TESINA
CIENCIAS SOCIALES, DETERMINISMO Y MATERIALISMO HISTÓRICO.
CARLOS MIGUEL TOVAR SAMANEZ – CÓDIGO 16037091
¿Son las ciencias sociales capaces de formular leyes científicas para el acontecer humano? ¿Es verdad, como dice Popper, que la pretensión historicista de que la historia de la humanidad sigue una trama, y de que las ciencias sociales están en la capacidad de desentrañar esa urdimbre, solo es un típico error del siglo XIX? (Popper, 1994, p. 408) ¿Existen regularidades en el desenvolvimiento de las sociedades humanas, tales que podamos enunciarlas como “leyes”? ¿Son los grandes conjuntos sociales -como las naciones, clases, sociedades y civilizaciones- objetos empíricos susceptibles de estudiarse de la misma manera como la biología estudia animales o plantas?
La discusión sobre esta cuestión está delimitada por las posiciones extremas. Por un lado, el individualismo metodológico y el nominalismo ontológico; por otro, el determinismo mecánico. El propósito de este trabajo es mostrar que ambas posturas son unilaterales y que es posible formular una posición determinista que no anule el margen de libre movimiento de los individuos y que rescate un concepto superior de libertad.
INDIVIDUALISMO METODOLÓGICO
Popper, representante del llamado individualismo metodológico (Beltrán, 1991, p. 45), solo concede las ciencias sociales la capacidad de discernir “las repercusiones sociales inesperadas de las acciones humanas intencionales”. Por ejemplo: quien acude a comprar una casa en cierto barrio no desea elevar el precio de las viviendas en esa área, pero su aparición como comprador significa, desde ya, un impulso a la demanda y, en consecuencia, un estímulo para la elevación de los precios. Las ciencias sociales, según el filósofo austriaco, deben limitarse a enunciar lo que no podemos hacer, en lugar de pretender formular profecías históricas.
En este punto, sin embargo, Popper cae en una confusión, llevado, al parecer por un afán de establecer un paralelo entre estas predicciones de “lo indeseado”, por una parte, y el famoso modus tollens que el autor propone como procedimiento lógico de falsación.
Las teorías científicas no dejan nunca de ser, según Popper, conjeturas imposibles de ser verificadas fehacientemente. Lo único que puede hacerse es refutarlas, mediante el modus tollens. Si decimos que, dada una premisa, ocurrirá determinado hecho, y luego se constata que tal hecho no ocurre, decimos que la premisa ha sido refutada.
Pero eso es algo muy distinto de “predecir las consecuencias indeseadas” de nuestras acciones. No existe ninguna equivalencia entre ambas cosas. La razón es muy simple: si somos capaces de predecir las consecuencias indeseadas de nuestras acciones, entonces somos igualmente capaces de predecir consecuencias deseadas o deseables. Si podemos predecir que, comprando una casa, hacemos, sin desearlo, que suban los precios en el barrio, de la misma manera un vendedor de casas puede, mediante propaganda, hacer que acudan al barrio más compradores, obteniendo con ello la consecuencia deseada de que suban los precios. Otro ejemplo citado por Popper: “sin aumentar la productividad, no se puede elevar el salario real de la clase trabajadora”. El filósofo parece creer que, haciendo solamente predicciones “indeseadas”, se mantiene fiel a su posición falsacionista. Pero en este caso, como en el anterior, es perfectamente posible formular la predicción equivalente en términos “deseables”: “si aumentamos la productividad, será posible elevar los salarios reales de los trabajadores”. Es significativo, además, que Popper, al ver en este caso solo un lado de la moneda, ponga como ejemplo un enunciado que es un trajinado un lugar común del pensamiento pro empresarial.
Las predicciones “indeseadas” de Popper no tienen nada que ver con la falsación, puesto que esas mismas predicciones indeseadas, a su vez, pueden ser falsadas, de la misma manera como las predicciones “deseadas” también pueden serlo.
