EL SECRETO
de la
ISLA TORTUGA
Pablo Mieres
Los fenómenos de la vida pueden semejarse a un sueño, un
fantasma, una sombra, el reluciente rocío, o el brillante
relámpago; y así deben ser contemplados.
El Buda, en El Sutra Inmutable.
1
La lluvia caía a raudales, maciza, a través de las últimas
luces de la tarde. Era fines de agosto. Los susurros se
fundían con el clamor de la tormenta en la soledad de la
habitación. Pedía por la salud y bienestar del recién llegado.
Hacía tres días que yacía inconsciente y no daba signos de
mejoría. Mi rosario perfumaba el ambiente con ruegos
acompasados. Siempre adoré aquella alquimia capaz de
transformar las horas en plegarias.
El nuevo internado no era como el resto de los pacientes.
Había algo especial en sus facciones y en su cuerpo. A pesar
de estar tendido quieto y en silencio la vida parecía cantar a
su alrededor. Una luz radiante envolvía sus delirios febriles y
sábanas empapadas. Algo sublime y a la vez tierno e
inocente. Al verlo recostado en el pabellón de Cuidados
Intensivos se despertó en mí una compasión hasta entonces
desconocida. La sala estaba repleta de internados. La dulce
presencia del joven quedó sepultada en el duro caos.
Durante aquella semana feroces tormentas arremetieron
contra todo el centro Pacífico de Costa Rica y el hospital no
daba a vasto. Decenas de marinos, pobladores y campesinos
de los alrededores de Punta Arenas fueron arrastrados por
los vientos y masas de barro de las montañas. Varias naves
de pescadores y comerciantes se habían estrellado contra las
rocas y playas. Los ríos periféricos desbordaron destruyendo
todo a su paso como criaturas salvajes. Viviendas, corrales y
puentes quedaron deshechos. Mujeres, hombres y niños
desaparecieron.
Hasta el día de mi ingreso como enfermera voluntaria
jamás había visto a alguien morir. Durante las primeras
semanas presencié cirugías enmarcadas en lamentos y
gemidos. Pensaba que ya lo había visto todo; pero entonces
llegó la tormenta. Los cuerpos hinchados de los ahogados y
otros mutilados me obligaron a poner de lado la cobardía y
repugnancia. El del treinta y seis fue, sin duda, uno de los
peores temporales hasta entonces.
En esas circunstancias, con el delantal manchado con
sangre y llevando vendajes a la Sala de Emergencias, mis
ojos dieron con él. El llamado de la madre superiora me
despertó del trance. Distinguí su mueca feroz en el corredor:
“¡Rápido hermana Teresa –ordenó nuevamente- las
vendas!”. Me obligué a continuar. Momentos más tarde me
extravié nuevamente en el remolino de urgencias y gritos.
Aquella misma tarde, sumida entre plegarias, la lluvia
inundaba el callejón del monasterio frente a mi ventana. Así
como tantos barcos, mi mente vagaba a la deriva
encallando una y otra vez en un mismo pensamiento: rogar
por aquel hombre.
2
El cuarto día de internación lo encontré recostado con la
vista perdida en las grietas del cieloraso. La luz de la
mañana cubría sus facciones pálidas y debilitadas. Detrás de
los párpados cansados sus ojos observaban la atmósfera con
deleite.
Durante la estación de lluvias el Señor nos bendice con
algunas horas de sol cada mañana. Aquel día el aire parecía
rejuvenecido y los daños infringidos por la tormenta
comenzaron a sanar lentamente. La gente del pueblo
deambulaba por las calles entre despojos reparando los
destrozos y desbloqueando caminos y veredas. De eso
mismo nos ocupamos las hermanas en el pabellón. En
abnegado silencio limpiamos exhaustivamente el desorden
del día anterior.
En varias ocasiones me detuve frente a su cama con
disimulo. Nadie sabía nada de él. Ni quien era, ni su
procedencia. Su presencia un misterio para todos. Lo único
que supimos fue que un grupo de marineros lo había
abandonado envuelto con sábanas viejas en la puerta del
hospital. El médico de guardia notó movimientos extraños
pero solo alcanzó a ver tres figuras fugándose en la
oscuridad. Sus pies tropezaron con el cuerpo inconsciente.
Según dijo presentaba una infección en muy mal estado
cuyas ramificaciones ascendían hasta la rodilla. En
cualquier otra circunstancia su caso habría sido atendido a
la brevedad, pero los pasillos estaban hacinados. Tanto los
médicos como nosotras, las enfermeras, carecimos de
m e d i o s p a r a at e n d e r a t o d o s c o n e l c u i d a d o
correspondiente. Fue medicado con calmantes para resistir
los intensos dolores en la pierna.
Y allí estaba, con la mirada perdida en las alturas. Al
advertir mi presencia inclinó la cabeza ligeramente. Sus
labios estaban resecos y sus ojos cansados.
- Disculpe, señorita – susurró en español con un acento
curioso -. ¿Sería tan amable de darme un vaso con agua?
Por unos instantes no pude mover ni un solo dedo.
Permanecí quieta como una roca.
- ¿Habla español, enfermera? – insistió-. Según tengo
entendido aquí también se habla español.
- Si, señor.
- Bien, eso facilitará las cosas. Sería tan amable de...
- ¡El agua! – exclamé volviendo a la realidad.
Corrí a través de la sala en busca de una jarra y un vaso.
Volví y con cuidado lo ayudé a beber. Su cabello húmedo se
escurrió entre mis dedos. Tras vaciar dos veces el vaso
apoyó su cabeza sobre la almohada.
- ¿Mejor, señor? – pregunté pero ya se había dormido.
Acomodé su bata y estiré el cobijo. Escurrí con fuerza el
paño que reposaba sobre su frente y lo cargué con agua
fresca.
No volvió a despertar hasta bien entrada la tarde.
3
-¿Señorita? – oí una voz llamar.
Era él. Lucía mucho mejor que a la mañana y su voz
mostraba una vitalidad sorprendente. Yo, por mi parte,
estaba devastada por una larga jornada de cuidados
médicos.
- Acérquese, por favor –insistió. Su acento era sin duda
extranjero aunque no supe distinguir su procedencia. Sentía
la curiosidad devorarme por dentro pero respondí a su
llamado aparentando torpemente no estar al tanto de su
presencia.
- ¿En qué puedo servirle, señor?
- Debo comunicarme con las autoridades del puerto de la
Ciudad de Panamá. Mi tripulación ha de ser informada a la
brevedad de lo sucedido.
- Me temo que eso será imposible, señor. Las líneas del
telégrafo han sido cortadas por la tormenta. El pueblo está
destrozado y los puentes y caminos inutilizados.
- ¿Qué me dice de palomas mensajeras? – comentó
resignado.
- Nada, señor, lo siento mucho. A las autoridades les
tomará por lo menos de tres a cuatro semanas reanudar los
servicios postales. Estamos aislados.
- ¿Y mi familia? ¿Qué hay de mi familia? –gimió
retorciéndose de dolor -. Habrán de enterarse algún día de
lo sucedido ¿No le parece?
- No hable así, señor. Todo se solucionará.
Con los ojos llenos de pena intentaba decir algo y no
podía.
- Voy a morir, ¿verdad? - preguntó conteniendo el temor a
lo inevitable.
Nunca en mi vida desee tanto recurrir a la mentira y
eludir las conclusiones de los médicos. Lo cierto era que en
los cuatro días que llevaba en el hospital debido al exceso de
pacientes de gravedad, su caso quedó relegado. Al
retomarlo los especialistas notaron que la infección era
mucho más grave de lo que habían creído, extendiéndose
por el organismo en forma irreparable. La amputación
tampoco era una alternativa. Le habían dado tan sólo unos
pocos días de vida.
Decidí morderme la lengua y responder lo acostumbrado
en estos casos.
- Su herida luce bastante mal. Es por eso que necesitará de
todas sus fuerzas para lograr mejorías. Ahora descanse y
colabore. Sepa que los médicos hacen lo mejor por usted.
Le traeré agua fresca y un paño frío para su frente.
Antes de continuar mi camino su mano sujetó la mía con
firmeza. Me arrastró a su lado. Con cuidado me senté sobre
la litera.
- Acabo de soñar con usted – dijo con su mirada fija-.
Estaba en un desierto, solo, y moría de sed. Mis piernas se
arrastraban flaqueando médanos interminables. Los rayos
del sol mordían mi piel y nadie respondía a mis llamados.
Al final caí. Intenté avanzar a rastras hasta que mis fuerzas
se extinguieron por completo. Supe que moriría y estaba
solo. Me entregué al desierto. Para mi sorpresa noté una
brisa fresca acariciar mi piel ampollada. Levanté la mirada
penosamente y allí la vi, señorita, de pie, bajo una sombra
fresca. A su lado había un pozo de agua. Se acercó y
refrescando mi rostro sació mi sed – entonces se detuvo
unos instantes antes de continuar. Aquel lapso supo a
eternidad-. Usted me ha salvado -concluyó.
Su mano seguía prendida a la mía. Con gentileza la solté.
- Yo sólo hice mi trabajo, señor, nada más. Ahora descanse
que de lo contrario la fiebre subirá y con ella volverán las
pesadillas. Según tengo entendido mañana será transferido
a la Sala de Reposo. Allí estará más tranquilo y habrá
menos hacinamiento.
Giré y huí cobardemente. Mientras me alejaba le escuché
reiterar en voz baja: “Usted me ha salvado”.
4
Por la noche, al acostarme, aquellas palabras flotaron en
mi cabeza como peces en un estanque. Iban y venían
observándome en silencio. Quise espantarlas de mil
maneras pero no resultó.
El calor no me dejaba dormir. Giré y giré sobre las
sábanas buscando conciliar el sueño pero tampoco fue
posible.
