, Béjar es llamado «nuevo Alexandro Magno» por
su generosidad; el amigo de Cervantes Cristóbal de Mesa, al dedicar a Béjar unos años más tarde la sección de Rimas de su Patrón de España (1612), le
llamó «el mecenas de nuestra edad»47; y Cervantes era al parecer sincero cuando describió a Béjar como «inclinado a favorecer las buenas artes» (I, 27, 1920: I, Dedicatoria)48. Creo que todo el mundo está de acuerdo en afirmar que el generoso mecenas citado en III, 304, 18-32: II, 24 (uno de los pocos que se
encuentran en España, y cuya generosidad «quiçá despertara la invidia en más de quatro generosos pechos») es el de Cervantes; la fecha temprana de
composición y la falta de revisión (que sostengo en otro ensayo de este tomo) del comienzo de la segunda parte implicaría que este protector generoso no es
Lemos, sino Béjar49.
Poniendo estos datos en su contexto, la cifra de diez reales al día (la más baja documentada como su sueldo) era una cantidad considerable50, aunque no
respondía a sus aspiraciones. Cervantes, al parecer, sintió una considerable decepción, ya que otros ingenios menos inteligentes, consagrados u honrados, que
no habían sufrido cautiverio o heridas en la guerra, disfrutaban de puestos más prestigiosos y de mayores compensaciones económicas51. Diez reales diarios
no permitían el lujo ni la ostentación típicos de la vida de la época52; no eran una renta, la fuente de ingresos más fácil y accesible de la época53. No
obstante, era la paga típica de un funcionario de clase media, y como estos sueldos se pagaban a razón de siete días a la semana54, diez reales al día
equivalían a 300 reales al mes y a 3.600 reales al año55.
Si comparamos los precios vigentes en vida de Cervantes con sus ingresos puede verse que éstos eran más que suficientes para subsistir. Alquilar una
casa costaba, aproximadamente, unos 50 reales al mes56. De acuerdo con el arbitrista del Coloquio de lo perros, una persona podía comer cada día por un
real y medio (III, 245, 30-246, 2)57; la «despensa» diaria de Sancho era la misma cantidad (26 maravedíes era la mitad, I, 496: 1, 23); y del esportillero de
Rinconete y Cortadillo aprendemos que por cinco o seis reales se «comía y bebía y triunfaba como cuerpo de rey» (I, 225, 14-16)58.
En tiempos de Cervantes se podía comprar una libra de cualquier carne por menos de un real; por un real y dos maravedíes, una docena de huevos; y por
dos reales, una gallina59. Una libra de pan costaba un cuarto de real60; una azumbre de vino, un tercio de real (Amezúa, Cómo se hacía..., p. 346). Alquilar
una mula costaba dos reales por día (Moisés García, p. 218). Una entrada para el teatro para «mosqueteros» y mujeres costaba sobre la mitad de un real, y un
asiento en una silla o un banco un real (Rennert, pp. 113-14; Díez Borque, pp. 142-45). Una resma de papel para escribir costaba tres cuartos de real (24
maravedíes; Díez Borque, p. 106). En el inventario hecho al casarse Cervantes encontramos el valor de muchos artículos domésticos: una sábana de hilo
valorada en 11 reales, una mesa nueva en 16 reales, etc.61 Los servicios estaban en esta misma línea: en el Quijote (I, 79, 27-28: I, 4) un barbero cobraba la
mitad de un real por una sangría; hacer decir una misa costaba un real (Espejo, p. 354); en los documentos citados en este artículo los honorarios de un
escribano empezaban en un real62.
Lo mismo que los gastos de mantenimiento estaban al alcance de los medios de Cervantes, también lo estaban los libros; sus precios estaban fijados por
la legislación y calculados a razón de tres a cinco maravedíes el pliego. La tasa de Madrid de la traducción de Jáuregui de la Aminta de Tasso (Roma 1607)
fijó su precio en sólo un real y medio; la Austríada de Juan Rufo (Madrid 1584) costó 5 reales y medio, y otro libro que Cervantes menciona, el Monserrate
de Virués (Madrid 1587), costó 2 reales y un tercio. El Isidro de Lope (Madrid 1599) costó 3 reales (95 maravedíes y medio), la edición princeps de la
primera parte de Guzmán de Alfarache (Madrid 1599) 5 reales y dos tercios (192 maravedíes), sin los preliminares. La antología poética más famosa de
principios del siglo XVII, las Flores de poetas ilustres de Pedro Espinosa (Valladolid 1605), costaba sólo 4 reales y medio (153 maravedíes), el mismo precio
que el Viaje entretenido de Agustín de Rojas (Madrid 1604)63.
Los datos anteriores parecen demostrar que Cervantes disponía de fondos con los que comprar libros, y llevan a la conclusión ineludible de que así lo
hizo. Sin embargo, podemos ver a Cervantes no sólo como un comprador sino también como un coleccionista. En el Quijote, además de la ponderación de
un libro viejo y raro (Tirante el Blanco, I, 101, 13-16: I, 6) y la compra ficticia de «todos los papeles y cartapacios» que contenía el manuscrito de Cide
Hamete por el módico precio de la mitad de un real (I, 130, 29-131, 4: I, 9), encontramos la propuesta para copiar un manuscrito descrito detalladamente, el
de la Novela del curioso impertinente (II, 87, 28-88, 21: I, 32) y, finalmente, el examen de «todos» los papeles que Juan Palomeque encontró en una maleta,
que incluían la Novela de Rinconete y Cortadillo (II, 334, 10-24: I, 47).
Más importante es el caso de Grisóstomo, cuyo cuerpo estaba rodeado por «algunos libros y muchos papeles abiertos y cerrados» (I, 176, 14-15: I, 13).
Vivaldo ofrece una defensa apasionada de la conservación de los papeles de Grisóstomo; las instrucciones de éste para que fueran quemados estaban «fuera
de todo razonable discurso» (I, 177, 30-31: I, 13), porque así se privaría a los futuros lectores («en los tiempos que están por venir», I, 178, 9-10: I, 13) del
exemplo que la historia de Grisóstomo y Marcela puede proporcionar. Por propia iniciativa, Vivaldo pudo rescatar unos pocos, incluyendo la Canción
desesperada: «"Yo te suplico [...] que, dexando de abrasar estos papeles, me dexes llevar algunos dellos". Y, sin aguardar que el pastor respondiesse, alargó
la mano y tomó algunos de los que más cerca estavan» (I, 178, 30-179, 3: I, 13). Como revela el comentario posterior de Ambrosio, esta acción era
acertada64.
Un documento citado por Astrana, la importancia del cual no ha sido advertida, informa de la compra de libros por Cervantes en una subasta en 1590:
una Historia de Santo Domingo, que Astrana identifica como la de Hernando del Castillo (Madrid 1584), por 3o reales, y cuatro inidentificables «libritos
dorados, de letra francesa», por 18 reales65. También es digna de observar la amistad de Cervantes con la familia Robles (primero Blas y luego su hijo
Francisco), libreros del rey y editores de cuatro de sus libros66. Sin duda, el inicio más probable de una amistad con libreros y editores es la compra de sus
libros.
