Lo que digo cuándo quiero decir
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En una introducción amena pero rigurosa, se insiste en este concepto de intertextualidad como uno de los principales mecanismos de que se sirve la literatura: unos textos beben de otros, versionándose y enriqueciéndose, formando una red de infinitas constelaciones. Solo en el acto de la lectura el texto cobra un sentido, siempre mutable, dependiendo de quién lo lea y en qué momento, de la historia o de su propia vida.
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Lo que digo cuándo quiero decir - Luis Alejandro Chaves Hernández
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info@Letrame.com
© Luis Alejandro Chaves Hernández
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz
Diseño de cubierta: Rubén García
Supervisión de corrección: Celia Jiménez
ISBN: 978-84-1068-794-3
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A los que amo entrañablemente, a los que están conmigo.
A los que amé, que se han marchado, que habitan lejanas
tierras o han sido llevados de la mano del eterno.
A los que he olvidado, sabrán de sobra las razones.
A todos simplemente les dejo fluir por el espacio de la palabra.
Prólogo
El término «intertextualidad» fue acuñado por Julia Kristeva en los años sesenta del pasado siglo, con el objetivo de hilar más fino a la hora de describir un fenómeno al que hasta entonces se había denominado simplemente «influencia». El trabajo de Kristeva, así como el de su contemporáneo Roland Barthes, trataba de alejar el foco de atención del autor para dirigirlo hacia el texto y sus lectores, dándole a la experiencia lectora una dimensión mutable que hasta entonces no se planteaba, pues se consideraban inamovibles tanto el texto como su significado.
Todo esto sucedía en el marco de lo que en filosofía se conoció como «giro lingüístico», un cambio de paradigma a partir del que se comenzaron a señalar las limitaciones del lenguaje a la hora de trasladar una «verdad» absoluta, y de la pérdida de objetividad que necesariamente implica el pasar los pensamientos por el tamiz de la palabra. Asimismo, matizar el término «influencia» dio fin a la idea de que existía una jerarquía entre textos (uno «original» y otro «influenciado» por este). A partir de este momento, la literatura ya no se limita al texto como entidad aislada, sino que se encuentra también en las relaciones que diferentes textos y diferentes autores, contemporáneos o no, establecen unos con otros, enriqueciendo mutuamente sus obras.
En torno a esta concepción de la literatura se despliegan las piezas que componen Lo que digo cuando quiero decir. Ya en su título podemos avistar estas mismas implicaciones: en el momento contemporáneo desde el que el autor escribe, ya superado incluso el Posmodernismo, y desprovistos de la inocencia que hacía pensar que el lenguaje no está cargado con significantes propios, únicamente es posible decir sabiendo que todo lo que digamos lo habrá dicho ya alguien antes —no por nada Jorge Luis Borges escribió que, en tres mil años de tradición literaria, raro sería no haber hallado ya todas las metáforas posibles—. El autor vuelve así a los temas eternos de la literatura, como son el amor y su corporalidad, el paso del tiempo o la pérdida de la inocencia tras la niñez, pero evidenciando también las otras voces que han influido en su propia forma de escribir y dialogar con estas temáticas. Haciendo por tanto ya no solo literatura de las cosas que se dicen, sino del acto mismo de quererlas decir: ese deseo de contribuir al libro definitivo al que todos los demás libros tienden, sin alcanzarlo nunca. Lo que importa es participar en esa perpetua reescritura, polifónica, que contiene a todos sus predecesores y servirá a la vez de herencia para el porvenir.
0. Aunque suene ambicioso
«Lo escrito tiene una vida /Autónoma que su autor desconoce»
Roberto Calasso
Lo que digo cuando quiero decir es simplemente un acercamiento de carácter íntimo, un ejercicio intertextual surgido de una búsqueda de un personaje maravilloso. Es simplemente que quisiera emborrachar mi vida con palabras, celebrar que estoy vivo. Es por ello por lo que en ciento once formas lo escribo, en ciento once formas lo expreso. Algunas más profundas, otras más vanas y ligeras. Es un ejercicio intertextual que viaja de la mano de Gómez Jattin, Pessoa, Rimbaud, Barba Jacob, pasando por Ginsberg, aunque suene ambicioso. Tal vez desborde mis límites o acaso los del lector desprevenido al que un día lleguen mis palabras.
