“DE MANET A NUESTROS DÍAS”:
DERIVAS DE UNA
EXPOSICIÓN ANACRÓNICA1,2
“FROM MANET TO OUR DAYS”: DRIFTS OF AN ANACHRONISTIC EXHIBITION
P 38
Cecilia Bettoni Piddo3, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Valparaíso, Chile
Resumen
Abstract
Entre junio de 1949 y agosto de 1950 circuló por diversos
países de América Latina la exposición de pintura francesa
contemporánea “De Manet a nuestros días”. La muestra,
organizada por el gobierno de Francia, se enmarcaba en un
proyecto de recuperación de la hegemonía cultural parisina,
posición que había sido hábilmente arrebatada por Nueva
York durante la década del cuarenta. Este artículo detalla
las complejas gestiones que permitieron la llegada de la
exposición al continente americano, así como las premisas
estético-políticas que la motivaron, para luego enfocarse
en la recepción crítica que la muestra tuvo en algunas de
sus locaciones. Siguiendo una metodología comparativa,
se propone calibrar el estado de los sistemas de arte regionales hacia 1950, para comprender cuáles fueron los
efectos que tuvo la exposición en las discusiones estéticas
y teóricas que marcaban entonces la fisonomía de la crítica
de arte sudamericana.
Between June 1949 and August 1950, the exhibition of
contemporary French painting From Manet to our days
toured several Latin American countries. The exhibition,
organized by the French government, was part of a project
to recover the Parisian cultural hegemony, a position that
had been skillfully snatched away by New York during the
1940s. This article details the complex efforts that allowed
the arrival of the exhibition to the American continent, as
well as the aesthetic-political premises that motivated it,
and then focuses on the critical reception it had on some
of the locations. Following a comparative methodology, we
propose to calibrate the state of the regional art systems
towards 1950, to understand the effects that the exhibition had on the aesthetic and theoretical discussions that
outlined the physiognomy of South American art criticism.
Palabras clave
Keywords
América Latina; arte moderno; crítica de arte; Escuela de
París; hegemonía cultural
Art Criticism; Cultural Hegemony; Latin America; Modern
Art; School of Paris
Cómo citar este artículo: Bettoni Piddo, C. (2020). “De Manet a nuestros días”: derivas de una exposición anacrónica.
Revista 180, 46, 38-48. http://dx.doi.org/10.32995/rev180.Num–46.(2020).art-764
DOI: http://dx.doi.org/10.32995/rev180.Num–46.(2020).art-764
Entre las numerosas tareas de reconstrucción material
y simbólica que Francia debió enfrentar tras la Segunda
Guerra Mundial, y que implicaron una serie de ajustes
que le permitieran tomar posición en el emergente mapa
geopolítico de la Guerra Fría, una empresa de vital importancia fue recuperar su hegemonía cultural, sin duda
debilitada por la creciente avanzada del expresionismo
abstracto estadounidense. Como señala Serge Gilbaut
(1983), la institucionalidad artística norteamericana había
capitalizado con impecable eficiencia la oportunidad abierta
por la ocupación del territorio francés y la intervención
de sus principales circuitos artísticos. Comandados por
Alfred Barr en el MoMA y Clement Greenberg en la prensa
especializada, el expresionismo abstracto se alzó rápidamente como la nueva vanguardia internacional y Nueva
York tomó el relevo de París como centro gravitacional
del arte moderno⁴. La institucionalidad parisina no pudo
captar inmediatamente este desplazamiento, aunque,
de haberlo hecho, tampoco habría tenido la fuerza para
contrarrestarlo. Aturdida y humillada, intentó aferrarse
como pudo a un prestigio cultural forjado por una tradición
caída en el descrédito (Guilbaut, 1990)⁵.
A la novela policial tejida por los intercambios artísticos que
se produjeron entre Francia y Estados Unidos entre 1946
y 1954, habría que añadir un capítulo no menor que tuvo
lugar en Latinoamérica. La arremetida francesa fue aquí
cuidadosamente orquestada. Si algo podía seguir ostentando
Francia era una larga experiencia en los tinglados del imperialismo cultural que, desde el siglo XIX hasta comienzos del
XX la habían consagrado como lugar de peregrinación para
artistas latinoamericanos. Apoyándose en ella, su estrategia
consistió en revivir el relato de un arte moderno nucleado
en París como fuente y continuidad de la vanguardia. Para
ello, explica Guilbaut (2007), era imperativo tramar la experiencia de la guerra dentro de una historia continua y sin
fisuras que asegurase la posición francesa en la tradición
artística occidental.
Una de las apuestas consistió en organizar una exposición
itinerante que recorrería durante un año distintas ciudades
latinoamericanas para exhibir las pruebas irrefutables de su
prestigio artístico. Por supuesto, no se trataba solamente de
juntar un montón de pinturas de artistas consagrados, sino
de pergeñar junto a esos cuadros otros de artistas jóvenes y
menos conocidos, de modo tal que la cronología propuesta
tuviera la eficacia esperada: Francia no solamente era la cuna
del arte moderno, sino también una escena decisiva en los
derroteros del arte contemporáneo. La muestra, titulada
escuetamente “De Manet a nuestros días”, fue exhibida en
Argentina, Brasil, Venezuela, Perú, Chile y Uruguay entre
1949 y 1950, y el gobierno francés puso en su organización
todas las sutilezas de la diplomacia cultural.