Cervantes también mostró el interés y la familiaridad por los aspectos físicos y técnicos del libro que podía esperarse de un coleccionista. Hace
comentarios acerca de la escritura, la impresión, la encuadernación y el tamaño de los libros en mayor grado que cualquier otro autor español de la época. En
el capítulo 62 de la segunda parte del Quijote vemos que Cervantes sabía cómo se trabajaba en una imprenta grande67. Se toma la molestia de explicarnos
que los versos sobre don Quijote descubiertos al final de la primera parte estaban escritos en «letras góticas»68. También nos dice que los escribanos usaban
«letra processada», razón por la cual Sancho debería verificar que la «librança pollinezca» y la carta a Dulcinea estén escritas en «buena letra» (I, 361, 24362, 10: I, 25). El manuscrito ficticio de la Novela del curioso impertinente lo componían «ocho pliegos, escritos a mano» (II, 87, 31: I, 32), «de muy buena
letra» (II, 83, 3: I, 32); el soneto de Cardenio estaba «escrito como en borrador, aunque de muy buena letra» (I, 320, 3-4: I, 23); y, por más señas, el
manuscrito del Quijote de Cide Hamete, con sus ilustraciones y notas al margen, estaba escrito «con caracteres que conocí ser arávigos» (I, 129, 31-32: I,
9)69. El «librillo de memoria» de Cardenio está «ricamente guarnecido» (I, 319, 14-15: I, 23); de la biblioteca de Alonso Quijano, ordenada por temas y
situada en una habitación independiente, se nos dice tanto el tamaño de los libros como sus encuadernaciones (I, 95, 9-11 y 102, 6: I, 6). Todo esto es muy
propio de un amante no sólo de la literatura sino también de los libros.
Espero haber demostrado que Cervantes tenía una biblioteca; vamos a intentar hacer su descripción. Las bibliotecas ficticias de Alonso Quijano y Diego
de Miranda sugieren una ordenación por temas y algunas de sus divisiones: historia, poesía, devoción. Que la lectura de tales obras era ante todo una
actividad rural ayuda a pensar que, después de 1586, la biblioteca de Cervantes podría estar localizada en Esquivias, en la gran casa que consiguió con su
matrimonio, «ancha como de aldea» (Quijote, III, 225, 6: II, 18).
Pero es más interesante hacer algunas precisiones sobre su contenido, además de saber los libros que adquirió en la subasta antes mencionada. La única
evidencia está en los escritos del propio Cervantes: los libros que menciona, y aquellos cuya influencia revela. Dado que las citas de libros tienden
decididamente hacia lo literario, y que Cervantes evitaba cuidadosamente mezclar «lo humano con lo divino, que es un género de mezcla de quien no se ha
de vestir ningún christiano entendimiento»70, la literatura en su biblioteca es lo que podemos conocer mejor.
Sin embargo, a pesar de las observaciones anteriores, pueden admitirse algunas conjeturas sobre el contenido de la biblioteca de Cervantes71.
Seguramente nadie pondrá en duda que Cervantes tenía un ejemplar del Amadís de Gaula; y su profundo conocimiento de los libros de caballerías sugiere
que poseía otros. Era dueño sin duda de ejemplares de Ariosto, tanto en español como en italiano (ver el Quijote, I, 98, 30-99, 11: I, 6). Se puede suponer que
el autor de La Galatea tenía los precedentes de esta novela: la Diana de Montemayor, la Diana enamorada de Gil Polo y seguramente la Diana segunda de
Alonso Pérez, que se solía publicar con la obra de Montemayor. Si La Araucana, La Austríada y El Monserrate eran, en opinión de Cervantes, «los mejores
que en verso heroico, en lengua castellana, están escritos» (Quijote, I, 105, 9-16: I, 6), sin duda tenía ejemplares de estas obras y de otras no tan buenas. Si
conocía a Garcilaso prácticamente de memoria72, debía haber tenido una (o más) de sus ediciones anotadas73.
Esto empieza a parecerse, por supuesto, a la biblioteca de Alonso Quijano. La tercera y última razón por la cual la cuestión de la biblioteca de Cervantes
ha sido evitada es la presentación de una colección de libros en su novela, cuya relación con la realidad es tan problemática. Muchos de los personajes de
Cervantes poseen libros: además de los ya mencionados (Grisóstomo, Juan Palomeque, Cardenio), hay tres que afirman tener una cantidad considerable.
Tomás Rodaja, por ejemplo, el futuro licenciado Vidriera, que «atendía más a sus libros que a otros pasatiempos» (II, 84, 18-19), seleccionó de sus «muchos
libros» (II, 78, 8) aquellos que serían apropiados para leer durante su viaje a Italia (visto a menudo como un reflejo del viaje de Cervantes). Diego de
Miranda tenía «hasta seis dozenas de libros, quáles de romance y quáles de latín, de historia algunos y de devoción otros» (III, 201, 17-20: II, 16).
Finalmente, don Quijote, en su aldea, tenía «más de trescientos libros, que son el regalo de mi alma y el entretenimiento de mi vida» (I, 343, 27-29: I, 24)74.
La biblioteca de Diego de Miranda, que excluía tanto la poesía como los libros de caballerías y que constaba de tantos libros en latín como en romance,
no puede reflejar la de su creador. Sin embargo, es posible, e incluso probable, que en la biblioteca ficticia de don Quijote tengamos una descripción de la de
Cervantes. Alonso Quijano es el mayor coleccionista de libros entre los personajes de Cervantes (I, 50, 18-22: I, 1); los libros en su biblioteca y sus fechas de
publicación se corresponden con los intereses y la vida adulta de Cervantes.
Tras haber contrastado el precio de los libros con los ingresos de Cervantes, vemos que entra dentro de sus posibilidades económicas haber adquirido,
antes de componer la primera parte del Quijote, una biblioteca de la amplitud de la de su protagonista. El promedio del coste de los libros de Cervantes, que
podrían incluir libros de segunda mano y libros de obsequio, no podía haber excedido el precio de la primera parte del Quijote, (8,5 o 9 reales). Trescientos
libros, a un promedio de precio de 9 reales cada uno, asciende a 2.700 reales: menos de la cantidad que Cervantes recibió por la venta de La Galatea y las
Novelas ejemplares. La adquisición de estos libros debería de haberse producido durante un período considerable de tiempo, los veinte años que van de su
vuelta del cautiverio a la composición de la primera parte del Quijote. Un desembolso de 2.700 reales, dividido por veinte años, da un promedio de 135
reales al año. Cuando Cervantes cobraba a razón de 3.600 reales al año, es plausible que gastara un promedio de 135 reales al año en libros.
- II Cervantes y Tasso vueltos a examinar
Ha sido un principio de la reciente erudición cervantina que Cervantes conocía y estaba influido por la teoría literaria italiana, en particular en lo que
afecta al debate sobre el romanzo o poema caballeresco, del que el Orlando furioso de Ariosto es el ejemplo más famoso. Alban Forcione alega que
Cervantes tomó ideas de este debate sobre cómo mejorar el libro de caballerías75. Entre los participantes en esta controversia, Forcione afirma que tenía
conocimiento directo de76, y estaba especialmente influido por, los escritos centrales de Torcuato Tasso. Como afirma William Entwistle, Cervantes era «un
apasionado admirador de [...] Tasso»77. El entusiasmo crítico por la influencia en Cervantes de los largos discorsi sobre teoría literaria, sin traducir hasta que
Tomás Tamayo de Vargas tradujo los Discursos sobre el poema heroico78 y sin publicar en español hasta la fecha, ha sido tal, que se le ha imaginado
«paseando con un ejemplar del Tratado del poema heroico y el Discurso del arte poética de Tasso en el bolsillo»79.
