El mito de la ciudadanía: Prólogo de Roberto Esposito
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¿A qué nos referimos cuando hablamos de ciudadanía? ¿Quién puede ser un ciudadano? ¿Qué destino les espera a aquellos que no lo son en el país que residen?
Muchas veces las preguntas sencillas encierran temas muy complejos. En este libro, Irene Ortiz despliega una investigación arqueológica en torno a los relatos que permitieron la constitución del dispositivo de la ciudadanía desde los pilares que establecieron Atenas y Roma hasta nuestros días. Con más de dos mil años de distancia, la ciudadanía sigue siendo la herramienta legal que permite al Estado distinguir entre quiénes son «miembros» y quiénes «extraños».
Este ensayo presenta un diagnóstico de la ciudadanía, de su formación y de sus efectos. Sin embargo, no se trata solo de indagar qué papel desempeña el artefacto jurídico de la ciudadanía en la protección de la vida y qué implicaciones tiene en nuestra comprensión del mundo, se trata también de evaluar si esta narrativa puede seguir explicando y dando respuesta a la urgencia de nuestro presente —a los encarcelamientos, a los naufragios, a la violencia legitimada institucionalmente contra quienes no tienen un pasaporte «fuerte».
Tal vez sea tiempo de ejercitar la imaginación política y construir nuevos relatos con los que pensar nuevos mundos más justos y habitables.
Irene Ortiz Gala
Irene Ortiz Gala (Madrid, 1990) es doctora en Filosofía. Trabaja como profesora e investigadora en la Universidad Autónoma de Madrid, donde imparte docencia en el Máster en Crítica y Argumentación Filosófica. Desde 2022, es directora en el área de filosofía de la Revista filosofía&co. Sus líneas de investigación se centran en el cruce entre la vida y el derecho.
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El mito de la ciudadanía - Irene Ortiz Gala
Irene Ortiz Gala
El mito
de la ciudadanía
Prólogo de
ROBERTO ESPOSITO
Diseño de la cubierta: Dani Sanchis
Edición digital: Martín Molinero
© 2023, Irene Ortiz Gala
© 2024, Herder Editorial, S.L., Barcelona
ISBN: 978-84-254-4970-3
1.ª edición digital, 2024
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).
Índice
PRÓLOGO
Roberto Esposito
INTRODUCCIÓN
I. LOS RELATOS DE LA CIUDADANÍA
1. EL MITO ATENIENSE DE LA AUTOCTONÍA
1. El nacimiento de Erictonio
2. Los fundamentos de la autoctonía ateniense
• Nacer de la tierra
• Permanecer en la tierra
• La pólis eterna
3. Consecuencias políticas de la autoctonía ateniense
• Igualdad ante la ley
• Exclusión de los extranjeros
2. DEVENIR ROMANO: MEZCLAR SU SANGRE Y SU RAZA CON OTROS HOMBRES
1. La fundación de Roma
2. Náufragos en fuga
3. El derecho de la ciudadanía romana
• Lex Iulia y Lex Plautia Papiria
• La ciudadanía en el Imperio romano
3. LOS DIOSES NO OLVIDAN: LA HOSPITALIDAD EN GRECIA Y ROMA
1. La xenía griega
2. El hospitium romano
II. LA CIUDADANÍA Y SUS MÁRGENES
4. IUS SOLI Y IUS SANGUINIS: CIUDADANÍA Y ESTADO NACIÓN
1. La sangre caduca y el suelo no es fértil
5. EL RESIDUO DE LA DIFERENCIA: ESTRATEGIAS DE DOMESTICACIÓN
1. La integración como demanda
2. La raigambre como destino
6. EL REFLEJO MODERNO DE LA HOSPITALIDAD
1. Hospitalidad significa el derecho de un extranjero a no ser tratado con hostilidad
2. Miedo al «contagio»
3. Muros y vallas
III. ABANDONAR LA CIUDADANÍA
7. SERES HUMANOS Y PERSONAS; HOMBRES Y CIUDADANOS
1. Ciudadanía y persona
2. Vida natural y vida política
3. Las vidas no políticas de las no-personas
8. DAR LUGAR A LA JUSTICIA
1. Expropiación e identidad declinada
2. El acontecer de lo impersonal o la tercera persona
9. LA AGONÍA DE LA CIUDADANÍA: UNA PROPUESTA
1. La abstención de la ciudadanía
2. Figuras del exilio
• El refugiado
• Extranjeros residentes
A MODO DE CONCLUSIÓN: LA IMAGINACIÓN POLÍTICA Y EL JUEGO
AGRADECIMIENTOS
BIBLIOGRAFÍA
NOTAS
INFORMACIÓN ADICIONAL
Para Ana Rubio, que no habría leído este libro, pero que lo hubiera enseñado con orgullo.
