Diseño y delito
Por Hal Foster
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Diseño y delito - Hal Foster
Akal / Los caprichos / 5
Hal Foster
Diseño y delito
y otras diatriba
Traducción: Alfredo Brotons Muñoz
Diseño de portada
Sergio Ramírez
Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.
Nota a la edición digital:
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Título original
Design and Crime (and other diatribes)
Publicado originalmente por Verso, 2002
© Hal Foster, 2002
© Ediciones Akal, S. A., 2004
para lengua española
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-3885-6
¿Qué es en el fondo la conciencia
crítica sino una imparable predilección
por las alternativas?
Edward Said
Lista de ilustraciones y créditos
Figura 1:
Josef Hoffmann, Estudio diseñado para una exposición de la Sezession vienesa, tal como se publicó en Kunst und Kunsthandwerk [Arte y artesanía], nº 2, 1899.
Figura 2:
Andreas Gursky, Sin título V, 1997, C-print [sistema de transcripción de texto hablado en escrito para personas sordas o duras de oído]. Cortesía de la Galería Matthew Marks de Nueva York.
Figura 3:
Frank Gehry: Residencia Gehry, 1977-1978, 1991-1992, Santa Monica, California. Foto: Tim Street-Porter.
Figura 4:
Socios de Gehry, LLP, Casa de Invitados Winton, 1983-1987, maqueta, Wayzata, Minnesota. Cortesía de Frank O. Gehry & Associates.
Figura 5:
Socios de Gehry, LLP, Escultura de Pez, 1989-1992, Villa Olímpica, Barcelona. Foto: Hisao Suzuki.
Figura 6:
Socios de Gehry, LLP, Museo Guggenheim de Bilbao, 1991-1997, maqueta CATIA, Barcelona. Cortesía de Frank O. Gehry & Associates.
Figura 7:
Socios de Gehry, LLP, Museo Guggenheim de Nueva York, 1998, maqueta. Foto: Whit Preston.
Figura 8:
Tarjeta postal del perfil de rascacielos de Manhattan a principios de los años treinta.
Figura 9:
OMA, Biblioteca de Francia, 1989, maqueta.
Figura 10:
OMA, Centro Internacional de Comercio, 1990-1994, maqueta, Lille.
Figura 11:
OMA, Biblioteca Pública de Seattle, 1999, maqueta.
Figura 12:
Thomas Struth, Louvre IV, 1989, fotografía. Cortesía de la Galería Marian Goodman de Nueva York.
Figura 13:
Panel 55 del Atlas de Mnemosyne de Aby Warburg, ca. 1928-1929. Cortesía del Instituto Warburg de Londres.
Figura 14:
Paul Klee, Angelus Novus (1920). Acuarela sobre dibujo transferido.
Figura 15:
André Malraux con fotografías para Las voces del silencio, ca. 1950. Foto: Paris Match/Jarnoux.
Figura 16:
Artista anónimo de Italia central, Vista de una ciudad ideal, ca. 1490-1500. Cortesía del Museo Walters de Arte, Baltimore.
Figura 17:
Jeff Wall, La giganta, 1992: transparencia en una caja transluminada. Cortesía de la Galería Marian Goodman de Nueva York.
Figuras 18-23:
Portadas de la revista Artforum: febrero de 1967 (Morris Louis); diciembre de 1967 (Frank Stella); verano de 1967 (Larry Bell); febrero de 1969 (Richard Serra); septiembre de 1969 (Robert Smithson); mayo de 1970 (Eva Hesse).
Figura 24:
Robert Gober, Instalación en la Galería Paula Cooper de Nueva York, 1989, con Vestido de novia, arena para gatos y hombre colgado/hombre dormido. Cortesía del artista.
Figura 25:
Rachel Whitehead, Casa, 1993, Grove Road, 193, Londres. Cortesía de la Galería Luhring Augustine de Nueva York y del Artangel Trust de Londres.
Figura 26:
Stan Douglas, Obertura, 1986, instalación fílmica con banda sonora. Cortesía de la Galería David Zwirner de Nueva York.