Es innegable que Cervantes y Tasso compartían muchas opiniones. Ambos otorgaban mucha importancia a la verdad, a la historia y a las reglas
literarias, aunque Tasso era más indulgente que Cervantes; ambos rechazaban el uso de lo sobrenatural, ambos estaban interesados en la caballería y la
literatura caballeresca, y en el efecto de esta última en los lectores. No podemos, sin embargo, afirmar que Cervantes debiera a Tasso su interés por la
caballería; ni deberíamos suponer que tomó de él el rechazo de lo pagano milagroso, con tanta frecuencia censurado por los escritores moralistas y por la
Iglesia. En este artículo, demostraré que Cervantes tampoco tomó los principios literarios de Tasso y sugeriré que el conocimiento que tenía de su teoría era
indirecto. Una consecuencia de esta argumentación es revalidar la más correcta actitud de E. C. Riley: en la medida en que las ideas literarias de Cervantes
son el resultado de la lectura y no de su discusión de estas cuestiones entonces comunes, ni de sus observaciones o sus experiencias personales como
autor80, el «acontecimiento decisivo» (Riley, p. 12) en la formación de las ideas literarias de Cervantes fue su lectura de la Philosophía antigua poética
(1596) de Alonso López Pinciano, que conocía bien a Tasso81.
Las ideas literarias son difíciles de estudiar y más difícil es formar firmes conclusiones sobre ellas. La teoría literaria del siglo XVI, especialmente la
italiana, es tan abundante que es casi imposible que una persona lea y asimile todos los textos a los que Cervantes pudiera haber tenido acceso, que
constituyen un cuerpo mucho mayor de escritos que lo que él leyó en realidad. Igualmente difícil, o imposible, es trazar la historia de estas ideas diversas, y
distinguir los préstamos de las coincidencias. Por lo tanto adopto un método diferente y estudiaré esta cuestión externamente, examinando las opiniones de
Cervantes sobre Italia, la literatura italiana y la poesía de Tasso, por medio de lo cual llegaré a algunas conclusiones sobre la influencia en Cervantes de las
ideas literarias de aquél.
El amor de Cervantes por Italia es muy evidente. En el Persiles, El licenciado Vidriera, La fuerza de la sangre, y en su deseo de servir al conde de
Lemos en Nápoles, vemos que admiraba las ciudades, la arquitectura, el vino, la comida, la abundancia y la comodidad de Italia. Lo que falta en su actitud es
que España y los españoles tenían algo que aprender de la gente italiana82; los únicos italianos de relieve en las obras de Cervantes son Rutilio, el maestro
de danzar que cuenta su fantástica historia en el libro primero del Persiles y los tres protagonistas italianos de La señora Cornelia, cuyos problemas son
resueltos por la intervención de españoles. La principal grandeza de Italia, como se percibe en las obras de Cervantes, era que el centro de la Iglesia Católica
se hallaba en Roma; y Cervantes dedica su alabanza más elocuente (en el Parnaso, VIII; también en El licenciado Vidriera, II, 81, 16-21) a Nápoles, la
capital española en Italia. Para cualquier español de tiempos de Cervantes, la grandeza de Italia hubiera parecido cosa del pasado, mientras que la gloria de
España, despreciada durante tanto tiempo83, estaba en el presente. Italia era agradable, pero era débil y decadente84.
También falta en las obras de Cervantes, que tratan más de literatura que las de cualquier otro escritor de su generación, el entusiasmo por la literatura
italiana, sin el cual sería improbable un interés por la teoría literaria italiana. Con la única, aunque importante, excepción de Ariosto, se encuentran en las
obras de Cervantes pocos recuerdos de la literatura italiana, en sus días en franca decadencia85. ¿Dónde están las reminiscencias de la poesía de Petrarca,
comparables con las de Garcilaso?86 ¿Dónde están las de Dante, el mayor autor de la poesía tanto italiana como cristiana?87
Hay en Cervantes una constante celebración de la literatura española, y de los autores españoles. En el Parnaso nos enteramos de que algunos de ellos
eran los amados de Apolo, tanto o más que los grandes escritores de la antigüedad88. Sin duda eran tan buenos como los autores italianos. Los poemas
heroicos de Ercilla, Juan Rufo y Cristóbal de Virués «pueden competir con los más famosos de Italia» (Quijote, I, 105, 16-17: I, 6). De acuerdo con el
«venerable Telesio», cada uno de los autores mencionados en el «Canto de Calíope» «se aventaja [...] al más agudo estrangero» (La Galatea, II, 238, 4-5:
VI). La traducción de Petrarca de Enrique Garcés supera el original (II, 228, 21-28: VI)89, y el totalmente desconocido Gutierre Carvajal escribió en italiano
tan bien como Ariosto (II, 213, 33-214, 4: VI); el Turia es más famoso que el Po (II, 233, 32: VI), y el Betis «puede [...] dignamente, al Mincio, al Arno, al
Tibre aventajar[s]e» (II, 222, 29-30: VI). Los autores italianos eran buenos, pero los españoles han superado a estos predecesores90.
Éste es, en efecto, el caso de Tasso; muchos datos sugieren que Cervantes estaba lejos de ser un entusiasta incondicional de la poesía de Tasso y, en
consecuencia, de sus teorías. El mismo entusiasmo de Cervantes por Ariosto, en el polo opuesto de Tasso en el mayor debate literario del siglo XVI91, es
sugestivo. Hay varias referencias favorables explícitamente a Ariosto en el Quijote (I, 98, 31-99, 3: I, 6; II, 406, 7: I, 52; III, 50, 23-24: II, 1; III, 72, 27-73, 2:
II, 4; IV, 294, 18-19: II, 62), y muchas cosas que sugieren una influencia mayor92. Ariosto, y no Tasso, es mencionado y aludido en el «Canto de Calíope».
Cervantes cita la Aminta de Tasso (Quijote, IV, 295, 28: II, 62) para alabar la traducción de su amigo Jáuregui, sin mencionar el nombre de Tasso o elogiar la
obra93. Las referencias en el Parnaso a Tasso (28, 15: II; 74, 32: V) son ambiguas, y las que hace en el Persiles lo son incluso más.
Tasso fue objeto de un monumento en Roma, y en la visita a Roma con la que concluye el Persiles era lógico mencionarlo. Cervantes habla de él allí:
«el qual avía de cantar Jerusalén recuperada con el más heroico y agradable plectro que hasta entonces ningún poeta hubiesse cantado» (II, 243, 13-16: IV, 6;
el subrayado es mío). Sin embargo inmediatamente después dice del entonces no publicado (y ahora olvidado) Francisco López de Zárate, que su «voz avía
de llenar las cuatro partes de la tierra, y cuya armonía avía de suspender los coraçones de las gentes, contando94 la invención de la Cruz de Christo, con las
guerras del emperador Constantino; poema verdaderamente heroico y religioso, y digno del nombre del poema» (II, 243, 18-24: IV, 6; el subrayado es
mío)95.