Prólogo
Desde hace tiempo la filosofía española vive una temporada particularmente creativa. Autores como José Luis Villacañas, Manuel Cruz, Francisco Jarauta o Miquel Seguró han iniciado un diálogo productivo con filósofos franceses, alemanes e italianos compartiendo sus investigaciones de manera inédita y original. En este espacio abierto se sitúa el libro de Irene Ortiz Gala, a quien tuve el placer de conocer en Pisa, durante mis cursos en la Scuola Normale Superiore. Desde entonces, ha comenzado una serie de investigaciones de carácter filosófico, político y jurídico, a cuya primera e importante elaboración conducen las siguientes páginas. Sin entrar en el detalle de sus tesis, que el lector podrá descubrir directamente en el libro, quisiera detenerme en algunos presupuestos que inscriben este trabajo dentro de un debate filosófico-político más amplio, desarrollado sobre todo en Francia y en Italia.
En el centro de su metodología se encuentra el paradigma arqueológico —o también genealógico— inaugurado por Michel Foucault siguiendo la pista de Nietzsche, que se caracteriza por la relación constitutiva entre origen y actualidad. Esta relación no puede entenderse en el sentido histórico de establecer una continuidad entre pasado y presente, sino sobre todo como una co-presencia en la discontinuidad: el origen no precede la actualidad, sino que está de alguna forma dentro de ella. En este sentido, el origen no constituye un dato cronológico —inencontrable en cuanto tal—, sino una referencia paradigmática que permite activar una mirada crítica sobre el presente. Fuera de este circuito arqueológico, o genealógico —asocio en este caso los dos términos, aunque no son equivalentes—, correríamos el riesgo de adherirnos a la narrativa que el presente hace de sí mismo, sin poder despegarnos de ella. En cambio, a través del paradigma arqueológico, el origen se convierte en el punto en el que el presente —nuestra condición contemporánea— se desdobla, permitiéndonos una mirada crítica sobre sus contradicciones. Así debe entenderse el análisis que Irene Ortiz Gala dedica a Atenas y a Roma, las dos ciudades decisivas en la construcción de nuestra identidad, junto con Jerusalén. De hecho, una referencia más amplia al modelo judío de ciudadanía, diferente de los modelos griego y romano, habría permitido una fructífera expansión de la investigación, porque el desarraigo judío constituye una deconstrucción potencial de la doble raíz griega y romana. Sin embargo, la referencia a Atenas y Roma permite a la autora leer la lógica de la ciudadanía moderna con una capacidad crítica de la que generalmente carece la ciencia política y que solo la filosofía es capaz de implementar. Ius sanguinis y ius soli, que hoy intervienen de forma alternativa como modelos de ciudadanía, son reconducidos por la autora al desdoblamiento de un único dispositivo, que es aquel, inmunitario, de una inclusión excluyente.
