Errantes
Por Eva Monzón
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Situaciones, personajes, momentos y vidas límites que se dan en cualquier contienda donde el hombre lucha contra el hombre, visto y narrado a través de los ojos de una niña aún no nata, que nos invita a verla crecer mientras conduce a los protagonistas a través de sus propios secretos, despejándoles sombras y ayudándoles a decidir qué hacer con los restos de un futuro cambiado.
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Errantes - Eva Monzón
ERRANTES
eva MONZÓN
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© Del texto: Eva Monzón
© De esta edición: Editorial Sargantana (Librería Vanaol, s.l.)
Marva, 9 - 46007- Valencia
Email: info@editorialsargantana.com
www.editorialsargantana.com
ISBN: 978-84-944461-7-7
Soy Alba, o mejor dicho, lo seré dentro de nueve meses, cuando mi madre, que acaba de saber que me espera, tras un parto difícil vea, a la vez, nacer el día y a mí; de esa coincidencia viene mi nombre.
Tengo un don que he de aprender a manejar desde aquí, si no quiero que se convierta en maldición: sabré ver dentro del alma de los demás. Nadie me mentirá sin que lo sepa, el disfraz de las palabras será transparente. Es un don terrible y peligroso, habré de dominarlo a la perfección. Si lo consigo, podré cambiar cualquier acontecimiento antes de que pase; lo que ocurre sucede porque se ha pensado antes.
Por lo pronto, voy a alterar el destino de mi madre.
Ella, por supuesto, ya tiene nombre pero nunca lo dice; es muda y analfabeta, así que deja que los demás le pongan el que quieran cada vez, aceptándolos con una suave sonrisa; en mi madre todo es dulce y delicado. Es una mujer menuda, frágil, que vive una vida equivocada. Yo le daré un giro a su destino, bueno, en realidad lo hará mi padre. Él sabrá quererla.
La vida de mamá solo ella la sabe; no debió de haber sido fácil, otra persona cualquiera quizás no la hubiese sobrevivido, pero mi madre, de apariencia tan desvalida, es resistente a cualquier adversidad. Sé su secreto, no ha podido ocultármelo a mí, que estoy en ella. Ha aprendido a salirse de la realidad; si el cariz que toma es peligroso o desagradable, deja su cuerpo solo, mientras se refugia en una esquinita de su mente. Ahí tiene escondido lo más bello que ha ido encontrando a lo largo de sus días: una muñeca con tres vestidos, dos muy bien confeccionados y el tercero más bien torpe –creo que lo hizo ella misma–; cuentos de dibujos brillantes, y uno especial, que al abrirlo y girar las páginas, muestra en relieve lo que dicen las letras que nunca aprendió a leer; hoja tras hoja surge, de la nada, un palacio de cartón protegido por una fosa profunda habitada por cocodrilos, un bosque de árboles milenarios que susurran contra el viento sabios consejos, un gran pez de fauces abiertas a punto de tragarse un anzuelo, una montaña nevada que esconde tesoros de enanos avaros, y, al final, una mesa vestida de banquete real.
En su rincón hay muchas cosas; juego con ellas ahora que las tengo a mano, porque cuando nazca, lo ocuparé casi todo, desplazándolas un poco, lo justo para que a mamá le quepan recuerdos míos.
Se conoce su vida a partir de cuando tenía más o menos diecisiete años, tres menos que ahora, porque la encontró su patrona actual y desde entonces, ya hay gente conocida en el pueblo a quien preguntar que ha ido entrelazando sus días con los de ella y que creen sabérsela; no se encontrará a nadie que tenga la sensatez de pensar que quizás no es la que ven; que solo hayan sido testigos de tres años de su existencia, no les preocupa ni poco ni mucho: es la muda de la Casa Verde. Con esa generalidad, algunos detalles y novedades que aportan para avivar las tertulias, no siempre animadas del casino, dan por cerrado el pasado, el presente y el futuro de mi madre.