El proyecto comenzó a gestarse a mediados de 1948 en las
reuniones de la Association Française d’Action Artistique
(AFAA)⁶, un órgano dependiente del Ministerio de Asuntos
Extranjeros encargado de promover el patrimonio cultural
francés. La tarea era compleja pues, como relata Emanuelle
Pollack (2019), el acervo artístico francés había sido severamente mermado durante la Ocupación: numerosas
colecciones privadas fueron confiscadas y vendidas, ya sea
en el mismo mercado parisino o en el extranjero, mientras
que obras pertenecientes a los museos nacionales sufrieron un destino similar o fueron simplemente destruidas.
Consciente de estas dificultades, Philippe Erlanger, director de la AFAA, comenzó en enero de 1949 a delinear
los aspectos prácticos de la exposición⁷. Su objetivo no
era solamente recordar a los países latinoamericanos el
estatuto de modelo de la tradición artística parisina, sino
particularmente legitimar el carácter vanguardista de la
producción francesa contemporánea. Erlanger reclutó
como asesores a René Huyghe, conservador del Louvre, y
a Jean Cassou, conservador del Museo de Arte Moderno de
París. A su vez, estos sugirieron incluir a Gaston Diehl, un
crítico de arte que durante la Ocupación había fundado el
Salon de Mai (1943) y el Mouvement des Amis de l’Art (1944),
una asociación orientada a la difusión, especialmente en
provincias, del arte moderno. A pesar del precario estado
en que el expolio nazi había dejado al acervo museístico
francés, Diehl consideraba que no era posible pensar un
proyecto de esta envergadura sin incluir al impresionismo:
las nuevas corrientes de la pintura francesa solo serían
valoradas por el público sudamericano si se las entroncaba
con esa tradición.
Las negociaciones se desarrollaron en varios frentes
simultáneos. Mientras Cassou iniciaba las gestiones con
museos franceses y artistas consagrados para obtener
el préstamo de telas —esfuerzos que reportaron apenas
quince pinturas—, Diehl establecía los contactos con galerías
comerciales y colecciones privadas que poseyeran obras
de artistas jóvenes, lo que implicó un acelerado proceso
de juicio crítico a la pintura contemporánea. Entretanto,
Erlanger movía los hilos del Estado para asegurar un contingente de obras que permitiesen visualizar la tradición
y continuidad de la pintura francesa en Latinoamérica.
A fines de abril de 1949, Erlanger elaboró un extenso informe donde detalló las gestiones realizadas y los obstáculos
que habían ido surgiendo. El principal problema era la
obtención de obras de Picasso, Braque, Bonnard, Gauguin
y La Fresnaye. El primero rechazó tajantemente participar
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Desvistiendo santos: avatares de la organización de
una exposición de pintura francesa en América Latina
“artísticos” habían sido superados, al momento del zarpe
el itinerario efectivo que realizaría la exposición seguía
siendo incierto, pues varios países no habían confirmado
todavía las fechas en que podrían acoger la muestra ni
tampoco habían accedido formalmente a las condiciones
económicas que les corresponderían como contraparte.
En efecto, una exposición como la proyectada requería
un financiamiento que el Estado francés no podía asumir
por entero. El presupuesto asignado alcanzaba para cubrir
el costo de embalaje y transporte hacia Sudamérica, los
seguros comprometidos, y los honorarios y viáticos del
personal. Quedaba por financiar el transporte de la exposición entre las distintas locaciones, las salas de exhibición,
la impresión de los catálogos y la estadía de un comisario
técnico que acompañaría la muestra durante todo el circuito, costos que debía asumir cada país. Aparentemente,
el gobierno francés había pensado que esto último sería
fácil: la muestra había sido promocionada como un hito de
tal magnitud que ningún país podría permitirse rechazarla.
Este exceso de confianza hizo que las gestiones con cada
embajada se iniciasen tardíamente, y cuando la colección
zarpó desde Bordeaux, solo Argentina y Brasil habían respondido favorablemente. Todos estos avatares debieron ser
enfrentados por Charles Chénier, quien había asumido el
cargo de comisario técnico, función que ya había cumplido
para la exposición “De David a nuestros días”, que circuló
por distintas ciudades del continente en 1939.
Con todo, los organizadores no estaban realmente convencidos de haber reunido una colección lo suficientemente
sólida y coherente como para tener el efecto esperado
ante los ojos del público y de la crítica sudamericana. La
opinión de Jean Cassou es, en este sentido, elocuente:
confrontado al listado definitivo de obras elaborado por
Diehl a comienzos de mayo de 1949, dirá que le parece más
ventajoso presentar la exposición proyectada en su estado
actual que desecharla, siempre que se precise que se trata
de una muestra de las corrientes actuales de la pintura
francesa, y que el catálogo incluya un prólogo breve (ya
encargado a René Huyghe y al mismo Diehl) explicando
sus orígenes (Cassou, ca. mayo 1949).
De París a Buenos Aires: últimos ajustes y desajustes
Levantada en tan solo cuatro meses, llena de lagunas y con
más dudas que certezas, la exposición salió de Bordeaux
hacia Buenos Aires el 14 de mayo de 1949. Sin embargo,
las dificultades no habían quedado atrás y el trecho por
recorrer era, en todo sentido, enorme. Si bien los obstáculos
Figura 1. Diehl, 1950, p. 79.