La crítica de Popper hacia el historicismo se vincula con otra postura, llamada nominalismo ontológico (Beltrán, 1991, p. 46), que rechaza reconocer la existencia de grandes sujetos colectivos (clases sociales, civilizaciones, etc.) porque esos llamados conjuntos sociales no pasan de ser meros postulados, ideas arraigadas en las teorías sociales populares o creencias del colectivismo ingenuo, pero carentes de sustento científico. Lo que cabe, según esta posición, es analizar los fenómenos sociales, incluso los colectivos, en función de los individuos y sus acciones y relaciones.
Esa objeción es recurrente, como hemos dicho, en el pensamiento ordinario, y resulta seductora a primera vista. En efecto, ¿cómo sería posible predecir la conducta de grandes grupos sociales si, como todos sabemos, los seres humanos tenemos libre albedrío? ¿Quién puede predecir lo que yo haré hoy o mañana, si soy un individuo pensante y puedo cambiar de opinión o de comportamiento en el momento en que me plazca y sin pedir permiso a nadie para ello? Salvo que viviéramos en una sociedad totalitaria, el comportamiento de las personas no obedece a leyes científicas, sino a su libérrima voluntad. En consecuencia, los procesos sociales son impredecibles, según este punto de vista.
Comte da una respuesta contundente al nominalismo ontológico cuando dice que “una sociedad no es más descomponible en individuos que lo es una superficie geométrica en líneas o una línea en puntos” (Beltrán, 1991, p. 45)
Por cierto, la postura de Popper no es tan extrema. El filósofo austriaco sí acepta que las ciencias sociales tienen la capacidad de predecir fenómenos y acontecimientos, aunque en una escala mucho menor que la que pretende el ‘historicismo’.
DETERMINISMO
Mario Bunge, por su parte, no niega a las ciencias sociales la capacidad de descubrir leyes científicas y hacer predicciones. Los problemas sociales son susceptibles de estudiarse de manera científica, mediante la formulación de hipótesis explícitas y la puesta a prueba de las mismas a través de la experiencia, todo ello de la misma manera que las ciencias naturales. “Más brevemente, la ciencia social es tan materialista y realista como la ciencia natural, aunque no es reducible a esta última”, dice este autor (Bunge, 2002a, p. 179). Una postura, como puede apreciarse, muy diferente a la de Popper.
En el polo opuesto al de Popper se encuentran pensadores como Otto Neurath, destacado miembro del Círculo de Viena. La postura de este filósofo, que él mismo califica como fisicalista, defiende decididamente la incorporación de las ciencias sociales a la ciencia unificada, “lo mismo que la biología, la química, la tecnología o la astronomía”. Según este autor, cualquier intento de separar las llamadas “ciencias del espíritu” de las “ciencias naturales” carece teóricamente de sentido. Más allá de este explícito respaldo a la validez epistemológica de las ciencias sociales, Neurath adhiere también al marxismo, al que considera, entre las escuelas sociológicas, aquella que contiene en más alto grado un sistema empírico capaz de formular leyes y predicciones. (Neurath, 1981).
Pero el fisicalismo de Neurath, concordante con el monismo metodológico (Wright, 1979, p. 23) de la “Concepción Heredada”, incurre en el error de pretender que los hechos sociales pueden ser descifrados con los mismos métodos de las ciencias naturales. Tal postura ignora que son los seres humanos quienes producen la historia, de manera que los acontecimientos pueden resultar incomprensibles si no se tiene en cuenta los objetivos e intenciones que esos actores se trazan como pautas de conducta (Wright, 1979, p. 44)
Una interpretación mecánica del determinismo marxista, por otra parte, se fundamenta en una formulación equívoca de Engels, quien, siguiendo en esto a Hegel, sostiene que “la libertad es la conciencia de la necesidad”. Dicha formulación es correcta para Hegel, puesto que este filósofo sostiene que la historia es el desenvolvimiento del espíritu absoluto. La libertad, en consecuencia, consiste en que el individuo abandone la arbitrariedad de su interés particular y asuma el interés universal (Rojas, 2016). Pero tal concepto de libertad implica un sometimiento del individuo a la teleología del espíritu absoluto.
Para el determinismo mecanicista, la realidad social se encuentra regida por leyes que son tan inexorables como, para el idealismo hegeliano, lo es el espíritu absoluto. Hace un traslado literal de la formulación de Hegel al mundo de la realidad material. La libertad, en consecuencia, no puede consistir más que en reconocer esas leyes y someterse al imperio de las mismas.