Dentro de unos años se encontrará, por los caminos, con su infancia, pero a quien va a conocer esta tarde, es a una prostituta retirada, que en su jubilación regenta la casa más elegante de toda la zona: la Casa Verde, y es curioso porque no está, ni nunca estuvo, pintada de ese color, ni por dentro ni por fuera. En realidad nadie sabe muy bien el porqué de ese nombre: lo lógico sería la Casa Roja, pues de ese color es tanto el interior como el exterior, incluidos los marcos de las ventanas, unos cortinajes pesados de terciopelo granate, y las luces indirectas de tono rojizo responsables de un ambiente bastante tétrico nada más entrar, que ayuda, sin embargo, a crear esa atmósfera irreal que tranquiliza a los clientes, auxiliándoles en su propósito de olvidar que están ahí, habiendo dejado afuera, a plena luz del sol, las buenas costumbres, remordimientos, temores y responsabilidades.
Por fuera la casa es como cualquier otra; su discreción es lo más meritorio, lo que la ha convertido en la más frecuentada de los alrededores. Aunque no engaña a nadie.
Con respecto al nombre caprichoso, la clave la tiene uno de los hombres más ancianos del pueblo, que jura y perjura, que de niño ayudó a su padre a pintarla por encargo del dueño de entonces, hombre taciturno, enfermo, muy huraño e irascible. Recuerda entre brumas –era muy pequeño–, los gritos de aquel a su padre cuando, por orden suya, empezó a pintar la casa del color que le había encargado: verde. A los primeros brochazos, el dueño se enfadó de una manera desproporcionada, gritando y lanzando improperios: ¿Qué se cree que está haciendo? Le dije que la pintase de verde.
Mi padre, entre sorprendido y tenso, le contestó que eso mismo hacía. Antes de acabar la frase, al anciano se le hincharon las venas del cuello, su cara enrojeció y los ojos parecieron salírsele de las órbitas; estaba a punto de estallar de cólera. Mi padre se apartó temiendo una agresión. El anciano entendió mal el gesto, se creció y comenzó a chillar incoherencias.
Yo temblaba de miedo, mi padre, quizás por mi presencia, procuró suavizar la situación y, en vez de plantarle cara o darle la espalda abandonándole a sus demonios, intentó calmarle; le acercó la muestra de colores que siempre llevaba consigo para que el viejo descargara la ira sobre ella. A lo mejor, el tono no es el que quería, tenga, señale cuál es el que prefiere y se empieza de nuevo.
El anciano, afónico, miró lo que le enseñaba mi padre, y con un dedo retorcido por la artrosis tocó con furia uno de los cuadros coloreados de la muestra. Atragantándose con las palabras, intentó recuperarlas. Pues, este: el verde. ¿Está usted ciego? Quiero este verde y no este rojo.
Mi padre se disculpó, y su paciencia actuó como un bálsamo para el viejo que gradualmente recuperó la calma.
Y sin más comentarios, sin decir nada a nadie ni burlarse, cambió los botes de pintura que había comprado del número 14; verde, por los del número 23; rojo.
Al día siguiente cubrió lo verde con pintura roja, y el dueño, con lo que a él le pareció una sonrisa amable, y no era sino mueca amarga, le felicitó por el trabajo y entrando dentro no volvió a salir.
El anciano veía verde la casa que mi padre pintó roja. No dejó de comentar, a quien quisiera escucharle, lo bonita que había quedado y, debido a su carácter irritable, nadie le desmintió que su casa verde, era roja.
Y ya fuese por la broma o la costumbre, así quedó en la memoria: la Casa Verde.
Dudo que aparte de mi padre, el pintor, alguien conociera ese desorden de los sentidos.
El anciano cuenta la anécdota cada vez menos, porque la curiosidad de la gente forastera no llega hasta su puerta y los que viven allí están acostumbrados al nombre y no tienen tiempo de preguntarse nada, con atreverse a ir sin que se enteren los que no se tienen que enterar, ya van bien. Y ahí se reúnen, todos invisibles y todos cómplices de esa invisibilidad.
Siempre y cuando no surja un suceso que los obligue a hablar abiertamente del lugar. Y mi madre, sin saberlo, durante una temporada, logró romper el tabú.
Mamá iba deambulando por la calle, sucia, delgada y sola, sobre todo sola. Magdalena, Madame, como todos la llaman, estuvo un rato observándola con interés profesional; su sexto sentido, adquirido a lo largo de su vida, se le había despertado al verla y acercándose empezó a tantear el terreno.
