Obras de Marc Augé
publicadas por Gedisa
EL TIEMPO EN RUINAS
Diario de guerra
El mundo después dellI de septiembre
Ficciones de fin de siglo
Las formas delolvido
El viaje imposible
El turismo y sus Imágenes
MarcAugé
La guerra de los sueños
Ejercicios de etno-ficción
Los no lugares. Espacios del anonimato
Una antropología de la sobremodernidad
El viajero subterráneo
Un etnólogo en el metro
Hacia una antropología
de los mundos contemporáneos
Travesía por los jardines de Luxemburgo
Dios como objeto
Símbolos-cuerpos-materzas-palabras
El objeto en psicoanálisis
ァ・、ゥセ
Título del original francés:
Le temps en ruines de Marc Aubé
© Éditions Galilée, 2003
Traducción: Tomás Fernández Aúz y Beatriz Eguibar
Ilustración de cubierta: Alma Larroca
Primera edición: septiembre de 2003, Barcelona
cultura Libre
Derechos reservados para todas las ediciones en castellano
© Editorial Gedisa, S.A.
Paseo Bonanova, 91°-1"
08022 Barcelona (España)
Te!. 93 253 09 04
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ISBN: 84-7432-993-0
Depósito legal: B. 40707-2003
Impreso por: Romanyá/Valls
Verdaguer 1 - 08786 Capellades (Barcelona)
Impreso en España
Printed In Spain
Queda prohibida la reproducción parcial o total por cualquier
medio de impresión, en forma idéntica, extractada o modificada
de esta versión castellana de la obra.
La contemplación de las ruinas nos permite entrever
fugazmente la existencia de un tiempo que no es el
tiempo del que hablan los manuales de historia o
del que tratan de resucitar las restauraciones. Es un
tiempo puro, al que no puede asignarse fecha, que
no está presente en nuestro mundo de imágenes,
simulacros y reconstituciones, que no se ubica en
nuestro mundo violento, un mundo cuyos cascotes,
faltos de tiempo, no logran ya convertirse en ruinas.
Es un tiempo perdido cuya recuperación compete al
arte.
Índice
El etnólogo y su tiempo
Las ruinas y el arte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
«U na perturbación del recuerdo
en la Acrópolis»
El tiempo y la historia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
«In the Mood for Lave»
Turismo y viaje, paisaje y escritura........ .
«Viaje al Congo»
Lo demasiado lleno y lo vacío
11
21
33
41
55
59
95
99
Paisaje romano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 117
El muro de Berlín. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 121
París.. .. .. . . . . . . . . .. . . . . .. ... . ... . . . ... 137
El etnólogo y su tiempo
Los etnólogos suelen sentir la tentación de escribir
sus memorias (y, a veces, ni siquiera esperan a tener
una edad considerable). A decir verdad, en tales casos se han consagrado menos a sus memorias que a
la evocación de su primer desafío -a aquel raro momento de sus vidas en que todo quedó decidido, a
pesar, en ocasiones, de la trivialidad de las apariencias y de las superficialidades de lo cotidiano, por
más exótico que fuera-o «Todo quedó decidido» es
una forma de hablar, ya que, hablando con propiedad, nada quedó «decidido» en aquellos comienzos; pero el momento en cuestión marcó la pauta y
ya no habría de ocurrirles nada que no llevase su
sello y que, de un modo u otro, no aludiese a él, ya
fuese en el plano profesional (como si las teorías
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generales no fuesen más que la extrapolación de
una experiencia inicial particularmente intensa), ya
fuese en el plano existencial, debido a que, hace algunas décadas, partir hacia algún lugar nuevo se vivía como una opción vital, como una forma de compromiso, y tal vez hoy siga ocurriendo lo mismo.
Michel Leiris había escrito un diario que trataba de
contar día a día el conjunto de sus impresiones, sus
fantasmas y sus conocimientos. Sin embargo, sólo
con el tiempo, transcurrido cierto lapso, habrían de
revisar Lévi-Srrauss, Balandier y Condominas sus
experiencias pasadas, confiriendo por ello a su relato el estilo propio de las memorias y no el de los
diarios, pese a que algunos pasajes de sus cuadernos de campo apuntalen, en ocasiones, la compleja
arquitectura del conjunto.
Es necesario regresar para escribir, al menos regresar a casa. Por consiguiente, entre «la experiencia» vivida sobre el terreno y la escritura se instaura una distancia doble: la distancia de uno mismo
respecto de uno mismo (¿qué significa lo que he vivido y observado en caliente?), distancia que tiende
a confundirse con la que media entre los otros y
uno mismo, distancia que resulta no obstante bien
distinta debido a que esta última proviene de la teoría de la «mirada distante». ¿Se ha tenido en cuenta
alguna vez que la exigencia de «método» a la que
obedece el etnólogo (situarse dentro y fuera, cerca
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y lejos), al margen de que duplica su obligada forma de trabajar-no hay más remedio que volver para escribir, hay que establecer una distancia entre el
yo que se encuentra muy cerca de los otros y el que
va a describirlos-, es la misma que podría definir la
memoria? El recuerdo se construye a distancia como una obra de arte, pero como una obra de arte
ya lejana que se hace directamente acreedora del título de ruina, porque, a decir verdad, por muy exacto que pueda ser en los detalles, el recuerdo jamás
ha constituido la verdad de nadie, ni la de quien escribe, ya que en último término dicha persona necesita la perspectiva temporal para poder verlo, ni
la de quienes son descritos por el escritor, ya que,
en el mejor de los casos, este escritor no es más que
el esbozo inconsciente de sus evoluciones, una arquitectura secreta que sólo a distancia puede descubrirse.
Lévi-Strauss presintió el estrecho parentesco entre la etnología y la memoria (o el olvido) y, más
allá, la analogía entre el recuerdo y la ruina. Y, cosa
muy notable, fue en un pasaje en el que convertía a
la primera en una exigencia de método cuando se le
impuso la segunda, como consecuencia de una escritura conducida por sus metáforas al punto en
que dejan de serlo y se vuelven más bien imágenes
de un concepto que no se osa expresar:
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Arrollando mis recuerdos en su fluir, el olvido ha
hecho algo más que desgastarlos y enterrarlos. El
profundo edificio que ha construido con esos fragmentas da a mis pasos un equilibrio más estable, un
trazado más claroa mi vista. Un orden ha sidosustiruido por otro. Entre esas dos escarpas que mantienen a
distancia mi mirada y su objeto, los años que las desmoronan han comenzado a amontonar sus despojos.
Las aristas se afinan; paneles enteros se desploman;
los tiempos y los lugares chocan, se yuxtaponen o se
invierten, como los sedimentos dislocados por los
temblores de una corteza envejecida. Tal detalle, ínfimo y antiguo, surge como un pico, en tanto que capas
enteras de mi pasado sucumben sin dejar huella.
Acontecimientos sin relación aparente, que provienen de períodos y regiones heterogéneos, se deslizan
unos sobre otros y súbitamente se inmovilizan con
la apariencia de un castillo cuyos planos parecería
haberlos elaborado un arquitecto más sabio que mi
historia.'
El presente libro no es ni un diario ni unas memonas. Nunca he escrito un verdadero diario y tengo mala memoria. No, mi propósito es otro. Es natural que alguien cuyo oficio, para decirlo de forma
simple, ha consistido en escuchar y observar a los
l. Tristes Tropiqxes, Plon, 1955, pág. 45. [Versión castellana:
Tristes trópicos, traducción de Noelia Bastard, revisada por Eliseo Verón, Paidós, Barcelona, 1992, pág. 47. (N. del T)]
14
demás en las situaciones y los lugares más diversos,
revise, no lo que ha hecho (ya es demasiado tarde),
sino lo que esa tarea le ha enseñado, las reflexiones
que le inspira y los interrogantes que le plantea en el
presente. El oficio de antropólogo (prefiero este término al de «etnólogo», cuyo empleo, en los tiempos
que corren, presenta el nesgo de confirmar a cienos
lectores la ilusión de que existen individuos enteramente definibles por una pertenencia étnica y cultural que se les adhiere a la piel) tiene por objeto la
actualidad. El antropólogo habla de lo que tiene
ante los ojos: ya sean ciudades o campiñas, colonizadores o colonizados, ricos o pobres, indígenas o
inmigrados, hombres o mujeres y, más aún que de
todo ello, se ocupa de lo que los une o los opone,
de todo 10 que los vincula, así como de los efectos
derivados de estos modos de relación. Todo esto
constituye, en principio, el objeto de la antropología, de modo que, siempre en principio, si no tiene
telarañas en los ojos, el antropólogo puede verse
abocado a comparar situaciones que, pese a la existencia de diferencias evidentes, le parezcan ser susceptibles de comparación debido a un aire de familia imputable a la historia, a los actores que colocan
sobre el escenario o a las instituciones que hacen
intervenir. La actual globalización, pese a que tenga
la originalidad de haber casi rizado el rizo y de concernir efectivamente a todos los habitantes del pla15
neta, no debería sorprenderle: ha pasado una considerable parte de su vida observando su puesta en
marcha. En realidad, le debe su existencia: en las
colonias, y más tarde en los países de independencia reciente, de las zonas rurales donde se despliegan las operaciones de desarrollo a los barrios de
chabolas de las periferias urbanas, de las aldeas aisladas a los campos de refugiados, de las misiones
católicas a las Iglesias de Pentecostés, de los altares
de fortuna donde se inventan cultos nuevos a las
mezquitas islámicas o islamistas, de los primeros
transistores a la televisión generalizada, no ha cesado de seguir su avance ni de tratar de comprender
sus causas y sus efectos. Él ha sido, históricamente,
después del militar y el misionero, uno de los primeros signos de esa globalización, a pesar de que
no siempre se haya percatado de ello, y del mismo
modo, hoy incurre en la creencia, reproduciendo el
mismo error, de que no tiene nada que decir sobre
ella y de que la globalización equivale al tañido de
su hora postrera, cuando en realidad debería abrirle los ojos respecto a lo que constituye su verdadera vocación y su auténtico objeto.
Algunos antropólogos empiezan a comprender
por fin que su disciplina habrá sido en último término la disciplina del presentimiento, que los antropólogos habrían sido los primeros observadores
de la transición de un siglo a otro, o mejor, del paso
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de una era a otra. La prehistoria del mundo se termina y comienza su historia. Los antropólogos han
sido siempre, sin saberlo, los especialistas de los
comienzos, incluso en el caso de que los comienzos
que estudiasen exhalaran aroma de muerte: al abolir de un plumazo la actualidad de lo que les había
precedido, no se abrían al porvenir más que suscitando nostalgias inmediatas. A partir de ese momento, pudo suceder que, despreciando la atención
que afirmaban prestar al «hecho social total», los
antropólogos se mostraran más sensibles a la belleza de lo que se derrumbaba que a la amplitud de lo
que se anunciaba.
¿Qué tenían ante los ojos? Un erial de ruinas, a
cuyo desorden contribuían al pretender reconstituir
el plan de trabajo que las inspiró y la tarea de construcción de la que no comprendían gran cosa. N o se
trata de que la búsqueda de las lógicas inconscientes
o implícitas fuese en sí misma ilegítima, sino de que
bajo ningún concepto podía presentarse como análisis integral de una realidad actual. Para empezar, en
los años sesenta y setenta, para justificar su presencia sobre el «terreno», los antropólogos, que eran
perfectamente conscientes del carácter incongruente, no contemporáneo, de su iniciativa, decían a sus
informantes y a sus interlocutores que querían «relatar su historia». Esta afirmación -una media verdad o una media mentira- era, por lo general, bien
17
acogida, pero la buena armonía descansaba a partir
de ese momento en un equívoco.
La necesidad de historia era algo que las personas
que iba a visitar el antropólogo experimentaban en
la medida en que, proyectadas hacia un porvenir inimaginable y sometidas a la presión de agentes exteriores que tampoco lo imaginaban más que ellas,
sentían la necesidad de identificarse cuando menos
con su pasado -sin perjuicio, como a menudo ha sucedido, de poder reinventarlo de punta a cabo-. Con
todo, la oscuridad del presente y la incertidumbre
del porvenir eran la razón de esa reinvención.
Por consiguiente, no había duda de que lo que
tenían ante los ojos los antropólogos era una especie de cantera en la cual procedían a levantar el inventario de los mitos y los objetos perdidos, en la
que se elaboraban (sin distinción entre observadores y observados) teorías interpretativas, secuencias históricas y episodios míticos. Pero no dejaba
de ser una cantera. Esto significa que el porvenir,
por muy incierto que fuese, era su razón de ser. Convertidos en desarrollistas, los antropólogos se arriesgaron, en los años sesenta y setenta, a evocar este
porvenir, a identificarlo localmente con el éxito de
pequeñas operaciones tecnológicas, ya tuvieran un
carácter de cooperación o fuesen de otro tipo. Los
futuros beneficiarios del desarrollo echaban a veces
una mano, utilizaban cortocircuitos intelectuales
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como el profetismo, el sincretismo o el mesianismo
-cosa que no les impedía, afortunadamente, gestionar su vida cotidiana del modo menos malo posible, afán en el que se esforzaban, por su parte, los
aprendices del desarrollismo.
Oscilando entre incertidumbres e ignorancias,
entre pasados muy compuestos y un porvenir desconocido,los antropólogos habrían podido encontrarse en la situación en que se ven los arqueólogos
frente a sus excavaciones -algunos pudieron sucumbir a esa tentación- si las personas a las que observaban no les hubieran recordado, llegado el caso,
que también ellos deseaban pensar en su porvenir,
sugiriéndoles incluso, por medio de los mil rodeos
de la invención mítica, del ritual o de la revuelta,
que no había más que un porvenir para todos, un
porvenir que debía compartirse. Éste es el punto en
el que se encuentran hoy los antropólogos. Situados ante el vasto erial que abarca la tierra entera,
perciben bien que el inventario de las ruinas no es
un fin en sí y que lo que cuenta es la invención, a
pesar de que se encuentre sometida a terribles presiones y a efectos de dominio que amenacen su
existencia. La humanidad no está en ruinas, está en
obras. Pertenece aún a la historia. Una historia con
frecuencia trágica, siempre desigual, pero irremediablemente común.
19
Las ruinas y el arte
Cuando llegué al litoral aladiano, en Costa de Marfil, corría el año 1965, descubrí con sorpresa unas
aldeas divididas de forma casi geométrica por la
mitad y en cuatro partes fácilmente apreciables sobre el terreno: una bicoca para el neófito que yo
era. Sin embargo, en jacqueville, la aglomeración
más importante del cordón arenoso que se extendía a lo largo de un centenar de kilómetros al oeste
de Abiyán, entre el mar y la laguna, en el extremo de
cada una de esas cuatro panes, frente al mar, del que
sólo estaban separadas por la playa y algunas hileras
de cocoteros, también me llamó la atención la presencia de ruinas. Ruinas: la palabra venía inmediatamente a los labios ante las altas moradas de piedra despanzurradas y medio derruidas que aún se
21
veían sobresalir detrás de las cabañas de bambú de
la aldea. Estos «palacios» (era el término que se utilizaba para designarlas) habían sido construidos a
fines del siglo XIX y principios del xx para los jefes
de linaje que organizaban el comercio de aceite de
coco. En aquel tiempo significaban su prestigio y
su autoridad (ese prestigio no era escaso, ni esa autoridad, y estos príncipes esclavistas, tras algunas fricciones, habrían de atraerse las simpatías de los colonizadores: uno de ellos fue jefe cantonal durante
años). En 1965, hacía tiempo que nadie se ocupaba
ya de esas ruinas: algunas tuberías medio enterradas en la arena daban testimonio de ese desinterés.
Con todo, al caer la tarde o a la tenue luz del alba,
esas ruinas no carecían de dignidad, centinelas envejecidos que montaban una desusada guardia frente al horizonte vacío en el que sólo se perfilaba, de
cuando en cuando, la silueta alargada de un petrolero de paso.
Las familias a las que pertenecían no se ocupaban de ellas. Habrían podido hacerlo, reedificándolas o, al menos, consolidándolas: no faltaban albañiles de talento en la región y, de hecho, pronto
iba a asistirse a la multiplicación de casas «sólidas»,
algunas de las cuales, más suntuosas que las demás,
sustituían a los «palacios» de antaño para representar
otros prestigios y nuevas formas de autoridad. Sin
embargo, nadie pensó en restaurar las mansiones
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de los antiguos tratantes. La última vez que pasé por
Jacqueville, para asistir a los funerales de Philippe
Yacé, oriundo de esta ciudad, apenas pude adivinar
los restos de una o dos de ellas en el batiburrillo de
construcciones de cemento que había sustituido a la
geometría regular de la aldea de bambú.
Había otras ruinas en la costa marfileña. En
Grand-Lahou, una gran aldea situada más al oeste,
en la desembocadura del Bandama, el cordón lacustre se estrechaba día a día como consecuencia del
brusco y violento empuje del océano (el pueblo fue
reubicado más tarde en la costa firme del continente), y en esa franja se descomponían lentamente los
restos de un cuartel francés (muros de piedra, cubierta de tejas). Una o dos familias habían encontrado refugio en uno de estos edificios y en 1968 me
acogieron en él durante algunos meses. Entonces
aún se podía acceder al primer piso por una escalera
relativamente sólida. Estas construcciones tenían
apenas sesenta años, pero su decrepitud aumentaba
la desolación de esa isla semiabandonada en la que
no residían más que algunos pescadores, algunos
plantadores y dos parejas de libaneses. Una de ellas
regentaba una especie de tienda de ultramarinos en
un edificio de cemento con techo de chapa por el que
me gustaba dejarme caer de vez en cuando porque en
ella podían beberse cervezas heladas y escucharse
las noticias en un aparato de radio. Allí fue donde
23
una tarde, tras varios días de aislamiento, creí soñar
al oír que el general De Gaulle acababa de huir a Baden-Badén y que aparentemente no había ya gobierno en París. Quise volver inmediatamente a Abiyán,
muy excitado ante la idea de comentar las noticias
con algunos amigos (de hecho, íbamos a armar en la
localidad, algo más tarde, nuestro pequeño Mayo
del 68). Pero la barcaza de la tarde había partido hacía tiempo y me quedé en compañía del dueño de la
tienda de ultramarinos y su esposa, una mujer todavía joven, ya entrada en carnes, cuyos hermosos
ojos negros se empañaban de tristeza cuando evocaba su exilio en este rincón perdido: cuando daba
nombre a su desdicha, tenía una forma de prolongar la última sílaba (Grand-Lahou ... ou ... ou) que
me hacía pensar inevitablemente que aullaba a la
Luna. Ésta, madrugadora por estas latitudes, daba
un resplandor metálico a las palmas de los cocoteros y abría huecos de sombra en las ruinas que, por
la noche, parecían más imponentes. La otra pareja,
dos ancianos, parecían esconderse (¿esconderse de
quién en esta soledad?) en el fondo de una cabaña
de chapa: la mujer no salía nunca. Yo me cruzaba de
vez en cuando con su marido, que se arrastraba dando pequeños pasos hasta el embarcadero. Como
no habían hecho fortuna, no podían considerar la
idea de volver al Líbano, y esperaban morir en ese
lugar.
24
En Grand-Bassam, al este de Abiyán, donde el
domingo acudían gustosos los europeos para disfrutar de la arena, del sol y de los restaurantes, varios establecimientos comerciales iban cayendo lentamente
en ruinas por esta época. Algunas de estas construcciones fueron «apañadas» más tarde por cooperativas. Al principio de mi estancia, fui a pasear una o
dos veces por el antiguo cementerio europeo: algunas tumbas emergían aún de entre las arenas invasoras. El abandono le sentaba bien a este lugar, volviendo más perceptible acaso el paso del tiempo y el
extraño destino de tal soldado o marinero de Bretaña muerto de paludismo o de fiebre amarilla en estas
costas, hoy nuevamente abandonadas.
El espectáculo de esas ruinas recientes constituía
una especie de enigma cuya existencia presentí de
inmediato. aunque sin identificar sus términos ni
comprender su naturaleza. Su sombra, la sombra
de una duda. me rozó, para después alejarse, borrarse, porque otras preocupaciones, más urgentes,
requerían mi atención. Si el enigma resurge hoy,
después de más de treinta años, y si me vuelve tan
fácilmente a la memoria el recuerdo de los palacios
aladianos, no es sino al término de dos recorridos
entrelazados cuya secreta afinidad comienzo a entrever. Andando el tiempo he visto otras ruinas o,
al contrario, otras restauraciones. empezando, con
ocasión de esta misma estancia en Costa de Marfil,
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por El Mina y las demás fortalezas portuguesas de
la vecina Ghana (la antigua Costa de Oro), bien
conservadas por los colonizadores ingleses y, más
tarde, por el ejército nacional. Llegué a conocer algo de Grecia, fui a Egipto. Mucho más tarde, descubrí en México y Guatemala unas pirámides rodeadas por la selva, como los templos de Angkor de
Camboya que Denys Lombard me hizo visitar cuando dirigía la Escuela Francesa de Extremo Oriente.
El otro recorrido, en paralelo, dio lugar a mi encuentro con «visionarios»: en Costa de Marfil me
entretuve en casa de unos «profetas» que pretendían
luchar a un tiempo contra los brujos, curar los cuerpos sufrientes, evocar los tiempos nuevos y adaptar
los mitos cristianos. En Togo, país que frecuenté
en los años setenta, los sacerdotes de los vodun se
adjudicaban más o menos la misma tarea, a pesar de
que algunos de ellos prescindían de toda referencia
cristiana. Un poco más tarde, tuve ocasión de ampliar mi experiencia sobre los visionarios en América del Sur, principalmente en Brasil y Venezuela:
había adquirido la costumbre de conversar, como si
no pasara nada, con unos individuos, hombres o
mujeres, que parecían considerar lógico que un extranjero se interesara en su poder de curación, en los
dioses y en los muertos a cuyo encuentro salían casi
todas las noches, en las potencias que les poseían y
se expresaban por su boca --en esa visión que mos26
traba, como las ruinas, la huella del pasado y los estigmas de la derrota.
En los países en los que tradicionalmente trabaja el antropólogo, las ruinas no tienen nombre ni
estatuto. Siempre tienen que ver con los europeos,
que en ocasiones son sus autores, con frecuencia
sus restauradores e, invariablemente, sus visitantes.
Las religiones que a veces denominamos sincréticas
para sugerir que combinan diversas herencias nacieron en su mayoría del contacto con Europa en
todos aquellos continentes cuya colonización emprendió. Al igual que las ruinas, estas religiones no
son el simple resultado de una sustracción, sino
que presentan un conjunto de formas inéditas y
evolutivas que no cesan de metamorfosearse en la
mirada de quien se demora en ellas. y al igual que
las ruinas, las vemos revelar también de forma progresiva su verdadera naturaleza, captar la mirada de
los otros, la de Occidente, y proponerle el espectáculo de su plasticidad y de sus colores: restauradas, vestidas con un traje nuevo, estas religiones se
Cantan y se bailan hoy en los diversos escenarios de
los teatros de Europa o de Estados Unidos, a menos que, emprendiendo el viaje, los turistas desembarquen en los lugares mismos de su nacimiento,
subrayando con su mera presencia su naturaleza
ambivalente -como en el caso, por ejemplo, del candomblé brasileño.