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en la exposición sudamericana, arguyendo que se trataba
de “países carentes de interés e ignorantes en cuanto al
arte moderno” (Erlanger, 20 de abril de 1949), mientras
que las obras de los siguientes ya estaban comprometidas
para otras exhibiciones. Fuera de estos casos puntuales,
el problema seguía siendo la presentación mínimamente
adecuada del periodo impresionista. La solución estaba
literalmente al alcance de la mano, en un conjunto de
pinturas de la Colección Matsukata que habían sido puestas bajo custodia del Museo de Arte Moderno de París⁸.
Se trataba de una colección de arte francés de primer
nivel que el empresario japonés Kojito Matsukata había
comenzado a reunir a comienzos de la Primera Guerra
pensando que algún día fundaría con ellas un museo de
arte francés en Japón. Sin embargo, al finalizar la Segunda
Guerra la colección fue confiscada por el Estado francés,
en cumplimiento de una ordenanza gubernamental que
señalaba que los bienes de enemigos debían ser puestos
bajo custodia estatal. Erlanger había puesto sus ojos en
catorce telas. Sin embargo, no se trataba aquí de convencer a marchantes, directores de museos o artistas ávidos
de reconocimiento local y fama internacional, sino a un
organismo estatal. Las negociaciones iniciales fueron poco
auspiciosas, y Erlanger se vio obligado a escalar la solicitud
al Ministerio de Finanzas, argumentando que el proyecto de
la exposición, de particular interés para el gobierno, sería
desechado si no se contaba con las telas de la colección
Matsukata. La intercesión surtió efecto y la autorización
para la entrega de las obras fue emitida el 9 de mayo de
1949, con lo que se completó el conjunto de piezas que
sería enviado a Buenos Aires pocos días más tarde.
Como era habitual, la exposición iba acompañada de un
catálogo oficial, en cuya elaboración el gobierno francés
puso especial cuidado. Los contenidos fueron los mismos
para todas las locaciones, salvo variaciones menores que
se produjeron por el reemplazo o eliminación de algunas
obras⁹. El catálogo se iniciaba con los textos de René Huyghe
y Gaston Diehl. A ellos se sumaba un apartado de reseñas
biográficas de cada artista que participaba en la muestra,
junto con la información técnica de las obras expuestas,
que fue redactada por un funcionario de la Dirección de
Relaciones Culturales de Francia. Finalmente, se anexó
un conjunto de esquemas (Figuras 1 y 2) —elaborados por
Diehl a la manera del famoso diagrama de flujos del arte
moderno de Alfred Barr (Figura 3)—, que buscaban establecer las filiaciones entre los artistas y movimientos que
componían la exhibición, así como los aspectos formales y
teóricos que los definían¹⁰. Su aspecto didáctico es engañoso:
debemos leerlos, junto con Andrea Giunta, “como arquitecturas ideológicas” tendientes a consolidar ciertos “relatos
civilizatorios” que revelan “hasta qué punto [el canon del
arte moderno] fue blanco y masculino, o, en otros términos,
racista y patriarcal” (2020, p. 56).
(1949, p. 13), sino que apunta a la diversidad de sus corrientes
como fuente misma de su continuidad. Cubismo y fauvismo
no son dos movimientos contrapuestos, sino que entre ellos
“se van urdiendo lazos invisibles que unen los hombres con
los hombres, las generaciones con las generaciones” y que
irán labrando “cada uno por su cuenta, el feudo común del
arte moderno” (p. 13). Tras el periodo de entreguerras y de
la Ocupación, que Diehl narra en clave poética, “se realiza
un concurso espontáneo de todas las fuerzas, tiende a manifestarse una toma de conciencia unánime: ha nacido una
nueva pintura, como de milagro” (p. 15). Esa sutura milagrosa
es justamente producto del “genio francés” y pretende, a
fin de cuentas, estructurar un relato épico donde Francia
vuelve a emerger como heroína de la trama cultural: los
efectos de la barbarie solo pueden ser procesados y superados recurriendo a un nuevo idioma visual que anude “lo
plástico y lo humano, lo sensible y lo espiritual. ¿No es esa
la mejor prenda de la vitalidad y la continuidad de nuestros
esfuerzos?” (p. 17).
P 41
Los textos de Huyghe y Diehl articulan un tándem estratégico en la tarea de reforzamiento de la hegemonía parisina.
En ambos casos, el bajo continuo de los argumentos es el
del “genio francés”, que no se restringe solo a los grandes
maestros parisinos, sino también, por tradición, a sus epígonos. “Continuidad de la pintura francesa”, el ensayo de
Diehl trabaja fuertemente en esa dirección. No solo ironiza
con “las ramas aparentemente agotadas del arte francés”
Figura 3. Greenberg, 1936, portada.
Figura 2. Diehl, 1950, p. 81.
Esa pregunta, que es más bien una afirmación, cierra el
texto y pretende también suturar las heridas de la guerra
(por cierto, habría que preguntarse cuál era, para Diehl,
ese acontecimiento trágico que era necesario superar. ¿Se
refiere a la Ocupación? ¿Al colaboracionismo? ¿Al orgullo
herido? ¿A la hegemonía hipotecada? Nada de eso aparece
mencionado y, sin embargo, constituye el fondo latente de
la empresa francesa de posguerra).