Mi madre se fue con ella. ¿Qué otra cosa hubiera podido hacer? La mujer tan arreglada que olía intensamente a perfume y a cosméticos, vestida de esa manera llamativa la cogió del brazo y con una voz grave, matizada, arrulladora casi, medio la arrastró por la calle hasta llegar a la Casa, sentándola ante un café con leche rodeado de bollos y golosinas. Magda se situó enfrente, observando y deduciendo de lo que veía que hacía mucho que la joven no comía. Esperaba a que le contestase las preguntas que le iba haciendo entre bocado y sorbo. La supuso tímida, y hasta que adivinó que no podía hablar, a punto estuvo de irritarse de verdad ante el único signo de respuesta de la que era capaz mi madre: mirar fijamente a su interlocutor con esos ojos profundos, aislados y confiados que hacían apartar los de los demás. La inocencia incorruptible de esa mirada hacía difícil no sentirse culpable al contemplarla; pocos fueron los que la sostuvieron. Estar con ella lo hacía imposible; eso y su silencio. No hubo muchos clientes que soportaran la ausencia completa de suspiros fingidos, risas falsas o frases aprendidas. Al principio de presentarla, se la rifaban, para más tarde, no elegirla ninguno de los habituales. Magda, para amortizar su manutención, la utilizaba de chica para todo, sin quitarla del vestíbulo definitivamente, ya que algún que otro forastero, ajeno a su silencio, impresionado por su apariencia y animado por los clientes más socarrones que habían adoptado esa broma para reírse a más no poder entre ellos cuando los veían subir al piso alto, la escogía. Y entre ellos, mi padre.
Nada más verla ahí, de pie, no pudo apartar ya sus ojos de esa joven delgada, casi transparente, casi irreal. Estaba sin estar. Lo que la rodeaba, fuera lo que fuese, jamás acababa de integrarla, siempre se movía por encima de cualquier escenario; llevaba el suyo propio. Supo que su destino era sacarla de ahí, ofrecerle el mundo, uno que nunca acabaría de sorprenderla ni de aburrirla; estaba más allá de él.
Se acercó a mi madre con respeto, casi con miedo de que al rozarla se volatilizase, como el arco iris reflejado en una pompa de jabón. Suavemente la subió a la habitación de la que no habría vuelto a salir. Ella entró a su lado sumisa, ausente, inalcanzable, pero no se refugió en su escondite, no abrió libros ni miró ilustraciones; se quedó con él. Y sin palabras, se entendieron.
Mi padre no notó en absoluto su mudez, quien se lo descubrió fue un cliente incapaz de repartir bien las culpas, que la había escogido una noche por lo bonita que le pareció, y que salió resentido y frustrado en lo que más le dolía. Con voz turbia, empapada de alcohol, se dedicó a insultar a la chica silenciosa y a burlarse de la hombría del otro. No me digas que te gustó, es imposible saberlo con esta.
Y señaló despectivamente al aire. No hay forma de arrancarla ni un gemido. Claro, que a lo mejor, estás acostumbrado y te va así con todas.
Y girándose para seguir bebiendo, dio la espalda al joven que ante las obscenidades del borracho contra la mujer que le abrió, solo con su presencia, lo que había ido dedicándose a cerrar, estalló con la furia de quien se ha contenido, sin saberlo, toda la vida; fue como sentirse al pie de un abismo recién abierto, que separaba lo que había sido su realidad, con la que intuía que habría de ser; un instante de una nitidez tan cruda y clarividente, que tuvo que aplacarla, dulcificarla, arremetiendo contra aquel borracho insensible, representante de sí mismo hacía apenas unas horas. Golpeándole se liberó de quien fue, de quien no quería seguir siendo.
Las ganas de vivir por el mero hecho de vivir cada segundo de manera absoluta que había encontrado en la joven, y que despertó las suyas propias, ya no le abandonarán más, como si hubiesen estado esperando manifestarse tras esa puerta, al lado de esa joven que le hizo sentirse diferente, pleno, en paz, con ganas de realizar lo que había ido escondiendo bajo un montón de pereza, desánimo, y fatalidad. Era un hombre renovado, decidido, el que acabó magullándose por última vez en una pelea. Supo qué quería hacer con su tiempo, las piezas inconexas se juntaron para mostrarle una imagen que le gustó y por la que luchar.