27
Cuando nos interesamos por la historia de Grecia, no nos extraña que el arte haya nacido de la religión. y jean-Pierre Vernant ha mostrado efectivamente que la religión nunca fue tan necesaria como
en la época en que todos sus practicantes estaban adquiriendo conciencia del carácter ficticio. puramente narrativo, de sus mitos fundadores. Siguiendo este
análisis. podría concluirse que el arte se construye
sobre las ruinas de la religión. Pero la experiencia etnológica poscolonial permite ir aun más lejos y sugerir que el propio arte. en sus diversas formas. es
una ruina o una promesa de ruina. y que. por ese
mismo hecho. tal vez tenga siempre. para ser reconocido como tal. necesidad de la mirada de Europa.
¿En qué sentido se encuentra el arte próximo de
la ruina? El diccionario de francés Robert propone,
para la palabra «ruina» o «ruinas», ya que lo más
corriente es que el término se utilice en plural. la definición siguiente: «Vestigios de un edificio antiguo,
degradado o derrumbado», y. en sentido figurado:
«Lo que queda (de lo que ha sido destruido o de lo
que se ha degradado)». Me encuentro ante un retablo antiguo cuya visión me causa cierta emoción:
ésta puede tener algo de convencional, a tal punto el
temor de parecer inculto o insensible puede intimidar al aficionado poco seguro de sí mismo. pero, a
la larga, la sinceridad triunfa en quien ha tenido la
oportunidad de leer un poco, de tener unos amigos
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ilustrados y de frecuentar París. Madrid, Florencia.
Berlín o San Petersburgo: esa sinceridad es lo suficientemente fuerte como para que el aficionado
tenga sus favoritos. como algunos impresionistas,
varios dibujos de Gaya. una Anunciación de Piero
della Francesca. Y la sinceridad crece si tiene la buena fortuna de descubrir. aquí o allá, alguna obra antigua de mucho menor prestigio, por ejemplo, como
a mí me ha ocurrido, algún san Antonio o algún arcángel típicos del barroco sudamericano como los
que pueden adquirirse en Ecuador o Guatemala por
un precio relativamente asequible, ya que han sido
introducidos en el circuito mercantil por razones
diversas, pero, a veces, entremezcladas: robos en las
ruinas de conventos o iglesias derruidas por temblores de tierra, empobrecimiento de las clases burguesas, conversiones frecuentes a la Iglesia de Pentecostés, más resueltamente iconoclastas. Este retablo,
en mi salón, ya me resulta familiar. Le dedico con
frecuencia largas miradas. Me gusta por mil razones
en las que intervienen la estética y, también, desde
luego, la curiosidad, irremediablemente insatisfecha, de conocer su procedencia exacta, su fecha de
ejecución, sus idas y venidas, su historia en suma.
Este cuadro no está degradado. Está materialmente
intacto. Tiene buena apariencia. Y lo mismo ocurre
Con la estatua del arcángel san Miguel, al que le faltan varios dedos y la lanza con la que no obstante
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acaba de golpear al dragón satánico que se retuerce a
sus pies. Aún tiene buen aspecto, unas buenas mejillas sonrosadas y la mirada vacía y risueña que transmite una buena conciencia.
D n retablo, una escultura. Tienen bastantes años,
y esta antigüedad forma parte de su encanto. Si me
enterara de que han sido fabricados en época reciente, me sentiría decepcionado. No obstante, eso
no restaría nada a su estética y, por lo demás, no
tengo intención de venderlos. Sé también que, desde hace siglos, los temas de san Antonio con el niño Jesús en brazos y de san Miguel fulminando al
dragón son estereotipos: generaciones de artistas
indios, en América Latina, no han dejado de reproducirlos. Yo mismo he visto un gran número de
ejemplos en las iglesias de España y de América, en
los museos, en las exposiciones consagradas al arte
barroco. La originalidad de cada obra es relativa.
Todas copian un poco a otras. ¿Tendrían más mérito las copias antiguas que las copias recientes?
Más mérito, no. Pero no son de la misma naturaleza. Los valores que refleja una obra antigua (los valores cosmológicos, pero también la estética que los
transmite, si es preciso con sus tics, con sus amaneramientas) no son ya valores contemporáneos: eso es lo
que se ha degradado, eso es lo que ya ha dejado de hablarnos. La obra habla de su tiempo, pero ya no lo
transmite por entero. Sea cual sea la erudición de
30
quienes la contemplan hoy, jamás la contemplarán
con la mirada de quien la vio por primera vez. Lo que
hoy expresa la obra original es esa carencia, ese vacío,
esa distancia entre la percepción desaparecida y la
percepción actual, una distancia evidentemente ausente en la copia, que de algún modo carece de falta.
Si nos resultan placenteras las tragedias griegas, mucho tiempo después de ese paso de la religión a la ficción del que nos habla Vernanr, cuando esa ficción no
es ya la nuestra, no es en esencia porque, siendo eruditos, identifiquemos sus personajes y sus circunstancias, o porque, siendo moralistas, encontremos en
ellas los abismos y los vértigos de las pasiones humanas: es, de manera más profunda, porque nos hacen
sensibles, fugazmente, a la distancia entre un sentido
pasado, abolido, y una percepción actual, incompleta.
La percepción de esa distancia entre dos incertidumbres, entre dos estados incompletos. constituye
la esencia de nuestro placer, que se encuentra a igual
distancia de la reconstitución histórica y de la actualización con fórceps (Orestes y Antígona en vaqueros, Egisto y Creonte con traje y corbata, etcétera).
La percepción de esta distancia es la percepción del
tiempo, de la evidencia súbita y frágil del tiempo.
que es borrada en un abrir y cerrar de ojos tanto por
la erudición o la restauración (la evidencia ilusoria
del pasado) como por el espectáculo y la puesta al
día (la evidencia ilusoria del presente).
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«Una perturbación
del recuerdo en la Acrópolis»
La carta que Freud escribió a Romain Rolland con
ocasión de su setenta aniversario es un texto extraño
en muchos aspectos.' Freud la escribió en 1936, siendo ya un hombre de edad, y en ella evoca con sobria
emoción el recuerdo de su padre. Recuerdo, olvido.
Ambos aspectos no cesan de imbricarse. Freud relata
una experiencia sucedida en 1904 y que, desde hace
algunos años, no deja de volverle a la memoria. Es el
recuerdo, justamente, de una perturbación del recuerdo.
1. ..Una perturbación del recuerdo en la Acrópolis» (Cana a
Romain Rolland), en Obras completas, vol. XXII, Buenos Aires,
Amorrortu, 1976, págs. 109-221, traducción de José L Etcheverry.
33
Resumo muy rápidamente la experiencia en
cuestión y el análisis que Freud propone. A sugerencia de un amigo, Freud y su hermano, que se encuentran de vacaciones en Trieste, cancelan una visita a la isla de Corfú y optan por encaminarse a
Atenas, donde nunca han estado. Al principio creen
que la cosa es difícil, se sienten indecisos, e incluso
de mal humor, hasta el momento en que compran
sus billetes. El día de su llegada a Atenas, Freud se
encuentra por la tarde en la Acrópolis y una extraña idea le viene a la cabeza: «¡Así que todo esto
existe realmente tal como lo hemos estudiado en
el colegio!». Dicho de otra forma, reacciona como
si, en el colegio, jamás hubiera creído en la existencia real de Atenas y de la Acrópolis. Y, desde
luego, en el mismo momento, duda de esa duda, y
se extraña de ella, y también posteriormente no
cesará de sorprenderle. Y es que él sabe muy bien
que, de hecho, nunca dudó, siendo niño, de la existencia de Atenas.
¿A qué se debe esta «perturbación del recuerdo-!
Freud propone una serie de hipótesis, hipótesis
que, por otra parte, son todas compatibles entre sí.
Podría decirse que, en su época de instituto, había quedado convencido de la realidad histórica de
la ciudad de Atenas, pero que su inconsciente no lo
había creído. La hipótesis, nos dice Freud, es imposible de demostrar.
34
su mal humor de Trieste y
Freud, seguro de アオセ
su idea súbita en la Acrópolis son solidarias, trata
de explicar entonces al primero.
Se trata en su opinión de un caso de «zu sebón
um wabr zu sein» (demasiado bello para ser verdad), una muestra del escepticismo que se experimenta cuando nos sorprende una noticia demasiado buena.
En algunas personas, lo que empuja al naufragio
es, de forma aparentemente paradójica, la realización de un deseo o de una necesidad: estas personas
«fracasan por causa de su éxito». El rechazo interior que ordena el mantenimiento del rechazo exterior puede atribuirse al pesimismo (a la dubitación
sobre el «Destino») o a un sentimiento de culpabilidad, es decir, en último término, a dos materializaciones del superyó en las que se ha depositado «la
instancia represiva de nuestra infancia».
Así se explicaría el mal humor de Trieste. Pero
este mal humor se desvanece ante el espectáculo de
la Acrópolis. La excesiva alegría que Freud siente
en ésta pudo haber provocado un «sentimiento de
extrañeza»: «Lo que aquí veo no es real». Para protegerse de ese sentimiento, Freud produce un enunciado sobre el pasado. Sin duda, en el pasado había
dudado de poder visitar Grecia algún día. Pero, una
vez en la Acrópolis, afirma haber dudado de su realidad misma.
35
De hecho, Preud, en su infancia, dudaba de llegar
a ver algún día Atenas del mismo modo que dudaba
de «abrirse tan airosamente» camino en la vida: «Todo sucede como si, respecto del 'éxito, lo principal
consistiera en llegar más lejos que el padre y como si
siempre hubiese estado prohibido que el padre pudiera ser rebasado». La perturbación del recuerdo es
la expresión de un sentimiento de culpabilidad. Además, el padre de Freud no había realizado estudios
secundarios. Al sentimiento de culpabilidad se une,
en Freud, un sentimiento de piedad filial.
No hay nada que añadir a la demostración de
Preud, a no ser, tal vez, dos observaciones: ¿es indiferente que haya sido el espectáculo de una ruina lo
que haya desencadenado en él el sentimiento de extrañeza (o de extraña familiaridad) y la expresión
de una culpabilidad reprimida? Y, ¿se corresponde
verdaderamente esta ruina con lo que Freud había
aprendido en el colegio?
La Atenas y la Acrópolis de que le hablaban al
Freud que asistía al instituto eran la Atenas y la
Acrópolis históricas, que guardaban escasa relación
con el espectáculo que él tiene ante los ojos cuando
las visita. Sin duda posee un conocimiento y unos
recuerdos de lo que era la vida ateniense en la época
clásica; en suma, no hay duda de que tiene cultura.
Sin embargo, esos conocimientos y recuerdos no
encuentran en el espectáculo de la Atenas actual
36
más que un eco muy debilitado. y por mi parte, yo
sentiría la tentación de atribuir «el asombro gozoso» (es su expresión) de Freud en la Acrópolis al
contraste percibido entre la actualidad del momento
que vive, del lugar en que se encuentra (una Acrópolis en ruinas desde la que se percibe de cuando en
cuando el rumor de la ciudad moderna), y la evidencia incierta del tiempo transcurrido: a una extraordinaria composición en la que el sentimiento del
tiempo puro entra en disputa con las evocaciones
más cultas y más construidas de la historia.
El Partenón acaba de surgir en la cima de la Acrópolis, nuevo como una memoria infiel en la que se
hubieran venido abajo los múltiples pasados mezclados y extraviados de una multiplicidad de invasores;
perennemente nuevo, como si su esencia consistiese
en aparecer derruido, de un blanco resplandeciente,
siempre dispuesto a dejarse descifrar, interpretar,
contar; invariablemente presente, permanentemente
nuevo y siempre más allá o más acá de la decodificación, de las interpretaciones y de los relatos; condenado a sobrevivir a las influencias que suscita -obsesión íntima y patrimonio de la humanidad.
Lo interesante es que, unos años antes, en 1930,
en El malestar en la cultura, Freud había abordado
la cuestión de las ruinas de una ciudad, pero haciendo referencia a Roma, no a Atenas, y con la intención de subrayar en qué diferían éstas de la vida
37
psíquica, en la que «nada [...] puede sepultarse [...];
todo se conserva de algún modo y puede ser traído
a la luz de nuevo en circunstancias apropiadas [...]».2
El visitante más culto, nos dice, podría encontrar en
Roma el muro aureliano casi intacto, pero únicamente hallaría algunos vestigios del recinto de Servio
sacados a la luz por las excavaciones. Sólo mediante
la imaginación podría recomponer la configuración
de la Roma quadrata. Incluso en el caso de que conociese a fondo la Roma de la República, no conseguiría localizar más que el emplazamiento de templos ya desaparecidos, «ni siquiera [ubicaría] las
ruinas auténticas de aquellos monumentos, sino [...]
las de reconstrucciones posteriores». Por el contrario, si Roma fuera un ente psíquico, sería preciso
imaginar que todos los monumentos construidos y
desaparecidos entre la Antigüedad y el Renacimiento aún existen en ella, juntos e intactos: una representación a fin de cuentas imposible, ya que no existe posibilidad de superponer en un mismo espacio
la sucesión histórica. ¿Qué es pues lo que, siendo
niño, imaginó Freud cuando le hablaban de la Atenas clásica? ¿y qué tiene ante los ojos cuando por
fin descubre la Acrópolis? ¿En qué consiste el «todo esto» que evoca cuando se dice: «jAsí que todo
esto existe realmente tal como lo hemos estudiado
en el colegio!»?
Volney necesitó imaginar un genio todopoderoso
capaz de hacerle ver, bajo las apenas legibles marcas
de las ruinas, el resplandor de los imperios desaparecidos. Sus meditaciones sobre las revoluciones de los
imperios, como sucede con todos los ejercicios de
este tipo, más que inspirarse en el espectáculo de las
ruinas, lo trascienden o, de forma más simple, hacen abstracción de él: el paisaje de las ruinas y el
hechizo que éste desprende no tienen nada que ver
con el «todo esto» del que habla Preud, a saber, el estado de una ciudad floreciente en un momento dado y preciso de la historia.
2.•El malestar en la cultura», en Obras completas, vol. XXI,
Buenos Aires, Amorrortu, 1976, p. 70, traducción de José L.
Etcheverry.
38
39
El tiempo y la historia
Estoy en Tikal, Guatemala, y son las cinco de la
mañana. Por seguir los consejos de un guía que había conocido el día anterior, me había presentado
en la entrada del parque cuando todavía era de noche. Y sin embargo, no era la perspectiva de asistir
desde lo alto de una pirámide, como me había sugerido, a la aparición del Sol por encima de la selva
lo que me había empujado a esa expedición solitaria. Era más bien la esperanza de encontrarme solo
precisamente en unos lugares que durante el día
son frecuentados por bastantes familias guatemaltecas y turistas extranjeros. No eran tan numerosos
como lo son en determinados puntos elevados del
mundo, pero su presencia apresurada y parlanchina me había dado no obstante la impresión, refor41
zada por algunos carteles provistos de flechas indien Nャセウ
itinerarios principales, de
cadoras セッャ 」。、 ウ
estar,realIzando una VISIta previamente organizada.
Habla comprobado, como otros, que los templos y
los lugares de sacrificio se encontraban efectivamente en los puntos indicados en el mapa; hahía desciabreviado, las indicaciones y
frado, en un セ。ョオャ
ャセウ 」_ュ・ョエセッウ
que, al acaparar mi atención, hab.l:m ImpedIdo que me abandonara a la contemplaCIOn de ・ウッセ
セオァ。イ・ウN
un poco al modo en que, en un
museo, el vャsiエ。ョセ・
ュゥョセ」ッウL
tras mucho descifrar,
セ。イ
no confundir los Siglos y los estilos, las etiqueal soporte de las vasijas y las esculturas
ntas 。、ッウセ
アオ・Nセ。
venido a ver, deja finalmente que su deseo se
debilite y que su mirada se deslice, ya sin detenerse
en la superficie de las cosas.
'
La selva, la apremiante y espesa selva de la q
'bl e evad'Irse más que levantando la vista
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no セイ。 ーセsャ
hacia la CImade los árboles, fina puntilla de hojas y
de イ。セウ
entrelazadas que la protegía del cielo como
una ヲセィァイ。ョ
de desigual transparencia, había sido
detenida, se la había hecho retroceder unos cuantos
metros de los monumentos, como en el claro abierto a la entrada del parque para construir el hotel .
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mas
"
ーセックャュ
e su emplazamiento. La víspera había
カャウエセ
ウセィイ
del monte bajo, casi acostumbrados, nada nffiIdos, a unos animales que se acercaban a por
los trozos de pan o de galletas que les daban los ni42
ños, los enamorados y, con mayor parsimonia, las
madres de familia: ardillas, monitos y, también, extrañas familias de pisotes, mamíferos pelirrojos o
pardos del tamaño de una liebre que estiraban en dirección a la merienda de los niños o de los bolsos de
los adultos su nariz alargada, húmeda y temblorosa.
En la soledad del alba, los templos y las pirámides
presentaban un aspecto ya casi familiar. Bonachones, indulgentes, dominaban los retozos de los animalitos que, agitándose en todas direcciones a sus
pies, daban la impresión de abandonarse al puro placer del juego, tan vivas eran sus disputas, tan bruscas
sus aceleraciones y sus frenazos. U na especie de zorrito y una ardilla que llevaban un buen rato persiguiéndose me rozaron las piernas sin dignarse a dirigirme una mirada. Sentado en mi rincón, yo mismo
me había convertido en un templo o en una pirámide en miniatura, en un dios bondadoso, en un testigo próximo y lejano a un tiempo. Durante unos segundos, me vi invadido por el sentimiento animal
de intimidad y de inmanencia del que habla Bataille
en su Teoría de la religión:* precisamente el mismo
que me parecía transmitir la exuberancia de la fauna que me envolvía sin prestarme atención.
Me levanté, rodeé la pirámide poéticamente denominada «pirámide de los mundos perdidos» y me
". Traducción de Fernando Savater, Taurus, Madrid, 1986.
(N dd 7.)
43
deslicé bajo los árboles para tratar de vislumbrar a
los monos aulladores, cuyo grito crecía, a intervalos
regulares, como el rumor de un huracán antes de interrumpirse de golpe ", Tras largos minutos de espera, en un boquete abierto en la vegetación a unos
cien o doscientos metros, vi pasar de un árbol a otro
sus siluetas extrañamente gráciles, unas sombras súbitamente mudas cuya fugaz visión me conmovió.
Más tarde me pregunté sobre la serenidad que
me había comunicado ese momento de soledad. La
selva tropical puede ser sucesivamente opresiva, seductora o agresiva. Nunca es un oasis de paz. De
hecho, apenas me había aventurado en ella y sólo
muy rara vez había perdido de vista los monumenエセウ que ella rod.eaba, estas ruinas singulares y escogidas, ケセ アセ・L
bien se sabía, una ciudad entera y miles セ・ edificios permanecían ocultos bajo la inmensa
cubierta vegetal.
¿A qué pasado me remitían esas ruinas? A un
pasado maya sobre el cual distintos manuales me
ィN。セ「■ョ
d.ado 。ャセョ
información, pero cuya duraCIOn (casi dos milenios] me privaba de toda retcren- . Como se sabe, además, todos los reyes consエイuQセョ
sus monumentos sobre las ruinas de los que
hablan l:vantado sus predecesores, ruinas que, en
lo ウオ」・iセッL
se convenían en el nuevo basamento.
De esta CIUdad enterrada bajo la selva y dispersada
en el transcurso de los siglos no tenía por tanto nin44
guna idea, ninguna imagen, como tampoco las tenía de los miles de habitantes (10.000 en el centro,
100.000 en el conjunto de la conurhación) que, según dicen los especialistas, habían ocupado aquí un
espacio de una treintena de kilómetros 」オ。、イ セッ N
El lugar que me fascinaba (templos, estelas y pIraエ。セᆳ
mides, junto al claro del bosque) no tenía, セッイ
ro, hablando con propiedad, ninguna existencia
histórica, no me restituía ningún pasado: como tal
excapasado era algo inédito (ya que las ーイゥュセ。ウ
vaciones databan de finales de los años cincuenta).
Hacía mucho tiempo que la invasión de la selva ィセᆳ
bía certificado la muerte de la ciudadela desaparecida. Lo que emergía de ella aquí y allá, esa mezcla de
piedras y de naturaleza vegetal, no tenía más セオ・
algunos años de existencia y no guardaba ウ・ュ Iセᆳ
za alguna, ni de cerca ni de lejos, con una reconstitución histórica.
Contemplar unas ruinas no es hacer un viaje en
la historia sino vivir la experiencia del tiempo, del
tiempo ーセイッN
En su vertiente pasada, la ィゥウエッイセ。
es
demasiado rica, demasiado múltiple y demasiado
profunda para reducirse al signo de piedra que ha
escapado de ella, objeto perdido como los que reen sus corcuperan los arqueólogos que イ・「セウ」。ョ
tes espacio-temporales. En la vertiente presente del
tiempo, la emoción es de orden estét.ico, pero el espectáculo de la naturaleza se combina en esa ver45
tiente con el de lo, vesngros
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46
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hacia lo intemporal. El tiempo «puro» eS ese tiempo
sin historia del que únicamente puede tomar conciencia el individuo y del que puede obtener una fugaz intuición gracias al espectáculo de las ruinas.
