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A través de un pormenorizado análisis, Garland nos hace partícipes de los cambios dramáticos operados en la respuesta social al delito y en la justicia penal en los últimos treinta años. Estos cambios, generados por fuerzas sociales, culturales y políticas han dado lugar al advenimiento de una nueva " cultura del control ". Partiendo del concepto de " modernidad tardía " (posmodernidad), y centrándose en el estudio de lo ocurrido en Estados Unidos y Gran Bretaña, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, describe como las políticas socialdemócratas del Estado del bienestar se vieron desbordadas, hacia fines de los años sesenta, por dos fenómenos clave: las altas tasas de delito y la incapacidad del Estado para su control (el mito del Estado soberano). Estos dos factores, sirvieron de coartada moral a los principales agentes del cambio: la organización social de la modernidad tardía y las políticas de libre mercado (socialmente conservadoras). El sistema penal welfare, esto es, el sistema jurídico-penal y penitenciario de posguerra, tenía como meta la rehabilitación del delincuente. Este ideal rehabilitador era más plausible en un contexto de gran expansión económica, con disponibilidad de abundantes fondos públicos y un gran aparato estatal de profesionales expertos. A su vez, estaba sostenido ideológica y políticamente por las élites liberales y por la gran mayoría de la clase media. El sistema entra en crisis cuando es percibido como incapaz para enfrentar las altas tasas de delito y su control. Aparecen, así, las primeras críticas, desde profesionales y teóricos vinculados al sistema. Críticas que se planteaban como reformadoras de lo existente, y que contribuirán, no obstante, a rearmar ideológicamente a los enemigos del Estado del bienestar. Cuando el crecimiento económico se ralentiza, la expansión urbanística de las ciudades provoca la aparición de suburbios, las tensiones raciales se agravan y el consumismo exacerbado impregna la sociedad comienzan a fraguarse los cambios decisivos. Las clases medias, enriquecidas durante la posguerra, no apoyan ya, con tanto entusiasmo, la ayuda a los más desfavorecidos y ven con recelo a una " underclass " cada vez más demandante de recursos. Los grupos profesionales de expertos comienzan a perder autoridad y ser cuestionados. El aumento del nivel de delincuencia y la aparición de la televisión, como medio de comunicación de masas por excelencia, contribuyen decisivamente a la definición de una nueva experiencia individual del delito.

1.- Ficha bibliográfica: La cultura del control. David Garland. Editorial Gedisa. Barcelona, abril de 2005. 463 páginas. ISBN 84-9784-040-2 Traducción: Máximo Sozzo. Título del original en inglés: The Culture of Control. Oxford University Press, 2001 2.- Argumento: A través de un pormenorizado análisis, Garland nos hace partícipes de los cambios dramáticos operados en la respuesta social al delito y en la justicia penal en los últimos treinta años. Estos cambios, generados por fuerzas sociales, culturales y políticas han dado lugar al advenimiento de una nueva “cultura del control”. Partiendo del concepto de “modernidad tardía” (posmodernidad), y centrándose en el estudio de lo ocurrido en Estados Unidos y Gran Bretaña, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, describe como las políticas socialdemócratas del Estado del bienestar se vieron desbordadas, hacia fines de los años sesenta, por dos fenómenos clave: las altas tasas de delito y la incapacidad del Estado para su control (el mito del Estado soberano). Estos dos factores, sirvieron de coartada moral a los principales agentes del cambio: la organización social de la modernidad tardía y las políticas de libre mercado (socialmente conservadoras). El sistema penal welfare, esto es, el sistema jurídico-penal y penitenciario de posguerra, tenía como meta la rehabilitación del delincuente. Este ideal rehabilitador era más plausible en un contexto de gran expansión económica, con disponibilidad de abundantes fondos públicos y un gran aparato estatal de profesionales expertos. A su vez, estaba sostenido ideológica y políticamente por las élites liberales y por la gran mayoría de la clase media. El sistema entra en crisis cuando es percibido como incapaz para enfrentar las altas tasas de delito