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Testigo y memoria

Una aproximación a la teoría de la memoria de Giorgio Agamben

Testigo y memoria, retorno a la capacidad de comunicar experiencias. Por: Camila Parra Norato 26 de noviembre de 2016 La preocupación constante de Giorgio Agamben por pensar el tiempo contemporáneo muestra su diagnóstico desde el comienzo de su obra filosófica. Su pensamiento se ve dibujado por sus consideraciones acerca de la noción de experiencia en el hombre, a la cual se debe constatar como elemento que “ya no es algo que aún se ofrezca al hacer”, como nos lo menciona en su primer libro Infancia e historia. Toda lectura que se realice sobre dicha noción, sea dentro del tiempo presente o de tiempos pasados, caerá bajo la mirada de su propia destrucción; sin que esto signifique que para su realización se necesite una catástrofe efectiva en un tiempo y espacio determinados. Pero entonces, ¿qué se necesita para hablar de la destrucción de la experiencia? parece que sólo la existencia, entendida en relación con los parámetros que esta implica en el tiempo contemporáneo. Así, esta afirmación es, sin duda alguna, una afirmación que de entrada nos sorprende y acoge en cierta angustia al pensar nuestro tiempo, pues pone en juego una serie de pensamientos desde los que dependían varios elementos de la vida, como lo son la historia, el entendimiento y sobretodo, la memoria. De acuerdo con esto, el presente texto tiene como propósito observar con cierto detenimiento el lugar en que el último elemento mencionado, es decir, la memoria, ha sido relegada en la lectura sobre la experiencia que se determina a partir de su imposibilidad, desde el texto mencionado y el libro Lo que queda de Auschwitz, haciendo énfasis en su tercer capítulo: “La vergüenza o del sujeto”. Para esto, se dividirá al trabajo en dos partes: por un lado, esbozaré el panorama en el que la destrucción de la experiencia se considera dentro de los dos textos y, en segundo lugar, expondré el papel que la memoria parece abarcar en este problema y porqué su “diagnóstico” en el estudio de Agamben es crucial para pensar su modelo total, que toma como protagonistas a las dos grandes figuras no sólo de Auschwitz, sino de todo acontecimiento. Panorama El principal argumento en el que Agamben sustenta su tesis consiste en la incapacidad de traducir en experiencia a la propia existencia o, dicho en otras palabras, en la privación de la facultad de comunicar nuestras experiencias a los demás. Incapacidad o privación que parece suprimir la significación de los acontecimientos históricos y contener una opresión de lo cotidiano; lo cual no es otra cosa que una respuesta a la crítica de los tiempos modernos y, con ella, a la misma modernidad en la que se ven involucrados autores como Hegel, Marx, Nietzsche, entre otros, cuya palabra apelaba (sobre todo en la obra del último) al exceso de significado que se le comenzó a asignar, en mayor medida, a la cultura. La “insignificancia de la vida contemporánea con respecto a la del pasado” (Agamben, 2007, pág. 9), como lo denomina el autor, hace frente a la manera significativa de asumir la vida que nos ha sido heredada porque hemos adoptado como cotidiano la sumatoria de sucesos extraordinarios que se nos presentan ahora, es decir, porque hemos apaciguado en una normalidad a diversas experiencias sobre las cuales parece que ya no nos disponemos a tener la autoridad como para apropiarnos de ellas. Pero esto no anula a la experiencia en su totalidad porque todavía hoy hay experiencias, el problema radica en que parece que todas ellas son completamente externas al hombre que, como a imagen de una galería de arte, nos relega a ser simplemente espectadores para contemplar esto que, al parecer, ni siquiera nuestra voluntad está dispuesta a apropiarse. Sin embargo, la ausencia de autoridad no se da sólo de la imposición del sujeto sobre la vida, sino que ella también aparece una vez que el hombre la observa con el ojo calculable del conocimiento que ignora a la certeza singular de cada individuo, y con lo que nuestro entendimiento ve una barrera de comprensión cuando intenta separar su idea de experiencia de su propio conocimiento (Agamben, 2007, pág. 12). El hombre contemporáneo, tan influenciado por la modernidad y su ciencia, encamina la búsqueda de la certeza de su conocimiento