En abril de 1995, un año antes de dirigirme a
r
Guatemala Y a Tikal, arrastrado hasta Angko Vat
por Denys Lombard, había descubierto otro paisaje de ruinas sobre el que se atareaban numerosv't
especialistas, Uno de ellos proponía la expresión
«arquitectura dérmica» para referirse al palacio (el
mismo que Claudel ridiculizaba llamándolo de las
«piñas»), queriendo significar con ello que el conjunto parecía haber sido más esculpido para ser visto que funcionalmente concebido para ser habitado. OtrO me hizo notar que los muros estaban mal
cOIlStrUidos, que las esculturas que imitaban en trampantojo cortinas y ventanas también evidenciaban
apresuramiento, como si hubiera quedado inscrita
en la piedra la precipitación del fin de un reino amenazado. Yo, por mi parte, me atenía a mi primera
impresión, la de un paisaje de tarjeta postal cuya
existencia verdadera, un poco al modo de Freud en
la Acrópolis, me extrañaba, como si no acabara de
creerme que lo tuviera ante los ojos, al alcance de la
mano, y pudiera recorrerlo en todos los sentidos en
lo que en poco tiempo iba a convertirse en una familiaridad tan alegre como tímida: en esa época.,
nningún turista frecuentaba los parajes Y yo me co
47
taba entre los escasos investigadores cuya presencia
era admitida; es más, en principio estábamos incluso
protegidos por una pequeña escolta militar Cuya indolencia resultaba más bien tranquilizadora, Denys
Lombard me había prometido Un momento mítico: una noche sobre el Bayon para beber champán
aja luz de la luna llena. Disfrutamos de nuestro Bayen, del champán y de la noche, No hubo luna llena, sino el recuerdo de un día un tanto brumoso en
el que, por mi parte, había descubierto el Baphuon
Y su Buda recostado hecho con piedras tomadas de
Otras partes del edificio -el «templo del rey leproso», en el que se había construido Un nueva muro
sobre el antiguo-, y también algunos emplazamien_
tos dispersos, bastante alejados, Cuya razón de ser
era incapaz de comprender, ya que no tenía medios
para hacerlo, pero cuya elegante singularidad se imponía a la vista en la campiña desierta: la gran avenida y las esculturas de Banteay Samre, el estanque de
CUatrofuentes de Neak Pean. En resumen, una vaguedad temporal que sólo la lectura atenta de guías
muy eruditas podía disipar, pero que se difundía
por el paisaje, ame los ojos del espectador ingenuo,
Como una bruma poética y engañosa. La escenifica_
ción del porvenir inmediato (cuyos efectos, imagino, deben poder medirse hoy sobre el terreno) añadía matices a este retablo ya de por sí complejo. Lo
que visitaba era una obra en construcción. Se procs;
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50
la historia al que es sensible el individuo que las
contempla, como si ese tiempo le ayudase a comprender la duración que transcurre en sí mismo.
Camus escribió antes de la guerra la mayoría de los
ensayos que posteriormente quedaron reunidos en
Nupcias y en Elverano. La felicidad que siente en upasa, con el deslumbramiento de la primavera, guarda relación con la experiencia de un paisaje en el
que las ruinas de una ciudad romana próxima a Argel se mezclan tan íntimamente con la naturaleza
que parecen fundirse y formar parte de ella: «En el
matrimonio de las ruinas con la primavera, las ruinas han vuelto a convertirse en piedras y, perdiendo
el lustre que les impuso el hombre, han regresado
de nuevo a la naturaleza».' Ha tenido que transcurrir mucho tiempo para que les abandone su pasado: «[...] los muchos años han devuelto las ruinas a
la casa de su madre». En un lugar al que le gusta ir a
pasar el día, Camus experimenta una voluptuosidad panteísta, tiene la intuición de una armonía carnal con lo que le rodea. De forma un tanto similar a
lo que le sucede a Rousseau mientras está a orillas
del lago Bienne, Camus pierde en este lugar hasta el
1. Noces, al que sigue, L'Été, Gallimard, colección ..Folio",
1972, pág. 13. [Versión castellana; Nupcias, en Obras, José Maña
Guelbenzu (ccrnp.), traducción de Rafael Chirbes,Alianza, vol. 1,
19%, pág. 72; Y..Retomo a Tipasa .., El verano, en Obras, traducción de Rafael Chirbes, vol. 3, págs. 597 y 599. (N. del T.)J
51
sentimiento de la individualidad social, de la identidad.
Con todo. el tiempo no queda totalmente abolido, ya que la presencia de las ruinas evita que el
paisaje se abisme en la indeterminación de una naturaleza sin hombres. y tal vez sea ella la que. paradójicamente, permita oponer más tarde a Camus,
cuando regrese a Tipasa (en 1952, la historia está
cambiando en Arge1ia).las «colinas del espíritu» a
las «capitales del crimen»: «Vivo Con mi familia.
que cree reinar sobre ciudades ricas y espantosas,
construidas con piedras y brumas. Día y noche habla en voz alta, y todo se doblega ante ella, que no
se doblega ante nada: es sorda a todos los secretos».
Los «secretos» se encuentran en la Zona de Tipasa,
en la Zona de las ruinas. del paisaje donde se entremezclan el sol, los olivos, las piedras y el mar, en la
zona del tiempo puro, cuando no abolido, que permite escapar al tiempo que pasa, al tiempo de la
historia (e Yo había sabido siempre que las ruinas
de Tipasa eran más jóvenes que nuestras obras en
construcción o nuestros escombros»).2 Sin embargo, 10 que hay que vivir es la historia. el tiempo impuro de la historia. Camus, pese al deslumbramiento
de Tipasa, nunca podrá sentirse extraño a su familia,
la de las «ciudades ricas y espantosas»: nunca se ve-
rá, en suma, expu lsado del tiempo puro en dirección de la historia.
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La experiencia que tiene Camus de セウャ rumas,Y
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2. <Retour ií. Tipasa.., en Noces, op. cit., pág. 164. [«Retorno
a Tipasa.., op. cit., loe. cit. (N. del 7:)1
52
53
«In the Mood for Love»
In the Mood [or Looe [Deseando amar], del realizador Wong Kar-wai, o el vértigo de la ruina.
El amor posible pero no realizado comprueba
su verdadera naturaleza cuando se transforma en
recuerdo -un recuerdo prácticamente desprovisto de
contenido: emociones, situaciones ambiguas, roces-.
El amor -a distancia, declarado, convertido en algo
definitivamente imposible- se convierte en aquello
que nunca ha dejado de querer ser: un puro goce de
lo inactual, de aquello que en el fondo no es más
que un goce del tiempo puro, un goce nacido del
contraste entre el recuerdo de un amor que habría
podido existir, que podría haber extraído alguna
apariencia de sentido al no haberse realizado (eNosotros no somos como ellos», dice la señora Charro
55
aludiendo a las relaciones sexuales de su marido con
la mujer del señor Chow, su «amante», en el sentido del siglo XVII), y la constatación de su doble no
actualidad presente: al sustituir el escrúpulo psicológico por el alejamiento geográfico, no tiene lugar,
literalmente, para existir y, sin duda, la idea misma
de la renuncia, que confería nobleza a la abstinencia, habrá perdido así todo sentido. Otra historia
hubiera sido posible, pero simplemente no tuvo lugar, y ya ha dejado de ser posible. La virtualidad
del amor se contempla de lejos, en el momento en
que, convertida en ruina, deja de ser una virtualidad.
Es preciso añadir que el deseo de ruina socavaba
desde el principio la tentación amorosa. Éste es el
sentido de lo que los dos héroes llaman el «ensayo», en la acepción teatral del término. Represenエセョ
una primera vez una escena de separación que
figura en la novela de caballerías escrita por el señor
Chow, y, una segunda vez, para prepararse a ella, su
separación inminente. En ambos casos, la emoción
sumerge a la señora Chan: su emoción guarda relación con el hecho de que percibe en este «juego» la
verdad de su amor, un amor que amenaza ruina
desde el principio porque desde el principio ha sido concebido como la ruina en que habrá de convertirse. Nunca habrá quedado tan bien ilustrada la
ambivalencia de la palabra «ensayo» -que sólo re56
pite el pasado para proyectarse al futuro, aunque
en este caso se trate de un antefuturo.
De ahí el alcance del gesto simbólico consumado infine (unas cuantas semanas más tarde en Camboya) por el héroe, el señor Chow, que confía su
secreto, no a la cavidad de un árbol, como quiere la
tradición que él mismo había recordado anteriormente a la señora Chan, sino a la cavidad de una
columna de un templo derruido en Angkor. El espectáculo de estas suntuosas ruinas no despierta en
quien las contempla ningún recuerdo propiamente
dicho. Por el contrario, le conmueve en lo más
hondo la evidencia de un tiempo sin objeto que no
es el tiempo de ninguna historia.
57
Turismo y viaje,
paisaje y escritura
Si el turismo es hoy un objeto de reflexión particularmente interesante es porque su desarrollo, espectacular, es paralelo al de nuestra nueva modernidad.
A veces me ha dado por denominar sobremodernidad a esta nueva modernidad debido a que me parecía
que prolongaba, aceleraba y complicaba los efectos
de la modernidad tal como fue concebida en los siglos XVIII y XIX. La sobremodemidad sería el efecto
combinado de una aceleración de la historia, de una
retracción del espacio y de una individualización de
los destinos. Estos tres factores son a su vez complejos: si tenemos la sensación de que la historia se
acelera es porque, cada día, llegan a nuestro conoci59
miento nuevos acontecimientos. Si tenemos la sensación de que el planeta encoge se debe a las mismas
razones, pero, igualmente, al desarrollo de los medios de transporte, de la circulación de las imágenes
y, también, de nuestra toma de conciencia planetaria, una toma de conciencia que, a su vez, se halla ligada a la exploración del espacio y a las inquietudes
ecológicas.
y en cuanto a la individualización de los destinos, diremos que puede ponerse en relación con el
sistema económico global y con las nuevas formas
de consumo y de comunicación.
El turismo ilustra de manera ejemplar ciertos aspectos de esta sobremodernidad: es evidente que le
afecta la nueva facilidad de circulación planetaria.
La apenura del planeta entero al turismo se ve reforzada por la circulación de la información y de
las imágenes. Incluso los países «cerrados» desde el
punto de vista político se abren en general al turismo. Los viajes, en suma, aparecen presentados como
un «producto» más o menos elaborado que los individuos pueden adquirir.
Más allá de este ejemplo, el turismo representa y
reproduce un cierto número de ambivalencias y de
ambigüedades características de nuestra época.
La primera ambivalencia es la del mundo que ve
amplificarse simultáneamente el turismo y los grandes movimientos migratorios. El turismo adquiere
60
día a día una importancia creciente, y hay países
que, hace algunos años, eran importadores de turistas que hoy se han convertido también en exportadores de turistas. La mayoría de los turistas, con
todo, pertenece a las zonas económicamente más
desarrolladas del planeta, y una buena parte de ellos
viaja a los países que los emigrantes abandonan por
razones económicas o políticas. Estos dos amplios
movimientos, el turismo y la migración, de carácter
explícitamente provisional el primero y aspirante el
segundo a una larga duración o a la permanencia,
definen la ambivalencia de un mundo en el que no
deja de aumentar la distancia entre los más ricos de
los ricos y los más pobres de los pobres.
No obstante, y mirándolo de cerca, nuestro mundo es quizá menos móvil de lo que parece. La profesión o la pobreza fijan una residencia a la mayoría de los seres humanos. En las zonas del globo
tocadas por la violencia, pero que, en algunos casos, siguen siendo un destino turístico, se constata
la existencia de un gran número de refugiados, ya
provengan de un país vecino, ya se encuentren en el
interior de un mismo país, como en el caso de los
«desplazados» de Colombia. Hoy, millones de individuos viven en campamentos.
Esta visión de conjunto, descrita sin duda a grandes rasgos, constituye el telón de fondo sobre el
cual se inscriben los recorridos turísticos, y si lo te61
nemos en mente logramos escapar a la ilusión que
afirmaría que los viajes son necesariamente una fuente de experiencia y de saber. Con bastante lógica, han
sido más bien concebidos y organizados para evitar
todo COntacto con los sectores más perturbadores
de los países que atraviesan.
La segunda ambivalencia pertenece a un orden
completamente diferente. El turismo, al igual que
otros fenómenos sociales, conjuga a su manera la
oposición de lo local y lo global. En los propios países en los que es notable el impulso del turismo con
destino al extranjero, la voluntad de atraer al lugar
a los turistas nacionales y foráneos se afirma y se
exhibe cada vez con mayor nitidez. Francia constituye en este sentido un buen ejemplo. A pesar de la
forma de la red de carreteras, que los evita cada vez
más, hasta los menores pueblecitos tratan de resaltar sus tesoros. Por otro lado, las publicidades,los
reportajes escritos o televisados evocan el encanto
de los destinos más lejanos. Pese a que los franceses
viajan menos que algunos de sus vecinos, hay pocas familias burguesas que no hayan probado los
encantos de California, de Tailandia o de las Antillas. Existe una literatura que sólo aborda el mundo
en función de sus capacidades de acogida turística.
A los ojos de los occidentales, la India, el Tíbet o el
Sahara existen antes que nada por el turismo de aventura y el excursionismo. De este modo, se esboza
62
un planisferio muy particular, un mapa de ocios y
de exotismo programado al cual se añaden algunos
puntos relevantes más recientes. A escala planetaria' el museo de Bilbao y la pirámide del Louvre,
como acontecimientos arquitectónicos, prolongan
una historia inmemorial que las excavaciones arqueológicas y las restauraciones enriquecen 、■セ
a
día. El mapa del turismo mundial hace malabarismos tanto con el tiempo como con el espacio, y de
Luxor a Palenque, de Angkor a Tikal, o de la Acrópolis a la Isla de Pascua, la idea de un patrimonio
cultural de la humanidad va tomando cuerpo, pese
a que este patrimonio, al relativizar el tiempo y el
espacio, se presente antes que nada como un objeto
de consumo más o menos desprovisto de contexto,
o cuyo verdadero contexto es el mundo de la circulación planetaria al que tienen acceso los turistas
más acomodados desde el punto de vista económico y más curiosos desde el pumo de vista intelectual, el mundo en el que los criterios del confort o
del lujo uniformizan lo cotidiano: de un confín a
otro del planeta, los aeropuertos, los aviones y las
cadenas hoteleras ubican bajo el signo de lo idéntico' o de lo comparable, la diversidad geográfica y
cultural.
Lo que aquí se produce es ante todo una variación de escala. El turismo es como la política: hacer
política consiste tal vez en que uno se ocupe de su
63
pueblo o de su barrio, pero puede ser también participar en la definición de los grandes equilibrios
mundiales. Nuestro planeta se ha vuelto pequeño y
esto estimula tanto el deseo de permanecer en casa
como el de recorrerlo en todas direcciones.
La tercera ambivalencia sería la de la ida y la vuelta, la del pasado y el futuro: de nuevo estamos aquí
ante una ambivalencia que puede expresarse de forma espacial, pero cuya sustancia es temporal. Los
viajeros literarios del siglo XIX abrieron el camino
en este terreno, en la medida en que, viajando para
escribir, para contar su viaje. relataban el sentido
que hace de él algo dependiente del regreso y de la
mirada retrospectiva en la que habrá de construirse. Desde la misma partida, se expresaban ya en antefururo. Algunas páginas de Chateaubriand o de
Flaubert son en este aspecto muy reveladoras. Con
todo. es sin duda posible remontarse más todavía y
considerar que los viajes de descubrimiento, inspirados por la curiosidad científica o por el anhelo de
ganancias, incluían la necesidad del regreso en la partida.
Esta cuestión resulta aún más evidente con el turismo, actividad de ocio limitada en el tiempo. Las
vacaciones son un momento esperado. Sin duda ayudan a mucha gente a soportar su vida cotidiana, su
vida de trabajo. asignándole un intervalo soleado.
Pero es un momento medido: esta medida forma
64
incluso parte de la definición de las vacaciones o
del permiso (<<Sólo nos vamos.dos ウ・ュ。セ[
nos セ。ᆳ
mas a pasar tres días a Venecia, ocho días a la meve», etcétera).
.
Hoy la imagen confiere su color セZイエQ」オャ。
a セ。
tensión entre espera y recuerdo, tensión que 」セ
tituye, desde la partida, la ambivalen.cia,del VIaJe.
Antes de la partida hay numerosas lmagenes".Se
muestran en tropel en las paredes de nuestras CiUdudes, y. desde luego. en la televisión. En la.s agencias turísticas, los folletos, los catálogos e incluso
los recorridos virtuales que, en ー。ョエャセL
pueden ya
hacerse en las mejor equipadas. permiten ver antes
de ir para volver a ver. El viaje se parecerá pronto a
una verificación: para no decepcionar, lo real deberá parecerse a su imagen.
.
No obstante. la fabricación de recuerdos SIgue
siendo una parte importante, aquélla a la que con
frecuencia se dedica la mayoría de los que ・ューイセ ᆳ
den una actividad turística. Los aparatos Iotográficos, las cámaras de todo tipo. cada día_ más ー・セ」ᆳ
cionadas y fáciles de manejar,.、・ウZョーNセ。
el ュャウセ
papel que la observación, la iュ。ァセcャoョ
Yla escn
tura en los viajeros literarios del siglo XIX: al ser
proyectadas al regresar. 1as diraposa" セ。 s y las secuencias filmadas constituirán la oceston, no.de revivir el pasado, sino de relatarlo, de convertlrl? ・セ
narración, en historia provista de momentos algl65
dos y de peripecias. la ocasión de darle, a veces, una
tonalidad mítica y de situar sobre el escenario a algunos personajes.
Esta fabricación de imágenes (y de recuerdos)
resulta tan acaparadora para algunos que podría
decirse que viajan entre dos series de imágenes: las
que vieron antes de su partida y las que verán a su
vuelta (las suyas. aquéllas de las que se consideran
autores). El tiempo intermedio es el tiempo de la
fabricación de las imágenes. Transcurre en un espacio que es a su vez intermedio. el de la estancia o la
caminata, un espacio en el que el viajero fotógrafo
o cineasta ve lo esencial de lo que ve a través del visor de su cámara o de su pantalla de control.
En una época en la que el espacio público se encuentra en buena medida invadido por la imagen,
en la que el espacio público es tributario de la imagen. la «pulsión escópica» de quienes parecen soñar
con meter el mundo en su caja negra tiene el valor de
un síntoma. Con su actitud, proclaman su adhesión
o セオ ウオセゥ_ョ
a un mundo en el que la opinión pública es incitada a formarse en la televisión. Dado
que sueñan con ser vistos por ella, reconociendo de
ese modo el poder que ejercen sobre ellos los cazadores de planos, no deberían ignorar que, al esforzarse en filmar el mundo. pretenden dominarlo doュゥセ。イ
.menos a aquellos a quienes filman ーセイ
su
traje «t1pICO», por su exotismo o por sus bellos ojos.
:1
66
y en este terreno. nada pueden cambiar todas las
buenas intenciones del mundo: incluso a su pesar,
el turista occidental, con su estuche en bandolera y
con su cámara en el ojo, aliena tanto como se aliena él mismo, y quienes se niegan a ser filmados por
él o exigen que se les pague para dejarse retratar
tienen una conciencia más clara que él del estado
de las relaciones de fuerza en el mundo contemporáneo.
El encanto de los destinos lejanos se debe en
parte a la ilusión que nos induce a creer que viajar
permite conocer a los demás. En la inmensa mayoría de los casos se trata de una ilusión, y de una ilusión casi inevitable, que, por el hecho de recurrir a
la cámara, revela su naturaleza: aunque los otros
puedan ser, debieran ser, un objeto propicio para el
encuentro, no sabrían ser un objeto de visita, como
las fieras de Kenia o las cataratas del Niágara. La
cámara expresa entonces un malentendido más profundo del que ella misma no es sino una modalidad
más. Aquéllos a los que se va a filmar no son a su
vez más que una ilusión, una ilusión que responde
al deseo de los visitantes: ilusión de lo pintoresco,
ilusión de tipismo. La verdad de esa ilusión vuelve
a encontrarse en las estadísticas mundiales, pero
también entre los emigrados, ilegales o no, o en las
situaciones de violencia de las que nos informa la
televisión episódicamente. Si sólo estuviésemos ani67
mados por el deseo de conocer a los otros, podríamos hacerlo fácilmente, sin salir de nuestras fronteras' en nuestras ciudades y nuestros barrios.
También se da el caso de que la ilusión sea consciente, explícita y elaborada. El turismo se reduce
entonces a la visita de una ficción poblada de falsos
otros, de copias. La cuarta ambivalencia del turismo, que es también la de nuestro mundo en general, es la ambivalencia de lo real y de su copia en el
momento en que las copias son cada vez más realistas yen. que lo real se halla cada vez más penetrado
por el simulacro y la ficción.
Las Vegas es tan célebre por sus reproducciones
de ュ_ョセ・エッウ
europeos COmo por sus juegos. Por
consiguiente, uno va allí expresamente para ver copIas, copias situadas, hay que decirlo, en un entorno
particular que desde hace tiempo representa una especie de mito para numerosos visitantes. Los parques creados por Disney imitan también lo real incluso en los casos en que lo remedan en un segundo
ァセ。、ッL
セ encarnar a personajes de cuentos
o エ・イ」セ
y de dibujos animados. Una ciudad falsa, una calle
falsa, unos comercios de verdad, un falso Misisipí,
unos falsos personajes, unos empleados de verdad, unos restaurantes de verdad y Unos hoteles de
セ・イ、Z
esta mezcla no está destinada de forma priorrtarra a los niños, sino a sus padres. La cuestión
que podemos plantearnos es la siguiente: ¿qué es lo
68
que empuja a nuestros contemporáneos a dejarse
seducir por una pura ficción?
El éxito comercial de los parques en los que se
proponen simulacros del presente o de la histoó él
,. dee Ios
corresponde al esplntu
os ti
tiempos, pero este eS'
píritu de los tiempos se encuentra ゥァオ。ャュセョエ・
ーZ・セ
sente en todos los aspectos y en todas las dimensic"
nes de la actividad turística. El espíritu del tiempo
.
.
se
consiste, antes ql1e nada, en la preemmencla que
concede al presente sobre el pasado y sobre elfuturo, un espíritu de consumo inmediato que se aviep.e
muy bien con la conversión del mundo en ・ウーセᆳ
táculo. La transformación en espectáculo se man!"
fiesta a otras escalas y de diversas formas: en el enlucido de los inmuebles, en las ciudades embelleciJas
con flores en la restauración de las ruinas, en los es,
I ·1 . . es
pectáculos de «luz y sonido», en as I urrunacion ,
.
. "to
d·icionarme
en los parques regionales, en eI 。」セョ
ela protección de los grandes paraJes naturales, 1?
Y
.,
di
.,
dela
ro también en la expresión me iante rmagcnes
··pto
actualidad, en la simultaneidad di
e acontecmue .
vél
de su representación en la vida política, deporP
Y
. .
o artística. Al Invitarnos
a consiiderar a Ios polí ti.·COS
como actores o personajes, y al espacio público セッᆳ
mo espacio del público en el sentido teatral del ter.
, I h que
mino esta transformación en espectacu o ace
,
"
pue
la frontera entre lo real y su representación, e
. sea cad a díla mas porosa. Esupa
lo real y la ficción
69
transformación que tiene efectos perversos. El matiz le es ajeno: si la diversidad es su materia prima, la
trata siempre del mismo modo. Con el mismo lenguaje, con el mismo estilo, de manera uniforme -un
poco como el modisto que, reuniendo a su gusto las
piezas de un rompecabezas, confecciona siempre,
en mayor o menor medida. el mismo vestido.
La uniformidad, en suma, es el precio de la diversidad si ésta se aprehende de forma superficial.
Ahora bien. este carácter superficial es a su vez consecuencia de la globalización de las imágenes y de la
información. El encogimiento del planeta guarda
relación con el tratamiento «global- de las situaciones, de las coyunturas y de los problemas. A pesar
de algunos amagos, el espacio planetario no es aún
un espacio público en el que pueda formarse una
opinión. En consecuencia. ese espacio se vuelve, un
poco en todas panes. objeto de informaciones superficiales. Los acontecimientos cambian de sentido según se aprehendan a escala local, nacional o
planetaria. Nosotros creemos saber algo del mundo y de los otros, pero este conocimiento se expresa por medio de grandes abstracciones -la violencia. la miseria. el subdesarrollo, la emigración- que
no resisten la evidencia concreta. local y momentánea del confort, del sol, de las playas y del paisaje.