No sabía que me sucedía. Nunca nadie me había hablado
de ese modo. Sentía una mezcla de alegría y orgullo al
saber que alguien se sintiera salvado gracias a mi ayuda. Por
no pecar de soberbia intenté ignorar aquellas tontas
ocurrencias.
El desconocido soñó conmigo y vio en mí a su salvadora.
Sin lugar a dudas todo era producto de los delirios febriles
de su condición. Imágenes borrosas que surgieron al verme
saciar su sed en el pabellón de internados. El misterio y la
certeza, la humildad y el orgullo, el corazón y la mente.
Una batalla se liberó en mi alma agitada aquella noche.
Fantasmas desconocidos rondaron mi habitación como
sonámbulos.
5
Por la mañana acompañé a la madre superiora a la
proveduría del centro. Era necesario reforzar los almacenes
del hospital.
Por entonces Punta Arenas contaba con una calle
principal y otras pocas secundarias. La vida giraba
alrededor del puerto. Modestas construcciones de madera y
barro pintadas toscamente con cal conformaban el poblado.
Las calles de tierra estaban corroídas por las lluvias y el
paso de carretas las hicieron casi intransitables. En muchas
ocasiones mis botas quedaban estancadas en el fango
obligándome a mantener equilibrio para volver a calzar el
pie. No fue nada fácil pero el ímpetu de la madre superiora
y la buena voluntad de algunos pobladores facilitaron las
cosas.
Hacia el mediodía unos nubarrones oscurecieron el pueblo
amenazando con llover. Tan rápido como pudimos
cargamos los últimos víveres sobre el carruaje y volvimos al
hospital.
Junto a varias hermanas preparamos el almuerzo. El menú
incluía sopa de verduras y una pequeña ración de Gallo
Pinto. Nos dispersamos por los pasillos en grupos de a dos
para servir la comida. Con una de las hermanas más
queridas nos escabullimos a la Sala de Reposo. Allí los
ventanales eran amplios y corría más aire. Sentí un inmenso
alivio al saber que de ahora en más allí descansaría el nuevo
paciente.
Al ingresar con el carrito humeante, ansiosa paseé la
mirada hasta hallarlo. El extraño fuente de mis insomnios se
encontraba a mi derecha, descansando. Estaba inclinado
hacia un paciente vecino. Un anciano con la cara de casi un
siglo le sonreía desdentado. Tomados de las manos
formaban un puente entre las camas. Hablaban en susurros
y reían. Continué con mis labores dejándolo a él para el
final.
Pasado un rato vi al anciano apaciblemente dormido y me
acerqué.
- Buen día – saludé sirviéndole la comida- ¿Cómo se
encuentra hoy?
- Bastante mejor, gracias. Pero me temo que nuestro amigo
no tanto.
- Ha de estar cansado el buen hombre –comenté.
- Dudo que sienta cansancio. Es más, dudo que sienta
nada en absoluto. Don Cristóbal ha muerto, señorita.
Sin perder un instante corrí a la cama de al lado y le tomé
el pulso al anciano. Desesperada no encontré signos vitales.
Me di vuelta y corrí a llamar a los doctores. El doctor de
guardia y varias voluntarias acudieron a la brevedad, pero
ya era demasiado tarde. Había muerto minutos antes. La
hueste de doctores y enfer meras se llevaron al
desafortunado en lenta procesión.
- ¿Cómo se llama, señorita?
La voz me tomó por sorpresa. La actitud del desconocido
me resultó algo extraña.
- ¿Cómo es que no me avisó a mí ni a nadie sobre la
condición del anciano?
- Porque él me lo pidió. Y su nombre es don Cristóbal.
- En todo caso era don Cristóbal –respondí algo enfadada-,
y tal vez habría podido ser don Cristóbal un tiempo más si
nos hubiera dado la oportunidad ¿Usted sugiere que él le
pidió el no pedir ayuda?
- Precisamente –respondió con una sonrisa afable. Su gesto
carecía de sorna.
- ¿Usted lo conocía? –Pregunté al fin- . Al iniciar la ronda
del almuerzo noté que conversaban como viejos amigos.
- Lo conocí ésta mañana. Era un buen paisano. Había
trabajado toda su vida “como un asno de carga”, según sus
palabras. Lo que más deseaba en el mundo era descansar.
Sabía que la siguiente vez en dormirse no volvería a abrir
los ojos. Me pidió que lo tomara de la mano, y así lo hice
¡Que ligera estaba, Santo Cielo!
- ¿Y hablaron hasta que se durmió?
- Así es. Comentábamos lo bellos que son sus ojos,
señorita. Estaba convencido que el hospital es la antesala al
cielo. Para no romper sus ilusiones le respondí que ustedes,
las hermanas, son ángeles que nos cuidan y conducen hasta
las manos de Dios.
Al escucharlo decir aquello me apenó el haberle hablado
con enojo.
-Ahora dígame su nombre –concluyó al fin-. Ya han
pasado varios días y sigo sin saberlo. Tampoco nadie ha
tenido delicadeza de preguntar el mío.
- Puede llamarme hermana Teresa.
- ¿Ése es su nombre?
- Ése es mi segundo nombre. Aquí los nombres son largos.
Podría decirse que cargan con toda la línea genealógica de
la familia. En verdad comienza con María, pero al haber
tantas hermanas Marías decidieron llamarme por el
segundo.
- Muy bien. Hermana Teresa entonces – aplaudió lleno de
entusiasmo pero un gesto de dolor le cortó el festejo- . Al
recuperar el aliento continuó - ¿Sería usted mi confesora?
- No puedo. Para eso están los sacerdotes.
- Los sacerdotes no tienen su sonrisa. Además siento por
usted gran estima. No digo cariño para no asustarla. Antes
de seguir el camino de don Cristóbal es preciso hablarle de
ciertas cosas. Usted es mi salvadora, escuche mis palabras y diciendo esto su rostro dibujó una sonrisa burlona-. No le
negaría la última voluntad a un pobre moribundo, ¿verdad?
- Es usted un verdadero manipulador –respondí
sorprendida-. No puede pedirme semejante favor.
Su cara seguía inmutable, sonriente, seguro de lo que
hacía. Mi deber dictaba rechazar rotundamente semejante
pedido pero una fuerza ajena a mí pedía lo contrario.
Entonces susurré:
- De acuerdo. Mañana a la hora de la siesta, cuando todos
duerman, vendré a escuchar su confesión.
Me retiré con el carrito del almuerzo. “¡Adiós mariposa!”,
exclamó mientras doblaba por el pasillo. No pude evitar
sonreír.
6
-Antes de iniciar la confesión sería apropiado que sepa mi
nombre – comentó mientras se incorporaba sobre el
respaldo de la cama.
Eran casi las dos de la tarde y no había personal médico
en el pabellón. A lo largo de toda la mañana ambos
habíamos guardado un silencio cómplice. Yo iba y venía
ocupada con los quehaceres de enfermería esperando con
ansiedad la hora acordada.
Hacia el mediodía el sol se retiró tras los acostumbrados
nubarrones de lluvia. Los truenos descendían por la
cordillera al encuentro de los cálidos aires del Pacífico.
Debajo de aquel cielo plomizo, en el pabellón silencioso,
nos encontramos a cumplir con lo pactado.
- ¿Quiere saber mi nombre? –comentó al verme cerca.
- Lamento no habérselo preguntado antes. Me siento
terriblemente culpable.
- No lo haga. La culpa es el peor de los pecados. Me llamo
Giosafat, pero me puede decir Gio, si así lo prefiere.
- ¿No tiene otros nombres además de éste?
- Lamento decirle que no.
- ¿Y apellidos?
- Solari.
- Es costumbre en Costa Rica incluir ambos apellidos, el
paterno y el materno.
- En Italia la gente es demasiado sexista para cometer
semejante atrocidad. Y en la Argentina, de donde vengo,
aun más.
- Disculpe mi confusión pero, ¿es italiano o argentino?
- Déjeme explicarle brevemente mis raíces. Mi madre
pertenece a una noble familia francesa en decadencia. Mi
padre es italiano procedente de una familia de comerciantes
genoveses, supongo que también en decadencia.
- Y aprendió el español en la Argentina.
- Exactamente. He pasado los últimos años de mi vida
visitando los puertos de Europa y Brasil con Buenos Aires
como puerto base. Adoro aquel país, aunque jamás me
sentiré totalmente de allí. Entre tantos viajes y compromisos
la vida insiste en empujarme fuera de allí.
- Y sus primeros años...
- En Italia. Génova se encuentra al norte, sobre la costa
oeste de la península. Es como Punta Arenas, una ciudad
puerto.
- Esto no es más que un pueblucho, Señor Giosafat.
- Insisto en que me llame Gio.
- Disculpe, señor Gio.
- Eres un caso perdido. Pero volviendo al asunto familiar,
mi padre, genovés de nacimiento, conoció a mi madre en
uno de sus viajes. Fue en las islas Mauricio, pertenecientes a
los territorios coloniales franceses.
- ¿Islas Mauricio? –pregunté totalmente despistada.
- Son unas islas que quedan del otro lado del mundo, muy
lejos de Punta Arenas. A decir verdad ahora todo parece
estar lejos de Punta Arenas.
- ¿Y sus padres? ¿Qué sucedió cuando se conocieron?
- Siempre recuerdo las palabras que mi Padre decía al
respecto: “Gio, cuando conocí a tu madre mi corazón sintió
haber llegado a casa”. Y eso no era poco decir para un
marino de compulsivo espíritu viajero. Se amaron desde el
primer instante y se escaparon a Italia donde él la desposó.
La familia de mi madre no consintió aquella unión por lo
que le dieron la espalda por muchos años. En Génova se
mudaron a una pequeña casita cerca del puerto. Mi padre
continuó con su deber de capitán de navío pero retornando
con regularidad.
- ¿Y tuvieron hijos?
- Si. No demoraron mucho. Éramos tres hermanos. Yo soy
el menor.