Otras interpretaciones mecánicas o ingenuas del determinismo suponen que, si decimos que la historia humana se desenvuelve según leyes científicas, tales reglas deberían explicar todos y cada uno de los actos de los individuos, desapareciendo, por tanto, cualquier margen de libertad.
Un ejemplo citado von Wright (1979, p. 46), quien, a su vez, lo toma de Dray y Gardiner, sirve para graficar esa pretensión. Se dice que Luis XIV murió en olor de impopularidad por seguir una política lesiva a los intereses nacionales. Ahora bien, ¿puede decirse que este hecho obedece a una ley implícita? ¿Existe una ley que establezca que todos gobernantes que siguen una política …, etc., etc., llegan a ser impopulares? Para nosotros es obvio que tal ley no existe. Las leyes de la historia rigen sobre acontecimientos de carácter mucho más general. Sobre el caso en cuestión, sí podemos decir, por ejemplo, que Luis XIV, Luis XV o Luis XVI, igual que los reyes de Inglaterra o de cualquier otro país bajo el régimen monárquico, llegarán, en cierto momento de la historia, a ser impopulares, en la medida en que el desarrollo de las fuerzas productivas de un creciente capitalismo se vea obstaculizado por las relaciones de producción de la sociedad feudal o estamental. Son esas fuerzas de la historia, y no tal o cual política adoptada por tal o cual gobernante, las que pueden explicar la impopularidad de las monarquías.
Que Luis XIV siguiera una política lesiva a los intereses franceses, que María Antonieta recomendara frívolamente al pueblo comer tortas a falta de pan, o que los monarcas franceses negociaran con el trigo abusando de un mercantilismo descarado, resultan hechos menores, aunque muy ilustrativos, dentro de un panorama determinista mucho más amplio.
Hechas estas aclaraciones, cabe preguntarse qué margen de acción queda reservado a la iniciativa de los seres humanos, de los grupos de individuos o de las clases sociales dentro del marco de las leyes generales de la historia.
ALBOROTANDO EL GALLINERO
Una primera respuesta a la cuestión consiste, como dice von Wright, en la diferencia entre microdeterminismo y macrodeterminismo (1979, p. 187). Este último consiste en predecir el resultado en un proceso en el que interviene buen número de elementos, cuyo comportamiento individual es, por el contrario, difícilmente predecible.
Tal cosa ocurre, por ejemplo, con los gases, constituidos, como bien sabemos, por moléculas que se mueven y entrechocan en un verdadero “caos”. Sin embargo, el comportamiento del gas conformado por el conjunto de dichas moléculas, es perfectamente predecible por las leyes de la termodinámica.
Pasemos del mundo de las moléculas al de los seres vivos. En un gallinero, las aves deambulan llevadas por su propia iniciativa (hablamos de un corral de gallinas tradicional, no de un de esas granjas actuales donde los animales están confinados sin casi poder moverse). Cuando tienen hambre, se acercan al comedero para saciarla. Cuando llega la noche, van “libremente” al dormidero. Por último, se aparean con el gallo sin necesidad de recibir para ello una orden del granjero. Este último no necesita coger a ninguna gallina del cogote para forzarla a comer, como es obvio. Tampoco vemos a las gallinas estrellarse desesperadas contra la malla de alambre, tratando de escapar, porque son animales domésticos, habituados a vivir en esas condiciones de cautiverio. Aceptan que, cuando ponen huevos, el grajero retire sistemáticamente esa “plusvalía”, sin darles nada a cambio. Todo eso es parte de la costumbre. Si las gallinas pudieran hablar, nos dirían, probablemente, que son felices, en esas condiciones.
En el gallinero es posible, como vemos, que las gallinas se muevan libremente, pero dentro de ciertos límites y bajo ciertas condiciones, que están establecidas de antemano y contra las cuales ellas no desean –ni tampoco pueden– rebelarse.
Un chiste relata que un granjero reúne a los animales para preguntarles cómo quieren ser cocinados: al horno, a la brasa, a la sartén, a la olla, etc. Una gallina levanta tímidamente la mano y dice “no queremos ser cocinados”, a lo que el granjero responde “eso no está en debate”.