Forzando un poco las cosas. podría decirse que el
mundo actual se divide en dos tipos de espacio: los
70
no lugares refugio (Ios de los campamentos, los de
la migración, los de la huida) y los no lugares de la
imagen (de la imagen que sustituye a la imaginación a través de los simulacros y de las copias).
Si nos quedáramos en esta visión pesimista. nos
veríamos abocados a pensar que todo viaje, incluso
en el caso de que conlleve el desplazamiento del
cuerpo, es inmóvil en el sentido de que no mueve
ni el espíritu ni la imaginación. Podríamos entonces avanzar algo más en el pesimismo y añadir que
el viaje inmóvil en el estricto sentido físico del término es a su vez imposible. porque nuestra imaginación se encuentra saturada por las imágenes. Yo
había sugerido en La guerra de los sueños" que los
tres polos del imaginario (el imaginario individual,
el imaginario colectivo y el imaginario de creación
o, lo que es lo mismo: los sueños, los mitos y las
obras) debían permanecer relacionados. irrigarse
unos a otros, para sobrevivir. Y había expresado la
inquietud de ver cómo hoy. poco a poco,la imagen
sustituye a los mitos (a los mitos de origen o de
porvenir. a los mitos religiosos o políticos) y a las
obras (convertidas en productos de consumo y tributarias de una industria): ¿qué quedaría entonces
de lo imaginario y de los sueños individuales?
;} Traducción de Alberto Luis Bixio, revisada por Margarita
N. Mizraji, Gedisa, Barcelona, 1998. (N. del T.)
71
¿Dónde queda situado el viaje en relación con estos tres polos? Para abreviar, podríamos decir que
inicialmente es un viaje de descubrimiento y que luego lo es de conquista de los otros, algo que Occidente ha ilustrado de forma muy particular al tratar de
colonizar el mundo: el encuentro con los otros , en
este sentido, ha sido un fracaso, ya que, finalmente,
la conquista ha tenido como objetivo su sometimiento o su asimilación. Este vicio inicial no ha sido eliminado y algunas formas de turismo se hallan aún
marcadas por un complejo de superioridad de los
turistas respecto a aquéllos cuyo país visitan. El imaginario del viaje de descubrimiento-conquista tenía
mucho que ver con determinados mitos colectivos
(el exotismo, el sueño colonial, el imperio) y con
los sueños de algunos individuos emprendedores
(los grandes viajeros). No hace falta decir que, en el
imaginario del viaje contemporáneo, este imaginario
de descubrimiento-conquista no existe ya sino bajo
una forma caricaturesca y reducida. De forma paradójica y cruel, tal vez no volvamos a encontrar el
sueño colectivo e individual más que en ciertos emigrantes que, al prolongar el sueño americano, esperan transformar su vida huyendo a otro lugar.
Hay otra forma de viaje -ilustrada en el siglo
xiセ
por la categoría de los viajeros literarios- que se
onenta más bien hacia eldescubrimiento de uno mismo. Los jóvenes burgueses franceses del siglo XIX
72
se curaban de su melancolía yendo a Italia a contemplar las ruinas. El viaje era, sobre todo, de Chateaubriand a Elaubert, ocasión y pretexto para la
obra, para una experiencia de uno mismo obtenida
con el viento favorable de la desorientación producida por el cambio de país, una experiencia cuyo
resultado (novela, diario) procedía de un doble desplazamiento: un desplazamiento en el espacio, evidentemente -pero este desplazamiento es relativo,
ya que la obra no se escribe, o al menos no se termina, más que al regreso-, y un desplazamiento por el
interior de uno mismo. Desde este último punto de
vista, el viaje y la obra son idénticos: quien hace el
viaje o quien escribe la obra no es ya, o piensa no
ser ya, exactamente el mismo antes y después del
Viaje.
Sin duda, este sueño individual, ya sea el del descubrimiento o el de la construcción de uno mismo
por medio del viaje, no se encuentra del todo ausente en la imaginación de quienes quieren desplazarse por el desierto, recorrer el Himalaya, o hacer
frente a otros desafíos físicos. Sin embargo, en lo
sucesivo, todo conspira para cambiar la naturaleza de
lo que puede entenderse por «conocimiento o descubrimiento del otro» y por «construcción o descubrimiento de uno mismo».
La mayoría de los ritos que pueden observarse
en las diversas sociedades del mundo tienen como
73
objetivo el robustecimiento o la creación de una identidad, individual o colectiva, y la hacen depender de
un encuentro y de un contacto con los Otros.La identidad se construye estableciendo una negociación con
diversas alteridades: los antepasados, los compañeros
de nuestra misma franja de edad, los aliados por matrimonio, los dioses, etcétera. Lo que nos enseñan
los ritos es el carácter indisociable de la construcción de uno mismo y del conocimiento de los otros.
A veces ocurre que los ritos adoptan, ya sea con carácter metafórico o no, la forma de Un viaje, y no
debe extrañarnos que, de manera recíproca, el viaje
tenga siempre algo de rito. Si todo viaje sigue siendo un tanto iniciático, quizá se deba a que toda iniciación implica una especie de viaje (fuera de uno
mismo, hacia los otros). Ahora bien, nunca hemos
estado tan próximos como hoy de la posibilidad
real, tecnológica, de la ubicuidad. Las imágenes y los
mensajes vienen a nosotros, tanto si somos sus destinatarios directos como si no, y el cuerpo individual
se dota progresivamente de prótesis tecnológicas que
muy pronto habrán de permitirle comunicarse sin
desplazarse, se encuentre donde se encuentre, con
cualquier otro cuerpo del mismo tipo. Los teléfonos
móviles de mañana nos ofrecerán todas estas posibilidades.
Por una vez, podremos gestionar la inmovilidad.
Pero ¿seguiremos siendo aún viajeros? Este punto
74
es esencial, y no carece ciertamente de motivo que
la metáfora del viaje se asocie con tanta frecuencia
en nuestros días a la actividad cibernética: se «navega», se «viaja» por Internet. Esta insistencia del
lenguaje revela quizá un malestar cuya naturaleza
percibimos mejor si la relacionamos con los dos
ideales del conocimiento del otro y de la construcción de uno mismo, unos ideales tradicionalmente
asociados a la idea del viaje. Pero, por el contrario,
¿no nos está haciendo creer la ilusión セ・ la comunicación que los sujetos individuales exrsten, en forma intangible, al margen del acto de comunicación
que los pone en contacto? ¿No nos está haciend,o
creer que intercambian informaciones para ennquecer sus conocimientos sin transformarse, que
perseveran en su ser mientras se 。ィッイセ
el cara a
cara y el cuerpo a cuerpo? En este sentido, ャセ comunicación es lo contrario del viaje, por lo rrusmo
que, idealmente, éste implica la construcción d.e sí
mediante el encuentro con los otros. La comurucación presupone lo que el viaje trata de crear: unos
sujetos individuales bien construidos. El horno communicans transmite o recibe informaciones y no
duda de lo que es, El viajero ideal trata de existir, de
formarse, y nunca sabrá realmente quién es o qué
es. La práctica turística actual, en este sentido, depende más de la comunicación que del viaje. セオ。ョᆳ
do es de tipo cultural, incrementa el saber. SI es de
75
carácter deportivo, permite recuperar la forma -sin
que en ningún caso se le asocie la idea de una transformación esencial del ser-o El ideal de la comunicación セウ la セエ。ョ・ゥ、N
mientras que, por el
contrano, el vrajero se toma su tiempo, conjuga los
tiempos, espera, recuerda. El turismo puede ser tema de un estudio, contribuir al decorado de una
novela, pero el viaje es el análogo de la escritura
que, en ocasiones, lo prolonga. El turista 」ッョウオュセ
su vida,.el viajero la escribe.Todo viaje es relato, relato verudero y que contiene la promesa de una releetura.
Ya la セカ・イウ。Nャ
metáfora del viaje, para evocar
la narracron, expresa su aire aventurero en el en」セ・ョエイッ
Con los demás, en el encuentro con uno
mismo, en una encrucijada de caminos, En el origen
de los grandes relatos épicos, hay viajes, vagabundeos, recorndos y encuentros. Pero si todo relato es
viaje, se debe a que ha sido compuesto, creado, y a
que, de su concepción primera a su elaboración final, se ha verificado un recorrido (el recorrido mismo de la escritura que empuja al escritor a tratar de
encontrarse, o de construirse, a sí mismo recurriendo a algunos
a algunos testimonios , a al.
. recuerdos,
.
gunas ImagmacIOnes y a algunas esperas que siempre セ。イ、 ョ
relación con determinadas formas de
Ialteridad),. y también porque, leído y releído, el reato constituye para todo lector un encuentro, bue76
no o malo, excitante o no, un encuentro que lleva
tiempo, que requiere un tiempo, y que desemboca
a veces en identificaciones, en vínculos incondicionales establecidos al término de un viaje interior
que el espacio del libro (líneas, páginas) materializa
y al que ronda la presencia de los otros, más o menos próximos (autor, personajes).
Yo intenté distinguir hace algún tiempo' tres formas del olvido (el regreso, la suspensión y el comienzo) que me parecen hallar ejemplo tanto en la actividad ritual como en la literatura novelesca. Es
significativo que estas tres formas del olvido estén
plenamente relacionadas con el desplazamiento en
el espacio, con el viaje, pero que también puedan definir o poner en marcha las «configuraciones narrativas» de las que habla Paul Ricceur,' En su esquema
de las tres mimesis, la mímesis 2 está efectivamente
constituida por las «configuraciones narrativas»
que expresan el mundo mediante relatos históricos
o mediante relatos de ficción. El imposible regreso
al punto de partida del que nos informa la literatu- .
ra, el imposible regreso del que hablan tanto la
os:
Payot, 1998. [Versión castellana:
1. En LesFormes de QGPセ「ャゥL
Lasfrmnas del olvido, traducción de Mercedes Tricás Preck1er y
Gemma Andújar, Gedisa, 1998. (N. del 7:)]
2. Temps et Réat, Le Senil, 1983. [Versión castellana: Tiem1}0
y narración, traducción de Agustín Neira Calvo, Ediciones Cnstiandad, 1987. (N. del 7:)]
77
sea como El conde de Montecristo, supone el olvido
de todo lo que se ha interpuesto entre el momento de
la partida y el del regreso. Ahora bien, lo que se
ha interpuesto, en la mayoría de los casos, son los
viajes, tanto para Ulises como para Edmond Dentes.
El regreso es una forma del olvido porque, de la
partida a la llegada imaginada como regreso al punto de partida, las derivas de la memoria, las obsesiones de la venganza, de la espera o del deseo, los
encuentros, lo cotidiano, el envejecimiento, han eliminado el sabor exacto del pasado -ese sabor que
el narrador proustiano recobra por un azar feliz y
que inmediatamente convierte en materia de su
obra-o Tal vez haya algunos viajeros impenitentes
dispuestos a confesar gustosos que, si ceden con
tanta facilidad al deseo de partir lejos y a la ventura,
es con la secreta esperanza de encontrar un día, por
sorpresa, una emoción y una sensación perdidas
mucho tiempo antes, un instante de juventud o de
infancia. Este tema del imposible regreso al pasado,
en el que se mezclan los armónicos del viaje, de la
memoria y de la narración, atraviesa la literatura.
La suspensión, por su parte, supone esa imposible detención del tiempo en pos de la cual se lanzan
a veces la novela y la poesía. Esta pausa -olvido
momentáneo del pasado y del futuro al mismo tiempo-, esta tregua establecida entre el recuerdo y la
espera, que obsesiona a Stendhal porque tiene la apa78
riencia de la felicidad, es también, y con mayor motivo, aquélla a la que aspira el autor que depura su
forma para preservarla de los estragos del tiempo y
dar a sus lectores futuros la sensación de hallarse
ante un puro presente, un presente que transcurre
sin pasar -página incesantemente leída y releída,
melodía de un verso que siempre estuviera al borde
de los labios-o El antes y el después que limitan la
suspensión del tiempo los imaginamos con toda naturalidad en términos de espacio y, de manera ejemplar, en términos de viaje: es la escala que precede a
la nueva partida, tanto para el héroe novelesco que
corre tras el amor o la muerte como para el lector
viajero, aquel que, al detenerse en una etapa, inmoviliza su atención para abandonarse al placer intemporal de la lectura o de la relectura que nunca
es una simple repetición.
Del comienzo, ¿qué decir, sino que es la razón de
ser de todo ritual? La forma del rito es la repetición,
pero su finalidad es la inauguración, la apertura al
tiempo, lo nuevo. El acercamiento de la partida, que
confiere fugazmente su fuerza poética al más trivial
de los viajes organizados, es también el instante inaprensible en el que, en la página en blanco, se encuentran a punto de aparecer unas cuantas líneas, líneas de
las que el autor no ha adquirido aún conciencia verdadera, o también el instante en el que, de esta misma página, pero ahora impresa, habrá de apoderar79
se más tarde un lector, descubriendo o volviendo a
encontrar en ella un conjunto de sensaciones que un
instante antes aún se le escapaban. Viaje, narración y
poesía se definen a partir de esta «invitación al viaje»
a la que dio forma Baudelaire. julien Gracq,' para
evocar el sentimiento de inminencia que confiere
su particular intensidad a ciertos momentos de nuestra vida, emplea el término marítimo de «aparejamiento»: la nave que «apareja» va a ponerse en movimiento de un momento a otro con un destino
conocido o desconocido para aquellos que, asistiendo al espectáculo de su progresiva puesta en
marcha, comienzan a imaginar, a temer o a esperar
alguna improbable peripecia.
Pensar la vida en pasado, en presente o en futuro, es pensarla con el irrealizable deseo de recobrar,
de detener o de inaugurar el tiempo. El viaje más
trivial participa de esta ilusión por lo mismo que se
propone a un tiempo como proyecto, paréntesis y
recuerdo. Por esta razón, siempre existirá, en cualquier turista, un viajero que dormita y que se despierta de vez en cuando al ver un paisaje, porque
un vago recuerdo surge en él como un malestar extraño y familiar. La narración, por su parte, guarda
relación con el pasado (eérase una vez ... -). pero
con un pasado inaugural que se abre sobre el por3. EnPréférences,JoséCorti, 1961.
80
venir con todas las incertidumbres del presente.
Distinta de la reconstitución histórica, que fija en
una imagen un momento infranqueable, y de la
historia, que explica el pasado por sus consecuencias, la narración hace abstracción de todo lo que
de hecho ha sucedido entre el pasado que ella evoca y el instante presente: se adelanta, vuelve a encontrar en su pasado de ficción la multiplicidad de
posibilidades que es constitutiva del presente.
Hoy asistimos a un achatamiento del tiempo y a
una subversión del espacio que afectan a la materia
prima del viaje y de la escritura. Se ha podido decir
que la era de la modernidad ha suscitado la desaparición de los mitos de origen y que el siglo xx ha
causado la de las ideologías del futuro. Las tecnologías de la comunicación pretenden abolir las distancias de todo tipo, eludir los obstáculos del tiempo
y del espacio, disolver las oscuridades del lenguaje,
el misterio de las palabras, las dificultades de la relación, las incertidumbres de la identidad o los titubeos del pensamiento. En la sucesión de relevos
que les proporcionan las diversas pantallas, las evidencias de la imagen tienen fuerza de ley e instauran
la tiranía del presente perpetuo. Las imágenes son
primicias, y tras ellas corre el turista, aunque, con
frecuencia, también lo hace el que escribe o el que
lee: desde este punto de vista resulta emblemática la
inversión cuyo desenlace conduce a que se escriban
81
novelas a partir de sinopsis de películas -escritura
que se hace eco de unas imágenes que no ha hecho
nacer y que se contenta con repetir, escritura-plagio,
escritura-subtítulo, escritura-pleonasmo.
La remisión de uno mismo a los otros y de los
otros a uno mismo, circunstancia que, idealmente,
constituye la definición tanto del viaje como de la
escritura, se eneuentra amenazada por la ilusión de
saberlo todo, de haberlo visto todo y de no tener ya
nada que descubrir -se encuentra amenazada por el
reinado de la evidencia y la tiranía del prcsenre-. Y
sin embargo, pese a que no tomemos conciencia de
ello más que de forma efímera e intuitiva, hay en el
mundo que nos rodea, y en cada uno de nosotros,
zonas de resistencia a la evidencia. El objetivo del
viaje, el objetivo de la investigación literaria, debería ser, y es a veces, la exploración de esas zonas de
resistencia. Existen dentro de nosotros mismos y
fuera de nosotros mismos, y entre este interior y este exterior no puede excluirse la existencia de puentes que habría que sacar a la luz.
El turismo es una de las formas más espectaculares de la ideología del presente, en la medida en que
se ubica bajo el triple signo del planeta, de la evidencia y de lo inmediato. El esparcimiento, el exotismo y la cultura son sus tres consignas optimistas,
inocentes y catárticas. Los emplazamientos naturales
y los monumentos de la cultura son sus destinos
82
privilegiados. Tanto unos como otros constituyen
unos paisajes que hay que mirar desde el exterior, a
distancia (la cadena del Mont-Blanc, París visto desde uno de los puentes del Sena), o que se consumen
en el interior (la célebre trilogía «Sol, Arena, Sexo»,
sin olvidar el excursionismo, la vela y otros desplazamientos de carácter más o menos deportivo ni las
informaciones escritas o grabadas que saturan el
espacio de los museos y de los monumentos históricos).
Las ruinas, restauradas o no, son a un tiempo
emplazamientos y monumentos, una especie de síntesis o de compromiso: constituyen el objeto de una
información muy documentada y se inscriben en
un decorado que les es indisociable (el que encontramos en los carteles turísticos: arena del desierto,
selva tropical, colinas o penínsulas mediterráneas),
de modo que, paradójicamente, pese a que en términos oficiales constituyan un punto de llegada
que responde a 10 esperado por los visitantes de
tanto como se parece a la imagen que éstos tenían
de ellas, también son, en la mayoría de los casos, un
punto de vista desde el que se descubre otro paisaje, otros espectáculos (por ejemplo, la salida o la
puesta del sol sobre el mar o la selva). Las guías turísticas proporcionan toda la información histórica
deseable (me acuerdo de que para la preparación de
las oposiciones a la École Normale nos aprendía83
mas páginas enteras de la «Guía Azul» por si se daba el caso de que fuéramos interrogados, en historia
griega, sobre Delfos o la Acrópolis). Pero también
evocan (de manera sobria en las «Guías Azules», con
mayor lirismo en los folletos turísticos) el cofre natural que alberga esos tesoros.
Las ruinas, es extraño, tienen siempre algo natural. Tal como sucede con el cielo estrellado, constituyen una quintaesencia del paisaje: en efecto, lo
que ofrecen a la vista es el espectáculo del tiempo
en sus diversas profundidades. No es un tiempo que
se mida en años luz, pero añade al inmemorial tiempo geológico los tiempos múltiples de la experiencia
humana y los enmarañados tiempos de la reproducción vegetal. Este desorden armonioso, atrapado en un instante por la mirada, posee algo de lo
arbitrario del recuerdo. De un determinado ser
querido hoy desaparecido, guardamos el recuerdo,
difícil de fechar con precisión, aunque de vivacidad
mayor que la de otros, de talo cual actitud en un
paraje, una casa, una habitación, un jardín, pese a
que podríamos evocar otros recuerdos, unos recuerdos que nos vuelven a la cabeza si hacemos un
«esfuerzo de memoria». Sin embargo, espontáneamente, la memoria crea su cuadro favorito, siempre
el mismo, arbitrario, insistente, un cuadro en el que
han quedado aglutinados, como si se hubieran unido para siempre, elementos de épocas diferentes:
84
individuos cuyos destinos se cruzaron un tiempo y
después se vieron separados por la muerte o por la vida, una casa con dos siglos de antigüedad que hoy se
ve arrasada para dejar sitio a una rotonda, un parque
transformado en parcelas de terreno... La puesta al
día de las ruinas, las decisiones que han conducido
a poner de relieve talo cual parte, su distribución,
incluso en el caso de que sea somera, no obedecen a
los mecanismos de la memoria espontánea, pero el
paisaje resultante tiene la apariencia formal de un
recuerdo.
Todo paisaje existe únicamente para la mirada
que lo descubre. Presupone al menos la existencia
de un testigo, de un observador. Además, esta presencia de la mirada, que produce el paisaje, presupone otras presencias, otros testigos u otros actores. Los paisajes que nos parecen más naturales
deben todos algo a la mano del hombre, y los que
parecen totalmente independientes de la naturaleza
se han dejado al menos abordar, consintiendo que
nos aproximemos a ellos, por un conjunto de vías
de comunicación y de medios técnicos que permiten, justamente, que los convirtamos en paisajes.
Para que haya paisaje, no sólo hace falta que haya mirada, sino que haya percepción consciente,
juicio y, finalmente, descripción. El paisaje es el espacio que un hombre describe a otros hombres.
Esta descripción puede aspirar a la objetividad o a
85
la evocación poética, indirecta, metafórica. El poder de las palabras es necesario cuando quien ha
visto se dirige a quienes no han visto. Para que las
palabras tengan el poder de hacer ver, no es suficiente con que describan o traduzcan: es preciso,
por el contrario, que soliciten, que despierten la
imaginación de los otros, que liberen en ellos el poder de crear, a su vez, un paisaje. De ahí la sorpresa
y, con frecuencia, la decepción de los lectores de
una novela al descubrir la adaptación que de ella ha
hecho el cine.
En estos casos, una tercera persona y unas imágenes materiales se deslizan entre el autor, que ha descrito el paisaje con palabras, y el lector, que las ha
dejado discurrir en su interior. Sin embargo, entre
el lector y el autor no existe ningún malentendido.
Tanto el paisaje de uno como el del otro son paisajes interiores (el primero ha suscitado las palabras
que han generado el segundo). No tienen la menor
oportunidad de llegar a compararse, y el lector,
además, sabe bien que el autor evoca un mundo
muy personal, un mundo que habla de él a través
de la descripción de un paisaje real o imaginario. El
paisaje que la lectura de ese autor hace nacer en él,
bien lo sabe, pertenece por tanto a ambos: a él, lector, ya que es su imaginación la que responde alllamamiento de las palabras, y al autor, puesto que es
él quien ha lanzado el llamamiento. Los desiertos
86
de América que entrevió e imaginó Cbateaubriand,
el desierto de los tártaros cuyo horizonte escruta
Dino Buzatti, la Holanda que Baudelaire soñó con
rostro de mujer (<<En ella, todo no es sino orden y
voluptuosidad ... »), la mujer que Verlaine evoca
como un paisaje (<<Vuestra alma es un paisaje escogido... »), son todas visiones interiores a las que
responde el eco de otras visiones en el lector.