- ¿Sólo tres? –Pregunté sorprendida-. En mi familia somos
ocho y nos consideramos poco numerosos – al cabo de unos
instantes sus palabras fraguaron en mis oídos. Entonces
cuestioné algo incómoda: - Perdón pero usted dijo
“¿Éramos?”.
- Éramos tres pero ya no.
Noté un cambio de humor en sus facciones y no era
consecuencia de ningún dolor. Algo más profundo brotó a
la superficie.
- Tras una infancia hermosa sobrevino la Gran Guerra.
Ambos murieron en invierno y a tan sólo unos pocos metros
de distancia. Yo tenía trece años.
-Lo lamento mucho.
- No hay nada de que lamentarse. Dentro de muy poco
volveremos a estar los tres nuevamente unidos. Es el único
consuelo que encuentro en éstas circunstancias ¿Tú crees
que podré verlos cuando parta?
- De seguro que sí, señor Gio. Dios en su misericordia
guiará sus pasos hacia ellos, si así usted lo desea.
Sus manos sujetaron las mías con fuerza. Noté que
intentaba desesperadamente contener las lágrimas. Como
enfermera me han enseñado que el humor afecta al cuerpo
tanto o más que la enfermedad por lo que decidí cambiar el
tema de conversación.
- ¿Que edad tiene, señor Gio?
- Qué atrevimiento el suyo, hermana Teresa –respondió en
tono de broma arreglándose el enjambre de cabellos-.
Nunca pensé que sus intenciones iban más allá...
- No se haga ilusiones y dígame.
- Treinta y dos ¿Usted?
- Ahora sí que es un atrevimiento.
- Tenga algo de cortesía y sentido de justicia. Yo le he
dicho la mía. Usted está en deuda.
- No.
- Dígame por lástima, entonces.
Aquel hombre era capaz de arrancarle palabras a un
mudo. No se nos permite dar datos personales a pacientes
pero me fue imposible callar.
- Veintitrés años, señor Gio.
Sus ojos se abrieron como dos melones bien maduros.
Después de pasear la mirada por toda la sala comentó:
- Deje sus votos y cásese conmigo. Vamos ¡Alcánceme unas
muletas y huyamos!
- Se lo ruego señor –dije con las manos ocultando mi
vergüenza-. No hable de ese modo, de lo contrario me
marcharé.
- De acuerdo, lo siento ¿Dónde estaba? ¡Ah, cierto!
Cuando cumplí los catorce nos mudamos con mis padres a
la Argentina. Allí funcionaba la sucursal más próspera de la
compañía familiar y consideraron al cambio ventajoso en
todo sentido. Dejamos a nuestras espaldas un continente en
ruinas.
Al llegar a nuestro nuevo hogar fui inscripto a una escuela
naval. A los veinte ya era ayudante de piloto de unos de los
navíos de la compañía y a los veintiocho fui nombrado
capitán. Podría admitir sin pecar de mentiroso que conozco
cada puerto de toda la costa atlántica y casi todos los del
pacífico del continente americano. He viajado y conocido
mucho. Me siento muy privilegiado. He vuelto en
numerosas ocasiones a mi querida Italia, pero sólo de paso.
Esto me trae al porqué estoy aquí. Sólo en raras ocasiones
nos toca recorrer la costa del pacífico. Con las bodegas
repletas partimos del puerto de Buenos Aires hacia el sur. Es
necesario atravesar unos de los estrechos más violentos de
todos los mares para alcanzar las costas de Chile, pero
afortunadamente no sufrimos complicaciones. Hicimos
escala en Puerto Montt, Santiago, Lima, Quito y finalmente
en Ciudad de Panamá cumpliendo a la perfección con el
programa. Emprenderíamos el regreso una semana más
tarde por lo que decidí otorgarle a la tripulación unos días
de licencia. Yo, por mi parte, soy de los que sólo encuentran
descanso detrás del timón. Como excusa le ofrecí a un
grupo de marinos Panameños llevarlos hasta Nicaragua,
donde los esperaba una nave con destino a Méjico.
El viaje no presentó ningún problema hasta que la
tormenta nos sorprendió en la boca del Golfo de Nicoya, a
pocas leguas de aquí. Pese a las advertencias de los marinos
me vi obligado a buscar resguardo del mar abierto. Nos
acercamos a la costa y anclamos a ciegas, a las espaldas de
una isla. Un milagro evitó que nos estrellásemos contra las
rocas.
- No comprendo. Usted dijo “pese a las advertencias de los
marinos”...
-Si. Dio la casualidad que el anclaje se hizo en un sitio que
pareció aterrarlos. Fue al sur de la península, frente a la Isla
Tortuga. Por la mañana un sol radiante pareció
bendecirnos con su calor y calma. Al verla quedé
maravillado por su belleza y serenidad. No pude evitar ir y
echar un vistazo a sus costas.
Al oír aquellas palabras un hormigueo me trepó por las
piernas estrellándoseme en el pecho como un aluvión de
fuego.
Gio no tenía idea dónde se habían refugiado. Durante
años los colonos intentaron habitarla o explorarla pero en
cada intento fueron repelidos por una fuerza indescriptible.
La mayoría no regresó y los que sí lo hicieron eran presos
de la locura. Desde hacía tiempo que nadie osaba pisar sus
playas ni mucho menos penetrar sus selvas. Entonces
comprendí la reacción de los marinos panameños. Sólo un
extranjero ignoraría todo aquello. Sólo un fuereño
consideraría buena idea el detenerse y pasar la noche frente
a la isla. Y allí lo tenía, muriendo frente a mis ojos, al último
sobreviviente de la Isla Tortuga.
7
- No mencione ese sitio nefasto aquí –me escuché decir
algo irritada. Sin duda mi reacción me sorprendió más a mí
que a él. Me obligué a guardar la compostura. Cerré los
ojos y respirando profundamente no volví a hablar hasta
sentir al enfado diluirse en mis miembros hasta desaparecer.
- Lo siento mucho – comentó Gio al cabo de unos
segundos-. No tenía idea que esto la alteraría de esa
manera. No fue mi intención.
- Debe comprender – imploré -. El lugar es maligno. Sólo
el mencionarlo despierta malos espíritus. No es sensato
hablar al respecto. La gente que ha pisado aquel sitio ha
muerto o enloquecido.
- Que yo tenga un poco de ambos no significa que deba
callarlo por siempre. Le ruego escuche mis palabras. No
conozco a nadie y cada noche siento el aliento frío de la
muerte respirar a mi lado. Por favor, sea buena.
Gio parecía tremendamente exhausto. Su mentón
temblaba al hablar. No pude ser indiferente a sus ruegos.
- De acuerdo, pero no mencione el nombre de la isla. Y
baje la voz. Los enfermos duermen y los doctores vendrían
si notan su agitación.
- Gracias –pronunció aliviado-. No volveré a decir esas
palabras.
La palidez en su cara disminuyó.
- Dígame, por el amor de Dios, ¿porqué no escuchó el
consejo de los panameños? ¿Sus advertencias no fueron lo
suficientemente claras?
- Lo fueron pero hasta entonces jamás las hubiera tomado
en serio. Magia, locura y muerte. Nada más atractivo para
un tonto racionalista como yo. Sus sermones me resultaron
tan indefensos como fascinantes.
- ¿Y la tormenta?
- Ése día la tormenta pareció tomarse un respiro. Bien
temprano por la mañana salí a ordenar la cubierta cuando
vi la isla. Sublime y virgen se elevaba ante nosotros como
un monstruo maravilloso. Durante el caos de la tormenta,
la niebla y la lluvia la mantuvieron oculta hasta la salida del
sol.
- ¿Cuándo fue, señor Gio?
-¿Qué día es hoy?
- Hoy es viernes.
Tras unos cálculos concluyó:
- Fue domingo último por la mañana.
- ¿Y decidió ir a verla?
- Bajo ningún término continuaría mi camino sin recorrer
sus playas y bosques.
- Está usted loco.
- Sin duda. No puedo negar que había algo irresistible en
aquel lugar. Un llamado, una atracción tan poderosa como
la gravedad misma.
Su voz comenzó a debilitarse y sus párpados caían pesados
al hablar.
- ¿Entonces? –inquirí con curiosidad ignorando por
completo mis deberes de enfermera.
- Entonces frente a los panameños declaré aquel día
jornada de franco. Les comuniqué que iría a la isla. Quien
quisiera unírseme sería más que bienvenido. Aquellos que
no vinieran esperarían en el barco. Pese a las súplicas de
unos y los insultos de otros desaté el bote salvavidas y me
preparé para la partida.
A cada palabra el cansancio lo vencía. Sus ojos se cerraron
y comenzó a dormitar. Entonces decidí interrumpir la
confesión.
- Bien, señor Gio –comenté mientras lo cubría y arreglaba
las sábanas -. Mañana continuaremos.
- ¿Qué? ¿Cómo? ¿Dónde me quedé? Dígame donde.
- En el bote salvavidas.
- Exacto. Pues bien, con uno de los botes remé hasta la
orilla.
- Señor Gio –dije mientras acomodaba la cama- es hora
de descansar. Ya es tarde y tengo mucho que hacer. La
hermana superiora ha de estar buscándome.
- Pero falta tanto por decir. No se vaya –imploró.
- Vendré mañana – sugerí intentando ocultar mi interés.
- ¿A la hora de la siesta?
- A la hora de la siesta.
- Venga. Antes de partir le diré algo.
Inclinándome me acerqué a su boca.
- En la isla los animales hablan.
Al escucharlo no pude contener la risa.
- ¿De que se ríe? ¡Es verdad! Sé que suena extraño pero lo
que digo es cierto.
- Adiós, señor Gio, hasta mañana.
Su mano temblorosa tomó la mía y dirigiéndome una seria
mirada afirmó:
- Usted debe creerme. Es verdad.
- Adiós.
Escapé de su presencia tan rápido como pude. Aquel
hombre me atraía y a la vez me aterrorizaba.