en la inteligencia misma y, con ella, en el dibujo de una comprensión de un único y nuevo sujeto, al cual se intentó llevar hacia una nueva relación entre conocimiento y experiencia donde esta última sólo se vea como coincidencia del primero. En esta medida, el hombre concibe a su experiencia como algo que se realiza a partir del desarrollo de su intelecto, relegándola al mismo tiempo como una construcción, es decir, como algo que se hace y no como algo que se tiene, como un escenario donde lo que impera es el conocimiento y no las vivencias o mundo sensible que puedan suspenderlo. Agamben considera que, en este punto, el hombre ha expropiado a su propia fantasía o imaginación como posible mediación entre esos dos polos, dado que, si ahora lo concebido es un solo elemento, aquello que se está suprimiendo es también todo componente que “interfería” en su desarrollo despersonalizado. No obstante, del desencanto por lo fantasioso lo único que sobrevive es un fantasma de la experiencia que se manifiesta como deseo en la que, el “nuevo sujeto” defiende la inagotabilidad de la experiencia. Este hombre del tiempo presente añora todavía la experiencia o, más bien, la efectividad de su deseo, pero al elevar o abstraer su noción de experiencia es imposible satisfacerlo porque el fantasma, en tanto que un recuerdo y añoranza, no entrega la efectividad que, en la individualidad del intelecto se había suprimido. Por consiguiente, se escinde al deseo de la necesidad y se expresan como opuestos que justifican su extrañeza entre sí dentro de su respectivo desarrollo, pero cuya manifestación se reduce a la de asegurar su apariencia de unidad. Nos vemos entonces enfrentados al esbozo de un sujeto en el que la transformación de su experiencia se identifica como destrucción de la misma. Pero, ¿qué sucede cuando una nueva transformación acaece por sucesos efectivos y “extremos” y no por el simple deseo en el que se despliega el incremento del intelecto? La respuesta a esta pregunta puede verse desplegada en el problema de las circunstancias históricas que trabaja Agamben en su Homo Sacer III: Lo que queda de Auschwitz, en el que observa que la situación de la “destrucción de la experiencia” puede acontecer, en cierta medida, como una pérdida debido a la manera en que, en este caso, la víctima o musulmán padece este evento histórico y, a causa de esto, a la manera en que se elabora una nueva forma de sujeto que permite el “renacer” de la relación entre experiencia y entendimiento y al que el autor denomina como testigo. De esta manera, musulmán y testigo funcionan como analogías para hablar de experiencia y entendimiento, debido a que el primero, en tanto que se ve privado de la facultad de comunicar experiencias, sirve como fundamento para la palabra del segundo que se propone a relatar lo intestimoniable. El análisis de Agamben parece partir de la superficie para luego caminar hacia la profundidad del problema, pues en la obra nos comienza a hablar acerca de la materia que permite la supervivencia del testimonio, en tanto acción que logra ir más allá de las categorías morales que se han visto alteradas por el derecho; en otras palabras, nos habla sobre la materia de la que nos servimos para comprender la noción de experiencia que tiene como fundamento a lo imperceptible y que corresponde al espectro del musulmán. De acuerdo con esto, podemos ver que en este nuevo panorama se encuentran todavía las figuras mencionadas en el primer texto: el nuevo sujeto y el fantasma, pero en esta comprensión que se encuentra interpelada por un acontecimiento con nuevas magnitudes dentro de la historia, ambas figuras cambian, pues el primero (correspondido con el testigo) deja de ser un hombre dependiente del incremento de su entendimiento para pasar a ser un hombre que impone su relato frente al mundo; mientras que el segundo (correspondido con el musulmán) ya no es algo completamente perdido en la nueva visión de la vida, sino que sirve como el punto crucial para el desarrollo de la acción del primero. Aunque bien, si decimos que las figuras sobreviven, es porque conservan relación con sus transformaciones, pues tanto testigo como musulmán han perdido la capacidad de comunicar en palabras la experiencia, ambos sustentan su vida sobre una experiencia completamente quebrantada. Así, la sentencia de Agamben expuesta en