Paseos con Montaigne
Por Rafael Orihuel
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Inducido por el recuerdo de una rara experiencia vivida en su infancia, el autor emprende un viaje a un tiempo
irrecuperable, en el que toma como guía nada menos que a Montaigne (1533-1592). Se inicia así un juego
metaliterario de contrastes entre las vivencias de uno y lo escrito cuatro siglos atrás por el otro en la torre de su
château del Périgord, acercándonos a un ser humano de sorprendente modernidad.
El libro acumula hondas reflexiones sobre la vida y la muerte, el trabajo, los hijos, el amor, la patria, la religión, los
libros, la educación... y la política, con la narración, iniciada precisamente en Burdeos, la ciudad de la que fue
alcalde Montaigne, de un episodio de corrupción del que, por su trabajo, fue testigo el autor de esta obra.
Rafael Orihuel
Rafael Orihuel nació en Gandía. Durante una de esas gripes que se pasaban en cama, leyendo esos libros de Bruguera mitad texto mitad tebeo, sintió el deseo de pasar al otro lado de las páginas: «Algún día —se juró—, yo también escribiré libros». Desde entonces, ha escrito y ha leído, más lo segundo que lo primero, «en el fondo —dice—, son la misma cosa», pero también ha trabajado, ha amado, ha viajado, ha reído y ha vivido. La vida le ha dado una mujer, dos hijos, amigos, gatos y muchos libros. Un par de ellos son fruto de su pluma: De la duración del amor y El surco es el alma del vinilo. Tras escribir decenas de relatos, algunos de los cuales fueron premiados en concursos, quiso aventurarse en la novela. Por suerte, Montaigne se le apareció a tiempo y le dijo: «Eso no es lo tuyo; contémplate a ti mismo y sé tú tu mejor argumento». www.rafaelorihuel.com
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Paseos con Montaigne - Rafael Orihuel
I
Preguntas tempranas
He dedicado todos mis esfuerzos a formar mi vida.
Ese es mi oficio y mi obra. [Ensayos, II:37]¹
Hace pocos días, conduciendo de vuelta a casa después de concluir mi jornada de trabajo en el ayuntamiento, como si se proyectara desde un lugar muy lejano, emergió en mi mente un recuerdo muy antiguo. Tendría yo cinco o seis años y debía de ser domingo, porque ese era el día de la semana en que mis padres nos llevaban a mis hermanos y a mí al lugar donde ocurrió.
Era un camping que ya no existe, el camping Caudeli, en la carretera de Valencia, muy cerca de las ruinas del castillo de Bayrén, que, según nos contaron en el colegio, había conquistado a los moros el rey Jaime I. Se nos decía, además, que el nombre de mi ciudad natal, Gandía, deriva de la expresión de dicho monarca tras conquistar el castillo: «¡Gran día!». (Yo me creí a pies juntillas esa estrafalaria hipótesis, que debió de inventarse el maestro de turno, no sé si don Abelardo o don Vicente). Mis padres nos llevaban allí, a esa zona junto a la carretera por la que pudo haber cabalgado siglos atrás el rey conquistador, para que jugáramos y corriéramos al aire libre. Luego, en el restaurante, comíamos la inevitable paella. En verano nos bañábamos en la enorme piscina, una piscina con trampolín y con unos rebosaderos donde siempre había hojas de los árboles y bichos muertos. El restaurante tenía forma de cabaña, con vigas de madera en el techo. En la barra había un expositor donde se vendían tarjetas postales Escudo de Oro. Había también en una pared uno de esos higrómetros en los que, gracias a un cabello, un monje de cartón con una vara predecía el tiempo. Mis recuerdos del lugar se limitan a eso y a que el señor Caudeli preparaba sangrías, y que la palabra sangría, supongo que por su relación con la sangre, me impresionaba. Ah, y que de postre yo siempre pedía helado croccanti.
Bien, lo que ocurrió fue que, estando allí sentado, delante del plato de paella, tuve una sensación muy rara, algo que me hizo detener y, sin conexión con nada que hubiera sucedido antes o que fuera a suceder a continuación, exclamar: ¿Y yo, para qué estoy aquí? ¿Qué es todo esto? ¿Qué son las cosas?
Mi padre me lo recordó muchas veces, admirado de que a tan corta edad pudiera haber formulado esas preguntas, que son la base de toda filosofía. Yo casi había olvidado esa anécdota, que recordé el otro día, en una curva de la carretera nacional, entre Torredembarra, donde trabajo, y Tarragona, donde vivo. Supongo que ese olvido se debe a que mi padre, único adulto que debió de oírme (mi madre nunca me dijo nada al respecto), murió hace más de quince años y a que yo, en realidad, nunca le di importancia a ese hecho. Para mí, lo sorprendente es que a cualquier niño de cinco o seis años no le asalten las mismas preguntas. Aunque creo que mi padre no entendió bien lo que me ocurrió, o quizá yo no supe explicárselo: no, yo no era un repelente niño filósofo, para nada, aunque es cierto que siempre he tenido curiosidad por la filosofía y que he leído con placer libros que al común de los mortales les resultarían muy aburridos, y hasta quise, ya en segundo curso, dejar la carrera de Derecho y matricularme en Filosofía.