La yuxtaposición de una obra italiana y otra española, también evidente en el contraste en el Quijote (II, 62) entre las Bagatele italianas y la Luz del
alma española, habla elocuentemente de la opinión de Cervantes sobre las dos literaturas, especialmente sobre tópicos relacionados con la religión y la
caballería, dos temas de la mayor importancia para él. Los españoles eran los adalides militares y caballerescos del mundo, así como los propagadores de la
Cruz en los puntos más lejanos del globo. Eran los expertos en la guerra cristiana y los defensores fervientes y patrióticos de la fe católica. Además eran los
protectores de Italia, incapaz de defenderse y mucho menos de unificarse. ¿Qué pretendía un italiano escribiendo sobre estos asuntos? ¿Qué inspiración
podían sacar los lectores de la cruzada descrita por Tasso, fracasada a fin de cuentas?
Pero limitémonos a la teoría literaria. Si Cervantes estaba interesado por la teoría italiana, si había estado en contacto con ella, como a menudo se
sugiere, durante su temprana visita a Italia, bien podríamos esperar encontrar alguna influencia suya en sus obras. Jean Canavaggio y E. C. Riley ya han
señalado que su influencia no se encuentra en La Galatea96. Me gustaría observar que está también completamente ausente de sus comedias. Cervantes
estaba profundamente interesado en la comedia y parecería lógico que leyera a los teóricos tanto de la comedia como de la épica, y había en Italia un
considerable volumen de crítica sobre la comedia. No obstante, no se ha propuesto nunca ni se encuentra ninguna influencia italiana sobre el drama de
Cervantes. Si se considera la caracterización, el argumento, el lenguaje o la intención, las diferencias entre la práctica de Cervantes y los teóricos italianos
sobre la comedia son abrumadoras97.
Por supuesto, en Italia había un debate igualmente prolífico sobre el romanzo o poema caballeresco: su valor, características propias y relaciones con la
épica. Este debate, que se supone que influyó en Cervantes, estaba centrado en Ariosto, e intentaba, como la teoría literaria debe hacer con cada nuevo
clásico, armonizar las reglas con un trabajo que no las sigue. Que Cervantes había oído hablar de este debate y sabía cuáles eran los puntos principales, me
parece fuera de cualquier duda98. Sin embargo, creo que el uso del término inglés «romances of chivalry» como etiqueta para los libros de caballerías
españoles99, ha llevado a una conclusión que ni los teóricos italianos -Pigna, Giraldi Cinthio, Torquato Tasso y otros- ni los españoles habrían respaldado:
que el debate sobre el romanzo tenía mucho que ver con los libros de caballerías españoles. Los italianos apenas estaban dispuestos a hablar de algo
despreciado en su país natal100; apenas mencionan las obras españolas, considerándolas de poco mérito o escasamente relacionadas con los problemas que
examinaban. Cuando mencionan los romanzi españoles pueden estar aludiendo, y en algún caso ciertamente lo están101, al romancero; en las pocas
ocasiones en las que los italianos mencionan a Amadís o Palmerín, pueden referirse al popular romanzo del padre de Torquato Tasso, Bernardo Tasso
(Amadigi, publicado primero en 1560 aunque escrito algo antes)102, o a los de Dolce (Palmerino, 1561; Primaleone, 1562). Cuando se refieren a los héroes
españoles, los desdeñan103.
Los romanzi italianos y los libros de caballerías españoles son obras muy diferentes104; un hispanista italiano, estudiando el «rifacimento» del Palmerín
de Dolce, considera que la diferencia entre los géneros es «abissale» (profunda como un abismo)105. El Amadigi de Bernardo Tasso, por hacer una
comparación obvia, difiere espectacularmente del Amadís de Gaula106. Las obras italianas son mucho más literarias, con imágenes complicadas y llenas de
color y una estructura compleja. Los libros españoles no sólo pretenden ser historias verdaderas, cosa que las obras italianas nunca hacen, sino que imitan los
escritos históricos, y narran sus relatos de una forma sincera, modesta y prosaica. En los libros españoles, quizás reflejando el carácter nacional, el interés
reside en las hazañas caballerescas, las batallas y torneos; el amor es secundario. En los romanzi se da al amor una importancia que no tiene en ninguna de
las obras españolas107. Al hablar de los géneros en conjunto, en los libros españoles el amor es un pretexto para las aventuras caballerescas y en los poemas
italianos las aventuras son un pretexto para el amor108.
Además los libros de caballerías españoles son mucho más realistas que los romanzi. Por supuesto, su realismo palidece cuando se compara con el de
Cervantes, pero es todavía notable cuando se compara con el de los poemas italianos. En contraste con los romanzi, en los libros de caballerías el interés está
más en el mundo externo que en el interno y está centrado más en la acción que en las emociones. Las descripciones de lugares extranjeros -Grecia, norte de
África, Asia- estaban encaminadas a satisfacer el deseo español de aprender sobre lugares extraños y maravillosos. De forma similar en los libros españoles
hay un sentido mayor de intención y moralidad. Es una moralidad sencilla, incluso superficial, pero su existencia es innegable. Lo que Francesco de Sanctis
dijo de la obra de Ariosto, que «está faltada por completo de todo tema religioso, patriótico o moral»109, nunca se podría decir del libro de caballerías.
Además, los romanzi estaban escritos en verso, punto que los teóricos italianos comentan con todo detalle, y los libros de caballerías lo están en prosa; y
el escepticismo de Cervantes sobre el verso y su preferencia por la prosa es bien conocido, y he especulado en otro lugar que él podía haber considerado la
literatura en prosa como una contribución auténticamente española, una innovación más que un defecto110. Puesto que los romanzi eran obras tan diferentes
en el enfoque, tema, estructura y estilo, y puesto que los teóricos italianos del romanzo mostraban desdén por los héroes españoles, es poco probable que
Cervantes, un español patriota, se hubiera guiado por los italianos para escribir sobre héroes de los que Italia carecía. La filosofía literaria que López
Pinciano presentaba era antigua, como declaraba en el título. Era, por lo tanto, mejor, porque procedía de la gente que supo realmente sobre heroísmo: los
griegos111.
Los Discorsi del poema eroico de Torquato Tasso son, entre sus obras teóricas, la que tienen más probabilidad de haber interesado a Cervantes.
Examinándolos cuidadosamente112, me parece difícil aceptar que Cervantes los hubiera leído. No se ve la influencia. Sus categorías literarias son las de
López Pinciano, no las de Tasso. López Pinciano comparte el entusiasmo de Cervantes por Heliodoro, a quien Tasso apenas menciona113; Cervantes sigue la
división aristotélica de la obra en principio, medio y fin, y no la división de Tasso en introducción, perturbación, inversión y conclusión; no muestra
influencia alguna de la discusión larguísima e ilustrada (incluso demasiado ilustrada) de Tasso sobre el estilo.