Infancia e historia todavía tiene peso: “La transformación del sujeto no dejó de alterar la experiencia tradicional [pero] (…) el viejo sujeto de la experiencia de hecho ya no existe.” (Agamben, 2007, pág. 24). Expongamos ambos momentos en aquel orden. El testigo –de acuerdo con el material del que se sirve Agamben: la reunión de distintos relatos del italiano Primo Levi acerca de su vivencia en Auschwitz– vive tras su liberación con el propósito y único fin de testimoniar lo que ha padecido. Este fin propuesto no se puede decir que es útil en el sentido estricto de la palabra y el sentido práctico de la vida misma, porque, en la medida en que busca hacer supervivir los relatos en la memoria, su testimonio no está con vistas a un proceso, es decir, no se propone a encontrar retribución en las penas de sus contrincantes o en su juicio, pues, de acuerdo con el testigo, este acto no se propone a encontrar una verdadera justicia para las víctimas. La inutilidad del testimonio guarda una responsabilidad que ni siquiera quien lo relata puede asumir en su conjunto, pero que de todas formas cumple una fidelidad con él en la reivindicación de su condición de inasumible (Agamben, Lo que queda de Auschwitz, 2000, pág.17). Esto inasumible se refiere a las formas en que los sucesos parecen estar absolutamente privados de sentido, en que ninguna explicación, por más correspondida con los hechos se exprese, satisface al hombre; de hecho, en ellos ocurre todo lo contrario y encuentran que es precisamente esta característica la que recubre a todo el suceso como un hecho espantoso. Lo inasumible debe ser entonces comprendido en el sentido estricto de la palabra, en que lo acontecido en el Holocausto es inenarrable y, para aquellos que no lo vivimos, completamente incomprensible. A esto es a lo que Agamben, citando una anécdota del superviviente Elie Wiesel, se refiere cuando menciona que el testigo contiene una laguna: “Los que no han vivido esa experiencia nunca sabrán lo que fue; los que la han vivido no la contarán nunca; no verdaderamente, no hasta el fondo. El pasado pertenece a los muertos.” (Agamben, Lo que queda de Auschwitz, 2000, pág.18). Y es en este momento cuando se introduce el punto crucial y la base del sujeto testigo, el musulmán, un fantasma que se caracteriza como autómata y que es, así mismo, el testigo integral y primera persona del testimonio que tiene como particularidad su falta de posibilidad para comunicar lo incomunicable, pues su facultad de hacerlo se ha perdido en dos sentidos: en su automatismo y su propia muerte sobre la cual, no hay nadie que vuelva a ella (sucedida en los campos y sobretodo en las cámaras de gas) para contarla. Estas dos caras son las que conforman la shoá o el “acontecimiento sin testigos”: El “acontecimiento sin testigos en el doble sentido de que sobre ella es imposible dar testimonio, tanto desde el interior –porque no se puede testimoniar desde el interior de la muerte, no hay voz para la extinción de la voz– como desde el exterior, porque el outsider queda excluido.” (Agamben, Lo que queda de Auschwitz, pág.18). Lo intestimoniado es el producto de la laguna que se encuentra en la experiencia y que, en tanto vacío, determina como necesario la pregunta acerca de su relevancia y forma de aparecer. El testimonio que alcanza la palabra (la propia del testigo) tiene como tarea llevar a la lengua la imposibilidad misma de testimoniar, mostrar o exponer la insignificancia de lo que ya dejó de significar en el presente y, con ella, la exposición del momento en que su sentido existió por un instante, ciertamente único y ahora invivible. Vemos que el testimonio se mueve sobre experiencias desesperanzadas, sobre vivencias de hombres que han sido abandonados por sus amigos y por su propia facultad de discernimiento entre las distintas dualidades de la vida, de las que se destaca la comparación entre el bien y el mal, es decir, su moralidad; pero el musulmán no ha caído en esta oscuridad por su renuncia a la vida (no podemos afirmar tal perversidad en su voluntad debido a que “su disponibilidad para la muerte no era, empero, algo similar a un acto de voluntad, sino una destrucción de la voluntad” (Agamben, Lo que queda de Auschwitz, 2000, pág.24)), sino que ha sido asesinado y evadido tanto de su vida como de su muerte; se le ha llevado a la crueldad de arrebatarle, incluso, su