Es cierto que yo era un niño tímido y retraído, y tranquilo (según mi madre, rara vez lloraba), y que pasé largas temporadas sin hablar, hasta el punto de preocuparles (en casa me pusieron el mote de «el calladito»), aunque luego, cuando decidí hablar, lo hiciera por los codos. Porque aquello no lo provoqué yo, yo no intervine, sino que me llegó de pronto, acaso a pesar de mí, y fue como si, en aquel lugar donde el señor Caudeli preparaba sangrías y comíamos paella y helado croccanti, de repente se desmoronara el mundo exterior y se me desvelara otra cosa: sí, la fragilidad de eso que llamamos realidad, el desconcierto ante lo incomprensible.
No he vuelto a tener una sensación así, tan repentina y fuerte. Sí, he experimentado, como todo el mundo, unos cuantos déjà vu, esas sacudidas desconcertantes en las que sentimos estar volviendo a un pasado que apenas reconocemos, un incómodo desajuste y un encontrarse durante unos instantes como a la deriva, desconectado de la trama del tiempo, pero no es lo mismo. Y las grandes preguntas siguen ahí, sin respuesta, después de casi sesenta años.
Debo reconocer que no tengo en realidad ninguna necesidad de responder a esas grandes preguntas, que puede que ni siquiera admitan respuesta, pues tal vez pertenecen a una categoría ontológica diferente, difícil de entender, donde las preguntas solo eso son, un puro conocimiento en sí mismo que no implica la necesidad de una respuesta. Creo que lo que me ocurrió a los cinco o seis años es que descubrí que la realidad tiene límites y yo me tropecé con uno de ellos, con un muro que no pude franquear. Y puesto que lo que hay más allá de esa realidad, de ese muro infranqueable, no puedo conocerlo, no debo preocuparme por ello.
A los dieciséis años, gracias a algún libro de mis hermanos mayores que tenían por casa (es altamente aconsejable tener hermanos mayores) descubrí a Borges, ese gran escéptico, que en uno de sus relatos (Tlön, Uqbar, Orbis tertius) escribió: «Los metafísicos de Tlön no buscan la verdad, ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica». Siendo joven me imaginaba que una de las características de envejecer sería el escepticismo y ahora que estoy —llamemos a las cosas por su nombre— a las puertas de la vejez, lo compruebo. Pero no veo ese escepticismo como una carencia ni una imposibilidad de experimentar el entusiasmo que otros mantienen. No, ni pretendo dar lecciones a nadie, ni convencer al prójimo: me sé ignorante y tengo que construir mi vida con los mimbres de esa ignorancia. Ello no significa que no respete a quien se aferra a una fe (mis padres estaban en ese caso), a unas convicciones firmes e inamovibles, a una fórmula de vida que promete el éxito espiritual o a uno de esos sistemas que aparentemente a todo dan confortables y tranquilizadoras respuestas, cuando lo que hacen es previamente prepararse y seleccionar las preguntas...
Yo seguiré dudando, humildemente no puedo hacer otra cosa, seguiré a la intemperie, sin buscar refugio, contemplando el espectáculo de la vida, y me seguiré preguntando hasta el final, sin resentimiento, sin amargura, sin impaciencia, las mismas preguntas de cuando era niño.
¹ En las citas de Los ensayos de Montaigne, a lo largo de la obra, la primera cifra corresponde al libro y la segunda al capítulo. Salvo que se indique lo contrario, la traducción es la de la edición de Jordi Bayod Brau para Acantilado, Barcelona, 2007.
II
Me acuerdo
Sobre todo son peligrosos los viejos en quienes permanece vivo el recuerdo de las cosas pasadas y que perdieron la memoria de sus repeticiones.
He visto relaciones muy agradables convertirse en aburridas en la boca de un anciano, porque cada uno de los circunstantes las había oído cien veces por lo menos. [Ensayos, I:9]
Hace unos años decidí recopilar mis recuerdos. No mis memorias, sino mis recuerdos, esos recuerdos concretos, intrascendentes por lo general, a veces de ínfimos detalles, pero que por alguna razón misteriosa han escapado a la marea del olvido. Lo hice porque oí hablar en la radio acerca de un libro de George Pérec, que no he leído pero tal vez lea algún día, donde en breves frases, que comenzaban todas con un «je me souviens», hacía una especie de inventario de recuerdos, aunque al parecer la idea no era suya, sino de un tal Joe Brainard, un norteamericano que antes había escrito un libro de esas características llamado I remember.