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Dado lo anterior, ¿qué medidas tomaron los organizadores
franceses para situar la muestra en cada territorio? Los archivos ofrecen varias pistas. Por una parte, es evidente que
Francia reconocía a Argentina, Brasil y Venezuela como países
cuyo medio cultural era más sólido que el del resto del continente. Prueba de lo anterior es que solo allí se gestionaron
préstamos de obras que pudiesen complementar las lagunas
de la exposición, lo que hace pensar que el coleccionismo no
estaba tan desarrollado en Uruguay, Chile o Perú. Por otra
parte, solo se enviaron conferencistas especializados a esos
mismos países: Bernard Dorival a Buenos Aires, Germain
Bazin a Sao Paulo y Gaston Diehl a Caracas, mientras que
en el resto de las ciudades esas conferencias estuvieron a
cargo de Charles Chénier o de figuras locales. Por último,
nada hay en los archivos que dé cuenta de un conocimiento
de las corrientes artísticas que se estaban formando en
Latinoamérica, particularmente aquellas vinculadas con la
abstracción no figurativa y al arte concreto que, como veremos, habían empezado a desplegarse durante la década
de 1940 con sorprendente coordinación. En cierto sentido,
Francia proyectaba una América Latina de preguerra, cuya
institucionalidad cultural todavía giraba en torno a las viejas
glorias parisinas y que no ofrecería mayor resistencia a una
empresa de recolonización cultural (Guilbaut, 1990).
Ahora bien, esa misma cualidad estandarizada de la exposición tiene un reverso productivo. Su rigidez permite
establecer una serie de comparaciones a partir de las que
es posible componer una cartografía panorámica de los
sistemas artísticos regionales. Así, “De Manet a nuestros
días” se alza como un modelo ejemplar de lo que María
Amalia García ha llamado el “dispositivo de exhibición de
intercambio diplomático”, el que permite “comparar tanto las
condiciones de producción de la exposición (vinculada con
los sectores estatales y privados, cancillerías y embajadas)
como la circulación y recepción de la misma en diferentes
contextos” (2016). Los archivos ofrecen para ello tres tipos
de documentos: los informes que Chénier elaboró sobre el
paso de la exposición por cada país, los reportes de los embajadores franceses y las notas de prensa. Al confrontarlos,
aparecen sugerentes contradicciones entre, por ejemplo, los
juicios de los críticos locales, hábiles en identificar los puntos
ciegos de la exposición y las estrategias civilizatorias que
la articulaban, y las versiones oficiales de los funcionarios
franceses, igualmente hábiles para relativizar el peso de
esas críticas, subrayando por el contrario el impacto en el
público y el reconocimiento casi servil del generoso esfuerzo
realizado por el gobierno francés.
On n’y verrait que du feu:
tres escenas de la recepción crítica en América Latina.
En el verano de 1944 se publicó en Buenos Aires el único
número de la mítica Arturo. Revista de Artes Abstractas,
cuyos editores fueron el poeta Edgar Bayley y los artistas
Carmelo Arden Quin y Gyula Kosice. Arturo fue una de las
primeras plataformas regionales que intentaron coordinar
los nuevos derroteros del arte latinoamericano dentro de
un proyecto internacionalista (García, 2011). Además de los
textos de los editores, que exploraban los esfuerzos de
la plástica moderna por liberar la imagen de su función
meramente representativa, procurando encausar esos
esfuerzos hacia un proceso autónomo de exploración
materialista mediado por el concepto de invención (García,
2011), la revista incluía un ensayo de Joaquín Torres García
acerca del futuro de la creación literaria y otro del artista
Rhod Rothfuss sobre el marco recortado como dispositivo que se proponía desfondar la matriz naturalista del
cuadro como ventana. Un año más tarde se conformaba
la Asociación de Arte Concreto Invención, liderada por
Tomás Maldonado, y en 1946 se articulaba el grupo Madí,
comandado por Kosice y Arden Quin. Marcos recortados,
coplanares y otros objetos hicieron su aparición en pequeñas salas y galerías de Buenos Aires, siendo relativamente
ignorados por la crítica, pero marcando retrospectivamente
un punto de inflexión en la práctica artística argentina,
cuya onda expansiva llegaría rápidamente a otros países
del continente. Por supuesto, estas microhistorias todavía
no existían para “el establishment francés, que sostenía una
línea nacionalista defensora de la École de Paris” (García,
2011, p. 86), línea por cierto divergente de la abstracción
froide a la que los jóvenes porteños adherían.
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La estandarización del catálogo y de la exposición revela
un punto ciego que en 1950 —y todavía hoy— constituye
un nudo problemático para el campo cultural: ¿es posible
pensar América Latina como un territorio homogéneo? En
ese sentido, es lícito preguntarse cuánto sabía realmente
Francia de los procesos artísticos y culturales que aquí se
desarrollaban. El modelo francés había acaparado largamente la atención de los países latinoamericanos, pero esa
atención no había sido recíproca. Denis Rolland se refiere
a un “fantasma de superioridad” francés, cuya ignorancia
y desinterés respecto de estas latitudes termina dibujando
“un objeto latinoamericano global, borroso e impreciso”
(2008, p. 305) en el que vagamente se distinguen, aún a fines
de 1930, dos percepciones: una América negra, indígena
y exótica, y una América blanca, “a veces percibida como
‘transubstanciación’ de la ‘civilización occidental’” (p. 306).