derecho a la muerte al no poder llamar muerte a su muerte porque aún en su vida autómata su presencia ha sido completamente anulada. Domina su vida a través de la fantasía, pero, a diferencia del hombre de la ciencia moderna que ya habíamos mencionado, el musulmán ya no le preocupa satisfacer el deseo de incrementar su intelecto, sino que, sin tener conciencia de ello, su vida se situaba en el umbral donde la vida es indefinible y paradójica, donde se desconoce el momento en que el hombre puede seguir siendo denominado hombre y donde deja de serlo. Este sujeto constituye la excepción real dentro de las concepciones generales que se tienen sobre la vida y la muerte y, en esta medida, nos sirve como elemento para afirmar las palabras de Kierkegaard que nos trae Agamben: “Si se quiere estudiar correctamente lo general, es necesario ocuparse de una excepción real” (Agamben, Lo que queda de Auschwitz, 2000, pág. 49). Las palabras de Infancia e historia resuenan cuando el autor nos menciona que la destrucción de la experiencia no necesita de ninguna catástrofe natural o evocada por el hombre porque después de una “situación límite” como Auschwitz, como el musulmán, parece que nada nos podrá conducir a la verdadera preocupación por la vida porque hemos nos adoptado en la comodidad, en el hábito a lo “increíble”. Pero ¿por qué este a sujeto, del que se tiene conciencia que ha caído en la oscuridad, no se le intenta encaminar de nuevo hacia la “luz”? Porque al parecer todos nos identificamos en su existencia invariable, en su vida como experimento del punto límite de nuestra existencia que desconocemos, pero del que ciertamente tenemos una intuición diciente, y del que tenemos como único deseo manifestante a su ignorancia y a su renuncia. Sin embargo, la vida del testigo se suspende en esta afirmación pero desde un punto más excelso: en el de tener que vivir haber renunciado a la vida, en el de tener que sobrevivir teniendo que afrontar su renuncia a la humanidad y, de esta manera, poder afirmarse en un sinsentido todavía afrontable, en una reivindicación que parece ser sólo biológica, a la manera de un “nuevo nacimiento”. En este, se ha afrontado el movimiento de la vida en que la responsabilidad ante una vida digna se ha decidido renunciar pues precisamente Auschwitz “es el lugar en que no es decente seguir siendo decentes, en el que los que creyeron conservar su dignidad y respeto de sí sienten vergüenza con respecto a los que la habían perdido de inmediato.” (Agamben, Lo que queda de Auschwitz, 2000, pág. 62). En esto consiste lo que Agamben menciona como la nuda vida, en el punto ya inquebrantable al que el hombre se ha visto reducido y a la forma que se manifiesta como única norma y, en esta medida, inmanente a este nuevo sujeto. Hablamos de un nuevo sujeto que es él, límite de la ética y que ha aceptado, en su nuevo vivir, al resentimiento, a la renuncia de su capacidad para aceptar lo sucedido y a la renuncia de su poder para afirmar a la vida misma desde los parámetros en que ella misma se ha visto transformada. Esta renuncia es lo que le da a esta concepción de la nuda vida su carácter de asentimiento de la vida porque ve en lo impropio a su determinación, en la muerte concebida como simple fabricación de cadáveres, la posibilidad de aceptar su muerte ya dada y el espectro de la que está por llegar, la cual es, ciertamente, menos aterradora que la primera. Memoria Estamos enfrentados a un escenario en el que es necesario resignificar los elementos de la vida a partir de su falta de significación, producida por la “situación límite” en la que se ha visto transfigurada la vida. Uno de estos elementos –crucial para el proceder de la comprensión de la nuda vida– es el de la memoria, de una memoria que, de acuerdo con lo mencionado hasta el momento, corresponde a una facultad que ya no resguarda recuerdos para asignarle utilidad a la vida, sino que aparecen como lo impropio del hombre, como aquello en lo que el testigo intentará apropiarse de su nueva forma de vida pero que, de entrada, se siente ajeno a ella. Debido a esto, la manera en que intentaré proceder para la exposición de esta nueva memoria versará sobre el modo en que Agamben parece explicar a la experiencia: afirmando su estructura al hacerla visible dentro de la situación límite de sus características. Para esto, hablaré