Esa noche se la pasaron en vela, recordando cada detalle de esa hora eterna, reviviéndola una y otra vez, para evitar perderse ni un segundo compartido, para comprender sin equívocos cada gesto recibido. Aprendiéndosela de memoria, sabiendo que solo con eso podrían vivir satisfechos el resto de sus vidas: se habían encontrado. Mi madre hizo un hueco en su rincón para él y él llenó su vida de ella. Hizo planes; en apenas tres días tenía que sacarla de ahí. Esa noche, ya día, y pocos más, eran lo que le quedaban en el pueblo.
Había que actuar.
No debería ir tan rápido, pero es que aquí dentro el tiempo se desliza a otro ritmo, los acontecimientos suceden en diferentes frecuencias. Mamá aún no está ni embarazada de mí, y yo ya estoy acelerando un futuro sin raíces sólidas en el pasado.
Mi madre estaba tomando café con leche delante de Madame sin saber quién era ni lo que le esperaba. Magda desconoce su incapacidad para emitir sonidos, y la observa mientras calcula gastos y beneficios posibles con esa bella joven que ahogaba la ensaimada en café hasta lo imposible, mojándose la barbilla tras cada bocado a ese dulce embebido de leche oscura. ¿Cómo te llamas, niña?
Ella, limpiándose el café, llevaba la mano libre a los labios, a la vez que movía la cabeza de izquierda a derecha. ¿No puedes hablar?
Mismo gesto, pero ahora la mano empapaba la ensaimada de nuevo y no podía llevársela a la boca. Pues vaya asunto
. La expresión de la mujer era de fastidio intenso. Al menos me entiendes, ¿no?
Miraba a la chica con aprensión. ¿Eres sorda y has aprendido a leer los labios?, ¿o me oyes?
. Ella misma se dio cuenta de que no podría contestar a eso, así que mientras la joven estaba atenta en no permitir que la pasta reblandecida se le cayese a la mesa, Magda, inclinó la silla de su izquierda hasta hacerla caer. La joven dio un salto sobresaltada.
Bueno, puedes oír, es una ventaja.
Mi madre sonrió. Había acabado con tres dulces y dos tazones de café con leche. Madame siguió con lo suyo. ¿No puedes indicarme cómo te llamas? Escribiéndomelo, tal vez.
Gesto de negación con la cabeza. ¿No sabes escribir?
Ojos enormes mirándola. Exasperación, silencio y una nueva idea para no tener que rechazar a la chica que ya le llevaba hecho algún gasto y de quien todavía esperaba beneficios. Si yo voy diciendo nombres, tú levantas la mano cuando oigas el tuyo, ¿vale?
Movimiento de cabeza que asentía. Empecemos.
Madame enumeró muchísimos, desde María hasta Ludovica. La joven no alzó la mano ante ninguno.
En el propósito de acertar el nombre de la muda se unieron las demás mujeres de la Casa, muy entusiasmadas, queriendo ser cada cual quien lo adivinase. Cuando agotaron el repertorio individual, repleto de nombres de amigas, familiares y santas de pueblos, recurrieron en su búsqueda a las páginas de aquellos libros que tenían a mano, formando una pequeña biblioteca que pondrían en común, ya que una vez sacados de los baúles, decidieron dejarlos en el saloncito al que ningún cliente tenía acceso, donde solo ellas podían, y pasaban, los ratos de ocio, contándose ilusiones, fracasos y pasados –en él se decidirá la suerte de mi madre durante esos únicos días de estancia de papá en el pueblo–. Entre los libros que fueron acumulando, primero encima de la mesa, luego sobre el aparador, y más tarde en la alfombra que Madame compró en un mercadillo, en un intento de darle a la habitación un toque de calor e intimidad femenina, antes de que, debido al número de ejemplares que reunieron, tuvieran que encargar una estantería al extrañado carpintero del pueblo, que no acertó a descubrir para qué la querrían; sus prejuicios, ya que nunca pensó que supieran leer, y su torpe y exaltada imaginación, le impidieron ver la lógica del asunto: para colocar libros. Entre ellos, digo, había un santoral, un Antiguo y Nuevo testamento, el Corán y el libro del Tao –libros estos que nadie supo muy bien de dónde habían salido–; novelas románticas y de aventuras que una de ellas, con más ganas que las demás de ampliar horizontes, había ido adquiriendo como buenamente pudo en sus días libres; varias revistas ilustradas, e incluso dos manuales de cocina; que ya puestas a sacar libros
, se disculpó la que los había aportado, pero en ninguno de ellos encontraron nombre que levantase la mano de la muda.
