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EL SECRETO de la ISLA TORTUGA

2007, EL SECRETO de la ISLA TORTUGA

Nobela iniciática, historia de amor imposible. Chamanismo, Costa Rica, Centro América, magia, naturaleza, amor, romance, viajes, descubrir, aventura, expedición, humanismo, filosofía.

EL SECRETO de la ISLA TORTUGA Pablo Mieres Los fenómenos de la vida pueden semejarse a un sueño, un fantasma, una sombra, el reluciente rocío, o el brillante relámpago; y así deben ser contemplados. El Buda, en El Sutra Inmutable. 1 La lluvia caía a raudales, maciza, a través de las últimas luces de la tarde. Era fines de agosto. Los susurros se fundían con el clamor de la tormenta en la soledad de la habitación. Pedía por la salud y bienestar del recién llegado. Hacía tres días que yacía inconsciente y no daba signos de mejoría. Mi rosario perfumaba el ambiente con ruegos acompasados. Siempre adoré aquella alquimia capaz de transformar las horas en plegarias. El nuevo internado no era como el resto de los pacientes. Había algo especial en sus facciones y en su cuerpo. A pesar de estar tendido quieto y en silencio la vida parecía cantar a su alrededor. Una luz radiante envolvía sus delirios febriles y sábanas empapadas. Algo sublime y a la vez tierno e inocente. Al verlo recostado en el pabellón de Cuidados Intensivos se despertó en mí una compasión hasta entonces desconocida. La sala estaba repleta de internados. La dulce presencia del joven quedó sepultada en el duro caos. Durante aquella semana feroces tormentas arremetieron contra todo el centro Pacífico de Costa Rica y el hospital no daba a vasto. Decenas de marinos, pobladores y campesinos de los alrededores de Punta Arenas fueron arrastrados por los vientos y masas de barro de las montañas. Varias naves de pescadores y comerciantes se habían estrellado contra las rocas y playas. Los ríos periféricos desbordaron destruyendo todo a su paso como criaturas salvajes. Viviendas, corrales y puentes quedaron deshechos. Mujeres, hombres y niños desaparecieron. Hasta el día de mi ingreso como enfermera voluntaria jamás había visto a alguien morir. Durante las primeras semanas presencié cirugías enmarcadas en lamentos y gemidos. Pensaba que ya lo había visto todo; pero entonces llegó la tormenta. Los cuerpos hinchados de los ahogados y otros mutilados me obligaron a poner de lado la cobardía y repugnancia. El del treinta y seis fue, sin duda, uno de los peores temporales hasta entonces. En esas circunstancias, con el delantal manchado con sangre y llevando vendajes a la Sala de Emergencias, mis ojos dieron con él. El llamado de la madre superiora me despertó del trance. Distinguí su mueca feroz en el corredor: “¡Rápido hermana Teresa –ordenó nuevamente- las vendas!”. Me obligué a continuar. Momentos más tarde me extravié nuevamente en el remolino de urgencias y gritos. Aquella misma tarde, sumida entre plegarias, la lluvia inundaba el callejón del monasterio frente a mi ventana. Así como tantos barcos, mi mente vagaba a la deriva encallando una y otra vez en un mismo pensamiento: rogar por aquel hombre. 2 El cuarto día de internación lo encontré recostado con la vista perdida en las grietas del cieloraso. La luz de la mañana cubría sus facciones pálidas y debilitadas. Detrás de los párpados cansados sus ojos observaban la atmósfera con deleite. Durante la estación de lluvias el Señor nos bendice con algunas horas de sol cada mañana. Aquel día el aire parecía rejuvenecido y los daños infringidos por la tormenta comenzaron a sanar lentamente. La gente del pueblo deambulaba por las calles entre despojos reparando los destrozos y desbloqueando caminos y veredas. De eso mismo nos ocupamos las hermanas en el pabellón. En abnegado silencio limpiamos exhaustivamente el desorden del día anterior. En varias ocasiones me detuve frente a su cama con disimulo. Nadie sabía nada de él. Ni quien era, ni su procedencia. Su presencia un misterio para todos. Lo único que supimos fue que un grupo de marineros lo había abandonado envuelto con sábanas viejas en la puerta del hospital. El médico de guardia notó movimientos extraños pero solo alcanzó a ver tres figuras fugándose en la oscuridad. Sus pies tropezaron con el cuerpo inconsciente. Según dijo presentaba una infección en muy mal estado cuyas ramificaciones ascendían hasta la rodilla. En cualquier otra circunstancia su caso habría sido atendido a la brevedad, pero los pasillos estaban hacinados. Tanto los médicos como nosotras, las enfermeras, carecimos de m e d i o s p a r a at e n d e r a t o d o s c o n e l c u i d a d o correspondiente. Fue medicado con calmantes para resistir los intensos dolores en la pierna. Y allí estaba, con la mirada perdida en las alturas. Al advertir mi presencia inclinó la cabeza ligeramente. Sus labios estaban resecos y sus ojos cansados. - Disculpe, señorita – susurró en español con un acento curioso -. ¿Sería tan amable de darme un vaso con agua? Por unos instantes no pude mover ni un solo dedo. Permanecí quieta como una roca. - ¿Habla español, enfermera? – insistió-. Según tengo entendido aquí también se habla español. - Si, señor. - Bien, eso facilitará las cosas. Sería tan amable de... - ¡El agua! – exclamé volviendo a la realidad. Corrí a través de la sala en busca de una jarra y un vaso. Volví y con cuidado lo ayudé a beber. Su cabello húmedo se escurrió entre mis dedos. Tras vaciar dos veces el vaso apoyó su cabeza sobre la almohada. - ¿Mejor, señor? – pregunté pero ya se había dormido. Acomodé su bata y estiré el cobijo. Escurrí con fuerza el paño que reposaba sobre su frente y lo cargué con agua fresca. No volvió a despertar hasta bien entrada la tarde. 3 -¿Señorita? – oí una voz llamar. Era él. Lucía mucho mejor que a la mañana y su voz mostraba una vitalidad sorprendente. Yo, por mi parte, estaba devastada por una larga jornada de cuidados médicos. - Acérquese, por favor –insistió. Su acento era sin duda extranjero aunque no supe distinguir su procedencia. Sentía la curiosidad devorarme por dentro pero respondí a su llamado aparentando torpemente no estar al tanto de su presencia. - ¿En qué puedo servirle, señor? - Debo comunicarme con las autoridades del puerto de la Ciudad de Panamá. Mi tripulación ha de ser informada a la brevedad de lo sucedido. - Me temo que eso será imposible, señor. Las líneas del telégrafo han sido cortadas por la tormenta. El pueblo está destrozado y los puentes y caminos inutilizados. - ¿Qué me dice de palomas mensajeras? – comentó resignado. - Nada, señor, lo siento mucho. A las autoridades les tomará por lo menos de tres a cuatro semanas reanudar los servicios postales. Estamos aislados. - ¿Y mi familia? ¿Qué hay de mi familia? –gimió retorciéndose de dolor -. Habrán de enterarse algún día de lo sucedido ¿No le parece? - No hable así, señor. Todo se solucionará. Con los ojos llenos de pena intentaba decir algo y no podía. - Voy a morir, ¿verdad? - preguntó conteniendo el temor a lo inevitable. Nunca en mi vida desee tanto recurrir a la mentira y eludir las conclusiones de los médicos. Lo cierto era que en los cuatro días que llevaba en el hospital debido al exceso de pacientes de gravedad, su caso quedó relegado. Al retomarlo los especialistas notaron que la infección era mucho más grave de lo que habían creído, extendiéndose por el organismo en forma irreparable. La amputación tampoco era una alternativa. Le habían dado tan sólo unos pocos días de vida. Decidí morderme la lengua y responder lo acostumbrado en estos casos. - Su herida luce bastante mal. Es por eso que necesitará de todas sus fuerzas para lograr mejorías. Ahora descanse y colabore. Sepa que los médicos hacen lo mejor por usted. Le traeré agua fresca y un paño frío para su frente. Antes de continuar mi camino su mano sujetó la mía con firmeza. Me arrastró a su lado. Con cuidado me senté sobre la litera. - Acabo de soñar con usted – dijo con su mirada fija-. Estaba en un desierto, solo, y moría de sed. Mis piernas se arrastraban flaqueando médanos interminables. Los rayos del sol mordían mi piel y nadie respondía a mis llamados. Al final caí. Intenté avanzar a rastras hasta que mis fuerzas se extinguieron por completo. Supe que moriría y estaba solo. Me entregué al desierto. Para mi sorpresa noté una brisa fresca acariciar mi piel ampollada. Levanté la mirada penosamente y allí la vi, señorita, de pie, bajo una sombra fresca. A su lado había un pozo de agua. Se acercó y refrescando mi rostro sació mi sed – entonces se detuvo unos instantes antes de continuar. Aquel lapso supo a eternidad-. Usted me ha salvado -concluyó. Su mano seguía prendida a la mía. Con gentileza la solté. - Yo sólo hice mi trabajo, señor, nada más. Ahora descanse que de lo contrario la fiebre subirá y con ella volverán las pesadillas. Según tengo entendido mañana será transferido a la Sala de Reposo. Allí estará más tranquilo y habrá menos hacinamiento. Giré y huí cobardemente. Mientras me alejaba le escuché reiterar en voz baja: “Usted me ha salvado”. 