Por la noche recé durante horas. Me pregunté una y otra
vez si verdaderamente había perdido la cabeza en aquella
maldita isla. Más pensaba en él y más me preocupaba su
estado. Si su mente estaba enferma no habría paños
mojados ni cuidados médicos capaces de sanarlo. Su herida
estaría demasiado lejos, demasiado profundo para alcanzar.
En la oscuridad y con el rosario enredado entre los dedos
sentí una voz en mi interior musitar: “Escucha sus
palabras”. Una y otra vez aquella frase volvía y decía lo
mismo. No era la voz de mi mente; tampoco mis miedos ni
inquietudes. Era algo diferente. Sin duda me estaba
volviendo loca.
8
- Que bendición eres para mí, hermana Teresa –musitó
Giosafat. Un escalofrío recorrió su cuerpo de punta a
punta. Con su mano intentó alcanzarme pero la vista lo
traicionaba.
- Descanse, señor Gio, no malgaste sus fuerzas. Le traje
sopa. Le pedí a una de las hermanas que me dejase traer su
ración personalmente.
- Antes quisiera beber agua, si no es molestia.
Lo ayudé a incorporarse sobre el respaldo de la cama.
Tras beber un poco de agua acerqué la sopa. Llena de
satisfacción noté como sus fuerzas se recuperaban con cada
cucharada.
- ¿Se encuentra mejor, ahora? –pregunté.
Asintió con un tinte rojizo en las mejillas. Me hizo muy
feliz verlo así ¿Qué era lo que me ataba a sus estados de
ánimo? ¿Qué lazo nos vinculaba de esa manera? Sus
sonrisas eran mi fuente de alegría, así como su dolor sería el
mío también.
Una vez terminado el plato dispuse a retirarme. Di por
sentado que la debilidad en su cuerpo postergaría la
confesión pero por entonces no conocía la fuerza que
inflaba su voluntad.
- ¿A dónde va? Debe escuchar mi confesión. Cuenta con
un rato libre, ¿no es cierto?
- Claro, señor Gio, pero viéndolo tan débil supuse que
continuaríamos en otro momento.
- Siempre tengo fuerzas para usted, hermana Teresa. El
tiempo a su lado es lo único que me ata a éste mundo.
- Con respecto a su confesión he decidido escucharlo
devotamente, aunque no le prometo creer cada una de sus
palabras –expliqué con la mirada fija en el suelo-. Me es
muy difícil hacerlo, señor Gio.
- ¿Por qué dice eso?
- Porque cuando habla es muy difícil distinguir entre lo
coherente y lo fantástico. Creo que las fiebres no le
permiten discernir con claridad lo cierto y lo irreal.
Tras una larga pausa suspiró.
- Todo es verdad. Cada una de mis palabras son ciertas
como usted, yo y éste hospital.
Se detuvo en mis facciones llenas de dudas.
- Ahora comprendo –afirmó al fin-. Dice usted eso por lo
de los animales. Porque ayer le dije que hablaban ¿No es
así?
Asentí en silencio.
- Pues al no poder presentarle pruebas fehacientes al
respecto le ruego me escuche sin más miramientos. Sé que
el secreto morirá conmigo, pero lo que quede de cierto
perdurará en esa isla.
Entonces se reclinó hacia atrás y dejando un espacio me
invitó a sentarme a su lado.
- Remé hasta la playa. Todo rebosaba de un halo
paradisíaco. El silencio era tal que me hizo sentir desnudo,
expuesto y frágil. Dudé al principio, pero con todas las
fuerzas descendí del bote.
Aquellas playas, querida Teresa, aquella arena. Ahora
comprendo porque tantos han perdido su alma allí dentro.
Al hundir los pies en las arenas blancas sentí como si
hubiera llegado a mi verdadero hogar después de un viaje
muy largo. Como mi padre al conocer a mi madre,
¿recuerda? Pues así me sentí. El mundo se desvaneció a mis
espaldas. Todo lo que deseaba era construir un pequeño
refugio y quedarme para siempre gozando de aquella paz
imperturbable.
- ¿Entonces? –demandé ansiosa. Escuchaba su relato con
todo mi cuerpo.
- Entonces empujé el bote sobre la playa, giré y observé el
barco. Los panameños eran tan sólo unos puntos
minúsculos asomados sobre la cubierta. Estaban quietos y
en silencio como muñecos descoloridos. Entonces retrocedí
y avancé hacia la jungla.
- Señor Gio, no sé si lo suyo fue coraje o pura
imprudencia.
- Guarde esas palabras para más adelante, hermana, las va
a necesitar. Pocos metros más adelante encontré un sendero
que se internaba en la selva. Avancé y al hacerlo cada paso
sonó a invasión.
Durante un rato seguí alejándome de la costa. El sendero
rodeaba el costado de la isla ascendiendo con placidez. Me
volví una vez más buscando a mi barco. Allí estaba,
pequeño y borroso, como una mancha. Se veía ajeno y
distante desde lo alto. Fue entonces cuando sentí la primera
de las voces.
- ¿Voces? –exclamé sin poder contener mis nervios.
- Lo que digo. Voces. En éste caso una sola y estaba a mis
espaldas.
- ¿Qué dijo? ¿Quién era?
- Era la serpiente.
Me quedé muda con los ojos abiertos de par en par.
Escuché sin decir más.
***
- ¿Qué hace usted aquí, humano? –me preguntó entre
siseos.
- Espero no molestarla, señora serpiente –respondí
intentando controlar mi asombro. No todos los días se
enfrenta uno a una serpiente, y mucho menos a una
parlante. - Debo admitir que la curiosidad me ha traído
hasta aquí, a pesar de las advertencias de unos marinos.
Quedé mudo y azorado. Juraría que sus ojos tenían
poderes hipnóticos. Segundos más tarde se irguió sobre su
cuerpo brillante y comentó con calma:
- ¿No sabe que ésta isla está vedada a los hombres?
Por unos instantes permanecí en silencio.
- ¿No va a hablar? Es gracioso el modo en que aquí se
invierten los roles. En el mundo exterior los animales
permanecen mudos mientras los hombres hablan hasta que
sus bocas se secan. Pero aquí al oírnos hablar son ustedes los
mudos.
- Disculpe mi descortesía. Mi nombre es Giosafat –
pronuncié inclinándome hacia el reptil -. Y su nombre es...
- Nosotros no usamos nombre. Simplemente somos. No
acostumbramos complicar las cosas, como ustedes.
Nombres, apellidos, números de esto, aquello,
nacionalidades...Báh. Viven inmersos en una burocrática
pérdida de tiempo.
La serpiente se deslizó entre mis piernas estudiándome
con detenimiento. Después se incorporó nuevamente.
- No pude evitar detenerme en sus buenos modales y finos
atuendos. Usted no es unos de ésos patéticos campesinos
que de tanto en tanto vienen a contaminarnos con su
ignorancia a cuestas. Algo me dice que es usted una persona
civilizada, culta.
- Yo no me precipitaría a afirmarlo con tanta vehemencia
–contesté.
- Dígame, ¿qué noticias del mundo?
¿Cómo van las cosas por allá?
- Pues no tan bien.
- Como siempre, va.
- Exacto.
- E imagino que ha venido a robar el secreto para
llevárselo consigo, ¿no es cierto?
- ¿Secreto? – Pregunté lleno de curiosidad- ¿Qué secreto?
- El secreto de la isla.
- Lo siento pero no sabía que habían tesoros ni secretos.
- Hay un poco de ambos, pero no como ustedes los
codiciosos humanos imaginan. La isla está protegida. Desde
fuera parece maldita pero una vez aquí usted despierta al
aire sagrado que la habita. Aquellos que llegan con deseos
egoístas perecen una y otra vez.
Por otra parte es muy raro encontrarse con alguien
cultivado como usted. Eso no puedo negarlo. Alguien
informado, actualizado. Pero luego vienen los otros
pisoteando, destruyendo, contaminando. No señor. Eso aquí
es imposible. La selva es mucho más poderosa. Si hay algo
que he aprendido es que el hombre nunca aprende.
- Verdaderamente irónico, señora serpiente.
- Sin duda lo es –continuó-. Ustedes son un caso perdido.
Ya no creo en sus capacidades. Una vez lo hice, mucho
tiempo atrás, pero ya no. Siempre fueron pequeños y
siempre lo serán. Por más que lo intenten su esencia
quedará inmutable. Pero sepa que a usted se le está
permitido ver más de la cuenta.
- ¿A qué se refiere?
- Que en sus ojos me reconoce y ya no cree en mí. Con
alguien como usted perdería el tiempo. Preferiría jugar con
otros. Ahora siga, que hay mucho por ver.
- Le agradezco sus palabras ¿No me acompaña?
- Descuide. Éste es mi territorio y aquí he de quedarme.
¿Quién sabe? Tal vez volvamos a vernos algún día.
- Será un placer. Ahora si me permite continuaré mi
camino.
La serpiente se deslizó entre mis piernas desvaneciéndose
entre la espesura del bosque.
9
Tras escuchar sus palabras quedé sumergida en mis
pensamientos.
- Hermana Teresa –escuché la voz de Gio pronunciar a
mil kilómetros de distancia-. Es tarde ya y supongo que no
soy el único internado en el hospital.
Aquellas palabras me devolvieron a la realidad como una
lluvia helada. - ¿Y luego qué? –demandé.
- Luego continué el ascenso absorto en las maravillas del
lugar. Las cascadas y arroyuelos. Los frutos silvestres y
lianas colgantes. A medida que ascendía, los sonidos
parecieron cobrar vida. El canto de aves, aullidos lejanos y
otras voces de la jungla me acompañaron a lo largo del
trayecto.
- ¿Y llegó a la cima?
- Faltaba mucho para la cima. Más de lo que imaginaba.
- ¿Y los animales no volvieron a aparecer?