De modo que, si hubiera alguna influencia, sería muy esporádica. Pero esto tampoco se puede sostener. Veamos, en sus idiomas originales, las palabras
del canónigo de Cervantes (I, 47), que para Forcione reflejan un préstamo directo de Tasso114:
ordinanzi d'esserciti [...] battaglie
terrestri e navali [...] espugnazione di città,
scaramucce e duelli [...] tempeste
naufragios, tormentas, rencuentros y batallas
pintando un capitán valeroso [...] mostrándose prudente, previniendo las astucias de sus enemigos; y
eloquente orador [...] maduro en el consejo
pintando ora un lamentable y trágico sucesso, aora un alegre y no pensado acontecimiento
Puede mostrar las astucias de Ulixes, la piedad de Eneas, la valentía de Aquiles, las desgracias de
Éctor, las traiciones de Sinón, la amistad de Euríalo, la liberalidad de Alexandro, el valor de César, la
clemencia y verdad de Trajano, la fidelidad de Zopiro, la prudencia de Catón, y finalmente, todas aquellas
acciones que pueden hazer perfecto a un varón ilustre, aora poniéndolas en un solo, aora dividiéndolas en
muchos.
Hanse de casar las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren
opere de crudelità, di audacia, di
cortesia, di generosità
avvenimenti d'amore, or felici, or
infelici, or lieti or compassionevoli
Si ritrova in Enea l'eccellenza della
pietà, della fortezza militare in Achille, della
prudenza in Ulise, e, per venire a i nostri,
della lealtà in Amadigi, della constanza in
Bradamente
con la sembianza della verità ingannare
il lettore
¿Dónde está aquí la influencia de Tasso sobre Cervantes? Y ¿de quién son los comentarios más profundos?
Que Cervantes estuvo en algún momento expuesto a algunas de las ideas literarias de Torquato Tasso me parece casi seguro. No obstante, aun cuando el
tratado de López Pinciano no fuera un medio suficiente para explicar el conocimiento de Cervantes de estas ideas, no necesitaríamos suponer, para explicar
sus conocimientos, que Cervantes leyera los Discorsi en italiano. Los principios de Tasso se discutían en los círculos literarios que don Miguel frecuentaba;
Lope, por ejemplo, se refiere a ellos en el libro IV del Peregrino (1604) y en el prólogo de la Jerusalén conquistada (1609). Sin embargo sugeriré otro
conducto específico, un conducto español, a través del cual el conocimiento de Tasso podía haberle llegado. Me refiero a Cristóbal de Mesa, un fanático
promotor de Tasso, quien declaró orgullosamente en sus escritos que había pasado cinco años en estrecho contacto con él. Mesa conocía bien la teoría
literaria de Tasso115. Los caminos de Cervantes y Mesa se cruzaban en muchos puntos. Ambos frecuentaban círculos literarios en la capital; ambos recibían
ayuda del conde de Lemos y querían acompañarle a Nápoles; ambos dedicaban libros al duque de Béjar, aunque no está documentado que Cervantes
recibiera la ayuda que del duque tuvo Mesa. Cervantes alabó a Mesa tanto en el Parnaso como en el «Canto de Calíope»; Mesa agradeció y alabó a
Cervantes en la Restauración de España (1607)116. Los dos obviamente se conocían, y Tasso podría haber sido tema de discusión117.
Cervantes bien pudo haber aprendido a través de Mesa algo de la vida de Torquato Tasso. Robert A. Hall, Jr. ha señalado ya las semejanzas
sorprendentes entre las personalidades y experiencias de Alonso Quijano y Bernardo, el padre de Torquato: ambos admiraban a Amadís y creían en los
ideales caballerescos118. No obstante, los paralelos con Torquato, también admirador de Amadís (el Amadigi de su padre; De Sanctis, p. 649), son incluso
más extensos, razón por la cual Torquato fue, como don Quijote, tema favorito de los románticos119. Torquato Tasso, un caballero pobre, soltero pero digno
y de buenos principios, fue el loco más famoso en la Europa de los tiempos de Cervantes. Como don Quijote, sufría de «mania di persecuzione», melancolía
y alucinaciones120. Así como don Quijote era un cuerdo loco, Torquato fue conocido en los años 1580 y 1590 como un «savio-pazzo»121, en «un estado
que fluctuaba entre la cordura y la locura» (De Sanctis, p. 643), poseído de una sabiduría especial precisamente a causa de su locura (Godard, p. 14). Su
melancolía, equilibrada por coléricos arrebatos de rabia, fue ampliamente considerada como el resultado de un desequilibrio humoral (Godard, p. 15). En dos
ocasiones, creyéndose cuerdo, escapó de su semi-prisión, por supuesto a escondidas122, y vagó por Italia; sus amigos estaban muy preocupados por él y
trataron de hacerlo regresar a la situación anterior, para que pudiera ser cuidado debidamente.
Una evaluación de estos paralelos entre Torquato Tasso y el protagonista de Cervantes queda fuera de los límites de este artículo; no quisiera que se me
tomase por un sustentador de que Tasso fue el modelo de Cervantes. Lo que espero haber demostrado es que Cervantes no tomó ideas literarias de los
escritos de Tasso.
- III El romance visto por Cervantes123
La familiaridad de Cervantes con el cuerpo de poemas conocido como el romancero viejo es tan excepcional como lo es su conocimiento de los libros
de caballerías. Sólo otros autores de comedias, como Juan de la Cueva y Lope de Vega, muestran un conocimiento comparable, y de la misma forma que
ningún otro autor comenta tan detalladamente los libros de caballerías tampoco ofrecen la panorámica y la discusión del romance que encontramos en el
Quijote. No ha sido posible encontrar un romancero que Cervantes usara como fuente, aunque menciona el Romancero general (La gitanilla, I, 43, 13). Si
mezcla, aparentemente sin intención deliberada, versos de diferentes versiones de los mismos poemas, entre ellos versos de los que no hay noticia de que
hayan sido impresos, debemos concluir que conocía bien los romances, algunos de oídas, y los citaba de memoria.
Podemos llegar a la misma conclusión respecto a los romances que respecto a los libros de caballerías: el extenso conocimiento cervantino de los textos
indica que le gustaban. Sin embargo algunos eruditos van más allá, y suponen que durante la época de la composición del Quijote el entusiasmo de
Cervantes por los romances no tenía reservas. Por ejemplo, Morley, aparentemente el primero en reunir las varias referencias a los romances en las obras de
Cervantes, dice simplemente: «Era de esperar que Cervantes [...] se deleitara también con los romances [como con los refranes], y de hecho el Quijote está
lleno de ejemplos de estas dos clases de expresiones populares españolas»124. Como Morley sugiere a continuación, Cervantes ha dado a ciertos romances
mucha popularidad moderna. Me propongo demostrar, sin embargo, que Cervantes consideraba el romance similar al libro de caballerías: que los romances
mencionados en el Quijote, cualesquiera que fueran sus atractivos, tenían graves defectos, y él quería descubrirlos a sus lectores.
El primer paso para determinar la opinión de Cervantes sobre el romance es averiguar qué entendía al usar esta palabra. Ésta es una cuestión compleja,
ya que forma parte de una rica familia de términos125; y los textos que han sido calificados de «romances» son muy diversos. Otro inconveniente es que el
romancero del siglo XVI, la época de su mayor popularidad, ha sido poco estudiado, ya que la investigación sobre el romancero se ha centrado en el período
medieval126, en su debatida relación con la épica medieval127, y en los vínculos entre el período medieval y la tradición oral moderna128. Los pocos
trabajos recientes que han prestado atención al romancero del siglo XVI se han limitado a cuestiones de edición y bibliografía129. Se ha puesto, por lo tanto,
poco énfasis en la manera en que fue concebido el romance en la época de Cervantes.