4 Por la noche, al acostarme, aquellas palabras flotaron en mi cabeza como peces en un estanque. Iban y venían observándome en silencio. Quise espantarlas de mil maneras pero no resultó. El calor no me dejaba dormir. Giré y giré sobre las sábanas buscando conciliar el sueño pero tampoco fue posible. No sabía que me sucedía. Nunca nadie me había hablado de ese modo. Sentía una mezcla de alegría y orgullo al saber que alguien se sintiera salvado gracias a mi ayuda. Por no pecar de soberbia intenté ignorar aquellas tontas ocurrencias. El desconocido soñó conmigo y vio en mí a su salvadora. Sin lugar a dudas todo era producto de los delirios febriles de su condición. Imágenes borrosas que surgieron al verme saciar su sed en el pabellón de internados. El misterio y la certeza, la humildad y el orgullo, el corazón y la mente. Una batalla se liberó en mi alma agitada aquella noche. Fantasmas desconocidos rondaron mi habitación como sonámbulos. 5 Por la mañana acompañé a la madre superiora a la proveduría del centro. Era necesario reforzar los almacenes del hospital. Por entonces Punta Arenas contaba con una calle principal y otras pocas secundarias. La vida giraba alrededor del puerto. Modestas construcciones de madera y barro pintadas toscamente con cal conformaban el poblado. Las calles de tierra estaban corroídas por las lluvias y el paso de carretas las hicieron casi intransitables. En muchas ocasiones mis botas quedaban estancadas en el fango obligándome a mantener equilibrio para volver a calzar el pie. No fue nada fácil pero el ímpetu de la madre superiora y la buena voluntad de algunos pobladores facilitaron las cosas. Hacia el mediodía unos nubarrones oscurecieron el pueblo amenazando con llover. Tan rápido como pudimos cargamos los últimos víveres sobre el carruaje y volvimos al hospital. Junto a varias hermanas preparamos el almuerzo. El menú incluía sopa de verduras y una pequeña ración de Gallo Pinto. Nos dispersamos por los pasillos en grupos de a dos para servir la comida. Con una de las hermanas más queridas nos escabullimos a la Sala de Reposo. Allí los ventanales eran amplios y corría más aire. Sentí un inmenso alivio al saber que de ahora en más allí descansaría el nuevo paciente. Al ingresar con el carrito humeante, ansiosa paseé la mirada hasta hallarlo. El extraño fuente de mis insomnios se encontraba a mi derecha, descansando. Estaba inclinado hacia un paciente vecino. Un anciano con la cara de casi un siglo le sonreía desdentado. Tomados de las manos formaban un puente entre las camas. Hablaban en susurros y reían. Continué con mis labores dejándolo a él para el final. Pasado un rato vi al anciano apaciblemente dormido y me acerqué. - Buen día – saludé sirviéndole la comida- ¿Cómo se encuentra hoy? - Bastante mejor, gracias. Pero me temo que nuestro amigo no tanto. - Ha de estar cansado el buen hombre –comenté. - Dudo que sienta cansancio. Es más, dudo que sienta nada en absoluto. Don Cristóbal ha muerto, señorita. Sin perder un instante corrí a la cama de al lado y le tomé el pulso al anciano. Desesperada no encontré signos vitales. Me di vuelta y corrí a llamar a los doctores. El doctor de guardia y varias voluntarias acudieron a la brevedad, pero ya era demasiado tarde. Había muerto minutos antes. La hueste de doctores y enfer meras se llevaron al desafortunado en lenta procesión. - ¿Cómo se llama, señorita? La voz me tomó por sorpresa. La actitud del desconocido me resultó algo extraña. - ¿Cómo es que no me avisó a mí ni a nadie sobre la condición del anciano? - Porque él me lo pidió. Y su nombre es don Cristóbal. - En todo caso era don Cristóbal –respondí algo enfadada-, y tal vez habría podido ser don Cristóbal un tiempo más si nos hubiera dado la oportunidad ¿Usted sugiere que él le pidió el no pedir ayuda? - Precisamente –respondió con una sonrisa afable. Su gesto carecía de sorna. - ¿Usted lo conocía? –Pregunté al fin- . Al iniciar la ronda del almuerzo noté que conversaban como viejos amigos. - Lo conocí ésta mañana. Era un buen paisano. Había trabajado toda su vida “como un asno de carga”, según sus palabras. Lo que más deseaba en el mundo era descansar. Sabía que la siguiente vez en dormirse no volvería a abrir los ojos. Me pidió que lo tomara de la mano, y así lo hice ¡Que ligera estaba, Santo Cielo! - ¿Y hablaron hasta que se durmió? - Así es. Comentábamos lo bellos que son sus ojos, señorita. Estaba convencido que el hospital es la antesala al cielo. Para no romper sus ilusiones le respondí que ustedes, las hermanas, son ángeles que nos cuidan y conducen hasta las manos de Dios. Al escucharlo decir aquello me apenó el haberle hablado con enojo. -Ahora dígame su nombre –concluyó al fin-. Ya han pasado varios días y sigo sin saberlo. Tampoco nadie ha tenido delicadeza de preguntar el mío. - Puede llamarme hermana Teresa. - ¿Ése es su nombre? - Ése es mi segundo nombre. Aquí los nombres son largos. Podría decirse que cargan con toda la línea genealógica de la familia. En verdad comienza con María, pero al haber tantas hermanas Marías decidieron llamarme por el segundo. - Muy bien. Hermana Teresa entonces – aplaudió lleno de entusiasmo pero un gesto de dolor le cortó el festejo- . Al recuperar el aliento continuó - ¿Sería usted mi confesora? - No puedo. Para eso están los sacerdotes. - Los sacerdotes no tienen su sonrisa. Además siento por usted gran estima. No digo cariño para no asustarla. Antes de seguir el camino de don Cristóbal es preciso hablarle de ciertas cosas. Usted es mi salvadora, escuche mis palabras y diciendo esto su rostro dibujó una sonrisa burlona-. No le negaría la última voluntad a un pobre moribundo, ¿verdad? - Es usted un verdadero manipulador –respondí sorprendida-. No puede pedirme semejante favor. Su cara seguía inmutable, sonriente, seguro de lo que hacía. Mi deber dictaba rechazar rotundamente semejante pedido pero una fuerza ajena a mí pedía lo contrario. Entonces susurré: - De acuerdo. Mañana a la hora de la siesta, cuando todos duerman, vendré a escuchar su confesión. Me retiré con el carrito del almuerzo. “¡Adiós mariposa!”, exclamó mientras doblaba por el pasillo. No pude evitar sonreír. 6 -Antes de iniciar la confesión sería apropiado que sepa mi nombre – comentó mientras se incorporaba sobre el respaldo de la cama. Eran casi las dos de la tarde y no había personal médico en el pabellón. A lo largo de toda la mañana ambos habíamos guardado un silencio cómplice. Yo iba y venía ocupada con los quehaceres de enfermería esperando con ansiedad la hora acordada. Hacia el mediodía el sol se retiró tras los acostumbrados nubarrones de lluvia. Los truenos descendían por la cordillera al encuentro de los cálidos aires del Pacífico. Debajo de aquel cielo plomizo, en el pabellón silencioso, nos encontramos a cumplir con lo pactado. - ¿Quiere saber mi nombre? –comentó al verme cerca. - Lamento no habérselo preguntado antes. Me siento terriblemente culpable. - No lo haga. La culpa es el peor de los pecados. Me llamo Giosafat, pero me puede decir Gio, si así lo prefiere. - ¿No tiene otros nombres además de éste? - Lamento decirle que no. - ¿Y apellidos? - Solari. - Es costumbre en Costa Rica incluir ambos apellidos, el paterno y el materno. - En Italia la gente es demasiado sexista para cometer semejante atrocidad. Y en la Argentina, de donde vengo, aun más. - Disculpe mi confusión pero, ¿es italiano o argentino? - Déjeme explicarle brevemente mis raíces. Mi madre pertenece a una noble familia francesa en decadencia. Mi padre es italiano procedente de una familia de comerciantes genoveses, supongo que también en decadencia. - Y aprendió el español en la Argentina. - Exactamente. He pasado los últimos años de mi vida visitando los puertos de Europa y Brasil con Buenos Aires como puerto base. Adoro aquel país, aunque jamás me sentiré totalmente de allí. Entre tantos viajes y compromisos la vida insiste en empujarme fuera de allí. - Y sus primeros años... - En Italia. Génova se encuentra al norte, sobre la costa oeste de la península. Es como Punta Arenas, una ciudad puerto. - Esto no es más que un pueblucho, Señor Giosafat. - Insisto en que me llame Gio. - Disculpe, señor Gio. - Eres un caso perdido. Pero volviendo al asunto familiar, mi padre, genovés de nacimiento, conoció a mi madre en uno de sus viajes. Fue en las islas Mauricio, pertenecientes a los territorios coloniales franceses. - ¿Islas Mauricio? –pregunté totalmente despistada. - Son unas islas que quedan del otro lado del mundo, muy lejos de Punta Arenas. A decir verdad ahora todo parece estar lejos de Punta Arenas. - ¿Y sus padres? ¿Qué sucedió cuando se conocieron? - Siempre recuerdo las palabras que mi Padre decía al respecto: “Gio, cuando conocí a tu madre mi corazón sintió haber llegado a casa”. Y eso no era poco decir para un marino de compulsivo espíritu viajero. Se amaron desde el primer instante y se escaparon a Italia donde él la desposó. La familia de mi madre no consintió aquella unión por lo que le dieron la espalda por muchos años. En Génova se mudaron a una pequeña casita cerca del puerto. Mi padre continuó con su deber de capitán de navío pero retornando con regularidad. - ¿Y tuvieron hijos? - Si. No demoraron mucho. Éramos tres hermanos. Yo soy el menor. - ¿Sólo tres? –Pregunté sorprendida-. En mi familia somos ocho y nos consideramos poco numerosos – al cabo de unos instantes sus palabras fraguaron en mis oídos. Entonces cuestioné algo incómoda: - Perdón pero usted dijo “¿Éramos?”