Juliana,
te amaré por siempre y
otros cuentos
JUAN MACHÍN
EdicioneZetina
&
Derechos reservados, 2015
© Juan Machín, autor
© EdicioneZetina & Cascarón Artesanal, edición
Esta obra no debe ser reproducida
sin autorización expresa del autor.
El autor | jmachin85@gmail.com
Los editores | edicioneszetina@yahoo.com | rocato69@gmail.com
Hecho en México
Contenido
Un hombre de principios 5
A mor didas 5
Unforgettable 6
De cuaterniones y duendes 8
Una pequeña odisea personal 14
Ni modos 16
Juan, el puro 19
Juliana espera un cuento 21
Un caso de elemental justicia 24
Un perfecto idiota 26
2 de octubre, no se olvida 28
Renata y su nacido 33
El ángel 35
El aventón 37
Como un holograma 42
El amor de su vida 51
Punto final 52
El autor 53
Epílogo 55
Un hombre de principios
Soy un hombre de principios que nunca termina…
A mor didas
El deseo es por naturaleza infinito
Platón
Juan Machín la encontró en el mercado de Mixcoac, donde acostumbraba deambular buscando sin prisa y sin pena, como hábil
cazador acechando una apetitosa presa que presiente cercana. Sin
embargo, en esa ocasión, la búsqueda se había dilatado demasiado. Nada de cuanto le rodeaba le satisfacía. En muchos aspectos
Juan era displicente, menos en lo relativo a su deseo. Cuando se
trataba de satisfacer su más profundo deseo, Machín era extremadamente exigente: todas las formas debían conjugar tamaño,
volumen, ritmo de las curvas en proporciones armónicas, además de olor y color, en síntesis, buscaba nada menos que la absoluta perfección matemática.
Cuando estaba por rendirse y el deseo comenzaba a desfallecer
en su frustración, la vio, simplemente allí, a la vuelta de uno de los
locales comerciales, como esperándolo y ofreciendo inocentemente todos sus encantos seductores. Fue ineluctablemente amor a primera vista. Se la llevó a su departamento sin poder contenerse, tocándola a través de aquella cubierta suave y plástica que le permitía
verla por completo, impúdicamente, sin vergüenza y sin culpa.
En cuanto cerró la puerta de su departamento, le arrancó todo
lo que se interponía a su deseo. Machín se solazó en su tierna y
firme desnudez, mirando sus suaves y perfectas curvas, la olió a
todo pulmón y tocó primero con delicadeza esa piel sonrosada
y como de terciopelo, relamiéndose del placer anticipado que le
esperaba. Poco a poco fue besándola con milimétrica ternura y
anhelo creciente. Conforme la pasión aumentaba, los besos dieron paso a lamidas y, después, a tiernos mordiscos, que pronto
se tornaron verdaderas mordidas. Enceguecido, en un enfebrecido delirio, con los dientes y las uñas comenzó a arrancarle la
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piel y a sorber desaforadamente los fluidos que empezaron a manar en cada herida. Dócil ante el huracán de su apetito desatado,
Juan arremetió a dentelladas el inerme cuerpo, del que arrancaba
pedazos completos, devorando insaciable, hasta llegar al hueso
mismo. Incapaz de detenerse, Machín terminó lamiendo una y
otra vez el hueso, limpiándolo del más mínimo rastro. Satisfecho,
finalmente, Juan arrojó el hueso al bote de basura, deseando encontrar al día siguiente, en el mismo mercado de Mixcoac, otra
fruta tan sabrosa como el durazno que acababa de disfrutar.
Unforgettable
Todo esto lo ejecuto en el gran salón de mi memoria.
Allí se me presentan el cielo, la tierra, el mar y todas
las cosas que mis sentidos han podido percibir en ellos,
excepto las que ya se me han olvidado.
San Agustín
“Amor de lejos… es de pendejos”. Esa máxima de la sabiduría
popular no dejaba de dar vueltas en la cabeza de Juan Machín.
Temía perder a Juliana. Justo cuando Juliana le dijo que sí, Juan
recibió el anuncio de que había sido aceptado en el King’s College
de Londres para estudiar su doctorado en geología. Juan amaba
la geología, casi tanto como a Juliana, porque le había enseñado
cómo la Tierra sabía guardar su propia historia: fósiles que testimoniaban una flora y fauna, de otra manera perdidas para siempre; los cambios en los polos, puntual y sucesivamente grabados
en los minerales ferromagnéticos petrificados a ambos lados de
la cordillera mesoatlántica, antiguos mares que hoy se levantan
en el Himalaya, costas que empataban como perfectas piezas de
un rompecabezas. En los pétreos estratos de la corteza terrestre
todo quedaba registrado… El planeta llevaba en su seno la memoria perfecta de un mundo cambiante. A Juan le preocupaba
sobremanera el tema de la conservación de la memoria, porque
él mismo no se distinguía por poseer una buena, sino al contrario: al terminar la carrera como ingeniero geólogo, descubrió,
por ejemplo, que ya casi no recordaba al famoso personaje del
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Papirolas, ni el nombre del maestro más barco de toda la facultad
y que, sin embargo, le había puesto “S”, y, no se diga, los nombres
de los invertebrados del Precámbrico…
Machín le temía especialmente al Alzheimer, pero, sobre todo,
a que Juliana lo olvidara. Juliana tenía peor memoria que él (todo
el tiempo le preguntaba a Juan, “¿Cómo se llamaba esa película…
donde salía… cómo se llama?, ¿quién es el autor de…?”). Y su
ausencia obligada por dos años Machín la sentía como si hubiera
sido condenado, fatídica e inexorablemente, al olvido.
Juan, para ayudar a su amor a superar la prueba del tiempo,
había estudiado lo mismo el fenómeno de histéresis, los experimentos de Zeigarnik sobre las condiciones de recordación y
los modelos de Hebb y Hopfield de redes neuronales matemáticas, capaces de aprender y rememorar, con el secreto objetivo
de mantenerse presente, a como diera lugar, ante la memoria de
Juliana. Como el Morel de Bioy Casares, Machín descubrió que
la televisión, la telefonía, la fotografía, el fonógrafo, etcétera, no
son sino medios científicos para contrarrestar ausencias espaciotemporales, pero Juliana no era afecta a ninguno de ellos. Juan
decidió, entonces, hacerse presente en la memoria de Juliana a
través de pequeños signos que sirvieran para disparar sus recuerdos. Como el zorro de El principito, que al ver el campo de trigo
rememoraría el cabello dorado del pequeño o escucharía su risa
al contemplar el cielo estrellado, al toparse Juliana con la infinidad de indicios que Juan habría dejado en los lugares más inesperados, lo recordaría a cada instante.
Decidido, Machín tomó su inmensa colección de piedras, minerales y fósiles y las distribuyó amorosa y pacientemente por
todos lados: en cada rincón del departamento, bajo la mirada
irónica de Fausto, el gato de Juliana; a lo largo del camino del
estacionamiento de la universidad y en cada uno de los salones;
por la vereda donde solían pasear, y en la casa de todos sus amigos y familiares. Juan le dejó a Juliana, además de una docena
de macetas de no-me-olvides, una nota pegada en la puerta del
refrigerador donde le expresaba todo lo que la amaba y su deseo
de que no le olvidara nunca.
Una semana después de instalarse en Londres, Juan recibió,
feliz, carta de Juliana. “Juan, en verdad no he podido olvidarte”,
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comenzaba la misiva que Machín apenas podía sostener de la
emoción. “Todo me recuerda a ti… el día mismo de tu partida
tropecé con la enorme amonita que dejaste en la regadera: tengo
fracturados tres dedos del pie izquierdo y un esguince en la rodilla. Me rompí una muela con la amatista que escondiste en la
mermelada. El esquisto que colocaste en mi armario me produjo
un limpio corte en la palma de mi mano derecha y tuvieron que
darme seis lindas puntadas. Fausto murió ahogado con la geoda
que pusiste en su comida. El mecánico me explicó que mi auto se
desvieló con la turmalina que “quién sabe cómo” llegó al depósito
de aceite. Así, que, como puedes deducir, no sólo me he acordado
de ti, todo el tiempo, sino que no dejo de acordarme de la puta
madre que te parió… ”
De cuaterniones y duendes
Los matemáticos, que gritan contra los misterios,
¿han examinado alguna vez sus propios principios?
George Berkeley
“Una aplicación, como todos saben, es una regla, ley o criterio
que pone en correspondencia cada uno de los elementos de un
conjunto con un único elemento de otro conjunto”, así comenzó
mi conferencia para el 2º Congreso Latinoamericano de Matemáticas, celebrado en la hermosa y multifacética ciudad de Panamá.
“Entonces queda claro que, dado que nosotros definimos arbitrariamente la regla, ley o criterio, una aplicación se inventa, se crea
o se construye, pero nunca se descubre”. Fijaba así claramente,
desde el principio, mi posición como constructivista radical.
A lo largo de toda mi exposición, entre el público, en la última
fila, observé con cierto disgusto cómo una jovencita, bella como la
fórmula de Euler, movía discretamente la cabeza, expresando su
desacuerdo con mis premisas, desarrollo y conclusiones, con mi
ponencia toda. Su porte denotaba la disciplina de una bailarina y
no debía tener más de veinticinco años, pero sus ojos, profundos
como el teorema de Gödel, me provocaban una sensación extraña
de tiempo detenido.
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Durante el receso, al servirme un café me encontré frente a
frente con la encantadora joven que me miró directamente a los
ojos de manera provocativa. Fascinado por su belleza y atrapado
en su desafío, le tendí la mano: “Hola, me llamo Juan Machín…
”. “Yo soy Juliana, y conozco un Juan, muy renombrado por su
algoritmo para el cálculo de π que sostiene justo lo contrario a lo
que has expuesto… ”, dijo retándome.
“En efecto —comencé a explicarle, tratando de no mostrarme
condescendiente—, contra la creencia ingenua de que la matemática es una ciencia exacta y de verdades eternas, los matemáticos
hemos adoptado una multiplicidad de enfoques distintos, incluso
se puede hablar de ‘estilos’ de razonamiento matemático: intuicionistas versus axiomáticos, sintéticos versus analíticos, formales,
operacionales, aritmetizantes, geometrizantes, etcétera. Sin embargo, desde su origen, el principal debate, creo que hoy felizmente
superado, se dio entre, por un lado, el platonismo que postula que
las verdades y los entes matemáticos existen en un mundo propio (llamado el Mundo de las Ideas por Platón) del que, de vez en
cuando, alguna persona privilegiada tiene un atisbo, descubriendo
un nuevo teorema o una nueva Idea, y, por el otro lado, el constructivismo que asegura que, en última instancia, la matemática
no es sino una construcción humana. Yo me he especializado en la
teoría de números y su historia claramente nos muestra cómo los
seres humanos hemos ido creando, de acuerdo a nuestras necesidades y contextos sociales, diversos sistemas numéricos de manera
inacabable, como la Sagrada Familia de Gaudí. De los números naturales a los cuaterniones es una historia interminable de inventos”.
Juliana no se dio por vencida: “Por el contrario, los humanos
sólo han ido descubriendo números y teoremas que ya estaban allí.
¿Cómo explicas que el mismo teorema, por ejemplo el atribuido
a Pitágoras fuera descubierto independientemente por babilonios,
hindúes, chinos…? Se necesita saber mirar, como dijo Pascal: el
corazón conoce razones que la razón desconoce…”, me respondió,
dio media vuelta y se perdió entre la multitud, justo en el momento
en que Laura, una colega panameña se acercó para felicitarme.
“Para mí, el punto de vista del platonismo matemático es tan
primitivo e ingenuo como la creencia en duendes y hadas”, le dije.
La colega palideció y, casi en forma de susurro, me dijo: “Aquí en
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Panamá las creencias en lo sobrenatural están muy arraigadas y,
como en otras cosas, se da un verdadero melange de culturas y razas que retoma elementos de vudú, santería, magia… Así, duendes, naguales, aluxes y pukujes son conocidos por todos”.
La he de haber mirado de forma tan despectiva que, prácticamente sin excusa, se marchó de inmediato. Ser un racionalista
estricto es la regla entre los matemáticos, por lo que en verdad
me sorprendió la observación de Laura. Sin embargo, no sé por
qué, me produjo un leve escalofrío su comentario y la alusión a
los naguales y duendes.
Olvidé todo el asunto y me dirigí al Hotel Europeo, donde
siempre me hospedo cuando estoy en Panamá. A diferencia de
las ocasiones anteriores, me asignaron el cuarto número 6 (en
el ala antigua del hotel). Yo estaba encantado porque el 6 es un
número perfecto, de acuerdo a la definición de Pitágoras, por ser
igual a la suma de sus divisores propios. Me sorprendió que mi
habitación fuera extrañamente lujosa y antigua, a diferencia de
los cuartos modernos y austeros donde siempre me había hospedado, generalmente el 17 y el 19, triviales números primos. En
particular, llamaba la atención la enorme cama matrimonial con
una cabecera de madera llena de singulares volutas, talladas con
geométrica maestría.
Ya instalado en mi cuarto y después de dos horas de dormido,
a las tres de la mañana, me desperté sobresaltado al percibir una
luz en mi baño y el ruido del agua de la regadera. Me levanté, algo
azorado, y descubrí tranquilizadoramente que el ruido del agua y
la luz del baño, provenían del baño de la habitación contigua (la
número 5, ¡ah, el maravilloso 5, base de la proporción áurea!), que
compartía con el mío, en la parte superior, un cristal esmerilado
ámbar que permitía el paso de luz y sonido.
En la mañana encontré nuevamente a Juliana en el comedor
del hotel, tomando leche en la mesa que daba a un gran ventanal,
y me senté con ella. Platicamos sobre teoría de números y política,
incluso del gol que Panamá había metido a México. Le comenté
mi pequeña “aventura nocturna” y ella no dejó de mirarme con
picardía. A continuación, compartí con ella una serie de hechos, en
apariencia sobrenaturales, de los cuales había encontrado siempre
una explicación perfectamente racional. En particular, me encan-
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taba la elucidación científica de Adrian Morrison para la terrorífica
experiencia descrita en México como que se te sube el muerto, conocida con el término alemán Alpdrücken (pesadilla), que se describe como si un demonio (Alb) se sentara sobre quien duerme y
le impidiera moverse o respirar, oprimiéndole (drücken) el pecho.