“De Manet a nuestros días” se inauguró el 28 de junio
de 1949 en el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos
Aires, complementada por un impresionante conjunto de
treinta y nueve telas facilitadas por coleccionistas argentinos. El reporte de Bernard Dorival vuelve a convocar el
“fantasma de superioridad” al que aludía Rolland, esta vez
expresado derechamente como desprecio: señala que la
prensa desplegó una amplia cobertura y que la recepción
“en conjunto fue favorable, a pesar de algunas reservas,
ciertamente esperables en un país poco acostumbrado a
las audacias de la pintura moderna” (Dorival, 8 de julio de
1949, yo subrayo).
Esas reservas fueron las del crítico Jorge Romero Brest,
director de la influyente revista Ver y Estimar que experimentaba, en ese mismo momento, una inflexión decisiva
de su línea editorial. Como señala Andrea Giunta (2005),
en el verano de 1949 Romero Brest viaja por tercera vez
a Europa y entra en contacto con las nuevas corrientes
del arte francés, lo que marcará un vuelco en la posición
respecto de los jóvenes artistas concretos que, hasta
entonces, Ver y Estimar había prácticamente ignorado. En
este sentido, podemos decir que “De Manet a nuestros
días” aterrizó en medio de un debate que precisamente
empezaba a juzgar las obras incluidas en esa muestra
como parte de una tradición que debía ser superada, y
cuyo carácter anacrónico se volvió aún más evidente al
contrastarla con otra exposición europea que por esos días
se inauguraba en el Instituto de Arte Moderno (IAM): “El
arte abstracto”, curada por el crítico belga Léon Degand,
que venía de exhibirse en el Museo de Arte Moderno de
Sao Paulo (MAM-SP) y que se analizará más adelante. La
crítica de Romero Brest elogia en principio la exhibición
francesa, pero no esconde sus reparos a la curatoría. Al
respecto, señala que el público argentino tuvo “la oportunidad verdaderamente extraordinaria de seguir paso a
paso las múltiples evoluciones del arte francés” (1949, p.
6) pero que, dado el extenso arco cronológico abordado,
era natural que se produjesen lagunas. A su juicio, los
organizadores habían cometido un error estratégico: no
habían considerado la familiaridad de la escena argentina con los grandes maestros de la tradición francesa.
Interesados en exhibir un panorama excesivamente amplio
de esa misma tradición y sus ramificaciones, articularon
una exposición donde los grandes pintores estaban mal
representados —curiosa expresión que se reitera en casi
toda la prensa de la región— y los más jóvenes quedaban a la deriva. “Lo que Buenos Aires necesita”, insiste
Romero Brest, “es ver cuadros de Matisse, de Picasso, de
Rouault, etc., y todavía más de los jóvenes, a los que muy
difícilmente puede conocer, ya que ni siquiera las revistas
se ocupan de ellos” (p. 7). Lo que estaba en juego era la
eficacia del relato curatorial, que al decir de los textos
del catálogo apuntaba justamente a un efecto de conjunto que permitiera establecer una continuidad entre
la gran tradición de la pintura francesa y sus derroteros
contemporáneos. Pero esa continuidad se desfondaba
rápidamente: “los saltos son terribles, las desemejanzas
abundantes y las posibles similitudes quedan ahogadas”
(p. 8) (Figuras 4 y 5).
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P 43
Figura 4. Exposición “De Manet hasta nuestros días”, Claude Venard, Paisaje de
suburbio, expuesta en el Museo Nacional de Bellas Artes.
Fuente: Fotografía de la muestra. Gentileza MAC.
Figura 5. Exposición “De Manet hasta nuestros días”,
Jean Le Moal, La mesa redonda expuesta en el Museo
Nacional de Bellas Artes.
Fuente: Fotografía de la muestra. Gentileza MAC.
El crítico Julio Payró fue mucho menos diplomático. A
su juicio, el propósito didáctico de la muestra fracasaba
precisamente a la medida de su ambición. No solo carecía
de “un concepto muy claro de lo que ha ocurrido en los
últimos ochenta años en el campo de la pintura”, sino que
además los organizadores asumieron que esa falta de claridad pasaría desapercibida para un público periférico: “en
Buenos Aires on n’y verrait que du feu” (1949, p. 83) señala
con ironía, confirmando lapidariamente las presunciones
de los franceses sobre la familiaridad del público argentino
con el arte francés. Comentando el acierto de Payró, Giunta
señala que “la exhibición enviada por el gobierno francés
daba cuenta de la dirección dubitativa e ineficaz que podían
diseñar críticos como Jean Cassou que (...) desconocían el
arte emergente en la escena francesa y estaban lejos de
representar las fuerzas vivas de ese momento” (2008, p. 55).
A la par de estos debates teóricos, la institucionalidad cultural
brasileña cambió significativamente entre 1947 y 1949 con
la apertura de tres museos vinculados a capitales privados
aportados por una burguesía cada vez más poderosa. En 1947
se inauguró el Museo de Arte de Sao Paulo (MASP), en cuya
fundación colaboraron el empresario Assis Chateaubriand
y el marchante Pietro Maria Bardi, mientras que en 1949
Ciccillo Mattarazo creó el Museo de Arte Moderno de Sao
Paulo (MAM-SP) y nombró director al crítico belga Léon
Degand (García, 2011). Ambas instituciones adoptaron el
modelo inventado por el MoMA en 1929: un museo privado
que enfatiza su función pública, desmarcándose de la mera
conservación y exhibición de colecciones para asumir una
labor pedagógica donde la investigación, las conferencias
y los cursos para el público masivo ocupaban un lugar importante en la programación anual.