. - Éramos tres pero ya no. Noté un cambio de humor en sus facciones y no era consecuencia de ningún dolor. Algo más profundo brotó a la superficie. - Tras una infancia hermosa sobrevino la Gran Guerra. Ambos murieron en invierno y a tan sólo unos pocos metros de distancia. Yo tenía trece años. -Lo lamento mucho. - No hay nada de que lamentarse. Dentro de muy poco volveremos a estar los tres nuevamente unidos. Es el único consuelo que encuentro en éstas circunstancias ¿Tú crees que podré verlos cuando parta? - De seguro que sí, señor Gio. Dios en su misericordia guiará sus pasos hacia ellos, si así usted lo desea. Sus manos sujetaron las mías con fuerza. Noté que intentaba desesperadamente contener las lágrimas. Como enfermera me han enseñado que el humor afecta al cuerpo tanto o más que la enfermedad por lo que decidí cambiar el tema de conversación. - ¿Que edad tiene, señor Gio? - Qué atrevimiento el suyo, hermana Teresa –respondió en tono de broma arreglándose el enjambre de cabellos-. Nunca pensé que sus intenciones iban más allá... - No se haga ilusiones y dígame. - Treinta y dos ¿Usted? - Ahora sí que es un atrevimiento. - Tenga algo de cortesía y sentido de justicia. Yo le he dicho la mía. Usted está en deuda. - No. - Dígame por lástima, entonces. Aquel hombre era capaz de arrancarle palabras a un mudo. No se nos permite dar datos personales a pacientes pero me fue imposible callar. - Veintitrés años, señor Gio. Sus ojos se abrieron como dos melones bien maduros. Después de pasear la mirada por toda la sala comentó: - Deje sus votos y cásese conmigo. Vamos ¡Alcánceme unas muletas y huyamos! - Se lo ruego señor –dije con las manos ocultando mi vergüenza-. No hable de ese modo, de lo contrario me marcharé. - De acuerdo, lo siento ¿Dónde estaba? ¡Ah, cierto! Cuando cumplí los catorce nos mudamos con mis padres a la Argentina. Allí funcionaba la sucursal más próspera de la compañía familiar y consideraron al cambio ventajoso en todo sentido. Dejamos a nuestras espaldas un continente en ruinas. Al llegar a nuestro nuevo hogar fui inscripto a una escuela naval. A los veinte ya era ayudante de piloto de unos de los navíos de la compañía y a los veintiocho fui nombrado capitán. Podría admitir sin pecar de mentiroso que conozco cada puerto de toda la costa atlántica y casi todos los del pacífico del continente americano. He viajado y conocido mucho. Me siento muy privilegiado. He vuelto en numerosas ocasiones a mi querida Italia, pero sólo de paso. Esto me trae al porqué estoy aquí. Sólo en raras ocasiones nos toca recorrer la costa del pacífico. Con las bodegas repletas partimos del puerto de Buenos Aires hacia el sur. Es necesario atravesar unos de los estrechos más violentos de todos los mares para alcanzar las costas de Chile, pero afortunadamente no sufrimos complicaciones. Hicimos escala en Puerto Montt, Santiago, Lima, Quito y finalmente en Ciudad de Panamá cumpliendo a la perfección con el programa. Emprenderíamos el regreso una semana más tarde por lo que decidí otorgarle a la tripulación unos días de licencia. Yo, por mi parte, soy de los que sólo encuentran descanso detrás del timón. Como excusa le ofrecí a un grupo de marinos Panameños llevarlos hasta Nicaragua, donde los esperaba una nave con destino a Méjico. El viaje no presentó ningún problema hasta que la tormenta nos sorprendió en la boca del Golfo de Nicoya, a pocas leguas de aquí. Pese a las advertencias de los marinos me vi obligado a buscar resguardo del mar abierto. Nos acercamos a la costa y anclamos a ciegas, a las espaldas de una isla. Un milagro evitó que nos estrellásemos contra las rocas. - No comprendo. Usted dijo “pese a las advertencias de los marinos”... -Si. Dio la casualidad que el anclaje se hizo en un sitio que pareció aterrarlos. Fue al sur de la península, frente a la Isla Tortuga. Por la mañana un sol radiante pareció bendecirnos con su calor y calma. Al verla quedé maravillado por su belleza y serenidad. No pude evitar ir y echar un vistazo a sus costas. Al oír aquellas palabras un hormigueo me trepó por las piernas estrellándoseme en el pecho como un aluvión de fuego. Gio no tenía idea dónde se habían refugiado. Durante años los colonos intentaron habitarla o explorarla pero en cada intento fueron repelidos por una fuerza indescriptible. La mayoría no regresó y los que sí lo hicieron eran presos de la locura. Desde hacía tiempo que nadie osaba pisar sus playas ni mucho menos penetrar sus selvas. Entonces comprendí la reacción de los marinos panameños. Sólo un extranjero ignoraría todo aquello. Sólo un fuereño consideraría buena idea el detenerse y pasar la noche frente a la isla. Y allí lo tenía, muriendo frente a mis ojos, al último sobreviviente de la Isla Tortuga. 7 - No mencione ese sitio nefasto aquí –me escuché decir algo irritada. Sin duda mi reacción me sorprendió más a mí que a él. Me obligué a guardar la compostura. Cerré los ojos y respirando profundamente no volví a hablar hasta sentir al enfado diluirse en mis miembros hasta desaparecer. - Lo siento mucho – comentó Gio al cabo de unos segundos-. No tenía idea que esto la alteraría de esa manera. No fue mi intención. - Debe comprender – imploré -. El lugar es maligno. Sólo el mencionarlo despierta malos espíritus. No es sensato hablar al respecto. La gente que ha pisado aquel sitio ha muerto o enloquecido. - Que yo tenga un poco de ambos no significa que deba callarlo por siempre. Le ruego escuche mis palabras. No conozco a nadie y cada noche siento el aliento frío de la muerte respirar a mi lado. Por favor, sea buena. Gio parecía tremendamente exhausto. Su mentón temblaba al hablar. No pude ser indiferente a sus ruegos. - De acuerdo, pero no mencione el nombre de la isla. Y baje la voz. Los enfermos duermen y los doctores vendrían si notan su agitación. - Gracias –pronunció aliviado-. No volveré a decir esas palabras. La palidez en su cara disminuyó. - Dígame, por el amor de Dios, ¿porqué no escuchó el consejo de los panameños? ¿Sus advertencias no fueron lo suficientemente claras? - Lo fueron pero hasta entonces jamás las hubiera tomado en serio. Magia, locura y muerte. Nada más atractivo para un tonto racionalista como yo. Sus sermones me resultaron tan indefensos como fascinantes. - ¿Y la tormenta? - Ése día la tormenta pareció tomarse un respiro. Bien temprano por la mañana salí a ordenar la cubierta cuando vi la isla. Sublime y virgen se elevaba ante nosotros como un monstruo maravilloso. Durante el caos de la tormenta, la niebla y la lluvia la mantuvieron oculta hasta la salida del sol. - ¿Cuándo fue, señor Gio? -¿Qué día es hoy? - Hoy es viernes. Tras unos cálculos concluyó: - Fue domingo último por la mañana. - ¿Y decidió ir a verla? - Bajo ningún término continuaría mi camino sin recorrer sus playas y bosques. - Está usted loco. - Sin duda. No puedo negar que había algo irresistible en aquel lugar. Un llamado, una atracción tan poderosa como la gravedad misma. Su voz comenzó a debilitarse y sus párpados caían pesados al hablar. - ¿Entonces? –inquirí con curiosidad ignorando por completo mis deberes de enfermera. - Entonces frente a los panameños declaré aquel día jornada de franco. Les comuniqué que iría a la isla. Quien quisiera unírseme sería más que bienvenido. Aquellos que no vinieran esperarían en el barco. Pese a las súplicas de unos y los insultos de otros desaté el bote salvavidas y me preparé para la partida. A cada palabra el cansancio lo vencía. Sus ojos se cerraron y comenzó a dormitar. Entonces decidí interrumpir la confesión. - Bien, señor Gio –comenté mientras lo cubría y arreglaba las sábanas -. Mañana continuaremos. - ¿Qué? ¿Cómo? ¿Dónde me quedé? Dígame donde. - En el bote salvavidas. - Exacto. Pues bien, con uno de los botes remé hasta la orilla. - Señor Gio –dije mientras acomodaba la cama- es hora de descansar. Ya es tarde y tengo mucho que hacer. La hermana superiora ha de estar buscándome. - Pero falta tanto por decir. No se vaya –imploró. - Vendré mañana – sugerí intentando ocultar mi interés. - ¿A la hora de la siesta? - A la hora de la siesta. - Venga. Antes de partir le diré algo. Inclinándome me acerqué a su boca. - En