y su control. Aparecen, así, las primeras críticas, desde profesionales y teóricos vinculados al sistema. Críticas que se planteaban como reformadoras de lo existente, y que contribuirán, no obstante, a rearmar ideológicamente a los enemigos del Estado del bienestar. Cuando el crecimiento económico se ralentiza, la expansión urbanística de las ciudades provoca la aparición de suburbios, las tensiones raciales se agravan y el consumismo exacerbado impregna la sociedad comienzan a fraguarse los cambios decisivos. Las clases medias, enriquecidas durante la posguerra, no apoyan ya, con tanto entusiasmo, la ayuda a los más desfavorecidos y ven con recelo a una “underclass” cada vez más demandante de recursos. Los grupos profesionales de expertos comienzan a perder autoridad y ser cuestionados. El aumento del nivel de delincuencia y la aparición de la televisión, como medio de comunicación de masas por excelencia, contribuyen decisivamente a la definición de una nueva experiencia individual del delito. Esto afecta, también, a las teorías criminológicas. Surgen dos nuevos tipos de teorías criminológicas principales: las criminologías de la vida cotidiana y la criminología de la estrategia del Estado soberano, muy vinculadas, respectivamente, a los principios políticos del neoliberalismo económico y del neoconservadurismo. Las nuevas corrientes criminológicas ya no adoptan como meta el ideal de la rehabilitación del delincuente. Una de las estrategias clave de reformulación es la denominada de la “desviación”. Ante la evidencia de que el control del delito es imposible y para no certificar su total inoperancia, el sistema rebaja sus expectativas: ya no se trata de acabar con el delito sino de reducir el miedo que produce; no hay que rehabilitar al delincuente, tan sólo ponerlo “a buen recaudo”. Principios angulares del sistema correccional anterior como la indeterminación de la pena, la liberación anticipada, la Probation (libertad condicional) son sustituidos o reformados. La condena determinada, los trabajos forzados, los castigos corporales, la notificación pública de la identidad de los agresores sexuales, el uniforme rayado para los internos o los registros de pedófilos (Gran Bretaña) dan “al traste” con el sistema penal welfare precipitando su caída. Las criminologías de la vida cotidiana, entienden el delito como algo normal, tratan de disminuir la sensación de inseguridad y optan por la prevención del delito bajo la premisa de evitar la ocasión para que éste se produzca (controles situacionales, desincentivación, evitación del riesgo), están muy vinculadas a criterios empresariales de ahorro de costes, dan escasa importancia a las necesidades de los individuos inadaptados y a los grupos sociales más desfavorecidos. Su desarrollo teórico, y su posterior expansión doctrinal, se encuentran detrás del auge de la seguridad privada en la sociedad actual. Esta corriente es, además, el gran adalid de la colaboración entre el Estado, las empresas privadas y la sociedad civil para el control del delito. (Neighbourhood Watch, distritos para fortalecer los negocios…). Es un modelo criminológico que opta por lo que Garland denomina “respuestas adaptativas” a la crisis del modelo tradicional de la criminología welfarista. La criminología de la estrategia del Estado soberano apuesta por las estrategias marcadamente punitivas. Niega la evidencia de que el Estado esté perdiendo la batalla del control del delito y decide reafirmar ese control por medios contundentes y enormemente costosos: el encarcelamiento masivo y la aplicación de la pena de muerte. Para dar cobertura ideológica a esta forma de actuar, reivindica el papel de las víctimas, a las que manipula, para transformar las emociones populares en apoyo político para sus iniciativas. Otra estrategia clave de esta corriente criminológica es la de deshumanizar al delincuente, convertirle en alguien peligroso y extraño a nosotros, alguien que merece ser excluido. El ideal de rehabilitación deja paso al de confinamiento e incapacitación. Este tipo de respuestas criminológicas van desde lo que Garland denomina “negación” (de la pérdida de capacidad del Estado para controlar el delito) al “acting out”, respuestas histéricas por parte del estado ante determinados crímenes, infrecuentes pero muy mediáticos, que sirven a la población como forma de catarsis