de una escisión de la memoria entre su dimensión más despersonalizada que se manifiesta en la legitimidad (las leyes) de sus concepciones metafóricas, en las que parece sostenerse el edificio de su moralidad, y su factor más “primario” que corresponde al bilógico. Después y como último apartado, mencionaré el estado en que ha quedado la memoria tras la experiencia de dicha escisión. Memoria legítima Nos referimos a memoria legítima en cuanto a la memoria que ha adquirido, dentro de su vocación para recordar imágenes tanto visuales como auditivas, la herencia de la culpa comunal o de la formulación constante de su pregunta por la vergüenza ante su propia vida, de las dos preguntas que Levi plantea: “¿Es que te avergüenzas de estar vivo en lugar de otro? ¿Y sobre todo de un hombre más generoso, más sensible, más sabio, más útil, más digno de vivir que tú?” (Agamben, Lo que queda de Auschwitz, 2000, pág. 95). Su estudio, podríamos decir, parte de la vergüenza que el testimonio experimenta, pero no a partir de su estado de supervivencia, sino de uno previo, del momento mismo en el que se encontraba en los campos y evitaba al musulmán dentro del reconocimiento de su individualidad; de una vergüenza que, sin ser plenamente consciente de ello, gira alrededor de un paradigma sobre el cual trabajará incansablemente a partir de sus recuerdos. Es esta misma cobardía la que se le ha heredado por la ciencia moral al hombre del presente y la que lo ha llevado a afirmar el deber de comunicar lo incomunicable a través de un sentimiento providencial exaltado de responsabilidad ante una vida que, en tanto superviviente, debe afirmar y conservar como la mejor de las vidas. El deber de experimentar este sentimiento nos lleva a considerar a nuestra constitución de humanidad como la capacidad de sentir culpa tanto en el ámbito individual como en el universal, es decir, cuando podemos predicarnos como culpables incluso en situaciones en las que no lo somos. En palabras concernientes al caso del testigo, este debe tener como prioridad situar su relato y el relato de terceros sobre un sentimiento de comunidad, que se expresa como culpa y que intenta reforzar, a la manera de una ley, el instinto de vida con esta supuesta deuda moral. Pero Agamben procura salir de este círculo que intenta remitir al individuo hacia su noción moral y vacía de dignidad, y relega esta preocupación universal a un ámbito meramente metafórico, es decir, a un ámbito que aparece como regido por unas leyes. Agamben defenderá que se debe sustentar a la culpa y a la posible retribución de ella al diálogo personal y a la individualidad de los hechos concretos para situar en unos límites específicos al problema de la responsabilidad moral. Sólo con esta visión el hombre dejará de afirmar el abismo entre inocencia subjetiva y culpa objetiva que se da en su relación acción-responsabilidad y dejará de afirmar en acciones despersonalizadas una culpa que, de acuerdo con esto, sólo está constituida en un ámbito personalizado. Quien acepta esta mención acoge en su pensamiento y en su existencia en general al resentimiento como un “dominante existencial” (Agamben, Lo que queda de Auschwitz, 2000, pág. 105) que permite valorar al delito como realidad moral para que se vea enfrentado a la verdad de sus circunstancias. Sin embargo, hablaré acerca de esta noción de resentimiento en el tercer apartado, donde veré la relación de ambas caras de la memoria y el resultado que de esta relación se produce. Memoria biológica De antemano es necesario aclarar que la memoria bilógica no hace referencia a un encierro determinista de la naturaleza humana o de un entramado de funciones neuronales, sino a un punto inquebrantable del hombre del cual dependen su desenvolvimiento y el retorno en el que busca justificar, en este caso, la pérdida de su facultad para comunicar sus experiencias, el cual no es otro que su propio cuerpo o el testimonio de los distintos momentos por los que ha pasado su existencia. Para esto, debemos traer una cita de Primo Levi acerca de la prioridad de la vida biológica: “Despojado de todo salvo de la vida, el superviviente no cuenta más que con un cierto “talento” biológicamente determinado, reprimido durante mucho tiempo por las deformaciones culturales, un banco de conocimientos inscritos en las células de su cuerpo. La llave de la conducta