Dentro del corral, las gallinas actúan, como hemos dicho, libremente, de manera que no es posible predecir el recorrido de cada una de ellas. Podríamos decir que las conductas individuales de las aves encajan en lo que se conoce como sistema caótico (Smith, 2007).
A despecho de ese caos, sin embargo, el granjero puede observar, estudiar y manejar una serie de regularidades. Puede saber cuántos huevos ponen las gallinas cada día, cuántos pollos nacen cada mes, cuánto alimento consumen las aves, qué alimentos producen mejores resultados en la productividad, etc. De todas esas regularidades obtiene resultados confiables que le permiten manejar la granja.
Queda bastante claro, entonces, que el “libre albedrío” de las gallinas, es decir, su microdeterminación, es impredecible, pero que ello no obsta para que existan regularidades en la macrodeterminación.
Con esta separación de los ámbitos micro y macro, hemos despejado, entonces, la aparente incompatibilidad que algunos creen encontrar entre el determinismo y el libre albedrío, y hemos asignado a cada uno de estos un terreno propio donde desenvolverse.
De la misma manera que las gallinas, nosotros (aunque la comparación pueda ser incómoda para muchos) venimos a este mundo dentro de condiciones establecidas de antemano, condiciones a las cuales, muchas veces, estamos tan acostumbrados que se tornan “invisibles” para nuestra conciencia. Las aceptamos, normalmente, como aceptamos la ley de la gravedad.
Aceptamos, por ejemplo, que vinimos al mundo sin ser propietarios de tierras o de fábricas, motivo por el cual tenemos que vender nuestra fuerza de trabajo, en una actividad más o menos rutinaria, para subsistir. Aceptamos que otros son propietarios de grandes industrias o de bancos, sin preguntar cómo y por qué llegaron a serlo. Esas son las determinaciones de clase social. Nunca nos daríamos cuenta, si no nos lo explicaran, de que nuestro salario solo retribuye una parte de nuestro esfuerzo, dejando un remanente, una plusvalía, en manos del empresario, tal como las gallinas ceden dócilmente la plusvalía de los huevos al granjero. Si tenemos hambre, vamos a un supermercado y cogemos un pan o una fruta para saciarla, pero, luego de hacerlo, sabemos que estamos obligados a pagar nuestro consumo, porque así lo establecen las leyes que protegen la propiedad del empresario dueño del supermercado.
Pero el sistema capitalista (a diferencia del esclavismo, en el que existen cosas tan visibles como una cadena o un látigo para recordarle al oprimido su condición) está organizado de manera que podemos deambular “libremente” dentro de él –como las gallinas en el gallinero– y acudir “por nuestra propia voluntad” al centro de trabajo en el cual nos va a ser extraída la plusvalía. Esas son las condiciones determinadas dentro de las cuales nos podemos desenvolver.
Que no se utilice el látigo para obligarnos a comportarnos de determinada manera no significa, como vemos, que seamos “totalmente libres”. En el gallinero, como vimos, tampoco de da de latigazos a las aves. Pero las técnicas modernas de crianza incluyen, como se sabe, argucias tales como encender las luces del corral durante la noche, para que los pollos se despierten y coman más, engordando así más rápido.
¿No existen acaso, en la sociedad moderna, estímulos equivalentes a esas luces del gallinero? Las pantallas de televisión, con sus tandas de anuncios comerciales, o los letreros luminosos de los establecimientos de comida chatarra, que nos convocan a altas horas de la noche, son solo una parte de la andanada de estímulos que diariamente recibimos para comportarnos de determinada manera.
PLANCK, EL LIBRE ALBEDRÍO Y ALGUNOS DUENDES
Hemos asignado al determinismo, por una parte, y al libre albedrío, por otra, terrenos propios donde cada uno puede desenvolverse. Pero esta solución, con ser razonable, tiene la debilidad de ser provisoria. La ciencia, como sabemos, avanza constantemente en el conocimiento de la realidad, haciendo acopio de nuevas regularidades descubiertas. Ello significa que el determinismo es un expansionista contumaz, y no se conforma con permanecer dentro de los linderos del terreno que le venimos de asignar. Tarde o temprano, entonces, el determinismo podría chocar con los linderos del libre albedrío, poniendo en cuestión el dominio de este último, y tratando de hacerlo retroceder.