En primer lugar, está claro que «romance», en el siglo XVI y para Cervantes, no era un término métrico y no implicaba el uso del octosílabo, aunque los
romances estaban, en general, escritos en tal metro. La identificación del romance con el metro octosilábico no se encuentra en ningún teórico del Siglo de
Oro130, y es sorprendente descubrirla por primera vez en el siglo XIX, cuando la fecha Martín Alonso en su Enciclopedia del idioma (Madrid: Aguilar,
1958)131. Para la erudición del siglo XIX, la colección que definió el romance era el Cancionero de romances de Martín Nucio (a finales de la década de
1540). Aunque todos los poemas que contiene son octosilábicos, Nucio habla en su prólogo de los «metros» en que se encuentra la «diversidad de historias
[...] dichas [...] con mucha brevedad»132. En el prólogo a un romancero de mucha mayor difusión en el siglo XVI, los Romances nueuamente sacados de
historias antiguas de la cronica de España (hacia 1550), Lorenzo de Sepúlveda dice que ha escrito en «metro Castellano», aunque en «tono de Romances
viejos, que es lo que agora se usa»133. El hexasílabo podía usarse para un romance, como señala en 1592 el teórico Juan Díaz Rengifo134, y Cervantes, en
La gitanilla (I, 33, 27), llama «romance» a un poema en tal metro. (La etiqueta de «romancillo» para los romances hexasilábicos era desconocida en el Siglo
de Oro.)135 En contraste, por ejemplo, con los sonetos, que nunca se escribieron en octosílabos, en el siglo XVII se permitía el uso del endecasílabo para el
romance, y el Diccionario de autoridades lo menciona136. En la Philosophía antigua poética (1596), la fuente más importante de Cervantes para su teoría
literaria, Alonso López Pinciano muestra poco interés por el verso octosilábico, y no menciona al romance en conexión con él; su única referencia al
romance viejo se encuentra al discutir un poema hexasilábico, y el término «romance» para referirse al «romanzo» o poema caballeresco italiano137.
Aunque de la edición de 1737 de la Poética de Luzán parece desprenderse que los romances eran exclusivamente octosilábicos, en la edición de 1789 esta
idea está matizada138. Los que tienen un término para este género y un sentido de su tradición, lo identifican con el redondillo(a), «que de tiempo
inmemorial, hasta hoy, se usa en España», como observó Martín Sarmiento en la primera historia de la poesía española (mediados del siglo XVIII)139.
Gonzalo Argote de Molina (1575), que de forma claramente tendenciosa afirma que el romance se remonta por lo menos a los visigodos, habla de él, de
forma similar, como constituido de coplas redondillas140. Adoptan la misma postura Luis Alfonso de Carballo (1602)141, Juan Díaz Rengifo142 y Gonzalo
Correas143. El término «redondilla», igual que el término «romance», tenía un significado diferente al actual. Era el término general para los versos
octosilábicos sujetos a un patrón estrófico determinado, como se creía que eran los romances144.
En la medida en que el romance fue entendido como una forma poética, fue considerado un esquema de rima, con una rima única en los versos pares.
Todos los romances de Cervantes siguen este esquema, y así definen el romance Carballo, Díaz Rengifo y Autoridades. No obstante, debemos recordar que
en el Siglo de Oro, la versificación era menos importante que hoy en día, mientras que el contenido lo era más145. Muchos separaban la poesía del verso: era
un principio básico de la teoría literaria neoaristotélica146, que aparece en «todos nuestros buenos tratadistas» (Díez Echarri, p. 85). Tanto López Pinciano
como Cervantes creían que la poesía no exigía el verso, y que el uso del verso no implicaba que lo escrito fuese poesía147. Cervantes declaró en el prólogo
de La Galatea que era una égloga. El Persiles era épica en prosa, a imitación de la de Heliodoro148.
Con esta perspectiva ya podemos examinar el romance, reconocido universalmente como un género narrativo, y la más prosaica de las formas poéticas.
La mayoría de los romances, y especialmente los romances viejos mencionados en el Quijote, no eran poesía (literatura) sino historia (relación de hechos).
Éste es el significado que dan los primeros diccionarios bilingües: un romance era una canción, pero con un contenido histórico. Cesar Oudin, en su Tesoro
de las dos lenguas francesa y española (1607), traduce «romance» como «Histoire, mise en Romant [lengua vernácula] et en verse de langage vulgaire».
Lorenzo Franciosini, en su Vocabulario italiano e spagnolo (1620), ofrece «canzona in Spagnolo, che contiene un historia». Y John Minshieu, en su
Vocabularium hispano-latinum et anglicum (¿1617?), traduce «romancero» como «a historie in Rime»149.
Además, ya que el término «historia» tenía un significado más amplio que hoy150, debe añadirse que el contenido de los romances ha de entenderse
como historia en el sentido moderno, y no como cuento. Esto es especialmente válido para la segunda mitad del siglo XVI, y así es como Ginés Pérez de
Hita juzgaba a los romances viejos que incluyó en la Historia de los vandos de los Zegríes y Abencerrajes, conocida comúnmente como las Guerras civiles
de Granada151. Muchos romances nuevos trataban de asuntos históricos: la conquista de América152 y la guerra en los Países Bajos153, por ejemplo. Juan
Timoneda usó esta forma para describir muchos acontecimientos importantes de los que fue testigo, y que luego publicó en una colección para responder a
«continuas preguntas, de saber, quándo fue esto, y acontesció tal negocio»154. Los romances eran un medio de divulgación histórica para los culturalmente
desvalidos. Lorenzo de Sepúlveda explica, en su prólogo, que ha publicado su colección para que los lectores puedan «leerlas [las historias] en este traslado,
a falta de el original [la crónica de Ocampo] de donde fueron sacados: que por ser grande volumen, los que poco tienen carecerán dél por no tener para
comprarlo»155. Incluso Nucio tenía este propósito. Ya lo he citado con respecto a las «historias» de su colección, que, según su prólogo, estaban dispuestas
por temas. Cuando apareció la colección de Sepúlveda, Nucio la reimprimió inmediatamente, añadiendo un prólogo en el que ponderaba que Sepúlveda
había hecho «lo mesmo» que él, «segui[endo] el intento con que esto comencé y trabajé»156. La colección de Nucio, pues, fue publicada más por su
contenido histórico que por sus cualidades poéticas. Él ignoraba o daba poca importancia a la diferencia que los eruditos modernos perciben entre sus
poemas y los de Sepúlveda.
Si los romances eran considerados como historia, es comprensible que fueran excluidos, por lo general, de los grandes cancioneros del siglo XV, que no
se encuentren en las antologías poéticas del Siglo de Oro, como las Flores de poetas ilustres de Pedro Espinosa (1605)157, y que los romanceros no estén
incluidos en la sección de poesía de la biblioteca de don Quijote. Es también comprensible que el romance fuera objeto de un tratamiento superficial o nulo
por parte de los teóricos de la poesía158. El interés que existía por los romances viejos159 se explica por la creencia de que contenían información histórica.