la isla los animales hablan. Al escucharlo no pude contener la risa. - ¿De que se ríe? ¡Es verdad! Sé que suena extraño pero lo que digo es cierto. - Adiós, señor Gio, hasta mañana. Su mano temblorosa tomó la mía y dirigiéndome una seria mirada afirmó: - Usted debe creerme. Es verdad. - Adiós. Escapé de su presencia tan rápido como pude. Aquel hombre me atraía y a la vez me aterrorizaba. Por la noche recé durante horas. Me pregunté una y otra vez si verdaderamente había perdido la cabeza en aquella maldita isla. Más pensaba en él y más me preocupaba su estado. Si su mente estaba enferma no habría paños mojados ni cuidados médicos capaces de sanarlo. Su herida estaría demasiado lejos, demasiado profundo para alcanzar. En la oscuridad y con el rosario enredado entre los dedos sentí una voz en mi interior musitar: “Escucha sus palabras”. Una y otra vez aquella frase volvía y decía lo mismo. No era la voz de mi mente; tampoco mis miedos ni inquietudes. Era algo diferente. Sin duda me estaba volviendo loca. 8 - Que bendición eres para mí, hermana Teresa –musitó Giosafat. Un escalofrío recorrió su cuerpo de punta a punta. Con su mano intentó alcanzarme pero la vista lo traicionaba. - Descanse, señor Gio, no malgaste sus fuerzas. Le traje sopa. Le pedí a una de las hermanas que me dejase traer su ración personalmente. - Antes quisiera beber agua, si no es molestia. Lo ayudé a incorporarse sobre el respaldo de la cama. Tras beber un poco de agua acerqué la sopa. Llena de satisfacción noté como sus fuerzas se recuperaban con cada cucharada. - ¿Se encuentra mejor, ahora? –pregunté. Asintió con un tinte rojizo en las mejillas. Me hizo muy feliz verlo así ¿Qué era lo que me ataba a sus estados de ánimo? ¿Qué lazo nos vinculaba de esa manera? Sus sonrisas eran mi fuente de alegría, así como su dolor sería el mío también. Una vez terminado el plato dispuse a retirarme. Di por sentado que la debilidad en su cuerpo postergaría la confesión pero por entonces no conocía la fuerza que inflaba su voluntad. - ¿A dónde va? Debe escuchar mi confesión. Cuenta con un rato libre, ¿no es cierto? - Claro, señor Gio, pero viéndolo tan débil supuse que continuaríamos en otro momento. - Siempre tengo fuerzas para usted, hermana Teresa. El tiempo a su lado es lo único que me ata a éste mundo. - Con respecto a su confesión he decidido escucharlo devotamente, aunque no le prometo creer cada una de sus palabras –expliqué con la mirada fija en el suelo-. Me es muy difícil hacerlo, señor Gio. - ¿Por qué dice eso? - Porque cuando habla es muy difícil distinguir entre lo coherente y lo fantástico. Creo que las fiebres no le permiten discernir con claridad lo cierto y lo irreal. Tras una larga pausa suspiró. - Todo es verdad. Cada una de mis palabras son ciertas como usted, yo y éste hospital. Se detuvo en mis facciones llenas de dudas. - Ahora comprendo –afirmó al fin-. Dice usted eso por lo de los animales. Porque ayer le dije que hablaban ¿No es así? Asentí en silencio. - Pues al no poder presentarle pruebas fehacientes al respecto le ruego me escuche sin más miramientos. Sé que el secreto morirá conmigo, pero lo que quede de cierto perdurará en esa isla. Entonces se reclinó hacia atrás y dejando un espacio me invitó a sentarme a su lado. - Remé hasta la playa. Todo rebosaba de un halo paradisíaco. El silencio era tal que me hizo sentir desnudo, expuesto y frágil. Dudé al principio, pero con todas las fuerzas descendí del bote. Aquellas playas, querida Teresa, aquella arena. Ahora comprendo porque tantos han perdido su alma allí dentro. Al hundir los pies en las arenas blancas sentí como si hubiera llegado a mi verdadero hogar después de un viaje muy largo. Como mi padre al conocer a mi madre, ¿recuerda? Pues así me sentí. El mundo se desvaneció a mis espaldas. Todo lo que deseaba era construir un pequeño refugio y quedarme para siempre gozando de aquella paz imperturbable. - ¿Entonces? –demandé ansiosa. Escuchaba su relato con todo mi cuerpo. - Entonces empujé el bote sobre la playa, giré y observé el barco. Los panameños eran tan sólo unos puntos minúsculos asomados sobre la cubierta. Estaban quietos y en silencio como muñecos descoloridos. Entonces retrocedí y avancé hacia la jungla. - Señor Gio, no sé si lo suyo fue coraje o pura imprudencia. - Guarde esas palabras para más adelante, hermana, las va a necesitar. Pocos metros más adelante encontré un sendero que se internaba en la selva. Avancé y al hacerlo cada paso sonó a invasión. Durante un rato seguí alejándome de la costa. El sendero rodeaba el costado de la isla ascendiendo con placidez. Me volví una vez más buscando a mi barco. Allí estaba, pequeño y borroso, como una mancha. Se veía ajeno y distante desde lo alto. Fue entonces cuando sentí la primera de las voces. - ¿Voces? –exclamé sin poder contener mis nervios. - Lo que digo. Voces. En éste caso una sola y estaba a mis espaldas. - ¿Qué dijo? ¿Quién era? - Era la serpiente. Me quedé muda con los ojos abiertos de par en par. Escuché sin decir más. *** - ¿Qué hace usted aquí, humano? –me preguntó entre siseos. - Espero no molestarla, señora serpiente –respondí intentando controlar mi asombro. No todos los días se enfrenta uno a una serpiente, y mucho menos a una parlante. - Debo admitir que la curiosidad me ha traído hasta aquí, a pesar de las advertencias de unos marinos. Quedé mudo y azorado. Juraría que sus ojos tenían poderes hipnóticos. Segundos más tarde se irguió sobre su cuerpo brillante y comentó con calma: - ¿No sabe que ésta isla está vedada a los hombres? Por unos instantes permanecí en silencio. - ¿No va a hablar? Es gracioso el modo en que aquí se invierten los roles. En el mundo exterior los animales permanecen mudos mientras los hombres hablan hasta que sus bocas se secan. Pero aquí al oírnos hablar son ustedes los mudos. - Disculpe mi descortesía. Mi nombre es Giosafat – pronuncié inclinándome hacia el reptil -. Y su nombre es... - Nosotros no usamos nombre. Simplemente somos. No acostumbramos complicar las cosas, como ustedes. Nombres, apellidos, números de esto, aquello, nacionalidades...Báh. Viven inmersos en una burocrática pérdida de tiempo. La serpiente se deslizó entre mis piernas estudiándome con detenimiento. Después se incorporó nuevamente. - No pude evitar detenerme en sus buenos modales y finos atuendos. Usted no es unos de ésos patéticos campesinos que de tanto en tanto vienen a contaminarnos con su ignorancia a cuestas. Algo me dice que es usted una persona civilizada, culta. - Yo no me precipitaría a afirmarlo con tanta vehemencia –contesté. - Dígame, ¿qué noticias del mundo? ¿Cómo van las cosas por allá? - Pues no tan bien. - Como siempre, va. - Exacto. - E imagino que ha venido a robar el secreto para llevárselo consigo, ¿no es cierto? - ¿Secreto? – Pregunté lleno de curiosidad- ¿Qué secreto? - El secreto de la isla. - Lo siento pero no sabía que habían tesoros ni secretos. - Hay un poco de ambos, pero no como ustedes los codiciosos humanos imaginan. La isla está protegida. Desde fuera parece maldita pero una vez aquí usted despierta al aire sagrado que la habita. Aquellos que llegan con deseos egoístas perecen una y otra vez. Por otra parte es muy raro encontrarse con alguien cultivado como usted. Eso no puedo negarlo. Alguien informado, actualizado. Pero luego vienen los otros pisoteando, destruyendo, contaminando. No señor. Eso aquí es imposible. La selva es mucho más poderosa. Si hay algo que he aprendido es que el hombre nunca aprende. - Verdaderamente irónico, señora serpiente. - Sin duda lo es –continuó-. Ustedes son un caso perdido. Ya no creo en sus capacidades. Una vez lo hice, mucho tiempo atrás, pero ya no. Siempre fueron pequeños y siempre lo serán. Por más que lo intenten su esencia quedará inmutable. Pero sepa que a usted se le está permitido ver más de la cuenta. - ¿A qué se refiere? - Que en sus ojos me reconoce y ya no cree en mí. Con alguien como usted perdería el tiempo. Preferiría jugar con otros. Ahora siga, que hay mucho por ver. - Le agradezco sus palabras ¿No me acompaña? - Descuide. Éste es mi territorio y aquí he de quedarme. ¿Quién sabe? Tal vez volvamos a vernos algún día. - Será un placer. Ahora si me permite continuaré mi camino. La serpiente se deslizó entre mis piernas desvaneciéndose entre la espesura del bosque. 