El uso del concepto de inmunidad constituye una segunda herramienta que entrelaza la obra de Irene Ortiz Gala con la investigación filosófica contemporánea. Por «inmunización» se entiende un modo negativo de gestionar los conflictos; o, mejor aún, el uso de una negación menor para protegerse de una mayor. En la tradición cristiana, en particular en la paulina, el dispositivo inmunitario asume el nombre de katechon. Katechon es un freno que salva de un mal mayor —para los cristianos, el Apocalipsis— no enfrentándolo, sino llegando a un acuerdo con él. Así, la soberanía moderna —la que declara al pueblo «soberano»— procede de manera «katechóntica»: otorga la ciudadanía a los habitantes del Estado, pero los separa tanto interna como externamente. Hannah Arendt —a quien acertadamente se refiere la autora— explica cómo no solo se distingue entre los ciudadanos y los extranjeros, sino que también se divide internamente entre quienes disfrutan de derechos políticos y quienes no los disfrutan o los disfrutan solo en parte. Desde otra perspectiva, filosófica y política, Carl Schmitt sostiene que cada régimen político, antiguo y moderno, incluida la democracia, se une no solo a través de la discriminación contra los ciudadanos de otros Estados, sino también contra una parte de sus propios ciudadanos —a los que no considera tales—.
Conocemos el desenlace que tuvo esta perspectiva en los años treinta, cuando los ciudadanos discriminados —los extranjeros internos— comenzaron a ser perseguidos y luego masacrados. Pero no debemos pensar que esta separación, dentro del dispositivo de la ciudadanía, pertenece solo a los regímenes totalitarios y al nazi en particular. Esta separación es constitutiva de la idea misma de ciudadanía, fundamentada sobre la categoría de los derechos personales. Sobre estos, Irene Ortiz Gala se refiere a lo que se ha definido como «el dispositivo de la persona». Contrariamente a lo que se piensa al referirse a la persona como categoría universal, esta, de origen romano y cristiano, no solo en Roma, sino en toda la historia moderna, ha constituido un instrumento de discriminación entre quien era considerado persona a todos los efectos y quien no lo era, llegando, en el caso del esclavo —no olvidemos que la esclavitud fue abolida hace menos de dos siglos—, a ser asimilado a una cosa. En Roma, la persona —cuyo significado original es el de «máscara»— no coincide con el individuo que la porta. Es un estatus, un rol que uno puede tener o no tener, que puede adquirir o perder. No solo los seres humanos, como los esclavos, podían transitar de la esfera del ser humano a aquella de la cosa o viceversa, sino que, en realidad, ningún ciudadano romano, salvo los varones libres y adultos, era propiamente considerado una persona. Los hijos mismos, no solo en la etapa arcaica, estaban sujetos al derecho de vida y de muerte de su padre. En este sentido, la ciudadanía romana, concedida a los pueblos que Roma conquistaba de vez en cuando, implicaba un dispositivo de exclusión que nunca fallaba. Si en Atenas solo eran ciudadanos los habitantes autóctonos, de pura sangre ateniense, además de aptos para realizar el servicio militar, el modelo romano, en el que la ciudadanía no estaba ligada a la sangre, también implicaba límites y exclusiones.
El paradigma que la autora opone al dispositivo de la persona es el de lo impersonal, elaborado de manera diferente por Simone Weil y Gilles Deleuze. Si el uso del concepto de persona ha separado siempre la humanidad en dos o más niveles superpuestos, la única manera de emanciparse de él es escapar de su semántica jurídico y/o teológico-política. Naturalmente, la categoría de impersonal, válida para deconstruir internamente la de persona, tiene un fuerte valor filosófico, pero sigue siendo problemática en un plano propiamente político. ¿Qué sujeto político podría encarnarla? Por otro lado, la crítica de la persona parece inseparable de la crítica del sujeto al que permanece ligada. El mismo sujeto es concebido por la tradición filosófica como dividido en dos niveles, uno corporal y uno intelectual o espiritual, el primero subordinado al segundo. Desde este punto de vista, los conceptos de la tradición metafísica están recíprocamente ligados por una lógica binaria que implica siempre un elemento excluyente. Sin embargo, aquí el discurso se extendería demasiado para poder continuarlo en este prólogo. Así, mejor, quedémonos con el libro de Irene Ortiz Gala, que constituye una importante contribución a una deconstrucción, tanto analítica como crítica, del concepto de ciudadanía.