Todo radica simplemente en un desfase en el bulbo cefalorraquídeo, entre la interrupción del tono muscular y el estado de conciencia, durante los procesos de dormir y despertar. Era maravillosamente simple y esclarecía una creencia mágica muy extendida
y aterradora para quien ignorase su causa. Algo semejante sucedía
con los números: quien los aprendiera sin conocer la historia de su
invención paulatina, podría creer que tenían vida propia. “Kronecker escribió que ‘Dios creó los números naturales, el resto es obra
de los hombres’. Yo creo que también los números naturales, como
los duendes o hadas son obra de los hombres…”
Juliana, que parecía divertida con mis explicaciones, me interrumpió, diciendo maquinalmente en un susurro: “Repetido, repetido”. Yo que me había sentido muy cómodo platicando con ella,
como si fuésemos amigos de años, me molesté de que me interrumpiera y me echara en cara que me estaba repitiendo; sin embargo,
no podía dejar de sentirme maravillado por sus ojos y obvié su comentario. Cuando terminó su vaso de leche, la acompañé a su habitación. Para mi sorpresa, ella estaba alojada justo en la número 5.
Me enjuagué la boca y me dispuse para ir a la segunda jornada del congreso. También tenía una intervención ese día, pero no
encontré por ningún lado el disco donde tenía la presentación.
Estaba seguro que lo había guardado en el portafolio de la computadora portátil. Desistí, porque se me hacía tarde y, al salir, tampoco encontré la llave del cuarto. Cerré y corrí al autobús que nos
trasportaba a la universidad, cuando estaba a punto de dejarme.
En mi conferencia, sobre números complejos y cuaterniones,
nuevamente vi a Juliana, en la última fila, refutando mis argumentos con una sonrisa que, si no fuera perfecta, calificaría de sarcástica. Al hablar sobre la historia del desarrollo de los diferentes
números, de los naturales a los cuaterniones, Juliana murmuraba
y yo podría jurar que escuchaba su voz diciéndome “Repetido,
repetido”. Al final de mi exposición, cuando leí las famosas citas
de Leibniz y Euler sobre los números imaginarios, llamados fic-
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ticios por Bombelli, no pude dejar de anotar con ironía “Como si
no todos los números fueran ficticios e imaginarios, como si los
números llamados ‘naturales’ o ‘reales’, lo fueran literalmente…
Berkeley, propuso, por su parte, denominar a los infinitesimales,
como ‘los espíritus de las cantidades desaparecidas’, es decir, los
fantasmas del cálculo diferencial”.
Para terminar, retomé nuevamente las sentencias de Leibniz de
que los números imaginarios “Son un excelente y maravilloso refugio del Espíritu Santo, una especie de anfibio entre el ser y el no ser”,
y de Euler en el sentido de que “No son nada, ni menos que nada,
lo cual necesariamente los hace imaginarios o imposibles” [“Repetido, repetido”, resonaba en mis oídos o ¿sólo en mi cabeza?].
“…la categoría de imaginarios o imposibles se pueden atribuir, sin
duda, lo mismo a los números naturales o a los cuaterniones que
a los duendes o las hadas”, concluí. A pesar de mi broma, en efecto
repetida, no logré ni una sonrisa de mis colegas. La única que soltó
una carcajada fue Juliana, tal vez por pena o solidaridad hacia mí,
sin embargo, nadie la secundó, ignorándola por completo.
Esa noche en el hotel, después de ducharme, al salir a cenar no
encontré mis lentes ni un zapato. Me calcé unos tenis y fui al comedor. Me esperaba Juliana, como siempre, bebiendo un vaso de leche,
al sentarme bromeé: pareces gato, siempre tomando leche. “Prefiero
a los perros, de hecho tengo cinco”, me contestó. Le comenté que a
mí no me gustan las mascotas. Incluso les tengo cierta aversión a
los perros. Le narré una anécdota en la que maté (o al menos descalabré) un perro que me había correteado todos los días, cuando
pasaba en bicicleta, de regreso de un curso de regularización en Matemáticas, que daba a mis compañeros del bachillerato. “Al llegar a
mi casa, al atardecer, se fue la luz. Yo, comencé a sentir miedo aparentemente sin causa justificada. Prendí un quinqué y me adormilé.
Cuando me estaba quedando dormido, el quinqué estalló y me dio
un susto terrible. Seguramente la vela se había inclinado sobre el
vidrio del quinqué y el calor hizo que se estrellara. A fin de cuentas,
sólo se trató de un caso de una jugarreta de mi conciencia, que me
hacía sentir culpable por la muerte del perro”.
Juliana me dijo que se horrorizaba de conocer a alguien capaz
de matar a un perro. Se disculpó y abandonó el comedor porque
se sentía realmente consternada.
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A la mañana siguiente, no la vi en el comedor. Quise despedirme de ella antes de tomar mi avión, toqué varias veces en la puerta de la habitación número 5, sin respuesta. Quería disculparme y
pedirle su correo electrónico. Insistí, pero fue inútil. Pasé a la recepción para dejarle un recado. “¿Para quién me dijo?”, preguntó
el encargado. “Para la señorita Juliana”, le contesté. “Discúlpeme,
pero no tengo registrada ninguna señora ni señorita Juliana en
el hotel”, me dijo algo turbado. “Tal vez tenga otro nombre, pero
está alojada en la habitación número 5”, le dije. “Lo siento, esa habitación ha estado vacía toda la semana… la estamos remodelando”. “Tal vez me equivoqué… pero es para la señorita con quien
he cenado y desayunado estos días, usted nos ha visto, allá en la
mesa junto al ventanal”. “Perdóneme, no quiero parecer grosero,
pero usted se ha sentado solo todos estos días”, concluyó y me
miró con extrañeza como si creyera que estaba loco.
Antes de abandonar definitivamente el hotel encontré mi zapato, los lentes y el disco. Estaban perfectamente alineados junto
a una pequeña llave de cobalto.
A mi regreso a México he aprendido mucho sobre duendes
(con sus múltiples nombres y variantes: chaneques, follets, kobolds, trasgos, duindos, leprechaums, domovois, etcétera); por
ejemplo, conocí del infame pseudosilogismo del padre benedictino
Feijoo que, en el siglo XVIII, usó para demostrar su inexistencia:
los duendes, argumenta Feijoo, ni son ángeles ni almas separadas,
ni animales aéreos. Luego, deduce falazmente, no hay duendes.
Podríamos concluir que los duendes, como los números imaginarios, son un anfibio entre el ser y el no ser, es decir, no son
nada ni menos que nada, lo cual los hace imposibles. Sin embargo, como dice Tertuliano, “Esto es verdad porque es imposible”.
Así, desde aquel aciago congreso aplico mis días y mis noches,
sumergido en el mundo de Platón, con la vana esperanza de atisbar a Juliana oculta en el dominio de los cuaterniones.
Por favor, amable lector, si algún día no encuentras tus lentes
o las llaves de tu habitación en el Hotel Europeo en Panamá, espera despierto la medianoche para decirle a Juliana que me perdone, que he adoptado dos perros y abjurado, para siempre, del
constructivismo.
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Una pequeña odisea personal
¿Por qué no ataca el tiburón a las impávidas sirenas?
Neruda
2 de octubre de 2005
De todas las ciudades que conozco y por las que siento una particular atracción como Venecia, París, Florencia, Cuernavaca, Bogotá o Berlín, Barcelona ejerce sobre mí una especial fascinación. Déjame que te cuente lo que sucedió en mi tercera visita. Como sabes,
viajé a Barcelona en junio, con motivo de una conferencia sobre
adicciones, donde presenté un trabajo en la línea de Jon Elster. Huyendo de los dragones gaudianos que te acechan por todas partes,
me refugié incauto en el Barrio Gótico. Como antiguo marinero,
pedí la bendición de Santa María del Mar. Al pasar por el Fossar de
les Moreres, donde no se entierra a un traidor, me dejé llevar por
las asociaciones de ideas ante la fuerza histórica y aritmética del
9-11 (septiembre 11, pero también dos impares consecutivos, uno
primo y el otro no; precisamente, además, el primer número impar
que no es primo), fiesta nacional catalana, que paradójicamente,
como tantas cosas en Barcelona, recuerda el día en que fueron derrotados por las tropas de Felipe V, en 1714 y, cuando, anticipando
a Franco, el catalán fue proscrito, pero nunca derrotado. 9-11 de
las Torres Gemelas y su consecuente estúpida guerra al terrorismo
(tan estúpida e interesada como la guerra a las drogas), que opaca
la otra cara de la moneda que fue el 9-11 del 73 en Chile, auspiciado por el gran terrorista, autonombrado policía del mundo.
Imperceptiblemente, fui a la deriva por carrer Montcada, donde me cobijé en el palacio de un moderno Alcínoo, de apellido
Picasso, y me deleité de la multiplicación analítica de una princesa. Después de satisfacer mi apetito de belleza, abandoné a la
inmortal Nausícaa, por el carrer de la Princesa y me sumergí en
el Hades del metro Jaume I, no para consultar al adivino Tiresias,
sino para dirigirme, sin prisa, a la Plaça de Catalunya. Al regresar al mundo de los vivos más vivos, bajé, como antiguamente
lo hacían las aguas de lluvia de la Sierra Collserola, por la arábiga ramla camino al Mediterráneo. En la avenida de las Ramblas,
considerada por Somerset Maugham “La calle más hermosa del
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mundo”, lo mismo encuentras flores que animales exóticos, humanos convertidos en estatuas, prestidigitadores que te estafan,
auxiliados por simpáticas paleras y bajo grandes letreros que te
advierten, nada menos, “¡Es un fraude, no te dejes engañar!”
Continué mi periplo, navegando río abajo, siempre rumbo al
mar, hasta toparme insolente con otro marinero, el genovés con
nombre de santo y gigante, que acarreó la ruina de la Barcelona
que, paradójica como siempre, le rinde homenaje. Ante tal gigante,
sin mentirle, podría presentarme como “Nadie”. Crucé por la Rambla del mar hacia las tentaciones del país de los Lotófagos, que salvé
sin percance alguno. Después de tratar de descifrar, infructuosamente, la escultura de Lichtenstein en la plaza de Antoni Lopez, me
senté en el pasto junto a una moderna Circe que jalaba de un collar
de perro que colgaba del cuello de un pobre tipo muy alto, vestido
de doncella sin doncellez.
Cuando hube recuperado mis fuerzas, me dirigí hacia la playa
de la Barceloneta, donde nada más llegar, inmediatamente remangué un poco mis pantalones y me colgué los zapatos alrededor del
cuello, para refrescar mis pies en las aguas mediterráneas. Cuando
admiraba el magnífico Pez que refulge como el oro bajo los rayos
de Apolo, divisé a menos de un tercio de camino de la visual, a
una bellísima joven, recostada en la arena, envuelta apenas en un
pequeño monokini que dejaba al descubierto tanto sus largas y brillantes piernas húmedas como su perfecto torso à la Botticelli, con
dos preciosos senos, donde se levantaban impertinentes sus pezones, disparados como remedando los rascacielos que se recortaban
contra el cielo azul, detrás del Peix Dourat de Frank Gehry.
Olvidando la sutileza de los triángulos semejantes y la genialidad de Eratóstenes, tuve la certeza de que me encontraba ante una
verdadera sirena. Según Borges, a lo largo del tiempo, las sirenas
han cambiado de forma: el bardo ciego, siempre tan descriptivo,
no dice cómo eran, sólo que su canto atraía y perdía infaliblemente
a los navegantes. Ovidio, las concibe como rojas aves con cara de
virgen; Apolonio de Rodas, por su parte, en “El viaje de los Argonautas” afirma que cuentan con extremidades de aves marinas
y con un seductor canto, sólo superado por Orfeo, y, finalmente,
Tirso de Molina las describe como mitad mujeres y mitad peces.
En Barcelona, para mí, la sirena tenía forma de nínfula…
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Atraído por su helénica e impudente belleza, me acerqué hipnotizado, sabedor de que podía naufragar entre esos, carnales
pero no menos peligrosos, Escila y Caribdis. Mi sirena estaba
acompañaba por una amiga que la hacía reír incesantemente. No
sé si es verdad que el ámbar contiene las lágrimas de las sirenas,
pero la plata contiene, sin duda, su risa. Al estar a unos cuantos
pasos, giró su rostro hacia mí y me dirigió la mirada oceánica de
unos ojos en los que se asoma el abismo… Para Platón, los giros
de los ocho concéntricos cielos son presididos por otras tantas
sirenas. Supe que tenía ante mí la que preside el último cielo…
Debo confesar que no tuve a mi lado una Circe que, sabiamente, me aconsejara como a Ulises y que, en toda la playa, no había
un mástil al cual atarme. Así que, ineluctablemente, sucumbí a
los encantos de esa sirena…
Ni modos
Buenas tardes, me llamo Juan Machín, soy una persona extremadamente puntual, trato de controlar el tiempo, en la medida de lo
humanamente posible, y me pongo muy nervioso con el menor retraso o contratiempo. Por eso, le pido, le suplico de la manera más
atenta, que la próxima vez llegue justo a la hora en que quedamos.
Bueno, le cuento todo. Hace poco menos que un año me invitaron
a un congreso internacional, aquí en Guatemala, sobre jóvenes
y farmacodependencias, para que presentara la experiencia y el
modelo de intervención psicosocial que hemos desarrollado en
México. Los organizadores me contactaron, de último momento,
el viernes nueve de septiembre y con un fin de semana atravesado.
Acepté la invitación y, sin recibir más datos, la madrugada del lunes doce ya estaba camino al aeropuerto de la ciudad de México.
Normalmente hubiera recibido más información, así que durante
el fin de semana estuve revisando mi correo, sin éxito. Incluso en
el aeropuerto lo hice nuevamente, antes de partir. Nada.
En otras ocasiones, me había ido igualmente a eventos en otras
ciudades y otros países sin todos los datos, confiado siempre en
los organizadores; pero, en esta ocasión, no tenía la más mínima
referencia, ni teléfono, ni siquiera el lugar donde se realizaría el
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congreso. Así que, al llenar la forma de migración en el aeropuerto
de Guatemala en el apartado “Destino final” tuve una ligera sensación de inseguridad y sólo escribí “Guatemala”.