Laplace tuvo la agudeza de imaginar el final extremo de ese avance, con la figura de un demonio (duende, diríamos mejor) infinitamente sagaz, capaz de conocer las condiciones en las que interactúan todos y cada uno de los elementos del universo, y de hacer cálculos exactos sobre esas interacciones. Ese ser sobrenatural sería, hipotéticamente, competente para predecir el comportamiento de todas y cada una de las cosas del universo, incluidos, por supuesto, todos y cada uno de los seres humanos (Smith, 2007). ¿Habría muerto, en ese momento, el libre albedrío?
Pero el duende de Laplace no es algo puramente imaginario, en el sentido de que el experimento mental de imaginar su existencia sirve para poner en evidencia que, en realidad, todos y cada uno de los elementos del universo están, de hecho, sometidos a interacciones que producen determinados resultados. El caos, en realidad, se presenta como tal ante nosotros por el simple hecho de que nuestro conocimiento de la realidad es limitado. Carecemos de los datos de todas las cosas y tampoco tenemos la capacidad de procesar inimaginables magnitudes de información. ¿El caos, entonces, sería solo una apariencia?
Es aquí donde interviene Max Planck (1941). Toda conducta humana, se pregunta este autor, ¿debe ser atribuida a circunstancias determinantes, sin dejar lugar a una acción espontánea de la voluntad del individuo? Si dispusiéramos, como el duende de Laplace, de un completo y detallado conocimiento de todos esos factores, ¿seríamos entonces capaces de predecir con certeza cómo actuará cada individuo, aun en posesión de su “libertad individual”, en cada momento?
Para Planck, la dirección en la que las ciencias humanas (como la psicología y la historia) se desarrollan, proporciona fundamento suficiente para responder afirmativamente a la mencionada cuestión (1941, p. 72). Negar el postulado del determinismo total es, para Planck, incompatible con los principios en que se basa la ciencia. Todo el problema yace, entonces, en la imperfección o la insuficiencia de nuestro conocimiento.
Pero habría que hacer una salvedad respecto del argumento de Planck. Es cierto que toda conducta humana obedece a determinados factores que han actuado sobre la persona, pero esos factores determinantes son de dos clases. La primera clase es la de aquellos que presentan regularidades, las cuales son estudiadas por la ciencia y luego enunciadas como leyes. La segunda clase es la de aquellos factores que no presentan regularidades, sino un comportamiento caótico o estocástico. Caso típico de sistema caótico es el del clima, por ejemplo. Los sistemas caóticos, si bien son deterministas, son también inestables y sensitivos, y esto último quiere decir que la incertidumbre crece luego de producirse cada evento, como ocurre con el llamado “efecto mariposa” (Smith, 2007).
Valga la observación anterior para recalcar que, en la materia de estudio de las ciencias sociales, los determinismos macroscópicos presentan regularidades suficientes para que la ciencia formule leyes y predicciones, en tanto que los determinismos microscópicos (como son los que rigen el comportamiento de los individuos) son más bien caóticos. Las conductas individuales, por consiguiente, dejan un margen más amplio para las decisiones en función del libre albedrío. La microdeterminación es, entonces, perfectamente compatible con el libre albedrío.
Si alguien pretendiera deducir -partiendo del microdeterminismo- que la libertad humana es tan solo una apariencia producida por los defectos de nuestra propia comprensión, estaría, según Planck, completamente equivocado. Tal error, dice el autor, es comparable al de pretender que, si un corredor es incapaz de alcanzar su propia sombra, ello se debe a su falta de velocidad.