9 Tras escuchar sus palabras quedé sumergida en mis pensamientos. - Hermana Teresa –escuché la voz de Gio pronunciar a mil kilómetros de distancia-. Es tarde ya y supongo que no soy el único internado en el hospital. Aquellas palabras me devolvieron a la realidad como una lluvia helada. - ¿Y luego qué? –demandé. - Luego continué el ascenso absorto en las maravillas del lugar. Las cascadas y arroyuelos. Los frutos silvestres y lianas colgantes. A medida que ascendía, los sonidos parecieron cobrar vida. El canto de aves, aullidos lejanos y otras voces de la jungla me acompañaron a lo largo del trayecto. - ¿Y llegó a la cima? - Faltaba mucho para la cima. Más de lo que imaginaba. - ¿Y los animales no volvieron a aparecer? - Sí, muchos – farfulló dejando caer las manos pesadas sobre las sábanas -. Pero ya es tarde. Quisiera dormir un rato. El sueño comienza a pesar y no creo poder evadirlo más. - ¡Disculpe! Tiene usted razón. Haga reposo – dije con torpeza-. Nos veremos mañana y me contará otro tanto. - Hermana Teresa, mañana es domingo ¿No descansa los domingos? Comprobé desilusionada que estaba en lo cierto. Hasta el lunes no volvería al hospital. - Tiene usted razón, señor Gio. Nos veremos el lunes entonces. - Hasta el lunes – respondió acomodándose sobre el colchón-. No olvide pedir por mí en la misa. 10 Aquel domingo, Dios me perdone, pero ha de haber sido unos de los días más largos de mi vida. Una atmósfera densa y lluviosa agobiaba al pueblo entero. A media mañana me tocó bajar las calles hacia la iglesia. Acompañada por mis familiares seguí el ritual con tedio. El lento peregrinar en silencio, la polvorienta indiferencia de las calles y el calor de las suelas de mis sandalias se repitieron en cada esquina a medida que nos acercábamos al santo edificio. Sus muros blancos y el tejado terracota era el orgullo de todos. A lo largo de la misa la Sala de Reposo se desplegaba en mi imaginación velando el sermón tras un perfume de incienso. Recé por él con fervor. La mano del sacerdote se extendió ofreciéndome redención y una unión invisible con Cristo. Quise llorar ¿Así se habría sentido María Magdalena antes que su maestro partiera? De seguro mucho peor. Pero sin embargo me sentí reconfortada al compartir aquel peso con alguien. El azul descascarado del portal me devolvió a las calles. La luz hirió mis ojos. Quería sujetar mi alma a algo firme que me pudiera contener; refugiarme donde sentirme a salvo. Nada acudió en mi ayuda, más que mis certezas y la fe. De éste modo floté de vuelta al convento. Por la noche soñé con él. Su mirada despreocupada me reconfortaba. Desperté aliviada y sin pesar. 11 El lunes lo encontré mucho mejor. Sus ánimos parecían más encendidos que de costumbre. La infección aun avanzaba aunque pareció ofrecer una tregua. - Gracias – dijo al verme. - ¿A qué le debo el agradecimiento? - Al haber rezado y vuelto a escuchar mis palabras. Ambas cosas eran ciertas, lo admito. Asentí contenta de ver su mejoría. - De nada, señor Gio. Es mi deber y obligación ¿Acaso Dios no escucha nuestras plegarias y nos protege cada día? - Sin duda Dios hace todo eso, pero a través suyo. - Comience cuando quiera; soy toda oídos. - ¿Dónde dejamos? - La serpiente se había marchado. - Bien. Cuando la serpiente se marchó continué el ascenso por el sendero. Todo era precioso y único. Caminé sumido en mi asombro, evitando alterar la tranquilidad y los moradores de la isla. Repentinamente que algo me devolvió al cuerpo. Una avenida de hormigas atravesaba el paso. Usted sin duda conoce el monte y las serranías selváticas ¿Ha notado lo gruesas que son las filas de hormigas? Ésta contaba con, al menos, cinco líneas de incesante caminar. - Sé de lo que habla. - Pues sus voces se elevaron hasta mis oídos desde el fango. - ¿Y qué le dijeron? - “Gracias”. - ¿Gracias? - Eso mismo, gracias. - ¿Y cómo hizo para escuchar sus voces siendo ellas tan pequeñas? –Cuestioné escéptica. - Al principio no pude ubicar la procedencia de la voz. Me detuve, giré varias veces hasta que dirigí la vista al suelo. Allí las encontré. Me acuclillé y observé con más detenimiento. Una de ellas se había apartado del montón y subiendo a una piedra mohosa se plantó sobre las patas traseras. *** - ¿Tú me has hablado? –Le pregunté atónito. - Si –respondió la hormiga-. Como portavoz de la comunidad obrera en nombre de cada miembro le doy las gracias. - ¿Gracias porqué si no he hecho nada? - No es lo que haya hecho sino lo que no hizo. - Disculpe pero no comprendo – me excusé. La hormiga parecía apurada y sus antenas se meneaban sin cesar. - Usted, a diferencia del resto de los colonos, evitó pisotearnos. Ellos desean alterar los caminos y destruir nuestras vías. Su cuidado nos ha sorprendido y es por eso que le agradecemos. Toda la comunidad le agradece. - ¿Todas éstas hormigas forman parte de tu comunidad? - Si. Somos obreras y transportadoras de la reina. - ¿Reina? ¿Todas ustedes trabajan para la reina? – interrogué entusiasmado por matiz político que adquirió la conversación. En clases de biología lo había estudiado pero jamás había encarado al fenómeno desde aquella perspectiva. - Todas trabajamos para la reina (que viva muchos años), y si me disculpa debo continuar con mis quehaceres. De lo contrario sería acusada de holgazanería. - ¿Sabe usted que las monarquías ya han pasado de moda? - ¿Qué es una monarquía? –preguntó la hormiga extrañada. - Un gobierno cuyo poder se centraliza en la figura de un monarca. En su caso la hormiga reina. Afuera de éste maravilloso lugar, en lo que denominamos “mundo civilizado”, las monarquías han caído o se derrumban, como una especie antigua y decadente. - ¿Y a quién se le obedece, entonces? ¿Para quién se trabaja? - Ahora las dinastías monárquicas fueron reemplazadas por representantes del pueblo, en su caso las hormigas obreras. - ¿Y qué tiene que ver el pueblo con el gobierno? ¿Qué saben los trabajadores de gobernar? Nuestra reina manda porque sin ella nuestra especie estaría condenada a la extinción. Es la más y mejor capacitada para su cargo. Nos regimos por una meritocracia. Aquellas palabras demoraron mi respuesta. El rumor del ir y venir del resto de las hormigas llenó el espacio vacío. - Pero al menos podemos elegir un gobernante. Hay libertad de elegir y actuar. Y si un gobernante no cumple correctamente con sus responsabilidades se lo puede sustituir. Los cargos de poder no reposan en forma vitalicia. Usted, por ejemplo, podría responder a la totalidad de sus aptitudes dedicándose a actividades diplomáticas en lugares remotos. Ser una hormiga viajera, en lugar de una obrera, sin desmerecer al resto, claro está. - Usted no comprende – respondió algo ofuscada-. Tal vez parezca que todas trabajamos sin sentido para el capricho de una sola hormiga, pero también lo hacemos por el bien de nuestra especie y todas las otras que habitan la isla. Si todas desertásemos a nuestras labores comunitarias nuestro sistema quebraría y la figura de reina sería obsoleta. Ella es necesaria. Le da sentido y futuro a nuestra especie. Imagine si yo dejara de trabajar y sólo me dedicara a hablar. Hablaría y hablaría hasta cuando no fuera necesario. Me transformaría en un insecto soberbio y sin conciencia hablando sin parar con tal de justificar mi rango. Las hormigas somos pequeñas y aceptamos nuestra pequeñez con dignidad. Ustedes los hombres se olvidan que son como un gran hormiguero que, aunque no tenga un rey a la vista, cuenta con tiranías nuevas, más sofisticadas, disfrazadas de igualdad y justicia. El disfraz cambia, pero el poder es siempre el mismo. Lo que no tolero de su especie es el apetito desmesurado. La incapacidad de comprender la naturaleza de la justa proporción. No miden el poder, ni los recursos, ni los placeres, ni las emociones. Eso demuestra que no miran el mundo como parte del Todo, sino que procuran sólo satisfacer sus inagotables y desmesuradas necesidades. Si quiere madera tómela, pero deje algo para los nidos de las aves, para la sombra y el aire. Si quiere agua allí la tiene, pero deje algo para los peces y mis vecinos que allí beben. Ahora si me disculpa debo continuar con mis labores. - Por supuesto. Hasta pronto y buena suerte – me despedí sin demorarla ni un segundo más. Aquel asunto parecía irritarla por lo que decidí continuar con mi camino. *** Mientras Giosafat confesaba sus vivencias en la isla yo ya me había bebido toda el agua del jarrón. Sus palabras hacían al tiempo delgado y efímero como una brisa. La tarde estaba bien avanzada y las luces del patio se adormecían detrás de los cristales. - ¿Continuó el ascenso? – pregunté al fin. - Seguí ascendiendo internándome en la selva. Mis sentidos parecían agudizarse con cada paso. Una voz interrumpió el relato. Era una de las hermanas. Mi presencia era requerida en la Sala de Emergencias. -Debo irme ahora –pronuncié apenada. - ¿Volverá luego? - No lo sé. Puede que sí, aunque ya es tarde. Adiós. 