Me tranquilicé al cruzar la salida, casi de inmediato, al ver a
una hermosa y delgada muchacha que levantaba un gran cartel en
el que se leía “MÉXICO”, y me sonrió, como si me reconociera. Le
hice un ligero saludo con la cabeza y ella señaló hacia un auto que
estaba estacionado a pocos metros de la entrada. Al extenderme
la mano para ayudarme con mi maletín, me informó que se llamaba Juliana y me dio la bienvenida con un marcado acento argentino, que me hizo sonreír. “Ni modos, me dijo, soy argentina”,
adivinando mi sorpresa inicial. “Era la única que tenía coche y disponibilidad, así que me contrataron para recogerlo, ni modos”. El
“ni modos”, que decía al mismo tiempo que alzaba ligeramente los
hombros y levantaba pícaramente la ceja derecha, me causó gracia
e hizo que me simpatizara; sin embargo, los criterios de selección
hicieron que me preocupara nuevamente: tenía el tiempo justo
para llegar, dar la conferencia y regresar casi inmediatamente; incluso no podría quedarme, muy a mi pesar, a la sesión de preguntas y respuestas. En síntesis, necesitaba asegurarme de los tiempos.
Le pregunté a mi “Jaime” improvisada, qué tan lejos quedaba
la sede del congreso, porque mi ponencia estaba prevista para las
doce en punto, ya pasaban de las diez y me gustaría escuchar a los
otros ponentes. Juliana no lo sabía con exactitud, le habían dado
un croquis en el que no se veía muy lejos, pero, “Guatemala es impredecible, ni modos”, me dijo. “No se preocupe, manejo rápido”
completó para tranquilizarme ante la cara de angustia que puse.
En efecto, manejaba rápido. Dio un brusco arrancón y se coló
velozmente en el tráfico, rebasando despiadadamente a otros autos, insultando sin parar a todos los conductores que se le atravesaban. En el camino me informó cómo su papá, que había sido taxista en Roma, le había enseñado a manejar, ni modos, a la italiana.
A pesar de la habilidad de manejo y la rapidez con que conducía
Juliana, mi inquietud no disminuyó porque era evidente que no
conocía bien la ciudad (tenía apenas unas semanas de vivir allí,
me contó). Periódicamente, exclamaba “¡Ups!” y me informaba
que se había pasado, que tenía que haber dado vuelta una o dos
cuadras antes, que ese rumbo no lo conocía, terminando en cada
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ocasión con su “ni modos”, mientras yo no dejaba de ver el reloj y
sufría con el avance implacable del segundero (¡el tiempo, siempre
el maldito tiempo!).
En cuatro ocasiones viró a la izquierda donde claramente se
señalaba que estaba prohibido, se lanzó en sentido contrario en
dos calles y una avenida, donde fuimos objeto de todos los insultos que conocen los guatemaltecos. Mientras trataba de darme
informaciones turísticas para tranquilizarme y evitar que siguiera viendo compulsivamente el reloj. “Mirá, ese es el parque central”, me decía para, inmediatamente, corregirse: “No, perdón, el
parque central está allá, creo”, y así, por el estilo. A pesar de la velocidad y las infracciones, Juliana reconoció, después de las once
y media, que, ni modos, estaba perdida. Estudió atentamente su
croquis, volteó para todos lados y, repentinamente, se echó en
reversa a toda velocidad tres cuadras, para retomar una avenida importante, donde trataría de ubicarse, mientras yo, al borde
del infarto, pensaba en que ojalá el tiempo, contra lo que pensaba Prigogine, fuera reversible y, finalmente, tan sólo una ilusión
como afirmaba Einstein. Poder meter reversa y estar otra vez en
México, lejos de estos sobresaltos.
Después de dar vueltas y más vueltas, preguntar una y otra
vez, recibiendo pormenorizadas explicaciones que ella parecía
entender, nos dieron las dos de la tarde. Yo estaba molesto, verdaderamente enfadado, algo que, como puede corroborar fácilmente con todos mis conocidos, es muy raro en mí. Le dije que no
tenía sentido ya presentarme, que hiciera el favor de llevarme al
aeropuerto, porque podría perder también mi vuelo. “Ni modos,
tendrá que tomar otro vuelo, yo tengo que llevarlo al congreso, si
no, no me van a pagar. ¿Sabe? Necesito el dinero para pagar mis
estudios. No me haga quedar mal, ¡plis! ¿sip?”, me pidió suplicante con unos grandes ojos tiernos. Me conmovió y pensé que yo no
ganaba nada, tampoco, no presentándome. Podían entender que
no fue mi culpa, yo soy una persona extremadamente puntual,
pero, por desgracia, es imposible tener el control del tiempo, y tal
vez podrían reprogramar mi intervención. En la tarde había una
plenaria… en fin, acepté.
Sin embargo, Juliana siguió perdida, recorriendo los laberintos
de Guatemala como chofer de microbús chilango y violando to-
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das las leyes de tránsito imaginables. Conforme el tiempo pasaba,
mi paciencia disminuía y mi enojo aumentaba. Finalmente, a las
seis con quince, se detuvo bruscamente frente a un pequeño hotel
de tres estrellas. “Llegamos, tarde, ni modos, pero llegamos”. Me
bajé del auto y vi frente a mí una gran manta de bienvenida al
Congreso Mundial de Terapias Alternativas.
Le comenté a Juliana mi sorpresa de que no anunciaran el congreso sobre jóvenes y farmacodependencias. “¿Cuál congreso?”, me
preguntó. “Mi congreso”, dije. “Este es su congreso”, dijo, señalando
la manta que pendía frente a nosotros. “No, el mío es sobre jóvenes
y farmacodependencias”. “Mire, a éste es el que me dijeron que lo
trajera. Aquí, claramente, dice: llevar al señor Manuel Velasco al
Congreso Mundial de Terapias Alternativas en el Hotel Colaye, se
anexa croquis”.
“Espera, espera, yo no soy Manuel Velasco, soy Juan Machín”,
le grité exasperado. “Entonces, perdone… hubo una equivocación, pero, ché, ni modos, ¿por qué no se queda en éste? Vea, en
el programa mencionan una terapia con ayahuasca que, dicen, es
maravillosa… Ni modos…”
Cuando me volvió a decir “ni modos” no pude más y perdí la
cabeza. Entiéndame, cualquiera hubiera perdido el control…
“Perdone, señor Machín, le voy a ser franco. La verdad, como
ya le deben de haber informado sus anteriores abogados, lo que
me ha contado no justifica la agresión, la señorita quedó llena
de contusiones y moretes, presentaba lesiones que tardan más de
diez días en desaparecer… Aunque ella no presentó cargos, el intento de homicidio se persigue de oficio. No lo voy a poder sacar
de aquí todavía en un buen tiempo, ni modos…”
Juan, el puro
¿Es justo ante Dios algún mortal?
¿ante su Hacedor es algún hombre puro?
Job 4,17
La portentosa figura de su padre, al igual que a Kafka o Freud,
había marcado a Juan Machín. Fumador consuetudinario, in-
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ternado en el hospital por un cáncer de pulmón, pidió a Juan
se acercara a su lecho de muerte. Cuando Juan estuvo a su lado,
quitándose la máscara de oxígeno, con voz cavernosa y gran dificultad le comenzó a decir: “Juaaan… cof, cof, elgh puroo… ”, interrumpido por un acceso de tos y un paro respiratorio, no pudo
terminar nunca la frase. El hijo, de trece años cumplidos, sintió
que esas palabras eran el testamento paterno, el faro que debía
guiar su vida entera. Convencido de que su padre quería que él
fuera puro, Machín se esforzó por más de treinta años en lograrlo. Se dedicó con éxito al negocio de purificación de agua, sólo
comía alimentos certificados como kosher, se volvió un verdadero purista del lenguaje (corregía a todo mundo: “salir para afuera
es un pleonasmo”, “no es cónyugues, es cónyuges”, etcétera) y había hecho votos de castidad.
En consecuencia, nunca había tenido novia ni se permitía satisfacer bajas pasiones. Para lograrlo se entretenía con diversos pasatiempos como coleccionar minerales, buscando cristales incorruptibles y sin mancha. Cierto día fue a una tienda en Tepoztlán
que le habían recomendado como La Meca de los coleccionistas:
cuarzos, granates, amatistas, acerinas, jades, lo que él quisiera.
Mientras examinaba concentrado bajo la lupa un ópalo, una muchacha de ojos brillantes como turmalinas le preguntó por el precio de una geoda, pensando que él era uno de los empleados. Juan,
presa de nerviosismo, tomó entre sus manos la roca que le alcanzaba la muchacha, de nombre Juliana. Tal era su agitación que soltó
la piedra y ambos reaccionaron precipitadamente para evitar su
caída. Al inclinarse ambos simultáneamente, Juan no pudo evitar
asomarse por el escote de Juliana, donde la rosada pureza de sus
senos hicieron que se mareara. Juan sintió que el mundo comenzaba a girar, una luz purísima hizo explosión dentro de su cerebro y
se desmayó. Cuando recobró el conocimiento, Juliana le daba respiración boca a boca y un deseo incontrolable se apoderó de él y la
abrazó y comenzó a besarla con pasión. Juliana se zafó, empujando
espantada a Juan, cuando éste ya estaba intentando arrancarle la
blusa, y salió huyendo de la tienda. Juan Machín corrió tras ella,
convencido de que su padre sólo quería fumarse un último puro o,
tal vez, advertirle de los peligros del tabaco…
20
Juliana espera un cuento
Between farewell and the absence of farewell,
The final mercy and the final loss,
The wind and the final falling of the wind
Wallace Stevens
Juliana espera un cuento. Juliana lo espera, pero no como Penélope esperaba a Odiseo, tejiendo un paño y deshaciéndolo por la
noche durante tres años. Juliana espera un cuento tejiendo cada
día su vida de todos los días, destejiéndola por las noches en la
urdimbre de sus sueños. Sueños que no son sino un solo sueño.
Sueño que nació del recuerdo de una noche en París. Antes de
esa noche, Juliana soñaba con ser cantante y acudió llena de esperanzas a un concurso en Barcelona. Cuando era adolescente, sus
papás la llevaron a que le leyeran el tarot para ver si su vocación
real era la psicología o el canto. El oráculo predijo que sería famosa
pero no porqué. Así que, unos tres años después, Juliana probó
suerte y no le fue mal: consiguió un contrato y oportunidades que
no desaprovechó. Cuando regresaba de Barcelona a su Colombia
natal, perdió la conexión en el aeropuerto de París, porque su vuelo llegó retrasado. Juan, que viajaba en el mismo vuelo, perdió a su
vez la conexión a México. Se conocieron ante la mesa de atención
a clientes esperando indicaciones para continuar sus respectivos
viajes, junto con otros cinco pasajeros: un ex rector de la UNAM y
su esposa que retornaban a México, después de participar en una
conferencia internacional, y un señor colombiano con sus dos hijas
de regreso de vacaciones. Juan, a diferencia de Juliana, no hablaba
ni entendía el francés. Juliana le explicó que el ex rector y su esposa
saldrían en el siguiente vuelo, pero que no había lugar en los vuelos
de ese día a Colombia y México, y que tendrían que esperar para el
día siguiente: Juan integrado a la lista de espera; el papá, sus hijas
y ella, para abordar su avión a Bogotá, por la mañana. Las niñas,
llamadas Natalia y Viviana, se soltaron a llorar cuando supieron
que tendrían que aplazar la cita con su mamá un día más.
Juan no lloró, pero sí se sintió invadido por una abrumadora
nostalgia. Dependiente de Juliana, Juan la siguió como perrito
faldero, junto con el señor y las dos niñas, para tomar el autobús
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que los conduciría al hotel que la aerolínea les había asignado, así
como para cambiar sus vales por un sándwich y una bebida. Comenzaron a platicar, haciendo fila en la entrada del modesto restaurante del Hotel Ibis. Al enterarse de que era colombiana, Juan
comentó el éxito que estaba teniendo Shakira en España. Juliana,
a quien le parecía que su paisana se había agringado mucho y
perdido el carisma con que había iniciado, no sintió la confianza
de confesarle su sueño de ser cantante. Juan, por el contrario, le
contó su sueño de ser un escritor reconocido. Había escrito algunos cuentos, ganado un par de concursos y publicado un libro. Él
se había especializado en los cuentos cortos y en las narraciones
que Hernán Zavala llama metaficciones, caracterizadas por la autorreferencialidad en la escritura, a la manera de los bucles raros
de Escher, Gödel y Bach en grabados, teoremas o fugas, respectivamente. Narraciones sobre la narrativa, cuentos sobre cuentos,
“escritura en el abismo” con irónicos juegos de espejos, complejas
“Meninas” literarias. Le leyó, como ejemplo, el cuento “Te amaré
por siempre”, recién publicado en su único libro, del que le regaló el único ejemplar que le quedaba, después de su infructuosa
campaña autopublicitaria en España. Había ido a Barcelona a una
feria del libro buscando, sin éxito, una editorial que se interesara
en su obra y, ahora, regresaba a Cuernavaca con la cola entre las
patas. Cuando perdió la conexión pensó que lo perseguía una
racha de mala suerte, hasta que conoció a Juliana gracias al azar,
salvo que, como Borges escribió, el azar no existe… Bueno, el que
ya no existía era Borges. Tal vez nunca había existido y sus ficciones, poemas y ensayos no eran sino una construcción colectiva,
en la que se habían embarcado una multitud anónima de escritores colaborando al azar…
Mientras se sentaban junto a un gran ventanal, Juan, ya encarrerado y animado por el atento interés que Juliana le mostraba,
le escribió en una servilleta uno de sus cuentos cortos preferidos,
llamado “Un hombre de principios: Soy un hombre de principios
que nunca termina una…” Juliana soltó una carcajada, fresca y
cristalina. Juan, cada vez más emocionado, prosiguió desgranando sus mejores cuentos y, también, de vez en cuando, un chiste, para continuar escuchando esa risa de cristales musicales. La
conversación siguió por horas, compartiendo historias y sueños,
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a la luz de la errante luna llena que completó su periplo nocturno
iluminando a los recién enamorados. Pues sí, ellos no lo sabían,
aunque lo sospechaban, pero la chispa del amor se encendió al
cobijo de aquella velada de charla desvelada. No durmieron toda
la noche y se dirigieron juntos al aeropuerto a la mañana siguiente, el avión de Juliana salía a las 10:30 y lo esperaron juntos, tomados de la mano. Cuando se despidieron, Juan le prometió a
Juliana un cuento. Pero no cualquier cuento, no. Le escribiría un
cuento inmortal (“Pues, ¿cuándo has sabido que un cuento se
muera?”, bromeó Juan) sobre esa noche maravillosa que habían
vivido juntos.