Vamos a elaborar una explicación de esta defensa que Planck hace del libre albedrío. Volvamos, para ello, al duende de Laplace. En un momento dado, ese ser superinteligente posee plena conciencia de todos los factores determinantes que han intervenido sobre su propia persona para ocasionar que realice, en ese preciso momento, cierto acto (por ejemplo, coger un lapicero). ¿Qué hace en tal caso el duende de Laplace? ¿Se limita a obedecer el mandato de las fuerzas determinantes que han actuado sobre él, y coge el lapicero? Si lo hiciere, dejaría de ser tan inteligente como suponemos. Llegado ese momento, y estando en posesión de toda la información posible sobre su persona, el duende es completamente libre de decidir si coge o no el lapicero. La completa información que posee sobre las determinaciones es, precisamente, la base más sólida para su libre albedrío. Así como conoce las causas que lo han llevado hasta la circunstancia en que se encuentra, conoce también que, si coge el lapicero, ello tendrá tales y cuales consecuencias y, si no lo coge, las consecuencias serán otras. Está en la mejor condición que pueda desearse para ejercitar el libre albedrío: el conocimiento total. Decidirá más libremente que ningún otro ser, porque conocerá las causas y las consecuencias de todo.
Todos nosotros, los seres humanos, en cada circunstancia de nuestra vida, tenemos la facultad de decidir, de acuerdo a la información a nuestro alcance, nuestros actos, haciendo uso del libre albedrío. El conocimiento de las determinaciones, lejos de hacernos esclavos de las mismas, nos da la posibilidad de ser más libres, y de liberarnos, incluso, de esas mismas determinaciones. En ese sentido podemos afirmar, mejorando el enunciado de Engels, que “nuestra libertad comienza con la conciencia de la necesidad”.
Un individuo que ejerce su derecho de voto, por ejemplo, es más libre al hacerlo cuanto mejor informado esté sobre las alternativas que se le ofrecen. Un pueblo que vota sumido en la ignorancia no es verdaderamente libre, y es fácilmente manipulable por el engaño. Cuán cierto resulta, a la luz de estas disquisiciones, el adagio de que solo la verdad nos hará libres.
Hace bien Planck, entonces, cuando afirma que el concepto kantiano del Imperativo Categórico es la norma de nuestra conducta en la vida. Somos responsables de nuestras decisiones, y más responsables cuanto más informados estamos. Pero nos vemos obligados a discrepar de Planck cuando afirma que, puestos en esa circunstancia, los seres humanos debemos dejar lugar a la creencia religiosa (1941, p. 80), aunque con la salvedad de que “no cometa el error de oponer sus propios dogmas a la ley fundamental sobre la que la investigación científica está basada”.
Nosotros pensamos que es posible fundar la ética de nuestros actos sobre la base de finalidades propias de la existencia humana, sin recurrir para ello a imaginar que exista un Dios que nos imponga dichos fines. Fuera de los confines de la ciencia se encuentra, como dice Popper, el amplio territorio de lo desconocido. Pero ante nuestra ignorancia de lo que exista más allá, resulta para nosotros más sensata la actitud agnóstica que la dogmática. En todo caso, este dilema se sitúa ya fuera de los linderos del tema que nos ocupa.
PAPEL DEL INDIVIDUO E LA HISTORIA
Podríamos preguntarnos ahora si los actos individuales, así como pertenecen a sistemas caóticos y no se rigen por la regularidad de las determinaciones macroscópicas, son igualmente insignificantes para influir en el resultado de los procesos sociales de gran escala. En otras palabras, ¿cuál es el papel del individuo en la historia? ¿Están las fuerzas que mueven la historia fuera de nuestro alcance, y solamente podemos, con nuestras decisiones, influir en nuestro destino individual, pero no en el de la sociedad en su conjunto?
El ejemplo del “efecto mariposa” (Smith, 2007, pág. 2), donde el eventual aleteo del insecto puede producir una cadena de desenlaces de alcance mundial, parece indicarnos que nuestras acciones individuales pueden tener gran influencia en la sociedad. Pero el efecto mariposa está regido, precisamente, por el azar, de manera que no nos es dado producirlo a voluntad para provocar cambios sociales.
Podemos, más bien, recurrir a otro duende o demonio para ilustrarnos sobre la capacidad que los individuos podemos tener para influir en los acontecimientos sociales. Clerk Maxwell imaginó un diminuto ser que, dentro de un recipiente de gas, vigila las moléculas (que se encuentran, como sabemos, en continuo movimiento) para dejar pasar a otra cámara, por una compuerta, solamente aquellas de alta velocidad. De esta manera, el duende lograr mantener el diferencial de temperatura entre las dos cámaras, y parece contrarrestar, así, la segunda ley de la termodinámica, la misma que establece que la temperatura tiende espontáneamente a disminuir (Wiener, 1958, pág. 28).