Hubo una, que en su afán de descubrir cómo se llamaba la nueva, se le ocurrió la astucia de preguntar, tras la faena, nombres femeninos a un cliente de aspecto extranjero, y que más tarde repitió en el saloncito, sin que el brazo de la muda se alzara, pero extrañando tanto a las demás con esos nombres nunca oídos, que tuvo que hacerlas partícipes de la nueva fuente de información que había ideado, lanzándose todas a interrogar a cada uno de los clientes de paso; ya fuesen forasteros, extranjeros o del pueblo de al lado.
La pregunta transcendió a los habituales, y de ahí a estar el pueblo pendiente de descubrir el nombre de la muda, fue solo cuestión de días. Hubo clientes que alquilaban el tiempo de la joven sin nombre, con el único propósito de agotarlo enumerando nombres y comprobando ansiosos el movimiento de un brazo que ninguno logró izar, pero no por ello cejaron en el empeño.
Algunas esposas se sentían halagadas cuando sus maridos les preguntaban por los nombres de sus amigas de infancia y parientes lejanos, notando un interés –ya que algunos hasta los anotaban por temor a olvidarlos pues los había realmente peregrinos–, que nunca antes habían experimentado, exceptuando quizás el principio del noviazgo, en el mejor de los casos.
Estaban tan a gusto con ese novedoso interés por sus palabras que se arreglaban, cada día, un poco más a la espera de esos monólogos compartidos. Lo que ponían en el plato al mediodía, era lo que más les gustaba a sus hombres, sin reparar en el precio, extorsionando un tanto las economías familiares llevadas al céntimo cada domingo por la mañana; Que un día es un día, ya se compensará por otro lado
. Las casas estaban más limpias; flores renovadas, figuritas y adornos sacados de los armarios, confinados ahí desde el nacimiento de los hijos, desde la pérdida de la ilusión de ama de casa primeriza, o desde que el engorro de limpiarlos pudo al gusto, a veces dudoso, de la decoración doméstica. La ilusión de ir a dormir se renovó, hasta tal punto, que algunos parroquianos de la Casa Verde, no fueron a visitarla con la asiduidad que solían.
Pero a pesar de la movilización local, no se logró dar con el nombre de la muda, que ahora, sin saber muy bien qué ha de hacer, mira ahíta, pero añorante las migas en el tazón vacío.
Pues esto no puede quedar así
–dice Madame–, de algún modo te he de llamar.
La joven sin reaccionar, estaba atenta a la espera de quién sabe qué. Mira, te voy a enseñar dónde dormirás y mañana hablaremos de las condiciones.
Se levantaron, y la mujer de traje alegre bien relleno, aires desenvueltos y enérgicos, mostró a la joven frágil, etérea y ausente, una habitación que no sería nunca suya hasta que la ocupara con mi padre, y en donde aprendería a ser una virtuosa de su técnica privada de evasión. Pero en esa ocasión se tumbó en la cama y cerró los ojos con la esperanza de repetir al día siguiente el banquete de bollos y café con leche, guardando el recuerdo en su rincón, por si no volvía a suceder.
El aspecto de mi madre, la muda, como acabaron llamándola todos, fue adquiriendo los colores y olores de la casa, su cuerpo transparente de movimientos suaves y tranquilos, casi flotaba por los pasillos, realizando las tareas que le asignaba Madame sin poner mala cara, con esos ojos impenetrables, a los que los demás se asomaban buscando la clave de esa luz, ajena a todo, y que a la vez todo iluminaba.