En la tradición europea de los últimos siglos, la
escritura de los paisajes interiores arraiga en una
doble experiencia del tiempo y del espacio. La primera guarda relación con la infancia, la segunda
con la idea de frontera. Los territorios de la infancia
y los paisajes que dejan en la memoria están hechos a
la medida del niño: las dimensiones, las distancias
percibidas como espacios infinitamente grandes revelan después ser más pequeñas, más estrechas, más
reducidas. De ahí la decepción experimentada por
quien, siendo adulto, trata de recobrar en el paisaje
real sus recuerdos del pasado. El narrador proustiano analiza esta decepción con motivo de un regreso a Combray, y es ese regreso el que debe hacernos comprender, en sentido inverso, no sólo el
milagro de la memoria automática, sino más aún
el privilegio de la literatura que despliega y hace
explícitos sus efectos fulgurantes. También a través
de ella, tal vez, se afirma el privilegio del cine, de la
«gran pantalla» sobre la que se proyectan unos pai-
87
sajes que. a los ojos de los espectadores. restituyen
algo del mundo inmenso y perdido de la infancia.
Únicamente las ruinas. debido a que tienen la
forma de un recuerdo, permiten escapar a esta decepción: no son el recuerdo de nadie, pero se ofrecen a quien las recorre como un pasado que hubiera
sido perdido de vista, que hubiera quedado olvidado, y que no obstante fuera aún capaz de decirle algo. Un pasado al que el observador sobrevive.
La experiencia de las fronteras, por su parte, pone en juego varias escalas y varios registros. La frontera entre la ciudad y el campo, mientras la noción
de ciudad tntra muros tuvo sentido, ordenaba la percepción de dos mundos contiguos, pero diferentes.
Las oposiciones entre capital y provincia, y ciudad
y extrarradio. también se encuentran muy presentes en la literatura, y corresponden a paisajes físicos
y mentales percibidos en sus diferencias específicas. Sin embargo, entre la experiencia del espacio
que podíamos tener hace algunas décadas, y la que
podemos tener hoy, existe una diferencia comparable a la que distingue al niño del adulto: aún no hace
mucho, las fragmentaciones del espacio (setos. taludes) y la relativa lentitud de los medios de transporte imponían al descubrimiento del paisaje un ritmo
progresivo y un paso atento. En la Bretaña de mi
infancia, existía una diferencia, permanentemente
reivindicada, entre la zona costera (Armar) y el in88
tenor (Arcoat). El interior comenzaba apenas a
unos cuantos kilómetros de las costas, pero el terreno cortado por los árboles y los taludes hurtaba
la vista del mar hasta el momento en que se desembocaba en la orilla.
Hoy. la experiencia del descubrimiento progresivo del paisaje se ha convertido en algo cada vez
más raro y difícil. La ordenación del territorio, la
concentración parcelaria, la multiplicación de las
autopistas y la extensión del tejido urbano amplían
el horizonte, pero eliminan los recovecos de un paisaje más fragmentado y más íntimo. Estas transformaciones objetivas refuerzan las modificaciones relacionadas con el simple trabajo de la memoria.
Están en marcha procesos que difunden la uniformidad y la conversión de las cosas en espectáculo, procesos que nos alejan tanto del paisaje rural
tradicional como del paisaje urbano producto del
siglo XIX. Dos tendencias se abren paso: por un lado, la uniformidad de los «no lugares» (espacios de
la circulación, de la comunicación. del consumo) y,
por otra parte, la arrificialidad de las «imágenes».
La extensión de los no lugares viene acompañada
de acontecimientos arquitectónicos (la pirámide del
Louvre, el museo Guggenheim...) firmados por arquitectos de fama mundial. De este modo se afirman
y se exhiben notables singularidades, mientras que
las restauraciones y las iluminaciones fijan el paisa89
je de la ciudad. Los palacetes del barrio del Marais
u otros «monumentos históricos» de París se convierten en objetos virtuales de la mirada de los turistas espectadores destinados a venir a contemplarlos un instante, al pasar.
De carácter virtual, las restauraciones, al igual
que las reconstrucciones, las reproducciones y los
simulacros, pertenecen al ámbito de la imagen: figuran en la imagen y están hechas a imagen de las
realidades lejanas o desaparecidas a las que sustituyen. Lo propio de la imagen, no obstante, es el hecho de que no se vea aventajada sino por ella misma, ella es, en sí misma, su propio pasado: el pasado
de la imagen no es el de su pasado histórico supuesto ni el del original, es la imagen que sus espectadores ya tenían de ella. En este presente perpetuo, la
distancia entre el pasado y su representación queda
abolida.
Las ruinas que va uno a visitar hoya los cuatro
confines del mundo tienden a convenirse también
en singularidades: su descubrimiento es, a su manera, y tal como sucede con las creaciones contemporáneas, un acontecimiento arquitectónico mediante
el cual se reconoce y se identifica de forma sumaria
una ciudad o un país. Las restauraciones transforman su singularidad en imagen, en la medida en que
las convierten en un espectáculo (un espectáculo
variable, por lo demás: en Angkor, por ejemplo, las
90
restauraciones efectuadas por los indios y por los
franceses desembocan en resultados sensiblemente
diferentes). La presentación que se hace de estas
ruinas es como un fin en sí, en el doble sentido del
término: trata de convertir su presencia en un presente insuperable, en un espectáculo acabado -incluso a pesar de que no pueda excluirse que, por la
ruptura entre tiempo e historia que corresponde al
espectáculo de las ruinas y por el carácter particular del paisaje en el que se mezclan con la naturaleza, las ruinas logren resistir siempre esa recuperación al despertar en el espectador la conciencia del
uempo.
Los no lugares y las imágenes se encuentran en
cierto sentido saturadas de humanidad: son producidos por hombres, y son frecuentados por hombres, pero se trata de hombres desvinculados de sus
relaciones recíprocas, de su existencia simbólica.
Son unos espacios que no se conjugan ni en pasado
ni en futuro, unos espacios sin nostalgia ni esperanza. Suscitan una mirada y una palabra; una mirada para que pueda reconstituirse una relación mínima; una palabra que las integre en un relato. Se
parecen al decorado minimalista de las novelas de
caballerías (un desierto, un bosque, un castillo), un
decorado que no existe más que en virtud de la mirada del caballero andante que va en busca de otras
presencias. Al igual que Don Quijote, nos arriesg a91
mos, si buscamos en ellos un sentido social, a equivocarnos de época y a lanzamos al asalto de los molinos de viento. Sin embargo, Don Quijote tenía
razón. Sigue teniendo razón hoy. Los autores que
logren apropiarse de los espacios de la circulación,
de la comunicación y del consumo, que logren discernir en los espacios de soledad (o de interacción,
pues son los mismos) una promesa o una exigencia
de encuentro, en una palabra, los que logren describirlos y escribirlos para otros, quedarán inscritos en la filiación de quienes, desde joyce, no cesan
de repoblar los espacios de soledad. La empresa,
por lo demás, está en curso, y desde hace dos décadas los nuevos espacios han invadido el universo novelesco francés, dejean-Philippe Toussaint a Michel
Houellebecq. El resultado es una escritura irónica,
un tanto distante, un tanto fría, como los espacios de
que se apropia, una escritura deshilachada, un tanto
desesperante, pese a que niegue estar desesperada.
Échenoz y el «centro espiritual» de Roissy, que,
simétrico al centro de negocios con respecto al Multistore, está situado en el subterráneo del aeropuerto,
entre la escalera mecánica y el ascensor. La sala de espera es más bien fría y está amueblada con sillones
metálicos, expositores repletos de folletos en siete
lenguas y maceteros redondos con cinco especies de
plantas distintas. En las hojas de tres puertas entreabiertas aparecen estampados una cruz, una estrella o
92
una media luna. Ferrer, sentado en un sillón, hizo un
repaso de los demás accesorios: un teléfono de pared, un extintor y un cepillo para limosnas... 4
Los escritores se unen así a los cineastas cuyas
cámaras se demoran en los márgenes de la ciudad, y
quizá también a todos aquellos que, destinados a la
soledad, la reconocen pero la rechazan: ancianos
que charlan con las jóvenes cajeras de los supermercados para ganar (perder, dicen otros) un poco
de tiempo, desplazados o exilados que vuelven a levantar en sus campamentos o en sus cuchitriles un
«marco vital». Todos tienen necesidad de tiempo,
de que se les conceda un poco de tiempo que les
permita apropiarse del espacio, reconocerse y ser
reconocidos en él. Los hombres no pueden vivir
solos: tienen necesidad de lazos, pese a que a veces
se sientan prisioneros de ellos, se resignen a tenerlos o quieran romperlos. TIenen necesidad de paisajes, ya para encontrarse, ya para perderse en ellos,
y por tanto necesitan también textos que confirmen
la existencia o recreen la imagen de esos paisajes. La
escritura enlaza las palabras y a los seres mediante
las palabras, el lector al autor, y a los lectores entre
sí. Y en cuanto a los paisajes que alumbra, incluso
4. Jean Échenoz,je m'en vais, Minuit, 1999, pág. 111. [Versión castellana: Me voy, traducción de Javier Albiñana, Anagrama, 2000, pág. 83. (N. del 7.)]
93
en los casos en que el origen es indudablemente un
trozo del espacio histórico, renacen constantemente de una lectura a otra. La escritura y el paisaje son
simbólicos: nos hablan de aquello que compartimos
y que, no obstante, sigue siendo, para cada uno de
nosotros, diferente.
«Viaje al Congo»
Vuelvo a leer el Viaje al Congo/ de Gide. Varias
cosas me llaman la atención.
En primer lugar, este viaje era simplemente evidente. Había que hacerlo, como suele decirse. Gide, al igual que Leiris un poco después, fuerza su
naturaleza, cede al atractivo de un desplazamiento
cuya razón de ser, en el momento de la partida al
menos, no ve con claridad, pese a que la necesidad de
testimoniar se vuelva, andando el viaje, más patente.
Gide, al igual Leiris, es introvertido, está atento a
las intermitencias del yo, y se muestra preocupado,
además, por su relación íntima con la religión protestante. Desde luego, apenas tiene curiosidad et1. En Souvenirs el Voyages, Gallimard, colección ..Bibliotbeque de la Pléiade-, 2001.
nológica, y es más bien sensible a la estética de los
paisajes, de las situaciones y de las siluetas. Sin duda, la presencia de un compañero a su lado aleja de
él toda obsesión relacionada con el regreso y con
otro continente. El tono del diario sigue siendo, de
principio a fin, de una frescura que nos fuerza a la
admiración -muy al contrario de lo que sucede con
Malinowski e incluso con Leiris.
Frescura: frescura de quien, sin olvidarse de observar, de escuchar y de reaccionar, se deja atrapar a
su pesar por el encanto insidioso de la vida colonial, saborea la llegada al final de la etapa de la tarde
cuando ésta resulta un poco más confortable que la
de la víspera, y se conmueve con el gesto de confianza de un niño. Ingenuidad, a veces, de quien se
abandona al pensamiento de que los negros son negros por lo mismo que es verde la selva, asociando
la monotonía de los paisajes con la indiferenciación
de los seres: impresiones de un viajero que pasa y
no tiene realmente tiempo, salvo algunas excepciones, para demorar la atención en los individuos. A
pesar de todo, durante un tiempo, se encuentra muy
lejos de la casa Gallimard, y aprende a distinguir lo
que, en la mirada de muchos otros, se confunde con
las evidencias de la trivialidad cotidiana: la miseria,
la violencia y la rebeldía.
De forma aún más particular me llama la atención
el tempo de su relato. Es un relato en tres tiempos: el
96
viajepropiamente dicho y su progresión; la redacción
de su diario, muy elaborado, y que muy raras veces
abandona; y, por último, sus lecturas, de las que nos
habla su diario y que avanzan con el viaje. Barthes ridiculizará un poco en sus Mitologías* la figura del escritor viajero que no para de releer a Racine, a Goethe
o a Bossuet mientras remonta el río Congo.
Este vals de tres tiempos no resume por sí solo la
relación sutil que mantiene Gide con el tiempo del
viaje. En su relato se siente a veces cansancio, un ligero aburrimiento, pero nunca impaciencia o nostalgia. El tema del regreso aparece en raras ocasiones. Por el contrario, son varias las partidas que se
viven con alborozo, lo que es a fin de cuentas normal en un periplo de este tipo. Hay, sobre todo,
unos cuantos momentos de suspensión, momentos
ajenos al tiempo, ajenos al periplo, que marcan de
forma luminosa el conjunto del recorrido. Son momentos de soledad, vividos al margen del campamento o del pueblo: cerca de una iglesia abandonada,
huérfana de practicantes; entre los restos de un antiguo puesto alemán donde unos plantíos de tomates
aún siguen dando fruto; al pie de un fuerte medio
derruido del sultanato de Gulfeí en Camerún donde la huella humana, permanente, resiste el paso del
tiempo y la invasión voraz de la naturaleza.
* Traducción española de Héctor Schrnucler, Siglo XXI, Madrid, 1980. (N. del T)
97
Un atardecer, por el camino de Babua,
a la caída de ャセ tarde [... ] empecé a caminar, al azar,
por un. sendenllo
medio oculto por las h'leras.
b Me
..
cond UJObícasi. mmediatamente a un barrio de Bugnma
.
qu:,ha la sido abandonado a la ruina [...]. La vegetacronde la selvahabía invadido los restos de esta aldea y a カセ」・ウ
オセ。
planta trepadora de largas y hermosas hOJ:s cala y hacía de marco o de ribete para
estas extranas. paredes derruidas' resaltando 1anque.
za y la ウッョセ。、
de sus tonos. Se hubiera dicho que
era una especie de Pompeya negra; y me entristecía
que .Marc no estuviera aquí y que la hora fuera demasiado 。セョコ、
para tomar algunas fotografías.
:ledad y slle.nclO. Caía la noche. Pocos espectáculos
: han emocionado más desde que estoy en este país
(pag. 441 de la edición francesa).
Lo demasiado lleno y lo vacío
El siglo xx ha sido el siglo de las devastaciones, de
las destrucciones Y de las reconstrucciones. Recuerdo que al final de la Segunda Guerra Mundial
no se hablaba más que de reconstrucción. Creo recordar los cálculos a que se entregaba una de mis
tías bretonas para determinar a qué tipo de villa
podía aspirar en la periferia de Lorient como compensación por la pérdida de un apartamento en el
centro de la ciudad. Me gustaban las ciudades nuevas que surgían del suelo, las casas modernas con
cuarto de baño y calefacción central que se distinguían tan radicalmente de los viejos inmuebles de la
parte baja de la calle Monge, en París. Mis gustos
han cambiado, y aún ha cambiado más la calle Monge. Pero la reconstrucción, en aquella época, era,
99
98
junto a la música y laspelículas americanas, el símbolo de una vida limpia, moderna y brillante, el símbolo de la vida a la que yo aspiraba.
El antropólogo de principios del siglo XXI, por
su parte, no puede ser sensible más que a los cambios de contexto y de escala que gobiernan hoy toda
descripción del espacio. La urbanización del mundo
va acompañada de modificaciones en lo que podemos definir como «urbano». Estas modificaciones
guardan, naturalmente, relación con la organización de la circulación, de las migraciones y de los
desplazamientos de población, con la organización
de la confrontación entre la riqueza y la pobreza,
pero podemos considerarlas, en sentido más amplio, como una expansión de la violencia bélica, política y social. Y ello porque no hay duda de que es
la violencia lo que se encuentra en el origen de las
remodelaciones urbanas y sobre todo de las obras
de construcción que, en diferentes lugares del mundo, dan a un tiempo testimonio de los enfrentamientos que generaron las ruinas y del voluntarismo que preside las reconstrucciones: violencia de la
guerra civil e internacional en Beirut, violencia de
la guerra mundial y del enfrentamiento entre el Este
y el Oeste en Berlín, violencia social en las periferias
parisinas; violencias surgidas justo en el momento
en que se piensa estar resolviendo las desigualdades
sociales y la separación en guetos mediante la implo100
sión de los conjuntos urbanísticos. También a este
respecto resulta ejemplar el derrumbamiento de las
torres de Manhattan: traduce un cambio de escala (todos pertenecemos al mismo mundo, para bien y para
mal) y el surgimiento de nuevas formas de violencia; es el fruto de la guerra civil planetaria. Añadamos que, en un siglo que privilegia el estereotipo, la
copia o el facsímil, el acontecimiento de Manhattan
se convertirá sin duda muy pronto en el ejemplo
más demostrativo de lo que se podría llamar la paradoja de las ruinas. Paradoja que es preciso comentar: sin duda es en la hora de las destrucciones más
generalizadas, en la hora en que existe una mayor
capacidad de aniquilamiento, cuando las ruinas van
a desaparecer a un tiempo como realidad y como
concepto.
El mundo de la globalización económica y tecnológica es el mundo del tránsito y de la circulación -destacándose todo ello sobre un trasfondo de
consumo-. Los aeropuertos, las cadenas hoteleras,
las autopistas, los supermercados (añadiría de buena gana a esta lista las escasas bases de lanzamiento
de cohetes) son no lugares en la medida en que su
principal vocación no es territorial, no consiste en
crear identidades singulares, relaciones simbólicas
y patrimonios comunes, sino más bien en facilitar
la circulación (y, por ello, el consumo) en un mundo de dimensiones planetarias.
101
Todos estos espacios tienen un aspecto de déjavu. y una de las mejores formas de resistir la sensación de extrañeza que vivimos al encontrarnos en
un país lejano consiste sin duda en refugiarnos en el
primer supermercado que veamos. Si tienen ese aspecto de déja-vu, es, desde luego, porque se parecen (aunque la iniciativa arquitectónica haya podido
convertir en notables singularidades a algunos de
ellos), pero también porque, en efecto, ya los hemos
visto, en la televisión o en los prospectos publicitarios: forman parte del mundo colorista, tornasolado,
confortable y redundante cuyas imágenes nos son
propuestas por las agencias turísticas. Siendo redundantes, son también espacios de lo demasiado
lleno, aunque, por otra parte, estos dos caracteres
se refuercen mutuamente. Un gran aeropuerto como Heathrow es un centro comercial famoso en
todo el mundo. En los aeropuertos, la televisión está presente en todas partes (con la notable excepción de Roissy). Las grandes cadenas hoteleras circundan los aeropuertos y evitan que el pasajero «en
tránsito» tenga que desviarse hasta la ciudad a la
que prestan servicio. Los aeropuertos son, cada vez
más, nudos de autopistas y de ferrocarriles. En los
hipermercados más importantes se hallan presentes
todos los servicios, principalmente agencias de viajes
y bancos. La radio y la televisión funcionan en todas partes, incluso a lo largo de las autopistas, en
102
las estaciones de servicio, que también se transforman en complejos turísticos con restaurantes, comercios y espacios lúdicos para los niños. Todo ello
configura un inmenso juego de espejos que, de uno
al otro extremo de las zonas más activas del mundo, ofrece a cada consumidor un reflejo de su propio estado febril.
En los espacios de lo demasiado lleno existe también una saturación de seres humanos. Las carreteras y las pistas de despegue se atascan. Las colas se
hacen cada vez más largas. Las salas de espera, sean
o no confortables (es una cuestión de clases), nunca se vacían. El mundo de la velocidad y de la instantaneidad tiene a veces problemas para administrar
su propio éxito, salvo cuando un suceso de alcance
mundial (la guerra del Golfo, el atentado de Nueva
York) llena de espanto y paraliza a una parte de los
consumidores, para.gran angustia de las compañías
aéreas y de las profesiones vinculadas al turismo.
Vivimos en el mundo de la redundancia, en el
mundo de lo demasiado lleno, en el mundo de la
evidencia. Los espacios de paso, de tránsito, son
aquéllos en los que se exhiben con mayor insistencia los signos del presente. Éstos se despliegan con
la fuerza de la evidencia: los paneles publicitarios,
el nombre de las firmas más conocidas inscrito con
letras de fuego en la oscuridad de las autopistas que
comunican con el aeropuerto (pensemos en el nor103
te セ・ la circunvalación parisina), los ostensibles palacios del espectáculo, de los deportes, del consumo
que, a la salida del aeropuerto, se apretujan contra
la N」セオ、。L
hacen ceder sus defensas y la penetran
utilizando los pasos de los ferrocarriles de las autopistas o de los accidentes naturales (los ríos). La
Hセヲゥ」ィ。
técnica» que tanto gusta a Rem Koolhaas, la
ficha técnica que subvierte la ciudad histórica es un
espacio de lo demasiado lleno: ¿cómo extrañarse de
que se desborde sobre la ciudad, de que la moldee a
su propia imagen y la vuelva así conforme a su vocación global?
o
,
o
,
Los espacios de lo vacío se encuentran estrechamente entremezclados con los de lo demasiado lleno. A veces son los mismos, pero a distintas horas:
el 。・イセーオエッ
por la noche o por la mañana, poco
después de su apertura, los aparcamientos subterráneos cuando la afluencia es baj a, las baldosas
que.recubren la estación de Mentparnasse o las auエッーセウ。
de la Zona de la Défense cuando la lluvia y
el VIento las vuelven intransitables. El 00 lugar se
aprehende, según los momentos, como una saturación de pasajeros o como un vacío de habitantes.
De forma más sutil, lo lleno y lo vacío se frecuentan. Eriales, terrenos improductivos, zonas aparentemente carentes de calificación concreta rodean
la ciudad o se infiltran en ella, dibujando en huecograbado unas ZOnas de incertidumbre que dejan sin
104
respuesta la cuestión de saber dónde empieza la ciudad y dónde acaba. Las propias ciudades, en Francia, se repliegan sobre su «centro histórico» (la iglesia
del siglo XVI, el monumento a los caídos, la plaza del
mercado), siguiendo el mismo movimiento que las
lleva a proyectar hacia el exterior sus zonas de actividad, pese a que se multipliquen las carreteras de
enlace y las rotondas que supuestamente permiten
al visitante curioso abandonar la autopista o la nacional para acercarse a echar un vistazo. En ciertas
ciudades sudamericanas, los poblados de chabolas o
los barrios pobres se infiltran a veces en las ーイックセᆳ
midades de los islotes centrales de la sobremodernidad, islotes que se defienden mediante sus barreras
electrónicas y sus guardianes. El vacío se instala entre las vías de circulación y los lugares donde se vive,
o entre la riqueza y la pobreza, un vacío que unas
veces se decora y otras ve';.es cae en el abandono, o
en el que hacen su madriguera los más pobres de entre los pobres.