No aludimos aquí al duende de Maxwell porque nos interesen sus efectos en la ciencia de la física, sino como una metáfora de los efectos que ciertos individuos pueden lograr, con sus acciones, en el conjunto se la sociedad. Nos referimos a los líderes, los maestros, los sabios, los emprendedores, los organizadores y, en general, todos aquellos cuya actividad persistente puede ocasionar que, como las moléculas del gas, cantidades significativas de seres humanos se movilicen en determinadas direcciones y con determinados propósitos. Sirva este ejemplo para mostrar que, si bien el microdeterminismo deja margen a nuestro libre albedrío, eso no significa que nuestros actos individuales sean siempre insignificantes para el conjunto de la sociedad.
MATERIALISMO HISTÓRICO
La finalidad fundamental que Marx y Engels persiguieron en sus trabajos fue, precisamente, desentrañar las leyes científicas que rigen el desenvolvimiento de las formaciones sociales de la humanidad. Descubrir esos límites condicionantes dentro de los cuales venimos al mundo y que, por estar previamente establecidos, y por la fuerza de la costumbre, se hacen “invisibles” para nuestra conciencia.
Pero ese determinismo marxista, lejos de menoscabar la libertad de los seres humanos es, por el contrario, una clave para alcanzar la verdadera libertad. En eso sí nos diferenciamos de las gallinas: somos capaces de entender por qué y cómo se han creado las condiciones sociales que nos oprimen, y de rebelarnos contra ellas, cuando comprendemos que es necesario hacerlo.
En Pollitos en fuga (Chiken Run, 2000), película de animación, las aves protagonizan una rebelión exitosa contra los granjeros cuando se enteran de que éstos planean degollarlas.
En El Capital, Marx hace una cita de Descartes que, paradójicamente, parece apartarse de las posturas especulativas de este filósofo, y más bien ilustra con suma eficacia el ánimo científico que impulsa al materialismo histórico:
Cabe (mediante el método introducido por él, por Descartes, en la filosofía) llegar a conocimientos muy útiles para la vida y, en lugar de aquella filosofía especulativa que se enseña en las escuelas, descubrir una aplicación práctica de estos conocimientos mediante la cual -conociendo las fuerzas y los efectos del fuego, del agua, del aire, de los astros y de todos los demás cuerpos que nos rodean, con la misma precisión que las diferentes industrias de nuestros artesanos- podríamos convertirnos en maestros y dueños de la naturaleza, y contribuir al perfeccionamiento de la vida humana (Marx C. , 1972, p. 120).
Es así como queda situada la doctrina de Marx y Engels en el contexto de las diferentes posturas epistemológicas formuladas en las ciencias sociales. Para mayor abundamiento, citaremos a Boaventura de Sousa, quien define al MH como una teoría según la cual “las sociedades evolucionan, necesaria y determinísticamente a lo largo de varias fases, según leyes que sumariamente pueden ser formuladas…” (Santos, 1998). Por su parte, el historiador marxista Eric Hobsbawn, al prologar una edición del texto Formaciones económicas precapitalistas de Marx, dice lo siguiente:
Marx se preocupa aquí, y en el Prólogo a la Crítica
Se refiere al famoso prólogo de Contribución a la Crítica de la Economía política. , de establecer el mecanismo general de todo cambio social: la formación de las relaciones sociales de producción que corresponden a un estadio definido del desarrollo de las fuerzas materiales de producción; el desarrollo recurrente de conflictos entre las fuerzas y las relaciones de producción; las “épocas de revolución social” en que las relaciones vuelven a ajustarse al nivel de las fuerzas (Hobsbawm, 1987).
Si, como pretende Marx, podemos desentrañar las fuerzas y las leyes que gobiernan los acontecimientos sociales de la misma manera en que conocemos las fuerzas del fuego, del agua, etc., entonces seremos igualmente capaces de convertirnos en dueños de la historia humana, es decir, de nuestra propia historia. Dejaremos de ser objetos movidos por causas desconocidas y seremos, por primera vez, sujetos de nuestro destino. En otras palabras, habremos conquistado nuestra libertad.
BIBLIOGRAFÍA
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