Figura 27:
Gabriel Orozco, Isla dentro de una isla, 1993, fotografía. Cortesía de la Galería Marian Goodman de Nueva York.
Expresamos nuestro agradecido reconocimiento al subsidio para ilustraciones concedido por el Comité de Publicaciones, Departamento de Arte y Arqueología, de la Universidad de Princeton.
Prefacio
Este libro es un análisis polémico de los cambios recientes en el estatus cultural de la arquitectura y del diseño, así como del arte y de la crítica, en Occidente. Breves artículos componen la primera parte, centrada en la arquitectura y el diseño. El capítulo 1 se ocupa de la fusión de marketing y cultura, mientras que el capítulo 2 considera la penetración del diseño en la vida cotidiana. Los capítulos 3 y 4 son estudios específicos de dos carreras emblemáticas en la arquitectura: el primero examina las construcciones de Frank Gehry en un mundo de espectáculo intensificado, mientras el segundo repasa los escritos de Rem Koolhaas sobre la mutación en la ciudad global.
La segunda parte desplaza el centro de atención a las disciplinas e instituciones. En el capítulo 5 rastreo las relaciones discursivas entre el arte moderno y el museo moderno tal como las han visto los escritores desde Baudelaire y Valéry hasta el presente. El capítulo 6 explora las vicisitudes conceptuales de la historia del arte a finales del siglo xix y de los estudios visuales a finales del siglo xx. En el capítulo 7 paso revista a los recientes trabajos sobre la crítica de arte en los Estados Unidos, con el ascenso y caída de diferentes métodos y modelos. Y el capítulo 8 describe las diversas estrategias para seguir viviendo en la doble resaca de la modernidad y de la posmodernidad.
En la primera parte, hay ciertos temas recurrentes, como la transformación de la identidad en marca y la prevalencia del diseño, el avance del espectáculo y la ideología de la información. Con la difusión de una economía posfordista de mercancías con dedicatoria y mercados de nichos, experimentamos un circuito ininterrumpido de producción y consumo. Mostrar se ha hecho cada vez más importante en este orden, y la arquitectura y el diseño se han convertido en lo más importante de todo. En el proceso alguna de nuestras ideas más apreciadas sobre la cultura crítica parecen debilitadas, incluso vaciadas. ¿Hasta qué punto se ha convertido «el sujeto construido» de la posmodernidad en «el sujeto diseñado» del consumismo? ¿Hasta qué punto el campo ampliado del arte de postguerra se ha convertido en el espacio administrado del diseño contemporáneo?
Mi título se hace eco de la famosa diatriba que hace un siglo protagonizó el arquitecto Adolf Loos, que en Ornamento y delito (1908) atacó la expansión indiscriminada del ornamento en todas las cosas. Sin embargo, de lo que se trataba no era de reivindicar una «esencia» o «autonomía» de la arquitectura o el arte; más bien, como insistía su amigo Karl Kraus, lo que había que hacer era crear el espacio necesario para que cualquier práctica se desarrollara, «para proveer a la cultura de margen de maniobra». Yo creo que necesitamos recuperar un cierto sentido de la contextualización política de la autonomía artística y su transgresión, cierto sentido de la dialéctica histórica de la disciplinariedad crítica y su contestación, para intentar de nuevo proveer a la cultura de un margen de maniobra.
Si la arquitectura y el diseño tienen una nueva prominencia en la cultura, el arte y la crítica parecen menos importantes, y no hay paradigmas fuertes que los guíen. Para muchas personas esto es bueno: promueve la diversidad cultural. Eso es posible, pero también puede promover una inconmensurabilidad roma o una indiferencia fatal. La segunda parte rastrea la prehistoria de esta versión contemporánea del «final del arte». En los capítulos 5 y 6 describo una dialéctica de la reificación y la reanimación en la construcción tanto del arte moderno como del museo moderno. El penúltimo capítulo da cuenta de la desaparición de una formación dominante del artista y del crítico de posguerra, pero el último capítulo pone en guardia contra cualquier anuncio prematuro de la muerte del arte y de la crítica como tales. A lo largo del libro trato de relacionar las formas culturales y discursivas con las fuerzas sociales y tecnológicas, y de periodizarlas de una manera que apunta a las diferentes políticas de hoy en día. Ése es mi objetivo principal: indicar las posibilidades críticas del presente y promover «la imparable predilección por las alternativas».