Tampoco he leído ese otro libro, pero veo ahora, cuando acabo de conseguir en mi Kindle un fragmento de Je me souviens, que el francés, en un acto de justicia, se lo dedicó al norteamericano, reconociendo que, dans une certain mesure, el espíritu de sus textos se inspiraba en su I remember.
Bien, yo no he hecho ninguna dedicatoria porque mis «Me acuerdo» han sido hasta ahora un texto en un fichero en el escritorio del ordenador portátil con el que escribo esto y tampoco sé si alguna vez verán la luz y los leerán otros ojos, pero sirvan en cualquier caso estas líneas de reconocimiento a mis ilustres predecesores en ese género.
Sospecho que mis «me acuerdo», esa selección natural de determinados hechos (a veces unas palabras, o una simple sensación, o la atención prestada a algo aparentemente sin importancia y que de lo contrario se perdería para siempre), me definen y dicen, sin yo pretenderlo, más de quién he sido yo de lo que conscientemente diría sobre mí mismo si alguien me preguntara: «¿Y tú cómo eres?».
De modo que, metidos ya dentro de este bosque diverso y a veces insondable, dejo aquí unos cuantos «me acuerdo» que reproduzco tal como los escribí, por orden cronológico, aunque la cronología es siempre imprecisa.
Me acuerdo del «parque», un cuadrilátero plegable con barrotes blancos de madera, en cuyo interior me ponía mi madre para tenerme en todo momento bajo control, aunque puede que sea un recuerdo revivido por las fotos y por los que llegaron después y fueron también sus inquilinos. Fui sometido, sí, pero también aprendí a estar bien conmigo mismo.
Me acuerdo del miedo a quedarme ciego cuando las luces del dormitorio se apagaban y yo abría y cerraba obsesivamente los ojos en la cama, comprobando con alarma que no había diferencia alguna, que solo había oscuridad. Por la mañana comprobaba con alivio que todavía podía ver.
Me acuerdo de aquella figurita de plástico fosforescente que emitía una misteriosa luz verde. Era una Santa María Goretti, una niña violada y asesinada a los once años y que fue canonizada en 1950. Mi madre debió de comprar esa figurita en Roma, ciudad a la que viajó en peregrinación ese año, con motivo del así llamado Año Santo.
Me acuerdo de nuestro vagabundo local, Paco María, alto, muy flaco y desgarbado, con boina y un guardapolvos raído, caminando a grandes zancadas, como un niño grande, por la acera de la calle Maestro Giner, debajo de nuestro piso. Seguramente era inofensivo. Otros niños se burlaban de él, pero a mí me daba miedo: creía que era el hombre del saco.
Me acuerdo de mi abuelo Benito diciendo la palabra Benfica. Creo que hablaba de fútbol con mi hermano mayor, comentando quizá los pormenores de un partido en el que el Real Madrid y los portugueses se habían enfrentado o iban a enfrentarse. Tras esa preciosa, pacífica y serena palabra, Benfica, sigo viendo a mi abuelo. Me gustaría poder introducir ese nombre alguna vez en mis conversaciones, poder decir: «Benfica tiene un clima fantástico», pero nunca viene a cuento.
Me acuerdo de que a mi padre se le cayó en el comedor un frasco con pastillas y anduvo un buen rato gateando por toda la habitación, concentrado en su búsqueda con una cara muy rara y, como al principio no sabía qué le pasaba, pensé que se estaba volviendo loco y que ya nunca recuperaría la razón.
Me acuerdo de esas bicis de chica que en la rueda de atrás, desde el guardabarros y hasta el eje, desplegaban una malla de hilos de colores.
Me acuerdo de la tele en blanco y negro, en la que a veces salía un señor calvo y trajeado, muy serio, que hablaba y hablaba y me daba rabia porque no entendía nada; muchos años después mi amigo Mariano, que me lleva siete años y es como un hermano mayor, me dijo que ese hombre se llamaba Luis de Sosa y hablaba sobre libros. Leo en Internet que el programa se llamaba Tengo un libro en las manos.
Me acuerdo de madame Antoinette, que venía a casa a enseñarnos francés y utilizaba como libro de lectura un viejo manual de mi padre de los años veinte. Un día me hizo leer no sé qué historia moralizante (ese era el tono general de aquellos textos anticuados) y ella, quizá conmovida, comentó: ¡Qué gran verdad! Poco después entró mi madre en la salita, llevaba un jersey de cuello alto de lana a rayas de muchos colores y madame Antoinette exclamó: «Ese jersey le favorece mucho, doña Silvia».
Me acuerdo de las inyecciones de don Carmelo, nuestro médico de cabecera. Lanzaba la aguja a la nalga como si jugara a los dardos y luego pasaba una eternidad hasta que ajustaba el émbolo y lo empujaba hasta el fondo, mientras yo me retorcía de dolor. No ayudaba nada su frase falsamente tranquilizadora: «No tengas temor, que hay mucho que hacer».
Me acuerdo del jorobado de la papelería Olivares, en la que vendían los libros de texto del instituto Ausiàs March.