La exposición “El arte abstracto” con la que había coincidido
“De Manet a nuestros días” en Buenos Aires se inauguró
primero en el MAM-SP en marzo de 1949 con el nombre
“Do Figurativismo ao Abstracionismo”. En ella, la continuidad sin rupturas canonizada por Gaston Diehl aparece
como una serie de frentes heterogéneos: los abstractos
expresionistas del grupo Cercle et Carré, los miembros de
Abstraction Création y los abstractos geométricos de Réalités
Nouvelles (García, 2011). La mayoría de estos artistas no
era de origen francés, pero todos vivían y trabajaban en
Francia. Sin embargo, ninguno de ellos fue incluido en “De
Manet a nuestros días”. Diehl y Degand solo coincidieron
en un conjunto limitado de artistas: Bazaine, Manessier,
Le Moal, Villon y Singier.
Las diferencias entre ambas curatorías se expresan también
en los textos de los catálogos. Si Diehl se enfocaba en articular
la pintura francesa como una tradición sin fisuras, Degand
marcaba una clara ruptura entre la pintura impresionista
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Brasil tampoco había permanecido ajeno a los debates
entre figuración y abstracción que habían marcado la década de 1940 en Argentina. Una de las figuras clave fue aquí
Waldemar Cordeiro, artista italiano radicado en Sao Paulo
desde 1947, quien junto a Luiz Sacilotto y Lothar Charoux
integrará en 1952 el grupo de arte concreto Ruptura. Para
Cordeiro (1956), toda la cuestión de la abstracción se jugaba
en hallar el lenguaje real de las artes plásticas, entendiendo
por real un lenguaje objetivo, que no comenta la realidad,
sino que la produce. Contra el expresionismo de corte
figurativo, cuya subjetividad y cualidad de misterio eludían
cualquier análisis crítico, Cordeiro (1949) llamaba a repensar
la práctica artística desde su materialidad pura: la tela es un
plano; sobre ella se elabora una composición que emplea
elementos plásticos organizados racionalmente y donde
el tema o la anécdota deben desaparecer.
“De Manet a nuestros días” se exhibió en Río de Janeiro y
Sao Paulo durante octubre y noviembre de 1949, teniendo
un éxito de público menor que en Buenos Aires, pero una
crítica igualmente severa. Como anticipaban los organizadores, el talón de Aquiles también fue la precariedad de
la sección impresionista. El caso más duro fue el de Sao
Paulo, donde la tesis general de las críticas, detallada en un
informe consular, fue la siguiente: en comparación con la
muestra de 1939 (“De David a nuestros días”), donde solo
se expusieron obras maestras, “De Manet a nuestros días”
incluía telas que estaban lejos de alcanzar ese estatuto y
que malamente podían considerarse representativas de
los maestros que las firmaban. Otra crítica apuntaba a
que “el Brasil, que ya poseía una cultura artística, no era
un país en el que pudiesen seguir exhibiéndose obras de
segundo orden” (cit. en Mida-Briot, 28 de diciembre de
1949). Una última señalaba con crudeza: “Estamos seguros
de que jamás se enviaría una exposición tan incompleta a
Norteamérica”, comparando la muestra con “esas pequeñas
exposiciones organizadas para las provincias sudamericanas con una subestimación excesiva de nuestro espíritu
crítico, o quizás con una sobreestimación igualmente
excesiva de nuestra buena fe” (Guerin, ca. 1949). Estas
críticas no solo refuerzan la tesis de la ignorancia de los
organizadores franceses respecto de los medios culturales
latinoamericanos, sino que evidencian un desinterés total
por reconocerlos como interlocutores. Ese menosprecio no
se extingue con esta experiencia en particular: ni siquiera
la Primera Bienal de Sao Paulo (1951) fue considerada lo
suficientemente importante como para ser reseñada en
las revistas del hemisferio norte (García, 2011).
El siguiente país en el itinerario era Venezuela, cuyo caso
permite examinar más ampliamente la compleja posición
del modelo francés en Latinoamérica. Gaston Diehl viajó
especialmente a Caracas para recibir la exposición y allanarle
el camino. Además de algunas telas que llegarían desde
Francia, gestionó con coleccionistas locales el préstamo
de diecinueve obras pertenecientes a Renoir, Gauguin,
Sisley, Pissarro, Soutine, Chagall y Dunoyer de Segonzac.
La muestra, cuyo paso por Buenos Aires había generado
enormes expectativas en el público caraqueño, se inauguró el 22 de enero de 1950 en el Museo de Bellas Artes.
Asistieron 3.000 personas y fue considerada por la prensa,
de manera unánime, como “un éxito sin precedentes en
los anales del museo” (Diehl, 23 de enero de 1950).
La importancia asignada a Venezuela no era antojadiza:
en el curso de los últimos años, la influencia francesa en
ese país había decaído notoriamente frente a la avanzada
norteamericana. En este sentido, la misión de Diehl no
consistía solamente en acompañar la exposición, sino en
calibrar cuánto terreno había perdido Francia y qué podía
hacerse para reparar ese retroceso. El panorama era poco
auspicioso. La predominancia del idioma francés en los
programas educativos de Venezuela había sido progresivamente reemplazada por la del inglés. La presencia de
libros de autores franceses había disminuido notoriamente
y las traducciones disponibles eran sumamente precarias.