*
Versiones tempranas de los capítulos 1-4 aparecieron en la London Review of Books, y agradezco a sus directores, especialmente a Mary-Kay Wilmers y Paul Laity, su apoyo. Lo mismo digo de los directores de la New Left Review, donde apareció una primera versión del capítulo 7, así como de mis patrocinadores en Verso, Perry Anderson y Tariq Ali: su aliento ha significado mucho para mí, lo mismo que la ayuda del director Tim Clark y de Gavin Everall[1]. Este libro recibió la ayuda de una beca Guggenheim, que agradezco. Como de costumbre, doy las gracias a los amigos de October y Zone, especialmente a Benjamin Buchloh, Denis Hollier, Rosalind Krauss, Michel Feher y Jonathan Crary. También estoy en deuda con colegas de Princeton, no sólo de mi departamento sino también de otros, tales como Eduardo Cadava, Beatriz Colomina, Alan Colquhoun, Andrew Golden, Anthony Grafton, Michael Jennings, Stephen Kotkin, Thomas Levin, Alexander Nehamas, Anson Rabinbach, Carl Schorske y Michael Wood. Gracias también a las demás voces de apoyo desinteresado, en particular a Emily Apter, Ron Clark, T. J. Clark, Kenneth Frampton, Silvia Kolbowski, Greil Marcus, Jenny Marcus, Anthony Vidler y Anne Wagner. Otros amigos me han apoyado, como mi familia (Sandy, Tait y Thatcher), de una manera imposible de describir aquí. Por último, este libro está dedicado a mis hermanos (Jody, Andy y Becca) y a mis sobrinas (Erin, Jovita y Zoë), que reconocen una buena diatriba cuando la oyen.
[1] Los originales de los capítulos 1-4 aparecieron en la London Review of Books: 21 de septiembre de 2000, 5 de abril de 2001, 23 de agosto de 2001, 29 de septiembre de 2001; el del capítulo 7, en la New Left Review (marzo/abril 2001), y los de los capítulos 5 y 6, en October 99 (invierno 2002) y 77 (verano 1996). Este prefacio lo escribo dos semanas después del 11 de septiembre de 2001, en un momento en que «diseño y delito» ha adquirido un matiz nuevo y las alternativas políticas una urgencia especial.
Primera parte
Arquitectura y diseño
1. El perfil derogado
Los debates sobre la cultura moderna hace ya mucho tiempo que vienen estructurándose en torno a las oposiciones entre alto y bajo, elitista y popular, modernista y de masas. Se nos han convertido en una segunda naturaleza, no importa si lo que queremos es mantener las viejas jerarquías, criticarlas o subvertirlas del modo que sea. Nacen siempre de cuestiones ligadas a la clase social; de hecho, existe todo un sistema de distinciones –perfil alto, medio y bajo– que explícitamente refiere las diferencias de cultura a diferencias de clase (unas y otras entendidas de un modo pseudobiológico). Pero ¿y si este sistema de los perfiles hubiese sido lobotomizado ante nuestros propios ojos?
Ésta es la propuesta que en Nobrow: The Culture of Marketing, the Marketing of Culture [Sin perfil: La cultura del marketing, el marketing de la cultura] plantea el crítico y más cosas del New Yorker John Seabrook, que toma la historia reciente de esta revista otrora de perfil medio como primer caso sobre el que someter a prueba su tesis posmoderna[1]. Para Seabrook este estado «sin perfil» –donde no parecen seguir aplicándose las viejas distinciones de perfil– no es sólo un entontecimiento de la cultura intelectual; es también un despertar de la cultura comercial, la cual ya no es vista como un objeto de desdén, sino como «una fuente de estatus». Al mismo tiempo, este engendro de la elite es ambivalente con respecto al desmoronamiento de las distinciones de perfil, atrapado como está entre el viejo mundo del gusto de perfil medio otrora promovido por el New Yorker y el nuevo mundo del gusto sin perfil, donde cultura y mercadeo son una y la misma cosa. Nacido en la «residencia urbana» del primero («el gusto era mi capital cultural, concentrado como el almíbar»), Seabrook vaga ahora por la «Megatienda» del segundo. Y, sin embargo, para él este desierto no es tan árido: él bebe con más fruición en los oasis de la cultura sin perfil que en los jardines de la cultura elitista (p. ej., «obras teatrales interesantes, la exposición de Rothko, la ópera y, a veces, happenings en el centro de la ciudad»).