Me acuerdo de un acto de fin de curso en el colegio en el que yo, como solía hacer, memoricé una poesía para recitarla ante mis compañeros y los padres y familiares de todo el colegio, y ocurrió lo peor que puede ocurrir en esas circunstancias: me quedé en blanco, creo que hasta perdí la noción de dónde estaba. Aún recuerdo las carcajadas en el patio de butacas.
Me acuerdo de cuando las mujeres no se depilaban los sobacos.
Me acuerdo de nuestra primera tele. Era un Talita, una marca japonesa de la que nunca he vuelto a saber nada. Me sentía orgulloso de tener en casa un aparato de un país tan lejano, de modo que me decepcionó mucho oír al técnico que un día vino a casa a arreglarlo decir que en realidad los fabricaban en Barcelona.
Me acuerdo de aquella Encarnita que tuvieron mis abuelos invitada un verano en Marblau, mientras yo también estaba allí y que decía que yo era un niño muy «sabut». Un día me levanté y me enteré de que había muerto por la noche. No tendría más de treinta años y estaba enferma del corazón: acaso pensaban que estar junto al mar «li provaria». Yo tenía siete u ocho y me quedé profundamente impresionado: jamás me atreví a entrar en la habitación donde murió.
Me acuerdo de los periódicos que envolvían mis bocadillos en el colegio. Los titulares hablaban siempre de la guerra del Vietnam, de Ho-Chi-Min, el Vietcong y las conversaciones de paz en París. Parecía que esa guerra sería eterna, como Franco.
Me acuerdo de cómo me dolió cuando en el colegio nos acusaron falsamente a Javier Mora, primo segundo mío, y a mí de haber abierto la hucha del Dómund para robar. Solo hicimos un recuento por ver cómo iba la cosa.
Me acuerdo de una vecina de la playa, más o menos de mi edad (debíamos tener once años y nos veíamos desde las terrazas), pecosa y plana como una tabla de planchar, que en el cine de verano se me acercó a mitad de película y como en un melodrama barato me dijo: «¡Bésame, Rafa!». Yo me negué. No entendía aquella efusión, y tal vez por eso luego pasó el verano burlándose de mí, diciéndome «¡Rafita, gallinita!».
Me acuerdo de los pavos reales del jardín de la marquesa, que oíamos desde nuestro piso del edificio contiguo. Las eternas tardes de junio en las que, aquejados de no se sabe qué oscura desesperanza, chillaban. Había un tiempo distinto en aquellas tardes.
Me acuerdo del Cara al sol que cantábamos en el patio del instituto los lunes por la mañana, formados en varias filas. Desde la balconada, bajo las banderas, don Moisés Amores, profesor de Gimnasia y Formación del Espíritu Nacional, entonaba, megáfono en mano, con aire marcial, los primeros compases. No éramos conscientes de ignominia alguna: lo cantábamos con espíritu jocoso y siempre había alguien que tras «el puesto que tengo allí» hacía la trompetilla. Y nos inventábamos un nuevo santo al decir: «¡Arriba, escuadras, San Venced!», en vez de «¡Arriba, escuadras, a vencer!». Tras el himno falangista, como si formara con él una unidad inseparable, y de hecho la formaba, don Moisés rezaba un padrenuestro, que contestábamos en un murmullo indescifrable hasta que por fin llegaba el «¡rompan filas!». Así empezábamos la semana.
Me acuerdo de estar sentado en el inodoro del baño grande, el de «los chicos», y ponerme a calcular qué edad tendría yo cuando llegara el año 2000, que tan lejano parecía entonces.
Me acuerdo de cuando, a partir de cierta edad, las mujeres vestían ya siempre de negro.
Me acuerdo de cuando, yendo por la calle Mayor, Fernando Bañuls nos dijo a Luis Hernández y a mí que en Gandía se había llevado a cabo esos días una «transacción» muy importante. Esa palabra nos hizo mucha gracia, aunque tantos años después sigo sin saber a qué concreta transacción se refería.
Me acuerdo del así llamado «profesor Cabo», un mutilado de guerra con una doble profesión: limpiabotas y mago. Lo vi actuar una vez, en esa segunda faceta, con su frac repleto de medallas, en el solar junto a la casa de la marquesa donde luego se construyó el bloque de pisos a donde un par de años después nos mudamos.
Me acuerdo de don José Camarena en el aula de segundo de bachiller (éramos cincuenta baby boomers y, como no cabíamos en ningún aula, nos metieron en la biblioteca), recitándonos con indisimulable satisfacción los meses del calendario de la Revolución francesa, con su intensa y colorida sonoridad: Vendimiario, Brumario, Frimario, Nivoso, Pluvioso, Ventoso, Germinal, Floreal, Pradial, Mesidor, Termidor y Fructidor.
Me acuerdo de cuando vi actuar a los Beatles, en un circo, en la feria de Gandía. Sí, los Beatles, pero los de Cádiz, no los de Liverpool.