12 En aquellos días un hueso roto era un asunto grave. Después de la tormenta el hospital no ofrecía las condiciones de higiene necesarias para tratar cirugías complejas. Los vendajes escaseaban y los doctores y cirujanos llevaban días sin dormir. Hubo un caso en particular muy delicado y demandó más tiempo del acostumbrado. El pobre hombre se había fracturado ambos brazos intentando rescatar su carreta de un pantano y permaneció en el barro, inconsciente por el dolor, durante horas. Finalmente un paisano lo encontró tendido y trasladó al poblado. Encontramos al campesino en muy mal estado. Durante el viaje hasta el hospital los tejidos, nervios y músculos se dañaron por las pésimas condiciones del transporte. Las infecciones tampoco facilitaron las cosas. El trabajo fue arduo. Una vez que el hombre fue derivado a Recuperación decidí visitar brevemente a Gio. Era bien entrada la noche. Avancé sigilosamente hasta la cabecera de la cama. Me quedé observándolo en silencio. Dormía apaciblemente, gracias a los sedantes. Me sorprendió el modo en que su estado continuaba estable. En casos similares la infección ya se habría extendido hasta los órganos vitales provocando una muerte plena de dolor. Noté como sus ojos se agitaban detrás de los párpados, inquietos, presos de algún sueño ¡Cuánto desee estar del otro lado y poder revelar sus pensamientos, su mundo interior! Quería saberlo todo. Quería conocerlo a fondo, como a un continente nuevo. Pero sería imposible. A los pocos minutos su respiración se hizo más pausada y su cuerpo se relajó. Antes de retirarme su mirada me sorprendió. Como de costumbre golpeó débilmente las sábanas a su lado invitándome a descansar. Entonces preguntó: - ¿Hermana Teresa, alguna vez ha visto un árbol lleno de perezosos? 13 Era casi media noche y el manto pálido de la luna iluminaba a Giosafat en la oscuridad. - ¿Perezosos? Usted se refiere a los animales, ¿no es cierto? Sé que acostumbran andar sobre las ramas pero jamás he visto un árbol repleto de perezosos. - Es una vista de lo más sorprendente – pronunció con los ojos extraviados en las alturas-. Jamás había visto animales así. En el cono sur o Europa no los hay. - ¿Y le hablaron? - Por supuesto. - ¿Qué le dijeron? –comenté acomodándome sobre las sábanas. - Fui el primero en hablar. Avancé por el claro de una explanada repleta de lianas y troncos caídos. Intenté pisar con el mayor cuidado posible; no quería corromper aquella quietud. En el centro del claro se elevaba un árbol inmenso de ramas frondosas. Sus raíces eran gruesas y profundas. El tronco crecía hasta rozar las nubes. Aquel parecía el padre de todos los árboles. Al rato de contemplar su magnificencia noté movimientos casi imperceptibles en todo el follaje. Al principio tardé en comprender qué sucedía. Mis ojos deambularon por las ramas y descubrieron la población de aquellos seres peludos. Todos yacían recostados casi sin moverse. Sus miembros eran largos y sus caras como las de ancianos recién despiertos de una larga siesta. Me acerqué con cuidado. Estaban plácidamente postrados y creo que no habría nada capaz de alterar su tranquilidad. - Entonces les habló... ¿Qué les dijo? *** - ¡Buen día! –exclamé de pie sobre una de las raíces. El silencio permaneció inalterado. El viento agitaba cariñosamente la hojas - ¡Busco el camino que lleve a la cima! –Insistí. No hubo respuesta. Ante la total indiferencia de aquellos mamíferos decidí continuar rumbo a la cima. Al dar media vuelta una voz me sorprendió. - El camino de ascenso hacia el Padre es por allí. Me volteé y miré alrededor. Noté muy cerca mío a uno de los perezosos indicando la dirección correcta. - Hacia allí –repitió. - Disculpe pero soy un viajero que poco sabe de éstas tierras y jamás he visto a nadie como ustedes ¿Cómo se llaman? - Nos dicen perezosos. Así nos llaman los de afuera, pero somos oradores- respondió con un largo bostezo. - No se ofenda pero el calificativo de perezosos no es tan errado. Veo que aquí no se toman la vida con mucha agitación. - ¿Y porqué habríamos de hacerlo? – respondió apoyando exhausto la cabeza sobre la rama- .Los carnívoros corren tras animales indefensos, las aves vuelan tras los insectos y las hormigas trabajan para su reina. Nosotros no respondemos a nadie más que al Padre. Los árboles nos ofrecen refugio y todos los manjares y delicias que cualquiera pueda desear. Todo lo que debemos hacer es extender las manos y tomar lo que haga falta. - Ya veo –asentí sorprendido-. Su posición es de lo más privilegiada. Ruego disculpe el atrevimiento pero, ¿no se aburren todo el día allí, echados al sol, orando? - Eso es lo que nos separa de las demás especies. A todos les urge hacer algo. Llenar su tiempo con algo que le dé sentido a su existencia. Como en una carrera van y vienen sin detenerse a pensar. - ¿A pensar en qué? - En nada. - Eso no es pensar. En todo caso es lo contrario a pensar. - El pensamiento ha de ser el camino para su propia extinción, el camino al vacío. Con las mismas manos de la mente desnudar el intelecto. Permanecí atónito. Cuantas veces me habré pellizcado en aquella isla queriendo despertar de lo que parecía un sueño. O tal vez soñaba que me pellizcaba sin ningún resultado. Sea como fuere no podía creer que un perezoso, o mejor dicho un orador, me hablara sobre el accionar de la mente. Eso me recordó una pregunta. - ¿Porqué se los denomina oradores? - Déjalo –dijo uno cercano-. Éste sin duda no entra en la categoría homo-sapiens. - ¡¿Pueden bajar la voz allí abajo?! – exclamó otro en las alturas- ¿Qué clase de alboroto es ese? Decidí bajar un poco la voz. - Supongo que oran –murmuré respondiendo a mi propia pregunta. - Claro que oramos. Oramos por todo y todos. Inclusive por los que nos consideran perezosos –comentó con ironía-. Rezamos por su iluminación. No todos son capaces de hacerlo. No cualquiera está preparado para esto. Jamás una hormiga podría ser una oradora. No está en su naturaleza. Tampoco hay razones para que lo sea. “¡Válgame el cielo! –pensé-. Animales que rezan ¡Las cosas que se pierde uno por no preguntar! “ - Tú buscas al Padre, ¿no es cierto? – Dijo otro - ¿Quieres hablar con Él? - Yo busco la cima –respondí. Los oradores se miraron y dijeron al unísono: - Buscas al Padre. - Pues supongo que es a quien busco –respondí con curiosidad. - Mira alrededor. Todo es el Padre y todo es la Madre. No precisas buscar más. En el instante primero en que te has enamorado de la isla te has enamorado del Padre ¡Cuánto nos despistan los nombres y categorías! Isla, sol, Padre, mar, tu, yo. Somos todos lo mismo, homo-sapiens. Procedemos de la misma fuente refractando en millones de rayos multicolores. - Pero, ¿cómo podemos ser lo mismo si no has hecho más que enumerar una cantidad de cosas diferentes? - Si observaras desde muy cerca o muy lejos te darías cuenta que estás equivocado. - No comprendo. - Es difícil de explicar. Las palabras son inútiles. Jamás algo que provenga de nosotros podrá explicarlo todo, sino sólo reflejar en forma imperfecta el sentido de las cosas. Es preciso sentir. Es por eso que oramos. Cuando oramos mezclamos las palabras con los sentimientos, como los poetas. Pero poetas del Padre; siervos del Padre. Las plegarias que invocamos son palabras con sentimiento, no desean comprender. No desean nada en absoluto, más que alabar. - Ésta mañana un pájaro negro se posó en la ventana. Su canto era agudo como el de un silbato ¿Cómo los llaman? - Supongo que habrá visto a un Zanate, señor Gio. Pareció no importarle mucho mi respuesta. Permaneció con los ojos fijos en la ventana. El pabellón respiraba brisas del jardín. - Me pregunto si no habrá sido un mensaje. Una señal ¿El llamado de la muerte, tal vez? ¿No será el mensajero de la parca? ¿No habrá venido a indicarle a la muerte quién será el siguiente en partir? 14 - No hable así, se lo ruego. Tras un largo suspiro su semblante pareció despertar a su gracia cotidiana. - Hermana Teresa, ¿tiene usted abuelos? - Creo que siguen vivos. No lo sé. Han pasado años desde la última vez que supe de ellos. Habitaban en los cantones del otro lado de la cordillera, sobre el Caribe. Sé que mi abuelo por parte materno era negro, inmigrante de Jamaica. - A h o ra c o m p ren d o d e d ó n d e p rov i en en s u s extraordinarias facciones ¿Sabe que en la Argentina casi no hay negros? Tampoco en Italia. Una verdadera pena. En mis viajes pude admirar la música y danza que han traído a las costas americanas. Supe también que su historia es penosa y desdichada. Cuando los oía cantar, Teresa, me sentía fuera de éste mundo. Parecen ángeles pero sus voces no son delicadas. No. Tienen la fuerza del trueno y dulzura de la miel. Éste continente es maravilloso, Teresa ¿Su abuelo también cantaba? - Recuerdo pasar los primeros años de mi infancia en el puerto de Limón. Mis abuelos nos cuidaban mientras mis padres trabajaban el día entero. No cantaban mucho. Lo que sí recuerdo es escucharlos hablar durante horas y horas en un dialecto extraño. No entendía mucho lo que decían. El aroma del café llenaba mis pulmones. Las voces en las calles, riendo, llorando o en susurros. Los vecinos entraban y salían de casa con total libertad. Por la tarde, la luz rojiza entraba por las ventanas. Éramos muchos en un espacio muy pequeño. - ¿Y cómo fue que terminó siendo una hermana enfermera en éste puerto? – preguntó Giosafat. - Con el tiempo mi padre decidió probar