colectiva y al Estado para demostrar el ejercicio de su poder absoluto (son típicos de esta forma de reacción los casos de predadores sexuales y de pedofilia). Estos nuevos modelos criminológicos aplican técnicas de management y de gestión empresarial que, en ocasiones, provocan fuertes contradicciones internas en el sistema de control del delito y justicia penal. Así, por ejemplo, la obsesión por la reducción de costes lleva a la utilización de mecanismos como las multas, advertencias, penalidades fijas y descriminalización de delitos menores. Esto, a la larga tiene efectos criminogénicos y fue, además, una de las razones de la crisis del complejo penal welfarista. Sin embargo, estas corrientes, en especial la de la estrategia del Estado soberano, apuestan por la prisión, por el encarcelamiento, como medida estrella de sus políticas. Una medida enormemente costosa y de eficacia discutible, aunque sirve, de facto, para mantener fuera del mercado laboral a una masa ingente de hombres jóvenes en edad de trabajar pertenecientes a minorías y grupos sociales desfavorecidos. Pero, como señala Garland, este futuro no es inevitable. Las alternativas existen: puede enraizarse el control social dentro del tejido de la vida cotidiana, puede reducirse el efecto criminogénico de las transacciones económicas y puede protegerse a las víctimas repetidamente victimizadas. Empatía con las víctimas no significa exaltar la punitividad. La regulación moral y el control social deben extenderse a los procesos fundamentales de toma de decisiones económicas y, por ende, al mercado de la seguridad privada, cuya falta de legislación no puede perjudicar a los ciudadanos. Los responsables políticos deben revisar sus actitudes a este respecto. La jaula de hierro en la que nos encontramos, la nueva cultura del delito, nacida del miedo y la ansiedad, puede perdurar cuando las condiciones que la han originado hayan desaparecido, perpetuando la exclusión social severa de amplios grupos y minorías desfavorecidas, en una suerte de nuevo “apartheid”. Pero son, precisamente, estos elevados costes económicos y políticos los que hacen aparecer estas políticas más como un problema que como una solución. Las tendencias actuales pueden ser mitigadas (la reducción reciente de las tasas de delito hace menos urgente su control, los elevados costes de la prisión se hacen evidentes y el debate público por las condenas injustas en EE.UU. adquiere cada vez mayor calado.) y, eventualmente, revertidas. El Estado está seriamente limitado en su capacidad de proveer seguridad a sus ciudadanos y proporcionar niveles adecuados de control social. Por ello, se hace evidente la necesidad de “devolver poder” y compartir las tareas de control social con las organizaciones y comunidades locales. 3.- Valoración crítica: Hasta aquí, una síntesis argumental de los postulados sostenidos por Garland en el libro. Enormemente sólido en sus fundamentos teóricos y muy solvente en sus explicaciones de la realidad social. Y, también, difícil de extractar porque sus disquisiciones son, en gran medida, sintéticas, a pesar de abarcar más de trescientas páginas. Compartimos, modestamente, el parecer del autor acerca de los procesos sociales, culturales y económicos que han provocado la transformación de la sociedad tardomoderna (posmoderna) y su crítica a las políticas neoliberales y neoconservadoras. Lo más relevante, es que muchos de sus análisis, aunque referidos a las políticas neoliberales que dominaron la escena del panorama político en Gran Bretaña y Estados Unidos, en los años ochenta y noventa del pasado siglo, no dejan de tener plena vigencia y parecen “recortados” de los editoriales de algunos de nuestros diarios de mayor tirada de esta misma semana: “los gobiernos de ambos países impulsaron la aprobación de leyes para controlar a los sindicatos, reducir los costos laborales, desregular las finanzas, privatizar el sector público, extender la competencia del mercado y reducir los beneficios del welfare” (1). Igualmente certero es el autor al abogar por la extensión de los dispositivos del control y la regulación a las fuerzas económicas y a los mercados: “Si las sociedades de la modernidad tardía han de sostener los ideales de la democracia, de la igualdad de derechos para todos y de un mínimo de seguridad económica para toda la población, tendrán que asegurarse