Si bien la élite venezolana seguía prendada de la cultura
parisina, la generación más joven “ignora todo lo relativo
a nuestro país, y su veneración por el poderío industrial y
económico de los Estados Unidos la lleva muchas veces a
despreciarnos, dando pábulo a las propagandas extranjeras que quieren disminuirnos y rebajarnos” (Diehl, 12 de
febrero de 1950). En este sentido, el éxito de la exposición
debía entenderse como un punto de partida y había que
capitalizarlo rápidamente. Es necesario, continúa Diehl,
“multiplicar nuestras actividades, pero teniendo el cuidado
de seleccionarlas con rigurosidad (...) y de alinearlas en un
sentido francamente moderno”, pues “la presencia de los
Estados Unidos impone una política audaz, incluso agresiva, en todos los ámbitos” (Diehl, 12 de febrero de 1950).
Esa presencia se materializaba, por ejemplo, en la “Exposición
interamericana de pintura moderna” patrocinada por el
MoMA en febrero de 1948 y curada por el director de la
División de Artes Visuales de la Unión Panamericana (UPA),
José Gómez Sicre, quien también alentó la fundación del
Taller Libre de Arte, un colectivo de artistas que organizó
las primeras muestras de arte abstracto en Venezuela a
fines de la década de 1940 (Fox, 2016). Entre sus integrantes
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y posimpresionista, todavía vinculada con la figuración, y
la tendencia abstracta que ensaya sus primeros aprontes
con los fauves y los cubistas. La cuestión clave, estima
Degand, reside en el descubrimiento de la autonomía:
“este deseo obstinado de los pintores de concentrar su
atención, antes que nada, sobre las cualidades y poderes
específicos de su arte” (1949, p. 5), a tal punto que el motivo
se subordina a las exigencias plásticas, llegando incluso
a borrar todo índice de representación del mundo real.
Esto suponía un desafío para el público y para la crítica,
pues las categorías con las que habitualmente se juzgaba
una obra estaban todavía muy apegadas a ese índice de
realidad. La aplicación de las leyes de la figuración a una
obra abstracta, necesariamente implicaban su reprobación:
se las leía como obras fallidas, ante las que el espectador
difícilmente podía orientarse y acababa por calificarlas
simplemente como decorativas (Degand, 1949). En el
texto de Diehl la palabra autonomía no aparece una sola
vez. Y no puede hacerlo porque, en su relato, figuración y
abstracción permanecen atadas por la fuerza del “drama
humano” y del “aspecto trágico de los acontecimientos”
(1949) que ambas deben traducir y superar. Toda pintura,
incluso la más abstracta, es siempre testimonial.
Con todo, el balance del embajador francés fue positivo.
El público venezolano manifestó su satisfacción al poder
seguir la evolución a lo largo de un siglo de la pintura en
“una Francia que tan a menudo se representa como definitivamente abatida e incapaz de afirmar su presencia en el
extranjero”. “Se alegraban”, continúa, “al ver que, a pesar de
las afirmaciones de ciertas propagandas (norteamericana
e italiana), la pintura francesa seguía viva”. Pero ese éxito
debía sopesarse con cautela: quedaba mucho trabajo por
delante para que esa apariencia de vida permitiese recuperar la hegemonía perdida, y volver a hacer de América
Latina un campo de expansión favorable para la cultura
francesa (Bourdeillette, 25 de enero de 1950).
A modo de balance
A la luz de estas tres escenas, es posible hacer diversos
señalamientos sobre la inserción de la exposición en la
trama cultural latinoamericana de mediados del siglo XX.
En primer lugar, se vuelve evidente el desfase entre el modelo estético promovido por la institucionalidad francesa y
su vigencia en la región sudamericana. Ese modelo era el
producto de un “sentimiento nacionalista de supremacía
cultural” que buscaba “construir genealogías que justificaran históricamente la vocación universalista y pionera
del arte moderno francés” (García, 2011, p 117). El carácter
de modelo universal del que Francia efectivamente había
gozado durante un siglo se replegó, después de 1945, hacia un modelo simplemente nacional (Rolland, 2008). Así,
en el momento en que “De Manet a nuestros días” llega a
Latinoamérica lo moderno no se identificaba con la Escuela
de París sino con la abstracción internacional, que ya estaba
siendo discutida por la crítica local y que orientaba diversos
proyectos museales a nivel regional. En segundo lugar, la
empresa neocolonial parisina partió del supuesto que la
suspensión propiciada por la Ocupación también implicó un
congelamiento de las actividades artísticas en los circuitos
periféricos: su relación asimétrica con Latinoamérica se
estructuraba en base a “un doble axioma de anterioridad
y de superioridad” (Rolland, 2008, p. 334) que no admitía
la posibilidad de que estos territorios pudiesen administrar críticamente el legado parisino o activar propuestas
autónomas. Sin embargo, las trayectorias de la abstracción
que se desplegaron en Latinoamérica durante las décadas
de 1940 y 1950 no fueron meros saldos europeos, sino
propuestas profundamente innovadoras que se instalaron
como vanguardias por derecho propio (Giunta, 2020). Por
último, la crítica de arte, que había forjado sus categorías
en estrecha conexión con el modelo francés, ya no se sentía
obligada a rendirle tributo, sino que podía, en adelante,
plantear sus propias exigencias y relatos. Prueba de ello
es que en 1952 Jorge Romero Brest publica su visión de La
pintura europea contemporánea, empezando a cerrar de
esa manera una larga dependencia respecto de la metrópolis parisina. A fin de cuentas, la exposición “De Manet
a nuestros días”, orquestada para reactivar la hegemonía
francesa y contrarrestar la avanzada estadounidense, fue
más bien el punto de inflexión que inició el divorcio de
los derroteros del arte en Sudamérica con la tradición, ya
definitivamente anacrónica, de la Escuela de París.