suerte de éste lado del país. Sobre el Pacífico todo era virgen y las oportunidades más prometedoras. Como tantas otras familias tomamos sólo lo imprescindible y nos marchamos. Subimos la cordillera y bajamos a un mundo nuevo. Nos llevó varios días llegar hasta aquí. El puerto requería de personal por lo que mi padre decidió quedarse. - ¿Y desde entonces no volvió a verlos? - ¿A quienes? - A sus abuelos. - No. Han pasado más de quince años y no hemos vuelto a vernos. Las montañas son más altas de lo que parecen. Mis padres les enviaron dinero durante muchos años. Yo les he escrito en varias ocasiones pero no he recibido respuesta -. Me detuve unos instantes y elevé una plegaria por mis abuelos ancianos. Con tanto trabajo y responsabilidades hacía mucho que no pensaba en ellos. Después miré a Giosafat y pregunté: - ¿Qué me dice de los suyos? ¿Los sigue viendo? - A los franceses no volví a verlos después de la guerra. De los italianos sólo queda mi abuela a quien visito una vez al año, en agosto, en una de mis escalas por Génova. Pero a quien recuerdo con más cariño es a su difunto marido, Piero. Mi abuelo fue el hombre más sabio que conocí. Nunca fue muy adepto a la política. Detestaba todo tipo de conflicto. Decía que todo aquello era una pérdida de tiempo y dinero. Se hizo comerciante marino para poder conocer el mundo y vincularse con los países, culturas, idiomas y religiones más diversas. Dominaba muchas lenguas. Si lo hubiera conocido, hermana Teresa, hubiera caído rendida a sus pies. Sus ojos eran claros como el cielo y su sonrisa blanca como las nubes. En Génova su casa parecía un museo de arqueología. Miles de objetos de todo el mundo llenaban el lugar. Recuerdo haber pasado días enteros recorriendo los pasillos e investigando las habitaciones en penumbras. Solía escurrirme a su estudio y pretender ser él. Una tarde, mientras observaba las cartas de navegación sobre su escritorio, me sorprendió por detrás y sentándome sobre su regazo comentó: “Sabes pequeño, me haces pensar en mí cuando tenía tu edad. Siempre investigando y curioseando – se detuvo y clavándome su mirada de águila prosiguió -. Escucha lo que he de decirte: en el mar de la vida tu corazón debe ser tu brújula. Hay dos cosas por hacer. Lo primero es conocer tus deseos. Lo segundo es hacerlos realidad”. Entonces supe lo quería ser. - ¿Y qué era? –pregunté con impaciencia tirando de su bata. - Convertirme en mi abuelo. Viajar, conocer y ser libre. Semanas más tarde murió. Ésas fueron las últimas palabras que le oí decir. De sus ojos brotaron lágrimas que se deslizaron hasta la comisura de sus labios. Tomándome de las manos me preguntó: - ¿Crees que lo haya logrado, hermana? ¿Ser digno de su orgullo? Con cuidado me incliné y pronuncié en su oído: - Claro que lo has logrado, Gio. Sin duda tu abuelo te observa en éste mismo instante desde el cielo, rebosante de orgullo. Me puse de pie y acomodando la almohada lo recosté para que descansara un rato. Parecía muy fatigado. - Dime, hermana Teresa, ¿cuál es tu sueño? Sé muy bien que no es el estar aquí por siempre, con los hábitos puestos. Sus palabras me tomaron por sorpresa. - Pues esa es otra historia - sentencié. 15 Al día siguiente me ausenté de la misa matutina. Sentí necesario estar a su lado. No había pasado una hora de su dosis de morfina cuando lo encontré echado de costado, con la mirada ausente. Los efectos de los calmantes lo alejaban aun más que el dolor y la enfermedad. Al menos me reconfortaba saber que su cuerpo no sufría y que aquel letargo le era reconfortante. Al acercarme notó mi presencia y con gestos lerdos se volvió tras una cortina de indiferente placidez. - Buen día. - Buen día, señor Giosafat. - ¿No es temprano para su visita? – preguntó cerrando los ojos. - Si quiere vuelvo más tarde. Creo que oyó mis palabras. Sonrió nuevamente. - ¿Alguna vez ha hablado con tucanes? - No he tenido la fortuna – respondí acomodándome a su lado. - Son criaturas de lo más encantadoras – el recuerdo frunció su ceño-.Y su voz...su canto. - Son mis aves preferidas. - ¿Sabe que siempre andan de a dos, como amantes alados? Macho y hembra. Me acerqué con precaución. Temía asustarlos. Sin embargo, y a pesar de mis movimientos atolondrados, permanecieron quietos. Parecían estar fundidos el uno con el otro. Nada pareció perturbar el lazo invisible que los unía. Cuando estuve a unos pocos metros de distancia giraron lentamente hacia mí. *** - No se asusten, se lo ruego –dije inclinándome -. Mi nombre es Giosafat. - Lo sabemos –respondió uno de ellos-. La isla entera sabe de su visita. - ¿De veras?- Cuestioné sorprendido. - Desde el instante mismo que posó sus pies sobre la isla todos supimos de su arribo. Sabemos que le está permitido andar con libertad. - Y eso – agregó la que creí era la hembra- no es poco para un hombre. - Díganme, ¿por qué se me ha permitido llegar hasta aquí? - Supongo que no eres temeroso como los demás. O porque no destruyes todo a tu paso. A tu modo te mueves y actúas como nosotros. Hay algo primitivo en ti. Algo inocente y primitivo. - ¿Y la cima? ¿Se me ha permitido subir a lo más alto de la isla? - Eso no lo sabemos. Pero si encuentras a las mariposas síguelas. Ellas conocen el camino hacia las alturas. - ¡Es cierto! –Exclamó el otro tucán-. Si hay alguien que conoce el camino de ascenso, ésas son las mariposas. Algo desconcertado volví la vista al camino. - ¿Y cómo haré para dar con ellas? - Sigue andando como lo has hecho hasta ahora. Has llegado hasta aquí, ¿no es cierto? Toda la isla conduce a la cima. - ¿Allí podré hablar con el Padre? - ¿Con quién? –preguntó uno de los tucanes desconcertado. - Con el Padre. Los oradores me dijeron que en la cima podré hablar cara a cara con el Padre. - No, mi querido amigo. Hablar hablas con nosotros. Con el Padre simplemente se está. *** Los miembros de Gio fueron despertando a medida que describía los sucesos. El efecto de la morfina disminuyó y su mirada cobró la lucidez de siempre. Presionó su costado advirtiendo el regreso del dolor. - Disculpe el atrevimiento, hermana Teresa – comentó con un dejo de picardía en los ojos-, pero quisiera preguntarle algo personal ¿Alguna vez, antes de tomar los votos, ha tenido un novio? - Nunca como los tucanes –respondí evasiva. Giosafat se incorporó y tomando mi mano habló ceremonialmente: - ¿Aceptaría ser mi tucán? Aquella ocurrencia me hizo reír como no lo hacía desde niña. Su gracia me despertaba el secreto placer de vivir. Nunca respondí a su pregunta. Supongo que no era necesario. Aquella mañana permanecimos conversando y riendo sin pensar en nada más. Al rato mi presencia fue requerida en enfermería. Al marcharme lo besé en la frente. - Hasta la hora de la siesta – le susurré al oído. 16 Las otras hermanas, incluyendo la madre superiora, y el cuerpo médico, estaban al tanto de lo que ocurría. Desde el primer día advirtieron mi cercanía con Gio. Cada cual nos observaba de un modo diferente. Las hermanas por el chisme; la madre superiora para controlar la prudencial distancia debida para con el paciente; el cuerpo médico consultando maravillado cual era mi secreto para prolongar tanto la vida del internado. Ellos fueron quienes pidieron personalmente a la superiora que me permitiese estar más cerca de Gio. Me hacía gracia sorprenderlos en ocasiones ocultos tras un biombo estudiando mi proceder. Aquella tarde me acerqué con una silla de ruedas. Si aun restaban fuerzas en su cuerpo maltrecho consideré oportuno dedicarlas a un paseo por los jardines del hospital. - ¿Sabes que al verla siento el cantar de ángeles? –comentó mientras me aproximaba. - Dudo que en el jardín hayan ángeles pero al menos podremos apreciar el cantar de los pájaros al aire libre. - ¿Jardín? – Exclamó con los ojos fijos en la silla de ruedas - ¿Crees que podremos? ¿Lo autorizarían los doctores? - Ellos creen que usted está vivo gracias a mis cuidados. No pueden negarme nada. - Pues mi destino está en sus manos – concluyó Giosafat incorporándose con dificultad. Encontramos el jardín desierto. La lluvia había espantado a los pocos paseantes. Algunas gotas caían rezagadas. Encontré el lugar pacífico, adecuado. Recé en mi interior para que Gio sintiera lo mismo que yo. - Gracias, Teresa –dijo llenando sus pulmones de todo aquello-, eres un bálsamo. Después guardó silencio. Nos extraviamos entre higuerones y guanacastes recorriendo las veredas hasta mi lugar favorito. Allí solía pasar tardes enteras perdida en mis pensamientos. Una hondonada se abría paso en la densidad selvática ofreciendo una perspectiva apacible. Me detuve en un banco. - Miro alrededor y te encuentro en cada hoja y piedra. Puedo olerte en el viento, Teresa. Vienes seguido aquí, ¿no es cierto? - Es mi lugar de reposo. Aquí descanso del mundo cuando éste me abruma. Es un refugio para mi alma. Giosafat miraba fascinado. - Tú me has llevado todo esto a la sala. Lo guardas en tu interior y donde quieras que estés lo esparces, sin siquiera quererlo, como las abejas al polen. El aroma, las luces, todo... A lo largo de la tarde dijimos muy poco. Permanecimos en absoluta contemplación. Cada instante que pasaba se fundía entre ambos, sin reclamos, sin decir nada. Me sentí completa, infinitamente especial. Mi pecho ardía con un fuego que me hacía cosquillas. Nuestras manos se rozaron. Mi garganta ardía. La soledad y el silencio fueron los únicos testigos de nuestra unión. 