- Sí, muchos – farfulló dejando caer las manos pesadas
sobre las sábanas -. Pero ya es tarde. Quisiera dormir un
rato. El sueño comienza a pesar y no creo poder evadirlo
más.
- ¡Disculpe! Tiene usted razón. Haga reposo – dije con
torpeza-. Nos veremos mañana y me contará otro tanto.
- Hermana Teresa, mañana es domingo ¿No descansa los
domingos?
Comprobé desilusionada que estaba en lo cierto. Hasta el
lunes no volvería al hospital.
- Tiene usted razón, señor Gio. Nos veremos el lunes
entonces.
- Hasta el lunes – respondió acomodándose sobre el
colchón-. No olvide pedir por mí en la misa.
10
Aquel domingo, Dios me perdone, pero ha de haber sido
unos de los días más largos de mi vida. Una atmósfera
densa y lluviosa agobiaba al pueblo entero. A media
mañana me tocó bajar las calles hacia la iglesia.
Acompañada por mis familiares seguí el ritual con tedio. El
lento peregrinar en silencio, la polvorienta indiferencia de
las calles y el calor de las suelas de mis sandalias se
repitieron en cada esquina a medida que nos acercábamos
al santo edificio. Sus muros blancos y el tejado terracota era
el orgullo de todos.
A lo largo de la misa la Sala de Reposo se desplegaba en
mi imaginación velando el sermón tras un perfume de
incienso. Recé por él con fervor.
La mano del sacerdote se extendió ofreciéndome
redención y una unión invisible con Cristo. Quise llorar
¿Así se habría sentido María Magdalena antes que su
maestro partiera? De seguro mucho peor. Pero sin embargo
me sentí reconfortada al compartir aquel peso con alguien.
El azul descascarado del portal me devolvió a las calles. La
luz hirió mis ojos. Quería sujetar mi alma a algo firme que
me pudiera contener; refugiarme donde sentirme a salvo.
Nada acudió en mi ayuda, más que mis certezas y la fe. De
éste modo floté de vuelta al convento.
Por la noche soñé con él. Su mirada despreocupada me
reconfortaba. Desperté aliviada y sin pesar.
11
El lunes lo encontré mucho mejor. Sus ánimos parecían
más encendidos que de costumbre. La infección aun
avanzaba aunque pareció ofrecer una tregua.
- Gracias – dijo al verme.
- ¿A qué le debo el agradecimiento?
- Al haber rezado y vuelto a escuchar mis palabras.
Ambas cosas eran ciertas, lo admito. Asentí contenta de
ver su mejoría.
- De nada, señor Gio. Es mi deber y obligación ¿Acaso
Dios no escucha nuestras plegarias y nos protege cada día?
- Sin duda Dios hace todo eso, pero a través suyo.
- Comience cuando quiera; soy toda oídos.
- ¿Dónde dejamos?
- La serpiente se había marchado.
- Bien. Cuando la serpiente se marchó continué el ascenso
por el sendero. Todo era precioso y único. Caminé sumido
en mi asombro, evitando alterar la tranquilidad y los
moradores de la isla. Repentinamente que algo me devolvió
al cuerpo. Una avenida de hormigas atravesaba el paso.
Usted sin duda conoce el monte y las serranías selváticas
¿Ha notado lo gruesas que son las filas de hormigas? Ésta
contaba con, al menos, cinco líneas de incesante caminar.
- Sé de lo que habla.
- Pues sus voces se elevaron hasta mis oídos desde el fango.
- ¿Y qué le dijeron?
- “Gracias”.
- ¿Gracias?
- Eso mismo, gracias.
- ¿Y cómo hizo para escuchar sus voces siendo ellas tan
pequeñas? –Cuestioné escéptica.
- Al principio no pude ubicar la procedencia de la voz. Me
detuve, giré varias veces hasta que dirigí la vista al suelo.
Allí las encontré. Me acuclillé y observé con más
detenimiento. Una de ellas se había apartado del montón y
subiendo a una piedra mohosa se plantó sobre las patas
traseras.
***
- ¿Tú me has hablado? –Le pregunté atónito.
- Si –respondió la hormiga-. Como portavoz de la
comunidad obrera en nombre de cada miembro le doy las
gracias.
- ¿Gracias porqué si no he hecho nada?
- No es lo que haya hecho sino lo que no hizo.
- Disculpe pero no comprendo – me excusé. La hormiga
parecía apurada y sus antenas se meneaban sin cesar.
- Usted, a diferencia del resto de los colonos, evitó
pisotearnos. Ellos desean alterar los caminos y destruir
nuestras vías. Su cuidado nos ha sorprendido y es por eso
que le agradecemos. Toda la comunidad le agradece.
- ¿Todas éstas hormigas forman parte de tu comunidad?
- Si. Somos obreras y transportadoras de la reina.
- ¿Reina? ¿Todas ustedes trabajan para la reina? –
interrogué entusiasmado por matiz político que adquirió la
conversación. En clases de biología lo había estudiado pero
jamás había encarado al fenómeno desde aquella
perspectiva.
- Todas trabajamos para la reina (que viva muchos años), y
si me disculpa debo continuar con mis quehaceres. De lo
contrario sería acusada de holgazanería.
- ¿Sabe usted que las monarquías ya han pasado de moda?
- ¿Qué es una monarquía? –preguntó la hormiga
extrañada.
- Un gobierno cuyo poder se centraliza en la figura de un
monarca. En su caso la hormiga reina. Afuera de éste
maravilloso lugar, en lo que denominamos “mundo
civilizado”, las monarquías han caído o se derrumban,
como una especie antigua y decadente.
- ¿Y a quién se le obedece, entonces?
¿Para quién se trabaja?
- Ahora las dinastías monárquicas fueron reemplazadas
por representantes del pueblo, en su caso las hormigas
obreras.
- ¿Y qué tiene que ver el pueblo con el gobierno? ¿Qué
saben los trabajadores de gobernar? Nuestra reina manda
porque sin ella nuestra especie estaría condenada a la
extinción. Es la más y mejor capacitada para su cargo. Nos
regimos por una meritocracia.
Aquellas palabras demoraron mi respuesta. El rumor del ir
y venir del resto de las hormigas llenó el espacio vacío.
- Pero al menos podemos elegir un gobernante. Hay
libertad de elegir y actuar. Y si un gobernante no cumple
correctamente con sus responsabilidades se lo puede
sustituir. Los cargos de poder no reposan en forma vitalicia.
Usted, por ejemplo, podría responder a la totalidad de sus
aptitudes dedicándose a actividades diplomáticas en lugares
remotos. Ser una hormiga viajera, en lugar de una obrera,
sin desmerecer al resto, claro está.
- Usted no comprende – respondió algo ofuscada-. Tal vez
parezca que todas trabajamos sin sentido para el capricho
de una sola hormiga, pero también lo hacemos por el bien
de nuestra especie y todas las otras que habitan la isla. Si
todas desertásemos a nuestras labores comunitarias nuestro
sistema quebraría y la figura de reina sería obsoleta. Ella es
necesaria. Le da sentido y futuro a nuestra especie.
Imagine si yo dejara de trabajar y sólo me dedicara a
hablar. Hablaría y hablaría hasta cuando no fuera
necesario. Me transformaría en un insecto soberbio y sin
conciencia hablando sin parar con tal de justificar mi rango.
Las hormigas somos pequeñas y aceptamos nuestra
pequeñez con dignidad.
Ustedes los hombres se olvidan que son como un gran
hormiguero que, aunque no tenga un rey a la vista, cuenta
con tiranías nuevas, más sofisticadas, disfrazadas de
igualdad y justicia. El disfraz cambia, pero el poder es
siempre el mismo.
Lo que no tolero de su especie es el apetito desmesurado.
La incapacidad de comprender la naturaleza de la justa
proporción. No miden el poder, ni los recursos, ni los
placeres, ni las emociones. Eso demuestra que no miran el
mundo como parte del Todo, sino que procuran sólo
satisfacer sus inagotables y desmesuradas necesidades.
Si quiere madera tómela, pero deje algo para los nidos de
las aves, para la sombra y el aire. Si quiere agua allí la tiene,
pero deje algo para los peces y mis vecinos que allí beben.
Ahora si me disculpa debo continuar con mis labores.
- Por supuesto. Hasta pronto y buena suerte – me despedí
sin demorarla ni un segundo más. Aquel asunto parecía
irritarla por lo que decidí continuar con mi camino.
***
Mientras Giosafat confesaba sus vivencias en la isla yo ya
me había bebido toda el agua del jarrón. Sus palabras
hacían al tiempo delgado y efímero como una brisa. La
tarde estaba bien avanzada y las luces del patio se
adormecían detrás de los cristales.
- ¿Continuó el ascenso? – pregunté al fin.
- Seguí ascendiendo internándome en la selva. Mis
sentidos parecían agudizarse con cada paso.
Una voz interrumpió el relato. Era una de las hermanas.
Mi presencia era requerida en la Sala de Emergencias.
-Debo irme ahora –pronuncié apenada.
- ¿Volverá luego?
- No lo sé. Puede que sí, aunque ya es tarde. Adiós.
12
En aquellos días un hueso roto era un asunto grave.
Después de la tormenta el hospital no ofrecía las
condiciones de higiene necesarias para tratar cirugías
complejas. Los vendajes escaseaban y los doctores y
cirujanos llevaban días sin dormir.
Hubo un caso en particular muy delicado y demandó más
tiempo del acostumbrado. El pobre hombre se había
fracturado ambos brazos intentando rescatar su carreta de
un pantano y permaneció en el barro, inconsciente por el
dolor, durante horas. Finalmente un paisano lo encontró
tendido y trasladó al poblado.
Encontramos al campesino en muy mal estado. Durante el
viaje hasta el hospital los tejidos, nervios y músculos se
dañaron por las pésimas condiciones del transporte. Las
infecciones tampoco facilitaron las cosas. El trabajo fue
arduo.