Ya sin Juliana, Juan se sintió desolado. Después de horas de
esperar frente a la mesa de atención a clientes, donde nadie atendía, buscó un mostrador de la aerolínea para pedir información.
Una oscura y malencarada señorita, enfundada en un oscuro traje, le escupió un vendaval de palabras en un oscuro e ininteligible
francés. El hizo su mejor esfuerzo por entender algo o comunicarse en español, pero fue inútil. La oscura señorita no mostraba
el menor interés en tratar de entenderle, limitándose a señalarle
la mesa de atención a clientes. Desanimado, se sentó a esperar
frente a la mesa y, después de tres horas, volvió al mostrador de
la aerolínea, donde la misma oscura señorita, con un índice de
fuego, apuntó a la mesa de atención a clientes. Juan, amilanado,
se arrastró nuevamente a su puesto, donde se dedicó a rumiar su
soledad y desamparo. Horas después, preocupado porque estaba anocheciendo, Juan hizo un nuevo intento. La oscura señorita
había sido sustituida por un oscuro señor malencarado. Tampoco entendió ni se logró dar a entender. Tres días después, Juan
deambulaba mostrando su boleto y tratando de preguntar a los
apurados viajeros si alguien hablaba español, pero nadie le prestaba atención.
Después de una semana, una señora se detuvo y trató de ayudarle. Acompañó a Juan hasta una fila y le hizo señas de que se
formara. Juan, confiado, aturdido y feliz, abordó finalmente un
avión que le llevó a Praga, donde pasó unos días antes de que
lo embarcaran a Tokio. Beijing, Teherán, Estocolmo, Botswana
fueron sus destinos en lenta sucesión. Juan, cada vez más confundido y desamparado, no era sino un bulto más, extraviado
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en el tráfico de aerolíneas, ocupando un poco de espacio en esos
no lugares, según la expresión de Augé, que son los aeropuertos,
en una sucesión temporal que se extendía más y más… un año,
cinco, doce… Juan, convertido en una sombra, sucio, harapiento, descalzo, ya no pensaba en regresar a casa, en su mente sólo
rondaba la idea de escribir un cuento para Juliana. (Aunque ya no
recordaba quién era Juliana).
Y mientras tanto, Juliana espera un cuento… su cuento… O,
tal vez, ya no…
Un caso de elemental justicia
Juliana me esperaba en la salida del aeropuerto, exactamente
como lo habíamos planeado (a ambos nos encantaba planear):
con lentes oscuros y sandalias, la delgada y semitransparente tela
de un pareo azul era lo único que la cubría. Debajo de la tela, su
cuerpo desnudo y depilado.
Yo vestía un short y una camiseta, sandalias y lentes oscuros,
según habíamos acordado. Bien “playeros” ambos. A las seis de la
mañana en el aeropuerto de México y a unos cuantos grados centígrados sobre cero, era bastante extraña mi apariencia, pero en
el aeropuerto de Managua al medio día, no llamaba la atención.
Crucé presuroso la calle. Nos dimos un beso apasionado,
mientras le acariciaba el derrière discretamente por encima del
pareo. Una corriente de aire levantó levemente su falda y Juliana se tapó precipitadamente, bastante preocupada que quedaran
al descubierto su pubis o sus nalgas. Caminamos como siempre,
Juliana unos pasos delante de mí, para que pudiera disfrutar de
la cadencia de su paso, su apariencia inocente y provocativa, adivinando su tierna y firme desnudez. Abrió la cajuela y rápidamente deposité mi maleta. Cubiertos por las puertas abiertas de
su auto, nos besamos nuevamente y nos acariciamos con avidez.
Juliana se sentó y abriéndome la bragueta, hábilmente tomó mi
pene y comenzó a lamerlo, besarlo, chuparlo. Yo le acariciaba los
senos, los hombros, el cuello. Se levantó, se puso de espaldas, inclinándose sobre el asiento y alzándose la falda hasta la cintura.
Mientras la penetraba furiosamente se desató el pareo, lo tomé y
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se lo puse como una mascada alrededor del cuello, mostrando su
cuerpo completamente desnudo. Mirando por encima del auto,
vigilando para no ser sorprendidos, apretaba con fuerza sus caderas o acariciaba sus pechos y la besaba en el cuello. Me encantaba
la imagen que me ofrecían sus rotundas nalgas, la curva de sus
caderas, su larga espalda y su perfil helénico. Justo antes de terminar me retiré, y rápidamente Juliana se dio vuelta para recibir
en su cara y su boca mi descarga caliente. Intenté penetrarla de
nuevo sobre el asiento, pero pasó el auto de vigilancia, se detuvo
justo enfrente de nosotros y nos abordó un policía.
Juliana trató de cubrirse llevando el pareo a sus pechos. Le expliqué que éramos pareja, que teníamos meses de no vernos y que
no pudimos aguantar más. Se rió a carcajadas y nos mostró una
cámara de video, donde tenía grabados todos nuestros encuentros
con sus diferentes caracterizaciones, desde el primero, hacía unos
seis meses, en que Juliana se disfrazó de colegiala, con su falda
tableada y a cuadros. En rápida sucesión se veía a Juliana como
Trinity de lentes oscuros, con su gabardina negra y botas; como
cantante de RBD con su falda de mezclilla, blusa blanca y corbata
roja: como porrista, sexoservidora, tenista, Shakira en camisón,
vampiresa… Ni Juliana ni yo nos habíamos dado cuenta nunca
que nos estuvieran observando y grabando, aunque sospechábamos que, tal vez, en algunas ocasiones, las personas que esperaban
el autobús, fuera del estacionamiento, nos habían visto (o adivinado más bien) de lejos, a través de unas pequeñas ventanas. Le
deslicé discretamente al policía un billete de veinte dólares, mientras Juliana lloraba y le prometía no volver a hacerlo. El policía
nos dijo que podíamos seguir haciéndolo, que los videos eran un
éxito y circulaban por internet en una página de dogging, pero que
debíamos dejarlo grabarnos más cerca. Al decir esto, le arrebató
de un tirón el pareo a Juliana y comenzó a filmarla, mientras ella
gritaba e intentaba taparse con las manos y se metía al auto. Yo
empujé bruscamente al policía, subí al carro y cerré la portezuela.
Nos alejamos lo más rápido que pudimos. Juliana me hizo prometerle, en ese mismo momento y entre sollozos, que buscaríamos ayuda psicológica. Ya sus amigas de la universidad le habían
advertido que era una locura esa afición que teníamos a hacer el
amor en los lugares públicos más insólitos, lo mismo en baños que
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parques, taxis que playas, pasillos, albercas y un muy largo etcétera. Acepté ir a terapia esa misma semana.
El psicoanalista, desde la primera sesión, relacionó mi parafilia (así la llamó él) al hecho innegable de que siendo niño, seguramente, me había enfrentado a lo que Freud llamó Urszene, la
escena originaria.
Es por eso que, desde entonces, Juliana y yo ya hacemos el amor
normalmente, como debe de ser: en la cama, en la intimidad de
nuestro cuarto, pero bajo un gran retrato de mis padres. Puedo decir que se trata de un sencillo caso de elemental justicia.
Un perfecto idiota
El día en que su primo Martín lo invitó a la playa de Puntarenas,
Juan Machín estaba triste y terriblemente solo. Su novia había
terminado con él sin mediar gran explicación: “Eres un perfecto
idiota”, fue todo lo que le dijo. Nada más. Juicio sumario, sentencia y ejecución. Eso era lo más doloroso, el no poder entender
las verdaderas razones, las causas ignotas, los secretos motivos.
Algo, lo que fuera, que le ayudara a entender el por qué. Lo abrumaba la necesidad de comprender. Todo había sido maravilloso.
Entonces, ¿por qué? No, no podía entender. No entendía nada de
nada. Martín lo animó a ir: “Juliana, la mejor amiga de mi novia,
irá. Es toda una belleza, además acaba de terminar con su novio, un completo estúpido, si los hay. Así, que…” No convencido
del todo, Juan acompañó a Martín. En cuanto Juan vio a Juliana
quedó estupefacto, en verdad era una joven guapísima. Después
descubriría que muy inteligente y simpática. No dejaba nada que
desear. Quedó absoluta y perdidamente enamorado. En el momento en que los presentaron, Juan alargó torpemente la mano
y derramó una bebida sobre el vestido nuevo de Juliana. Ella se
puso de pie para sacudirse el líquido, diciendo que no había problema y sin dejar de sonreír, aunque de manera bastante forzada,
al tiempo que Juan la tomaba de la mano con que se quería limpiar y la saludaba efusivamente, reteniéndola por un tiempo que,
para todos, se volvió harto incómodo. Juliana pudo, finalmente,
zafarse con delicadeza dando un pequeño jalón de la mano. No
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bien Juan se había presentado ya le estaba diciendo a Juliana que
Martín lo había invitado porque, al igual que ella, recién había
terminado su noviazgo y, además, porque ella estaba guapísima
y, seguramente, “una espina saca un clavo”… Atónitos, Martín, su
novia y Juliana intercambiaron miradas de incredulidad sin poder articular palabra. Martín, apenado y para salvar la situación,
propuso salir cuanto antes a la playa para no tener problemas con
el tráfico y aprovechar el día.
Durante todo el camino, Martín y su novia inútilmente trataron, una y otra vez, de desviar la incesante conversación de Juan,
que nada más giraba en torno a él y su ex novia. Juliana miraba
distraída las montañas y de vez en cuando dejaba caer algún diplomático, “Ajá, ¡qué interesante!”
Cuando llegaron a la playa, Juan, después de que se puso en
las manos una cantidad exagerada del bronceador de Juliana, se
dio cuenta que había olvidado quitarse la playera, Martín le ayudó sin poder evitar que se llenase de bronceador la playera y que
en la maniobra salpicaran a Juliana y su novia. Inmediatamente después, Juan se fue directo al mar y sin esperar a nadie se
zambulló con poca pericia, aunque convencido de lo contrario
y queriendo impresionar a Juliana con sus imaginarias dotes físicas. Después de unos minutos, salió chorreando agua de mar y
se sentó, ensuciando con la arena de los pies, la toalla en la que
estaba sentada Juliana.
Un muchacho les ofreció bebidas frías. Juliana pidió un smirnof y Juan una cerveza imperial, que Juliana tuvo que pagar porque Juan olvidó la cartera en el auto. Martín y su novia les saludaron desde el muelle y Juan, al levantarse, tiró el bote de cerveza
sobre la toalla y arrojó arena sobre la cara de Juliana, “¡Fíjate, torpe!” Juan se rió, pensando en lo linda que se veía cuando fingía
enojarse… Corrió al muelle arrojándole piedras a los pelícanos
que acechaban a los pescadores, con tan mal tino que más de un
pescador casi terminó descalabrado.
Martín les dijo: “Tenemos que ir por un churchill, venir a Puntarenas y no comerse uno es un pecado”. Juliana se apresuró hacia
el local, tratando de alejarse de Juan que no se le quitaba de encima, y pidió uno; Martín, un churchill coloso, y su novia un mate.
Juan les gorreó a los tres, a pesar de sus protestas, y le propuso a
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Juliana llenarla de leche condensada y después limpiarla a lengüetadas. Ella contuvo un arqueo de asco y casi se atraganta. Comenzó
a toser y Juan le aporreó tres grandes palmadas en la espalda, que
le dejaron los dedos marcados.
Durante el regreso, Juan, fingiendo quedarse dormido, se recargaba en Juliana quien, incómoda, no dejaba de empujarlo, una
y otra vez.
Martín, apenado, dejó a Juliana en la puerta de su casa. Cuando se bajaba del auto, Juan la siguió y, llamando suegra a su mamá,
que les había abierto la puerta, entró sin invitación, metiéndose
literalmente hasta la cocina, abrió el refrigerador y se sirvió un
vaso de leche.
Martín sacó a Juan de la casa de Juliana a empujones. Cuando
se despedía, Juan le dijo a Juliana que estaba en el Hotel Paraíso
de Alajuela, que la esperaba a las diez de la noche para ir a bailar,
e intentó besarla. Juliana, al borde de la desesperación, liberándose, le gritó: “¡Ya déjame en paz!, ¡eres un perfecto idiota!”
Juan se quedó boquiabierto. ¿Cómo podía Juliana, después de
un día en que todo había sido maravilloso, pensar algo así?
2 de octubre, no se olvida
Este 2 de octubre, como cada año, organizamos una serie de eventos culturales en torno al aniversario de la matanza de Tlatelolco.
Juliana me acompañó, como siempre desde hacía cinco años, en
la conferencia inaugural donde hablé, en mi característico tono
irónico, del buen mozo y simpático don Gustavo Díaz Ordaz,
quien no se hacía de la boca chiquita y que, para nada, decía “Esta
boca es mía”. Empezaba narrando cómo, desde sus primeros meses de gobierno, Patriota y verdadero Heraldo del Orden, había
reprimido movimientos sociales. Para Díaz Ordaz represión era
sinónimo de orden y buen gobierno, de legalidad y compromiso
con la patria (en este punto, recordaba a mi juvenil audiencia,
a modo de ejemplo reciente, la valerosa defensa de Costco y el
gobierno panista contra el extranjero Frente Cívico Pro Casino
de la Selva), por lo que, sin que le tiemble la mano nunca, ordena
golpear, torturar, encarcelar o matar lo mismo médicos, que uni-
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versitarios de Michoacán y de Sonora, campesinos en Guerrero,
estudiantes en el DF, incluso a los greñudos de la Onda…
Rápido, pasé a hacer un recuento de cómo el movimiento estudiantil se desencadenó el 23 de julio de 1968, por la represión
brutal de granaderos contra jóvenes que se estaban peleando. De
no haber intervenido salvajemente uno de los brazos represores
del Presidente, seguramente no habría pasado de pleito entre muchachos. Estudiantes del Instituto Politécnico Nacional y la Universidad Nacional Autónoma de México organizaron una marcha
de protesta, el 26 de julio, que también es reprimida ferozmente
por los granaderos. Tres días después, un destacamento de paracaidistas derriba la puerta de la preparatoria uno de un bazucazo
y atacan con perros a los estudiantes, donde mueren unos treinta
jóvenes, ninguno mayor de veinte años. Al día siguiente el ejército invade la vocacional cinco y las preparatorias uno, dos, tres y
cinco, y el que sigue invaden la UNAM.