de supervivencia se encuentra en la prioridad del ser biológico.” (Agamben, Lo que queda de Auschwitz, 2000, pág. 97). El aspecto biológico del hombre se ve como un punto definido dentro de la existencia, pero que resalta a la consciencia una vez a recorrido las deformaciones de la cultura, esto es, los aspectos señalados que han sido heredados por la ciencia y el conocimiento moral. No obstante, cuando se ve al cuerpo como elemento último para el pensamiento, ¿no se afirma a la imposibilidad de testimoniar –propio del musulmán– como lo esencial del superviviente? De acuerdo con el criterio de memoria, no, porque a lo que Agamben se refiere acá como “círculo vicioso” señala a la vida que continúa, que tiene movimiento, pero que se identifica como un retroceder sobre su historia. La memoria guarda en este aspecto la reunión de distintas imágenes que, en la búsqueda intencionada del testimonio, alcanzan su luz en sus palabras, alcanzan el sentido de aquella “zona imprevista” en la que se situaba el hundido de la historia. Así que la diferencia entre musulmán y testigo radica en las dos concepciones de aquel punto inquebrantable figurado como cuerpo; mientras que en el primero este queda como producto de la renuncia tanto de sus afecciones como de sus reacciones, el segundo tiene plena consciencia sobre el papel de su cuerpo y de las agresiones que este experimentó en la situación límite de su vivir. El cuerpo constituye la estructura definida por la que depende la experiencia del testigo y que, en el relato de ella y de lo indecible, cobra vida al hacerse visible, al exponer la disección de la vida misma para mostrar su verdadera estructura “liberada de las trabas y de las deformaciones de la cultura” (Agamben, Lo que queda de Auschwitz, 2000, pág. 96). Relación y producto de la escisión. La memoria tiene dos aspectos de los cuales el primero (legítimo) es útil, mientras que el segundo (biológico) no lo es. La memoria legítima da el paso a la valoración moral de los actos y, en esta medida, su relación entre recuerdo y acción se hace evidente; pero la memoria biológica, al ser un punto inquebrantable de recuerdos, es ella sola inútil respecto a la acción. Sin embargo, la acción de mayor importancia dentro de los relatos supervivientes necesita de este último para su despliegue, pues sin la consciencia de esta memoria, el cuerpo pierde su importancia estructural y se relega al mismo nivel de completa inutilidad en el que se encuentra el musulmán. La memoria que hemos denominado como legítima cobra importancia en tanto es el primer estadio de la vida que secunde a la experiencia de la situación límite, porque la desvalorización de su moralidad le permite a la consciencia del superviviente asumir la carga de testimoniar. Para esto, el nuevo sujeto se sirve del hombre eclipsado por la crueldad de su situación y alcanza a afirmar la angustia verdadera en su efectividad; afirma al dolor y a sus implicaciones (muerte que es no muerte, resentimientos, etc.) para preguntarse por un posible reparo, encuentra en la refutación radical de la vida la tan necesaria destrucción de los sentimientos metafísicos para conservar como imagen viviente a la experiencia misma. La memoria en tanto conjunto podrá comunicar lo incomunicable, podrá observar a la experiencia como el devenir de los distintos trazos de la situación límite, donde el movimiento no se reduce al pasado, sino que se despliega en la posibilidad de la vida misma. Es por esto que en el punto final de esta consideración el musulmán también adquiere palabra, adquiere voz en el testimonio consciente tanto de su olvido como de su vida ya fracturada, consciente tanto de su cuerpo como punto inquebrantable de recuerdos y del metro legislativo por el que se ha medido su propia vida. Este es el producto de la relación sabida en la memoria, aquel que nos permite observar a la dignidad como algo cerrado frente a lo que se puede renunciar en la formulación más extrema de la moral. Bibliografía Agamben, G. (2000). Lo que queda de Auschwitz. En G. Agamben, Lo que queda de Auschwitz (A. G. Cuspinera, Trad., págs. 13-40). Buenos Aires, Argentina: PRE-TEXTOS. Agamben, G. (2007). Primer capítulo. En G. Agamben, Infancia e historia. Ensayo sobre la destrucción de la experiencia (S. Mattoni, Trad., págs. 7-13). Buenos Aires, Argentina: Adriana Hidalgo Editora. 10