Pretendo sea un ejercicio sincero desde mis sentimientos, en ese encuentro conmigo mismo. Un salirme de mis esquemas, salirme de mis fronteras.
Es desde la intertextualidad de la creación propia, en la que propongo una más íntima apreciación de componentes determinantes tales como: tiempo, sujeto como autor y como personaje, momentos de crisis y desenlace, todo ello para presentar una aventura progresiva de incursión del lector indagando el desplazamiento semántico del texto. Girando en lo queer como hilo conductor o tema literario, donde lo único que queda claro es que «La lectura siempre es apropiación, invención, producción de significaciones […] el lector es un cazador furtivo que recorre las tierras de otro» (Roger Chartier).
Modesto ejercicio para mostrar y demostrarme que el texto no tiene exactamente —o en absoluto— el sentido que le atribuyen autor o comentarista, se plantea desde esa libertad del lector que desplaza y subvierte, intentando esa autonomía lectora nunca absoluta, sujeta a restricciones que proceden de convenciones y hábitos, mismo que nos van alimentando, formando y caracterizando. Que nos hace seres únicos con diferencias y en especial prácticas lectoras.
Y es que «Primero me entretuvieron las especulaciones metafísicas, las ideas científicas después. Me atrajeron finalmente las (…) sociológicas. Pero en ninguno de estos estadios de mi busca de la verdad encontré seguridad y alivio. Poco leía, sobre cualquiera de las preocupaciones. Pero, en lo poco que leía, me cansaba ver tantas teorías, contradictorias, igualmente asentadas en ideas desarrolladas, todas ellas igualmente probables y de acuerdo con cierta selección de los hechos, que tenía siempre el aire de ser todos los hechos. Si levantaba de los libros los ojos cansados, o si de mis pensamientos desviaba hacia el mundo exterior mi perturbada atención, solo una cosa veía yo, que me desmentía toda la utilidad de leer y pensar, que me arrancaba uno a uno todos los pétalos de la idea del esfuerzo: la infinita complejidad de las cosas, la inmensa suma (…), la prolija inaccesibilidad de estos pocos hechos que se podrían concebir como precisos» (Fernando Pessoa, Libro del desasosiego, edición, Jerónimo Pizarro; traducción, Ana Lucía de Bastos Herrera. Lima, Primera edición: julio 2022, Revuelta Editores).
Libero la pluma sobre la mesa y regresa rodando, mostrándome que «La lectura cierra el proceso poético —o lo abre— y le da sentido a su creación. En todo texto literario el lector funciona como exégeta, como actor indispensable de la comunicación —puesto que la obra es obra, o el poema es poema, en cuanto alguien recibe el mensaje y lo descifra—, y como otorgador último de significado. De esta manera, podemos considerar que la lectura crea lo leído y la interpretación crea lo interpretado, al igual que la luna, en su simbolismo, es la luna, porque los humanos desde la Tierra la observamos e interpretamos así» (Celia Corral Cañas).
Logro apenas recoger en el plano inclinado de mi obra lo que siento de repente, mi alegría es manifiesta en el gesto de rabia que se marca en mi cara y se lleva mi sonrisa, quisiera decir más y no puedo, quisiera escribir más y me limito, me controvierto y me pierdo, ya no es posible subordinarme a nada —ni a hombre, amor, idea ni tener aquella independencia lejana de no creer en la verdad, ni tampoco, acaso de haberla, en la utilidad de su conocimiento— mientras me dejo arras trar por la banalidad de creer que escribo —como profesión u oficio— que soy capaz de escribir después de haber leído. Es