Se suceden distintas manifestaciones y se realiza el primer
mitin en Tlatelolco. El 27 de agosto, en una concentración se rebasa el millón de personas y el gobierno envía tanques y diversas
fuerzas armadas para desalojar el zócalo. Como cada año, en el
ritual de informe de gobierno, el 1 de septiembre Díaz Ordaz no
informa a la nación sino que da su versión, para la sacrosanta
historia oficial, de los hechos: declama “La injuria no me ofende,
la calumnia no me llega; el odio no ha nacido en mí”, “hemos
sido tolerantes hasta el exceso” (imagínense si hubiera sido tolerante un poquitín menos), niega la violación a la autonomía
universitaria, niega la existencia de presos políticos, afirma que el
movimiento estudiantil es un “Atentado a la libertad” y lo reduce
a “Desórdenes juveniles”, y, por último, amenaza tomar las “Medidas que sean necesarias”.
El 13 de septiembre se realiza la manifestación del silencio, donde participan cientos de miles de personas. Cinco días después, el
ejército toma la UNAM y secuestra a estudiantes y profesores. Al
día siguiente hay protestas nacionales e internacionales.
El 23 de septiembre, como protesta renuncia el rector de la
UNAM. Un día después mil soldados acompañados por trece
tanques y ciento cincuenta policías judiciales toman por asalto
las instalaciones del Politécnico de Zacatenco y el casco de Santo
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Tomás. Hay centenares de detenidos y un número indeterminado
de muertos y heridos.
El 27 de septiembre se realiza el segundo mitin en Tlatelolco
y el primero de octubre se convoca a otro para el día siguiente.
El dos de octubre a las 18:10 casi al concluir el mitin comienza
la masacre, a la señal de unas bengalas verdes. Después de la matanza de cientos de niños, señoras, jóvenes, ancianos, el terror no
cesó. La persecución contra participantes y líderes continuó. Las
detenciones y encarcelamientos de militantes persistieron hasta
un año después. A pesar de la represión y el terror, el movimiento
estudiantil logró volver a movilizarse y las luchas universitarias
continuaron en todo el país. La solidaridad con la lucha de la
Universidad de Nuevo León llevó nuevamente a la calles a los
estudiantes el 10 de junio de 1971, jueves de Corpus, marcha que
fue reprimida sangrientamente por “los Halcones” del gobierno
de Luis Echeverría y orilló a muchos jóvenes a radicalizar su lucha y lanzarse a la guerrilla.
Noto, a mi lado, muy seria a Juliana y le pregunto qué le pasa.
Desde la mañana, la siento fría y distante. No es la Juliana animada y risueña que conocí precisamente en una marcha conmemorativa del jueves de Corpus, gritando a todo pulmón consignas
contra el gobierno y a favor de los zapatistas, pintando grafittis y
luciendo una ajustada playera negra con la clásica efigie del Che
Guevara.
—Nada, me sorprende tu memoria, recuerdas cada fecha con
una exactitud asombrosa —me dice, en voz baja, mientras Jaime
lee un cuento relativo al 68 y yo me siento halagado por su comentario. Eduardo, Fátima, José, Aracely e Isabel se suceden al
micrófono alternando con las rolas de Sebastián, Hernán y Jorge.
Sigo pensando que Juliana tiene algo, porque no canta, no se ríe,
no aplaude. Nada. Sólo se me queda viendo de una manera extraña, como molesta. De repente, me pregunta, “¿Recuerdas que Lalo
el guajolote estaba cantando esa canción cuando te me declaraste?” Claro que sí, le contesté distraído, porque me tocaba hacer la
presentación de la película de Óscar Menéndez. Me levanté y tomando de nuevo el micrófono expliqué que como buen guardián
narcisista del Orden, lo que más cuida un Presidente es su imagen
en el exterior y que el gran pecado del movimiento era que había
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gritado al mundo que nuestro país no era perfecto. Con sus desórdenes, se quejaba Díaz Ordaz, “Hemos dado ocasión para que, en
el extranjero, se presente a México como un país en el que se perpetran los peores hechos; a que resucite la injusta y casi olvidada
imagen del mexicano violento, irascible y empistolado”.
Obviamente se refiere a los pinches estudiantes, no se vaya a
pensar —¡Válgame Dios, no!— que a los soldados o los granaderos. Después del dos de octubre, Díaz Ordaz, como buen Presidente Mexicano, se lamenta ¿de las personas asesinadas?, ¿las
vidas de tantas y tantos jóvenes? ¡No!, ¡Cómo! Díaz Ordaz dice:
“Una parte del daño está causada y no puede repararse… Se empañó ese buen nombre que tantos esfuerzos y tantos sacrificios
habían costado a tantos mexicanos”. Como era lógico, el Presidente, el Todopoderoso, asume toda la responsabilidad y llega a
afirmar: “Estoy muy contento de haber servido a mi país… estoy
muy orgulloso de haber podido ser Presidente de la República y
haber podido, así, servir a México. Pero de lo que estoy más orgulloso de esos seis años es del año de 1968, porque me permitió
servir y salvar al país… poniéndolo todo: vida, integridad física,
peligros, la vida de mi familia, MI HONOR y EL PASO DE MI
NOMBRE a la historia”.
Al terminar la película, Juliana no dijo nada durante el cineforo y a mitad de una de mis intervenciones, se levantó para observar la exposición que organizamos con los lemas y consignas que
se produjeron en el 68 en pancartas, carteles, mantas, volantes y
que expresaban, llenas de creatividad y humor, la indignación y
el reclamo ético del movimiento: “Maestros sí, granaderos no”,
“Tenemos al ejército más culto, no quiere salir de las escuelas”,
“¡Vacune a su granadero!”, “Libros sí, tanques no”, “Somos agitadores: decimos la verdad”, “Justicia y Libertad”, “Soldado, no
dispares, tú también eres pueblo”, “Líder honesto igual a preso
político”, “Democracia sí, dictadura no”, “Venceremos”, “Nuestros
agitadores son el hambre y la miseria”, “Mi nombre: Humillado.
Mi apellido: Ofendido. Mi estado: la rebeldía”.
En cuanto me desocupé, preocupado, alcancé a Juliana. “¿Te
acuerdas cómo nos conocimos?”, me preguntó. “Claro, en una
marcha conmemorativa del jueves de Corpus”, le respondí. Te vi
y me enamoré. Toda la marcha te seguí, hasta que logré que nos
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presentaran”. Lalo me hizo una seña, había que hacer la clausura.
Dejando a Juliana, subí nuevamente a la tarima, tomé el micrófono e hice mi recuento final:
—Eufóricos, felices y libres, con la energía de la juventud y la
convicción de que se podía cambiar el país, fueron realistas y pidieron lo imposible: democracia, justicia, igualdad. Parafraseando
a Carpentier, en el mundo del Orden establecido no hay dudas
que responder, todo es jerarquía establecida y mecanismos probados, incógnitas despejadas, no hay espacio para reconocer la propia ignorancia, los desgarramientos del sí y del no. Es un mundo
donde se ha desterrado la belleza, el amor, la rebeldía, la justicia,
la libertad (¿para qué quieren libertad si no saben ser libres?), la
democracia. Un mundo donde se quieren aprisionar las voces y
las ideas, donde están prohibidos la danza, los besos, la dicha. Un
mundo donde reinan los muertos y que odian y matan todo lo que
les recuerda la vida. Del otro lado, los ciento veintitrés días del movimiento del 68 y hoy el neozapatismo, aparentemente sin poder y
cuestionando y rechazando el poder, nombrando lo intolerable de
este desorden establecido, plantean la esperanza de que es posible
construir un mundo distinto. Este mundo no es el mejor mundo posible de Leibinz, la felicidad siempre estará más allá, pero la
grandeza y belleza de los guardianes del Caos, ladrones inmortales del fuego, radica en su lucha sin claudicaciones, en su tierna
furia, en su poesía que exalta la vida y le apuesta al amanecer. “2
de octubre no se olvida”, es la consigna que por treinta años se ha
coreado en las marchas y se ha pintado en las bardas. Sin embargo,
les pido, no olvidemos tampoco el Mayo francés, la primavera de
Praga, el Cordobazo argentino, los movimientos contra la guerra
de Vietnam, la marcha del silencio, los brazos haciendo la V de la
Victoria, el realismo de pedir lo imposible, los días sin sueño, los
sueños sin olvido, Monsiváis dixit, las fiestas, las mantas y pintas
llenas de humor, la música y el amor. Sí, el amor (de esos que duran
hasta para aquellos que no lo vivieron, como dijera Paco Ignacio)
de los jóvenes del 68, los neozapatistas, los de abajo, los que aman,
sueñan y luchan, es decir, de los guardianes del Caos.
Al terminar, pensé que Juliana me felicitaría, pues según yo,
había logrado un buen discurso, sin embargo, no me dijo nada.
Comenzamos la tradicional marcha y Juliana, que llevaba su pro-
32
pio ritmo, comenzó a alejarse de mí. Hice un esfuerzo por alcanzarla. Cuando me encontré con ella, me preguntó
—¿Te acuerdas cuándo nos hicimos novios?
—Por supuesto, le dije, en la marcha del 2 de octubre, cuando
se cumplieron los veinticinco años, ¿por qué?
—¿Cómo que por qué, pendejo? Hoy es nuestro aniversario y
otra vez lo olvidaste…
Alguien, a lo lejos, empezó a gritar “¡¡¡2 de octubre, no se olvidaaaaa!!!”
Renata y su nacido
Quid rides? Mutato nomine de te fabula narratur
Quinto Horacio Flaco
Dicen por ahí que nihil novum sub sole. Sin embargo, hay muchas
cosas que no conocemos y a las que no podemos encontrar una explicación racional y, además, non semper ea sunt quae vedentur.
La historia que el amable lector está por conocer, acaecida en
este annus horribilis, es absoluta y lamentablemente verdadera,
pero a petición de mi novia Juliana, he decidido cambiar su nombre por el de Renata, atendiendo amablemente a su solicitud, para
que su desgracia no se divulgue urbi et orbi, pero también, debo
confesarlo, por inconfesadas razones literarias que espero algún
día sean explicadas a cabalidad por mis críticos.
Pues bien, todo comenzó, hace una semana, cuando recibí
una inesperada llamada desesperada de mi novia Renata. Noli me
tangere, me había dicho tres días antes, cuando había comenzado
a acariciarle apasionado en un lugar público el lugar donde la espalda pierde su casto nombre, por lo que pensé que hablaba para
disculparse por su súbito ataque de moral, después de un largo y
bochornoso silencio.
Llorando, Renata me contó que le había aparecido cerca del
coxis algo que llamaba “un nacido”. Yo, debo reconocerlo, nunca
había asociado esa palabra a algo que te apareciera en el cuerpo. Siempre nos referimos con “un nacido” a algo que sale del
cuerpo, pero no a algo que sale en el cuerpo… sutil cuestión de
palabras, pero muy importante a fin de cuentas, sobre todo para
33
quienes vivimos de las palabras y porque, como pronto se verá, el
pez por la boca muere. Claro que en sentido metafórico. No menos sorprendente es el caso de llamar a un santo Nonato, porque
no fue parido, ya que su madre murió antes de dar a luz al que
bautizarían como Ramón y que fue sacado del cuerpo muerto
de la madre. Así, San Ramón Nonato en sentido estricto debería
llamarse Noparido pero, a fin de cuentas tan nato, nacido, como
cualquiera de nosotros.
Sin embargo, Renata me aseguró que “un nacido” era una enfermedad, no muy conocida pero que era, sin duda, demasiado
dolorosa e incluso incapacitante, al grado de sentirse in extremis.
Me dijo que consultara en internet y me dio una dirección.
En la página que me refirió, informaban que los nacidos son
“abultamientos rojos, inflamados y dolorosos que aparecen bajo
la piel”. Continuaban explicando que la infección podía formar
abscesos o bolsas de pus más grandes que una pelota de ping
pong y que el área más común donde aparecen es en las nalgas.
Falazmente atribuían, en esa página, los nacidos a usar ropa ajustada. Demasiado tarde descubrí la verdadera naturaleza diabólica
de su etiología.
Me pareció bastante cómico que Renata considerara una bola
en el culo como una enfermedad que la incapacitaba, por muy
dolorosa e incómoda que fuera. A pesar de que ella creía, como
muchos, que labor omnia vincit, había descubierto que el nacido
era invencible y me explicó, llorando copiosamente, que no se
podía sentar, ni manejar y que caminaba con bastante dificultad.
Pensar en mi hermosa y presumida novia con un absceso, tan
grande y molesto que no la dejara caminar o sentarse, me pareció
parte de una comedia absurda y ridícula, incluso como inspirada
en los Simpson o sacada de uno de mis cuentos. A pesar que sufficit diei malitia sua, el nacido de Renata había durado demasiados
días, con sus noches. Así es, por las noches el nacido no la dejaba
dormir a pesar de los analgésicos y desinflamantes, agregándole
el horror del insomnio a su grotesca y nefanda pesadilla.
La situación llegó a ser realmente hilarante cuando me contó
que tuvo que explicarle, ella que tanto cuida su imagen, a su quisquilloso jefe las razones por las que no podía asistir a una reunión
de trabajo muy importante. Sólo de imaginarme a Renata tenien-
34
do que describir, toda avergonzada, el nacido y su ubicación, para
justificar su ausencia laboral, hizo que me soltara a reír de una
manera imparable. Bueno, imparable, no. Porque cuando Renata continuó explicándome la verdadera naturaleza del nacido, la
risa se congeló en mi rostro. Al principio no le creí, pero cuando comencé a sentir escozor en la nalga derecha y cómo poco a
poco fue aumentando de intensidad hasta convertirse en dolor,
me convencí que Renata no mentía y que nihili est qui nihil amat.
Pues sí, amable lector, espero que no te hayas reído del nacido
de Renata ni del mío, porque según una antigua y olvidada maldición quien se burla de una pobre víctima de nacido está ineluctablemente condenado a padecerlo. Así que si has comenzado a
sentir un leve escozor en el trasero, creo que ha sido demasiado
tarde mi advertencia…
Acta est fabula, como dijera Augusto…
El ángel
Juan Machín era un ángel. Pero cuando digo que Juan era un ángel no lo digo en sentido figurado, como cuando uno dice “Juan
es un pan”. No, Juan era un ángel en el sentido literal del término… para ser más exactos, Juan era un ángel de categoría G-13.