Roberto Esposito
Introducción
Los problemas pueden abordarse desde distintas perspectivas. Podemos estudiar nuestro presente y situarlo en su contexto, podemos establecer comparativas entre un conjunto de realidades o podemos excavar en las ruinas de diferentes épocas y ver qué tienen que decirnos los objetos del pasado. En este ensayo, para abordar la cuestión de la ciudadanía, me gustaría comenzar por donde creo que debe comenzar cualquier historia: por el principio. Trataremos de rastrear, pues, las huellas de aquellos que algún día anduvieron por esta tierra y dejaron en ella constancia de su camino.
Civis romanum sum, cuenta Cicerón,¹ era la fórmula escogida por los romanos para hacer valer los derechos que su ciudadanía les reconocía. La misma fórmula a la que se acogió Pablo de Tarso y que, presumiblemente, evitó que muriera crucificado y que se le concediera, en su lugar, la muerte por decapitación. Lo crucial de la ciudadanía, y esto los romanos lo sabían bien, no es que esta indique la procedencia o el origen de una persona, sino, sobre todo, el ordenamiento jurídico en el que se inscribe. Por eso Pablo, según la versión de Lucas en Hechos de los apóstoles, pregunta al oficial que quiere arrestarlo: «¿Está permitido azotar a un ciudadano romano sin haberlo juzgado antes?».² Lo que Pablo reclama es el trato que se le debe exclusivamente a un ciudadano romano y que es significativamente mejor al que recibe un extranjero.
No entraré en la discusión sobre la veracidad de la ciudadanía romana de Pablo,³ pero sí señalaré que, precisamente, el debate sobre su ciudadanía gira en torno a algunos acontecimientos que parece difícil que pudieran ocurrirle a un ciudadano romano. Si Pablo era romano, ¿por qué no lo dijo cuando le dieron latigazos, lo azotaron o lo apedrearon?⁴ La ciudadanía reconocía unos privilegios que lo hubieran protegido del trato que Pablo dice haber recibido. Esta falta de correspondencia entre lo que sufre Pablo en sus cartas y la condición de ciudadano romano que Lucas le otorga hace sospechar a los investigadores de la veracidad de dicho estatus jurídico. Sin embargo, para los intereses de este libro son muy reveladores los términos en los que se produce el debate, porque evidencian las diferencias de trato entre la población de un mismo territorio en función de su ciudadanía. Y porque, como no se debe renunciar a estudiar y explicar las semejanzas entre el pasado y el presente ya que suelen decir cosas que se parecen, este libro propone un análisis arqueológico del dispositivo de la ciudadanía.
Nos centraremos en tres cuestiones sobre la ciudadanía —como un nudo borromeo que no puede deshacerse—. En primer lugar, se trata de determinar qué relatos han permitido que se construya un dispositivo como el de la ciudadanía, es decir, qué discursos han dado lugar a la formación de este artefacto jurídico. La puerta de entrada a esta investigación está conformada por Grecia y Roma. Las historias narradas en sus mitos del origen —de autoctonía y de fundación— resuenan todavía hoy. En este sentido, deberíamos estar de acuerdo en que los mitos son mucho más que fábulas: dan cuenta de un orden político y de un horizonte de sentido que nunca hemos dejado de repetirnos. En segundo lugar, resulta crucial hacer un diagnóstico de la ciudadanía en nuestras sociedades contemporáneas: analizar qué mecanismos jurídicos facilitan la inclusión en dicho dispositivo y cuáles favorecen la exclusión —y bajo qué criterios—, así como cuáles son sus consecuencias. Debemos indagar, entonces, qué papel desempeña el dispositivo jurídico de la ciudadanía en la protección de la vida y qué implicaciones tiene en nuestra comprensión del mundo. De lo que se trata, en pocas palabras, es de examinar qué tipo de orden social produce la ciudadanía. En tercer y último lugar, es urgente que evaluemos si este mito de la ciudadanía —y su dispositivo jurídico-político— puede seguir explicando nuestro presente. La «vaca sagrada de la ciudadanía»⁵ nos pone en aprietos para pensar otra forma de relación con las instituciones jurídico-políticas del Estado en el que vivimos y, sin embargo, pocas cosas se me antojan tan impostergables como este examen: ¿es deseable que la ciudadanía continúe siendo el concepto-guía de la filosofía política?