de que la regulación moral y el control social se extiendan a los procesos fundamentales de toma de decisiones económicas, y no que se restrinjan al mundo de los delincuentes y beneficiarios de la asistencia social”(2). Esto es, si cabe, aún más necesario después de la grave crisis social y financiera que estamos padeciendo en la actualidad y que tiene su origen último en la falta de regulación de los mercados financieros. De todo ello podemos extraer dos conclusiones, ya apuntadas por Garland: en el mundo de la cultura del control la economía no se controla y las políticas neoliberales resurgen con fuerza en momentos de crisis aunque ésta sea fruto de esa falta de regulación por ellas defendida. A modo de pequeña crítica al autor, señalar que, a la hora de explicar el derrumbe del estado welfarista, el autor pasa, a nuestro entender, “de puntillas” por la crisis del petróleo de 1973, y aunque la subsume en el contexto de la crisis estructural del sistema, no detalla la gravísima influencia que esta tuvo, dado que las recetas keynesianas de expansión de la demanda habían sido desarrolladas en un entorno de bajos precios de las materias energéticas. Otro aspecto señalado por Garland, también de plena vigencia, y que nos parece interesante señalar como se está dando en España, a pesar de las diferencias que nos separan de los EE.UU. (cada vez menos por la globalización) es la importancia de la utilización de las víctimas por los medios de comunicación de masas. Delitos socialmente alarmantes, pero muy poco frecuentes (Caso Mari Luz, Caso Marta del Castillo), son utilizados, a modo de catarsis colectiva, para certificar la inoperancia de nuestra Administración de Justicia y para solicitar el incremento de las penas, cumplimiento íntegro de las condenas… La rentabilidad mediática mal administrada y un ambiente popular caldeado artificialmente pueden suponer una tentación para que los representantes políticos asuman posturas más extremas, en el ámbito de la política criminal, con vistas a la obtención de mayores réditos electorales. Si bien en España la situación de la “cultura de control” no es tan radical como en el mundo anglosajón ello se debe, en parte, a circunstancias históricas muy específicas. En primer lugar, el ideal rehabilitador de la condena está recogido en nuestra Constitución, más concretamente en su artículo 25.2. (dispone de un firme anclaje normativo) y, además, después de la Dictadura, las políticas represivas no gozaban de respaldo popular ni político. En segundo término, la ideología neoliberal más radical no está plenamente representada en nuestro país y los gobiernos de centro-derecha del Partido Popular han desarrollado políticas más o menos conservadoras pero no neoliberales “salvajes”. Esto no implica que en el futuro el ala más liberal del partido pueda invertir la situación. (1) Op. Cit. Pág. 172 (2) Op. Cit. Págs. 327-328 Un aspecto de la cultura del control al que nos hemos incorporado de lleno y, prácticamente sin reservas, es al de la “comercialización del delito”. La seguridad privada ha tenido en España una expansión sin precedentes. Aquí la colaboración entre el Estado y los proveedores privados de seguridad se ha producido quizá más como algo producto de las circunstancias que como un plan predeterminado (a nadie le extraña hoy advertir la presencia de vigilantes jurados a la entrada de organismos públicos ni en controles de embarque de aeropuertos, por poner dos ejemplos habituales). Pero sabemos que estas variaciones, en los hábitos cotidianos, acaban modificando la percepción de los ciudadanos sobre ellas, y, por tanto, su experiencia individual sobre los aspectos relacionados con el delito. Para finalizar, cabría realizar algunas precisiones conceptuales referidas a ciertos aspectos de la traducción del libro. Somos conscientes de la dificultad de trasladar algunas instituciones jurídicas, y no jurídicas, anglosajonas a nuestro ámbito pero otros conceptos como el de “el público”(“la gente”); “operadores” (del sistema de justicia penal) (“integrantes”); “sistema de justicia penal” (“ordenamiento jurídico penal”); “agencias” (gubernamentales) (“instituciones u organismos”) sí son fácilmente trasladables a nuestro lenguaje cotidiano. Guadalajara, enero de 2011 Manuel Remeseiro Fernández Alumno del Máster en Seguridad-UNED Curso 2010-2011 mremeseiro@gmail.com