Existen otros vacíos además de estos vacíos residuales. Cuanto menos consigue definirse el espacio
urbano, más se extiende (y a la inversa, por supuesto). La ciudad se cubre de obras de construcción
que responden a una voluntad de extensión (como
en La Plaine-Saint-Denis, hacia Aubervilliers), de
empalme o reunificación, como en Berlín, en los alrededores de la Potsdammerplatz, o de reconstruc105
ción, como en Beirur. En las obras de construcción
urbanas, la evidencia de lo demasiado lleno se halla
ュ。セコ 、 L
plegada (en el sentido en que se pliega un
vestido) por el misterio del vacío. El encanto de las
obras de construcción, de los solares en situación
de espera, ha seducido a los cineastas, a los novelistas, a los poetas. Actualmente, este encanto se debe,
en mi opinión, a su anacronismo. En contra de las
evidencias, escenifica la incertidumbre. En contra
del presente, subraya a un tiempo la presencia aún
palpable de un pasado perdido y la inminencia inセゥ・イエ。
de lo que puede suceder: la posibilidad de un
instante poco corriente, frágil, efímero, que escapa
a la arrogancia del presente y a la evidencia de lo
que ya está aquí. Las obras de construcción, en su
caso al coste de una ilusión, son espacios poéticos
en el sentido etimológico: es posible hacer algo en
ellas; su estado inacabado depende de una promesa.
Así es desde luego como lo entiende el poeta Jacques Réda, en Les Ruines de París:
Vivo aquí desde el 36, me explica el anciano con
cuyo perro acabo de cruzarme ahora mismo (uno de
esos negros cobardes de las afueras que se largan a
toda prisa sin tan siquiera responder a tu saludo, y
que te increpan tan pronto como se encuentran al
。セーイッ
de セオ barrera), y me muestra toda la superficie convertida en muros donde entonces crecía el trigo, la alfalfa, y le da lo mismo. Le vaticino que un día
106
estos arrabales se unirán a los de Marsella, cosa que
le alegra vagamente, añadiendo que si,a pesar de todo,
me gusta esta desolación y esta invasión del desorden (su choza, su jardín, una fábrica, un arroyo, dos
inmuebles, una casa de campo, un monte alto, trescientos neumáticos), se debe a que tengo la certeza
de que en este espacio se prepara una revelación, o al
menos su promesa. Constato en el fondo de sus ojos
turbios que ya no me sigue en absoluto. Me siento
un poco confuso: qué revelación, en efecto, qué promesa de la que nada sé, excepto -alli, ahora, sobre ese
muro situado enfrente de la estepa en la que espero
al autobús que nunca pasa- que terminará por cumplirse.'
Así es como, con toda naturalidad, los espacios
de lo vacío se describen en términos temporales. Al
igual que las ruinas, las obras de construcción tienen
múltiples pasados, pasados indefinidos que superan
con mucho los recuerdos de la víspera, pero que, a
diferencia de las ruinas recuperadas por el turismo,
escapan al presente de la restauración y de la transformación en espectáculo: desde luego, no escaparán
por mucho tiempo a esto, pero al menos seguirán estimulando la imaginación mientras existan, mientras
puedan suscitar un sentimiento de espera. .
La arquitectura contemporánea no asptra a la
eternidad, sino al presente: un presente, no obstan1. Gellimard, 1977, págs. 115-116.
107
te, infranqueable. No pretende alcanzar la eternidad de un sueño de piedra, sino un presente indefinidamente «sustituible». La duración de la vida
normal de un inmueble puede hoy estimarse, calcularse (como la de un coche), pero normalmente
se prevé que, llegado el momento, será sustituido
por otro inmueble (un inmueble que puede tener
aspecto de ser el mismo, como sucede con algunos
cafés parisinos, o que puede deslizarse tras la fachada conservada de una construcción más antigua). De este modo, la ciudad actual es un eterno
presente: inmuebles que pueden ser sustituidos unos
por otros y acontecimientos arquitectónicos, «singularidades», que son también acontecimientos artísticos concebidos para atraer a visitantes del mundo entero.
Ahora bien, durante algún tiempo al menos, los
solares y las obras de construcción rebasan el presente por sus dos costados. Son espacios en situación de espera que actúan también, de forma en
ocasiones un poco vaga, como evocadores de recuerdos. Reabren la tentación del pasado y del futuro. Hacen las veces de ruinas. Hoy, éstas ya no
pueden concebirse, no tienen ya porvenir, como si
dijéramos, dado que, precisamente, los edificios no
se construyen para envejecer, coincidiendo en esto
con la lógica de la evidencia, con la lógica del eterno presente y de lo demasiado lleno. La recons108
trucción realizada de manera idéntica (ideada tras
la guerra en ciudades como Saint-Malo y Varsovia)
y, de manera más general, las sustituciones, se encuentran en las antípodas de la ruina. Recrean una
funcionalidad presente y eliminan el pasado.
El drama es que hoy aplicamos a la naturaleza el
trato que infligimos a las ciudades: «preservamos»
ciertos sectores, en beneficio del espectáculo; pretendemos sustituir una naturaleza mediante otra
(por ejemplo, repoblando los bosques), pero la naturaleza, como los hechos en otro tiempo, es testaruda: si se la maltrata, reacciona. Los glaciares retroceden, los mares se desecan, los desiertos avanzan,
las especies desaparecen. Antes que nada, cuando
surge el accidente (por ejemplo, Chernobil), la naturaleza se encarga de multip licar y de difundir los
efectos de la imprudencia humana: el hombre descubre que pertenece a la naturaleza cuando se ve
obligado a escapar de las instalaciones que había
concebido para dominarla. Demorémonos un instante en la ciudad de Pripiat, en Ucrania, fotografiada por Yann Arthus-Bertrand. Como apagada
por una bomba «limpia» (la que se encarga de eliminar a los hombres sin afectar a los materiales), la
ciudad aparece reducida a su glacial geometría: avenidas entrecruzadas, perpendiculares dominadas
por grandes paralelepípedos rectangulares de ventanas alineadas. Sin embargo, estas avenidas están
109
desiertas y no hay nadie en las ventanas. Aparentemente, no hay nada «en ruinas», todo está intacto.
El pasado, aquí, tiene fecha. La evacuación fue decretada de la noche a la mañana (un poco demasiado tarde, según parece). Se sabe muy bien cuál era
la función de estos espacios con forma de acuartelamientos, y esa función sería hoy la misma si no se
hubiera producido el accidente. Ruina no, pero sí
crisis o accidente, tal como hablamos de crisis cardíaca o de accidente cerebral; muerte súbita, imprevista. De aquí, tal vez, el sentimiento de que la ciudad abandonada, cubierta por la nieve, la ciudad
cuya vida se ha retirado dejándolo todo intacto,
nos contempla a través de sus miles de ventanas vacías, nos mira sin vernos, como un fantasma, y no
tiene nada que decirnos que no supiéramos ya. El
tiempo, aquí, no escapa a la historia; la historia lo
ha matado.
Sólo una catástrofe, hoy, es susceptible de producir unos efectos comparables a la lenta acción del
tiempo. Comparables, pero no parecidos. La ruina,
en efecto, es el tiempo que escapa a la historia: un
paisaje, una mezcla de naturaleza y de cultura que
se pierde en el pasado y surge en el presente como
un signo sin significado, sin otro significado, al menos, que el sentimiento del tiempo que pasa y que,
al mismo tiempo, dura. Las destrucciones realizadas por las catástrofes naturales, tecnológicas o po110
lítico-criminales, por su parte, pertenecen a la ac-
tualidad.
Jean Hatzfeld ha escrito un libro" sobre la guerra de Bosnia en el que principalmente evoca ciertos paisajes de escombros destinados a durar tanto
como la guerra y, que, por esta misma razón, a pesar de los horrores de que dan testimonio, no están
completamente desprovistos, a los ojos de quien se
tome el trabajo o tenga la audacia de dejar deambular la mirada, del encanto que asociamos con los espectáculos efímeros.
Sarajevo, 1992:
Es una bifurcación expuesta a los vientos y a los
francotiradores emboscadosen los pabellones, sobre
la colina de los bosques de alercesde Staro Brdo. Pero al llegar la noche, todo se vuelve inmovilidad en
este lugar en el que me gusta detenerme.
El cruce delimita una ancha explanada triangular
que prolonga hasta la orilla por una superficie de
almacenes destruidos, un homogéneo e increíble
amontonamiento de hormigón, de hierro, de vidrio,
bañado en un caduco olor a polvo. Con el correr de
los meses, los muros, los árboles, las aceras han sido
asolados por los disparos de los tanques. A estos escombros se han añadido los restos de los inmuebles
circundantes, empujados por las palas y el viento, así
se
2. L'Air de la guerre, L'Olivier, 1994.
111
como las bolsas de basura que la chatarra y los perros han destripado poco a poco. Caminamos sobre
un tapiz de vidrios que rechinan, de piedras, de rodapiés con clavos y de cascotes. Entre los muros rotos, huele a plástico carbonizado mezclado con el
agradable olor del mantillo de hojas. El esqueleto desvencijado de un tranvía que fue rojo y blanco sigue
aún ahí; se convirtió en lo que ahora es en una fecha
muy precisa, la del tercer día del ataque lanzado por
la artilleríafederal (pág. 12 de la edición francesa).
Los escombros plantean inmediatamente problemas de gestión: ¿cómo deshacerse de ellos? ¿Qué
reconstruir? Así fue como rápidamente surgió en
Nueva York la pregunta de si era preciso reconstruir
de forma idéntica las Torres Gemelas o si se debía
sustituirlas por otra cosa (conservando, evidentemente, algo del pasado, una alusión, una cita, un poco al modo en que, en Berlín, el campanario rajado
de la Gedachrniskirche pretende ser un recordatorio
del pasado). En cualquier caso, las destrucciones, terroristas o de otra índole, tienen fecha, y la funcionalidad perdida (para la cual se buscan «con la precipitación propia de las catástrofes» soluciones de
recambio) debe recuperar su lugar. Estamos lejos del
tiempo puro que se desliza entre los pasados múltiples y esa funcionalidad perdida, pero menos lejos
de la transformación en espectáculo que recupera
tanto los acontecimientos como las ruinas.
112
Con bastante lógica en una época que sabe destruir, y que incluso se afana en ello de forma generalizarla, pero que privilegia el presente, la imagen
y la copia, hay artistas que han quedado seducidos
por el tema de las ruinas. No se interesan ya en
ellas al modo de los aficionados a las ruinas del siglo XVIII, que jugaban, por melancolía o por hedonismo, con la idea del tiempo que pasa; ahora lo
hacen para imaginar el futuro. En los años setenta,
el terror nuclear impregnó el imaginario, y la agencia estadounidense Site concibió unos aparcamientos y unos supermercados con forma de ruinas que
prefiguraban la catástrofe que estaba por venir así
como los vacíos que les seguirían. Anne y Patrick
Poirier, hoy, en Francia, imaginan una ciudad del
futuro, Exótica, que habría sido devastada por no
se sabe qué cataclismo: de hecho la fabrican con
materiales recuperados. Resulta significativo que,
para devolver el tiempo a la ciudad, los artistas tengan necesidad de ruinas: cuando éstas escapan a la
transformación del presente en espectáculo, son,
como el arte, una invitación a la experiencia del
tiempo. Sin embargo, también resulta significativo
que necesiten convertirlas, para imaginarlas, en un
recuerdo venidero, que precisen recurrir al antefuturo y a una utopía siniestra, la de un desastre que
habrá obligado a la humanidad a «evacuar la zona»
y que, por consiguiente, es necesario representarse
113
bien desde hoy mismo, por anticipado, para que
tenga al menos algunos testigos.
Algunos grandes fotógrafos de la ciudad (pienso, especialmente, en Jean Mounicq, en Francia, y
en Gabriele Basilico, en Italia) intentaron aprehenderla como una ruina, sorprendiéndola cuando se
encuentra vacía de habitantes. París, Milán, Roma,
Venecia, se convierten, a través de su mirada, y a semejanza de Pripiat, en ciudades desiertas. Sin embargo, sabiéndolas vivas, vemos más bien en su secuencia una serie de anticipaciones o de fantasmas
-ciudades salidas de la historia pero no del tiempo,
ciudades que podrían haber nacido de la visión de
Proust o de Thomas Mann, de Freud cuando da
vueltas en redondo por las callejuelas de una ciudad italiana, o aun de algún novelista venidero de
nuestra sobremodemidad urbana.
Todo sucede como si el porvenir no pudiera imaginarse sino como el recuerdo de un desastre del que
no conserváramos hoy más que el presentimiento.
Sin embargo, estos juegos relacionados con el tiempo se prestan a diversas lecturas. Pensemos en otra
obra de los Poirier, de 1998. Simada en los jardines
del Centro de Arte Contemporáneo Luigi Pecci
de Prato, tiene la forma de una enorme columna de
templo clásico desplomada sobre el césped, a modo
de ruina gigantesca, de amontonamiento de bloques
cilíndricos entre los cuales hay unos que quedan
114
suspendidos en el aire, retenidos por el docto equilibrio que los mantiene pegados a sus vecinos, mientras que otros, los de la cúspide, se hallan separados
del conjunto y parecen haber sido proyectados a
distancia en el instante del derrumbamiento. Sin embargo, el conjunto es de resplandeciente acero, y ha
sido compuesto de forma muy minuciosa, de modo
que el tirulo de la obra, tomado de Horacio, Exegi
Monumentum Aere Perennius, resulta doblemente
ambiguo. En una primera lectura, el título es sencillamente irónico (el derrumbamiento de la columna
muestra suficientemente en qué ha venido a parar la
eternidad del monumento). Sin embargo, y a fin de
cuentas, el verdadero monumento (la representación
de la ruina) permanece, por su parte, intacto, y por
mucho tiempo. De mapa que el título admite una
lectura no irónica. El monumento es tan sólido como el acero del que está hecho. Sobrevivirá a sus
autores. Simplemente, representa una ruina con forma antigua, una ruina como las que ya no produciremos (salvo en el caso de que, por azar, cayera
una bomba sobre la Acrópolis), encarna una utopía, una imagen del tiempo que hemos perdido y a
cuya búsqueda no renuncia el arte.
A decir verdad, tanto si representa un pasado falso (una columna romana de acero) como si encarna
una utopía siniestra (una ruina por venir), la obra
juega con el tiempo, deliberadamente, tal como ha115
ce, sin quererlo, la obra «de época». La percepción
que tendrían o que habrán podido tener los contemporáneos del estado inicial de la ruina construida por el artista se nos escapa tanto más cuanto que
estos contemporáneos nunca existieron o nunca
existirán -no más que ese estado inicial-o La carencia que expresa entonces la obra de arte no es ya la
de una mirada desaparecida, la de una mirada que
jamás conseguiremos restituir por completo, sino
la de una mirada inexistente. La carencia se hace
ausencia. Hubert Robert y los aficionados a las ruinas del siglo XVIII imaginaban un pasado ficticio,
un fantasma que embrujaba de forma amable un
paisaje bucólico. Los artistas actuales imaginan
un futuro no advenido aún. Unos y otros presienten (y los segundos con mayor intensidad aún) que
incumbe al arte salvar lo que hay de más precioso
en las ruinas y en las obras del pasado: un sentido
del tiempo tanto más provocador y conmovedor
por cuanto no es posible reducirlo a historia, por
cuanto es conciencia de una carencia, expresión de
una ausencia, puro deseo.
116
Paisaje romano
En un entorno urbano, la investigación arqueológica se ve periódicamente confrontada a alternativas
difíciles, y al problema de su propia finalidad. Cuanto más rico es el pasado antiguo, más numerosos
son los interrogantes. Uno de entre ellos se refiere
al hecho de saber cuál es el pasado que hay que recuperar y restituir. ¿La Roma medieval o la Roma
imperial, por ejemplo? Otro, vinculado al hecho de
que toda acción arqueológica pasa por un despanzurramiento del suelo y por una destrucción, es de
orden estratégico: ¿se desea sacrificar el presente al
pasado o el pasado al presente? ¿Las ruinas que se
saquen a la luz van a adornar la ciudad actual o, por
el contrario, será preciso destruir las construcciones existentes para recuperar los signos del pasado?
117
Roma, una vez más, resulta ejemplar. La arqueóloga Andreina Ricci evoca las diferentes emociones
que suscitan los recorridos del Corso Vittorio Emmanuele II o los de la Via della Conciliazione y la
Via dei Fori Imperiali.' En el primer caso, las demoliciones efectuadas tras la toma de Roma para convertirla en la capital de Italia tenían una finalidad
funcional: se trataba de demoler para reconstruir. En
el segundo caso, lo más reciente se sacrificó a lo más
antiguo. El régimen fascista quiso convertir el mejoramiento de los foros imperiales en una ilustración
de su concepto de Italia y de la historia. La Via dei
Fori Imperiali es un ejemplo de lo que Habermas
llama «la utilización pública de la historia», una utilización que en este caso relaciona a la Roma fascista con la Roma imperial.
El arqueólogo al servicio de una política de la
ciudad puede inquietarse legftimamente por lo que
se le quiere hacer decir, por lo que se le quiere hacer inscribir sobre el suelo. Y ello porque la dialéctica de lo demasiado lleno y de lo vacío opera aquí
a toda máquina. En una ciudad como Roma, lo demasiado lleno se encuentra a un tiempo en las profundidades del centro histórico (¿qué época privilegiar, qué épocas sacrificar, cuando el arqueólogo,
1. Andreina Ricci, -Luoghi estremi della ciuá. Il progctro archeologico tra "memoria" e "uso púbblico della storia?», Archeología Medievale, XXVI, 1999, págs. 21-42.
118
como el escultor, no crea el nuevo paisaje, la forma
nueva, sino vaciando lo demasiado lleno, retirando
trozos de historia de las capas aglutinadas?) y en
los espacios periféricos (a los que se extendió la ciudad a expensas de las ruinas enterradas, respecto de
las cuales podemos preguntarnos hoy si el hecho
de sacarlas parcialmente a la luz no contribuiría セ la
rehabilitación y a la urbanización de los barrios
nuevos).
La Roma actual es el resultado de una serie de
destrucciones, de reconstrucciones y de excavaciones arqueológicas. A muy grandes rasgos, podemos distinguir el período de finales del siglo XIX y
principios del xx, período en el que lo アセ・
había
que hacer era convertir a rッセ。
en una capital moderna, y el período 」ッューイ・ョ、ャ セ
entre 1セRA
1943,
época marcada por la destruCCión de edl:lCloS que
databan de épocas diversas y en que el afan se centró en realzar la Roma antigua y especialmente la
Roma imperial. En 2002, una exposición dedicada
a «Roma entre las dos guerras» permitió presentar
fotografías que ponen de manifiesto la amplitud de
las obras efectuadas durante estos dos períodos.
Este juego de 、・ウエイオ」ゥョMッケーセᆳ
m-al-día apunta explícitamente, pese a que los objeo 、セ u,n
tivos últimos puedan variar de una ←ーッ」セ
merégimen a otro, a la constitución de オセ セョjオエッ
dito (ya que reúne monumentos, edificios y restos
119
que nunca hasta entonces habían sido contemporáneos), a la constitución de un conjunto «esculpido»
en la masa compuesta de la historia y colocado en
posición de contigüidad, como en una inmensa instalación, respecto a partes más recientes de la ciudad, o incluso -como sucedió entre 1937 y 1938 en
torno a la plaza Augusto Imperatore, que había sustituido a todo un barrio medieval-, respecto de un
fragmento desplazado de la ciudad antigua.
Incluso en el caso de que sea a espaldas de los arqueólogos o de los políticos que quieren hacer una
utilización pública de la historia, el resultado es
siempre un paisaje, es decir, la reunión de temporalidades diversas. Cuando en él se mezcla, como hoy
en Roma, una presencia insistente de la naturaleza
(no sólo por los parques, los jardines, los claustros
y las colinas boscosas, sino también por los hierbajos y las amapolas que se cuelan hasta el corazón de
la ciudad, invadiendo los muelles del Tíber y los
emplazamientos arqueológicos), se tiene la impresión (y todavía más, llegada la noche, cuando las
actividades se hacen más discretas y los transeúntes
más escasos) de contemplar una especie de inmensa
ruina sin edad en la que el paseante inocente puede
experimentar el puro disfrute de un tiempo que
ningún monumento ni ningún emplazamiento logra retener cautivo.
120
El muro de Berlín
Día 18 de agosto de 1961: Walter Ulbricht declara
en televisión que, en lo sucesivo, un muro va a separar la parte oeste de la parte este de Berlín. Desde
el día 13 de agosto, 69 de los 81 pumas de paso entre el este y los sectores del oeste habían quedado
cerrados, luego, rápidamente, se habían cerrado otros
cinco: al final del mes no quedaban ya más que siete puntos de paso, uno de los cuales era el famoso
Checkpoint Charlie, reservado a los aliados y a los
diplomáticos.
El muro, concebido para impedir el éxodo masivo de los «que huían de la república». inaugura un
trágico período de tensión, (en el mismo Berlín. entre 1961 y 1989, hubo más de cien muertos al producirse tentativas de franquear la frontera), que
121
ha asediado durante largo tiempo el imaginario
europeo.
Las ciudades, las grandes ciudades, tienen una
relación particular con la historia. Ésta invade su
espacio por medio de la conmemoración, de la celebración ostentosa de las victorias y de las conquistas. La arquitectura sigue a la historia como a
su sombra, pese a que los lugares de poder se desplazan en función de las evoluciones y las revoluciones internas. La historia es también violencia, y
a menudo el espacio de la gran ciudad recibe de lleno los golpes. La ciudad lleva la marca de sus heridas. Esta vulnerabilidad y esta memoria se parecen
a las del cuerpo humano y son ellas, sin ninguna duda, las que hacen que la ciudad nos resulte tan próxima, tan conmovedora. Nuestra memoria y nuestra
identidad están en juego cuando cambia la «forma
de la ciudad», y apenas tenemos problema para
imaginar lo que pudieron representar las conmociones más brutales de la ciudad para quienes, con
ella, fueron también víctimas.
Cuando volví a Berlín, cuarenta años después de
la edificación del muro, tenía dos recuerdos en la
mente. El más antiguo databa de 1986 o de 1987,
dos o tres años antes de la caída del muro. Una tarde había dejado, bajo la lluvia de otoño, a unos colegas del oeste para ir a visitar en el este a otros colegas. Había tomado el metro con mi maletín y mi
122
pasaporte para un viaje de unos diez minutos con
destino a la Friedrichstrasse, lugar en el que se encontraba el puesto fronterizo. Atravesábamos sin
pararnos estaciones cerradas, estaciones fantasmas
como las que había en París durante la guerra.
El segundo recuerdo era más reciente. En 1994,
me había reunido con Ernmanuel Terray en Berlín
(donde escribió, después de una estancia de tres
años, sus Ombres berlinoises) y me había hecho visitar el este de Berlín, su patrimonio histórico, infinitamente más rico que el del oeste, y las numerosas
huellas de la ex República Democrática Alemana,
de la presencia soviética, del Tercer Reich. El muro
había caído, pero el este de la ciudad y su fría austeridad no tenían nada que ver con el desenfreno consumista de la parte"'occidental, cuyo carácter era
resueltamente provocador. Seguían existiendo dos
ciudades en la ciudad.