Es decir, que estaba adscrito a la jurisdicción del arcángel Gabriel,
en décimo tercer grado… a decir, verdad, la escala más baja en
la jerarquía celestial, el equivalente a un simple soldado raso…
muy lejos de serafines, querubines, tronos, dominios, virtudes,
poderes, principados, y arcángeles.
Sin embargo, Juan se esforzaba mucho: acababa de terminar
sus estudios y se había especializado en el rescate de doncellas caídas en desgracia. Su sueño dorado era llegar a ser el equivalente
moderno de Perseo o San Jorge… por eso, cuando el buen Dios,
acariciando sus luengas barbas blancas, le preguntó un lunes a
Gabriel, quien vestido de azul es uno de los siete arcángeles que
están ante su vista siempre, qué iban a hacer para salvar a Juliana, éste no dudó en proponer a Juan para tan sencilla misión…
tenía fe en el novato y le simpatizaba… “Es un caso muy sencillo,
dijo Gabriel, Juliana sólo necesita un leve empujoncito para que
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deje a su novio…” Dios no estaba muy convencido, pero con el
tiempo se había ido ablandado y ya no pensaba con tanta presciencia… Además, Gabriel siempre había mostrado buen juicio
como cuando destruyó Sodoma y acabó con las huestes de Senaquerib, o como cuando se encargó del entierro de Moisés o separó
el Mar Rojo. Tanta confianza le tenía Dios a Gabriel que le había
encomendado, nada menos, que las misiones más codiciadas en el
Cielo: la anunciación a María, cuidar la entrada del Edén y tocar la
trompeta ante el regreso del Mesías… así que, a pesar de sus dudas
y un vago sentimiento de desazón (los casos de doncellas enamoradas, en el fondo, nunca eran sencillos), Dios aceptó finalmente
la propuesta de Gabriel. El arcángel voló con sus ciento cuarenta
alas para asignarle a Juan Machín el caso de Juliana.
Muy emocionado, Juan no paraba de agradecerle a Gabriel la
oportunidad, prometiéndole no defraudarle y rescatarla en un
tiempo récord, le abrazó tan efusivamente que arrugó el lirio que el
arcángel portaba siempre en la mano izquierda y casi le hace perder el equilibrio, si no fuera por la trompeta reservada para anunciar la Parusía que Gabriel empleó con agilidad como bastón…
Juan leyó el expediente de Juliana de una sentada… no se veía
muy complicado: una buena chica en manos de un verdadero
machín: borracho, mujeriego y jugador… al parecer, Juliana sólo
estaba un poco confundida, pensando todavía que lo amaba a
pesar de sus infidelidades y de que la trataba con la punta del pie,
pero él estaba seguro de que podría rescatarla. Juan estudió bien
sus apuntes, hizo algunas consultas en la biblioteca seráfica y, finalmente, ideó un plan muy simple y fácil: hacer que Juliana se
enamorara de él, para que dejara a su novio; en síntesis, aplicaría
la famosa e infalible receta que la sabiduría popular ha formulado en la sentencia: “un clavo saca otro clavo”. En cuanto Juliana
terminara con su novio, Juan podría regresar al cielo y recibir un
ascenso a G-7 o, ¡incluso, ¿por qué no?, G-1! Juan se presentó en
la Universidad a la que asistía Juliana y a partir de ese día no la
dejó en paz… la aconsejaba (sobre todo en las razones múltiples
por las que debía terminar con el novio y en cómo hacerlo…)
y la ayudaba en todo lo que podía, le escribía cartas de amor,
le enviaba flores, le componía canciones y le llevaba serenatas…
Desde un principio el plan fue un desastre, pues Juan se enamoró
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de Juliana en el instante mismo en que la vio por primera vez, y,
por más que se esforzaba, no conseguía que ella terminara con
el maldito novio. Desesperado, Juan había decidido quedarse en
la tierra y olvidarse del cielo con sus jerarquías, beatíficas arpas
y todo… sólo le importaba Juliana. Pero a ésta no le importaba
para nada Juan, aunque tenía atisbos de que era su ángel. El pobre
Juan conoció lo que era el Infierno cuando empezó a experimentar celos por Juliana…
Al cabo de dos años, pensativo y con el ceño fruncido Dios
mandó llamar a Gabriel para que le rindiera cuentas en el asunto
de Juliana… el pobre arcángel tuvo que reconocer que aquello se
había salido de control y era un verdadero fracaso. No sólo no fue
rescatada la doncella sino que habían perdido definitivamente un
ángel.
Dios, implacable, le quitó su trompeta a Gabriel y le relevó de
su puesto de centinela en la puerta del Edén, para gran alegría de
los restantes arcángeles…
El aventón
A veces en las tardes una cara
nos mira desde el fondo de un espejo;
el arte debe ser como ese espejo
que nos revela nuestra propia cara.
Borges
De pura casualidad, ayer, después de muchos años, crucé la avenida Revolución a la altura de la iglesia de la Candelaria, en Mixcoac. Inexorablemente, recordé muy a la Proust cómo, durante mi
paso por la universidad, acostumbraba cruzar ahí para esperar que
alguien me llevara, haciendo el tradicional balanceo del antebrazo derecho con el pulgar extendido. También para venir de o ir a
Cuernavaca, en la glorieta de la Paloma de la Paz o en el puente de
La Joya, respectivamente, acostumbraba lo que en Francia llaman
faire de l’autostop o, en Estados Unidos, hitch-hiking. Esa actividad
recibe muchos nombres, si bien en español casi siempre se pone
énfasis en el hecho de pedir (lo mismo aventón que ride, raid,
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rai, raite (México y El Salvador), jalón (Guatemala y Honduras),
bola (República Dominicana), bote (Panamá), botella (Cuba), pon
(Puerto Rico), la cola (Venezuela) o una acción en relación con el
dedo: hacer dedo (Argentina, Bolivia, Chile, España y Uruguay),
echar dedo (Colombia), jalar dedo (Ecuador) y tirar dedo (Perú).
La frase “pedir aventón”, en sentido estricto, en México la
usamos no sólo para el autoestop sino también cuando le pides a
alguien conocido que te lleve y, ahora que lo pienso, es bastante
curiosa y, por lo mismo, se presta a muchos chistes trillados (por
ejemplo, cuando después de pedirle aventón a alguien en una fiesta
te indican que te pongas delante del auto o cuando una amiga te
pide un aventón y tú le preguntas “¿De tripas?”).
El que tenga nombre en tantos países nos muestra que la costumbre de viajar de aventón está bastante extendida, y es asaz lógico, pues es una forma de transporte práctica, barata y, a menudo,
divertida, aunque no siempre eficiente… la mayoría de los que la
practican son, sin duda, los mochileros y los estudiantes, pues en
ambos casos generalmente la falta de recursos acompaña la juventud y se compensa por tener mucho tiempo y energía. Y los cuatro
son ingredientes comunes para poder ser un buen hitchhiker.
Pedir raid es, siguiendo la teoría de juegos, una actividad de
suma positiva, a diferencia de los volados que es de suma cero, es
decir, donde la ganancia de uno es la pérdida del otro, en el raid,
en cambio, ambos pueden ganar… el que lo pide consigue transporte gratis (o a cambio de prácticamente nada) y el conductor
obtiene compañía, conversación… ambos tienen la posibilidad
de conocer gente interesante y desarrollar un diálogo entretenido
o incluso, en ocasiones, hasta inteligente. Sin embargo, no siempre es así y aquí es inevitable recordar el chiste del pobre tipo que,
al recibir aventón, siempre terminan bajándolo del auto por algún comentario inapropiado, por ejemplo, alegrarse de que haya
perdido un partido el equipo del que resulta, ni más ni menos, ser
fanático el conductor… No sabiendo qué comentar, para no cometer un error piensa que mejor deja que el conductor comience
la charla, nervioso de prolongar demasiado el silencio, pues obviamente se espera de él una buena conversación durante el viaje,
y entonces para animar y suscitar el inicio del diálogo, expresa un
“Pueeeees, sí…”, se oye el chirrido del auto frenando bruscamente
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y el conductor molesto que abre la portezuela y le dice, casi gritando “¡Pues NO! ¡Y te me bajas!”…
Muchos pueden querer pervertir el sentido del aventón, pidiendo, por ejemplo, que se “cooperen” para el peaje, o queriendo
propasarse… o, al revés, asaltando al conductor… pero, en realidad es muy raro que suceda. A lo largo de mis más de cinco años
de raidero reuní un buen conjunto de anécdotas (algunas incluso
loquísimas y que espero algún día tener la paciencia de escribir),
pero nunca me tocó que quisieran aprovecharse…
En torno al aventón, en mis años de estudiante, ya se había creado toda una cultura que incluía sus propios ritos, leyendas, mitos
y símbolos. Posteriormente, incluso, se constituyó una Asociación
del Aventón con credenciales, fiestas anuales y acta notariada…
Desde la famosa novela beat On the road hasta una serie televisiva, forman parte de esa cultura en Estados Unidos. Entre nosotros
(aunque seguramente se repite en otros lugares), una de las leyendas más populares narraba la historia de una hermosa ninfómana
que llevaba al afortunado “tiradedo” a un hotel y hacía el amor con
él toda la noche de una manera increíble. A mí me la contó Eloy,
que según él le había sucedido a un amigo de su amigo Raúl. Sin
embargo, Raúl nunca me refirió nada del asunto, así que, inicialmente, guardé la historia en el baúl de las mentiras de Eloy o como
un mito urbano más.
En esa época, el aventón fue una pieza central de mi vida por
varias razones, entre las que destacan el que prácticamente así
viajé siempre (lo que me ahorraba lo gastaba invariablemente
en libros y discos), pasé muchísimo tiempo haciéndolo (lo hacía
prácticamente cinco días a la semana, excepto en vacaciones, y
cada vez invertía un mínimo de quince minutos, en promedio una
media hora y en ocasiones llegué a esperar más de dos horas) y
porque así conocí al amor de mi vida.
En una ocasión, incluso comparé el aventón con el amor y la
gracia divina, porque no puedes hacer nada para que te levanten,
igual que no puedes hacer nada para que alguien te ame… es
pura gracia… un don, en el sentido teológico estricto del término. Puedes hacer algunas cosas que faciliten o dificulten el que
te levanten, pero, a final de cuentas depende completamente de
quien maneja…
39
En general, los jueves eran malos días para pedir raid, por lo
que acostumbraba irme lo más pronto posible. Sin embargo, justo el jueves que mi novia me terminó, se me hizo tarde, porque el
examen de sedimentología estuvo larguísimo (además que no había estudiado lo suficiente), y llegué a La Joya cerca de las ocho de
la noche. A esa hora era más difícil conseguir aventón y cuando
comenzó a llover como un diluvio sentí que no había sido mi día.
Cuando logré refugiarme debajo del puente, ya estaba empapado.
Pues resulta que después de dos horas de estar pidiendo paciente y sistemáticamente aventón en La Joya, levantaba el dedo
de manera más bien automática, mecánicamente como un muñequito, ante cualquier auto o camión que pasara. Algunos pasaban
cerca y veloces, levantando una ola de agua sucia que me mojaba
hasta el pecho.
Había ya perdido la esperanza de que alguien me levantara,
cuando de repente se detuvo un mercedes deportivo plateado.
Se abrió la puerta y me invitó amablemente a subir, una de las
mujeres más atractivas que he visto en mi vida. Traía un vestido
entallado y con un gran escote que dejaba ver el inicio de sus
aureolas al inclinarse mientras esperaba a que me subiera. Debía
tener unos treinta y cinco años o más, pero era una rubia de esas
despampanantes al estilo de Kyle Minogue. La verdad me puse
muy nervioso, recordé la historia de Raúl y la desconocida ninfómana, y comencé a ilusionarme…
Me sugirió que me quitara la ropa mojada y me secara con
una toalla que traía allí de casualidad. Me quité la camisa decidido, pero para los pantalones dudé un poco, finalmente, me animé
y me saqué los tenis, las calcetas y los jeans. Ella, volteó a verme
y me dijo: “Quítate todo para que puedas secarte bien”. No tuve
argumentos para resistirme, así que me desnudé por completo.
Me pasó la toalla y detuvo el auto para, gentilmente, ayudarme a
secar. Mientras me secaba, comenzó a acariciarme una pierna y
me preguntó si jugaba fútbol, porque tenía buenos muslos. Pasó
su mano por mi entrepierna, me susurró que hacía calor en el
auto y que era justo que ella también se desnudara. Antes que pudiera yo reaccionar estaba totalmente desnuda, conservando sólo
sus zapatos de tacón. Yo estaba petrificado, por lo que ella siguió
tomando la iniciativa, besándome y manipulando sin cesar mis
40
genitales. Finalmente, reaccioné y la besé apasionado, acaricié
con la mano derecha sus senos, mientras le agarré una nalga con
la mano izquierda. Al poco tiempo, estábamos haciendo el amor
en el auto como si en ello se nos fuera la vida.
Al terminar me llevó a su casa, una hermosa residencia en la
colonia Reforma, donde volvimos a hacer el amor, hasta que me
quedé dormido por el agotamiento. Cuando desperté me había
preparado el desayuno y lo tenía al pie de la cama. Me esperaba
envuelta en una bata de toalla blanca y me llevó a la ducha donde
volvimos a hacer el amor. Me enteré que se llamaba Juliana, que
estaba casada, pero que su esposo era un patán que no la entendía
y del que quería divorciarse. Yo sabía que había encontrado el
sueño de todo hombre. Sin embargo, algo preocupado, le pregunté si siempre levantaba así a los desconocidos… “¡Claro que no!,
me respondió entre indignada y sorprendida, te levanté porque
tenías toda la pinta de estudiante inocente y te vi ahí, tan solito,
tan jovencito y desprotegido, que me inspiraste tanta confianza y
ternura que no pude no levantarte”.
Viví así, junto a Juliana, mi Juliana, una semana fabulosa, haciendo el amor y planes para el futuro… estaba seguro que había
encontrado al amor de mi vida. ¿Qué más se podía pedir de una
mujer? Juliana lo tenía todo, todo, todo: fortuna, belleza, inteligencia, simpatía… me adoraba y teníamos un sexo fantástico.
El viernes le preparé una cena romántica con velas y una botella de vino italiano. Pero no llegó a las diez, ni a las once ni las
doce… En esos lejanos tiempos no existían los celulares, así que
no me quedó otra opción que quedarme esperándola, con el pavor atenazando mi vientre, pensando que había pasado lo peor.