Considerarlos historia también ayuda a explicar el anonimato del género160, y la preocupación que algunos editores del siglo XVI mostraron por la
corrección de sus textos. Y éste es el punto desde el cual podemos empezar nuestro examen del concepto cervantino de romance, centrándonos en su
contenido, ya que su versificación era secundaria. ¿Qué clase de historias cuentan estos romances?
Nos narran historias caballerescas, y bien pudieran haber recibido el nombre por esta razón161. Los romances viejos conocidos en el siglo XVI están
llenos de reyes y reinas, caballeros y damas, encantamientos, batallas, espadas, todos los elementos que se encuentran en el mundo caballeresco (que se creía
histórico) y en los libros de caballerías. Igual que dichos libros, los romances viejos son relatos de héroes: el Cid, Roldán, Bernardo del Carpio, etc.
No sólo eran de temática caballeresca. Cervantes debió de haber notado sus otras similitudes con los pseudo-históricos libros de caballerías.
Del mismo modo que los libros de caballerías162, proporcionaban un pasatiempo, típico de las obras históricas163. Aunque muchos romances trataban
de la historia nacional, un gran número, como los libros de caballerías, trataban de héroes extranjeros164. Muchos eran publicados anónimamente o eran el
producto de autores de segunda fila165. Ni los romances ni los libros de caballerías narraban una historia completa166. Así como los libros de caballerías
constituían el entretenimiento en prosa más divulgado en el siglo XVI, los romances lo eran en verso. Si bien la gran popularidad de los libros de caballerías
está resaltada en la primera parte del Quijote167, también lo está la de los romances: el «romance viejo» de Lanzarote (I, 64, 15-16: I, 2) es «tan sabido [...] y
tan decantado en nuestra España» (I, 168, 1-2: I, 13). Ambos abundaban (muchos impresos) y ambos eran muy leídos, por lo cual, en ambos casos, sólo
sobrevive una pequeña parte de su riqueza. Por consiguiente, ambos presentan problemas bibliográficos. Aunque existían anteriormente, se aprovecharon
espectacularmente de la difusión de la imprenta y tuvieron una eclosión de popularidad, y muchas nuevas obras168, al principio del siglo XVI, alcanzando
su apogeo durante el reinado de Carlos V.
Lo mismo que los libros de caballerías los leía «todo género de personas» (Quijote, II, 370, 11: I, 50), el romance del marqués de Mantua, que don
Quijote valora tanto, era conocido por todo el mundo: «niños, mozos y viejos» (I, 88, 9-11: I, 5, adaptado). Así pues, ambos géneros eran leídos tanto por la
gente joven como por los adultos169, lo cual preocupaba porque algunos romances populares eran tan lascivos como los libros de caballerías170.
Se entiende un aspecto del Quijote que desconcierta a los lectores modernos, al tomar en consideración el paralelismo entre los romances y los libros de
caballerías171: que el protagonista tome como modelo no sólo los libros de caballerías sino también los romances. El error de hacerlo está señalado en la
obra. El juramento de don Quijote, de imitar «al grande Marqués de Mantua» y no «comer pan a manteles, ni con su mujer folgar» (I, 140, 7-10: I, 10), es
inapropiado, como Sancho le hace notar; sin embargo, es el origen de su propósito de robar172 un yelmo como el de Mambrino (I, 140, 24-32: I, 10). El
intento de Sancho de imitar a su amo y aplicar la historia de Lanzarote (III, 378, 12: II, 31) al cuidado de su rucio, sólo le hace merecedor de enojo (III, 377,
28-378, 21: II, 31). El mismo don Quijote señala, en términos puramente caballerescos, el error del reto a Zamora de Diego Ordóñez, que se encuentra en las
crónicas, pero que se resalta en el romancero (III, 346, 4-13: II, 27).
Usar los romances o los libros de caballerías como modelo para la propia conducta es peligroso, y por una misma razón: no son verídicos, sino que están
llenos de mentiras173. Es tan ilógico pensar que el rey don Rodrigo hubiera sido metido «vivo vivo, en una tumba llena de sapos, culebras y lagartos» (III,
414, 4-5: II, 33) como creer que un caballero pudiera «arroj[arse] en un lago [lleno de] serpientes, culebras y lagartos» (II, 370, 24 -371, 15: I, 50, adaptado).
La historia del marqués de Mantua es «celebrada y aun creída», nos cuenta el texto, y, a pesar de ello, «no más verdadera que los milagros de Mahoma» (I,
88, 10-13: I, 5). Ésta es una censura grave, pues ¿qué podría ser más falso ni más peligroso que esta comparación?174
Dos episodios con elementos sacados de romances, la visita de don Quijote a la cueva de Montesinos y el retablo de Maese Pedro, ilustran sus
deficiencias, y la casi yuxtaposición de los dos episodios también subraya la poca seguridad de los romances. En uno Durandarte es un caballero, en el otro
Durindana es una espada, obvia contradicción. El relato que hace don Quijote de sus experiencias en la cueva es calificado de «máquina de disparates» por
Cide Hamete (III, 302, 26: II, 24), los mismos términos que se aplican a los libros de caballerías en la parte primera (I, 38, 4-5, I, Prólogo; II, 341, 10-11 y
17: I, 47). ¿Cómo pudo Montesinos arrancar el corazón de Durandarte y llevarlo a Francia? ¿En qué condiciones hubiera estado el corazón a su llegada? (III,
291, 5-9: II, 23). Y ¿quién hubiera querido meter las manos en las entrañas sangrientas de Durandarte? (III, 290, 28, 291, 9: II, 23). Éste es un ejemplo de los
excesos del amor cortés o caballerescos, que Cervantes ataca repetidamente en el Quijote175.
Aún más claramente centrado en los romances está el retablo de Maese Pedro, quien no sólo engaña a los crédulos con su mono, sino que está
identificado con el «embustero y grandíssimo maleador» Ginés de Passamonte176. Hay varios paralelos entre su retablo y el tratamiento de los libros de
caballerías en la primera parte. El retablo se ofrece en una venta, el escenario usado en la primera parte para la discusión de los defectos de los libros de
caballerías. El anónimo ventero de la segunda parte está tan entusiasmado con el retablo (III, 317, 21-318, 24: II, 25) como lo estaba Juan Palomeque con los
libros de caballerías. En el retablo, el tratamiento de los romances está combinado con comentarios sobre el drama (III, 332, 19-24: II, 26), del mismo modo
que los libros de caballerías y el drama se discutían juntos en el capítulo 48 de la primera parte.