Berlín es en gran medida una ciudad experimental: en ella se mide la fuerza del pasado y la del olvido, las posibilidades y los límites del voluntarismo, las relaciones entre la ciudad y la sociedad, así
como las relaciones entre la ciudad y el arte, ya que,
de las pintadas sobre el muro a la arquitectura agresiva de la Potsdammerplatz, de la posmodernidad a
la cultura alternativa, la capital de la Alemania reunificada es a un tiempo un laboratorio y un museo.
Ella es, por sí sola, una síntesis de la historia del si123
glo que acaba de concluir y una testigo activa del
que está esbozándose.
Quería por tanto, dado que me decían que la ciudad pronto quedaría físicamente soldada y que del
antiguo patrón no quedarían en adelante más que
algunos vestigios difícilmente reconocibles, verla
más de cerca.
La primera cosa que había que hacer, desde luego la más fácil, pese a que se pareciese a una gincama un tanto estrafalaria, era salir en busca de los
restos del muro. Las escasas indicaciones que proporcionaban las guías sugerían que estos restos habían alcanzado la categoría de «lugares de memoria», espacios de conmemoración de los que, desde
Pierre Nora, sabemos que no forzosamente constituyen el lugar de una memoria efectiva, de una memoria aún con vida. Empecé por lo más evidente, el
Checkpoint Charlie, respecto del cual el cine y la
literatura han alimentado en nosotros, incluso en el
caso de que nunca hayamos estado allí, una especie
de recuerdo. Fui a pie, bajo el glorioso sol de 21 de
junio, desde Charlottenburg, barrio acomodado
del oeste. Me había instalado no muy lejos de la
Kurfürstendarnm, la famosa Ku 'Damm, una de las
arterias comerciales más elegantes de la capital, para conseguir apreciar el contraste y las transiciones.
De hecho, cuando se avanza hacia el este, por los
barrios de Tiergarten y de Kreuzberg, se va perci124
biendo un progresivo cambio de ambiente: queda
algo de la atmósfera «alternativa», los tatuajes y el
piercing parecen la norma, abundan los cafés baratos. Sin embargo, tan pronto como se empieza a
subir hacia el norte para llegar a la célebre Potsdammerplatz, por donde pasaba el muro, cambia el
decorado. y entonces surge la sorpresa: vista desde
el oeste, la plaza aparece dominada, aplastada por
monumentos del más moderno estilo posible (verticalidad vertiginosa, ángulos agudos, fachadas lisas).
El sector Mercedes- Benz, un monstruo de vidrio,
fue concebido por Renzo Piano. Los propietarios de
la zona (Sony, Mercedes, Synthelabo, Hyart...) se
exhiben sin vergüenza. Bien podríamos hallarnos en
Hong Kong, en Tokio o en Vancouver. Pero no es
•
el caso, y ello porque este acantilado domina una
playa de solares erizada de grúas. Aún no se ha
producido la cicatrización, y, paradójicamente, es
posible que en ningún sitio resulte tan visible la herida como en este lugar de arquitectura ostentosa.
Una infobox suministraba, aún no hace mucho, informaciones sobre las obras en curso y permitía
contemplar por adelantado el paisaje futuro. Sin
embargo, hoy sigue siendo difícil saber si el sentimiento de «frontera» que aquí prevalece depende
de la extensión de la obra de construcción o de la
enormidad deliberada, aplicada, casi excesivamente
consciente, de lo que ya ha sido construido -un po125
co como si se hubiera levantado la Défense en la
plaza de la Concordia para rechazar o negar la oposición entre la orilla derecha y la orilla izquierda
del Sena.
El Checkpoint Charlie está situado más allá de
la Porsdammerplatz, un poco hacia el sur. Tomando la Leipzigerstrasse hacia el este, girando luego a
la derecha por la Mauerstrasse (la calle del Muro),
se accede a él de frente, tal como hacían los tanques
soviéticos cuando se encaraban a los tanques estadounidenses. El Checkpoint Charlie se ha convertido en un lugar folclórico, y el célebre cartel que
allí se encontraba (<< You are leeoing the American
secror»), traducido a las otras tres lenguas implicadas, ha sido representado en innumerables tarjetas
postales. También proporciona el tema para algunas publicidades chistosas. Así, en la calle del Muro, enfrente del edificio de L'Oreal, hay una peluquería que lleva el nombre de Hair Point Charly.
Esta calle desemboca en la Friedrichstrasse, en
medio de la cual sigue habiendo una garita militar
estadounidense (U. S. Army Checkpoint) protegida
por sacos de arena. Al llegar a la altura de este puesto, una turista estadounidense radiante y charlatana fingía montar guardia en él para que su sobrinita la fotografiara. Había un autocar aparcado no
muy lejos, cerca del museo del Checkpoint Charlie, en el que pueden verse fotografías y películas
126
relacionadas con la historia del muro, objetos utilizados en las evasiones de éxito y testimonios sobre
las acciones no violentas realizadas en el mundo en
favor de los derechos del hombre. Durante dos días,
los autocares de turistas iban a ayudarme en mi búsqueda de los restos del muro. Cuando, con mi plano en la mano, pensaba estar acercándome al objetivo, a menudo encontraba uno o dos que, desde su
aparcamiento, me indicaban el emplazamiento exacto. Uno o dos, no más, porque el turismo no es en
Berlín lo mismo que en París. La anchura de las calles, la fluidez de la circulación y una demografía
relativamente limitada (tres millones y medio de
habitantes para una superficie ocho veces superior
alade París) la convierten, por lo demás, en una ciul
dad espaciosapor la que da gusto caminar; una ciudad
casi desprovista de muchedumbres, a veces casi desierta. Los turistas, con excepción de algunos estadounidenses y de un puñado de franceses, eran casi
todos alemanes. Lo constaté en el Checkpoint Charlie, pero se confirmó más tarde. Y me pareció reconfortante, a fin de cuentas, que esta cuestión del muro -de su construcción, de su destrucción y de su
recuerdo- fuera considerada antes que nadie por
los alemanes como un asunto suyo, a pesar de todas
las imágenes que lo acompañan y que, a la larga,
adquieren el aspecto de otros tantos estereotipos
internacionales, el aspecto de imágenes de Épinal
127
de alcance planetario, desde el «Icb hin ein Berli»er» de John F. Kennedy en 1963 al violonchelo de
Rostropovitch en 1989.
Al día siguiente llovía, así que me desplacé en
metro. Cuando se sale hacia el norte en el S-Bahn,
el ferrocarril urbano que es preciso diferenciar del
U-Bahn, el metro propiamente dicho, se atraviesan
las estaciones que se extendían a lo largo del muro.
La línea es a cielo abierto. A la derecha descubrimos solares industriales, vías abandonadas y obras
de construcción. todo ello en un desorden imposible de descifrar del que surgen de vez en cuando
montones de hormigón más imponentes, ruinas de
algunos búnkeres desaparecidos y fragmentos apenas identificables del muro. pese a que exista el riesgo de confundirlos con otros muros de origen incierto, pintados encarnizadamente, que cruzan el
paisaje de forma aleatoria, como para embrollar
el juego y confundir la mirada del viandante de curiosidad excesiva. Este no man 's land no precisa
comentarios; más lejos, hacia el este, algunos inmuebles parecen dar la espalda a la vía. A la izquierda nos hallamos casi en el campo, cosa que sucede a
menudo en Berlín (he visto conejos de monte a dos
pasos de la puerta de Brandenburgo), y la vista se
pierde en los ramajes azotados por el viento.
Se tiene la misma impresión mixta (de afueras
agradables, de descampado y de frontera impreci128
sa) en el camino de vuelta. Me apeé en Nordbahnhof (la estación del norte) para subir por la Bernauerstrasse, que es uno de los puntos más relevantes
del muro, por así decirlo, ya que allí se encuentran
dos auténticos monumentos: el Memorial (lienzos
de muro metalizados, paredes lisas y mates que simultáneamente prolongan y detienen una porción
del muro original, blanqueada y como vitrificada,
de cuya superficie se han borrado 、・ヲゥョ エ セ。ュ・ョエ
los dibujos y las pintadas) y la nueva capilla de la
reconciliación, edificada en el emplazamiento de
la antigua, destruida en 1985 para despejar.la zona
de tiro. Al salir de la estación, me perdí un mstante
en la Gartenstrasse (la calle de los Jardines), travesía en la que también había muros con pintadas, y a
lo largo de la cual había debjdo discurrir el que yo
buscaba; después me introduje finalmente en la
Bernauerstrasse (había localizado algo más lejos un
autocar estacionado). Resguardándome de la lluvia
en el arcén de la carretera, percibí de pronto que
me había arrimado sin darme cuenta al muro, al auténtico muro, que se reconocía por su borde superior redondeado, y cuyas pintadas, a lo largo de
una cincuentena de metros, habían escapado al tratamiento radical que se le había aplicado en la zona
del Memorial. Detrás de la carretera, hasta donde
alcanzaba la vista y oculto bajo las ramas y el follaje de los árboles que montaban guardia en apreta129
das filas sobre las tumbas grises. se extendía el Cementerio de los Inválidos, en el que también pueden encontrarse algunos fragmentos del muro. y
que. en esa mañana lluviosa, contribuía al carácter
un tanto irreal del paisaje.
En el interior del pequeño museo podía hallarse
el despliegue habitual-tarjetas postales, recuerdos.
libros, pelfculas-, y podían verse algunas fotografías, entre las que se encontraba la de Charles Hernu
en actitud de recogimiento, foto tomada en 1984
frente al Memorial erigido en este mismo lugar. En
esa época, su visita no había escapado a la vigilancia
ya las cámaras de los Vopos, que, sin duda, no imaginaban que habrían de contribuir de este modo a
las retrospectivas venideras de la ciudad sin muro.
A la vuelta. me detuve nuevamente en la Potsdammerplatz para completar mi búsqueda de la víspera. No lejos del Checkpoint Charlie, en efecto,
hay un trozo notable de muro en la Niederkirchnerstrasse (y otro, muy pequeño, en una calle adyacente). El muro de la Niederkirchnerstrasse está
adornado con frescos y pintadas, pero los autocares que se detienen a su altura tienen otro destino:
la exposición «Topografía del terror», dedicada al
Tercer Reich, se halla instalada en su base, en ellado del Berlín-Este, en las excavaciones que dejaron
al descubierto los cimientos de un antiguo edificio
de la Gestapo. La exposición de fotografías (todas
130
comentadas en alemán, sin traducción al inglés) resulta particularmente impresionante. aunque no
sea más que por el hecho de hallarse situada en el
corazón mismo de la capital nazi, cuya imagen trae
de nuevo a la actualidad. El antiguo Ministerio del
Aire de Goering se encuentra muy cerca, intacto. y
actualmente está ocupado por el Ministerio de Hacienda. Goering, el Checkpoint Charlie, la Potsdammerplatz y algunos turistas un tanto perdidos:
el siglo se filtra entre los muros de Berlín.
Al anochecer, volví a coger el S-Bahn para ir, más
al este. a observar el último vestigio que se señala a la
consideración de los visitantes. Hice transbordo en
la Alexanderplatz (que. en la superficie. tiene una arquitectura muy estalinista. y en el subsuelo, una
muchedumbre muy mezclada que se aparta al paso
de algunos skins en traje de batalla) para bajar luego
en Ostbahnhof {la estación del este). A la salida de la
estación. una calle llamada «de la Commune de Paris» (supongo que ya tenía ese nombre antes de
1989) baja hacia la Mühlenstrasse (la calle de los Molinos), en la que se descubre, a lo largo de algo más
de un kilómetro, el lado este del muro. En la MühÍenstrasse, la situación es un tanto particular: la calle
recorre el costado del Spree, el río de Berlín, a cierta
distancia; el Spree había permanecido abierto a la
circulación y un inmenso terreno baldío se extendía,
y aún se extiende, entre él y el muro. Este último. en
131
su cara este, no se hallaba cubierto de improvisaciones pictóricas: reinaba el orden, y el muro, además,
se situaba en el extremo y al fondo de la zona prohibida. Sin embargo, en 1990, la porción conservada
de la Mühlenstrasse fue confiada a distintos artistas,
que la decoraron. Se la llamó la East Side Gallery.
Varias de estas pinturas han sido reproducidas en diversos catálogos. Algunas de ellas aún se conservan
en buen estado; otras se han degradado o han sido
recubiertas por creaciones menos inspiradas: el vandalismo no siempre es militante y sus manifestaciones no se interpretan con facilidad. Lo más notable
aquí, bajo el cielo gris de este atardecer de junio, era,
en resumidas cuentas, una sensación de soledad y de
abandono. No me crucé más que con dos o tres grupos de jóvenes, unos jóvenes que no dedicaban una
sola mirada al muro: formaba parte de un decorado
que les resultaba en exceso familiar. Extraño decorado en verdad: en un lado de la calle, el muro, la galería del East Side, más allá de la cual los tejados de
Berlín-Oeste sólo se dejaban ver muy a lo lejos; en el
otro lado, una acera hundida, invadida por las hierbas, con boquetes y terrenos baldíos en el alineamiento de las casas abandonadas cuyas ventanas
también habían permanecido amuralladas, como el
espacio situado frente a ellas.
El muro terminaba en la esquina de la Mühlenstrasse con el puente del Spree (el Oberbaumbrücke,
132
uno de los antiguos puntos de paso entre el este y
el oeste de mayor celebridad). Crucé el puente y
volví a pie atravesando Kreuzberg. En los quioscos
de periódicos, la prensa turca se hallaba tan presente
como la alemana. Mujeres con velo hacían las compras antes de la cena. La lluvia había cesado. Algunas parejas, disfrutando de la escampada, bebían su
cerveza al fresco.
El tercer día, la víspera de mi partida, renuncié a
mi gincama y me paseé al azar por Berlín, atravesando sin duda varias veces y sin prestarle atención
la antigua línea divisoria. Un salto hasta el Charlottenburg Schloss, el castillo de Federico 1 y Federico 1I, me permitió volver a encontrar por un
momento la elegante geometría de la época de la
Ilustración, la ligereza del siglo XVIII, aparentemente preservada en este lúgar en el que Watteau y los
pintores franceses reinan como maestros en los aposentos reales. Aprecié en el Reichstag ese arte de
acomodar las ruinas que tan bien se le da a la arquitectura contemporánea. La cúpula de vidrio bajo la
que tienen su escaño los diputados ha encontrado
su lugar, macizo símbolo de poder y de transparencia, en el corazón del palacio restaurado y a dos pasos de la antigua frontera cuyas huellas aún se adivinan. Este mismo arte se manifiesta también en la
iglesia conmemorativa del emperador Guillermo,
cuya torre nueva parece estar apoyada sobre el an133
tiguo campanario, quebrado, que se abre al cielo.
En ・セエッウ
sitios en los que el presente supera al pasad.o SIn aplastarlo, no hay duda de que se está diciendo algo de Berlín y de Alemania: algo de una
aspiración a la modernidad más moderna y más conウセュゥエ。
de todas (dos de los mayores centros comerciales de Europa están situados en las inmediaciones de la iglesia conmemorativa), aunque se trate
de una aspiración que nunca es fácil, que nunca carece de matices o de remordimientos. Aunque los
McDonald's no resulten en sitio alguno más naturales y, por ello, más discretos que en Berlín, donde
se funden con la arquitectura funcional de los nuevos barrios, las cervecerías en las que se consume a
todas horas la cocina más tradicional son, a pesar
de todo, los restaurantes más frecuentados.
El espacio de la ciudad está hecho a la medida de
estos contrastes y de esta tensión. No creo que la
frontera entre el este y el oeste llegue algún día a
borrarse. Sin duda no esperó al muro para existir. Y
también sin duda, sería una simplificación imputar
todas las rupturas visibles en Berlín a la antigua separación entre los dos Estados. Muchos muros, muchas fronteras recorren las megápolis del mundo
act.ual, que separan de forma más o menos abrupta
a. イセ」ッウ
y a pobres, a instalados y a inmigrantes, a
viejos y a jóvenes, a conformistas y a rebeldes ...
Encontramos, transpuestos en el espacio, los con134
trastes que son constitutivos del mundo actual. Sin
embargo, en Berlín, estos contrastes se encuentran
injertados en un territorio cuyas heridas son expresión de las locuras del siglo xx,
Berlín sigue siendo, como escribe Emmanuel Terray, «el paraíso de las sombras». Ésta es la razón de
que, a pesar del aplomo que proclaman los inmuebles de la Potsdammerplatz y de la continua actividad de las obras de construcción, el sentimiento de
espera, y a veces de melancolía, que suscita la situación inacabada de la ciudad --como en esas afueras
de Roma y de Lisboa que exploran las cámaras de
Nanni Moretti y de Wim Wenders- se sobreañada
tal vez aquí a un temor vago y no razonado: el de
que las locuras del porvenir, las locuras del siglo en
el que acabamos de entrar estén a la altura de las que
hoy tratamos de conjurar al conmemorarlas.
135
París
No sé si París sigue siendo la capital, o más bien
una capital, de las artes y del pensamiento (pues el
artículo determinado, en estas cuestiones, es tan pretencioso como aproximado). Tengo la suerte de conocer a algunos artistas, a algunos editores, a algunos libreros, a algunos escritores, y encontrarlos a
veces en París, de trabajar en una institución donde
intelectuales de todo el mundo se dan cita un día ti
otro. Tengo también la suerte de dirigirme cada semana a jóvenes investigadores, a discípulos ya formados y llenos de entusiasmo y de interrogantes. Y
tengo, de cuando en cuando, el sentimiento, al cruzarme con la discreta silueta de tal o cual de ellos, en
el azar de una calle o de un cruce, de que siempre se
está tramando algo en París, algo que desde luego
137
tiene que ver con la creación, con el pensamiento,
algo que no está circunscrito a un barrio en concreto, que no tiene asignada una sede (Saint-Germaindes-Prés, Montparnasse o Montmartre), sin duda
porque las cosas ya no ocurren así, suponiendo que
realmente hayan sucedido alguna vez de ese modo,
algo que se incuba, como decimos de las enfermedades, pero también de las crisis o de las revoluciones.
Evocaré aquí, sin más, un decorado, un escenario y una intriga: el decorado que tengo ante los
ojos, un escenario que busca personajes, unos personajes que buscan autor, una intriga que se me escapa porque formo parte de ella, en mi modesto
puesto, y a la cual sólo los historiadores de mañana, quizá, podrán dar un sentido.
Si me hablan de la ciudad de París cuando estoy
lejos de ella, los recuerdos y las imágenes que este
nombre hacen surgir no son siempre los más recientes. En mí dormita un París íntimo, un poco borroso a veces, de colores velados como los de una foto
antigua, de colores pasados, como suele decirse, utilizando una palabra que en este caso resulta muy evocadora, un París en color sepia, o en blanco y negro, cuya imagen se mezcla con las que me dejaron
algunas películas de los años cuarenta o cincuenta y
que se reponen todos los años, o casi, en los cines
del Barrio Latino. Permítanme una confidencia:
cuando el pianista de la película La Closerie des Li138
las toca la melodía que sirve de tema central en Casablanca, me emociono como si recordara haber
esperado la entrada de los alemanes en París alIado
de Ingrid Bergmann y de Humphrey Bogan. Ésas
son sin duda mis «ruinas de París»; una serie de clichés discontinuos y mal fechados que componen una
especie de monumento sin edad.
Este París del recuerdo y de la ficción es el París
de mi infancia, y más tarde el de mi adolescencia)
un París que a veces me vuelve a la imaginación durante el atardecer, o en el transcurso de alguna noche de insomnio) un París tangible) tranquilo, apaciguador. No lo echo de menos. La ciudad de París
no ha estado nunca tan presente en mí como hoy;
cuando vivía en ella) me llegaba a aburrir, me llegaba a angustiar. Este París que permanece en mí no
es en realidad el Párís en el que correteaba antaño
con impaciencia, esperanza o melancolía.
Es, antes que nada, el París de la guerra, el París
más tenso, ya que de 1940 a 1944 (cumplí cinco
años en 1940) mi París era una ciudad guerrera,
una ciudad en alerta, de toque de queda y de noche
oscura, de cortinas corridas, de inviernos gélidos,
aun más que ahora, y de veranos abrasadores. Era
también una ciudad de sótanos: descubrí las catacumbas en los subsuelos de la calle Peuillantines,
en la esquina de la calle Ulm con la calle ClaudeBernard. En aquella época) los institutos también
139
impartían las clases de primaria, pero el instituto
Montaigne alojaba al Estado Mayor alemán, y sus
clases habían sido dispersadas por todo el distrito v:
cursé mi décimo curso en la casa en la que vivió de
niño Victor Hugo (lo atestigua una placa, creo), y
también creo recordar el nerviosismo de nuestros
profesores cuando, metidos precipitadamente bajo
tierra por causa de una alarma, los más intrépidos
de nuestro grupo parecían sentir la tentación de explorar las cavidades oscuras cuya existencia nos descubría la débil luz de las linternas en los confines del
estrecho emplazamiento en que estábamos agazapados.
A veces, durante la noche, las sirenas no habían
terminado aún de aullar su grito de alarma cuando
ya, por el oeste, hacia Boulogne-Billancourt, se inflamaba el cielo. El estruendo de la defensa antiaérea instalada a dos pasos de nosotros sobre la torre
de la Escuela Politécnica acompañaba a esos resplandores un tanto remotos y, a veces, cuando no
bajábamos al sótano, he llegado a apartar la cortina
para seguir con la mirada los haces de luz que escudriñaban las profundidades del cielo en el furibundo fragor del cañoneo.
De la guerra y de París, las imágenes que conservo son discontinuas, pero claras. Recuerdo que en
los Jardines de Luxemburgo buscaba los pedazos
de los obuses de la defensa antiaérea, como otros
140
buscan setas, porque eran excelentes imanes y porque mis compañeros y yo rivalizábamos en reunir
la colección más completa posible. Durante los combates de liberación, nos quedábamos encerrados a
cal y canto en casa, pero, por la misma ventana por
la que había observado el mágico espectáculo de
los bombardeos, vigilaba la plaza Maubert, donde
habían aparecido unos jóvenes armados. Me acuerdo de los carros alemanes que surgieron a la altura
del metro Cardinal-Lemoine y que dispararon por
el hueco de la calle Monge (todos los cristales quedaron hechos añicos), sin duda para vengar la muerte de dos soldados caídos en una emboscada en la
plaza. Y también me acuerdo del desfile de los camiones que, durante unas cuantas horas, huyeron
hacia el este por el bulevar Saint-Germain, aprovechando una tregua con la resistencia. Me acuerdo
de la segunda división blindada de Leclerc, que
desfiló bajo nuestras ventanas, unas horas más tarde, para acantonarse en el Jardin des Plantes. Y además me acuerdo, desde luego, de la plaza situada
frente a Notre-Dame, atestada de gente, y en la que
la llegada del general De Gaulle se vio enturbiada
por la descarga de fusilería de unos milicianos, lo
que desencadenó un gran pánico entre los civiles.