Me acuerdo de la impresión que me produjo oír hablar de cerebros electrónicos. En Gandía teníamos uno. Ocupaba toda una habitación, en un piso cercano al Instituto Ausiàs March. Me imaginaba a aquel inmenso cerebro electrónico, allá en su guarida, conspirando contra todo.
Me acuerdo de «el del bigote», un hombre anuncio que al final de las etapas de la Vuelta Ciclista a España se las arreglaba para aparecer siempre junto al ganador.
Me acuerdo del listín telefónico donde mis padres anotaban, cada uno con su característica letra, nombres, direcciones y teléfonos. Cuando alguien moría mi padre ponía una cruz junto al nombre (+). Con el tiempo, el listín se fue llenando de más y más cruces, pero los nombres allí seguían, como si se les pudiera telefonear al más allá. Entre otros muchos objetos rescatados de esa época, conservo aún ese viejo cementerio de papel.
Me acuerdo de las monjas cerca de Gandía, las del monumento al Corazón de Jesús, a las que me llevó mi madre para que me tejieran un jersey de punto. Me tomaron medidas y nos explicaron las dos modalidades: cuello de pico y «cuello gamberro»: así llamaban al cuello redondo. No recuerdo por qué modalidad me incliné, pero sí el rojo intenso, excesivo para la época, de la prenda. Apenas me lo puse dos o tres veces. Me pregunto qué habrá sido de ese jersey. Qué poco sabemos de la vida de los objetos.
Me acuerdo del Hukako, una «boîte» de la playa de Gandía desaparecida hace mucho, con su desconcertante y discriminatorio cartel de «SEÑORITAS GRATIS».
Me acuerdo del rostro cerúleo, como de funcionario soviético, del profesor de latín. Se decía que había sufrido un infarto y en su piel blanquísima, casi transparente, y su notable falta de energía, me parecía ver la confirmación de su inminente final, lo cual no hubiera tenido nada de extraño, enseñando como enseñaba, con todo el decaimiento de que era capaz, una lengua muerta.
Me acuerdo de Concheta, una mujer excéntrica y vagabunda, delgada y encorvada, que vestía con harapos, siempre de negro, y que recorría incansable las calles de Gandía comiendo pasteles. A mí me daba miedo, sobre todo cuando la veía en casa de la abuela Lola, pues la tenía de algún modo acogida y, aunque le disgustaba que se orinase en las plantas del pequeño jardín (Concheta decía que así crecerían mejor), le confiaba algunas tareas domésticas, como la plancha, hasta el punto de que se refería a ella como «mi doncella».
Me acuerdo de los ruidos de la Marina Gandiense al abrirse las puertas, de los chóferes y los cobradores, de los asientos, y de mí sentado en uno de ellos, oyendo conversaciones ajenas y enrollando entre mis dedos el billetito de color azul.
Me acuerdo de cuando, cerca de Palacio, me encontré a Bernabéu, un niño que iba a mi clase. Había ido a ver La Biblia en el cine Fantasio y me dijo que la película era muy larga, pero que a Eva «se le veía media teta».
Me acuerdo del apodo con que una amiga de mi madre, bastante mayor que ella (doña Angelita Bru), llamaba al padre Muñoz, conspicuo ejemplar de jesuita progre de los sesenta, y al que sin duda detestaba: «Rovachol». Durante años pensé que era un calificativo valenciano, algo así como necio o animal, hasta que años después descubrí que había un anarquista francés, autor de varios atentados con dinamita, llamado Ravachol, muy célebre en su época. Doña Angelita debió oír de joven sus hazañas. Según la Wikipedia, fue guillotinado en 1892. Espero que no deseara esa muerte al pobre jesuita. Yo le conocí. Me dio clase de religión en el instituto y era una buena persona.
Me acuerdo de la rabia profunda e imperdonable que sentí cuando me desperté en el apartamento de la playa el 21 de julio de 1969, con el sol ya bien alto, y comprendí que, en contra de lo prometido, mis padres no me habían despertado para ver en la tele cómo llegaba el hombre a la Luna. A un niño de doce años no se le hace eso.
Me acuerdo de Marta, un amor platónico de mi adolescencia. Apenas la vi una vez cerca de mí, en el exterior del cine de verano Miami Park. Yo tendría trece años. Hacía fresco y se había puesto un suéter blanco. Recuerdo su sonrisa y sus largos cabellos castaños. Su apartamento se podía ver desde el mío y yo vigilaba a toda hora sus ventanas. Cuando, a la vuelta del verano, en clase de literatura, doña Adelina Bataller nos habló de Petrarca y de su musa Laura, supe muy bien de qué hablaba.
Me acuerdo, en realidad sin nostalgia, de cuando en los trenes los que se sentaban a tu lado se sentían en la obligación de dar conversación.
Me acuerdo de cuando sólo había un hombre del tiempo, Mariano Medina, y uno sabía muy bien a qué atenerse en cuestiones meteorológicas.