17 Amaneció lúgubremente. Los rayos de sol irrumpían en la atmósfera fundiéndose con las lluvias. Es admirable el silencio del pueblo cuando llueve. Todos callan. La gente, las aves, los perros. Todos. El hospital me pareció desolador. - ¡Hermana, hermana! –Sentí la voz de la madre superiora atravesar el corredor-. Venga rápido. Jamás la había visto tan pálida; tan desesperada. Me arrastró por los pasillos hasta la Sala de Reposo. - Entre –dijo con gravedad-. Nos veremos luego. Y se marchó. Atravesé la puerta cruzándome con un cardumen de doctores de impecable blancura. Parecían abrumados. Sus figuras se abrieron al pasar dirigiéndome su mirada lúgubre. En la sala reinaba un silencio asfixiante. Entonces lo vi. Giosafat agonizaba. Corrí a su lado. Su piel estaba bañada en sudor. Temblaba por la fiebre. La infección lo devoraba. Exhalé miedo y vacío. Mis rodillas cedieron ante aquel espectáculo. Caí de rodillas con las manos juntas a los pies de la cama. - Teresa – musitó. Me incorporé y tomé su rostro como a una flor moribunda. - Descanse –le rogué-. Procure guardar sus fuerzas. Yo me quedaré aquí, a su lado. No me iré a ninguna parte, se lo prometo. Sus brazos se estiraron en el aire temblorosos intentando dar con formas invisibles. - Mariposas... – deliró con un hilo seco de voz-. Hay tantas mariposas... Con cuidado tomé sus brazos y procuré calmarlo. A los pocos instantes cayó en un sueño profundo. Aquel día no hice más que rezar a su lado. 18 Desperté sacudida por un sueño. Ya era de noche. La sala estaba en penumbras a excepción de nuestro velador. Sentí la boca reseca. Irguiéndome sobre la silla me acomodé el cabello y el delantal. - Descuide hermana, está usted tan bella como siempre. ¡Gio estaba despierto y lúcido! Agradecí al Cielo, Jesús y la Virgen. - Giosafat, no sabe cuanto me alegra verlo así. - Sus plegarias... - ¿Tiene hambre o sed? - Tengo sed. Sin demoras busqué una jarra con agua fresca y dos vasos. Ambos bebimos en la quietud de la habitación. - No me siento bien, Teresa. Siento que el dolor me arranca lo que me queda de vida como un empapelado de pared. - No hable así – rogué posando mis dedos sobre su boca. - Descanse en mi pecho, se lo ruego -susurró. Recosté la cabeza sobre las sábanas sintiendo los golpes de su corazón. - Teresa, soñé con las mariposas de la isla. Las he vuelto a ver ¡Parecían tan reales! Al verlas uno no puede dejar de seguirlas. Revolotean con la dulzura del viento. - ¿Las vio en la isla? - Allí las vi por primera vez. Revoloteaban por la colina rumbo a la cima. La cuesta no era penosa. La selva quedó a mis espaldas y una luz radiante se extendió a mi alrededor. El aire caliente retrocedió ante el fresco viento de las crestas. Las brisas marinas se estrellaron contra mi cuerpo reconfortándome. Respiré como por primera vez. 19 - Una niebla dorada coronaba la cima envolviéndome con su frescura. Mis miembros estaban livianos y podía ver incluso con los ojos cerrados. Abajo las líneas difusas del océano se confundían como palabras tras un vendaval. - ¿Y las mariposas? - Algunas reposaban sobre el césped y flores meneando las alas como lo hacen siempre al descansar. Otras volaban en círculos. Lo juro que parecía un sueño, si no fuera por... - ¿Si no fuera porqué? – pregunté. Hizo una pausa forzando la memoria. Parecía que aquellas escenas le resultaban muy difíciles de poner en palabras. - Haciendo caso omiso a lo dicho por los tucanes quise hablar con el Padre de todos modos. “¡Hola!” –exclamé como un estúpido. Podría haber aguardado una eternidad allí, de pie bajo la luz radiante y nada ni nadie hubiera respondido. - ¿Acaso el Padre no estaba? ¿Es que no hay Padre? - Si lo había. Siempre había estado, pero más allá de mis sentidos. Caí al suelo atormentado con la impotencia de un ejército que libra una batalla imposible. Desesperado me sumergí en un enojo negro. Entonces algo sucedió. Primero lo sentí penetrar la piel, invadiendo luego los huesos y finalmente el alma. Zumbidos, coros de alegría y palabras de consuelo hicieron eco en mi mente. Después todo se desvaneció y el silencio disolvió el mundo como miel en agua caliente. Quedé recostado de espaldas en lo más alto de la isla por lo que parecieron siglos y siglos. Aquella resonancia vacía fluía en mí, fundiendo las partes en un todo sin fin. La placidez cálida de aquel estado me reconfortó quien sabe por cuanto tiempo. Disuelto, invisible pero consciente me dejé llevar. Tiempo después la imagen del barco irrumpió en mi cabeza como una correspondencia en un buzón vacío. Me incorporé. Miré alrededor. La niebla se había disipado y las mariposas aun revoloteaban. Comencé el descenso. El sol había bajado hacia la línea perfecta del horizonte y los colores de la tarde tiñeron la isla entera. Descendí a grandes trancos. La selva parecía deshabitada. Al final la pendiente se hizo menos escarpada y apareció la playa. Con los pies doloridos pisé la arena y encontré el bote aun inclinado sobre la costa. Sentí en el pecho un gran alivio. - ¿Porqué sintió alivio? ¿Acaso temía ser abandonado allí? - Tenía un fuerte deseo de retornar a mis asuntos. Yo era el capitán del barco y era mi responsabilidad. Lo que no recuerdo con precisión es si fue en la playa o en los lindes del bosque cuando sentí la mordida en el talón. - Usted se refiere a la herida...- entonces comprendí. Aterrada me llevé las manos a la boca. - Así es. Después del aguijón de dolor penetrante vi a la serpiente escurriéndose en los pastizales cercanos. Un calor me subió por la pierna estallando contra la copa del cráneo. Sin perder un segundo más subí al bote y remé hacia el barco. Cuando alcancé la cubierta quise quitarme el zapato pero resultó imposible. Debido a la hinchazón debimos cortar los lazos. Al verme los panameños retrocedieron espantados como si hubieran visto al demonio mismo. Temían sufrir lo mismo, supongo. Sin decir una palabra elevé el ancla y subí a la cabina. Necesitaba un doctor a la brevedad. Unas pocas leguas me separaban de Punta Arenas por lo que decidí hacer el intento. Tal vez allí podrían tratar la mordida. Pronto se hizo de noche y el dolor se intensificó. Comencé a sudar y mis miembros tambaleaban. Para empeorar las cosas el viento viró del sur arrastrando la tormenta hacia la bahía. El barco comenzó a agitarse con violencia. Tras unas horas de difícil trayecto mis ojos agotados lograron distinguir a través del diluvio las luces del puerto. Giosafat calló. El malestar y el cansancio nublaron las memorias. - Las luces fueron lo último que recuerdo – entonces su semblante se aclaró y sonrió-. Hasta que la vi a usted. Verlo enfermo y maltrecho me corroía por dentro. Quería que ese instante se congelara y permaneciera intacto. Quería quedarme allí, a su lado, por siempre. 20 La noche del jueves la pasé sentada en la sala con la cabeza recostada sobre su vientre. Aun recuerdo el sueño con nitidez: los dos andábamos juntos, refugiados en jardines secretos. Sin decir nada permanecimos uno frente al otro. Nos abrazamos y todo se desvaneció. “Estaré siempre a tu lado” – le oí decir. Cuando desperté quedé enseguida por la luz matinal. Médicos y enfermeras rodeaban la cama. La madre superiora me observaba como ausente, con un dejo de tristeza. Su rigidez me devolvió a la realidad. Temí lo peor. No quería mirar. Quería cerrar los ojos y sellarlos. Parecía dormido. Había muerto por la noche. 21 El entierro fue breve. El sacerdote, ensopado por la lluvia, resolvió rápidamente la ceremonia. Antes de poder despedirme ya se había fugado por el sendero hacia la calle de la periferia. Allí de pie, bajo un cielo pesado y agobiante, sentí el alivio indescriptible de aquel que no lo ha perdido todo. Mi cuerpo percibió el abrazo amoroso del agua y el aire; y lo sentí a él. Ya no volvería a estar sola, nunca más. Dos meses mas tarde decidí abandonar los votos y con ellos mis tareas en el hospital. La madre superiora, hermanas y cuerpo médico me ofrecieron una grata ceremonia de despedida. ¿Quién lo hubiera comprendido? Lo que sentí por Gio no lo sentí jamás por nadie en todos los días de mi vida. En su paso por el hospital me entregué por completo a su presencia. Juntos fuimos uno. Como los tucanes. Al partir dejó algo, una señal de vida, un voto compartido en los sosegados jardines del hospital con el silencio como único testigo. fin Gracias por tu preciado tiempo.