Las mujeres buscaban su compañía; les aliviaba contarle unas vidas rotas, unos recuerdos turbios, unas ilusiones irrealizables. A su lado, parecía más fácil soñar que cuando estaban solas en esas habitaciones, siempre demasiado inhóspitas, tumbadas en esas camas siempre demasiado angostas para encontrar un hueco donde su cuerpo no recordase el de otros. Desde que llegó la joven muchas empezaron a decorar su espacio; compraron colchas de colores alegres que permanecían ocultas en el trabajo y bien a la vista en los descansos; alfombrillas mullidas y suaves, como las que usaban de niñas, para sentirlas bajo los pies descalzos recién despiertos, que infundían calor, identidad, y que se escondían bajo las camas hasta estar sin compañía. Fotos, amuletos, dibujos, pañuelos, lo que fuese que resucitara esos cuartos fríos, anónimos, necesarios para el trabajo, pero imposibles para los sueños. En pocas semanas, las habitaciones adquirieron doble personalidad.
Las primeras veces que mi madre tuvo que exhibirse en el vestíbulo, las compañeras, con un sentimiento de rechazo frontal a lo que les daba de comer, y que por ellas no sentían, demasiado acostumbradas a la fatalidad, se ponían delante de ella para que no la eligieran, apartándola hasta el fondo, y si a pesar de la maniobra, alguien le echaba el ojo y se encaprichaba, intentaban convencerle, mostrando quizás más de lo que se les permitía ahí abajo, para disuadirle.
Esa era la protección que brindaban a las nuevas pero que no duraba mucho. Al poco, simplemente se le hablaba, aconsejándola sobre cómo pasar los primeros tragos, o se la iba a visitar al final de la jornada, por si necesitaba algo. Con mi madre fue distinto; se comportaba cada noche, invariablemente, como si fuera la primera. No había experiencia en la manera de moverse, de sonreír. Siempre inocente. Cada día empezaba de nuevo. Los clientes presentían que no podrían con ella. Tenía un halo de inaccesibilidad que hasta Madame sintió desde ese primer café.
Pasaron tres años sin que nada ocurriese: cada día traía sus horas, cada hora su ocupación, cada ocupación su tedio, preocupación o alegría que compartían en el saloncito junto a la estantería, ahora llena, en forma de palabras intercambiables para darse fuerza, creerse libres, con futuro y disimular que el día que estaban viviendo, no era más que una repetición del anterior; un espejismo, un simulacro de la vida que bullía fuera de esa casa, de ellas. Ahí estaban y allí estarían.
Esa misma derrota, esa fatalidad que acataban como destino, fue contra la que se rebelaron, con todas sus fuerzas, para ayudar a mi madre; al igual que la protegían de los clientes, quisieron darle la esperanza real de elegir, no como hacían ante la mesa, hablando dormidas, soñando despiertas. Querían que esa joven, que sin ser consciente les había dado entidad, dignidad y respeto, realizase lo que ellas solo se atrevían a imaginar: salir de allí.
Las ensoñaciones de todas acaban chocando frontalmente contra la crudeza de esa vida más allá de sus vidas; soñar era fácil, gratis, los asuntos prácticos se podían obviar; no hacía falta comer, ni dormir, ni vestirse, ni trabajar. Solo desear estar en cualquier otro sitio que no fuese ese salón, esas habitaciones… lo imaginado acababa invariablemente en un silencio inmóvil de mirada ausente, hasta que regresaban de donde no habían salido con un escalofrío y un leve suspiro que las agitaba y expresaba, mejor que cualquier palabra, la decepción, la imposibilidad, la realidad tan en contra de esos planes de huida hacia un algo imposible.
Mientras se iban levantando de las sillas del salón, recordaban las experiencias de otras chicas que intentaron cambiar la monotonía de los días; estaba aquella que se escapó una noche de tormenta y que regresó antes del año, diciendo que había añorado la casa, porque era donde mejor la habían tratado. Se nombraba también, cómo no, a Lucía, esa joven siempre insatisfecha, inquieta, que acabó fugándose con un cliente y terminó muerta. Su cuerpo se encontró roto en una acequia del camino. Lo descubrieron a los meses, pero el forense, haciendo gala de sus conocimientos, aseguró que la habían