En un primer nivel, Nobrow es la historia de este despertar a la cultura sin perfil. En otro, es un artículo en las páginas interiores del New Yorker que trata de hacerse un lugar en «el Flujo» de esta cultura tras décadas en las que su estatus lo garantizaba su indiferencia hacia ese Flujo. Su vieja fórmula para el éxito financiero consistía en su mediación de perfil medio entre la alta cultura y el rechazo de la baja cultura: una fórmula que atraía como un imán a lectores y anunciantes ambiciosos. Según Seabrook, esta fórmula comenzó a fallar a mediados de los años Reagan-Thatcher, es decir, en una época en que las fusiones empresariales y el mercadeo de la cultura se expandían exponencialmente. La búsqueda de un lugar en el Flujo fue asimismo importante para Seabrook: también éste tuvo que encontrar alguna orientación en él, algo a que agarrarse: no sólo como cualquier otro ciudadano-consumidor en la Megatienda que «escoge» sus señas de identidad de entre sus ofertas, sino igualmente como un periodista-crítico que tenía necesidad de familiarizarse lo suficiente con algo para poder escribir sobre ello. A Nobrow lo enmarcan un capítulo que plantea esta doble exigencia, por parte del New Yorker y de Seabrook, de encontrar un lugar en el Flujo, y un capítulo final que analiza los dispares resultados de uno y otro en su empeño[2].
Según Seabrook, el viejo New Yorker estaba «casi en perfecta sincronización» con un sistema social en el que el progreso comercial de una generación era sublimado por el progreso cultural de la siguiente. Este progreso lo confirmaban signos de gusto, que es lo mismo que decir exhibiciones de «disgusto ante las diversiones baratas y los espectáculos vulgares que constituyen la cultura de masas». El New Yorker era capaz de enseñar este dis/gusto sin demasiado encarnizamiento, y –en esto consistía la magia, o la astucia, de la revista– era esta oferta lo que atraía a una buena porción de las mismas masas a las que desdeñaba. El New Yorker también tenía en la manga el as de Manhattan. Como Saks Fifth Avenue o Brooks Brothers, transformó un marchamo regional en una reputación nacional de calidad, lo cual se tradujo en un mercado nacional de consumo: para mantenerse por encima de la clase media, uno tiene que comprar en Saks Fifth o Brooks Brothers, y para estar a la última en asuntos culturales tiene que leer el New Yorker. Esta distinción era la mercancía en venta, y se vendía bien en los prósperos suburbios desde Syracuse a Seattle, cuyas mesitas de centro adornaba la revista.
Pero entonces llegaron las fusiones y el marketing, las financiaciones y las franquicias. De repente, en todas las ciudades había un Saks o un Brooks, y ya no había que ir a Manhattan, física o vicariamente a través del New Yorker, para parecer metropolitano; uno podía encontrarlo todo en el centro comercial, y ahora también en internet[3]. Como Saks o Brooks, el New Yorker se vio forzado a buscarse un nicho en la Megatienda. Otrora indiferente al Flujo, el New Yorker se había vuelto irrelevante para el Flujo, e irrelevante así, tout court. Ni cultural ni financieramente funcionaba ya ser ni fachendoso ni agresivo con la cultura de bajo perfil; al mismo tiempo, su mediación con la cultura de perfil alto tampoco valía ya para mucho. «El New Yorker fue una de las últimas grandes revistas de perfil medio, pero el perfil medio se había desvanecido en el Flujo y con él cualquier estatus de perfil medio que