Una vez que el hombre fue derivado a Recuperación
decidí visitar brevemente a Gio. Era bien entrada la noche.
Avancé sigilosamente hasta la cabecera de la cama. Me
quedé observándolo en silencio. Dormía apaciblemente,
gracias a los sedantes. Me sorprendió el modo en que su
estado continuaba estable. En casos similares la infección ya
se habría extendido hasta los órganos vitales provocando
una muerte plena de dolor.
Noté como sus ojos se agitaban detrás de los párpados,
inquietos, presos de algún sueño ¡Cuánto desee estar del
otro lado y poder revelar sus pensamientos, su mundo
interior! Quería saberlo todo. Quería conocerlo a fondo,
como a un continente nuevo. Pero sería imposible.
A los pocos minutos su respiración se hizo más pausada y
su cuerpo se relajó. Antes de retirarme su mirada me
sorprendió. Como de costumbre golpeó débilmente las
sábanas a su lado invitándome a descansar. Entonces
preguntó:
- ¿Hermana Teresa, alguna vez ha visto un árbol lleno de
perezosos?
13
Era casi media noche y el manto pálido de la luna
iluminaba a Giosafat en la oscuridad.
- ¿Perezosos? Usted se refiere a los animales, ¿no es cierto?
Sé que acostumbran andar sobre las ramas pero jamás he
visto un árbol repleto de perezosos.
- Es una vista de lo más sorprendente – pronunció con los
ojos extraviados en las alturas-. Jamás había visto animales
así. En el cono sur o Europa no los hay.
- ¿Y le hablaron?
- Por supuesto.
- ¿Qué le dijeron? –comenté acomodándome sobre las
sábanas.
- Fui el primero en hablar. Avancé por el claro de una
explanada repleta de lianas y troncos caídos. Intenté pisar
con el mayor cuidado posible; no quería corromper aquella
quietud. En el centro del claro se elevaba un árbol inmenso
de ramas frondosas. Sus raíces eran gruesas y profundas. El
tronco crecía hasta rozar las nubes. Aquel parecía el padre
de todos los árboles.
Al rato de contemplar su magnificencia noté movimientos
casi imperceptibles en todo el follaje. Al principio tardé en
comprender qué sucedía. Mis ojos deambularon por las
ramas y descubrieron la población de aquellos seres
peludos. Todos yacían recostados casi sin moverse. Sus
miembros eran largos y sus caras como las de ancianos
recién despiertos de una larga siesta.
Me acerqué con cuidado. Estaban plácidamente postrados
y creo que no habría nada capaz de alterar su tranquilidad.
- Entonces les habló... ¿Qué les dijo?
***
- ¡Buen día! –exclamé de pie sobre una de las raíces. El
silencio permaneció inalterado. El viento agitaba
cariñosamente la hojas - ¡Busco el camino que lleve a la
cima! –Insistí. No hubo respuesta. Ante la total indiferencia
de aquellos mamíferos decidí continuar rumbo a la cima. Al
dar media vuelta una voz me sorprendió.
- El camino de ascenso hacia el Padre es por allí.
Me volteé y miré alrededor. Noté muy cerca mío a uno de
los perezosos indicando la dirección correcta.
- Hacia allí –repitió.
- Disculpe pero soy un viajero que poco sabe de éstas
tierras y jamás he visto a nadie como ustedes ¿Cómo se
llaman?
- Nos dicen perezosos. Así nos llaman los de afuera, pero
somos oradores- respondió con un largo bostezo.
- No se ofenda pero el calificativo de perezosos no es tan
errado. Veo que aquí no se toman la vida con mucha
agitación.
- ¿Y porqué habríamos de hacerlo? – respondió apoyando
exhausto la cabeza sobre la rama- .Los carnívoros corren
tras animales indefensos, las aves vuelan tras los insectos y
las hormigas trabajan para su reina. Nosotros no
respondemos a nadie más que al Padre. Los árboles nos
ofrecen refugio y todos los manjares y delicias que
cualquiera pueda desear. Todo lo que debemos hacer es
extender las manos y tomar lo que haga falta.
- Ya veo –asentí sorprendido-. Su posición es de lo más
privilegiada. Ruego disculpe el atrevimiento pero, ¿no se
aburren todo el día allí, echados al sol, orando?
- Eso es lo que nos separa de las demás especies. A todos
les urge hacer algo. Llenar su tiempo con algo que le dé
sentido a su existencia. Como en una carrera van y vienen
sin detenerse a pensar.
- ¿A pensar en qué?
- En nada.
- Eso no es pensar. En todo caso es lo contrario a pensar.
- El pensamiento ha de ser el camino para su propia
extinción, el camino al vacío. Con las mismas manos de la
mente desnudar el intelecto.
Permanecí atónito. Cuantas veces me habré pellizcado en
aquella isla queriendo despertar de lo que parecía un sueño.
O tal vez soñaba que me pellizcaba sin ningún resultado.
Sea como fuere no podía creer que un perezoso, o mejor
dicho un orador, me hablara sobre el accionar de la mente.
Eso me recordó una pregunta.
- ¿Porqué se los denomina oradores?
- Déjalo –dijo uno cercano-. Éste sin duda no entra en la
categoría homo-sapiens.
- ¡¿Pueden bajar la voz allí abajo?! – exclamó otro en las
alturas- ¿Qué clase de alboroto es ese?
Decidí bajar un poco la voz.
- Supongo que oran –murmuré respondiendo a mi propia
pregunta.
- Claro que oramos. Oramos por todo y todos. Inclusive
por los que nos consideran perezosos –comentó con ironía-.
Rezamos por su iluminación. No todos son capaces de
hacerlo. No cualquiera está preparado para esto. Jamás una
hormiga podría ser una oradora. No está en su naturaleza.
Tampoco hay razones para que lo sea.
“¡Válgame el cielo! –pensé-. Animales que rezan ¡Las
cosas que se pierde uno por no preguntar! “
- Tú buscas al Padre, ¿no es cierto? – Dijo otro - ¿Quieres
hablar con Él?
- Yo busco la cima –respondí.
Los oradores se miraron y dijeron al unísono:
- Buscas al Padre.
- Pues supongo que es a quien busco –respondí con
curiosidad.
- Mira alrededor. Todo es el Padre y todo es la Madre. No
precisas buscar más. En el instante primero en que te has
enamorado de la isla te has enamorado del Padre ¡Cuánto
nos despistan los nombres y categorías! Isla, sol, Padre, mar,
tu, yo. Somos todos lo mismo, homo-sapiens. Procedemos
de la misma fuente refractando en millones de rayos
multicolores.
- Pero, ¿cómo podemos ser lo mismo si no has hecho más
que enumerar una cantidad de cosas diferentes?
- Si observaras desde muy cerca o muy lejos te darías
cuenta que estás equivocado.
- No comprendo.
- Es difícil de explicar. Las palabras son inútiles. Jamás algo
que provenga de nosotros podrá explicarlo todo, sino sólo
reflejar en forma imperfecta el sentido de las cosas.
Es preciso sentir. Es por eso que oramos. Cuando oramos
mezclamos las palabras con los sentimientos, como los
poetas. Pero poetas del Padre; siervos del Padre. Las
plegarias que invocamos son palabras con sentimiento, no
desean comprender. No desean nada en absoluto, más que
alabar.
- Ésta mañana un pájaro negro se posó en la ventana. Su
canto era agudo como el de un silbato ¿Cómo los llaman?
- Supongo que habrá visto a un Zanate, señor Gio.
Pareció no importarle mucho mi respuesta. Permaneció
con los ojos fijos en la ventana. El pabellón respiraba brisas
del jardín.
- Me pregunto si no habrá sido un mensaje. Una señal ¿El
llamado de la muerte, tal vez? ¿No será el mensajero de la
parca? ¿No habrá venido a indicarle a la muerte quién será
el siguiente en partir?
14
- No hable así, se lo ruego.
Tras un largo suspiro su semblante pareció despertar a su
gracia cotidiana.
- Hermana Teresa, ¿tiene usted abuelos?
- Creo que siguen vivos. No lo sé. Han pasado años desde
la última vez que supe de ellos. Habitaban en los cantones
del otro lado de la cordillera, sobre el Caribe. Sé que mi
abuelo por parte materno era negro, inmigrante de
Jamaica.
- A h o ra c o m p ren d o d e d ó n d e p rov i en en s u s
extraordinarias facciones ¿Sabe que en la Argentina casi no
hay negros? Tampoco en Italia. Una verdadera pena. En
mis viajes pude admirar la música y danza que han traído a
las costas americanas. Supe también que su historia es
penosa y desdichada. Cuando los oía cantar, Teresa, me
sentía fuera de éste mundo. Parecen ángeles pero sus voces
no son delicadas. No. Tienen la fuerza del trueno y dulzura
de la miel. Éste continente es maravilloso, Teresa ¿Su
abuelo también cantaba?
- Recuerdo pasar los primeros años de mi infancia en el
puerto de Limón. Mis abuelos nos cuidaban mientras mis
padres trabajaban el día entero. No cantaban mucho. Lo
que sí recuerdo es escucharlos hablar durante horas y horas
en un dialecto extraño. No entendía mucho lo que decían.
El aroma del café llenaba mis pulmones. Las voces en las
calles, riendo, llorando o en susurros. Los vecinos entraban
y salían de casa con total libertad. Por la tarde, la luz rojiza
entraba por las ventanas. Éramos muchos en un espacio
muy pequeño.
- ¿Y cómo fue que terminó siendo una hermana
enfermera en éste puerto? – preguntó Giosafat.
- Con el tiempo mi padre decidió probar suerte de éste
lado del país. Sobre el Pacífico todo era virgen y las
oportunidades más prometedoras. Como tantas otras
familias tomamos sólo lo imprescindible y nos marchamos.