Conseguimos salir de los empellones, cruzar de
nuevo el Sena y ponernos a cubierto en el laberinto
de callejuelas, en aquella época muy deterioradas,
141
que separaban la calle Saint-Jacques de la plaza
Maubert. Aún veo al soldado estadounidense que,
sin dirigir una sola mirada a nuestra enloquecida
galopada, apuntaba hacia los tejados su pistola ametralladora, de cuyo cañón se escapaba un hilillo de
humo.
El único interés de estas evocaciones surgidas de
la memoria, pero sin duda también de la labor del
tiempo y de la imaginación, estriba en que dibujan
el cuadrilátero aproximado en cuyo interior me hice parisino y fuera del cual me siento siempre un
tanto forastero; no exiliado (el término sería excesivo), pero sí de visita, de viaje, a la espera de un regreso hacia no sé muy bien qué origen.
El centro de este espacio íntimo en el que ya no
vivo desde hace mucho tiempo es, por tanto, la plaza Maubert. Al norte, llega hasta Notre-Dame, a la
que tan agradable resulta acceder por la calle Bernardins. Al oeste, se extiende hasta el Odéon, ya
que era demasiado joven durante los años del existencialismo para que Saint-Germain-des-Prés me
resultara realmente familiar. Al sur, la calle Vaneau,
en la que vivieron mis abuelos durante la guerra,
Sevres-Babvlone (vi desembarcar en el hotel Lutétia a los deportados que regresaban de los campos
de la muerte) y Montparnasse (hacíamos cola, en
verano, en la calle Départ para comprar billetes con
destino a Rosporden) eran los puntos extremos de
142
este territorio que se detenía al este por el lado de la
plaza de la Contrescarpe, de la calle Mouffetard y del
Jardin des Plantes. Podría parecer que la relativa estrechez de este espacio ha marcado mi vida (después
de todo, hice mis estudios en el instituto Montaigne,
detrás de los Jardines de Luxemburgo, después en el
instituto Louis-Ie-Grand, en la calle Saint-Jacques,
y finalmente en la calle Ulm, detrás del Panthéon;
actualmente imparto clases en el bulevar Raspail,
enfrente del hotel Lutétia).
Sin embargo, soy más bien un viajero, y este confinamiento inicial quizá tenga algo que ver. No por
el hecho de que haya contenido durante mucho
tiempo un deseo de evasión, sino, al contrario, porque ese deseo se manifestó muy pronto y encontró
satisfacción en el propio París. Mis padres eran
buenos andarines y, desde mi primera infancia, recuerdo largas caminatas. "Esas marchas tenían para
mí algo de viaje, algo parecido a la sensación de ser
arrancado del universo familiar, algo de exploración: me enfrentaba a lo desconocido, y con una
mezcla de aprensión y de placer me aventuraba, escoltado, por los grandes bulevares, por Montmartre, por el bosque de Vincennes o de Boulogne, e
incluso por tal o cual barrio distinguido en el que
residían algunos amigos de mis padres. En los distritos VII y XVI experimenté unas intensas sensaciones de timidez, aunque sólo más tarde comprendí
143
que eran timideces de clase: mi territorio era antes que nada un territorio social. De este modo, me
da por pensar que fue en el aprendizaje del espacio
parisino (repartido entre un interior y un exterior
geográficos y sociales) donde se formó sin yo saberlo mi sensibilidad de etnólogo.
La afición por viajar nació muy pronto en mí; y
la satisfice antes que nada viajando por París: nunca he dejado de cruzar la frontera entre mi territorio y otros territorios, y no dejo, a pesar de mis escapadas más remotas, de renovar esta experiencia.
No es una experiencia sencilla; pone en juego una
doble transformación. La mía, en primer lugar: si
me defino como un viejo parisino, apostaría mucho a que no tengo la misma mirada que tenía en la
época en que mis recuerdos de infancia no eran recuerdos. Después, la de la ciudad, cuya forma, según sabemos, «cambia más rápido, ¡ay!, que el corazón de un mortal». El verso que inspiraba a
Baudelaire las transformaciones del Carrusel se
aplicaría con tanta o más pertinencia al París de los
últimos treinta años. De forma que, ante el París
actual, confrontado a mis recuerdos, me encuentro
a veces en la misma situación que el visitante de
Roma imaginado por Preud, que buscaría la Roma
quadrata o la Roma de la república sin poder encontrar el menor rastro de ellas. Dicho esto, no todo cambia, y todo 10 que cambia no cambia de la
144
misma forma. Tres París diferentes coexisten hoy
en mi mirada y se ofrecen a mi exploración: el París
que no ha cambiado, el París transformado y el París subvertido.
Antes que nada, una precisión para eliminar toda
ambigüedad: no soy un nostálgico de París. No estoy obsesionado por el deseo de revelar las huellas
del pasado o por constatar su ausencia. Los recuerdos no me asaltan cuando cruzo los Jardines de Luxemburgo o cuando cojo el metro en Maubert-Mutualité. Todos estos lugares son lo suficientemente
actuales como para conservar a mis ojos el sabor del
presente. Mis recuerdos, cuando siento su necesidad,
los vaya buscar yo mismo; no les dejo que decidan
por mí, aunque a veces suceda, a pesar de todo, que
surjan por sí mismos, sin avisar. Sin embargo, en esos
casos es raro que estén asociados a mis recorridos parisinos del momento. Se trata más bien de instantáneas, de imágenes recurrentes, insistentes, en las que
se ha fijado o congelado una actitud, una expresión,
y que constituyen una geografía alusiva y troceada.
N o estando constituido ni por recuerdos ni por
descubrimientos, el París que no ha cambiado, al
menos a mis ojos, escapa, tal como sucede con las
ruinas, a la historia. Este París está integrado por
mis ruinas, es una obra de arte intemporal que,
por esta razón, me proporciona el sentimiento de
no existir más que para mí.
145
Me encuentro en el puente del muelle de la Tournelle y contemplo Notre-Dame. A poco que pase
bajo el puente uno de esos mastodontes turísticos
que la gente se empecina en llamar, quizá por ironía, bateaux-mouches, tengo la sensación de que he
estado siempre aquí o, lo que viene a ser lo mismo,
de que este retablo no ha cambiado, de que la cascada de piedras que brota de las torres de la catedral
nunca ha cesado de precipitarse sobre los árboles
del jardín, y de que sigue siendo el mismo pintor (un
pintor dominguero, desde luego, pese a que también esté aquí durante la semana) el que ha instalado el mismo caballete para lanzarse al asalto de una
misma e imposible reproducción.
Me encuentro en los Jardines de Luxemburgo, a
la sombra de los castaños. Unas cuantas reinas de
Francia dejan resbalar su sonrisa pétrea sobre unos
chiquillos que no las miran. La geometría de los
macizos de flores y de los cuadriláteros de césped
permanece impasible y suntuosa. Más abajo, los asnos y los ponis pasan por los caminos llevando sobre sus lomos a unos niños silenciosos. Me siento
en un banco o en una silla, entre sol y sombra, y noto la misma sensación que experimenté algunas tardes de verano en la playa de Bretaña: la sensación
de que nunca ha cambiado nada, de que jamás he
cambiado yo, de que la duración que fluye en mí
no es ese tiempo que desgasta y que avejenta, y de
146
que siempre he estado observando, un tanto adormecido, los mismos paseos del Luxemburgo.
Camino por los muelles, sin demorarme demasiado en los puestos de los libreros de viejo. Del
otro lado del Sena, el Louvre. Dejo a mi derecha el
Puente de las Artes, abarco con la mirada el espacio
despejado de las Tullerfas, el ancho cielo situado
por encima del Obelisco y de los Campos Elíseos.
Me digo que París es una de las pocas ciudades del
mundo que ofrece unos paisajes que son a la vez
tan naturales y tan urbanos. Paso voluntariamente
por alto la calzada que discurre a lo largo de sus
orillas, por la que desfilan los coches a toda velocidad. Aquí una vez más, con los ojos entrecerrados,
a costa de un ligero esfuerzo, ayudado a veces por
un rayo de sol que me hace feliz, me digo que todo
permanece en su sitio, y yo también. París me ayuda a creer que existo.
y sin embargo, París cambia, se transforma. Las
excavadoras y las grúas no paran de trabajar. Algunos barrios ya no tienen el mismo rostro (Belleville
invadido por las torres de apartamentos y las grandes urbanizaciones). Otros parecen haber sido creados, o estar creándose, de punta a cabo. Aún no he
terminado los viajes que me llevan al exterior de mi
territorio histórico cuando ya unas colosales obras
de construcción han cambiado por completo las regiones que me proponía explorar. Al este, en la ori147
lla derecha del Sena, el nuevo Ministerio de Hacienda y el Palacio Polideportivo de Bercy han acabado
con los espacios indefinidos, incalificables e inconclusos del mercado de vinos. Algunos descampados
han resistido, pero la nueva urbanización está en
marcha. Hay jardines nuevos, que aún no conozco.
Lo mismo ocurre en la orilla izquierda, con la
Biblioteca Nacional de Francia y el conjunto de inmuebles que empieza a proliferar junto a ella. El
puerto sigue estando ahí (París es un puerto fluvial
importante), pero toda la serie de espacios un tanto
desordenados que lo bordeaban, donde anidaban
unas barracas de funciones inciertas y unas cuantas
casas endebles y viejas desde las que se debía percibir
el Sena y las gabarras, se ve ahora obligada a entrar en
vereda. Mañana tal vez se haya instalado definitivamente allí un barrio elegante, como ha sucedido en el
paseo del Sena, en el distrito xv, o en la Défense, extramuros. ¿Qué tengo que decir? Nada, excepto que
tengo por delante la tarea de volver a descubrirlos,
de recorrerlos de nuevo, como si el urbanismo moderno, en París, no hubiera tenido otro objetivo
que el de estimular y alimentar mi inclinación viaJera.
Sin embargo, aún sigo teniendo un temor: que
estos nuevos barrios, con independencia de su éxito técnico o estético --que será sin duda desigual-,
se parezcan un día a otros de cualquier otro lugar
148
del mundo, que obedezcan a una moda planetaria,
pero que no la creen, que se parezcan, en suma, a
esas ciudades «genéricas» que «se parecen a sus aeropuertos» (Rem Koolhas). Hablo, naturalmente,
como viajero poco deseoso de encontrar al final de
mis excursiones parisinas un barrio de Sao Paulo,
de Tokio o de Berlín. Como si quisieran evitar estos efectos de la uniformidad, los barrios nuevos
(la Défense, Bercy; Tolbiac) han sido concebidos
sobre la base de un acontecimiento arquitectónico,
de una obra como la Grande Arche o la Grande Bibliorheque, que, en teoría, confieren una personalidad al barrio. Se ha seguido la misma táctica para
reorganizar algunos barrios antiguos (Bastille, Les
Halles), y los más grandes arquitectos, de Piano a
Pei y de Portzamparc a Chemetov, han estampado
su firma en el nuevo París. El juicio en estas materias es difícil: hay que dar tiempo a la ciudad, y son
los paseantes del mañana los que podrán decir si
París sigue siendo París pese a transformarse.
Siento más inquietud cuando, según me voy
acercando a mi territorio de origen y al deambular
por él sin mantener no obstante ninguna vigilancia
particular --demasiado influido por la costumbre, la
vida cotidiana y el placer del presente como para
entregarme al juego de las comparaciones-, percibo
en sus calles la invasión lenta, insidiosa e irresistible
de la ciudad genérica que se infiltra desde la perife149
ria a través de los boquetes abiertos por el ferrocarril. A lo largo de los recorridos que realizo incesantemente por la ciudad, feliz de que siga siendo
posible caminar por ella, me doy cuenta además de
que la tarea de la subversión se encuentra más adelantada de lo que pensaba. En los distritos XV, XIII Y
V, los inmuebles de finales del siglo XIX o de principios del xx desaparecen uno a uno, remplazados por
otros un poco menos feos y tristes que los de los
años sesenta, de modo que una nueva clase de uniformidad va sustituyendo a otra. No tengo nada que
reprochar a esa uniformidad, excepto que le falte
originalidad, que no diseñe un París nuevo, sino
una ciudad comodín, sin pasado ni porvenir.
La historia, no obstante, preocupa a los urbanistas y a los arquitectos. Para respetarla, utilizan al
menos tres estrategias complementarias.
La primera es el efecto de fachada: se conservan
las fachadas, pero detrás se desliza un conjunto más
funcional. Ciertos cafés parisinos, entre los cuales
se encuentra La Coupole, han sido rehechos de esta forma. Ya nada existe, pero todo se parece, más
real que el mismo natural, desembarazado de todas
las fragilidades e imperfecciones que el tiempo introduce en la piedra y el estuco. Es un poco como
si en el Louvre no hubiese más que copias para permitir que los turistas identificaran con mayor facilidad a los autores.
150
No sé cómo llamar a la segunda estrategia, una
estrategia que aproxima aun más a París a Las Vegas o Disneylandia: quizá le convenga el nombre
de «efecto Gershwin», debido a Un americano en
París. Porque está claro que se trata de eso. Se quieren hacer las cosas de modo que París, para seguir
siendo París, tenga que parecerse a la ciudad tal como se la representaban y nos la representaban las
primeras películas estadounidenses en tecnicolor.
De este modo, se han diseminado por la capital
fuentes de tipo Wallace de las que ya no fluye agua
alguna, se han retrotraído al gusto de 1900 algunas
estaciones de metro, se han adoquinado algunas callejuelas, se han remozado algunas estructuras: hay
que construir un decorado que los turistas puedan
reconocer para situarse. Es un poco el papel que
desempeñan los masai que visten el traje tradicional para esperar a los visitantes en la entrada de su
reserva: tranquilizan. En un mundo en el que la imagen es omnipresente, conviene que lo real se parezca a su imagen. Cuando me acerco hasta la plaza de
la Contrescarpe por la calle Mouffetard, abarrotada de restaurantes exóticos y de transeúntes, me digo que Hemingway tendría problemas para reconocer la zona.
y sin embargo, todo está aquí, reluciente como
una moneda nueva. Todo o más que todo: la fuente
de estilo antiguo, en el centro de la plaza, es una in151
vención reciente. Protegida por una pesada cadena
de buena pátina, es el toque de autenticidad dellugar. Me siento, espero, contemplo. Ya está, ahí llegan. Los turistas tienen cámaras cada vez más perfeccionadas. Se extasían. Yo sonrío: «[Silencio! Se
rueda».
La tercera estrategia pasa por la restauración, la
luz y el espectáculo. A diferencia de Roma, donde
la vida, en sus manifestaciones más cotidianas, prosigue su curso en el corazón del centro histórico
(exceptuemos aquí a la Via dei Fori Imperiali), París adopta los aires de una gran dama un tanto ampulosa tan pronto como se sabe iluminada por los
focos. Concebido de una forma excesivamente evidente para ser visitado, el Marais ha perdido su vitalidad pasada. No en balde se ha convertido París
en el primer destino turístico del mundo.
Sin duda habría que matizar estas afirmaciones.
Aún hay vida y ruido en las zonas protegidas. Habría que hablar de los nuevos París y, por ejemplo,
del barrio de la République, donde los nuevos Gavroche tienen antepasados árabes, bereberes o de otros
orígenes. Sin duda, habría que prestar atención a la
vida de barrio, siempre animada, a los mercados, a
todas las tonalidades irisadas de lo que a veces da
en llamarse «París Pueblos», a la movida* parisina
que anima los distritos 1, 1I, XI Y XII, pero también,
". En español en el original. (N. del T)
152
un poco en todas partes, a las calles de apariencia
tranquila. Sin duda, por último, habría aún mucho
que decir sobre los itinerarios de creación, de trabajo y de ocio en una metrópoli que, a todas luces,
se mantiene intensamente activa. Hay que reconocer sobre todo que el paseante, a pesar de sus arranques de cólera y de sus inquietudes, siempre experimenta placer al sentirse parisino. A pesar de los
años, este placer, en lo que a mí respecta, procede
invariablemente de una experiencia doble: en mi
territorio de origen, de la experiencia de las fidelidades del cuerpo, de una costumbre que me guía de
un punto a otro, sin que me percate de ello, por itinerarios «programados», pero que lo hace no obstante con algo de esa voluptuosidad animal de la
que habla Bataille para evocar lo que imagina ser
la sensación del pez en el agua o del pájaro en el aire; y también de la experiencia, casi opuesta, en esta ciudad que aún se me escapa y que, desde hace algunos años, se me escapa tanto más cuanto más se
transforma, de lo desconocido, de la espera y de la
curiosidad. Recuerdo, olvido. Sé mucho, no sé nada.
Mañana vuelvo a recorrer el camino. París es una
metáfora inmensa.
La conversión del mundo en espectáculo es, respecto a sí misma, su propio fin; en este sentido,
quiere ser expresión del fin de la historia, de la muer153
te de la historia. Las ruinas, por su parte, aún dan
señales de vida. Los escombros acumulados por la
historia reciente y las ruinas surgidas del pasado no
guardan parecido. Hay una gran distancia entre el
tiempo histórico de la destrucción, que nos relata
la locura de la historia (las calles de Kabul o de Beirut), y el tiempo puro, el «tiempo en ruinas», las
ruinas del tiempo que ha perdido la historia o que
la historia ha perdido.
La historia resulta desalentadora cuando sus tartamudeos la privan de sentido. La locura de la historia es una locura de episodios repetitivos. Los horrores se repiten. Los progresos de la tecnología no
hacen más que amplificar sus efectos. La Primera
Guerra Mundial fue testigo de la masacre de millones de jóvenes, unos jóvenes de quienes seguimos
sin atrevernos a decir que murieron para nada, como no fuera para crear las condiciones de una nueva masacre veinte años después. Lo absoluto del terror y del horror se alcanzó con la Segunda Guerra
Mundial, con los campos de la muerte y con las armas de destrucción masiva. Hoy, los cementerios
de Normandía y la línea Maginot se han convertido en lugares turísticos. A juzgar por cómo se concentran las masacres y las destrucciones en el de
ahora en adelante Tercer Mundo, uno se dice que el
nuevo orden mundial, global, no es sino la recurrente figura del horror a escala planetaria.
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Sin embargo, algunos optimistas piensan que el
porvenir está aún por construir y que la historia del
mundo como tal, del mundo efectivamente planetario, no ha hecho más que empezar. La paradoja
consiste en que esa historia comienza en el momento en que quienes dominan el mundo desearían hacernos creer que ha terminado.
Para que sea efectivamente cierto que el nuevo
mundo está aún por construir, no hay que entender
esta afirmación de manera metafórica.
El urbanismo y la arquitectura nos han hablado siempre de poder y de política. Sus formas actuales, la multiplicación de las zonas de miseria,
de los campamentos de chabolas, de los subproductos de la urbanización salvaje que aparecen
bajo los brillantes almocárabes de las autopistas,
de los lugares de consumo, de los rascacielos y de
los barrios financieros, de las singularidades y de las
imágenes nacidas de la transformación del mundo
en espectáculo, muestran suficientemente la cínica
franqueza de la historia humana. N o hay duda: son
nuestras sociedades lo que tenemos ante los ojos,
sin máscaras, sin afeites. Y quien pretenda saber lo
que nos reserva el porvenir no debería perder de
vista los terrenos por edificar y los terrenos baldíos,
los escombros y las obras de construcción.
Lo que nos cautiva en el espectáculo de las ruinas,
incluso en aquellos casos en que la erudición preten155
de lograr que nos relaten la historia, o en aquellos en
que el artificio de una escenificación de luz y sonido
las transforma en espectáculo, es su aptitud para hacernos percibir el tiempo sin resumir la historia ni liquidarla con la ilusión del conocimiento o de la belleza, su aptitud para adoptar la forma de una obra
de arte, de un recuerdo sin pasado. La historia venidera ya no producirá ruinas. N o tiene tiempo para
hacerlo. Sobre los escombros producidos por las
confrontaciones que no dejará de suscitar, surgirán
pese a todo obras de construcción, y con ellas, quién
sabe, la oportunidad de edificar algo diferente, de recuperar el sentido del tiempo y, yendo un poco más
lejos, tal vez, la conciencia de la historia.
Podemos imaginar un mundo con seis o siete
mil millones de artistas, pero no con seis o siete mil
millones de artistas que no se dedicasen a otra cosa
más que a hablar de su inefable singularidad.
La sociedad y el arte tienen el mismo destino.
Los hombres necesitan poder pensar sus relaciones recíprocas. Todos necesitamos poder imaginar
nuestra relación con los otros, con algunos otros al
menos, y, para hacerlo, necesitamos inscribir esa
relación en una perspectiva temporal. El sentido
social (la relación) necesita el sentido político (de
una idea del porvenir) para desarrollarse. Dicho
de otro modo, lo simbólico (la idea de la relación)
necesita la finalidad.
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La belleza del arte depende de su dimensión histórica: es preciso que el arte pertenezca a su época,
que sea histórico hoy para resultar hermoso mañana. La belleza del arte es enigmática porque siempre se nos escapará algo de la percepción primera
de que fueron objeto las obras antiguas, y porque,
a la inversa, no podemos percibir hoy en el arte
contemporáneo la carencia que la habrá de horadar
a la larga, en la andadura histórica, y que habrá de
despertar la curiosidad irremediablemente insatisfecha de nuestros sucesores en el tiempo.
Las ruinas son la culminación del arte en la medida en que los múltiples pasados a los que se refieren de forma incompleta aumentan su enigma y
exacerban su belleza. La originalidad de nuestro
mundo planetario pasa por un desplazamiento de
este enigma, un desplazamiento que algunos artistas contemporáneos han percibido.
La belleza de los no lugares (de los aeropuertos,
de las autopistas, de los supermercados, etcétera)
no se debe a sus cualidades estéticas intrínsecas, sino
al cambio de escala que se expresa en ellos. Los esde lo
pacios de lo codificado hablan de la 。オウ・ョ」ゥセ
simbólico. En ellos nos sentimos solos, perdidos, y
en algún caso liberados o exaltados (libertad provisional, exaltación pasajera). Aunque también puede suceder que reconozcamos su imagen y volvamos a encontrar en ellos los signos del consumo
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cotidiano: resultan excesivamente familiares, se encuentran en cieno sentido demasiado llenos, mientras que en otro sentido se hallan demasiado vacíos. La conciencia de la carencia se ha-desplazado:
alude menos a un sentido perdido que un s;iitiqo
que es preCISO recuperar.
Es en este punto donde confluyen la preocupación por lo social y el desvelo por la belleza.
Necesitamos una utopía de la educación y de la
ciencia que nos permita pensar que el porvenir del
conocimiento es el porvenir de toda la humanidad,
y no el de una minoría rica, ilustrada y dominante.
El espacio de esta utopía lo poseemos ya: es el
planeta. Y sus construcciones más significativas (las
singularidades y los no lugares) son el espacio virtual de esta utopía: lo que les falta, hoy, es que logre
apropiárselos una humanidad sin fronteras.
Los no lugares poseen la belleza de lo que habría
podido ser. De lo que aún no es. De lo que, un día,
tal vez, tenga lugar.
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