Me acuerdo de Françoise, una guapa y simpática profesora de francés del Mangold Institute. Había vivido mucho tiempo en Francia y nos preguntó, haciéndonos partícipes de un tema por aquel entonces muy debatido en el país vecino, qué pensábamos de las relaciones prematrimoniales. Yo tenía dieciséis años y ninguna opinión al respecto.
Me acuerdo de cuando, a mediados de los 70, empezó a decirse «es demasiado». Ocurría cualquier cosa y alguien decía: «Es que es demasiado», o que Fulanito era «demasiado» o, peor aún, «demasié». Y ahí quedaba la cosa, nunca se aclaraba demasiado qué; las cosas o eran demasiado o no lo eran, y más valía que fueran lo primero: fueron demasiados demasiados.
Me acuerdo de mi abuela Lola enseñándome a tocar El chocolatillo al piano, pieza que no requiere utilizar más que un dedo de cada mano. Ese piano, aunque ya definitivamente mudo, sobrevivió a la abuela, aunque está relegado, por no decir degradado, a funciones decorativas: lo tiene mi hermana Dolores en Sevilla.
Me acuerdo del tren de Valencia a Gandía el día en que murió Franco y cerraron la universidad. El hondo silencio, las miradas contenidas de la gente, el futuro titubeante. En el vagón nos vigilábamos unos a otros, como si fuera a estallar en algún momento la revolución. Nadie parecía tenerlas todas consigo.
Me acuerdo de la indignación de un compañero de primero de Derecho porque Criado, uno de los más activos en las asambleas (se decía que estas las dirigían los comunistas), trabajara por las mañanas como albañil. ¿Un albañil estudiando Derecho? Imposible: ¡era un infiltrado, el Partido le pagaba los estudios!
Me acuerdo del comentario de mi abuela Lola al ver la foto de una chica amiga mía (llamémosla LMY) en la playa, sentada en la arena, recogiendo sus largas piernas: «¡Qué sicalíptica!». Fue así como aprendí esa palabra caída en desuso. En cuanto a mi sicalíptica amiga, una encantadora madrileña, anduve enamorado de ella un tiempo, o eso creí. Muchos años después cedí a la malsana curiosidad de buscar su nombre en Internet, cosa que desaconsejo: me tropecé con su esquela. Su apenado esposo, sus afligidos hijos, sus hermanos, etc. Que Dios la bendiga.
Me acuerdo de los paseantes nocturnos de perros en Valencia, caminando junto al muro de la Tabacalera, con el transistor a cuestas, oyendo a José María García. «Pablo, Pablito, Pablete».
Me acuerdo de mis primeros calzoncillos Jim. Tras tantos años de gayumbos de algodón Ocean, que mi madre nos compraba en El Sol, la maravillosa sujeción de los Jim me hacía sentir un hombre nuevo, viril, compacto y confiado. Mas su prestigio se vio ensombrecido cuando estudios científicos dictaminaron que la sujeción excesiva podía producir impotencia. Con los años, con naturalidad, sin sobresaltos, con modestia, sabiendo que vivir es someterse con deportividad a los cambios, me pasé a los bóxer.
Me acuerdo de cuando le sostuve la madeja a la abuela Lola, mientras tricotaba un gorro de dormir de lana que quería enviarle al papa Wojtila. Me imaginaba a este durmiendo en el lecho papal, con el gorro de la abuela puesto, dando un poco de color a la ancestral sobriedad de los aposentos vaticanos.
Me acuerdo de la manifestación de «amnistia, llibertat, estatut d’autonomia», en Valencia, en el 76. Tenía curiosidad por vivir esa experiencia y me metí, solo, entre la masa. Íbamos por la calle Colón cuando alguien a mi lado me pasó una prenda de lana gris, alargada y estrecha, de confección claramente casera. «Pásala», me ordenó. Yo obedecí, pero pregunté: «¿Pero qué es?». «¡La bufanda de Marcelino Camacho!», contestó el otro, no sin piadosa emoción, como si estuviéramos contemplando el brazo incorrupto de Santa Teresa. (Tal vez deba explicar para los lectores más jóvenes que Camacho era el líder de Comisiones Obreras y había pasado por las cárceles del franquismo).
Me acuerdo de Pili, antes de que fuera mi suegra, fumando en su butaca orejera, viendo en la tele que había en el otro extremo del salón los juegos olímpicos de Moscú. Esa butaca la tenemos ahora en Benicàssim. A veces me siento en ella y, aunque sé que a Pili le complacería saber que ese mueble, en el que en sus últimos años pasó la mayor parte del tiempo, le ha sobrevivido, aún tengo la sensación de cometer un pequeño sacrilegio.