El concepto de «ciudadanía» es esquivo y, a pesar de su extendido uso, presenta problemas cuando queremos pensarlo con cierto rigor. Parte de este problema se deriva del hecho de que este concepto puede referirse a cosas muy diferentes en función del sentido en el que se utilice. Desde un punto de visto sociológico, «ciudadanía» se emplea para indicar la población que habita y participa en un Estado, con independencia de la relación que mantengan los individuos con el aparato jurídico-político. Y, sin embargo, desde una perspectiva jurídica, sabemos que no todas las personas que residen y forman parte de la vida social de un Estado son ciudadanos. Desde esta perspectiva, el uso sociológico del término «ciudadanía» corre el riesgo de invisibilizar la jerarquía jurídica derivada de este dispositivo —sin que esto implique reconocer, a su vez, que aquellas personas que no son ciudadanas sean, o puedan ser, actores sociales—.
Precisamente por esto vale la pena recordar que, en sentido jurídico, la ciudadanía indica la pertenencia de un individuo a un Estado a través de los mecanismos reconocidos por sus leyes. Así, cada Estado otorga este estatus jurídico, junto con los derechos y deberes inherentes, a las personas que poseen su título, es decir, a sus ciudadanos. La aproximación sociológica a la ciudadanía, como ha señalado Luigi Ferrajoli,⁶ no puede dar cuenta de los diferentes procesos de exclusión que se han establecido en los ordenamientos jurídicos de diferentes épocas y lugares y, sobre todo, de la distinción fundamental entre ciudadanía (status civitatis) y personalidad o subjetividad jurídica (status personae). La evidencia del carácter discriminador de la ciudadanía se muestra en la distinción entre los derechos que son reconocidos a los individuos en cuanto personas y los derechos que se otorgan a las personas en cuanto ciudadanos. No digo que los estudios que se centran en los análisis de participación de la sociedad civil —con independencia de la seguridad jurídica que tengan los individuos que intervienen en dicha sociedad— no sean válidos, pero sí insistiré en que no son suficientes. No debemos confundir las prácticas sociales con los derechos y, todavía menos, pensar que aquellas pueden ser condición suficiente para formar parte de una sociedad y que, incluso, se podría prescindir de los derechos. Es cierto que las prácticas sociales pueden llegar a corregir los derechos, pero también sucede, como insiste Richard Sennett,⁷ de la manera inversa, y la corrección de la ley escrita puede ser la única forma de acabar con el desamparo al que son condenados aquellos sujetos privados de la ciudadanía del territorio en el que residen. La evidencia de la matriz excluyente que vertebra la ciudadanía en un sentido jurídico —que discrimina y establece una verdadera jerarquía entre los residentes de un Estado— debe tomarse, especialmente desde la filosofía política, con la gravedad que merece. Por eso, cualquier estudio que olvide, intencionalmente o no, que la protección de la vida depende de la inscripción en el orden jurídico está condenado al fracaso.
Además, los Estados, como territorios delimitados con instituciones jurídico-políticas propias, también precisan de relatos para producir y reproducir un ordenamiento simbólico sobre el que construir un sentimiento de pertenencia y, así, convertirse en Estados nación. Dice Étienne Balibar, siguiendo a Émile Durkheim, que para que el Estado pueda adoptar la forma de un Estado nación necesita apropiarse de lo sagrado, no solo con las representaciones de una