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se encontraba el pintor Alejandro Otero, quien en 1950
fundaría en París el grupo y la revista Los Disidentes. En el
primer número, Otero publica un artículo en el que cuestiona la estrategia curatorial de la muestra “De Manet a
nuestros días”, apuntando directamente a Gaston Diehl
como quien “promulga y espera una resurrección del espíritu impresionista en Venezuela” (1950, p. 3). A juicio de
Otero, la muestra era sin lugar a duda un acontecimiento,
en la medida en que “hasta entonces ningún conjunto de
pinturas de esa calidad había sido visto entre nosotros, y
pensábamos con simpatía, sobre todo, en los estudiantes
de artes plásticas para quienes esta exposición vendría a
ilustrar buena parte de los problemas del arte moderno”
(1950, p. 3). Sin embargo, lo problemático eran las lagunas:
“Picasso, el Cubismo, el Arte Abstracto no tienen ninguna
importancia en esta exposición” (1950, p. 3). En efecto,
las dos obras de Picasso incluidas eran cuadros menores
dentro de su producción, mientras que el cubismo apenas
despuntaba en una obra de Braque. En cuanto a lo que
Otero considera arte abstracto, probablemente se estuviese refiriendo a las prácticas constructivas que ya habían
empezado a fraguarse en Venezuela, a la par del escenario
regional, y que culminarían en las obras elaboradas para
la Ciudad Universitaria de Caracas, proyecto liderado por
el arquitecto Carlos Raúl Villanueva y donde colaborarían
artistas como Jean Arp, Victor Vasarely y Alexander Calder.
Se entiende, entonces, que Otero advierta en “De Manet a
nuestros días” una refundación mítica de la tradición de la
pintura moderna anclada en Francia, cuyo arco se tendería
entre los maestros del impresionismo y las nuevas formas
de una suerte de expresionismo, encarnadas por Alfred
Manessier o André Masson. En un país como Venezuela,
que llevaba diez años tratando de romper con una fuerte
tradición paisajista, la exposición no podía percibirse sino
como reaccionaria.
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8 La información relativa al secuestro de la colección Matsukata
se halla en los Archivos Nacionales de París, sitio Pierreffite-surSeine, caja 20150044/120.
9 Es lo que se ha podido constatar en los catálogos de la exposición
en Buenos Aires, Venezuela y Chile. Allí donde se obtuvo el préstamo
de obras de coleccionistas locales, los catálogos incluyeron un
suplemento que señala el listado de las obras y su procedencia.
Notas
10 Este apartado no se replicó en todos los catálogos, pues la crítica
1 Recibido: 5 de marzo de 2020. Aceptado: 22 de octubre de 2020.
en Buenos Aires, primera locación de la muestra consideró que
2 Proyecto ANID Fondecyt “De Manet a nuestros días. Derivas
su carácter excesivamente didáctico subestimaba al público local.
latinoamericanas de un proyecto global”, n° 3190130.
3 Contacto: cecilia.bettoni@pucv.cl
4 Esta hipótesis ha sido contestada enfáticamente por Andrea
Giunta, para quien la Segunda Guerra Mundial no produce un
traslado del centro del arte internacional, sino una especie de
ecualización. Nueva York no es “el centro hegemónico al que
se traslada la vanguardia parisina durante la Segunda Guerra
un escenario global en el que se hace visible la actualización
generalizada y simultánea de las estrategias de las vanguardias”
(2020, p. 46).
5 Ese proceso de decadencia, que Francia se empeñaba en
circunscribir al paréntesis de la guerra, echaba raíces mucho
más atrás. Si durante el siglo XIX las Luces y la Revolución habían
afianzado en Latinoamérica una imagen de Francia como el
modelo político y cultural “de una república ideal fundada sobre
la modernidad en estado puro” (Rolland, 2008, p. 285), ya en el
primer tercio del siglo XX comienza a abrirse una brecha entre
ambas, marcada por una diferenciación progresiva entre política,
economía y cultura. En este sentido, tras la Primera Guerra
Francia ya no era considerada como modelo político y la posición
de sus capitales financieros en Latinoamérica se había replegado
notoriamente. Solo en materia cultural seguía manteniendo
cierto lugar de privilegio, ilusión que, a juicio de Denis Rolland, se
debió a que la recesión tardó más en manifestarse en ese campo.
6 Fundada en 1922, su objetivo inicial era proveer formas de
distracción para las tropas francesas en el extranjero, organizando
para tal efecto giras de intérpretes musicales y compañías de teatro
francesas. Su primera denominación fue Association Française
d’expansion et d’échanges artistiques, pasando en 1934 a llamarse
Association Française d’Action Artistique.
7 Las cuestiones relativas a la organización de la muestra y
a su itinerancia fueron elaboradas a partir de documentos
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Mundial”, sino que ese conflicto “implica la articulación de