Me acuerdo de la comisaría de Gandía, frente a la iglesia del Beato Andrés Hibernón, donde en el primer piso hacían los pasaportes. Yo tenía 15 años y lo necesitaba para viajar a Grecia con mis padres. Llevaba conmigo las fotos carnet, recién hechas en Casa Laporta. Por las conversaciones en la cola deduje que la gente lo necesitaba para ir a Francia a la vendimia. No sé por qué el que yo tenía delante me cedió el puesto diciéndome: «¡Pasa tú, templao!».
Me acuerdo de la terraza del apartamento de la playa y del lugar exacto donde estaba sentado cuando oí en la radio, por primera vez, a Shostakovich: era el Largo de la 5ª Sinfonía. Sé que tarde o temprano lo acabaría descubriendo, y que sería uno de mis músicos clásicos favoritos, pero ese momento fue mágico. Era el verano de 1979.
Me acuerdo de la litera de Sant Climent de Sescebes, el campamento de la mili. Tuve mucha suerte de que me tocara abajo, junto a una pared. Me dormía hacia ese lado, dejando a mis espaldas todo lo demás. Aquella pared, que solo yo podía ver y tocar, era mi pequeño mundo privado, mi patria.
Me acuerdo de don Antonio, aquel abogado para el que antes de estudiar las oposiciones hice de pasante, sacándose con el extremo de un clip la cera del oído.
Me acuerdo del abrazo de Pilar, es decir, de EL ABRAZO, y dónde estaba yo y dónde ella antes de que eso ocurriera. Yo llevaba un jersey de pico amarillo. Ella, un pantalón vaquero de peto.
Me acuerdo de la noche en que encontramos una luciérnaga en el jardín de Benicàssim.
Me acuerdo de cuando besé a mi madre muerta, de su frente fría.
Esta es solo una muestra. Tengo muchos más me acuerdos y algunos aún no han sido registrados. Pueden emerger en cualquier momento, nunca se sabe cuándo va a suceder. Sucede y ya está: los anoto en la mente y si luego me acuerdo los escribo. Sé que en la mente pueden resultar incoherentes, ilógicos, hasta irreales, pero una vez escritos las palabras los restauran y les dan la luz que, sepultados bajo la maraña de datos que se hacinan en mi cerebro, parecía faltarles. En cuanto a su mayor o menor exactitud, eso da igual: son recuerdos y los recuerdos tienen sus propias leyes, su propia idiosincrasia, su propia vida.
III
Sobre la necesidad de ser guiado
El pueblo se equivoca. Es mucho más fácil andar por los extremos, donde la extremidad sirve de límite, de freno y de guía, que por la vía del medio, ancha y abierta, y según el arte, que según la naturaleza; pero es también mucho menos noble y menos digno de elogio.
La grandeza del alma no consiste tanto en ascender y avanzar como en saber mantenerse en orden y circunscribirse. Tiene por grande todo aquello que es suficiente. Y muestra su elevación prefiriendo las cosas medianas a las eminentes.
Nada es tan hermoso y legítimo como hacer bien de hombre, y tal como es debido. Ni hay ciencia tan ardua como saber vivir bien esta vida. Y, entre nuestras enfermedades, la más salvaje es despreciar nuestro ser. [Ensayos, III:13]
He estado pensando que necesitaba un guía para estas páginas que, no sabiendo muy bien por dónde irán, emprendí la semana pasada, movido simplemente por la convicción de que, para quitar grisura y rutina a mis días, necesitaba escribir. Soy yo el argumento de estas líneas. Siempre lo he sido en realidad, tanto en los relatos que he escrito, algunos publicados, como en la media docena de novelas que probablemente nunca verán la luz, pues toda ficción es claramente, y en mayor o menor grado, autoficción: uno está siempre en todo lo que escribe, por mucho que quiera ocultarse bajo la piel de sus personajes. De modo que casi por eliminación, rebuscando entre los géneros narrativos, borrando muchas líneas y venciendo muchas resistencias (y soy consciente de que aún hay otras por vencer) he llegado por mis propios medios, sin el impulso de nadie, hasta aquí, pero ahora creo que voy a necesitar a alguien que me guíe, alguien en quien apoyarme ante las previsibles dificultades del camino.
He tenido suerte. He encontrado un guía muy fiable y seguro, un tipo de contrastada virtud a quien conocí hace tres décadas. Jamás me traicionará, porque está muerto hace más de cinco siglos, aunque, como diría el muy manido tópico, sobrevive en su obra. Lo tenía bien cerca, en la biblioteca de mi casa de Benicàssim.
Adoro esa casa y merece que me detenga unas líneas en ella, pues para mí es como un ser vivo más; casi, y sin casi, un miembro de la familia por méritos propios. Y ya que viene al caso, diré que hace unos veinte años un manitas local de infausto recuerdo apodado el Greñas (puro y cruel sarcasmo, puesto que apenas tenía pelo en el cráneo), y que compaginaba su trabajo de enterrador local con la ejecución de chapuzas domiciliarias varias, tapió las dos ventanas de la pared, una a cada lado de la chimenea que hay en el centro de ese lado del salón, y en su lugar nos hizo una librería de pladur que no tardamos en llenar de libros y bibelots. Pues bien, justo en el estante inferior de la izquierda, casi pegado a la pared, he encontrado hace unos minutos el libro del que hablo, un elegante volumen con una cubierta de un intenso color dorado.