Subimos la cordillera y bajamos a un mundo nuevo. Nos
llevó varios días llegar hasta aquí. El puerto requería de
personal por lo que mi padre decidió quedarse.
- ¿Y desde entonces no volvió a verlos?
- ¿A quienes?
- A sus abuelos.
- No. Han pasado más de quince años y no hemos vuelto a
vernos. Las montañas son más altas de lo que parecen. Mis
padres les enviaron dinero durante muchos años. Yo les he
escrito en varias ocasiones pero no he recibido respuesta -.
Me detuve unos instantes y elevé una plegaria por mis
abuelos ancianos. Con tanto trabajo y responsabilidades
hacía mucho que no pensaba en ellos. Después miré a
Giosafat y pregunté:
- ¿Qué me dice de los suyos? ¿Los sigue viendo?
- A los franceses no volví a verlos después de la guerra. De
los italianos sólo queda mi abuela a quien visito una vez al
año, en agosto, en una de mis escalas por Génova. Pero a
quien recuerdo con más cariño es a su difunto marido,
Piero. Mi abuelo fue el hombre más sabio que conocí.
Nunca fue muy adepto a la política. Detestaba todo tipo de
conflicto. Decía que todo aquello era una pérdida de
tiempo y dinero. Se hizo comerciante marino para poder
conocer el mundo y vincularse con los países, culturas,
idiomas y religiones más diversas. Dominaba muchas
lenguas. Si lo hubiera conocido, hermana Teresa, hubiera
caído rendida a sus pies. Sus ojos eran claros como el cielo y
su sonrisa blanca como las nubes.
En Génova su casa parecía un museo de arqueología.
Miles de objetos de todo el mundo llenaban el lugar.
Recuerdo haber pasado días enteros recorriendo los pasillos
e investigando las habitaciones en penumbras. Solía
escurrirme a su estudio y pretender ser él.
Una tarde, mientras observaba las cartas de navegación
sobre su escritorio, me sorprendió por detrás y sentándome
sobre su regazo comentó: “Sabes pequeño, me haces pensar
en mí cuando tenía tu edad. Siempre investigando y
curioseando – se detuvo y clavándome su mirada de águila
prosiguió -. Escucha lo que he de decirte: en el mar de la
vida tu corazón debe ser tu brújula. Hay dos cosas por
hacer. Lo primero es conocer tus deseos. Lo segundo es
hacerlos realidad”. Entonces supe lo quería ser.
- ¿Y qué era? –pregunté con impaciencia tirando de su
bata.
- Convertirme en mi abuelo. Viajar, conocer y ser libre.
Semanas más tarde murió. Ésas fueron las últimas palabras
que le oí decir.
De sus ojos brotaron lágrimas que se deslizaron hasta la
comisura de sus labios. Tomándome de las manos me
preguntó:
- ¿Crees que lo haya logrado, hermana? ¿Ser digno de su
orgullo? Con cuidado me incliné y pronuncié en su oído:
- Claro que lo has logrado, Gio. Sin duda tu abuelo te
observa en éste mismo instante desde el cielo, rebosante de
orgullo.
Me puse de pie y acomodando la almohada lo recosté
para que descansara un rato. Parecía muy fatigado.
- Dime, hermana Teresa, ¿cuál es tu sueño? Sé muy bien
que no es el estar aquí por siempre, con los hábitos puestos.
Sus palabras me tomaron por sorpresa.
- Pues esa es otra historia - sentencié.
15
Al día siguiente me ausenté de la misa matutina. Sentí
necesario estar a su lado.
No había pasado una hora de su dosis de morfina cuando
lo encontré echado de costado, con la mirada ausente. Los
efectos de los calmantes lo alejaban aun más que el dolor y
la enfermedad. Al menos me reconfortaba saber que su
cuerpo no sufría y que aquel letargo le era reconfortante. Al
acercarme notó mi presencia y con gestos lerdos se volvió
tras una cortina de indiferente placidez.
- Buen día.
- Buen día, señor Giosafat.
- ¿No es temprano para su visita? – preguntó cerrando los
ojos.
- Si quiere vuelvo más tarde.
Creo que oyó mis palabras. Sonrió nuevamente.
- ¿Alguna vez ha hablado con tucanes?
- No he tenido la fortuna – respondí acomodándome a su
lado.
- Son criaturas de lo más encantadoras – el recuerdo
frunció su ceño-.Y su voz...su canto.
- Son mis aves preferidas.
- ¿Sabe que siempre andan de a dos, como amantes
alados? Macho y hembra.
Me acerqué con precaución. Temía asustarlos. Sin
embargo, y a pesar de mis movimientos atolondrados,
permanecieron quietos. Parecían estar fundidos el uno con
el otro. Nada pareció perturbar el lazo invisible que los
unía. Cuando estuve a unos pocos metros de distancia
giraron lentamente hacia mí.
***
- No se asusten, se lo ruego –dije inclinándome -. Mi
nombre es Giosafat.
- Lo sabemos –respondió uno de ellos-. La isla entera sabe
de su visita.
- ¿De veras?- Cuestioné sorprendido.
- Desde el instante mismo que posó sus pies sobre la isla
todos supimos de su arribo. Sabemos que le está permitido
andar con libertad.
- Y eso – agregó la que creí era la hembra- no es poco
para un hombre.
- Díganme, ¿por qué se me ha permitido llegar hasta aquí?
- Supongo que no eres temeroso como los demás. O
porque no destruyes todo a tu paso. A tu modo te mueves y
actúas como nosotros. Hay algo primitivo en ti. Algo
inocente y primitivo.
- ¿Y la cima? ¿Se me ha permitido subir a lo más alto de la
isla?
- Eso no lo sabemos. Pero si encuentras a las mariposas
síguelas. Ellas conocen el camino hacia las alturas.
- ¡Es cierto! –Exclamó el otro tucán-. Si hay alguien que
conoce el camino de ascenso, ésas son las mariposas.
Algo desconcertado volví la vista al camino.
- ¿Y cómo haré para dar con ellas?
- Sigue andando como lo has hecho hasta ahora. Has
llegado hasta aquí, ¿no es cierto? Toda la isla conduce a la
cima.
- ¿Allí podré hablar con el Padre?
- ¿Con quién? –preguntó uno de los tucanes
desconcertado.
- Con el Padre. Los oradores me dijeron que en la cima
podré hablar cara a cara con el Padre.
- No, mi querido amigo. Hablar hablas con nosotros. Con
el Padre simplemente se está.
***
Los miembros de Gio fueron despertando a medida que
describía los sucesos. El efecto de la morfina disminuyó y su
mirada cobró la lucidez de siempre. Presionó su costado
advirtiendo el regreso del dolor.
- Disculpe el atrevimiento, hermana Teresa – comentó con
un dejo de picardía en los ojos-, pero quisiera preguntarle
algo personal ¿Alguna vez, antes de tomar los votos, ha
tenido un novio?
- Nunca como los tucanes –respondí evasiva.
Giosafat se incorporó y tomando mi mano habló
ceremonialmente:
- ¿Aceptaría ser mi tucán?
Aquella ocurrencia me hizo reír como no lo hacía desde
niña. Su gracia me despertaba el secreto placer de vivir.
Nunca respondí a su pregunta. Supongo que no era
necesario. Aquella mañana permanecimos conversando y
riendo sin pensar en nada más. Al rato mi presencia fue
requerida en enfermería. Al marcharme lo besé en la frente.
- Hasta la hora de la siesta – le susurré al oído.
16
Las otras hermanas, incluyendo la madre superiora, y el
cuerpo médico, estaban al tanto de lo que ocurría. Desde el
primer día advirtieron mi cercanía con Gio. Cada cual nos
observaba de un modo diferente. Las hermanas por el
chisme; la madre superiora para controlar la prudencial
distancia debida para con el paciente; el cuerpo médico
consultando maravillado cual era mi secreto para prolongar
tanto la vida del internado. Ellos fueron quienes pidieron
personalmente a la superiora que me permitiese estar más
cerca de Gio. Me hacía gracia sorprenderlos en ocasiones
ocultos tras un biombo estudiando mi proceder.
Aquella tarde me acerqué con una silla de ruedas. Si aun
restaban fuerzas en su cuerpo maltrecho consideré
oportuno dedicarlas a un paseo por los jardines del hospital.
- ¿Sabes que al verla siento el cantar de ángeles? –comentó
mientras me aproximaba.
- Dudo que en el jardín hayan ángeles pero al menos
podremos apreciar el cantar de los pájaros al aire libre.
- ¿Jardín? – Exclamó con los ojos fijos en la silla de ruedas
- ¿Crees que podremos? ¿Lo autorizarían los doctores?
- Ellos creen que usted está vivo gracias a mis cuidados.
No pueden negarme nada.
- Pues mi destino está en sus manos – concluyó Giosafat
incorporándose con dificultad.
Encontramos el jardín desierto. La lluvia había espantado
a los pocos paseantes. Algunas gotas caían rezagadas.
Encontré el lugar pacífico, adecuado. Recé en mi interior
para que Gio sintiera lo mismo que yo.
- Gracias, Teresa –dijo llenando sus pulmones de todo
aquello-, eres un bálsamo.
Después guardó silencio. Nos extraviamos entre
higuerones y guanacastes recorriendo las veredas hasta mi
lugar favorito. Allí solía pasar tardes enteras perdida en mis
pensamientos. Una hondonada se abría paso en la densidad
selvática ofreciendo una perspectiva apacible. Me detuve en
un banco.
- Miro alrededor y te encuentro en cada hoja y piedra.
Puedo olerte en el viento, Teresa. Vienes seguido aquí, ¿no
es cierto?
- Es mi lugar de reposo. Aquí descanso del mundo cuando
éste me abruma. Es un refugio para mi alma.
Giosafat miraba fascinado.
- Tú me has llevado todo esto a la sala. Lo guardas en tu
interior y donde quieras que estés lo esparces, sin siquiera
quererlo, como las abejas al polen. El aroma, las luces,
todo...