Como a las cinco de la mañana, no pude más y caí rendido por
el cansancio y el miedo… A las nueve de la mañana me despertó
el sonido de la cerradura de la puerta… Ahí estaba Juliana. Feliz
de ver que estaba bien, corrí a abrazarla y besarla. Noté que se
puso un poco tensa y evitó mi beso en la boca, ofreciéndome hábilmente la mejilla. Le pregunté por qué no había llegado en toda
la noche y Juliana, sonriendo pícara, me empezó a contar que, de
regreso a Cuernavaca, encontró en La Joya a un estudiante y “Lo
vi ahí, tan inocente, tan solito, tan jovencito y desprotegido que
no pude no levantarlo…”
41
Como un holograma
Larga agonía es otro nombre del amor
Juan Machín
Alguien escribió que el orgasmo es una pequeña muerte; para
mí, enamorarse es una larga agonía. Yo empecé a morir cuando
conocí a Juliana y, como Galois, escribo este texto como mi testamento intelectual, en una desaforada carrera contra el tiempo. Sí,
siempre el tiempo, ¡el maldito tiempo!
Juliana posee una sonrisa perfecta y enigmática, comparable a
la de la Gioconda o el gato de Chesire. No es para nada casual que
la compare con el cuadro más famoso de Leonardo (y probablemente del mundo entero) y el más extraño de los personajes del
soberbio cuento de Lewis Carroll. Pero, para que se me entienda,
creo que es mejor que empiece por el principio lógico: mi propio
nacimiento.
Nací en la otrora Ciudad de los Palacios, la llamada “Región
más transparente del aire”, cuando ya distaba mucho de serlo, es
decir, en la Ciudad de México en la segunda mitad del recién
fenecido siglo XX. Segundo hijo de una familia de cuatro, único varón y privilegiado en muchos sentidos, desde pequeño me
interesé tremendamente por el orden (en el cuento “Adagio”, denomino ese interés “cosmotropismo”), la simetría (fácilmente se
puede rastrear su huella en la mayoría de mis textos) y, por lo
tanto, el arte, la ciencia y la filosofía. En consecuencia, llegué a ser
pintor, escritor, físico, matemático, filósofo: en síntesis, un hombre universal y, si no fuera por quinientos años y miles de kilómetros, diría que un verdadero hombre del Renacimiento. Antes de
que se piense que peco de inmodestia, me apresuro a aclarar que
no me considero un gran pintor, gran escritor, gran intelectual,
etcétera. Ante la disyuntiva pascaliana de saber todo de nada o
nada de todo, me incliné por la segunda opción y me considero
como una copia hologramática de Leonardo, pero creo que me
estoy adelantando. Vamos por partes, ruego paciencia.
Existe un instrumento óptico que se presta perfectamente
como una alegoría, un símbolo de esa búsqueda incansable del
ser humano, búsqueda del orden y que se traduce en investiga-
42
ción científica, meditación filosófica o creación artística, incesante trabajo de transformación del Caos en Cosmos: el caleidoscopio. ‘Caleidoscopio’ es una palabra formada por tres palabras
griegas: kalós, bello o hermoso; eidos, forma, figura o imagen, y
skopeín, observar, es decir, etimológicamente significa “observar
figuras bellas” y fue inventado por David Brewster en 1817 (quien
también descubrió los cristales con dos ejes de refracción (dicroísmo), y enunció las leyes de la reflexión metálica, entre otras
cosas). El caleidoscopio está constituido por un tubo, cerrado en
uno de sus extremos por un cristal esmerilado y, en el otro, por
un disco con un agujero a modo de ocular. En el interior tiene
tres espejos planos, orientados, según el eje, formando ángulos
de 60°. Al fondo, sobre el vidrio esmerilado, hay pedazos de vidrios de colores, canicas o cuentas irisadas, que se pueden mover
libremente en el espacio comprendido entre el cristal esmerilado
y un vidrio transparente, perpendicular a los espejos planos y paralelo al esmerilado. Las imágenes que se forman, al multiplicarse en los espejos, poseen simetría hexagonal y producen bellos
y siempre cambiantes (el número de combinaciones posibles es
enorme) efectos. Una variante muy interesante del caleidoscopio (que precisamente me regaló una hermosa Juliana hace trece
años) se obtiene cuando se sustituyen los cristales coloreados y el
vidrio esmerilado por una lente semiesférica. Las imágenes que
se forman ya no dependen de la manera en que se acomodan los
cristales, sino que se obtienen del exterior, de la luz de los objetos refractada por la lente. Lo que vemos en ese caleidoscopio, al
igual que lo que construimos en la ciencia, la filosofía y el arte, es
una imagen ordenada de la realidad (ya Leonardo llamaba al ojo,
espejo del Cosmos). En efecto, el pensamiento humano, a semejanza del caleidoscopio, ordena el mundo caótico, ambos crean
una imagen simétrica de la realidad, edifican un modelo en el
cual el Caos se transforma finalmente en Cosmos. La imagen que
nos da el caleidoscopio se forma por la repetición de imágenes
fragmentadas de la realidad. Si esa realidad es caótica y, además,
incompleta y parcial ¿cómo es posible que se origine una forma
ordenada? El orden surge de la simetría (es más, son sinónimos),
se origina en la repetición de la misma imagen. Es esa suma de
imágenes, esa forma, compuesta por el mismo fragmento repe-
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tido en forma periódica y regular, la que posee una estructura
interna, un orden preciso y matemático: la simetría hexagonal,
es decir, la imagen que nos presenta es invariante ante rotaciones
de 60°. Esto nos lleva a la curiosa idea de que el desorden repetido forma un orden. Idea expresada por Borges, en su maravillosa ficción ‘La Biblioteca de Babel’ (que no es sino una genial
metáfora del universo), donde insinúa (al final y como solución
al problema de la extensión de la Biblioteca) que es ilimitada y
periódica (además de formada por galerías hexagonales, distribuidas en forma invariable): “Si un eterno viajero la atravesara
en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los
mismo volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden)”.
De mi afición desbordada por el orden y la simetría se derivaron, sin duda, el descubrimiento de ciertas regularidades singulares que considero mis pequeñas contribuciones al avance del
conocimiento: por ejemplo, el maxplaciano,1 la naturaleza fractal
de fenómenos sociales como las farmacodependencias,2 etc. Sin
embargo, el patrón más significativo que he encontrado se refiere
a lo que he bautizado como la “Tipología hologramática” de los
seres humanos. Esta tipología se inscribe en una larga tradición de
los esfuerzos del intelecto que busca encontrar unos cuantos tipos
que expliquen la multiplicidad de seres humanos, por ejemplo, los
cuatro humores galénicos, las diferentes constituciones homeopáticas (lycopodium, sulphur, nux vómica, etcétera), la clasificación
antropométrica de Lombroso, la división freudiana en psicóticos,
neuróticos y perversos, etc. El adjetivo “hologramático” deriva del
hecho sorprendente de que en un holograma,3 a diferencia de una
fotografía, al ser dividido en dos no se pierde la mitad de la información, sino que la imagen sólo pierde un poco de resolución. En
cortes consecutivos sucede lo mismo: se sigue formando la imaAnexo una nota técnica sobre el maxplaciano al final.
Cf. A.V. Modelo Eco2...
3
En síntesis, un holograma es la reproducción óptica de un objeto, pero a
diferencia de la fotografía que es bidimensional, el holograma conserva la
tridimensionalidad del objeto. Obviamente, el proceso es más complicado e
implica la grabación y posterior reproducción de patrones de interferencia
de ondas luminosas coherentes. A quien desee saber más sobre los hologramas recomiendo el excelente libro: .
1
2
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gen completa pero cada vez menos nítida.4 Pues bien, se sabe que
toda la población del mundo posee un único conjunto de información genética que se puede autoorganizar en un número finito de
combinaciones. Todos procedemos de una misma rama evolutiva,
probablemente no de una pareja original como la bíblica formada
por Adán y Eva, sino de un grupo inicial completo de Homo sapiens pero que ha sufrido mutaciones y variaciones en respuesta a
medios ambientes cambiantes. Según mi teoría, a pesar de la gran
diversidad aparente de los seres humanos solamente existen unos
cuantos tipos, que podemos llamar precisamente “prototipos”, que
con el tiempo vuelven a aparecer, si bien como en el holograma,
van perdiendo resolución. Así, siempre según mi teoría, Leonardo
sería el prototipo de uomo universale. Rastreando pautas y similitudes profundas he podido encontrar algunos de los eslabones
de esa cadena que comienza con Leonardo: Johann Wolfgang von
Goethe, Charles Dodgson, Vladimir Nabokov, Juan Machín… Sé
que mi teoría puede levantar numerosas objeciones: seguramente
faltan varios eslabones y puede parecer muy exagerado colocar en
la misma secuencia a personajes, en apariencia, tan dispares; por
último, nuevamente puede creerse un rasgo de profundo narcisismo o megalomanía colocarme al final de una cadena que comienza con el ilustrísimo Leonardo y engarza, nada menos que, con
Goethe, Dodgson y Nabokov. Comienzo por responder la última:
insisto, en cada paso de la cadena, como en el holograma, se va
perdiendo resolución, en ese sentido los rasgos que en Leonardo
podríamos llamar sobrehumanos, si no hubiera existido Leonardo, se van volviendo cada vez menos sorprendentes. Por ejemplo,
el dominio absoluto que mostró Leonardo en cada uno de los
campos que cultivó va palideciendo al pasar de un eslabón a otro,
incluso pareciera que llegan a desaparecer del todo. Entiéndaseme
bien: no pretendo que cada elemento de la serie sea como un clon
del anterior. Es más bien como la idea subyacente de las sucesiones matemáticas. Si uno observa, la secuencia de números: 1, 4, 9,
16… fácilmente puede deducirse que existe una lógica, un patrón
Edgar Morin basa en esa prodigiosa propiedad del holograma una de las
características del pensamiento complejo: el todo está en la parte, que es
una derivación del famoso aforismo de Anaxágoras “Todo está en todo”,
que Leonardo recoge en sus notas.
4
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que define el número siguiente, como en la tabla periódica de Medeleiev. En este caso, para el ojo y la mente matemáticamente entrenados en la contemplación del orden y la simetría, reconocerá,
sin dificultad, que la fórmula X2, expresa, simple y completamente,
la pauta que conecta cada elemento como eslabón de una cadena
infinita. Pero creo que es necesario desarrollar una breve semblanza biográfica de los cuatro eslabones restantes que he mencionado,
para que pueda captarse la pauta que los conecta.
Leonardo nació el 15 de abril de 1452, descendiente de una dinastía de cuatro generaciones de notarios (con la única excepción
del abuelo), cuyo fundador, Michele, adoptó el nombre del pueblo de Vinci. Nunca se casó y su amor por jóvenes está bien documentado. Discípulo de Verrochio pronto supera al maestro y
se vuelve el mejor pintor de una generación rebosante de artistas
excelsos. Desarrolló una serie de impresionantes estudios científicos que abracaban desde la física hasta la geología, pasando por
la botánica, la zoología y la anatomía. Músico, pintor, escultor,
arquitecto, diseñó una multitud de inventos adelantados en centurias a su tiempo. Vasari escribió de él: “Crea la naturaleza en
raros casos seres humanos dotados de tal manera en su cuerpo y
en su espíritu, que puede advertirse la mano de Dios al concederles su mejores dones en gracia, genio y hermosura. De suerte que
como estén y donde se hallen, y hagan lo que hicieren, muestran
su superioridad sobre los demás hombres. Y no parece sino que
todo en ellos fuera obra divina… Desde su infancia dio muestras
de su facilidad para aprender lo mismo la ciencia que las artes y
las letras, sin necesidad de estudios… ” Se cuenta que Leonardo
sentía tal compasión por los animales que compraba aves en el
mercado para liberarlas y se sabe que era vegetariano.
Por su parte, Johann Wolfgang von Goethe nació en Frankfort
el 28 de agosto de 1749, hijo de una familia acomodada y singular:
el padre, Johann Caspar, distinguido jurista y consejero imperial,
doblaba en edad a su madre Katharina Elisabeth. Reconocido sobre todo por sus novelas Fausto y Las cuitas del joven Werther,
Goethe sobresalió en todos los géneros literarios (poesía, dramaturgia, novela, ensayo, epístola (se ha documentado que en vida
remitió más de catorce mil cartas)). Filósofo y artista plástico, alterna sus estudios de leyes con los de medicina y química, mine-
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ralogía y botánica. Entre sus aportes científicos destacan su teoría
sobre los colores y su teoría de la metamorfosis como base de la
ontogenia.5 De todos los amores (casi siempre con mujeres comprometidas) que experimentó Goethe, el que profesó a Cristina
fue el que dejó una mayor impronta, al grado de que, en relación
a su muerte, escribió: “perdiéndola, he perdido todas las alegrías
de la vida”. Goethe, con cuarenta años, conoció a Cristina de poco
más de 20, obrera en una fábrica de flores artificiales, modelo del
que seguramente nació la Gretchen de su inmortal Fausto y con
la que revivió su amor imposible por Carlota, comprometida con
su amigo Kestner, y que sublimó e inmortalizó en Werther.
Luego tenemos a Charles Lutwidge Dodgson, que nació el 27
de enero de 1820 en Chesire, Inglaterra. Diácono, escritor, matemático, lógico, dibujante, apasionado ajedrecista, pionero de la
fotografía inglesa y uno de sus mejores exponentes e inventor de
multitud de ingeniosos artefactos e ideas. Catalogado por algunos
como el Leonardo inglés, Dodgson es mejor conocido como Lewis
Carroll, seudónimo con el que firmó toda su obra literaria, entre
la que sobresale Alicia en el país de las maravillas. Como matemático y lógico se desempeñó muchos años como profesor y editó
libros como Tratado elemental de los determinantes, El libro V de
Euclides tratado de un modo algebraico, en cuanto hace relación a
magnitudes conmensurables, El juego de la lógica, Lógica simbólica,
etc., destacando sobre todo por sus análisis de las paradojas.6 Entre
sus inventos destacan el Registro de cartas enviadas y recibidas que
es un antecedente de las modernas bases de datos, el Nictógrafo
(dispositivo para tomar notas en la oscuridad), el prototipo de lo
que será el Scrabble y variantes del Backgammon, una trampa para
ratones que los mataba piadosamente, papel engomado por ambos
lados, un billar circular, un sistema de diapositivas, un autómata
con la forma de Humpty Dumpty y otro con la de un murciélago.