Lo que Maese Pedro ofrece es siempre «historia conocida» (III, 341, 30-31: II, 27; III, 318, 22: II, 25); probablemente, pues, siempre usaba romances
como fuentes177. No obstante, cuando el muchacho dice a los oyentes, y a nosotros los lectores, que la historia que se está representando es «verdadera»,
Cervantes nos predispone a ser críticos e implica que no es tal cosa178. La declaración de que estaba «sacada al pie de la letra de las crónicas francessas»
(III, 327, 13-15: II, 26) es una referencia obvia a la célebre patraña de Turpín179. La historia de Maese Pedro no es más verídica por estar basada en «los
romances españoles que andan en boca de las gentes y de los muchachos por essas calles» (III, 327, 75-17: II, 26)180. Las consiguientes deficiencias del
relato están implícitas en las propias palabras del trujamán: «ay autores que dizen» que Carlomagno dio a Gaiferos «media dozena de coscorrones», y la
paternidad de Carlomagno respecto a Melisendra es «putativa» (III, 328, 2-8: II, 26). Pero la admisión de estas incertidumbres (una técnica para aumentar la
credibilidad del resto del retablo) no debería engañarnos. Desde el punto de vista de la verdad histórica, el retablo es un desastre de cabo a rabo. Melisendra,
si es que existió, no estuvo nunca en España. Y Gaiferos, cuya existencia es del mismo modo dudosa, nunca fue a buscarla. Zaragoza nunca fue llamada
Sansueña. ¿No son éstos disparates?
Si esta historia defectuosa estuviera presentada como un mero entretenimiento -es en efecto «alegre y regozijado» (III, 341, 31-32: II, 27)-, sería menos
problemática. Pero, como los libros de caballerías181, está presentada como verdadera, y, como ellos, hace que el protagonista pierda contacto con la
realidad y actúe de una forma demente y destructiva182.
Hoy se reconoce ampliamente que los autores de comedias del Siglo de Oro, en su deseo de agradar a un público ignorante, echaban mano del
romancero, y el primer ejemplo es Lope183. Cervantes, que, como don Quijote, era «aficionado a la carátula» (III, 147, 2: II, 11; Adjunta al Parnaso, 124,
13-16; prólogo a Ocho comedias), seguramente advirtió esta conexión. La similitud de sus comentarios sobre la comedia y el romance sugiere que Cervantes
creía que, en la medida en que esto era cierto, explicaba las deficiencias de la comedia. Él, por supuesto, no basaba sus comedias en romances. Lo mismo
que los comediógrafos vendían su arte por dinero (Quijote, II, 351, 27-352, 14: I, 48), así hacían los autores de romances (La gitanilla, I, 32, 23-29). Las
comedias presentaban milagros erróneamente, «en perjuizio de la verdad y en menoscabo de las historias» (Quijote, II, 350, 13-23: I, 48); así hacían los
ciegos, y la mayoría de sus milagros eran «fingidos, en perjuizio de los verdaderos» (Quijote, IV, 166, 20-21: II, 51)184. Los romances distorsionaban la
historia, como hemos visto; también lo hacía la comedia (Quijote, II, 349, 29-350, 9: I, 48). Los romances eran lascivos; la comedia también (Quijote, II,
349, 10: I, 48). Maese Pedro defendió un disparate de su retablo escudándose en la comedia (III, 332, 19-21: II, 26).
El tema de los romances está, por supuesto, menos desarrollado en el Quijote que el de los libros de caballerías. Seguramente Cervantes vio los primeros
como un problema menos grave: los romances no alardeaban de su veracidad con tanta frecuencia ni con los elaborados y engañosos artificios de los libros
de caballerías (el historiador ficticio, el traductor). Igualmente importante es la diferencia de clase entre los lectores de los dos tipos de obras. Aunque la
distinción no era muy precisa en la segunda mitad del siglo XVI, los romances pertenecían al vulgo185, los libros de caballerías a los hidalgos, y lo que la
nobleza leía y creía era un asunto mucho más serio.
Una observación final. Estoy seguro de que Cervantes, correcta o equivocadamente, creía que los romances tenían un origen más bien escrito que oral.
En ninguna parte de sus obras, ni en ningún texto anterior al siglo XIX, hay la más ligera sugerencia de que los romances hubieran sido compuestos por el
pueblo, que fuera éste otra cosa que el mero consumidor de textos compuestos por literatos; ni que hubiera habido intento alguno de recoger y publicar textos
tomados de la tradición oral186. Nucio, es cierto, nos cuenta que algunos de sus textos estaban, forzosamente, tomados de la memoria de informantes.
Modernamente se cree que el número de romances así transmitidos es mucho menor de lo que se había creído187. Sin embargo, Nucio nos lo cuenta porque
era muy insólito y contrario a las prácticas editoriales, y lo hace para justificar los posibles defectos de sus textos.
Es posible que los romances fueran considerados dignos de publicación a causa de la índole popular de su poesía; y se publicaban refraneros porque se
creía que contenían la sabiduría del pueblo. No obstante, faltan datos para apoyar esta hipótesis respecto a los romances. Si tomamos en consideración
cuántos romances y romanceros se publicaron en el siglo XVI, la falta de documentación es muy relevante. El contraste con la actitud hacia los refraneros es
notable188.
Por supuesto, esto no prueba nada. Sin embargo, el silencio de Cervantes sobre la naturaleza supuestamente popular de los romances hay que tomarlo en
cuenta. Viajó mucho por Andalucía, la región donde el romance tenía mayor difusión. Pasó mucho tiempo en los pueblos, y tanto por su biografía como por
sus obras vemos que tuvo muchos contactos con venteros, soldados, delincuentes y tipos del hampa, por los que demuestra un acusado interés y alguna
simpatía. Le gustaban los romances y los conocía bien: era, en suma, un informante ideal. No obstante, no alude nunca a su composición oral y popular, ni
contemporánea ni precedente.
Lo que Cervantes nos ha dejado, en cambio, es una descripción del paso de los textos de una forma escrita a otra oral. Se encuentra en La gitanilla, cuya
protagonista, Preciosa, es tan buena cantora de romances que su abuela los encarga a poetas apropiados, y Preciosa cree que es normal recibirlos copiados de
libros (I, 32, 22-29; I, 43, 12-16). Que los textos eran primero escritos y después cantados se sugiere no sólo en el famoso comentario del Marqués de
Santillana189, sino también en los preliminares de los romanceros del siglo XVI. El fragmento conservado, una segunda o subsecuente edición, de la
colección más antigua, el Libro de cincuenta romances, dice que «entre los quales ay muchos dellos nueuamente añadidos: que nunca en estas tierras se han
oydo». Se sugiere, así, que estos textos serían de mayor interés para el potencial comprador precisamente porque son «nunca oydo[s]». También sugiere su
futuro uso oral190. Y Sepúlveda, en el prólogo a sus Romances nueuamente sacados de historias antiguas de la cronica de España, dice que su colección,
además de proporcionar datos históricos, servirá «para aprouecharse los que cantarlos quisieren»191.
Cervantes fue siempre un cuidadoso observador y comentador. Nos sugiere una dirección provechosa para futura investigación: aquellos juglares del
Siglo de Oro mal estudiados, los ciegos. Son estos quienes, como la abuela de Preciosa, obtienen textos de poetas populares (La gitanilla, I, 32, 24-27) y
quienes cantan canciones mentirosas y lascivas (Quijote, IV, 166, 14-21: II, 51)192. Eran los ciegos quienes cantaban y vendían los pliegos sueltos, por lo
menos desde el principio del siglo XVII193. El papel de los ciegos en la creación de fórmulas y variantes, y quizás también en la composición oral de los
romances, no ha sido estudiado194.
Estudios cervantinos
© Daniel Eisenberg
Marco legal