Soy un hombre casado y quizá por eso me gustaría poder confesarme autor de los dos párrafos que reproduciré cuando termine este, y que justo cuando he sacado ese libro de su sitio, al encontrar doblada la esquina superior de una de las páginas (una señal para el futuro dejada en una lectura previa), he leído:
No veo otros matrimonios que fallen y se perturben más rápido que los basados en la belleza y los deseos amorosos. Hacen falta fundamentos más sólidos y más constantes, es necesario proceder con precaución; esa burbujeante alegría no sirve de nada.
Un buen matrimonio, si lo es, rechaza la compañía y características del amor. Intenta imitar las de la amistad. Es una dulce alianza de vida, llena de constancia, confianza y un número infinito de útiles y sólidos servicios y obligaciones mutuas.
No sé si estará de acuerdo con estas reflexiones ese ser sin nombre ni rostro, esa anónima entelequia a la que los autores invocamos a menudo llamándole «el lector», y a quien mi guía se dirige en la primera página de su obra. Reproduzco aquí esas palabras porque las suscribo, y porque soy, como he dicho, un hombre casado, con treinta y cinco años de matrimonio a mis espaldas. Cuando las leí por primera vez solo llevaba casado ocho y, tanto entonces como cuantas veces he vuelto al libro, siento que perfectamente podía haberlas escrito yo, aunque me pueda parecer un poco extremada esa apreciación de que un buen matrimonio debe rechazar «la compañía y características del amor». Yo no hubiera dicho tanto, sino que la compañía y características del amor no deberían de ser en ningún caso la base de esa asociación a la que llamamos matrimonio o, regresando al siglo XXI, puesto que ese texto fue escrito en el XVI, «pareja estable».
Sí, esas palabras pertenecen a Michel Eyquem, el señor de Montaigne, siendo este el lugar cercano a Burdeos donde tenía su propiedad familiar, sus tierras con sus vides y su château. Fueron escritas en 1580, y las dejó para la posteridad en una obra que escribió y reescribió durante sus últimos veinte años de vida. La llamó "Los ensayos" (es decir, los intentos, los ejercicios) y se dice que desde entonces esa palabra sirvió para designar eso que ahora consideramos un género literario: el ensayo.
Me temo que mi guía no es muy leído en España, no así en Francia, donde se le tiene por una de sus grandes glorias y hasta se le llama, acaso con patriótica generosidad, filósofo. Yo lo descubrí a través de una breve selección de textos de Los ensayos que publicó André Gide en 1939, con el título de Páginas Inmortales: es ese el libro de cubiertas doradas que, como diría un pedante, recién exhumé de su silente anaquel.
Parece increíble, pero hasta 1993 esa antología, con prólogo del propio Gide, no se tradujo al español. El que el antólogo fuera galardonado con el Nobel de literatura en 1947 no debió ser suficiente para animar a los editores a traducir esas Páginas Inmortales. Aún tuvieron que pasar más de cuarenta años para que alguien (Tusquets) se decidiera a hacerlo. Debí leer la noticia de la publicación del libro en alguno de los suplementos culturales de los periódicos, tal vez el ABC Cultural, que mi madre me guardaba y me entregaba los domingos, cuando visitaba a ella y a mi padre en Gandía, en ese piso contiguo a la casa de la marquesa donde en las largas tardes de junio oía a los pavos reales. A veces escribía mi nombre en la portada, arriba a la derecha, con su perfecta caligrafía de colegio de monjas que nunca perdió su elegancia. Como soy un sentimental, cuantas veces Pilar, mi mujer, me ha conminado a hacer limpieza de papeles viejos, me las he arreglado para salvar esos suplementos culturales que llevan mi nombre escrito en la primera página.
De modo que leí la reseña y enseguida debí comprármelo, pues leo en el propio libro que la primera edición es de mayo de 1993, y en julio de ese año Pilar y yo viajamos a Nueva York y San Francisco, y —lo recuerdo muy bien— lo llevaba conmigo en el avión: crucé el Atlántico leyéndolo, asombrado por la «modernidad» de ese Montaigne del que nada sabía. Siendo padre de dos hijos, el menor de los cuales no tenía ni un año cuando emprendimos ese viaje para reunirnos en San Francisco con mi hermana Dolores y su entonces marido, me hacía muy feliz saber que alguien nacido 424 años antes que yo pudiera haber escrito un párrafo como este:
Condeno toda violencia en la educación de un alma delicada, que se forma para el honor y la libertad. Hay no sé qué de servil en el rigor y la coacción; y sostengo que lo que no puede lograrse mediante la razón, y con prudencia y habilidad, no se