Nunca se casó y vivió perpetuamente enamorado de niñas (aunTeoría plasmada en su libro “La metamorfosis de las plantas” y rechazada
durante mucho tiempo, hoy es reivindicada por investigaciones alternativas
al punto de vista dominante de la genética. Cf. Álvarez-Buylla, Elena. “La
diversidad de las formas vegetales. Variaciones sobre un mismo tema”. Ciencias. No. 65. UNAM. México. Enero-marzo 2002. En estos estudios se podría
encontrar la base biológica de mi teoría de la tipología hologramática.
6
Ver por ejemplo, el excelente Lo que la tortuga dijo a Aquiles.
5
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que de todas sobresale Alicia Liddell,7 seguida de Gertrude Chataway8), que inspiraron libros, poemas y alrededor de ¡cincuenta
mil cartas!9 Por último, está Valdimir Dimitrievich Nabokov, que
nace el 23 de abril de 1899 en San Petersburgo en el seno de una
familia aristocrática, primero de cinco hijos. Conocido sobre todo
por su obra maestra Lolita, escribió poesía (nueve libros), ensayos,
crítica literaria (sobre Gogol, Pushkin, Joyce, Cervantes, literatura
rusa), cuentos, drama (tres piezas), novelas (diez en ruso, nueve
en inglés), traducciones (del ruso al inglés, del inglés y francés al
ruso, tradujo Alicia en el país de las maravillas al ruso), escritos
autobiográficos. Fue también un reconocido lepidopterólogo (dio
clases de lepidópteros en las universidades de Stanford y Wellesley,
responsable de organizar la colección de mariposas del Museo de
zoología comparada de Harvard, descubridor de varios géneros,
especies y subespecies,10 apasionado jugador de ajedrez (su novela sobre ajedrez La defensa de Luzin (1930) Zashchita Luzhina
(Защита Лужина), llevada en el año 2001 al cine, fue su primer
éxito), se le debe la creación de diversos problemas de ajedrez y
crucigramas (produjo uno diario durante quince años para el periódico ruso Rul). Jugador de soccer y tenis de buen nivel, le permitió ganarse la vida como profesor un tiempo. Estudió, además,
profesionalmente Ictilogía.
Si revisamos cada una de las biografías anteriores, nos encontramos una serie de pautas:
Para todos ellos no existe la división denunciada por CP Snow
en dos tipos de hombres: de letras o de ciencias, que refleja, en la
mayoría de las personas el predominio de uno de los dos hemisferios cerebrales; pues, según descubrió Roger W. Sperry allá por
los años sesenta, nuestro cerebro está dividido en dos hemisferios
que “piensan” distinto: el izquierdo es analítico y lineal, y trabaja
Alicia inspiró los mejores libros de Dodgson: Alicia en el país de las maravillas y A través del espejo y lo que Alicia encontró allí.
8
Gertrude inspiró La caza del Snark, calificado la obra maestra de la poesía
disparatada y proclamado por Louis Aragon como el poema más importante
de los tiempos modernos.
9
“Una tercera parte de mi vida parece irse en recibir cartas, y las otras dos
terceras partes en contestarlas”, dijo en alguna ocasión.
10
Cf. Zimmer, Dieter. A Guide to Nabokov’s Butterflies and Moths. Hamburg, Germany. 1996.
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preferentemente con símbolos, o sea que es el lado matemático y
del lenguaje, científico; el derecho, por su parte, reconoce formas
y opera de inmediato, sin análisis previo, es el lado emotivo e
intuitivo, artístico.
No se interesan en una sola disciplina sino en una diversidad
que abarca tanto el arte como la ciencia y la filosofía. Algunas las
desarrollan con más fortuna, a excepción de Leonardo, que es
superior en todo cuanto emprende. De esta manera los intereses
artísticos y científicos se causaron y estimularon mutuamente,
brotando del amor que todos mostraron por el detalle, la contemplación y la simetría.
Todos amaban de forma excepcional a la naturaleza, realizando estudios de física, botánica, zoología, geología, anatomía, para
tratar de descifrar todos o algunos de sus enigmas.
Se muestran especialmente compasivos con los animales, al
mismo tiempo que experimentan una aversión especial por los
hombres adultos.
La mayoría no se casó y sus relaciones, siempre múltiples, son
con jovencitos, niñas, nínfulas, jovencitas… Es decir, que ninguno tiene una relación amorosa “normal”, según los criterios de
sus respectivos contextos históricos, por lo que, a menudo, se les
califica de “anormales”, desviados de las normas sociales, fuera
del promedio estadístico. Incluso se les dedican estudios para tratar de entenderlos.11
Hay algunas pautas que se repiten, pero que resulta difícil documentar en todos y cada uno: por ejemplo, la afición a escribir
cartas, al juego de ajedrez, a problemas matemáticos o lógicos y a
escribir en espejo.12
Ahora volvamos a Juliana. Juliana, como dije antes, posee una
sonrisa perfecta y enigmática. Conocí a Juliana un jueves, gris y
melancólico, de principios de septiembre. Ella posee un rostro de
peculiar simetría, enmarcando unos ojos profundos que, ineludiblemente, despiertan en mí ese apetito de belleza llamado amor,
según Lorenzo el Magnífico, y que yo he descrito como el princiCf. Freud, Sigmund. Recuerdo de la infancia de Leonardo y Lacan, Jacques.
Seminario 4: La relación de objeto, cap. XXIV.
12
Escriben de tal forma que sus letras son la imagen especular de las letras
ordinarias, de tal manera, que para leerlas se tiene que reflejar en un espejo.
11
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pio de una larga agonía. Conocí a Juliana, como un holograma,
a partir de una secuencia de interferencias constructivas: el primer día de clases de la universidad, la vi llegar balanceándose rítmicamente con el paso firme y elástico de sus bellas y torneadas
piernas. Ese mismo día, se sentó en primera fila en mi clase sobre
epistemología de la complejidad. Durante la clase me miraba con
mucha atención, siguiendo cada palabra y movimiento con interés, derramando sobre mí sus encantadoras tinieblas. En un receso, la volví a encontrar tomando infantil y seductoramente un refresco en la cafetería, como renovada Lolita. Me saludó y me pidió
si le podía explicar un poco más eso del holograma: “Ese término
nunca me ha podido quedar claro; de hecho, hubo una película en
la cual lo mencionaban mucho, ¿cómo era que se llamaba? No me
acuerdo, ¡qué rabia! Bueno, era argentina… ¿no te suena?”
Le prometí que lo haría con gusto, cuando quisiera. Me despedí con dificultad y me dirigí a otra de mis clases. Como buena
copia hologramática de Dodgson o Nabokov, tengo una fortísima
debilidad por las bellezas jóvenes y Juliana no debía de tener más
de veinte años (una verdadera anciana para ambos, pero recuerden la pérdida de resolución).
Por la tarde, al salir de clases, ella esperaba (me esperaba, mejor dicho) sentada en el portón. Me ofrecí a llevarla y, cuando
llegamos a su departamento, me preguntó si no quería pasar un
momento. En cuanto cerramos la puerta, comencé a besarla con
pasión. Me ofreció una copa de vino de una botella que lucía muy
añeja. Di un pequeño sorbo bajo la mirada expectante de Juliana.
Sabía bien. Bebí el resto de un tirón. Está sabroso, pensé, como mi
extraordinaria alumna; si bien, al final, tenía un regusto exótico
a nuez moscada. Cosa extraña, me sentí mareado. Se lo atribuí
al vino o el deseo desatado por la simetría del rostro y cuerpo de
Juliana, que me recordaba tremendamente a las florentinas renacentistas pintadas, por Boticelli, como ninfas y diosas. Al tiempo
que le explicaba los principios del holograma, comencé a desnudarla y a sentir mariposas en el estómago. Mientras hacíamos el
amor, por tercera ocasión, le exponía extensamente mi “Tipología
hologramática” y experimentaba un ardor creciente e mi interior
y palpitaciones aceleradas, el vientre distendido y las manos frías
y sudorosas. Esto debe ser el amor, pensé. El amor duele, concluí.
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Terminé mi exposición en medio de un prolongado orgasmo (una
pequeña muerte, en verdad) entre severos dolores gástricos, fiebre, taquicardia y zumbidos de oído. La noche había avanzado, la
luna iluminaba nuestro caótico lecho y yo recorría, con la mirada
y las temblorosas puntas de mis dedos, las suaves curvas de su torso maravilloso, con la boca seca y atormentado por una dolorosa
sensación de vacío en el estómago. Le comenté a mi amada el malestar creciente que experimentaba desde que comencé a besarla
y le dije que nunca me había sucedido con ninguna mujer. Seguramente era la primera vez que me enamoraba. Juliana rompió el
silencio y, dándose vuelta, mirándome pensativa a los ojos, en un
susurro me dijo:
—Juan, creo que tienes absolutamente la razón. Tu teoría de
una tipología hologramática es, sin duda, correcta… Creo que
mi tipo sería el de Lucrecia Borgia que, como sabes, fue coetánea de Leonardo. Sin embargo, estás equivocado en otro aspecto:
los malestares que has experimentado no son fruto del enamoramiento, sino los efectos de una pócima que preparé especialmente para ti, según una antigua fórmula muy conveniente para
deshacerse de amantes vanos, pedantes y engreídos…
El amor de su vida
—No sabes cómo duele que no sepas todo lo que te amé. Siempre
has sentido que no te quise como te quise —dijo Juliana con la
voz entrecortada.
—¡Uy!… no es eso… —repuso cauteloso Juan.
—Y que no fuiste tan importante como lo fuiste —continuó
Juliana al borde del llanto.
—En serio, no es eso… Tú lo sabes… es sólo que no te creo
cuando dices que fui el amor de tu vida —dijo Juan.
—¿Cómo puedes decir eso? ¡Claro que fuiste el amor de mi
vida! —exclamó indignada Juliana—. Para ser más precisos fuiste
exactamente el octavo amor de mi vida, de catorce, dijo Juliana
haciendo cuentas y secándose una lágrima.
51
Punto final
Hace justo un año y medio, Juliana y yo terminamos definitivamente. Antes, habíamos terminado definitivamente cuarenta
y nueve veces. Sé el número exacto porque soy un apasionado
matemático y acostumbro llevar un registro preciso y meticuloso
de todos los eventos importantes de mi vida. La gráfica resultante
de ese minucioso registro es una extraña curva que no deja de
cruzar el eje de las X, siguiendo una caótica ecuación diferencial
no lineal. Sin embargo, esta era la buena, no iba a haber otra.
Nunca más. Incluso ese día escribí un haikú que intitulé Vuelta
de hoja, señalando mi absoluta resolución de poner punto final
a la relación, incluso de dejar de pensar en ella y, para lograrlo,
llegué al extremo de decidir abandonar también las matemáticas,
mi pasión más grande. A partir de ese momento, no pensaría más
en Juliana ni en axiomas, teoremas o corolarios. No recordaría
más su simétrico rostro, ni sus perfectas líneas, ni ninguna curva,
olvidaría todas las geometrías. Nunca más me emocionaría con
los números ni con su maravillosa sonrisa o su tierna y dulce
mirada. Puse en esa decisión toda mi determinación, mi enorme
fuerza de voluntad y el numeroso (aunque finito) conjunto de
razones que me ayudarían a mantenerme firme e inconmovible
en la decisión. Desde entonces cuento religiosamente los días, las
horas y los minutos, graficando la exacta curva exponencial de
mi desolación.
52
El autor
Homo viator entre Cuernavaca y la Ciudad de México, entre
el arte y la ciencia, el erotismo y el compromiso social, el caos
y el cosmos, el minimalismo y el barroco, la poesía y el cuento, la pintura y la fotografía, la docencia y la investigación, la
academia y la sociedad civil, la cocina y la cama, el placer y el
placer…
Ha publicado trabajos de investigación, cuentos y poemas,
fotografías, dibujos y pinturas en libros y revistas de México,
Alemania, Argentina, Canadá, Colombia, Costa Rica, España
y Uruguay.
Además de muchos lectores, ganó el tercer lugar del Concurso de Cuento Nacional de Humor Negro (1997), mención
honorífica segundo lugar del Premio Nacional de Cuento
Efraín Huerta (1998) y el Premio Estatal de Literatura Morelos
2002 en el género de cuento con su libro El amor, la muerte y
el caos. Ecuaciones de lo imposible, editado por el Instituto de
Cultura de Morelos.
También publicó el cuadernillo Ramona, rebelde tejedora
de sueños, sobre la comandante indígena del EZLN.
www.facebook.com/JuanMachinR?fref=ts
http://issuu.com/jmachin85
@jmachin7
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Epílogo
Presentamos a usted, amable y entendido público lector, esta primera coedición entre EdicioneZetina y Cascarón Artesanal, para
su deleite. La obra de Juan Machín es conocida sobretodo en México, pero también en otros países y estamos seguros de que con
el presente libro lo será aún más.
La edición de este volumen de cuentos comenzó entre el autor
y EdicioneZetina en 2013, con una propuesta de edición tradicional, pero quedó pendiente por diferentes causas. Motivados
por la amistad y la camaradería propias entre los dos editores y el
escritor, surgió una nueva propuesta cartonera, que nos permite
convivir a los tres, de alguna manera, dentro de estas páginas.
Con este ejemplar lleva usted un libro de cuentos, un producto artesanal, una obra de arte, el resultado de la amistad y el diálogo, una coedición fraternal y un motivo para disfrutar más de
la vida.
Si así conviene a sus intereses, después de leerlo, puede escribirnos, buscarnos en las redes sociales, invitarnos a presentarlo.
Puede incluso regalarnos unas palabras, no importa la naturaleza
de las mismas, pero por favor evite la económica y desleal práctica de prestarlo a otro ávido lector, mejor contáctenos y compre
un nuevo ejemplar y regáleselo o véndaselo y que el diálogo continúe.
PD Dios cuide su buen gusto.
Rocato
Daniel Zetina
Cuernavaca-Querétaro, enero de 2015
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Juliana,
te amaré por siempre y otros cuentos
Fue editado entre agosto de 2013 y enero de 2015,
entre la Ciudad de México, Querétaro y Cuernavaca.
Se utilizó la familia Minion Pro en 10, 11 y 13 puntos.
El tiraje constó de 69 ejemplares.
Cuidado de la edición ~ Juan Machín
Diseño editorial ~ Daniel Zetina
Impresión y venta ~ Rocato
Alabada sea el amor