A lo largo de la tarde dijimos muy poco. Permanecimos en
absoluta contemplación. Cada instante que pasaba se
fundía entre ambos, sin reclamos, sin decir nada. Me sentí
completa, infinitamente especial. Mi pecho ardía con un
fuego que me hacía cosquillas.
Nuestras manos se rozaron. Mi garganta ardía. La soledad
y el silencio fueron los únicos testigos de nuestra unión.
17
Amaneció lúgubremente. Los rayos de sol irrumpían en la
atmósfera fundiéndose con las lluvias. Es admirable el
silencio del pueblo cuando llueve. Todos callan. La gente,
las aves, los perros. Todos.
El hospital me pareció desolador.
- ¡Hermana, hermana! –Sentí la voz de la madre superiora
atravesar el corredor-. Venga rápido.
Jamás la había visto tan pálida; tan desesperada. Me
arrastró por los pasillos hasta la Sala de Reposo.
- Entre –dijo con gravedad-. Nos veremos luego.
Y se marchó.
Atravesé la puerta cruzándome con un cardumen de
doctores de impecable blancura. Parecían abrumados. Sus
figuras se abrieron al pasar dirigiéndome su mirada lúgubre.
En la sala reinaba un silencio asfixiante. Entonces lo vi.
Giosafat agonizaba.
Corrí a su lado. Su piel estaba bañada en sudor. Temblaba
por la fiebre. La infección lo devoraba. Exhalé miedo y
vacío. Mis rodillas cedieron ante aquel espectáculo. Caí de
rodillas con las manos juntas a los pies de la cama.
- Teresa – musitó.
Me incorporé y tomé su rostro como a una flor
moribunda.
- Descanse –le rogué-. Procure guardar sus fuerzas. Yo me
quedaré aquí, a su lado. No me iré a ninguna parte, se lo
prometo.
Sus brazos se estiraron en el aire temblorosos intentando
dar con formas invisibles.
- Mariposas... – deliró con un hilo seco de voz-. Hay tantas
mariposas...
Con cuidado tomé sus brazos y procuré calmarlo. A los
pocos instantes cayó en un sueño profundo. Aquel día no
hice más que rezar a su lado.
18
Desperté sacudida por un sueño. Ya era de noche. La sala
estaba en penumbras a excepción de nuestro velador. Sentí
la boca reseca. Irguiéndome sobre la silla me acomodé el
cabello y el delantal.
- Descuide hermana, está usted tan bella como siempre.
¡Gio estaba despierto y lúcido! Agradecí al Cielo, Jesús y la
Virgen.
- Giosafat, no sabe cuanto me alegra verlo así.
- Sus plegarias...
- ¿Tiene hambre o sed?
- Tengo sed.
Sin demoras busqué una jarra con agua fresca y dos vasos.
Ambos bebimos en la quietud de la habitación.
- No me siento bien, Teresa. Siento que el dolor me
arranca lo que me queda de vida como un empapelado de
pared.
- No hable así – rogué posando mis dedos sobre su boca.
- Descanse en mi pecho, se lo ruego -susurró.
Recosté la cabeza sobre las sábanas sintiendo los golpes de
su corazón.
- Teresa, soñé con las mariposas de la isla. Las he vuelto a
ver ¡Parecían tan reales! Al verlas uno no puede dejar de
seguirlas. Revolotean con la dulzura del viento.
- ¿Las vio en la isla?
- Allí las vi por primera vez. Revoloteaban por la colina
rumbo a la cima. La cuesta no era penosa. La selva quedó a
mis espaldas y una luz radiante se extendió a mi alrededor.
El aire caliente retrocedió ante el fresco viento de las
crestas. Las brisas marinas se estrellaron contra mi cuerpo
reconfortándome. Respiré como por primera vez.
19
- Una niebla dorada coronaba la cima envolviéndome con
su frescura. Mis miembros estaban livianos y podía ver
incluso con los ojos cerrados. Abajo las líneas difusas del
océano se confundían como palabras tras un vendaval.
- ¿Y las mariposas?
- Algunas reposaban sobre el césped y flores meneando las
alas como lo hacen siempre al descansar. Otras volaban en
círculos. Lo juro que parecía un sueño, si no fuera por...
- ¿Si no fuera porqué? – pregunté.
Hizo una pausa forzando la memoria. Parecía que
aquellas escenas le resultaban muy difíciles de poner en
palabras.
- Haciendo caso omiso a lo dicho por los tucanes quise
hablar con el Padre de todos modos. “¡Hola!” –exclamé
como un estúpido. Podría haber aguardado una eternidad
allí, de pie bajo la luz radiante y nada ni nadie hubiera
respondido.
- ¿Acaso el Padre no estaba? ¿Es que no hay Padre?
- Si lo había. Siempre había estado, pero más allá de mis
sentidos. Caí al suelo atormentado con la impotencia de un
ejército que libra una batalla imposible. Desesperado me
sumergí en un enojo negro.
Entonces algo sucedió. Primero lo sentí penetrar la piel,
invadiendo luego los huesos y finalmente el alma.
Zumbidos, coros de alegría y palabras de consuelo hicieron
eco en mi mente. Después todo se desvaneció y el silencio
disolvió el mundo como miel en agua caliente.
Quedé recostado de espaldas en lo más alto de la isla por
lo que parecieron siglos y siglos. Aquella resonancia vacía
fluía en mí, fundiendo las partes en un todo sin fin. La
placidez cálida de aquel estado me reconfortó quien sabe
por cuanto tiempo. Disuelto, invisible pero consciente me
dejé llevar.
Tiempo después la imagen del barco irrumpió en mi
cabeza como una correspondencia en un buzón vacío. Me
incorporé. Miré alrededor. La niebla se había disipado y las
mariposas aun revoloteaban. Comencé el descenso.
El sol había bajado hacia la línea perfecta del horizonte y
los colores de la tarde tiñeron la isla entera. Descendí a
grandes trancos. La selva parecía deshabitada. Al final la
pendiente se hizo menos escarpada y apareció la playa. Con
los pies doloridos pisé la arena y encontré el bote aun
inclinado sobre la costa. Sentí en el pecho un gran alivio.
- ¿Porqué sintió alivio? ¿Acaso temía ser abandonado allí?
- Tenía un fuerte deseo de retornar a mis asuntos. Yo era el
capitán del barco y era mi responsabilidad.
Lo que no recuerdo con precisión es si fue en la playa o en
los lindes del bosque cuando sentí la mordida en el talón.
- Usted se refiere a la herida...- entonces comprendí.
Aterrada me llevé las manos a la boca.
- Así es. Después del aguijón de dolor penetrante vi a la
serpiente escurriéndose en los pastizales cercanos. Un calor
me subió por la pierna estallando contra la copa del cráneo.
Sin perder un segundo más subí al bote y remé hacia el
barco.
Cuando alcancé la cubierta quise quitarme el zapato pero
resultó imposible. Debido a la hinchazón debimos cortar los
lazos. Al verme los panameños retrocedieron espantados
como si hubieran visto al demonio mismo. Temían sufrir lo
mismo, supongo. Sin decir una palabra elevé el ancla y subí
a la cabina. Necesitaba un doctor a la brevedad. Unas
pocas leguas me separaban de Punta Arenas por lo que
decidí hacer el intento. Tal vez allí podrían tratar la
mordida.
Pronto se hizo de noche y el dolor se intensificó. Comencé
a sudar y mis miembros tambaleaban. Para empeorar las
cosas el viento viró del sur arrastrando la tormenta hacia la
bahía. El barco comenzó a agitarse con violencia. Tras unas
horas de difícil trayecto mis ojos agotados lograron
distinguir a través del diluvio las luces del puerto.
Giosafat calló. El malestar y el cansancio nublaron las
memorias.
- Las luces fueron lo último que recuerdo – entonces su
semblante se aclaró y sonrió-. Hasta que la vi a usted.
Verlo enfermo y maltrecho me corroía por dentro. Quería
que ese instante se congelara y permaneciera intacto.
Quería quedarme allí, a su lado, por siempre.
20
La noche del jueves la pasé sentada en la sala con la
cabeza recostada sobre su vientre. Aun recuerdo el sueño
con nitidez: los dos andábamos juntos, refugiados en
jardines secretos. Sin decir nada permanecimos uno frente
al otro. Nos abrazamos y todo se desvaneció. “Estaré
siempre a tu lado” – le oí decir.
Cuando desperté quedé enseguida por la luz matinal.
Médicos y enfermeras rodeaban la cama. La madre
superiora me observaba como ausente, con un dejo de
tristeza. Su rigidez me devolvió a la realidad. Temí lo peor.
No quería mirar. Quería cerrar los ojos y sellarlos.
Parecía dormido. Había muerto por la noche.
21
El entierro fue breve. El sacerdote, ensopado por la lluvia,
resolvió rápidamente la ceremonia. Antes de poder
despedirme ya se había fugado por el sendero hacia la calle
de la periferia.
Allí de pie, bajo un cielo pesado y agobiante, sentí el alivio
indescriptible de aquel que no lo ha perdido todo. Mi
cuerpo percibió el abrazo amoroso del agua y el aire; y lo
sentí a él. Ya no volvería a estar sola, nunca más.
Dos meses mas tarde decidí abandonar los votos y con
ellos mis tareas en el hospital. La madre superiora,
hermanas y cuerpo médico me ofrecieron una grata
ceremonia de despedida.
¿Quién lo hubiera comprendido? Lo que sentí por Gio no
lo sentí jamás por nadie en todos los días de mi vida. En su
paso por el hospital me entregué por completo a su
presencia. Juntos fuimos uno. Como los tucanes.
Al partir dejó algo, una señal de vida, un voto compartido
en los sosegados jardines del hospital con el silencio como
único testigo.
fin
Gracias por tu preciado tiempo.